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Primera edición digital: diciembre 2019Campaña de crowdfunding: Equipo de Libros.comComposición de la cubierta: Irene PinIlustraciones de interior: Laura Santolaya, Itziar San Vicente, Gabriel Moreno, David Despau, Leticia Fuentes,
Alba González, Marta Hernández, Vero Navarro, Carmen García Huerta y FerkostoMaquetación: Álvaro López, Patricia Á. Casal y Miguel Ángel SalcedoCorrección: María Luisa Toribio y Juan G. MecaRevisión: Guillermo GuzmánTraducción: Lucía El Asri, Hanan Hahour y Wassim Zabad
© 2019 Laura Alfaya, Manasés Perales, Miguel Ángel Salcedo e Ivan Mhamed © 2019 Libros.com www.libros.com [email protected]
ISBN digital: 978-84-17993-60-3
LAURA ALFAYA · MANASÉS PERALES · MIGUEL ÁNGEL SALCEDO · IVAN MHAMED
Recetas de un campo de refugiados
LAURA ALFAYA · MANASÉS PERALES · MIGUEL ÁNGEL SALCEDO · IVAN MHAMED
Esta frase es tuya.Y esta.Y todas las que aparecen en este libro.Gracias por dejarnos escribirlas.
«Si valorásemos la comida, la alegría y las canciones por encima del oro acumulado, este sería un mundo más feliz».
J.R.R. TOLkIEN
10 Algo
12 Cómo utilizar este libro
16 Prólogo
16 La huida. Por Antonio Trives
20 La llegada. Por Theodora Akriotou
26 Ingredientes
27 La búsqueda de ingredientes
30 Los básicos de la cocina de Ritsona
33 Chefs
35 Amina
37 Maziat
39 Khaled, Ebrahim y Ahmed
41 Abeer
43 Hodi
45 Mahmoud
47 Abdul
49 Thaura (alias Mama Merkel)
51 Abu Mohamed
53 Eva
55 Mohamed
57 Hussein
59 Mujeres de Somalia
61 Doha
63 Ibrahim
65 Yazam
67 Wesal
69 Soula
70 Ritsona
81 Recetas
83 Mezze
87 Hummus
89 Salsa harissa
91 Labneh
93 Baba ganoush
95 Mutabal
Índice
97 Ful b’laban
99 Falafel
101 Sambousek
103 Principales
105 Pollo bel laban
107 Shorba
111 Maqluba
113 Cordero picante
115 Pollo marinado
117 Shishbarak
123 Shakriya
125 Safargalia
129 Kawag
131 Kebab con patatas
133 Kebab kofta
137 Marina
139 Synia bal fren
141 Dolma
145 Pollo fatteh
147 Ternera biryani
149 Pollo bil bahar
151 Pollo Hama
153 Şêx mehşî
157 Pizza Ritsona
159 Suqaar
161 Cabrito de Sudán
163 Acompañamientos
165 Bulgur
167 Ensalada árabe
171 Tabbouleh
173 Ensalada iraquí
177 Canjeroo
179 Adriyad
181 ´Ayran
185 Tzatziki
187 Spanakopita
191 Postres
193 Qatayef
195 ´Awamat
197 ´Esh al-bolbol
200 ¿A quién ayuda Refugeat?
202 Otras formas de ayudar
204 Agradecimientos
207 Patrocinadores y mecenas
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AlgoQué palabra tan vacía y tan poderosa a la vez. Algo es exactamente lo que nos ha traído hasta aquí. Cuando toda esta bonita locura empezó, nosotros, Miguel, Laura y Manasés, lo único que teníamos claro era que quería-mos hacer algo.
No recordamos exactamente la fecha, pero sí que los tres estábamos en una fiesta en casa de Marta. Uno dijo: «Llevo tiempo queriendo hacer algo, un voluntariado». Y los otros dos respondieron casi a la vez: «Yo también». Coincidencias de la vida. Esas ganas de hacer algo se habían despertado en cada uno de nosotros por separa-do, y esa noche se habían encontrado.
Los tres estábamos muy impactados con la guerra en Siria y sus consecuencias. Miles de personas tratan-do de llegar a nuestro paraíso europeo, ahogándose en el mismo mar que baña nuestras vacaciones. Mientras tanto, nosotros (tan ciudadanos del mundo, tan backpackers) y nuestros gobiernos, mirando para otro lado. ¿Qué? ¿Quién? Sé quién dices, pero no ha venido.
Lara y Nico, dos buenos amigos, habían estado en Grecia de voluntarios y nos inspiraba mucho su ejem-plo. Empezamos a contactar con algunas ONG en varios campos tanto al norte, cerca de Salónica, como al sur, en los alrededores de Atenas. Curiosamente, no resul-taba tan fácil como creíamos. Muchas ONG nos pedían estar al menos un mes, o exigían a todos una edad mí-nima, o simplemente no contestaban. No contábamos
con este muro burocrático, pero no nos desanimamos. Sim plemente cambiamos de estrategia. Decidimos te-ner una idea.
Los tres nos dedicamos al mundo de la comunica-ción, y nos pasamos el día pensando y debatiendo ideas para otros. ¿Por qué no utilizar esa habilidad para ayudar mejor?
Hay pocas cosas que nos conecten más a nuestras raíces, nuestras familias y nuestros hogares que la co-mida. Algo tan sencillo como una croqueta puede viajar más rápido que el DeLorean, y devolverte de un bocado a una mañana de domingo de hace quince años en casa de tu abuela.
Si a eso le sumamos que cuando escapas de una guerra huyes con lo puesto, dejando atrás cualquier cosa material que no quepa en una mochila, resulta que tu gastronomía es de lo poco que no te pueden requisar en ninguna frontera.
Viajar a un campo de refugiados y recoger en un li-bro las recetas que se elaboran allí para venderlo aquí, y destinar el 100 % de lo que sacásemos a ayudarles. Así se nos ocurrió viajar a un campo de refugiados. Miles de horas de trabajo, cientos de apoyos, decenas de reu-niones, dos viajes a Ritsona y un crowdfunding después, ese algo se convirtió en Refugeat. Ojalá sirva para coci-nar un futuro a quienes no tienen un presente.
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Cómo utilizar este libro
Lo primero que tienes que saber es que este no es un libro de recetas normal. No puede serlo porque la forma de cocinar en un campo de refugiados tampoco lo es.
Hemos recopilado recetas sirias, kurdas, iraquíes, so-malíes, griegas y hasta alguna de Sudán, pero ninguna de ellas ha sido realizada en su lugar de origen. Todas han sido elaboradas en un lugar del mundo que perte-nece a muchas naciones y al mismo tiempo a ninguna, utilizando los medios disponibles en cada momento. Y todas tienen una historia detrás. Unas historias que ha-cen de Refugeat algo más que un libro de recetas.
También verás que hemos incluido algunos relatos ilustrados al margen de las recetas. Se trata de cosas que seguramente desconocías sobre Siria, su cultura y su gastronomía, o simplemente historias basadas en nuestra propia experiencia en el campo. Con ellos quere-
mos acercarte un poco más a un mun-do que normalmente nadie te cuenta.
Este es un libro de recetas de un campo de refugiados elaboradas por familias numerosas, por
abuelas, por hombres y mujeres que viven solos, por adolescentes que comparten barracones o por em-prendedores que han decidido montar un puesto de falafel entre alambradas. Todos cocinan cada día para compañeros, familiares, clientes o para sí mismos lo mejor que pueden y saben. Pocos tienen experiencia profesional en cocina, pero eso no les impide elaborar platos deliciosos.
Permítenos pedir disculpas de antemano al purista culinario que llevas dentro. Puede que algunas canti-dades, medidas o materias primas no se ajusten a tus estándares previos. En un campo de refugiados el menú diario no se elige en función de apetencias, sino de los ingredientes que puedes conseguir en un reparto.
Son recetas que mezclan tradición, creatividad y generosidad. Tradición, porque muchas de ellas tienen cientos de años. Creatividad, porque se elaboran sacan-do el máximo partido a los recursos disponibles, y gene-
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Cómo utilizar este libro rosidad, porque no se han obtenido a partir del clásico
«ingredientes para cuatro personas», sino de cuántos amigos y vecinos vienen a cenar a tu isobox esta noche.
Un pequeño consejo antes de empezar: olvídate de todo lo que has oído sobre los refugiados. Sin vivir la ex-periencia de entrar en un campo y conocer a la gente que lo habita es prácticamente imposible entender qué supone serlo, sin visitar sus tiendas o isobox para tomar un té con ellos, sin escuchar las historias de sus vidas pasadas. Sin dejarse envolver por la generosidad de sus mesas llenas de comida, sin vivir su gratitud en primera persona, no se puede.
En nuestra sociedad es muy común que un refugiado solo sea noticia cuando su barca llega a una playa de turistas, o cuando su hijo se ahoga en la orilla, o cuan-do recibe una zancadilla en una frontera. La mayor crisis humanitaria de Europa tras la Segunda Guerra Mundial ya no es tan noticia. Y eso sí que debería serlo.
Un refugiado no es ni más ni menos que alguien que huye de la guerra y que aspira a vivir en paz donde le dejen. Exactamente igual que haríamos todos.
Discriminar a un refugiado por su lengua, religión, raza o país de origen es empeñarse en vivir una rea-
lidad simplificada. Todos son personas buscando un futuro en paz. Nadie elige huir con lo puesto en plena noche, ni perder lo que consiguió con años de trabajo, ni dejar atrás a padres enfermos, ni cruzar un mar in-menso en una barca diminuta, ni recibir en su móvil fo-tos de su casa destruida, ni ser asaltado por mafias en bosques, ni escalar una frontera, ni que le miren como a un delincuente por haber sufrido todo lo anterior. Pa-recen ejemplos, pero pertenecen uno por uno a histo-rias que nosotros mismos hemos podido escuchar en el campo.
Tenemos mucho que aprender de ellos. Su capacidad de lucha y de aguante es algo prácticamente desapare-cido en nuestra sociedad en constante persecución del éxito fácil. Su educación, su manera de encajar malas noticias, su capacidad para reír (y para llorar cuando toca) les convierte en personas mucho más reales que algunas de las que nos cruzamos y nos sonríen falsa-mente cada día.
Con este libro queremos que les conozcas un poco mejor. Que pienses en ellos desde la admiración, no des-de la pena. Ellos han puesto toda su ilusión. Si es cierto eso de que el camino más corto para llegar al corazón pasa por el estómago, con estas recetas ellos quieren conquistar el tuyo.
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La ilusión y la alegría moldean su cara y movimientos. Está emocionado y casi no se lo cree, incluso antes de olerlo o saborearlo. Su madre va a cocinar una receta que no preparaba desde hace cuatro años. Es el tiem-po que Rashid, un joven sirio de diecisiete años, lleva sin oler ni probar la cena que va a hacer su madre. Vive junto a ella, su padre y sus cuatro hermanos en una vivien-da —alquilada por una organización dedicada a sacar familias de los indignos campamentos de refugiados— en un pequeño pueblo al norte de Grecia. Cuatro años sin probar bocado de la cena que le espera hoy. Cuatro años desde que salieron de Siria con lo puesto, dejando a familiares y amigos. El delicioso sabor de este plato irá mezclado con el amargo y angustioso sabor del exilio.
A las miles de personas que huían de la guerra en Si-ria, Irak o Afganistán y que quedaron atrapadas en Gre-cia con la instalación de la valla en Idomeni —municipio griego fronterizo con Macedonia—, el sabor y olor de ciertas comidas las trasladan a un escenario descono-cido para nosotros, y que ellos mismos pensaban que jamás conocerían.
Cuando las familias sirias se pueden permitir co-cinar en un campamento de refugiados griego alguna de sus recetas típicas, sus sabores y olores alimentan la añoranza, sobre todo si el plato los traslada a antes de 2011 —año en el que estalló el conflicto en el país–, cuando disfrutaban de una vida normal, cotidiana, de estudiantes y trabajadores, de rutina y diversión. Sin embargo, otros alimentos pueden suscitar tristeza, ra-bia o desazón si la cucharada los ha llevado hasta los años en los que trataban de sobrevivir a las bombas y los combates.
No todo el mundo huyó del país con el estallido de la guerra. Muchos no se lo podían permitir. El coste de la huída superaba los dos mil euros por persona, en el me-jor de los casos. Esto solo suponía el pago a traficantes de personas. Otros cambiaban de ciudad o se refugia-ban en países limítrofes como Líbano o Turquía —la ma-yoría de quienes han huido—, con la esperanza de que el final del conflicto llegara pronto y les pillara cerca. Aún con el silbido de las balas y el miedo a que un día una bomba cayera sobre su tejado, la decisión no era nada
La huida
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fácil. Había que abandonar una vida, una familia, un tra-bajo, una casa a la que jamás podrían regresar, y empren-der una huida cuya travesía no les garantizaba sobrevivir. Asfixiante decisión, sobre todo si a tu cargo tienes hijas e hijos menores o ancianos.
Talal, Ivan, Amina, Khaled, Thaura, Eva o Abdul no tu-vieron otra alternativa y emprendieron una travesía peli-grosa, extremadamente cara y extenuante, una decisión arriesgada. Se jugaron la vida para llegar a un lugar se-guro, cargados de ilusiones y esperanzas, donde poder empezar de nuevo una vida. Pero se toparon con una Eu-ropa que no correspondía con lo que les habían transmi-tido. ¿Dónde está la Europa del respeto de los derechos humanos y de la acogida? Pregunta que circula por cual-quier campo de refugiados. Quedaron estancados en el campamento griego de Ritsona, atrapados con una ma-leta llena de ilusiones y esperanzas y una mochila car-gada de sufrimiento. El acuerdo entre la Unión Europea y Turquía —en vigor desde el 20 de marzo de 2016— selló la frontera con Macedonia e impidió que las personas que huían de la guerra continuaran con su travesía.
Grecia se llenó de campamentos al mismo tiempo que a los refugiados se les vaciaba la maleta de espe-ranza. Repartidos por el país, no todos son iguales. Al-gunos están formados por tiendas de campaña, otros por módulos prefabricados, algunos se sitúan al aire li-bre, otros en el interior de viejas y cochambrosas naves abandonadas. La heterogeneidad en los tipos de cam-pamento, con todos los elementos de indignidad que plagan las instalaciones, contrasta con un sufrimiento y padecimiento homogéneo en todas las personas que los habitan. La eterna espera.
Imagina que, tras sobrevivir a un conflicto armado, tienes que cerrar la puerta de tu casa con remotas op-ciones de algún día poder regresar y que arriesgar tu vida y la de los familiares que te acompañan —madre, padre, hijos o abuelos— al cruzar distintas regiones dentro del país controladas por milicias y grupos armados dife-rentes, o las tropas gubernamentales. Caminar durante días, evitar que nadie te dispare en la frontera, contactar con un traficante de personas que va a aprovecharse de tu desesperación para exigirte entre setecientos y mil
La huida
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euros por una travesía marítima en una endeble embar-cación y con el doble de pasajeros que puede soportar. Cuando has conseguido sobrevivir a esto, con la agonía de perder a algún miembro de tu familia por el camino, y por fin llegas a un lugar donde la vida no corre peligro por la violencia, no tienes más opción que vivir en un cam-pamento griego sin saber cuándo, dónde, ni cómo vas a llegar al país en el que empezar de nuevo.
Los campamentos, situados a las afueras de cual-quier núcleo urbano y custodiados por el ejército, man-tienen abiertas sus puertas, aunque su estética se ase-meja más a la de una cárcel al aire libre. Esperan en lamentables condiciones una respuesta a su solicitud de asilo. La vida en un campamento es angustiosa. Pasan los meses y siguen sin respuesta. Nada a lo que aco-gerse.
Las comodidades básicas escasean, incluso para cocinar. Pero su ingenio les permite reproducir algu-nos de sus platos típicos. Refugeat recoge de forma magnífica algo más que sus recetas. Las acompañan las historias personales de quienes las cocinan: Talal, Ivan, Amina, Khaled, Thauraa, Eva o Abdul, entre otros. Te adentrarás en un maravilloso mundo gastronómico visto desde el lado más humano, cercano, y de la mano de quien se ha visto obligado a dejar su hogar y refugiar-se en otro lugar.
Antonio Trives
(1987) es periodista freelance especializado en derechos humanos
por la Universidad Autónoma de Madrid.
Durante más de tres meses documentó la situación de los refugiados en el norte
de Grecia y la llegada de los últimos autobuses a Austria. Sus reportajes se han publicado en prensa escrita, digital y radio.
Es autor de Ruta al exilio. El camino de refugiados de Oriente Medio a Europa.
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Alepo, Siria, 1922Tras el final de la trágica guerra en Asia Menor entre Grecia y Turquía (1919-1922), diecisiete mil griegos se quedaron aislados en las costas norte y sur de Anatolia y tuvieron que refugiarse adentrándose en Siria. Miles de griegos salvaron la vida gracias a la ayuda de la pobla-ción siria, que los acogió.
Han transcurrido muchos años desde entonces, pero la guerra y el fuego han vuelto a unir a nuestros pueblos. La historia ha invertido la dirección. Los que huyen hoy de Siria llegan a nuestras costas a través del mar. No todos llegan. Muchos se pierden en su oscuridad.
Ritsona, Grecia, 2016Aún recuerdo perfectamente aquel día. Alguien me dijo:–¡Vienen aquí!–¿Seguro? –pregunté.—Sí, seguro.—¿Desde dónde?—Desde las islas y los puertos donde llegan las pateras.—¿Y dónde van a alojarlos?
—En Ritsona, en el antiguo campamento militar de la Fuerza Aérea.—¡Pero si ahí no hay nada, solo un bosque!
En apenas dos días se arrancaron los arbustos, se instalaron tiendas de campaña y nos reunimos para or-ganizar su llegada. Era una imagen extraña. Estábamos nerviosos. Veíamos en televisión cómo desembarcaban en las playas niños empadados, ancianos con sus per-tenencias en las manos, mujeres fuertes llorando de-sesperadas… Y no sabíamos cómo iban a llegar hasta nosotros.
Se oyó un grito: «¡Ya llegan!». Amigos, vecinos, co-nocidos, desconocidos, políticos, aviadores de la fuerza aérea, equipos de rescate y policías sin uniforme (para no asustarles) nos reunimos para recibirlos. Llevamos mantas, juguetes y un montón de cosas, tanto útiles como inútiles.
Recuerdo la primera noche. Era carnaval y los fuegos artificiales en Chalkida sonaban a lo lejos. Llovía a ratos
La llegada
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y hacía frío. El campamento era un barrizal. No sabíamos cómo decirles que tenían que quedarse allí, en medio de ese barro, esa lluvia y ese frío.
Me armé de valor y asumí el papel de «anfitriona». Me iba subiendo uno por uno a todos los autobuses que iban llegando desde las fronteras y puertos para expli-carles la situación.
Estaban asustados, desorientados. Yo buscaba como loca a alguien que hablase inglés para decirles: «Soy Theodora, estamos aquí para ayudaros y vamos a ha-cer todo lo que podamos. Las fronteras de Europa están cerradas, pero no las nuestras. Las nuestras están abier-tas para vosotros. Nosotros, igual que vosotros, también queremos que encontréis vuestro destino en el país que queráis. Mi país es muy pobre, pero vamos a hacer todo lo posible por vosotros».
Me quedaba en el interior de cada autobús mucho rato. Gritaban pidiendo información, lloraban, estaban desesperados… ¿Cómo les iba a decir que las mafias los
habían engañado? ¿Que las tarjetas de los hoteles que les habían dado antes de partir eran falsas? Les habían llenado la cabeza de esperanzas falsas para entrar en una Europa falsa.
Al final entendieron que éramos su única esperanza. Al bajar del autobús y ver el bosque algunos se asus-taban, cogían a sus niños y sus pertenencias y se iban. Empezaban a andar hacia Atenas o hacia las fronteras, ¡a cientos de kilómetros de allí! Yo caminaba a su lado y trataba de convencerlos para que volviesen de nuevo. Durante muchos días fueron llegando a Ritsona hasta setecientas personas.
Necesitaba permanecer lo más despierta y lo más fuerte posible para aguantar y protegerlos. Cada noche, llegaba a casa y escribía lo que me había pasado ese día. No lloré ni una vez… Bueno, miento, una vez ya no pude más. Intenté convencer a algunos para que se quedasen en el campo, y rompí a llorar mientras los veía marcharse en plena noche.
La llegada
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Planeé en mi cabeza un proyecto para el campo. Tra-té de visualizar una comunidad, aunque fuese de ma-nera temporal, y empezamos a ponerla en marcha. Me convertí en una especie de hermana mayor para muchos de ellos y poco a poco empezaron a participar en lo que les proponíamos. Incluso algunos se prestaban para ayudar al resto. Comenzaron a llegar voluntarios de todo el mundo. Cuando se iban me daban las gracias y yo no entendía por qué. ¡Gracias a vosotros por venir desde to-dos los rincones de la tierra y ayudarnos! Gracias por no dejarnos solos. Para un país pequeño y fatigado como el mío, es difícil cargar con toda esa tristeza a cuestas. Somos el último rincón de Europa. De una Europa dura y falsa con ideales y principios falsos.
Desde entonces, nacieron muchos niños en el campo. A la primera niña sus padres la llamaron «Ritsona». Vol-ví a llorar. Pasó el tiempo. Adolescentes se enamoraron, se casaron, nuestros pequeños fueron al cole. Monta-ron obras teatrales, dieron conciertos y cocinaron para nosotros muchas veces. ¡Thudora! ¡Café! Bebí muchísi-mos cafés por aquel entonces. Montamos un cine, una cafetería, un parvulario, un gimnasio. Y todo en tiendas de campaña. También nos reíamos a menudo. Luego, se trasladaron a los isobox, unos contenedores habilitados para uso residencial. Su situación mejoró mucho, ahora tienen cocinas y aire acondicionado. Algunos refugiados han montado fruterías, tiendas de comida, peluquerías y hasta alguna tienda de ropa. Este año volverán a ir al co-legio. Muchos niños no habían ido nunca antes de llegar.
Casi dos años después, mis primeros amigos refugia-dos ya no están en Ritsona. Se marcharon a otros países a probar suerte en solitario o a encontrarse con los su-yos, de manera legal o clandestina. Seguimos en con-tacto a través de mensajes o vídeos. Todos guardan un recuerdo cariñoso del campo, y se sienten afortunados de haber pasado por allí. Algún día volverán como turis-tas y compartiremos de nuevo mesa y mantel. Siempre que alguno se va te queda un sabor agridulce. Te alegras por su nueva vida, pero al mismo tiempo sabes que vas a echarle muchísimo de menos.
Seguramente en Grecia no lo hemos hecho todo lo bien que habríamos querido. Nuestras estructuras son muy mejorables y nos queda mucho camino por delan-te. Sin embargo, lo hemos intentado con todas nuestras fuerzas, y seguimos intentándolo cada día.
Me da pena cuando escucho que algunos países no los aceptan, pero más pena me dan esos países, por-que han perdido la oportunidad de ser más ricos. Más humanos.
Theodora Akriotou
Primera coordinadora de estructuras de Ritsona.