Cabra, Pier Giordano - y Al Projimo Como a Ti Mismo

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Pier Giordano Cafox COMO ATI MISMO (LA MISIÓN)

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Pier Giordano Cafox

COMO ATI MISMO (LA MISIÓN)

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20 Pier Giordano Cabra

...Y AL PRÓJIMO COMO A TI MISMO

(La misión)

Editorial SAL TERRAE Santander

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Título del original italiano: Come te stesso. Meditazione sulla missione ©1987 by Editrice Queriniana. Brescia

Traducción: Grazia y Luigi Ferrero de G. V.

© 1987 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20 39001 Santander

Con las debidas licencias

Impreso en España. Printed in Spain

ISBN: 84-293-0790-7 Dep. Legal: BI-2.050-87

Impreso por: Gráficas Ibarsusi, S. A. Camino de Ibarsusi, s/n 48004 Bilbao

ÍNDICE

Págs.

Presentación 7

1. Dios vivo y verdadero 9 2. Dios, Padre de todos los hombres 20 3. Dios, amante de la vida 34 4. Dios escondido 49 5. Dios, rico en misericordia 64 6. Dios, Padre de todo consuelo 80 7. Dios, cumplimiento de toda espera 98

Conclusión 109

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Presentación

«Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» {Dt 6,5) «y a tu prójimo como a ti mismo» (Le 10,27).

«Pues toda la ley alcanza su plenitud en este so­lo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14).

Situamos esta meditación sobre la misión en línea de continuidad con las tres anteriores sobre los «conse­jos evangélicos», publicadas en esta misma colección.

Unas palabras acerca del título. La misión es una de las manifestaciones más elevadas del amor al próji­mo, especialmente en una situación como la que atra­viesa actualmente el mundo occidental, donde es cada vez más evidente que la verdadera pobreza del hombre es su privación de Dios. El «como a ti mismo» signifi­caría que el compromiso en la misión es proporcional a la conciencia del don de la proximidad de Dios: quien ha experimentado lo que significa haber recibido el gran don del Amor del Señor, quien se ha sentido amado por El, se compromete en la misión a fin de que los hermanos se sientan amados del mismo modo, lle-

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guen a su misma experiencia gozosa y puedan quedar comprometidos en la misma misión.

Ofrecemos aquí tan sólo algunas reflexiones suel­tas acerca de las situaciones más frecuentes en las que llega a encontrarse quien está comprometido actual­mente con la misión.

No se trata, pues, de una teología de la misión o de sus grandes problemas, sino del apóstol frente a una sociedad que persigue casi exclusivamente metas humanas, que difícilmente sabe mirar hacia arri­ba, que plantea muchos interrogantes, que genera desconcierto.

Estas reflexiones, lamentablemente muy apresura­das, incompletas y no sistemáticas (un mismo tema está tratado en diferentes contextos), desearían expre­sar toda mi estima y mi aprecio hacia aquellos que so­brellevan el peso diario de la misión.

Entre éstos, permítaseme recordar con particular afecto y admiración a aquellos que han amado «como a sí mismos» a tantos jóvenes del mundo del trabajo, a lo largo de los primeros cien años de vida del Instituto Artigianelli de Brescia, según el espíritu de su Padre, el Venerable Giovanni Piamarta.

A ellos los mejores deseos de largos años de mi­sión fuerte y gozosa entre los jóvenes.

P. Pier Giordano Cabra f.n.

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1. Dios vivo y verdadero

1. La misión parte de una experiencia de lo Ab­soluto y quiere llevar a la experiencia de lo Absoluto.

El que ha comprendido, aunque sea fugazmente, algo del misterio de Dios, su amabilidad, su unicidad, su irresistible atractivo, su gratuidad, no puede dejar de poner sus mejores energías al servicio de esta ex­traordinaria empresa: que los hermanos «te conozcan a ti (...) y al que tú has enviado...» (Jn 17,3); que tam­bién otros saboreen la suavidad del Señor, cuan «bello y suave» y decisivo es vivir con El.

Aquel que ha gustado aunque sea una migaja de la ilimitada presencia de lo Absoluto, no puede dejar de hacer de la misión el fin de su existencia, para que también otros «tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

Sin esta experiencia la misión decae, es cuestiona­da, se complica, se deteriora, se pierde, se arrastra, es difícil de comprender, se vacía.

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2. El que se siente amado por un Amor absoluto, incondicional e inexplicable, siente de inmediato el im­pulso de hacer presente y operante este amor ante los demás. Porque siente su total pobreza y la de cada hermano que está privado de esta sólida riqueza. Por­que ve la nada en quien no se deja agarrar por esta única consistencia. Porque se da cuenta de la vanidad de toda existencia que no esté envuelta por el Amor que crea y hace feliz.

Es el amor el que lleva a la misión. El amor que quiere responder al Amor. El amor que ha intuido que el Absoluto es misterio de amor que quiere envolver todo en su realidad.

Antes que una tarea, la misión es la apremiante exigencia del hombre tocado en la profundidad de su existir por la deslumbrante y dulcísima certeza de ser amado. Amado en tal forma que no puede dejar de volcarse hacia los demás, como si fuera un río imposi­ble de contener, porque es impetuoso, se desborda, in­vade los territorios circundantes, es indetenible.

«La iglesia es el cuerpo de la caridad sobre la tie­rra. Es la unión viva de aquellos que son abrasados por esta llama divina [...]. ¡Pobre de mí, si no evangeli­zo! Si dejo de evangelizar, significa que la caridad se ha retirado de mí. Si ya no siento la necesidad de co­municar la llama, significa que ésta ya no arde en mí [...]. Escogiéndonos, Dios no nos ha elegido contra los demás, sino para los demás» (De Lubac).

3. Uno se decide por la misión cuando ha com­prendido que Dios es Dios. Porque es un absurdo que El exista y que nosotros lo pongamos entre paréntesis; que El nos ame y que nosotros finjamos ignorarlo; que El nos quiera para sí y que nosotros corramos única-

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mente detrás de nosotros mismos para pertenecemos cada vez más; que El quiera introducirnos en su mun­do vivo y sin ocaso y que nosotros nos dejemos absor­ber por este mundo brillante y fugaz.

Uno se decide por la misión cuando Dios y sus in­tenciones se vuelven vivas, interesantes y más decisi­vas que cualquier otra cosa. Una vez más: si te has de­jado amar por Dios, si sabes lo que El es, si te has de­jado fascinar por El, entonces sabes que es por El por quien debes invertir las mejores energías de tu vida. Por El te mueves hacia los hermanos, por El vives cada uno de los instantes de tu vida. Porque El es el único, y fuera de El nada puede existir y nada tiene significado.

Si has tenido la fortuna de sentirte amado por El, entonces comprendes que la razón de tu vida es decir­le, en unión con otros afortunados y lúcidos hermanos de fe: «Amarte y hacerte amar». Y nada más. Porque en esto consiste la vida: en aceptar ser llevados y mo­delados por el Amor que todo lo ha creado y que se ha donado y quiere seguir creando y dándose a través de nosotros, pobres y afortunadas creaturas.

4. Esta es la razón, también, de que la misión esté estrechamente ligada con lo eterno.

Si nace de la experiencia de lo eterno, está destina­da a despertar el sentido de lo eterno.

Se trata de abrir los ojos sobre la única realidad que no tiene ocaso. El hombre contemporáneo está su­mergido en lo efímero, en lo transitorio, en la pompa de las cosas que duran tan sólo un momento, en el flash que deslumhra y se apaga.

Sin embargo, este hombre está también fascinado por el misterio, por aquello que existió antes de la gran

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explosión cósmica y por lo que subsistirá después de que se hayan apagado las estrellas. Los silencios del «antes» y del «después» constituyen grandes interro­gantes que no pueden ser eliminados.

La eternidad está en los umbrales de cada corazón humano y toca con su presión ineludible. La misión es ayudar al hombre a abrirse sobre esa única realidad, sobre lo eterno.

«Lo que no es eterno es nada»: no es ésta una ex­presión de quien quiere negar el mundo, sino de quien quiere «redimir el tiempo» que huye, evitar la catástro­fe de la nada a su época y a su mundo.

Vive sumergido en lo eterno aquel que quiere co­nectar cada momento presente, que precipita en el va­cío, con la única consistencia.

¿Existe acción más valiosa que la de salvar de la nada? ¿Hay alguna meta más arrebatadora que la de liberar de lo que hace perder la consistencia? ¿Hay ta­rea más sublime que la de abrir los ojos sobre la capa­cidad de duración y de plenitud de vida que salen al encuentro del hombre?

¿Acaso es posible todo esto sin hacer aflorar y sin cultivar el instinto de lo eterno, que es el instinto del ser, el instinto de la vida?

5. El instinto de lo eterno, de algo sólido y per­manente, no es otra cosa que nostalgia de Dios, deseo de retornar a El, de echar anclas en El.

La misión hace brotar del corazón del hombre este deseo, inútilmente desviado y encauzado hacia las co­sas finitas; desentierra la nostalgia de Dios escondida bajo la pesada cubierta materialista que quiere ence­rrar al hombre en la finitud; pone en crisis la resigna­ción de aquel que desea verse inexorablemente reclui-

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do en el tiempo; pone al descubierto la poquedad de las muchas cosas que aturden; señala una meta para el vagar del hombre, peregrino y no perro callejero, crea­do para pertenecer al infinito y no para ser destinado a la consunción cotidiana.

Hay en el corazón humano muchos deseos insatis­fechos, muchas aspiraciones no alcanzadas e inalcan­zables.

La misión ayuda a llenar esta zanja sin límites, da un nombre al deseo, indica un camino, ofrece una guía.

De este modo, el hombre recibe la ayuda necesaria para llegar al lugar al que está destinado, a ese puerto sin el cual su vida es una inútil lucha en medio de las olas de un océano no siempre tranquilo y raras veces amigo.

6. Nos decidimos, pues, por la misión con el fin de que la única realidad consistente, la eternidad, ten­ga un lugar en las perspectivas del hombre. «La vida entera —decía Rosmini— consiste en dar el justo peso a la palabra eternidad».

La vida humana, esta vida tan apremiante, se en­cuentra muy cercana al sueño. Por sus extrañezas, contradicciones, incoherencias, tenemos la impresión de poderla dominar hasta cierto punto tan sólo. Su mayor parte parece que se nos escapa. Es un río que nos lleva y nos arrastra, en el cual bogamos con preci­pitación y nos angustiamos, cuyo flujo es constante, continuo, indetenible, a menudo incontrolable.

Existe el momento del despertar, cuando atracare­mos en la realidad y nuestros ojos se abrirán plena­mente, cuando nos veremos anclados en la tierra sóli­da y segura de la identidad alcanzada.

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Y esta Patria, la tierra sólida, el día sin ocaso, la vida, es El, nuestro Creador, tan sólo El, únicamente El, el Autor de todo, que ha encendido el deseo de sí mismo en sus creaturas a fin de que en el fluir de cada cosa aspirasen a El.

La misión mantiene vivos este «desengañar» y este «deseo». Tarea esencial, puesto que el hombre tiene la tentación de confundir el sueño con la realidad y la realidad con el sueño.

Ricardo Bacchelli escribía en 1978 que el hombre puede abandonarse a la espera, altiva y serena, del paso «de un todo que es nada (la vida) a una nada que es todo (la muerte)».

La misión tiene que ver con la cuestión esencial de la existencia, arrojando luz sobre la nada y sobre el todo, sobre el sueño y sobre la realidad, sobre el ins­tante y sobre lo eterno, sobre lo efímero y sobre lo consistente.

7. Si esto es cierto, se hace necesario anun­ciar con fuerza a Dios como meta y fundamento del hombre.

Y esto, con la fuerza y la seguridad del que tiene conciencia de que el hombre está hecho para Dios, que el corazón del hombre está destinado a algo mucho más grande que su fínitud.

El apóstol, a pesar de las convicciones de una par­te de la cultura moderna que ve a Dios como «veneno» del hombre, es impulsado por una verdad tan elemen­tal como es que el hombre ha sido hecho por Dios para que pueda alcanzar a Dios.

Todo el clamor de determinado pensamiento con­temporáneo no puede acallar el impulso del hombre hacia algo que es mucho más elevado que él.

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Nunca como ahora la apasionada y límpida confe­sión de Agustín es más actual: «Deus intimior intimo meo et superior summo meo!». Dios más íntimo que mi intimidad, más alto que mi altura.

Dios, expulsado por una puerta, vuelve a entrar por la otra; conculcado hacia abajo, vuelve desde lo alto; destronado de los cielos, emerge desde las pro­fundas exigencias del hombre.

La misión penetra en ese incoercible movimiento del hombre hacia algo más grande, para conducirlo a la vida, a esa vida en la que se entra en comunión con el Autor de la vida.

Mientras que los hombres trabajan para producir cosas, Dios envía en misión a trabajar porque quiere comunicarse El mismo.

El trabajo de la misión consiste en anunciar esta meta, en ayudar al hombre a ponerse en la disposición de recibir este don único. La vida humana se convierte entonces en una premisa indispensable, en una condi­ción necesaria de la comunicación de la vida divina.

De aquí toda su dignidad: un instante que puede volverse eterno, una chispa que puede convertirse en incendio, un momento que puede devenir perennidad.

Señalando la divinización como la meta verdadera y definitiva, la misión impide que el hombre se degra­de, que toque el fondo de su miseria.

Hoy como ayer, el ser humano tiene la tentación de «bestializarse», de exasperar su materialidad, de de­jarse arrollar por los instintos.

Al final, únicamente la altísima meta de la divini­zación es la que lo interroga, lo agita, lo inunda de nostalgia por un mundo más noble y más sereno, lo llena de energías divinas, lo «regenera en superiores

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formas divinas», según la hermosa expresión de Pico de la Mirándola.

El mundo entero debe abrirse a lo divino para re­generarse. A través del trabajo, el hombre pone el cos­mos a su servicio: mediante la misión, el hombre, que domina el cosmos, se abre a lo divino, se regenera a sí mismo y regenera el mundo. En la misión, el universo vuelve a Dios y reencuentra en El su solidez y su nue­vo nacimiento.

En la misión, el ser humano queda colocado ante su meta: dejarse «elevar a participar de la vida divina» (Lumen Gentium 2).

Esta meta es decisiva para el hombre y para el mundo: o «dejarse regenerar en superiores formas di­vinas» o precipitarse en el caos de lo fútil y de la nada.

«La vida eterna del hombre y del mundo está en juego. La misión de la Iglesia bascula entre salvación y condenación, entre vida y muerte. No basta con re­tocar los detalles si el corazón no se deja agarrar por la urgencia de la opción por el Reino de Dios» (card. Martini).

8. Sin embargo, alrededor de la misión existe un aire de sutiles distingos, de un compromiso menos se­guro y menos entusiasta que en épocas anteriores.

Para algunos, la palabra evoca la imagen de un proselitismo frenético; para otros, los problemas de la inculturación, del respeto y del diálogo con las diver­sas religiones, ocupan el primer lugar; ante otros, este mundo opulento y tranquilo aparece demasiado segu­ro de sí mismo para aceptar ser molestado; otros con­sideran que los problemas de la justicia social son los de mayor importancia; para otros aún, el escaso resul­tado de los diferentes intentos de evangelización y de

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re-evangelización ha terminado por debilitar la con­fianza en la misión misma: existe toda una serie de problemas reales que están siendo afrontados y cali­brados en estos años con seriedad y pasión.

Tal irrupción de nuevas perspectivas puede expli­car, en parte, esa sensación de desasosiego que embis­te al mundo del apostolado y de la misión.

Sin embargo, aun en este delicado momento, el empuje misionero de siempre no puede ser extinguido.

La misión es uno de los síntomas más seguros de la buena salud de la Iglesia. Una Iglesia segura de te­ner dentro de sí «la luz de los pueblos», al Viviente, al Hacedor de la vida, se hace misionera por los caminos del mundo, por las tortuosidades de la cultura, en cada situación, oportuna e inoportunamente.

Las dificultades del momento presente, lejos de arrojar en la crisis, deben sacudir las energías más sa­nas y más vivas.

«La Iglesia misionera —recordaba hace años el P. De Lubac— no tiene otra alternativa que el arrojo o la renuncia. Si escuchase demasiado las voces del sentido común, no solamente se condenaría al inmovilismo, sino que se confesaría simplemente hu­mana. Infiel a su misión, cometería además el pecado contra el Espíritu».

Y las voces del sentido común podrían ser hoy las que invitan al cristiano a comprometerse principal­mente por el hombre, poniendo entre paréntesis el anuncio del amor de Dios; a trabajar casi exclusiva­mente en la construcción de la ciudad del hombre, ca­llando sobre la ciudad de Dios; a creer que el progreso humano es suficiente para salvar al hombre.

Hay momentos y lugares en los que el discurso ex­plícito sobre Dios es oportuno que sea diferido; pero

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en el corazón del apóstol debe apremiar, no puede ser acallado; en todo caso, se tratará tan sólo de una dolo-rosa postergación; no puede dejar de alimentar la con­vicción de que, sin Dios, el hombre es nada; que, sin eternidad, la historia humana es una tragedia inútil; que, sin inmersión en lo divino, el hombre es muy poca cosa.

9. En lo profundo del corazón del apóstol existe la indestructible convicción de que el hombre sin Dios es un ser mutilado, de que el destino humano se salva en la medida en que el hombre se ofrece a Dios. Y esto a pesar de las certezas del ateísmo contemporáneo, a pesar del extravío moral de la gente, a pesar del vagar incierto del pensamiento actual, débil o fuerte, a pesar de la conciencia que tienen los diferentes humanismos de representar un estadio superior de la cultura, a pe­sar de la tranquila y satisfecha existencia de no pocos hermanos nuestros, a pesar de una difundida insensibi­lidad hacia los valores que nosotros estimamos.

No obstante estas y otras evidencias, sigue en pie el hecho de que el hombre sin Dios no vive en la ver­dad, no tiene una correcta relación con el todo, es un ser ampliamente incompleto, más aún, es una pobre cosa y está destinado al fracaso.

De esta convicción de fondo es de donde nace toda osadía; esta convicción es la que impide toda renun­cia; esta convicción es la que conduce a comprometer­se en la misión sin complejos, ni de inferioridad ni de superioridad.

Uno solo es el Viviente y el Dador de la vida: el Dios vivo y verdadero, a quien se debe todo honor y gloria por los siglos de los siglos.

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El apóstol conoce todo esto, no porque posea una sabiduría humana más profunda, sino por el don que le llega de lo alto.

Es este don, elevado y gratuito, el que impide todo sentimiento de superioridad, así como todo sentimien­to de inferioridad.

Es un don grandioso que debe ser recibido con gratitud, «doblando las rodillas», como hacía Pablo, con admiración y estupor ante «el misterio escondido en los siglos y ahora revelado», estupor que supera lar­gamente el atractivo de cualquier otra creencia huma­na y cultura contrarias.

En la contemplación de este «misterio escondido», en la adoración continua, constante, agradecida y glo-rificadora, es donde nos dejamos penetrar hasta lo más profundo del corazón y llegamos a la decisión de que la única respuesta posible es hacerse don, a fin de que el don sea conocido y los hombres «lleguen al co­nocimiento de la verdad».

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2. Dios, Padre de todos los hombres

1. Pero ¿por qué fatigarse en la misión, incomo­darse e incomodar, si en definitiva una mano invisible conduce a todos a la salvación?

¿Por qué hacer difícil y complicada la vida a quien vive serenamente su existencia normal, anunciando un mensaje que, por cierto, no facilita la vida?

¿Por qué arrojarse en un mar de molestias, con el riesgo de volverse anacrónicos e irritantes, si al final podremos encontrarnos todos en el Reino?

Estas y otras consideraciones pueden ser formula­das por cristianos y apóstoles en un momento difícil del compromiso apostólico y misionero.

Si es verdad que el Padre quiere salvar a todos los hombres, es igualmente verdad que su salvación la hace depender también de ti. Tú también estás com­prometido en primera persona en la salvación de los demás, a través de tu compromiso apostólico.

Si todo fuese tan obvio y tan fácil, El no habría arrojado a su Hijo en un mar de molestias; no se ha­bría incomodado tanto; no habría enviado gente a pre-

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dicar, a llevar una vida precaria, para convertirse lue­go en objeto de burla y dejarse matar; no habría pedi­do ese cúmulo de sacrificios a millones de personas, comprometiéndolas en la misión.

El amor que mueve la misión es en verdad un don: aceptando este don y respondiendo con el don de sí mismo, se posee plenamente el don definitivo.

La misión encuentra sus raíces en el don eterno de la Trinidad feliz y hacedora de felicidad, don que se ha manifestado en el tiempo: el Padre ha donado al Hijo, y el Hijo se ha donado para poder donar el Espíritu.

El Padre «amó tanto al mundo» que entregó a su Hijo. El Hijo «amó a los suyos hasta el fin». El Espíri­tu es donado «para la vida del mundo». Tú recibes el Espíritu a fin de que puedas ser donado por El «para la vida del mundo».

La empresa difícil, insólita y compleja de la misión es posible y necesaria, puesto que tiene antecedentes tan ilustres: es considerada de tal importancia que se han comprometido «en primera persona» las mismas Personas de la Trinidad.

El Don es de tal envergadura que bien se puede comprender la invitación a donarse.

Es necesario volver la mirada hacia esta increíble historia del compromiso personal de nuestro Dios, para comprender que la misión es algo terriblemente serio.

Si, tal como está, el mundo estuviera bien, ¿acaso Dios, que lo ha creado, se habría preocupado tanto? Si la visión del mundo propia de la gente común hubie­ra tenido necesidad tan sólo de retoques, ¿acaso Dios se habría tomado tantas molestias? Si el curso general de las cosas hubiese tenido en sí mismo los correctivos para enderezarse (correctivos ya «programados», tales

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como la racionalidad, los buenos sentimientos, el senti­do común, la conciencia colectiva, etc.), ¿acaso habría asumido El esa azarosa vicisitud que fue su atribulada existencia entre nosotros?

Hay un denso misterio en todo esto. Pero hay sufi­ciente luz para comprender que algo muy grande está en juego y para tomar en serio el don que el Hijo ha hecho de sí mismo en el cumplimiento de su misión.

El Dios que se manifiesta es un Dios que se dona y que me invita a donarme en una tarea misionera: he aquí la vivísima luz que brota de aquel denso misterio que son las vicisitudes de Dios en la historia de este mundo.

2. Es cierto, entonces, que el punto de referencia absolutamente primario del apóstol es Jesucristo, el Señor, ¡«imagen del Dios invisible», «camino verdade­ro que conduce a la vida», «luz verdadera que ilumina a cada hombre», «esperanza de la gloria»...;

No se va en misión primariamente por amor a los hombres. Dice Pablo a los Corintios: nosotros somos «siervos vuestros por Jesús» (2 Cor 4,5). El servicio se presta a los hombres por amor de Jesús.

El que va en misión no lo hace tanto porque se sienta «llamado por los hombres», sino principalmente porque es enviado por Cristo y por amor a El, que le permite ser «misericordiosamente investido de este mi­nisterio» (2 Cor 4,1); que le permite, además, estar al servicio total de los hermanos «para irradiar el conoci­miento de la gloria de Dios que está en la faz de Cris­to» (2 Cor 4,6).

La fuente primera de la misión no reside ni en las necesidades de los destinatarios ni en la decisión de una determinada comunidad, sino en Aquel que «se

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entregó por nosotros» y que quiere que «nos entregue­mos por los hermanos». En la misión estamos en rela­ción con el origen de todo origen. En ella, quien envía es Dios: El envió al Hijo, y el Hijo te envía a ti. El con­senso que se necesita es el suyo. Los criterios que hay que seguir son los suyos.

Los destinatarios pueden acogerte o no hacerlo, pueden estar o no de acuerdo, escucharte o no. Pero la misión no depende de la aceptación de los destinata­rios, sino más bien de la fuerza del «mandato», que se hunde en el mismo corazón de Dios, el cual, a través de ti, cuida de sus hijos...

Así lo ha hecho su Hijo, que buscaba el cumpli­miento de la voluntad del Padre y no «su propia glo­ria», y se convertía de ese modo en el punto de referen­cia obligado de todo apóstol.

3. Si quieres comprender algo de la misión, fija tu mirada en Cristo, don del Padre, Apóstol del Padre. Cada palabra suya tiene sabor a eternidad, cada gesto suyo es para la eternidad. El es la forma humana de lo divino que quiere conducir lo humano a su plena reali­zación divina.

Sin embargo, la «plena realización divina», es algo tan grande e inimaginable que el hombre ciego queda ante ello deslumhrado, incrédulo, casi escéptico.

La «divinización» es la transfiguración de la reali­dad humana en la realidad divina; es el proceso a través del cual Dios se posesiona del hombre, el «Dios todo en todos», mediante la aceptación y el cumpli­miento de su voluntad.

El hombre Jesús ha mostrado que es «el verdadero camino que conduce a la vida» divina, en especial en su trágica y gloriosa pasión, en su muerte y resurrec-

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ción. Nos ha mostrado que la cruz es el «camino estre­cho» a través del cual es necesario pasar para poder alcanzar la tierra del Señor, la ciudad santa, la pose­sión por parte del Señor.

El ser finito debe morir para poder soportar el peso de lo infinito. Mis tinieblas deben apagarse para que, en su lugar, se haga la luz. Mi cuerpo de pecado tiene que ser crucificado para volverse glorioso. Mis lí­mites deben ser quebrados a fin de que yo pueda reci­bir lo ilimitado.

Es éste el itinerario del cristiano y éste el núcleo de su desarrollo: de la oscuridad a la luz, de una luz débil a una luz más clara, del esplendor humano al refulgen­te sol divino que no tiene ocaso.

Nadie puede dar tanto y ni siquiera puede pen­sarlo.

Únicamente Jesús, el Señor, que antes que noso­tros y por nosotros ha recorrido este camino, convir­tiéndose para nosotros en el Salvador luminoso, puede llevarnos «de luz en luz» hasta hacer de nosotros «la nueva creación» en la que incluso los dones concretos y particulares adquirirán la consistencia y la sobre­abundancia divinas.

4. He aquí el lugar central de la cruz en la misión de Cristo y del cristiano. La cruz es el lugar en el que acaece la entrega suprema que el hombre hace de sí mismo, una entrega que hace posible la autodonación de Dios.

La meta de la divinización requiere la cruz: sólo cuando te entregas totalmente, Dios se entrega a ti.

Y en la misión: sólo cuando te entregas totalmente, Dios entra en el mundo.

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Por eso los más grandes apóstoles, los más ardien­tes misioneros, han madurado al sol de la pasión de Cristo. La pasión por las almas se enciende con el fue­go de la Pasión de Cristo.

Esa entrega «hasta el fin», ese amor fuerte y segu­ro, ese don que no se retira ni en las más densas y os­curas tinieblas, ese proseguir confiadamente hacia el fracaso seguro, esa voluntad del Padre que sostenía a Jesús en la más triste soledad, ese dejarse despojar de toda dignidad, ese volverse «gusano y no hombre»... es el camino estrecho a través del cual irrumpe Dios en el mundo; es la entrega de sí mismo por parte del hom­bre que permite otra muy distinta entrega por parte de Dios; una entrega por sí y por los hermanos.

Si no contemplas esa Pasión, dificilmnte se encen­derá tu corazón para la misión, difícilmente resistirás las pruebas de la misión, difícilmente amarás las almas con pasión. Si no contemplas esa Pasión, incluso te re­sultará difícil ver el núcleo eterno de una persona, lo que la tradición ha denominado «alma».

Es fácil quedar turbados por las formas de los cuerpos atractivos o repugnantes, ricos o pobres, y confundir los rasgos externos y el brillo fugaz con lo que debe ser el objeto del cuidado del apóstol. Mira lo que queda, para salvar lo que perece. Disipa la niebla de las ilusiones con el sol de la Pasión; ilumina las tor­tuosidades de tus espejismos con la claridad de la Pa­sión; decídete por una misión sin titubeos, sintonizán­dola con ese corazón que está abierto por haberlo dado todo; vence tus temores fijando tu mirada en Aquel que ha sido traspasado.

¿Cómo es posible perder el tiempo, el poquísimo tiempo que tenemos a nuestra disposición, andando

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tras nuestras pasiones personales, cuando contempla­mos la Pasión de Dios por los hombres?

¿Es acaso exagerado Dios al amarnos tanto o so­mos nosotros tan pavorosamente ciegos al desintere­sarnos de ese amor?

¿Cómo no sentir una loca pasión por las almas, luego de la loca Pasión de Cristo? ¿Cómo no entregar­me a la misión, luego de la entrega que mi Señor ha hecho de sí mismo?

La perplejidad, las dudas, los interrogantes acerca de la misión, se disipan al pie de la Cruz: la misión me­rece la entrega total de sí, porque entonces Dios se en­trega al mundo para embellecerlo con su misma belle­za, hacerlo resplandeciente con su mismo resplandor, liberarlo con su mismo brazo.

Regresa al pie de la Cruz cada vez que la misión te pese. Y su peso se volverá liviano, y tu hermano te re­sultará dulcemente soportable.

5. Estar en misión significa, pues, estar al servi­cio de la luz divina que brilló en este mundo en Cristo Señor. «Dios, Salvador nuestro, quiere que todos los hombres se salven y alcancen el conocimiento de la verdad». Y la verdad consiste en conocer que «hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se en­tregó a sí mismo como rescate por todos» (i Tm 5-6).

Cristo-Verdad libera de tantas inútiles desviacio­nes, porque «la verdad nos hará libres».

Servicio a la verdad, pues, a la verdad que viene de Dios acerca del destino del hombre. Verdad que toca al hombre en lo profundo, y lo renueva y reanima, y le da la conciencia y el orgullo de ser hijo de Dios. Hijos

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en el Hijo. Hijos verdaderos de la segura verdad traída por Cristo.

Podemos ser pobres, pero somos hijos de un Rey. Podemos ser desafortunados, pero somos hijos de Dios. Podemos ser los últimos en la vida, pero queda intacta la dignidad de nuestra pertenencia a una estir­pe divina. Nadie nos puede robar este título y esta dig­nidad. Pueden robarte todo, pero nadie puede robarte tu realidad primaria y suma. Este es el núcleo de las bienaventuranzas. Esta es la indiscutible verdad traída por Cristo acerca del hombre; verdad de la que la mi­sión se hace promotora para elevar al ser humano, para constituirse en fundamento de cada una de sus reivindicaciones y en rescate de toda opresión.

Mediante la misión llega al hombre, aun al último, la seguridad de ser insustituible. Para el corazón de Dios, tú eres «único e irrepetible». No sólo eres impor­tante, sino que, incluso, sólo por ti habría hecho lo que ha hecho: el universo y sus maravillas; por ti solo se habría convertido en el Buen Pastor que va en busca de la oveja perdida.

Hay que partir de esta verdad, de esta verdad que es el Amor, para dar al hombre la certeza de que su vida vale la pena ser vivida, no por las metas huma­nas, bienes o deseos o triunfos, sino por el hecho fun­damental y básico de que la suya es una vida que ha sido querida y que es acogida, acompañada, esperada por un Amor ternísimo e inquebrantable.

Y esto vale en todas las latitudes, en los países opulentos y en los países paupérrimos, en los países in­dustrializados y en los países en vías de desarrollo, en los países individualistas y en los países colectivistas, en el norte y en el sur.

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De estas verdades primarias es de las que el mun­do tiene necesidad, tanto el mundo que se dice cristia­no como el que no lo es. Porque a menudo la referen­cia a Cristo y a la dignidad del hombre es ignorada o es tan sólo verbal.

En una época de pragmatismo, en la que lo útil es confundido con lo verdadero y lo funcional con lo ideal, anunciar la sencilla y elemental verdad del Evan­gelio puede ser tan impopular como necesario. En una época en la que el hombre es escéptico ante la verdad, es necesario tener el valor de proclamar la verdad de Cristo, el Señor, y de la suprema dignidad del hombre.

Porque, como observa A. von Speyer, «ningún hombre es la verdad misma. Es verdad que mantiene una cierta distancia respecto de la verdad, pero debe dejarse decir qué es la verdad. Tiene que abrirse a ella, trasladar fuera de sí mismo su propio comienzo y su propio fin y ponerlos en el Señor, que es prin­cipio y fin.

Y cuanto más grande sea la verdad que un hombre alcanza, tanto más deberá superarse a sí mismo para acogerla».

6. Sin embargo, para ayudar al hombre «a supe­rarse a sí mismo», el apóstol tiene que conocer los ca­minos de la humildad. El apóstol no va en misión para imponer sus ideas, para modelar el mundo a su imagen y semejanza.

Tener una misión no significa tener conciencia de que se posee algún tipo de superioridad. El hombre se defiende instintivamente de quien se cree superior a él.

El apóstol es tan pecador como los demás: tiene suficiente miseria personal para estar convencido de que nada suyo tiene para poder llevar a los otros. El

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lleva únicamente la Palabra de Dios, su Amor, el testi­monio de una vida asida por Cristo y sumergida en lo eterno, el gozo de ser aceptado por Dios y por El coti­dianamente perdonado y reconstruido, hecho nuevo cada día.

Todo esto resulta siempre tan nuevo e inaudito que puede transformarse en fermento para cada situación, ser germen e inicio de nuevas formas de civilización, abrir nuevos horizontes para el pensamiento humano, sembrar elementos de Evangelio en cada cultura, dar origen a una nueva cultura y así, de continuo, «hacer nuevas todas las cosas».

Pero no hay que confundir los objetivos humanos (siempre subordinados a lo relativo) con lo Absoluto de su Amor, tal como se ha revelado en Cristo Señor, de quien somos humildes testigos y humildísimos aun­que infatigables anunciadores.

7. Teniendo conciencia de la necesidad del Evan­gelio, es oportuno, asimismo, no precipitarse a hacer análisis, sobre todo si son negativos. Es demasiado fá­cil emitir juicios pesimistas y catastróficos y, por lo tanto, hacer el papel de profetas de calamidades y des­venturas.

Nuestra época está marcada por cambios colosa­les. Hay desorientación en el hombre de hoy, que se encuentra en medio de un mundo que gira en torno a unos valores, realidades y perspectivas inéditos. Pen­semos tan sólo en las perspectivas del posible e inmi­nente fin de todo.

De ahí las nuevas actitudes, las nuevas preguntas. De ahí la aparición de nuevos valores y el eclipse de otros.

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De ahí las diferentes formas en que se plantea la pregunta religiosa, a menudo insinuada en los lugares y en las situaciones menos pensados.

Es demasiado fácil descalificar apresuradamente al mundo de hoy. El mal existe, ¡y de qué modo! Exis­te el pecado. Existe el egoísmo. Sin embargo, no todo aquello que no es conforme a los modelos del pasado o a nuestros esquemas es pecado y mal.

También nuestro tiempo, como el pasado, necesita de la medicina del Evangelio: el hombre siempre es un enfermo. Pero las enfermedades cambian según las épocas.

Ayer podía predominar la insensibilidad social frente al sufrimiento ajeno; hoy puede predominar el narcisismo.

Es necesaria mucha humildad y mucha prudencia para no malgastar el Evangelio, para no mezclar el Evangelio con tu visión del mundo, para no compro­meter el Evangelio con alguna perspectiva personal. Humildad también ante las parciales e imperfectas realizaciones históricas de nosotros, los cristianos. La verdad cristiana es infinitamente más grande y exigen­te que las posibilidades del hombre.

Por lo tanto, mientras que, por una parte, pode­mos tener la seguridad de ser anunciadores de la ver­dad que viene de Dios, por otra, es necesario tener la humildad del que sabe que no siempre ha estado a la altura debida en las propias realizaciones históricas.

El sentido de la verdad cristiana debe ir siempre conjugado con una vigilante y atenta exigencia de ca­ridad, precisamente porque la verdad cristiana es el Amor.

¿Cómo anunciar un mensaje de Amor sin humil­dad y sin amor? ¿Cómo proponer una verdad que

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viene del corazón del Dios-Amor sin tener entra­ñas de misericordia, de bondad, de benevolencia, de humildad?

¿Cómo ser creíbles si en nuestras desavenencias pisoteamos la caridad? ¿Cómo pretender que sea abrazado el mensaje del Amor cuando lo esgrimimos de una forma belicosa y agresiva que humilla al inter­locutor?

¿Cómo pretender convertir al Dios de Jesucristo cuando en la lucha nos importa sobre todo la victoria de nuestras perspectivas personales?

¿Acaso Dios no podría enviar legiones de ángeles para ganar sus batallas? ¿Acaso no es suficientemente poderoso para «reducir al silencio a enemigos y rebel­des»?

Nuestra victoria es la fe en este «Amor invencible» que ha vencido al mundo por la mansedumbre con que ha combatido la buena lucha para afirmar ese Amor irreductible suyo y del Padre aun hacia sus enemigos.

Para salvar al hombre hay que amarlo. «Reprobar los errores, sí, porque esto es lo que exi­

ge la caridad, no menos que la verdad; pero, para con las personas, tan sólo invitación discreta, respeto y amor. En lugar de deprimentes diagnósticos, estimu­lantes remedios; en lugar de funestos presagios, men­sajes de confianza»: así resumía Pablo VI el espíritu del Concilio. Y éste es el espíritu del Evangelio, ante el que el apóstol se pone en actitud de humilde y devoto servicio.

8. La seriedad de la situación exige que todas las energías sean encauzadas hacia la misión. Cada cris­tiano es un apóstol al que hay que despertar. Todos aquellos que quieren anunciar a Jesús, siempre que sea

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Jesús el Cristo, deben poder ser acogidos y compro­metidos.

Es el momento, pues, de una gran convergencia de todas las fuerzas en la empresa suma de la evangeliza-ción.

No es el momento de las divisiones, de las exclu­siones, de las discusiones fútiles y sobre los detalles.

No podemos sustraernos a la impresión de que, en estos años, tal vez nos hayamos preocupado más de las disputas internas que de la acción misionera en nuestro mundo.

Hemos sido invadidos por disputas sobre modali­dades culturales y eclesiales y sobre aspectos puntua­les de determinados problemas «ad intra», mientras que el mundo «ad extra» parece seguir tranquilamente su camino. Son incontables las energías gastadas en tales batallas, y todo ello puede ser imputado a la impenetrabilidad del mundo contemporáneo, que puede inducir a replegarse sobre el más fácil debate intraeclesial.

Es necesario crear un clima de aceptación interna recíproca para poder fijar mejor la mirada en las mul­titudes, en los continentes sin Cristo, en los miles de millones de personas que nada saben o nada quieren saber de Cristo.

Se debilita en el mundo la luz de la fe; el Amor de Dios no es comprendido; el hombre está aturdido y distraído: la caridad de Cristo nos empuja y nos llama a salir de nuestros cómodos debates para afrontar el mar abierto de la incredulidad y de la indiferencia.

«Al interior», nos debemos acoger y sostener, cada uno con sus dones, cada uno con sus perspectivas. Las mallas de la «comunión católica» son amplias, como amplios son los brazos de la madre que quiere acoger

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a nuevos hijos para hacer que la familia de los Hijos de Dios sea más numerosa y gozosa.

La tarea de la misión es inmensa, compleja, ilimi­tada, «católica», es decir, abraza a todos los pueblos y todas las situaciones. Con sus dones, carismas y mi­nisterios, el Cuerpo de Cristo puede afrontar los diver­sos ámbitos, lugares y sectores, hasta los últimos con­fines de la tierra, de las culturas, de los corazones humanos.

¡Ay de aquel que se opone o desprecia lo que está destinado a la única misión! Todo está destinado al gran río de la única misión.

Los pleitos y las exclusiones no pueden ser produ­cidos sino por infatuaciones de neófitos o por incom­prensiones de la grandiosidad de la tarea misional, para cuya realización ningún don tiene que perderse, ningún talento debe ser sepultado, ninguna energía dis­persa. Todo esto dentro de la gran comunión eclesial, que no debe ser herida ni ridiculizada, porque ella crea la fuerza de un todo coordinado y dirigido hacia la única meta.

Una vez más: si tienes en verdad la misión en el corazón, sabrás soportar también que algunas de tus convicciones sean heridas, «con tal de que Cristo sea predicado», con tal de que el Amor sea anunciado, con tal de que el Evangelio lleve el gozo a muchos herma­nos. Si no sabes hacerlo, habrá que pensar que tú estás en misión más para llevarte a ti mismo que para llevar el Amor de Dios manifestado en Cristo Señor y desti­nado a todos los hombres.

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3. Dios, amante de la vida

1. «Dios», «eternidad», «divinización», «dignidad de los hijos de Dios», corren el riesgo de ser puras ex­presiones verbales, palabras vacías en el mundo de hoy.

El apóstol habla y propone; sin embargo, para no pocos de sus interlocutores, estas palabras tienen un peso poco relevante, estas expresiones han perdido su densidad única; estos problemas no son tales pro­blemas.

La experiencia de cada día prueba la verdad de la constatación evangélica: los hombres que quieren go­bernarse por sí solos «se ven ahogados por las preocu­paciones, las riquezas y los placeres de la vida» (Le 8,14), «por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida» (Le 21,34).

El apóstol constata que «el hombre, por sus solas fuerzas, no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él, y no puede captarlas porque sólo pueden ser juzgadas y entendidas por medio del Espí­ritu» (cf. 1 Cor 2, 14-15). Siguiendo al Concilio: «el

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hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal; hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas» (Gaudium et Spes 13).

Lo que puede romper la cascara, hender la coraza, suscitar la inquietud, despertar el interés por las cosas de Dios, es el Espíritu de Dios.

El Espíritu Santo es «necesario» para la misión, ya que en ella y mediante ella se presentan las cosas de Dios, se dicen sus palabras y se abren para el hombre horizontes inimaginables, que están más allá de cada una de sus experiencias.

Sin el Espíritu Santo no sólo son incomprensibles las realidades últimas y básicas, sino también el Evan­gelio en su conjunto: hoy como ayer, hoy quizá más que ayer.

Acertadamente observa P. Dagnino: «Para llegar a amar a quien no ama hay que caminar dos mü pasos, dar hasta la túnica, ofrecer la otra mejilla, invitar al pobre, dar sin interés, perdonar las ofensas, amar a los enemigos; para considerar como 'gracias-privilegios' la pobreza, la virginidad, la obediencia; para conside­rar bienaventuranzas a las bienaventuranzas; para comprender que bajo un fracaso puede encontrarse un triunfo (¡el escándalo de la Cruz!), bajo la pobreza una riqueza, bajo la enfermedad lozanía, bajo la fealdad fí­sica una riqueza espiritual; para comprender que es necesario preferir los bienes mesiánicos a los propios padres; para comprender que la esposa ama de veras a su esposo si le es fiel aun cuando éste se drogue, se em­briague o termine en la cárcel: para amar todo esto se requiere un principio extrínseco al hombre, que los cristianos creen que es el Espíritu Santo, el cual realiza en el ser humano estos 'milagros'. Porque de puros mi-

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lagros se trata, infinitamente superiores a una curación repentina o a la resurrección de un muerto».

2. Todo esto es verdad, porque el gran protago­nista de la misión es El, el Espíritu de Dios, que cono­ce las cosas de Dios, que las ilumina ante los ojos de la mente, que hace vibrar los corazones, que proporciona un significado a las palabras extraordinariamente ele­vadas y comprometedoras que deben ser pronuncia­das, El que es Señor y da la vida.

Es necesario dejar un espacio real y creciente a la acción del Espíritu en la misión, en la vida personal, en las metas pastorales.

El impulso misionero, el deseo de realizar proyec­tos apostólicos, la misma pasión apostólica, los planes pastorales, no pueden distraer de una fundamental dis­ponibilidad a la acción del Espíritu, protagonista y au­tor primero de la misión. Nadie niega esto explícita­mente. Sin embargo, implícitamente sí se niega, ya que, o nos olvidamos del Espíritu Santo, o razonamos en estos términos: «El Espíritu Santo existe y actúa. Nosotros actuamos, haciendo la parte que nos corres­ponde, y El nos ayudará».

Pero esto equivale a pretender que el Espíritu aprueba y hace que tengan éxito nuestras empresas. Más aún: que, hagamos lo que hagamos, estamos se­guros de que El está con nosotros.

Nos encontramos aquí en una situación similar a la de Marta y María. Marta es reprendida no porque actúa, sino porque actúa sin escuchar antes al Maes­tro. El Espíritu debe ser invocado y escuchado para que pueda ser El quien conduzca nuestras empresas, para que nuestras obras no sean nuestras, sino suyas.

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Es el Espíritu el que impulsa la misión. Es El la fuerza de Dios, su dinamismo dentro de ti; es El quien conoce los caminos y los tiempos de la misión.

Es necesario escuchar al Espíritu con mayor pro­fundidad y atención. Escúchalo más que las voces de los hombres. Escúchalo antes que cualquier otra voz. No es posible servir a los hombres en nombre del Amor de Dios si no te dejas transportar por ese Amor.

¿Qué sabes tú de Dios? ¿Qué puedes decir de su Amor? Entre tú y Dios existe toda la distancia que se­para la gota del océano, la nada del todo.

Tú puedes hablar de El si El te habla. Tú puedes balbucear algo de El si escuchas su voz y te dejas lle­var por ella.

Haz lugar al Espíritu, a fin de que El trabaje en ti y para ti. Tú puedes hacerte don para los otros si te de­jas llevar por el don por excelencia que es el Espíritu.

Tú puedes descubrir nuevas fronteras y nuevos ho­rizontes en la misión si dejas que el Espíritu te ilumine. Tú puedes soportar el rechazo y afrontar la dureza de la misión si te son concedidas la fuerza y la consola­ción del Espíritu.

«El Espíritu Santo infunde en el corazón de los fie­les el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo» (Ad Gentes 4).

3. Decir Espíritu Santo significa decir oración. El Espíritu le es concedido al que ora. Según Lucas, el verdadero objetivo de la oración es el Espíritu Santo.

En los Hechos de los Apóstoles, el libro de la mi­sión, el Espíritu es invocado en los momentos más im­portantes, y su venida está estrechamente ligada a la oración.

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Si la misión es obra del Espíritu, la misión es, pues, obra de la oración.

Las grandes escrucijadas de la misión, las grandes opciones, las grandes dificultades, son enfrentadas y resueltas por el Espíritu y, por lo tanto, por la oración.

¿Estás en dificultades? Ora y no dejes de orar. Luego estudia, piensa, investiga, comprométete con todas tus fuerzas.

Ora, porque la potencia de Dios está viva, su bra­zo no se ha acortado, su Espíritu no ha perdido vigor. No tú, sino El.

Ora: es Dios el que salva y quiere demostrarlo en medio de un mundo movido por la convicción de ser autosuficiente. Y quiere que, al menos, quien está en misión se dé cuenta de esto y no sea arrollado por esa tonta ilusión que está haciendo presa en todos, en al­guna medida.

Cree en el Espíritu y ora: serás más humilde y más fuerte con la fuerza de Dios.

Ora y medita y deja espacio para el silencio, para ser discípulo antes que maestro, oyente antes que ora­dor, siervo y no amo de la misión.

4. La misión brota del corazón del hombre, en­cendido y movido por el Espíritu, fuente de amor ha­cia su Señor y hacia sus hermanos. Pues bien, el co­razón del hombre, ese formidable motor de la misión, es terriblemente complejo: a veces fuerte, a veces dé­bil; hoy entusiasta, mañana desilusionado; ayer dis­puesto a realizar grandes empresas, hoy amargamente encerrado en insignificantes nimiedades. Un corazón que quiera permanecer en misión tiene que saber vol­ver a entrar en sí mismo, cultivar la interioridad.

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San Agustín, que conocía bien el corazón del hom­bre, las insidias que lo rodean, las trampas que le tien­den su propia e increíble ingenuidad y su incurable de­bilidad, recomendaba el remedio de la interioridad, justamente para no malograr la fuerza propulsora en la misión.

La interioridad es necesaria para el que está com­prometido en la misión, aunque sólo sea «para que —añadía Agustín—, perdido el gusto por las cosas ce­lestes, no pasemos a formar parte de aquellos que aprecian únicamente las cosas terrenales».

El enviado en misión no es «inoxidable». También él está expuesto a la intemperie que desgasta a los de­más hombres.

¿Cómo es posible resistir al asalto dispersivo de los medios de comunicación social sin cultivar la inte­rioridad? ¿Cómo es posible permanecer fieles al Espí­ritu de Cristo en medio de un mundo cada vez más ajeno, donde cada vez son más raras las «islas» de cristianismo, sin una actitud de contemplación del mis­terio de Cristo, sin una oración prolongada y confiada que obtenga la consolación del Espíritu?

La distancia entre la mentalidad común y corriente y los ideales propuestos por la misión, parece crecer día a día. Esto hiere, debilita, atenúa el deseo de ser di­ferentes, resta confianza en el mensaje mismo.

Abandonado a sí mismo, el apóstol titubea y vaci­la, pierde radicalidad, se acomoda. Pero el Señor no abandona a los suyos, a los que confían en El, a los que lo buscan con sincero corazón, lo invocan y reser­van para El los momentos de mayor intimidad, a los que desean amarlo con toda su existencia.

«Velad y orad para no caer en la tentación». Vela y ora para que tu corazón no te traicione.

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Vela y ora para que, alimentado por el Espíritu, tu corazón se convierta en un potente motor de la misión de Dios en medio de los hermanos.

5. La misión ha estado siempre erizada de difi­cultades.

Agustín constataba que, en su tiempo, era particu­larmente dura. Hablando del sacerdocio, afirmaba: «Nada existe en esta vida, en especial en estos tiempos, que sea más difícil, más fatigoso, más peligroso». Pero de inmediato agregaba: «Nada más feliz, ante Dios».

La misión ha sido en todos los tiempos fuente de fatigas, pero también de felicidad. Para quien ha dedi­cado su vida al Reino, dice el Señor: «Si alguno me sir­ve, el Padre le honrará» (Jn 12,26).

Más aún: «Vosotros sois los que habéis persevera­do conmigo en mis pruebas: yo, por mi parte, dispon­go un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino» (Le 22,28-30).

En la oración, el Espíritu hace comprender que es­tas son palabras operantes, palabras que desde este momento introducen en la beatitud. «Por lo cual rebo­sáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas (...), rebosando de alegría inefable y gloriosa» (1 Pe 1,6-8).

La alegría es parte integrante de la misión. No debe haber ninguna valoración del mal que nos

rodea que sea tan deprimente que pueda entristecer permanentemente al apóstol.

Observa don Milani: «Si el descubrimiento del mal va a ocupar un espacio tan grande en nuestra vida, hasta el punto de que ya no sepamos mirar con una sonrisa divertida y afectuosa todas las cosas buenas

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que existen en el mundo y en la Iglesia, entonces no valía la pena descubrirlo».

Aun en medio de las situaciones difíciles y oscuras de esta vida, el apóstol es un alegre anunciador de la Buena Noticia, un gozoso mensajero del gozo que el Padre da a sus hijos, un amable portador de la inque­brantable certeza del Amor de Dios, un feliz testigo de la más segura, plena y duradera felicidad, un fascina­do pregonero de lo hermoso que es sentirse reconcilia­dos con nuestro Creador y Padre, Amigo y Hermano, un testigo luminoso de la belleza y el atractivo de la verdad cristiana...

6. Uno de los obstáculos para la misión proviene de la tan difundida imagen del Cristianismo como reli­gión del miedo, de la tristeza, de los complejos; una imagen que prende en hombres timoratos que se dejan sugestionar por el más allá para vivir una vida amar­gada en esta tierra. Algo así como si el Cristianismo fuese una visión de la vida que priva de sabor a las ale­grías humanas, que corta las alas al libre despliegue del sentimiento, del goce de la naturaleza, de la pleni­tud humana, de la realización de sí mismo.

Aunque no es fácil superar ciertas visiones (porque el hombre que quiere ser «ley de sí mismo» encontrará siempre un obstáculo en el cristianismo), es necesario presentar el Evangelio como lo que es: una liberación de todo aquello que no es digno del hombre. Una libe­ración (aunque no siempre indolora) de las energías constructivas, para un mundo más fraterno, para un mundo nuevo, más habitable y más rico en gozo para todos.

Es tiempo, pues, de proyectar el anuncio en térmi­nos más positivos.

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Es tiempo de plantear nuestro anuncio de Dios en términos de amabilidad y, por lo tanto, de belleza: nada es más bello que Dios, nada debe ser amado más que esta suprema Belleza. El amor es suscitado, solici­tado, atraído por la belleza. Si se quiere hacer amar a Dios, es necesario mostrar toda su resplandeciente be­lleza.

Dios tiene que ser un encantamiento. Un encanta­miento que encanta es la más alta forma de acerca­miento a la realidad.

¿Cómo puede dejar de encantar el autor de todos los encantamientos? ¿Cómo puede dejar de maravillar el constructor de todas las maravillas? ¿Cómo puede dejar de seducir el inventor de todas las seducciones?

Un mundo aplastado (entre lo racionalista y lo de­leitable) puede verse sorprendido por apasionados cantores de la belleza de Dios, de su fascinación, de su inigualable esplendor.

Dios, no contra las cosas, sino más allá y por enci­ma de las cosas. Dios, fundamento y fin de todas las cosas. Dios, duración y perennidad de las cosas frági­les. Dios, maravilla de toda maravilla, estupor de todo estupor, canto de todo canto.

Dios, único tema de la reflexión humana. Dios, única búsqueda del afán humano. Dios, única paz de la inquietud humana. Dios, única patria del vagar hu­mano. Dios, gozo de todo gozo, felicidad de toda feli­cidad.

Misión es salir de sí mismo para decir, como ha di­cho Dios saliendo de sí mismo, que todo lo que existe existe por un designio de amor, que somos amados an­tes de cada una de nuestras necesidades de amor, que somos esperados más allá de cada una de nuestras es­peras.

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Misión es decir con la alegría de nuestra existencia que somos felices de ser amados tan locamente.

Que pueda el Espíritu cantar en nosotros este altí­simo canto. ¡El es la Belleza increada!

«Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar [...] con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo ac­tual [...] pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio cuya vida irradie el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo» (Evangelii Nuntiandi 80).

Es éste el camino «obligado» para mostrar la vali­dez y la verdad del «camino cristiano hacia la felici­dad», de lo posible y hermoso que es aceptar a Cristo en la propia vida, de la «fuerza de la resurrección», operante incluso en las circunstancias más adversas.

Oremos: «Señor, Dios nuestro, concédenos vivir siempre alegres en tu servicio, porque en servirte a Ti, creador de todo bien, consiste el gozo pleno y verdade­ro» (XXXIII domingo del tiempo ordinario).

Poseer y dar felicidad, alegría de servir y suscitar servicio, felicidad en la misión para acrecentar la felici­dad en los hermanos.

7. El cristiano es, en efecto, un siervo de Dios. Y quien está en misión realiza la verdadera grandeza del hombre: poder servir. Quien está en misión es «siervo de los siervos de Cristo», según la expresión que Agus­tín aplicaba —quizá por primera vez en los siglos— a sí mismo, puesto al servicio de los «siervos de Cristo».

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No existe una verdadera superioridad —afirma Manzoni— del hombre sobre el hombre, sino la del ser­vicio. Toda la tradición cristiana está impregnada de esta visión. Desde Agustín, que afirmaba que «Prae-esse est prodesse» (mandar no es otra cosa que servir), hasta los santos de la caridad, que consideraban como sus propios dueños a los pobres, y a los santos apósto­les, que se sentían felices y «realizados» luego de ha­berse consumido en el servicio completo a los herma­nos.

En realidad, al igual que el hombre hace la histo­ria, pero también «se hace» en la historia, el cristiano realiza la misión, pero también «se realiza» en la mi­sión. Al cristiano que trabaja en la misión, la misión le hace crecer en su estatura de cristiano.

Un cristiano sin misión no puede alcanzar su ma­durez, porque le faltan la construcción y la realización que derivan del servicio misionero.

Decidirse por la misión es ponerse en condiciones de recibir la respuesta más segura a la omnipresente e implícita búsqueda de autorrealización.

A las existencias de tantos contemporáneos nues­tros tocados por la corriente dionisíaca de la búsqueda de sí mismos, del repliegue narcisista en sí mismos, la misión les muestra cómo sólo en el compromiso deci­dido y constante encuentra el hombre el sentido de su vivir.

Es dándonos como nos encontramos, es perdiendo nuestra propia vida como la conquistamos, es murien­do como la adquirimos de nuevo, es buscando lo que es útil a los demás como encontramos lo que más que­remos. Es olvidándonos de nosotros mismos como nos descubrimos en profundidades cada vez mayores, es sirviendo como construimos nuestra dignidad.

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La misión es el camino hacia la respuesta a mu­chas inquietantes preguntas para el hombre de hoy.

Nada encuentras cuando te repliegas en ti mismo, cuando piensas demasiado en ti, cuando cultivas úni­camente tu pequeño huerto... El tuyo es un huerto estéril, de escasos frutos y de pocas satisfacciones. Cuando te abras a las necesidades de los demás, a sus carencias, a su pobreza, adquirirás ojos límpidos para ver y brazos capaces de cavar en profundidad y de en­contrar en ti, allá donde sólo se llega mediante el olvi­do de sí, el agua cristalina que apaga tu sed. Te descu­brirás y te realizarás cuando te pongas al servicio de los demás en la misión.

8. Sin embargo, no es fácil salir de nuestra habi­tación, tibia y bien ordenada, para zambullirnos en el frío o en el calor y en la confusión de la aventura apostólica.

Y menos fácil aún es convencer a los demás para que lo hagan, dada la enorme fuerza de los condicio­namientos habituales.

He aquí una de las cruces de la misión; una cruz no secundaria, que debe ser asumida con humilde y fuerte determinación. Porque es esta tibieza la que en­torpece e impide, a mí, a ti y a los hermanos, que nos realicemos. Es esta tibieza la que te quita la satisfac­ción de vivir con el Señor y servirlo en los hermanos.

Y es este torpor la causa de que estemos asistiendo casi resignados a la disgregación de un mundo de va­lores trabajosamente construido por las anteriores ge­neraciones. Esta tibieza paralizadora es la causa por la que se respira tan poca alegría, aquella alegría del Es­píritu, aquella que se traduce en contagio, en interro­gante acerca de su manantial, en ímpetu de seguimien-

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to, en síntesis feliz de lo humano y lo divino, de lo tra­dicional y lo contemporáneo.

Es el perenne Evangelio de la misión: el que ama su vida la pierde. El que no se arriesga por el Evange­lio se encuentra con las manos vacías. Si quieres con­servarla bien protegida, tu vida se pudre. Si la lanzas a la lucha, vuelve a florecer y la reencuentras, la retomas renovada, plasmada por el aire libre y por la fuerza del Espíritu y a menudo, también, por el afecto de los her­manos por quienes te has consumido.

9. Pues bien, la misión representa una extraordi­naria canalización de todas las energías hacia un pro­yecto grandioso cuyo resultado final está asegurado.

Si hemos de desposeernos, es para invertir lo me­jor de nosotros mismos en el plan de Dios en la histo­ria.

En la misión no se puede vivir por debajo de los propios medios. Un plan que absorbe la totalidad del hombre requiere la inversión de todas las energías. In­versión que es una realización unificadora del ser hu­mano íntegro, con todas sus pulsiones, sus aspiracio­nes, su creatividad, su realidad, su cuerpo. También el cuerpo se pone a disposición de la misión.

La impresionante austeridad de algunos santos, sus grandes penitencias, que a veces dejan asombra­dos y hasta perplejos, manifiestan el ansia de doblegar el cuerpo para hacer de él un dócil instrumento para la misión.

A partir del Nuevo Testamento («castigo mi cuer­po y lo reduzco a la servidumbre»), el cuerpo del que está en misión es un «cuerpo entregado», «un pan par­tido», un cuerpo convertido en dócil vehículo de la Buena Nueva.

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Nuestra civilización occidental es muy sensible a los derechos del cuerpo, mejor dicho, del «propio cuer­po», con una serie de exageraciones que rozan la alie­nación y que pueden haber contaminado también la sensibilidad del apóstol.

La «contracultura» evangélica, lejos de despreciar el cuerpo, advierte, sin embargo, sobre una doble exi­gencia.

En primer lugar, la necesidad de hacer de la totali­dad del propio ser, incluyendo el cuerpo, un instru­mento que pueda dar lo mejor de sí para la misión.

En segundo lugar, la necesidad de fijar muy espe­cialmente la atención en los cuerpos martirizados de las masas hambrientas que claman por el pan, por la casa, por la salud, por la instrucción, por la dignidad humana. No es, pues, mi cuerpo el que debe ser puesto en primer plano, sino el cuerpo del pobre. Es el cuerpo débil y vacilante del pobre el que tiene que ser liberado de la vergüenza de la inhumanidad, el que debe ser in­troducido en los caminos de la dignidad de los Hijos de Dios.

De este modo somos llamados a «vivir ya no para nosotros mismos», para nuestros propios objetivos o para nuestras inmediatas inclinaciones, «sino para aquel que murió y resucitó» por nosotros (2 Cor 5,15).

A nosotros, pobres mortales, el Dios «amante de la vida» nos ha dado la posibilidad de vivir entregando su cuerpo.

En la misión se nos puede exigir la entrega del pro­pio cuerpo hasta el final, para que el mundo tenga vida.

El martirio es la consecuencia simple y lineal del hecho de que la misión proviene de «aquel que murió y resucitó» por nosotros.

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De la vida que se entrega es de donde proviene la vida.

El martirio es la vida entregada a fin de que au­mente la vida en el mundo. «Porque ninguno de noso­tros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor» (Rom 14,7).

Para el Señor, amante de la vida, que busca vidas que se entregan «para la vida del mundo».

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4. Dios escondido

1. La misión está envuelta en el misterio. Vinien­do del Misterio luminoso en el que todo tiene origen y conectando con ese mismo Misterio como meta y as­piración, participa de la «nube luminosa» que envuelve lo divino.

Pesimistas y optimistas, integrados y apolíticos, encarnacionistas y escatologistas, intransigentes y li­berales, humanistas y místicos, todos pueden aportar su contribución a esta empresa divina y humana, to­dos pueden hacer un poco de luz sobre los problemas, ni pequeños ni irrelevantes, de la obra cuyo fin es vol­ver a conducir el todo a su destino.

Los factores en juego son tan numerosos, los datos tan complejos, las indicaciones del Evangelio tan so­brias y esenciales, que ninguna perspectiva puede ago­tar o interpretar cabalmente la misión.

El esfuerzo de comprensión y de acción de los si­glos cristianos se enriquece con el transcurso de los años. Cada época proyecta haces de luz, cada época afronta sus problemas y da sus soluciones adecuadas, cada situación estimula la creatividad de los creyentes.

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No sólo la misión no ha terminado, sino que tam­poco ha terminado el esfuerzo de comprenderla en su globalidad, de insertarla en la historia del mundo, de ofrecer soluciones definitivas.

En verdad, el nuestro es un Dios escondido y mis­terioso que exige humildad y atención, adoración y búsqueda, escucha y alabanza por los siglos de los siglos.

2. La palabra del Señor, «No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» {Mt 5,17), es un programa para la misión cristiana. No se va en misión contra al­guien o contra algo, sino para completar, para «llevar a perfección», para dar a la realidad de este mundo la dimensión que ella tiene ante su Creador y Señor.

Lo que hizo Jesús respecto de su cultura y tradi­ción ha de ser hecho respecto de las diferentes realida­des positivas de este mundo: aceptarlas y superarlas.

En efecto, cada realidad que, a los ojos del hom­bre, lleva la «buena nueva» es la premisa de una rea­lidad mucho más grande, una premisa que queda abierta al cumplimiento.

El Evangelio es una ofrenda de plenitud, de cum­plimiento y de perfeccionamiento que la realidad hu­mana no posee en sí misma. El hombre puede alcanzar aquello para lo que ha sido creado cuando se abre al Evangelio.

El ser humano y su mundo no tienen que ser «abo­lidos», aplastados, pisoteados, sino iluminados en su extraordinaria capacidad de crecimiento y de inimagi­nable plenitud.

Una mirada que sea únicamente negativa sobre la realidad no es un buen comienzo para la misión. La existencia cotidiana está, de hecho, «sembrada de sín-

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tomas de trascendencia. La apertura a la trascen­dencia es un elemento constitutivo del ser humano» (Heschel).

Ella es como el «rumor de ángeles» que advierte al hombre que su quehacer diario está envuelto en algo que lo trasciende y lo colma.

Es el gran testimonio de los Libros Sapienciales del Antiguo Testamento: existe un orden que ha sido sem­brado en el corazón del hombre, que lo orienta hacia el encuentro con Dios y del que puede extraer toda pleni­tud de vida.

Hoy, más que en otras épocas, es necesario tener presente esta realidad. En efecto, en una sociedad como la nuestra, llena de fermentos diversos, los valo­res humanos constituyen un terreno común, quizás el único posible, en el que poder encontrarse, más allá de las concepciones ideológicas.

Esto significa que, a partir de la concreción huma­na y de la experiencia de cada día, es posible encontrar e indicar las huellas del Creador y del destino común.

«Ciertamente, el mundo tiene que ser considerado como el teatro del choque entre el bien y el mal, entre Dios y el Maligno. Pero también ha de ser considerado como vida, progreso y movimiento de todo el universo hacia los 'nuevos cielos y la nueva tierra'. La misiona-riedad, por lo tanto, es ensanchamiento del horizonte, búsqueda de las semillas del Verbo esparcidas por do­quier, conciencia de Iglesia como fermento del mundo para la salvación del mundo en Cristo». Así dicen los Obispos italianos en el documento Juntos por el cami­no de la reconciliación.

3. La misión es, por lo tanto, «revelación» («apo­calipsis», dirían los griegos), un quitar el velo que cu-

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bre la realidad del hombre, un descubrimiento de lo eterno que actúa en la realidad de cada día, un mos­trar el hombre al hombre, un descubrir la acción de Dios escondida y presente en el hombre y en su histo­ria.

Tú no puedes detenerte en los análisis, por muy profundos que sean, hechos por los hombres sobre el hombre. Son necesarios y útiles para comprender de­terminados sectores de la experiencia humana.

Sin embargo, el hombre es una realidad inasible para el hombre. El hombre es misterio para el hombre. Cualquier diagnóstico humano debidamente penetran­te, científico y riguroso arroja luz sobre un aspecto del hombre.

Pero el hombre, en su integridad, puede ser com­prendido únicamente con la mirada de Aquel que lo ha hecho, que lo ha hecho tan misterioso, porque lo ha hecho para sí, luminosísimo e insondable misterio. De­bes mirar al hombre con la mirada de su Creador para interpretar al hombre con sus mismos ojos, para indi­carle aquello que «ojo humano jamás vio» y no podrá ver, para hacerle ver el «homo absconditus», el hombre escondido que gime por salir a la luz.

Y ese hombre se mostrará en su verdadera dimen­sión cuando se consiga desenterrar el deseo de Dios de entre los escombros de tantísimas cosas, de entre tan­tas culturas sofisticadas y celosas, de entre la memoria histórica, no siempre favorable, de entre tantos juicios y prejuicios como se han acumulado durante siglos.

El deseo de Dios está amasado con el hombre mis­mo. Si no está orientado hacia Dios, este deseo tiñe de absoluto las cosas humanas y las realidades caducas, convirtiéndose fácilmente en una terrible fuerza des­tructora o en una fuente de desoladas frustraciones.

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Para que pueda alcanzar su humanidad, el hombre tiene que ser dirigido hacia aquello para lo que ha sido destinado, hacia la meta para la que ha sido progra­mado, hacia el jardín para el que fue pensado.

La misión da un nombre y una dirección a estos impulsos, llevándolos a su destino.

Destino que es siempre un «más allá», un «infinita­mente más grande», un «totalmente otro», un algo que no es inmediatamente obvio para el «hombre natural».

Sin embargo, es el único destino que puede extir­par del ánimo «el cáncer de una vida vacía de signifi­cado».

Se trata de volver a despertar en el hombre la ten­dencia «a lanzarse peligrosamente, más allá del hom­bre» (Guardini), porque sólo en este arranque vigoroso y sobrehumano puede él conseguir su plenitud sobre­humana.

Existen en el ser humano potencialidades escondi­das, un «todavía» insospechado, una potencialidad de vida de tales dimensiones que únicamente pueden ser desveladas por el anuncio de Cristo hombre-Dios.

Esta es la certeza y la fuerza secreta de toda mi­sión y de cada apóstol cristiano, es decir, del discípulo del Dios aparecido entre nosotros en la Palabra, la vi­da, la muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret.

4. La misión es en verdad Buena Nueva, porque es tarea de reconstrucción de la verdad del hombre, de resurrección del hombre caído y abocado hacia la di­solución. Tarea de reconstrucción que no sólo da sen­tido a la existencia humana, sino que también le pro­porciona gusto y sabor.

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La misión es Buena Nueva, porque da al más in­significante de los hombres la certeza de que es insusti­tuible para Dios.

Es Buena Nueva, porque pone el momento presen­te en contacto con todo lo permanente, el fragmento con el todo, las cosas de cada día con el día sin ocaso, el más pequeño de todos los seres con la totalidad y el infinito.

Es Buena Nueva, porque pone un fundamento eterno al quehacer cotidiano, dándole seguridad y fir­meza.

Es Buena Nueva, porque recuerda a los hombres «cuan poca cosa son sus contrastes, cuan breve es cada vicisitud que tenga como medida las generacio­nes humanas, en la eterna historia de las relaciones en­tre lo humano y lo divino» (A.C. Jemolo).

Es Buena Nueva, porque el mundo no es lo que aparece visiblemente: también es eso, pero es más que eso. Es el inicio de un algo infinitamente mejor.

Es Buena Nueva incluso para aquellos ambientes que no dejan espacio al anuncio explícito, porque la misión, por su misma presencia, hace emerger las me­jores potencialidades del hombre, lo estimula a dar lo mejor de sí y sostiene las fuerzas del bien.

Es Buena Nueva... La enumeración podría conti­nuar indefinidamente; tan grandes son la virtualidad y la fuerza humanizadora de la misión.

5. Y, sin embargo, no para todos es Buena Nue­va la misión, porque tiene que ver con el misterio del corazón del hombre. Corazón del hombre que hoy tie­ne a menudo dificultades en reconocer al Evangelio como la «Buena Nueva».

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Si para los pobres el Evangelio puede aparecer como «alegre noticia» y esperanza, para un mundo opulento es más bien sacrificio, renuncia e incómoda responsabilidad.

El corazón del hombre está a menudo trastornado y sofocado por «las preocupaciones del mundo y la se­ducción de las riquezas» (Mt 13,22) y no se da cuenta de ello.

Sin embargo, nosotros no somos como el Hijo del hombre, que «conocía lo que encierra el corazón del hombre». Nos corresponde la acción misionera con­vencida e incansable, pero «con toda paciencia».

Hoy, más que nunca, la virtud típica del apóstol es la paciencia. En la paciencia poseerás tu vida, te po­seerás a ti mismo, poseerás tu servicio, la capacidad de perseverar, la posibilidad de alcanzar metas importan­tes, apuntando hacia largos plazos. No seas «hijo del trueno». Sacude, pero sin abandonar la mansedumbre evangélica.

«Bienaventurados los mansos, porque ellos posee­rán en herencia la tierra»: en la mansedumbre poseerás los corazones, no en la estéril polémica ni en el enfren-tamiento frontal. Debes hablar más por amor a la ver­dad que por aversión al «enemigo» o por un incons­ciente deseo de autoafirmación.

Ama la Buena Nueva, pero ama también al hom­bre hacia el que la diriges. Este hombre puede ser ob­tuso, áspero, incluso malo, pero quién sabe por qué se ha vuelto así, quién sabe qué ladrones lo han asaltado, qué guías lo han desviado, qué entorpecimientos lo han debilitado. Quién sabe qué misterio encierra...

Sacúdelo, pues, ponió ante sus responsabilidades, pero no lo ahogues en su mal. Haz emerger el bien que

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se encuentra en él, anímalo, oriéntalo, muéstrale las grandes potencialidades que se encuentran en él.

Y espera la acción de Dios, el único que conoce los tiempos y las formas del camino del corazón del hombre.

6. La paciencia nos viene sugerida también por otro tipo de consideraciones.

De un lado, está el hombre secular, que es «un hombre tan comprometido en las tareas de edificar la ciudad terrena que ha perdido de vista, o excluye in-tencionalmente, la ciudad de Dios» (Juan Pablo II).

De otro, puede haber quienes vivan tan intensa­mente una experiencia de fe que miren con sospecha o como poco relevantes los esfuerzos que el hombre de hoy está realizando para mejorar el mundo en que vi­vimos.

A la irrelevancia de la fe en el mundo secularizado se constrapone la irrelevancia del mundo a los ojos de aquel que quiere cultivar una fuerte vida de fe.

Es una tentación comprensible, teniendo en cuenta el signo de pecado que caracteriza al mundo en su convicción de autosuficiencia y en su voluntad de construirse, a menudo, únicamente alrededor del in­terés y del bienestar material.

Pero los fallos no pueden autorizar el desinterés o la emisión de un juicio globalmente negativo sobre el esfuerzo del hombre de nuestro tiempo.

Es propio del espíritu católico acoger todo lo posi­tivo y la capacidad de individuar los fragmentos de verdad y potenciar todo valor sinceramente humano.

Parece, pues, que el estilo de la presencia misione­ra que mejor expresa el espíritu cristiano y católico es el de la «participación crítica» en nuestro tiempo. Esto

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conlleva un sí leal a todo lo que el hombre está cons­truyendo con gran esfuerzo y fatiga, y un no decidid0

a sus cerrazones, a sus errores, a sus barreras. Pueden existir diferentes evaluaciones en torno al

análisis de lo que debe ser acogido o rechazado, por­que las situaciones cambian rápidamente, porque la extracción cultural de los diversos creyentes es distin­ta, porque la experiencia de cada cual es diferente. Todo esto exige paciencia y mansedumbre evangélicas para no ser engañados por espejismos, para no perder de vista la esencialidad del anuncio, para no confundir la periferia con el centro, para no perder esa «simpatía crítica» hacia el esfuerzo del hombre, que ha sido la gran herencia del Concilio.

«La antigua historia del Samaritano ha sido el pa­radigma de la espiritualidad del Concilio. Una simpa­tía inmensa ha invadido todo» (Pablo VI).

Paciencia y mansedumbre son hoy necesarias tam­bién para enfrentar todas las novedades, lo imprevisi­ble, el sinnúmero de situaciones inéditas, los nuevos contactos, los retos a la reflexión de fe, las renovadas perspectivas teológicas.

Es todo un mundo en ebullición que puede desani­mar al que quiere ver claro, de inmediato, en cada si­tuación, y al que quiere resolverlo todo y en seguida.

Paciencia y mansedumbre para tener la mirada y el corazón evangélicos que puedan «poseer la tierra» del nuevo campo ofrecido a la siembra evangélica.

7. Sucede que quien está en misión siente alguna vez, y agudamente, que tiene una doble pertenencia: al Evangelio y a su tiempo.

El cristiano tiene una doble ciudadanía: pertenece a la ciudad de Dios, pero también a la sociedad de su

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época. Está en el mundo, pero no es de este mundo. Y esto crea dificultades, clava en la cruz, en una cruz que se extiende también a la dimensión eclesial.

El discípulo de Cristo que quiere vivir en plenitud su dimensión eclesial y misionera se encuentra a veces «dividido», especialmente cuando percibe las pregun­tas nuevas, apremiantes, urgentes, para las que aún no han sido elaboradas las respuestas adecuadas. Renun­ciar a ser contemporáneos en nombre de la fe es un absurdo, del mismo modo que es absurdo renunciar a ser cristianos para vivir plenamente en el mundo de hoy.

Quien está en misión debe estar cordialmente en comunión con la Iglesia y su tradición, y también debe escrutar los signos de los tiempos, que muchas veces interpelan a su conciencia. Esa cruz es fecunda. Mu­chos grandes hombres que han aportado contribucio­nes muy importantes a la actualización de la Iglesia en los diferentes campos, han sido tenazmente fieles tanto a la Iglesia como a los fermentos de la propia época.

Las soluciones unilaterales son las más fáciles y las menos fecundas. La cruz de la «doble pertenencia» es el secreto de todo progreso y de toda fecundidad. Los sufrimientos de no pocos santos constituyen una ilustración práctica de esta verdad.

Por nuestro tiempo, por la Iglesia, por ti mismo, lleva sobre ti toda la eclesialidad y toda la contempo­raneidad. Es ésta una ulterior aportación de paciencia y mansedumbre que la misión te exige. Sé hijo devoto de la Iglesia y hermano de tus contemporáneos: es así como camina la misión por los senderos del mundo, así se renueva en frescura y en inventiva hasta el últi­mo día, esperando la Novedad absoluta.

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8. No hay que confundir la necesidad de ser «contemporáneos del propio tiempo» con el dejarse en­cerrar dentro de los horizontes y las metas de este mundo.

El cristiano participa plenamente en las vicisitudes históricas, está plenamente «aquí y ahora»; sin embar­go su destino es el de ir siempre más allá; es un pere­grino que nunca se identifica por completo con su am­biente y con su tiempo.

Siempre hay en él cierto desapego, cierta mirada relativizadora. Quien está en misión no está llamado únicamente a transformar el mundo o a humanizarlo, sino también a salvarlo, a divinizarlo, y esto constituye más un don de lo alto que una construcción hecha por las manos del hombre: es regalo sumo de Dios.

El desapego indica que existen otros horizontes muy distintos de los puramente terrenales; que uno no debe dejarse aprisionar dentro de tan estrechos hori­zontes; que se requieren espacios de libertad ante las cosas para dar testimonio y permitir al «Don» que lle­gue. El desapego es el espacio que reservamos a la ac­ción de Dios, es el testimonio de nuestra espera, es el acto de fe en el Reino de Dios que llega, es la invita­ción a Dios para que El venga.

Todo esto sin contar con que existe el «espíritu de este mundo», que puede contaminar.

Es necesario también retomar enérgicamente la misión para no ser arrollados por el omnipresente ma­terialismo práctico.

Permanecer neutrales hoy puede significar quedar implicados y volverse cómplices. Entrar en la misión significa ponerse en condiciones de producir los anti­cuerpos que permitan la sobrevivencia y la buena sa­lud de la fe.

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«Si el cristiano no quiere desdibujarse en esta so­ciedad permisiva y perder su propia alma, se ve obliga­do a ir contra corriente con respecto a la mentalidad dominante» (card. Poupard).

En esta situación, una invitación a no ceder a la «mentalidad común y corriente» viene también de los sociólogos: «Pronto quedará viudo el que quiere des­posarse con el espíritu de su tiempo» (Berger), pala­bras que son la versión moderna de las de S. Pablo: «Y no os acomodéis al mundo presente; antes bien, trans­formaos mediante la renovación de vuestra mente» (Rom 12,2).

9. Todo esto puede parecer extremadamente complejo. ¿Cómo moverse con habilidad entre la ne­cesidad de ser contemporáneos de nuestro tiempo y el deber de «no conformarse a este mundo»?

¿Hasta dónde comprometerse y cuándo tomar dis­tancia?

¿Cómo valorar las situaciones? Ante todo, esto no debe sorprendernos más de lo

necesario. Desde siempre han existido perspectivas distintas que han dado lugar a diferentes evaluaciones.

La actitud de Pablo es significativa. Hay una dife­rencia considerable entre la valoración del Pablo de Atenas (Hechos 17) y la del Pablo de la carta a los Ro­manos (capítulo 3).

En el Pablo de Atenas, la venida de la salvación parece insertarse en el sí de Dios ante una experiencia religiosa anterior: «Atenienses, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la di­vinidad». Aquí valora Pablo el terreno común sobre el que se apoyan el mensaje cristiano y lo mejor de la sensibilidad religiosa griega, es decir, la apasionada

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búsqueda de la divinidad «para ver si a tientas la bus­caban y la hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros». Es éste el esquema de la continuidad.

El Pablo de la Epístola a los Romanos parece que ve llegar la salvación a través del no de Dios: «todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados por el don de su gracia». La experien­cia religiosa de la sociedad pagana es vista aquí como deformación, cuyo fruto más manifiesto es la inmorali­dad. Es el esquema de la ruptura.

La misión necesita de ambos esquemas y de am­bas sensibilidades, de ambas experiencias de fe, de am­bas perspectivas culturales, de ambos momentos.

De hecho, el gran misionero que fue Pablo hizo uso de ambos, según las situaciones y los momentos. Y lo mismo ha hecho la Iglesia en las diversas coyun­turas históricas o culturales.

Sería erróneo considerarlos como alternativos o erigir uno de los dos esquemas en única y exhaustiva visión del mundo.

En verdad, el mundo es obra de Dios, pero está marcado por el pecado.

El mundo sumergido en el pecado no está, sin em­bargo, de tal modo deteriorado, que no pueda producir realidades y valores positivos.

Puede haber preferencias, pero no exclusiones. Las exclusiones que alimentan tensiones eclesiales no son útiles a la misión.

El que está en misión afina su sensibilidad al con­tacto continuo con la Palabra de Dios, con las ense­ñanzas de la Iglesia y con la orante y responsable re­flexión personal y comunitaria.

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El que está en misión no se ata a esquemas o a lec­turas preconcebidas. El que está en misión se convierte en alguien que aprende a discernir el bien, que lucha contra el mal que hay en él y en el mundo, que ama a sus hermanos con el mismo amor de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y cuya voluntad es conducirlos al conocimiento de la verdad.

Una vez más: se necesitan paciencia y mansedum­bre para discernir los valores verdaderos de los dese­chos del espíritu de este mundo, para distinguir los sig­nos de los tiempos en medio de la corriente permisiva y frivola de nuestra sociedad.

Una vez más: la cordial comunión eclesial es un apoyo seguro para una misión fiel e incisiva.

10. Aun en medio de todos estos factores negati­vos, estar en misión significa sembrar esperanza.

A menudo, los ojos humanos ven únicamente un mundo que se encamina hacia el final. La catástrofe nuclear, la muerte ecológica del planeta, son los signos de un fin no demasiado lejano ni imposible.

El hombre puede autodestruirse, precisamente este hombre que en el pasado no ha dado grandes pruebas de sabiduría.

Esto genera pesimismo hacia el futuro, apego al momento presente, depresión, poco amor a la vida. Para un número creciente de personas no hay futuro: el apocalipsis vuelve a estar de actualidad.

La misión no puede negar esta perspectiva, pero posee y ofrece una visión más fina, más previsora y tranquilizadora.

«El apocalipsis bíblico —dice Moltmann— no tiene la intención de aterrorizarnos con la visión del fin del mundo, sino, más bien, de infundirnos la esperanza de

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Dios, precisamente en medio de los horrores de un mundo ya en decadencia».

Después de las catástrofes, la Biblia anuncia la ve­nida del Hijo del hombre sobre una nube, con gran po­der. De aquí la invitación: «Levantad la cabeza, por­que se acerca vuestra liberación» (Le 21,28). A partir de este fin el Señor instaurará Su Reino.

A partir de la catástrofe del mundo, causada por el hombre viejo, El inaugurará «el cielo nuevo y la tierra nueva» y, sobre todo, el hombre nuevo, para el cual creó todas las cosas. A partir de estos temores que no­sotros nos construimos, El nos invita a esperar en su reconstrucción.

Estar en misión es hacer entrever este futuro o, por lo menos, nuestra inquebrantable confianza en este futuro.

A todos debemos mostrar que nuestro Dios es el Dios de la vida y no de la muerte, el Dios del futuro y no del fin, el Dios que lleva a su cumplimiento cada as­piración nuestra y que pone remedio con suma mag­nanimidad a nuestras fechorías.

Es un Dios misterioso, porque sus caminos no son los nuestros, porque no es fácil de descifrar, porque nos sorprende siempre. Es a menudo un gran misterio para nosotros. Sin embargo, es siempre un misterio glorioso, un camino de plenitud, un seguro fundamen­to de toda esperanza.

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5. Dios, rico en misericordia

1. La misión tiene su origen en la ternura de Dios.

«Arrebatado por el amor a las creaturas, Cristo ha abandonado el trono del Padre para manifestar la ter­nura de Dios. Fue esta ternura —decía S. Vicente de Paúl— la que lo hizo bajar del cielo. Veía a los hom­bres privados de su gloria, fue conmovido por su des­ventura».

«Por gracia habéis sido salvados» (Ef 2,5). Y Agustín nos ofrece el siguiente comentario: «En

realidad, antes no había habido en nuestra vida nada bueno que Dios pudiese apreciar y amar, casi como si hubiese tenido que decirse a sí mismo: 'Vamos, soco­rramos a estos hombres, porque su vida es buena'. No era posible que le gustase nuestra vida con nuestro modo de actuar, pero no podía disgustarle lo que El mismo había obrado en nosotros».

Nosotros somos obra suya. A pesar de que haya muy poco de amable en nuestra conducta, El se enter­nece por aquello que ha hecho. La ternura de Dios es

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superior a nuestra bajeza. La condena de nuestra con­ducta viene en segundo lugar, no porque El la acepte, sino porque le apremia la permanencia, la superviven­cia de lo que hizo.

Nos comprometemos en la misión y permanece­mos y perseveramos en ella, no porque seamos corres­pondidos, sino porque hay necesidad de personas que amen con el corazón de Dios, con su ternura, con su tenacidad, a pesar de la conducta poco amable y la ge­neralizada falta de interés.

No es posible resistir en la misión si no se ama a los hombres: en primer lugar, tal y como son; y luego, por lo que son llamados a ser. Y cuando es necesario manifestar oposición, ésta procede únicamente de un corazón que ama.

En el Antiguo Testamento, los profetas, si bien atacaban las injusticias sociales, no se limitaban a ha­blar con la indignación de los reformadores sociales. Ellos se sentían obligados a hablar por especial man­dato del Señor, que es «Dios misericordioso y clemen­te... rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6).

El profeta dice cómo ve Dios las cosas: su bondad no puede aceptar el sufrimiento de tantos hijos suyos.

A menudo es la defensa del más débil la que en­ciende la indignación contra el opresor.

Pero también el opresor es objeto de la ternura de Dios, no «por su no buena conducta», sino por ser «obra de Dios».

Para actuar con el estilo de Dios, rico en miseri­cordia, se necesita una gran libertad interior: «El en­cuentro verdadero y pleno con el hermano tiene que pasar por la experiencia de la gratuidad del amor de Dios. Y así se llega al otro: libres de toda tendencia a imponerle una voluntad ajena a la suya y despojados

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de sí mismos, respetuosos de su personalidad, de sus necesidades, de sus aspiraciones» (G. Gutiérrez).

Quien ha experimentado la gratuidad del amor de Dios, el perdón de los pecados, el ser acogido una y otra vez por sus paternales brazos, quien se ha sentido reconciliado cada día, se libera más fácilmente de sí mismo. Sin embargo, tiene que vigilar igualmente, por­que la dureza del juicio es mucho más espontánea que la misericordia que acepta al hombre tal como es, con sus personalísimos tiempos de maduración.

2. Puede suceder que esta ternura, casi ilimitada como la del Padre, sea puesta a dura prueba.

A veces se te pide que hagas un gesto de entrega y de amor, y ya sabes de antemano que será alterado, mal interpretado y mal utilizado. Y tienes la tentación de no prodigarte inútilmente.

Sin embargo, el gesto de amor permanece más allá del uso que otros hagan de él. Por ejemplo, la promo­ción humana auspiciada y realizada por hombres de la Iglesia y por cristianos en estos últimos decenios, pa­radójicamente, parece haber producido una disminu­ción del sentido religioso. El compromiso social ha mejorado las condiciones de vida, pero al mismo tiem­po se ha atenuado el sentido de Dios.

¿Valía la pena?, se ha preguntado alguien. ¿Vale la pena?, nos preguntamos frecuentemente nosotros ante los resultados no siempre satisfactorios de la caridad cristiana.

La respuesta está en el mandamiento de la caridad. Se impone la caridad, porque así lo quiere el Dios rico en misericordia que ama a todos, independientemente de las buenas obras o de la correspondencia de los de­más. Los hombres podrán también utilizar mal el bien

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hecho por ti. Pero ¿cómo utilizas tú los bienes de Dios? No te quejes. Toma en cuenta el obrar de tu Se­ñor y Creador, y la caridad será tu norma de conducta siempre y en cualquier circunstancia.

Cuanto más enraizada y firme sea tu caridad, tanto más sabrá el Señor, caridad sin límites, derivar caridad de caridad, entrega de entrega, bien de bien, más aún: bien del uso no bueno que otros hagan de tu caridad.

3. Una gran libertad interior se requiere también para superar dos tentaciones estrechamente relaciona­das con una misión que quiere actuar «por pura cari­dad», según el estilo de la ternura de Dios. Se trata de las tentaciones del triunfo y del fracaso.

La tentación del triunfo: creer que tú eres bueno porque los demás acogen la Palabra de Dios que tú les transmites. Imaginar que has hecho una importante aportación al progreso del Reino de Dios, porque has escogido los medios justos, porque has sabido ver más lejos que los otros, porque eres más santo que los de­más, porque eres más inteligente... Es la tentación de querer apropiarse de los frutos de la misión. Pero tú eres tan sólo una voz creada por el Señor, sostenida por El hasta que sirvas, que será apagada por El cuan­do no sirvas más. Y esto podría ser mañana.

La tentación del fracaso: pensar que no estás a la altura de la situación, que tal vez lo has equivocado to­do, que deberías haberte dedicado a otra tarea. O que quizás hayan pasado los tiempos de la visión religiosa de la vida, que la gente ya no valora determinados pro­blemas porque ha encontrado soluciones más convin­centes, que la fuerza de la religión se va apagando, que nos hemos vuelto anacrónicos...

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Sin embargo, tu tablero es muy limitado; tu obser­vatorio escruta los decenios, mientras que la misión tiene que ver con los milenios, con lo eterno.

Hoy existe quien todavía tiene éxito y cree ser un apóstol bueno y verdadero. Y existe quien fracasa y se cree un fracasado.

En uno y otro caso, la tentación consiste en des­plazar los términos reales del problema. La misión tie­ne éxito cuando es obra de amor, de caridad desintere­sada, de ternura hacia la pobreza y hacia la miseria humana.

En la misión triunfa aquel que persevera en la en­trega misericordiosa, sin dejarse condicionar por la mayor o menor aceptación de parte de los demás.

Fracasa, en cambio, aquel que valora los frutos por el resultado externo, para exaltarse a sí mismo cuando las cosas van bien o para hundirse en el des­consuelo cuando las cosas van mal. Y esto es humano. Pero el hombre no es el criterio último de la misión. Y tiene que ser superado.

Como si el mayor fracaso de Jesús, la Cruz, no hubiese sido su mayor triunfo... Como si los momen­tos de mayor triunfo (¡las multitudes que querían ha­cer de El un rey!) no hubiesen sido los momentos de mayor equívoco e incomprensión de su mensaje... La misión es un trabajo distinto de cualquier otro.

El éxito consiste en vencer la tentación de creerse protagonistas de la misión, viendo con lucidez que ésta es obra del Dios misericordioso que hace resplandecer el sol sobre los buenos y sobre los malos, una obra que a veces encuentra aceptación y otras rechazo.

Inclinarse ante los «tiempos y las maneras» de la obra de Dios, incansable y tenazmente amoroso, es

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una de las actitudes de fondo del apóstol, es uno de los signos de su madurez de apóstol.

4. Otra tentación puede ofuscar la libertad de tu corazón y encerrarlo dentro de sí mismo: los celos.

¿Quieres controlar si actúas con el corazón libre y desinteresado en favor de la misión?: observa si eres capaz de alegrarte de los éxitos del bien hecho por otros del mismo modo que te alegras del bien hecho por ti o si, por el contrario, ello te hace sufrir secreta­mente.

¿Sabes alejar prontamente de ti, por innobles, los pensamientos celosos motivados por el crecimiento de otros, más apreciados y mejor acogidos que tú? ¡Mala y muy tenaz hierba son los celos!

Ni siquiera el jardín de la Iglesia está libre de ella, puesto que no es inmune a los celos el corazón del hombre, ni siquiera el del apóstol.

Suele suceder que, a medida que el corazón se pu­rifica de las tentaciones groseras, se vuelve más insis­tente y molesta la tentación más sutil de los celos.

Vigila y ora para ser librado de ellos. ¿Cómo puede ser espejo de la sobreabundante li­

beralidad del corazón de Dios un corazón ofuscado por este sentimiento?

Más aún: ¿cómo pueden estar unidos para un mis­mo fin unos corazones que confunden los celos con el celo?

Es difícil calcular el número de las empresas apostólicas naufragadas a causa de este sentimiento, a menudo inconsciente y siempre fuente de desconfianza y de división.

Indudablemente, no era objetivo el pagano Libanio cuando, en el siglo IV, anotaba: «No existen fieras más

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peligrosas para los hombres que los cristianos para con sus correligionarios» {Epitaphios 18).

¡Bien sabemos cuan devastadores son las debilida­des humanas cuando se tiñen de absoluto!

Además, ciertos excesos muestran cuan alejado está de la misericordia, ternura y benevolencia de Dios un corazón que no controla y no vence esta sorda y di­fícil tentación.

Ya el Evangelio nos habla de situaciones semejan­tes: «Juan le dijo: 'Maestro, hemos visto a uno que ex­pulsaba demonios en tu nombre y no viene con noso­tros, y tratamos de impedírselo porque no venía con nosotros'. Pero Jesús dijo: 'No se lo impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros, está por nosotros'» (Me 9, 38-40).

5. El que posee un corazón libre está preparado para descubrir la acción de Dios allá donde éste deci­da intervenir en su libérrima liberalidad.

El libro de Isaías es testigo de un discernimiento clamoroso por parte del profeta.

El profeta ve en Ciro, pagano, un instrumento de salvación para su pueblo: «A causa de mi siervo Jacob y de Israel, mi elegido, te he llamado por tu nombre y te he ennoblecido, sin que tú me conozcas» (Is 45,4).

Las posiciones parecen invertidas. No es Israel el instrumento de salvación para los pueblos, sino que es un pagano el que se ha convertido en instrumento de salvación para Israel.

Más aún: un pagano es llamado a poner a Israel en condiciones de desarrollar su misión.

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Encontramos aquí una fe absoluta en la función única del pueblo de Dios y de su papel absolutamente central en la historia de los pueblos. Todo cuanto acaece en el mundo es en función del pueblo de Dios y de su misión.

¿Cuántas veces se ha repetido esto en la historia del antiguo y del nuevo pueblo de Dios? ¿Cuántas ve­ces los movimientos laicos, las revoluciones y las cul­turas han contribuido a que el pueblo de Dios esté me­jor equipado y más preparado para desarrollar su mi­sión, para llevar «la luz de las naciones» en las diversas situaciones? El hecho de que «Ciro no conozca al Se­ñor» o que determinados movimientos históricos «no conozcan al Señor» ¿ha impedido acaso que el Señor haga de ellos instrumentos de purificación, de creci­miento, de capacidad misionera para su pueblo?

Para discernir esta acción de Dios, extraordinaria y sorprendente en verdad, se requiere un corazón libre y no «celoso», por cuanto El obra más allá de nuestras fronteras y de nuestras expectativas.

6. Si esto es cierto, resulta evidente que una de las actitudes de quien se halla en misión es la disponi­bilidad no únicamente a dar, sino también a recibir; no únicamente a enseñar, sino también a aprender.

Es verdad que lo que el apóstol tiene que dar es in­mensamente más importante que todo cuanto pueda recibir de cualquier otro, no porque él sea más agudo o más dotado, sino porque el don de la revelación y de la vida que viene de Dios y que él lleva es tan grande que, en lo humano, nada puede comparársele.

Sin embargo, este don tiene que descender a un ambiente, a una cultura, a un corazón humano: luga­res todos ya trabajados por el Espíritu. Un Espíritu tal

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vez sepultado bajo un cúmulo de errores y de tinieblas, de distorsiones y fealdades, pero un Espíritu siempre operante, que sostiene valores e ideales positivos y que crea culturas, sistemas de vida, aspiraciones, ideales.

Hay que realizar una obra de esclarecimiento y de discernimiento, precisamente para encontrar el punto en el que sea posible iniciar el «diálogo de la salvación» que conduce a la plenitud de la verdad.

Hay que saber escuchar para poder hablar mejor; hay que escuchar para conocer mejor las potencialida­des implícitas en el mensaje que nos ha sido confiado; hay que escuchar para colocar la semilla evangélica en la experiencia del hombre o en los presupuestos de una cultura, ahí donde está destinada a crecer y arraigar profundamente.

Diálogo y discernimiento son los compañeros inse­parables del anuncio. El Evangelio no barre los valores humanos. Puede crear nuevos valores, pero puede ser también levadura y fermento para otros ya existentes. El Evangelio «asume, purifica y eleva» los frutos del esfuerzo humano. También para esto se necesita un corazón libre, misericordioso, acogedor, abierto a la acción del Espíritu, confiado en la «verdad realizada en la caridad».

«Cuanto menos se presente el misionero a sí mis­mo, tanto mejor llevará a Cristo; cuanto más decidida­mente desaparezca el dilema entre diálogo y anuncio, tanto mejor abrirá el anuncio las puertas a ese diálogo decisivo y determinante ante el que todo otro diálogo puede ser tan sólo un estadio preparatorio: para el diá­logo de la humanidad con su Creador, para ese diálo­go de adoración que es, al mismo tiempo, su máximo deber y su privilegio supremo» (Ratzinger).

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7. Aunque la gran tarea de la misión prenda pro­fundamente en el individuo, no es, sin embargo, una empresa individualista. Es una tarea eminentemente comunitaria y eclesial.

Pero puede suceder que, ante la extrema dureza de algunas situaciones, alguien piense que la misión, en la actualidad, consiste en un puro retorno a la in­terioridad.

Es evidente que la interioridad es la base y el inicio de toda misión, porque la riqueza que es capaz de ven­cer la pobreza del mundo se extrae únicamente de la interioridad. Pero también es cierto que la interioridad no excluye el «sentiré cum ecclesia», un intenso espíri­tu de comunión con los hermanos de fe y una coordi­nación con la acción de la Iglesia.'

Además, y dado que tiene que manifestar el rostro de la Iglesia, la misión es misterio de comunión y de fraternidad destinado a crear comunión y fraternidad en nuestro mundo.

De este modo, si los organismos de comunión y de participación surgidos en los años post-conciliares tie­nen, por una parte, que ser promovidos con parsimo­nia y discreción, no pueden, por otra, ser ignorados en nombre de la interioridad, o de la primacía de lo espiri­tual, o de la urgencia de la tarea misionera.

Aunque no es deseable la inflación de organismos y de encuentros, tampoco es legítima la sospecha apriorística hacia estas manifestaciones concretas de la comunión eclesial y de la común responsabilidad ante la misión.

La espiritualidad misionera tiene una dimensión comunitaria que pasa a través de la aceptación y la co­laboración de los organismos que la Iglesia crea para su misión. La participación de un verdadero apóstol

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mantendrá viva la tensión misionera e impedirá que los organismos se burocraticen y se pierdan en eleva­das y estériles discusiones.

«La comunión que debemos promover —observa sabiamente el cardenal Ballestrero— no es la comunión del cenáculo, sino la comunión que arranca del ce­náculo y recorre todos los caminos de nuestra socie­dad».

8. «Ser cristianos en nuestro tiempo significa ser artífices de comunión en la Iglesia y en la sociedad» (Juan Pablo II). Es el sentido de la fraternidad el que tiene que ser conservado vivo en la Iglesia y en la so­ciedad; fraternidad que es el elemento humano funda­mental de la novedad cristiana, la meta hacia la cual tienden las aspiraciones de los hombres, las nostalgias de toda existencia y el deseo de toda tolerancia.

Fraternidad que es el deseo mismo de la ternura del Padre por sus hijos.

La misión que aspire a crear más fraternidad tiene que partir de una experiencia de fraternidad. Quien está en misión, quien está destinado a acrecentar la fraternidad en su ambiente, tiene que ser un experto en fraternidad, debe tener una mentalidad fraterna, debe conocer el valor insustituible y el precio de la fraterni­dad. Por eso tiene hoy necesidad la misión de personas abiertas a las aportaciones de todos, personas ecumé­nicas que sepan crear un clima cultural y espiritual-mente favorable a la convergencia de todas las ener­gías hacia la misión. Quien es guía en la comunidad es, ante todo, un hermano que sabe acoger a los herma­nos para orientarlos hacia la gran tarea de la misión; es un constructor de puentes, a fin de que el Evangelio pueda alcanzar todas las riberas.

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En una Iglesia viva y misionera, dócil al Espíritu, los dones, los carismas, las iniciativas, las propuestas son múltiples. En esta Iglesia la misión se transforma en algo coral, sinfónico; se convierte en la pasión de una comunidad y de un pueblo.

Es necesario un clima de acogida fraterna para que todo aquel que ama las cosas de Cristo, la difusión de su Palabra, su Persona, la construcción de su Rei­no, se sienta en su casa. Es necesario acoger y respetar los dones individuales, para autentificarlos antes y en­cauzarlos luego hacia la gran empresa de la misión.

En efecto, la misión representa el esfuerzo más grandioso de la historia, porque es el esfuerzo por sal­var la historia, por salvar al hombre con sus fatigas y sufrimientos, con sus aspiraciones, su soledad y su deseo.

La misión es una tarea tan grande que ningún es­fuerzo tiene que perderse, ninguna energía malgastar­se, ningún talento ser enterrado. Ante los ilimitados horizontes de la misión, es necesario despojar de su dramatismo las tensiones ordinarias, superar las difi­cultades cotidianas, alimentar y promover las fraterni­dades.

Los luminosos horizontes de la misión hacen pali­decer disputas, distingos y contraposiciones; hacen brillar, en cambio, a aquellos que dan lo mejor de sí mismos en cordial comunión con los hermanos y en la filial escucha de los Pastores que el Señor ha puesto como guías para su Iglesia.

9. Como el Señor, en su misión entre nosotros, recorrió todos los caminos de la humildad, el que entra en su misión debe estar abundantemente equipado con esta actitud fundamental. El trabajo por el Evangelio,

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el anuncio de Jesús Salvador, la proclamación de la necesidad de su seguimiento, no son cosas fáciles. Se trata de un trabajo inerme y expuesto. Un trabajo no comprendido por la mentalidad secularista. Se corre el riesgo de pasar por fanáticos, por personas que se inte­resan por algo de escasa importancia o, al menos, por problemas superados.

Uno de los aspectos del ejercicio de la humildad consiste hoy en perseverar en la misión, en asumir un papel poco reconocido y poco gratificante, expuesto a todos los rechazos y a todas las interpretaciones par­ciales, a todas las tergiversaciones.

Este es el motivo por el que personalidades brillan­tes que triunfan en otros sectores de la actividad hu­mana corren el riesgo de naufragar en la misión. Úni­camente el humilde está en condiciones de soportar los pesos de la misión, que es gimnasio de humildad, ejer­cicio continuo de humildad, y que sólo puede conti­nuar cuando está sostenida por la humildad.

Hoy no es necesario ocultarse para «hacerse hu­mildes». Basta con arrojarse en medio de la lucha de nuestro tiempo para sentirse en un desierto, en el cual es absolutamente necesario olvidarse para obrar como pobres siervos que se sienten tales y que como tales son considerados.

El que no va en misión como siervo no resiste. El que busca gratificaciones topará con grandes desilu­siones. Sólo quien acepta desaparecer tras el Evange­lio resiste, da fruto y encuentra su identidad. Que es la de un siervo.

Del siervo del Señor rico en misericordia, que se hizo siervo para salvar.

La humildad del apóstol está alimentada por la conciencia de que la riqueza de la misión divina ha

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sido confiada a la fragilidad de una pobre creatura: he­mos recibido «este tesoro en recipientes de barro» (2 Cor 4,7); ¡la santidad de Dios ha sido confiada a un pecador, la fuerza de Dios a una débil creatura, el todo de Dios a la poquedad humana!

Al servicio de este «tesoro» nos ponemos «con toda humildad». Justamente con esta expresión inicia Pablo su «testamento»: «Sirviendo al Señor con toda humil­dad» {Hech 20,19). Pablo es como Cristo, que está en medio de los suyos «como el que sirve». Por eso consi­dera la humildad como la primera actitud del apóstol, aun cuando él tiene una fuerte conciencia de su misión y de su dignidad de apóstol.

Pero, precisamente por su conciencia de la ex­traordinaria grandeza de su misión, el apóstol se pone al servicio de ésta «con toda humildad» y acepta las humillaciones que de ella provienen.

La misión es inmensamente más grande que noso­tros: sirviéndola es como crecemos; perdiéndonos en ella es como nos reencontramos; arrojándonos en ella es como curamos nuestras heridas.

10. Tal vez el apóstol pueda sentirse invadido por una sensación de indignidad que lo paraliza: ¿có­mo anunciar a los demás aquello que no se logra vivir? ¿No es una mentira? ¿No es, acaso, querer aparecer mejores de lo que somos?

Tales interrogantes, que surgen del sentimiento de la propia miseria y de la propia falta de idoneidad, pueden conducir a un bloqueo de la acción apostólica. Este bloqueo sería la consecuencia más desastrosa, aunque se tratara de una auténtica constatación.

S. Gregorio Magno, que conocía bien a los hom­bres y la misión, nos encamina hacia una solución li-

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beradora: «Es necesario que, al mismo tiempo que nos dolemos de nuestros pecados, cuidemos con celo la vida de quienes nos han sido confiados. La amargura del arrepentimiento no debe distraernos de pensar en el prójimo. ¿De qué serviría amarse a sí mismos olvi­dando a los demás, o amar a los hermanos sin cuidar­nos de nosotros mismos?»

Hay que ser, personalmente, lo más coherentes po­sible con la misión a la que estamos entregados. Esto es cierto. Pero cuando la condición humana nos hace gemir, hiriéndonos con sus debilidades, cuando la cul­pa personal humilla, ello nos empuja al arrepentimien­to, no a la parálisis; a la acción misionera acompaña­da por una acrecentada humildad, no a la desmorali­zación.

«Nuestra predicación —continúa S. Gregorio Mag­no— será tal como debe ser si está confirmada por nuestras obras y si nosotros, plenamente invadidos por el amor de Dios, lavamos con el llanto las man­chas de la vida humana, que no puede transcurrir sin culpas».

Llanto y acción, arrepentimiento y compromiso, conciencia de la condición humana y entrega a la mi­sión divina: no desaliento y parálisis, no desaliento y capitulación.

En efecto, el compromiso por la misión nos hace salir del repliegue sobre nosotros mismos; exige el em­pleo de las mejores energías no en el lamento estéril, sino en la acción constructiva; cura las propias heridas con el aceite que derramamos sobre las heridas ajenas.

El compromiso en la misión será misericordioso cuando el que anuncia ha hecho de la misericordia di­vina una experiencia diaria. El apóstol que siente den­tro de sí la fragilidad de su recipiente de barro, la dis-

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tancia entre lo que es y lo que lleva, está en condicio­nes de llevar la esperanza, que viene de la potencia de Dios, a sus hermanos débiles como él y deseosos de fuerzas nuevas para caminar en la vida.

Si el apóstol ama verdaderamente al Señor, no tie­ne miedo de aceptar su perdón. Consciente de su po­breza, ofrece a los hermanos el don de la misericordia divina, cuyo consuelo y cuya fuerza él mismo conoce perfectamente.

De este modo, a través del corazón pobre y recon­ciliado del apóstol, el Dios rico en misericordia alcan­za también con su paz al corazón atribulado del hom­bre de nuestro tiempo.

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6. Dios, Padre de todo consuelo

1. «Trabajo y fatiga; noches enteras sin dormir; hambre y sed; ayunos constantes; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias. ¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase?» (2 Cor 11, 27-30).

La figura del apóstol está ligada a una constante entrega por el Reino, entrega que se paga con un one­roso tributo personal. La fatiga pertenece al trabajo del apóstol. La lista que aquí hace Pablo podría ser ac­tualizada: disponibilidad hacia todos y a toda hora; capacidad de escucha de los problemas más extraños e insolubles; aceptar ser considerado irrelevante y sim­plemente decorativo; capacidad de soportar el frío de la soledad; valor para continuar aportando iniciativas que recogen un escaso consenso; deteriorarse en em­presas marcadas por otros y en las que, tal vez, no cree uno demasiado; perseverancia en un duro testi­monio que da la impresión de ser muy poco apreciado y hasta escarnecido; afirmar unos valores que para los

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interlocutores tienen todo el sabor de la arqueología; creer en la fuerza del Evangelio mientras se constata diariamente su debilidad ante los tranquilos consumi­dores de bienes y placeres...

La lista podría seguir. Pero la lógica es siempre la de Pablo: fatigas y dolores de todo género, ayer más de orden físico, hoy más de orden moral, acompañan la vida del apóstol. El don del Reino es demasiado grande para ser llevado sin pagar precio alguno. El desgaste del apóstol es el precio que hay que pagar para que el don gratuito del Infinito pueda penetrar la dura corteza del corazón del hombre y habitar en él.

2. El gran apóstol Francisco Javier escribía a su amigo y superior Ignacio: «Aquellos que quieran venir aquí tienen que estar en condiciones de soportar un trabajo muy pesado, puesto que aquí la vida está lejos de ser confortable, a causa del gran calor, de la falta de agua potable en muchos lugares, de la escasez y poca variedad de las comidas. Arroz, pescado, y algu­nas veces un pollo: éste es el menú, sin pan ni vino, ni nada de cuanto abunda en otros lugares. Los volunta­rios tendrán que ser jóvenes, de constitución sana, de­bido a las continuas fatigas: viajes, bautizos, apoyo a los cristianos durante las persecuciones y las agre­siones de los infieles. Dios nuestro Señor concederá además, a aquellos que vengan aquí, la gracia de po­nerse en peligro de muerte. Si quieren perseverar en la caridad, tendrán también esta pena, recordando que han nacido para morir por Cristo nuestro Señor y Redentor».

La historia de la misión está llena de fatigas y de tribulaciones desde su inicio. Pablo anima a los discí­pulos de Listra, Iconio y Antioquía «exhortándoles a

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perseverar en la fe y diciéndoles: 'Es necesario que pa­semos por muchas tribulaciones para entrar en el Rei­no de Dios'» (Hech 14,22).

Son las mismas palabras de Jesús sobre sí mismo: «Era necesario que el Cristo padeciera para entrar en su gloria».

El gozo del que está lleno el libro de los Hechos es el gozo que vence las pruebas, pero que no las eli­mina. Antes bien, a menudo brota de las pruebas, con­sideradas como un momento de amor privilegiado por Cristo.

Lucas tiene una visión menos trágica del mundo que Juan; sin embargo, es siempre una visión dramá­tica: la Resurrección siempre está precedida por la pasión.

«La dificultad del largo viaje —confirma Francisco Javier escribiendo desde Goa—, las responsabilidades y el cuidado de un sinnúmero de enfermedades espiri­tuales, cuando se está haciendo ya un esfuerzo tan grande para soportar las dificultades personales, la es­tadía en un país entregado a la idolatría y abrasado por un sol destructor, todas estas pruebas se transfor­man en consuelo cuando se las soporta por amor de Aquel a quien debemos todo».

3. Es tiempo de recobrar el valor de los mejores momentos de la historia de la misión.

Es tiempo de coraje, tiempo de reforzar las rodillas vacilantes, de retomar el gusto de gastarse, la confian­za en la fuerza que la misión lleva consigo.

Es tiempo de coraje, aunque tener coraje no signi­fique una garantía de superación de los obstáculos. Se nos pide el valor para luchar, no necesariamente para vencer. Al apóstol no se le garantiza ninguna victoria

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en su batalla. Se le asegura la victoria en la guerra es-catológica, definitiva, la única que decide el destino fi­nal de todo.

Es tiempo de coraje para tener confianza en la fuerza victoriosa del amor; coraje para proponer la «absolutez» y la unicidad de Cristo; coraje para resistir a la incredulidad sin volverse arrogante o abandonarse a la credulidad; coraje para buscar nuevos caminos en el anuncio del Reino sin apartarse de la gran tradición, coraje para resistir la fascinación del sectarismo; cora­je para no elegir los fáciles extremismos y para recha­zar las soluciones milagreras; coraje para no dejarse arrollar por la tibieza del grupo; coraje para recono­cerse expuestos a las mismas seducciones del poder, del dinero y de la carne que denunciamos en otros; co­raje para ser cristianos, independientemente de la «suerte» del cristianismo en el momento presente; co­raje para retar al hombre de nuestro tiempo, un hom­bre que tiende a encerrarse en su finitud, resignado a su pequenez y a su destrucción; un hombre de hori­zontes demasiado estrechos, que ya no es capaz de abrirse a la grandeza del misterio; un hombre que co­noce mucho, pero que comprende poco de las realida­des esenciales.

Este hombre tiene que ser retado, sacudido, inte­rrogado por apóstoles que posean la franqueza cristia­na, la «parresía». No se trata únicamente de recoger los desafíos del mundo de hoy, sino también de lanzar desafíos, el desafío del Evangelio; se trata de invertir las preguntas, de remover el pantano. Es el coraje de Pedro en Jerusalén y luego el de Esteban, que afrontan la situación sin temores y con actitud gallarda.

Podemos estar de acuerdo con Guardini cuando afirma que se requiere «un coraje más puro y más

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fuerte que el que se necesita ante las bombas atómicas y la guerra bacteriológica, porque hay que hacer frente al enemigo universal: el caos que asciende en la obra misma del hombre».

Aunque no todo sea caos, existen, sin embargo, te­mibles zonas de sordera ante cada valor y ante cada apertura al misterio de Dios.

Precisamente porque se ama es necesario retar. «El verdadero amigo se encoleriza y ama; el enemigo li­sonjea y odia» (S. Agustín).

También Jesús, amigo de los hombres, el «filántro­po», se armó en algunos momentos de santa ira para despertar los corazones, tan seguros y satisfechos de sí mismos y tan ciegos acerca de su verdadera situación ante Dios.

Cuando el hombre se engaña en esto, se asienta en las tinieblas y se traiciona a sí mismo, porque ésta es, sin duda alguna, la cuestión más importante.

4. Jamás podrá el apóstol aceptar totalmente este mundo ni serle completamente homogéneo.

Una tentación insidiosa y recurrente es la de «con­formarse a este mundo», la de buscar el consenso y el aplauso, gustar a todos, armonizar el anuncio con las expectativas de la gente; es decir, no solamente estar en este mundo, sino ser de este mundo. El apóstol es necesariamente ajeno al «mundo mundano», al mundo cerrado sobre sí mismo.

Y puesto que no sólo no se adecúa, sino que quiere abrir nuevos horizontes, entra en conflicto. De aquí la necesidad de aceptar la lucha con mansedumbre para con el hombre, pero con firmeza para con la verdad. Este es el tema de la «agonía» del cristianismo, agonía

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entendida no como un apagarse, sino como una lucha que es preciso librar.

Una lucha que deja sus marcas, porque el adversa­rio es agresivo, mientras que tú no puedes serlo (tú eres «un cordero en medio de los lobos»).

Quien se ve molestado en su quietud, reacciona a menudo con violencia (mientras que tú eres un «manso»).

Es una lucha con armas desiguales; puede ser una verdadera «agonía», porque el lobo molestado e irrita­do se abalanza sobre el cordero, el violento agrede al inerme.

5. Algunas veces la misión desconcierta y ate­moriza aun al más valiente. Es un desconcierto que prende en ti y te hace ver con claridad tu falta de ido­neidad y el fracaso hacia el que te encaminas. Existe un mundo demasiado seguro de sí mismo para poder sacudirlo, y te das cuenta de que se necesitarían fuer­zas mayores. Se necesitaría una mayor comprensión de los problemas, una mayor claridad en las solu­ciones, un mayor conocimiento del corazón del hom­bre, una mayor iniciación en los mecanismos de la sociedad.

Sería necesario sentir en mayor medida la cercanía a Dios, a su potencia, a su fuerza irresistible para su­perar y derribar obstáculos.

En otros momentos, después de una larga y fatigo­sa tarea, te sorprendes diciéndote a ti mismo: «Es inú­til; lo he intentado todo, pero no hay nada que hacer... Casi todas las iniciativas tienen escaso éxito, mis res­puestas resultan poco convincentes, los jóvenes siguen por su camino, ya no sé qué hacer...»

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Algunas noches, cuando te retiras en tu habitación acompañado por tales pensamientos, te sientes total­mente abrumado. Tu vida te parece desperdiciada, el estar donde estás aparece ante tus ojos como la defen­sa de una trinchera que está a punto de ser inexorable­mente arrollada, junto con las cosas más queridas por las que has dado la vida y en las que crees firmemente.

Luego, si miras a tu alrededor, ves que te rodean esas mismas condiciones de fracaso constante; las ini­ciativas se llevan adelante casi exclusivamente para sentirse vivos, más que por estar convencidos de su eficacia. Entonces aumenta tu tristeza: no es que tú te sientas perdido, sino que te has dado cuenta de que toda la misión resulta poco interesante para las «oveji-tas» de nuestros días.

Es el síndrome del sábado santo. Es el estado de ánimo de los discípulos de Emaús. Y entonces nos sen­timos motivados a decir: «Señor mío, yo no estoy he­cho para estas cosas. Envía a otro».

Pero en aquel momento oscuro, tanto a ti como a Moisés, a los profetas, a María de Nazareth, como a todos los enviados, dice el Señor: «Yo estoy contigo». «No te envío por el mundo para abandonarte, sino para estar presente a través de ti. ¿Cómo podría aban­donarte si necesito de ti? ¿Cómo podría estar presente si faltaras tú? Tengo necesidad de una presencia tuya que sea cada vez más transparente a mi presencia; ne­cesito que tengas más confianza en mí, que des mues­tras de que crees que yo actúo en cada momento, aun en las situaciones más impensadas».

6. Las dificultades y las derrotas en la misión no son incidentes imprevistos, o signos de la debilidad de Dios, o síntomas del ocaso de la influencia de Dios en

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las vicisitudes humanas. En el exilio, el pueblo se sen­tía perdido. Lo había perdido todo y se encontraba a merced de los paganos, poderosos y dueños del mun­do. Ciertamente, el futuro no pertenecía a aquel peque­ño grupo de derrotados, humillados y marginados de la historia. Sin embargo, precisamente en ese momen­to el pueblo estaba descubriendo el verdadero rostro de Dios: «Señor, que somos más pequeños que todas las naciones, que hoy estamos humillados en toda la tierra... ya no hay en esta hora principe, profeta ni caudillo, holocausto, sacrificio, oblación ni incienso ni lugar donde ofrecerte las primicias y hallar gracia a tus ojos» (Dt 3, 37-38). Sin embargo... ¡te tenemos a ti, nuestra roca y nuestro refugio! En la máxima debili­dad ellos descubren la máxima potencia: la incondicio­nal confianza en Dios.

A través de estas vicisitudes, el Señor se construye un pueblo nuevo.

En los momentos de mayor dificultad el Señor pre­para algo nuevo, imprevisible e inimaginable para el deseo humano.

Y lo prepara en el corazón de aquel que le es fiel, de aquel que tiene el valor de buscarlo obstinadamente para bendecirlo y alabarlo «en todo tiempo». Es en ese corazón fiel donde el Señor reinicia una historia nueva, una nueva etapa de su presencia salvífica, tal como hizo con Noé, con Abraham, con los profetas, con María y los santos, con todos sus amigos: cuando todo parece perdido, Dios inicia su reconstrucción me­diante la fidelidad de unos pocos.

En la muerte de Cristo, el mal parece haber alcan­zado su más alto vértice: sin embargo, es ahí donde ha sido definitivamente derrotado. La victoria ha nacido de la fidelidad de Cristo a la voluntad del Padre. A

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través de la fidelidad de Uno, la potencia de Dios entra en el mundo y derrota a la aparente omnipotencia del mal.

Tu fidelidad a Dios, aun en el desierto de la infide­lidad ajena, le permite vencer el mal y proseguir su his­toria de salvación.

Aquí estás, nuevamente solo con tus pensamien­tos: ¿parece que todo falla? Tú contestas como los amigos del Señor: ¡pero si yo tengo al Señor que nun­ca falla...! El es mi roca, mi refugio, mi fortaleza, mi li­beración. ¿Parece que no hubiera futuro? ¡Pero si yo sé que el Señor es el único futuro...! ¿Parece que todos se olvidan del Señor? ¡Pero yo no puedo olvidarle, porque El es la vida! ¿Parece que El sea irrelevante? ¡Pero yo sé que la única realidad importante es El, puesto que todo viene de El y todo se encamina hacia El. El es el salvador y el liberador!

¿Que los hombres parecen sensibles únicamente a las cosas de este mundo? Pero ¿cómo podría yo no ser fiel y no amar a aquel que me ha amado hasta el punto de entregar a su hijo por mí y por mis hermanos?

Es en tu corazón fiel, tenazmente fiel, donde El te recrea y prepara algo nuevo e inesperado para ti, para su pueblo, para este mundo.

Tú eres un siervo, y al siervo se le pide que sea fiel, no que sea un «hacedor de prodigios». Los prodigios los está realizando El desde hace mucho tiempo, y se­guirá realizándolos.

7. Cierta sensación de «inutilidad» acompañará siempre a la misión.

El que puede constatar la utilidad de lo que hace puede ilusionarse fácilmente creyendo que aquello es obra suya y que es posible llevarla a cabo con criterios

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única o prevalentemente humanos. Sin embargo, la misión es obra de Dios, que ha mostrado a Jesús como modelo supremo de apóstol.

Jesús, que en determinado momento se ha «perdi­do», se ha hecho humanamente inútil, ha dejado que lo consideren poco utilizable tanto los poderosos como el pueblo.

La misión requiere que tú alguna vez te sientas inútil, un «siervo inútil», un simple siervo, a fin de que quede claro que el que salva es el Señor. Aunque sea duro el sentirse poco útil, conviene recordar que se tra­ta de un elemento esencial de la misión cristiana: la utilidad que buscamos es don de Dios.

Nuestro compromiso es un supuesto, pero la sal­vación viene únicamente de Dios. Es un don gratuito que nuestras fuerzas no pueden pretender provocar y producir. Nuestro empeño es necesario, pero todo lo demás es don.

La utilidad de la misión procede del mundo de la resurrección: es demasiado desproporcionada para nuestros esfuerzos. Estos serán, en la medida de lo po­sible, los más grandes y los más generosos; es decir, serán la constante y diaria entrega de nosotros mis­mos, hasta de nuestra vida. Sin embargo, la vida, la plenitud de vida, la vida nueva, proviene únicamente del Padre.

Cuando te das cuenta de esto, el consuelo del Se­ñor te alcanza y vives en su paz, porque trabajas en «Su» misión, en la que nada se pierde, nada es inútil.

8. «Considerad como un gran gozo, hermanos míos, el estar rodeados por toda clase de pruebas, sa­biendo que la calidad probada de vuestra fe produce la paciencia en el sufrimiento» (Sant 1,2). Las pruebas de

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la misión son instrumentos de purificación de los após­toles, que de este modo se vuelven «perfectos e ínte­gros» (Sant 1,4).

El primer fruto de la misión es el crecimiento de quien trabaja en ella. El fracaso se convierte en éxito para el obrero que tiene la paz del Señor, que así au­menta su esperanza. El fracaso hace vivir en la «dulce paciencia» que deriva de la certeza de que la obra de Dios se realizará.

Una «fe probada» produce una esperanza cada vez más purificada de los motivos humanos. Ciertas prue­bas de la misión, ciertos fracasos, están como hechos adrede para mejorar la calidad teologal de los obreros del Reino. La misión te mueve y te empuja. La pacien­te esperanza te hace aceptar la lentitud de este mundo, el lento camino de la Palabra, tu propia lentitud.

Dios no necesita mucha gente para cambiar el mundo. Le basta un grupito de personas que tengan una indesmayable confianza en El, que acepten lo mis­terioso de su obrar, porque «es la fe la que vence al mundo», y el amor más grande que le pide a Pedro es una vida teologal a prueba de toda dificultad.

9. Entonces la misión, con sus dificultades, se vuelve para el apóstol un verdadero camino de perfec­ción personal. A menudo las durísimas pruebas a las que está sometido el apóstol se pueden comparar con las «noches» de las que hablan los místicos, noches que preceden a una unión particularmente intensa con el Señor.

Vale al respecto lo que dice S. Juan de la Cruz: «La disposición para la unión con Dios no es la in­tención del alma, ni el placer ni el sentir ni el imaginar a Dios, o cualquier otra cosa, sino la pureza y el amor

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[...]. Porque el amor es trabajar para despojarse y libe­rarse por Dios de todo lo que no es Dios» (Subida II).

En la tarea misionera debemos dejarnos trabajar por las situaciones. Ellas son las que nos «despojan» de nosotros mismos, de los deseos, de la voluntad, de las expectativas demasiado humanas. Y entre las no­ches, la noche más profunda es la del silencio de Dios.

Los místicos han hablado del silencio de Dios, de su propia espera de Dios, de su ardiente deseo de unir­se a El, de su desaliento por no sentirlo, por no perci­birlo, de la desolación de no tener signo alguno de su presencia. Noche profunda, por la ausencia del Ama­do que nos hiela el alma.

Tú también podrías sentir esta ausencia de Dios en tu tarea apostólica.

Ausencia en ese mundo hacia el que te diriges; au­sencia en el corazón de los hombres distraídos por mil problemas verdaderos o fútiles; ausencia y silencio en la cultura dominante. Pero lo más doloroso, lo que es ausencia y silencio cuando tú hablas de El, cuando in­tentas despertar el interés en el corazón de los hom­bres, hacerlo significativo, prestar tu voz y tu vida a sus Palabras... es que El no se haga sentir ni siquiera dentro de ti. Y tú te sientes solo, solo entre dos silen­cios: el de los hombres, que te miran con curiosa des­confianza, y el de Dios, que te envía entre los hombres y luego no se hace sentir.

Es ésta tu noche más oscura y dolorosa, es éste el momento de caminar en la oscuridad pensando en aquellos santos que, únicamente después de haber pa­sado por esa misma noche, han llegado a una com­prensión más profunda y más dulce de la propia mi­sión y del propio camino interior. En esos momentos (¿horas?, ¿meses?, ¿años?, ¿una vida?) se consumen

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tus «noches» de apóstol enviado a amar sin exigir ser amado, a servir sin la pretensión de ser aplaudido, a anunciar el amor del Señor sin esperar ser creído.

Noche es también la pausa forzada, la enfermedad que parece interrumpir tu actividad intensa; la esterili­dad interior que conduce a la pérdida de la inventiva, a un «no saber ya qué hacer»; la situación de torpeza; el declinar de las fuerzas; la vejez...

«Deteneos y sabed que yo soy Dios, excelso entre las gentes, excelso en la tierra».

Es el «detenerse» para dejar lugar a la acción de Dios. Es el aceptar pararse para dejar sitio a la obra de Dios, a su fecundidad.

Es Dios el Señor de la mies, el amo de la misión; es Dios el que puede llevar a buen término todas sus em­presas en el espacio de pocos segundos. Es Dios, que ayer ha solicitado nuestro actuar y hoy nos pide aban­donarnos a El para llevar adelante, como El quiere y siempre con nosotros, su misión en el mundo.

10. Un ejemplo típico de «progreso espiritual en la misión» y de progresiva identificación con la propia misión nos lo ofrece el profeta Jeremías. Al principio, vive la seducción del Señor; luego, las desilusiones y las dificultades imprevistas; por último, la plena identi­ficación con la misión que le ha sido confiada.

Siendo joven, aceptó con entusiasmo la invitación a la misión: «Se presentaban tus palabras y yo las de­voraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón, porque se me llamaba por tu Nombre, Yah-veh, Dios Sebaot» (Jer 15,16). Pero luego sobrevienen las dificultades, las crisis vocacionales, la duda de ha­berse equivocado o de haber sido engañado por Dios: ¿dónde están sus promesas, dónde su fuerza, dónde su

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presencia en la historia? «Yo decía: 'No volveré a re­cordarlo, ni hablaré más en su Nombre' (Jer 20,9). La tentación es fuerte: ¿por qué gastar la vida por un ideal en el que ya casi nadie cree»?

Sin embargo, la vocación, en un verdadero profe­ta, al enfrentarse con las dificultades se renueva, ma­dura y se interioriza: «Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía» (Jer 20,9). La atracción se transforma, de «exterior», en «interior».

Las pruebas han hecho madurar al profeta: desde los ideales juveniles hasta el descubrimiento de que «interiormente» somos poseídos y transportados. Cuando joven, sentía que tenía una tarea. Ahora, des­pués de las pruebas, siente que él mismo es una tarea. El amor de Dios ocupa las raíces del ser, y tú «te vuel­ves misión», te conviertes tú también en amor que sale de sí mismo, no porque quieras «dejar tu marca» ni porque desees imponer tus criterios y tu pensamiento, sino por una íntima y connatural necesidad, porque tu nuevo modo de ser es el de «ser misión».

Cuando nos confrontamos más con Dios que con los hombres, el «fuego ardiente» de nuestra semejanza con El se enciende, y al hombre no le queda sino con­vertirse en misión.

11. La crisis del profeta Jeremías evoca las mu­chas crisis de maduración típicas de no pocos jóvenes y también de los no tan jóvenes.

Si bien es cierto que en la misión se necesita entu­siasmo, porque sin entusiasmo no se pueden tomar las grandes decisiones, también es cierto que la misión re­quiere una conducta diaria mucho más difícil cuando

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el entusiasmo tiene que confrontarse con la banalidad de las cosas de cada día, cuando los grandes ideales parecen ser derrotados en la rutina de lo repetitivo, cuando las grandes intuiciones tienen que conocer la opacidad y las pequeñas miserias del vivir de cada hombre. Este momento de lo cotidiano es el de la prue­ba opaca, luego del arranque lírico de los comienzos y de los tonos sublimes de las horas de las decisiones.

La oscuridad del día tras día, la pequenez de las cosas con las que tenemos que bregar, la insignifican­cia de tantas acciones que componen la misión, consti­tuyen el verdadero bautismo de los intentos y la auten-tificación de la solidez de nuestro sentir.

Alguna vez podemos vernos sobrecogidos por una sensación de gran desaliento al ver la distancia entre las metas siempre grandes (¿pueden existir acaso me­tas más grandes que la misión?) y la pequenez de los medios con los que actuamos diariamente. Nos recuer­da S. Bernardo: «La misión exige más el fatigoso tra­bajo del campesino que el fasto del rey. Porque, si tie­nes que cumplir el trabajo de profeta, necesitarás de la azada y no del cetro» (De Considerationé).

La misión exige el rudo trabajo de la roturación, el creer en la gota que con perseverancia y humildad cae, excava y perfora.

El crecimiento del apóstol ocurre en la medida en que se conjugan las dos dimensiones: la altura de las metas y la humildad de los medios. Y ello sin que la pobreza de los medios banalice las metas y sin que la nobleza de los intentos desdeñe el perseverante y mo­desto trabajo diario.

El apóstol tendría que acudir a menudo a la escue­la de Nazaret, donde las más sublimes realidades son

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serenamente conjugadas con la desconcertante modes­tia de lo cotidiano.

Dios es tan grande que no se revela en una grande­za humana visible a tus ojos, sino tan sólo en aquel que es capaz de estar en su propio lugar; es decir, Dios se hace pequeño en aquel que comprende que única­mente el pequeño es vehículo del Grande, que el último es epifanía del Primero, que lo humilde es irradiación de la Gloria, que el instante escondido y aceptado con amor es encuentro con lo Eterno.

Así, en el dejarse triturar por lo cotidiano, el após­tol se convierte en un conductor hacia aquellas metas que han movido sus primeros pasos en el camino de la misión.

12. «Un día, el beato Francisco, encontrándose en Santa María de los Angeles, llamó a Fray León y le dijo: 'Fray León, escribe'. Este respondió: 'Estoy lis­to'. 'Escribe —dijo— lo que es el verdadero gozo. Llega un mensajero y dice que todos los maestros de París han ingresado a la Orden; escribe: éste no es el verda­dero gozo'».

Hoy se diría: si asistiéramos a la conversión de to­dos los intelectuales y si todos los medios de comuni­cación social se pusieran a disposición del Evangelio, sería una buena noticia. Pero —diría S. Francisco— no es eso todavía el gozo verdadero.

«Así también que han ingresado en la Orden to­dos los prelados de más allá de los Alpes, arzobispos y obispos, y no sólo ellos, sino hasta los reyes de Fran­cia y de Inglaterra; escribe: esto no es el verdadero go­zo».

En nuestros días: si sucediera que la legislación de los Estados se hiciese cristiana, que los poderosos de

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la tierra aceptasen las enseñanzas de la Iglesia, que los sistemas ateos revocasen sus posiciones, sería una buena noticia. Sin embargo, eso no sería aún el verda­dero gozo.

«Pero ¿qué es el verdadero gozo?» «He aquí que, regresando yo de Perugia en medio

de la noche, llego aquí y es un invierno fangoso y tan rígido que en las extremidades de la túnica se forman trozos de hielo que me golpean continuamente las pier­nas hasta hacer sangrar las heridas. Y yo todo en el barro, en el frío y en el hielo, llego a las puertas y, des­pués de haber tocado y llamado muchas veces, sale un fraile y pregunta: '¿Quién eres?' Yo contesto: 'Fray Francisco'. Y él dice: '¡Vete, ésta no es hora de llegar, no entrarás!' Y mientras yo insisto, el otro contesta: 'Vete, tú eres un simple y un idiota, aquí ya no puedes venir; nosotros somos tantos y tales que no tenemos necesidad de ti'. Y yo me quedo ante la puerta y digo: 'Por amor de Dios, acogedme por esta noche'. Y él responde: 'No lo haré. Anda donde los Cruciferos y pide alojamiento allá'».

En nuestros días: si después de haber trabajado por mucho tiempo, sudado, orado y perdido la salud en un lugar o en una actividad, nadie se acuerda de ti; más aún, si las cosas no van como deberían ir y te di­cen que la culpa es tuya, que no has sido capaz de re­novarte, que no has estado a la altura de la situación, que lo has equivocado todo, que tu tiempo ya ha pasa­do, que eres un estorbo... «Pues bien, si yo he sabido ser paciente y no me he turbado, te digo que aquí está el verdadero gozo y aquí está la verdadera virtud y la salvación del alma» (Fuentes Franciscanas n. 278).

He ahí el gozo perfecto, porque, en medio del de­rrumbe de tantas cosas o de todas las cosas, sale a la

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luz para Quién has trabajado, ante Quién has conduci­do tu vida, cuál es el profundo secreto que ha movido tus pasos. Hallas entonces cerca de ti a tu Señor piso­teado por los hombres y exaltado por Dios. He ahí el verdadero gozo. He ahí la verdadera misión.

«He ahí la verdadera virtud y la salvación del al­ma», la tuya y la de tus hermanos.

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7. Dios, cumplimiento de toda espera

1. El tiempo de la misión es el tiempo de lo no cumplido, de lo no terminado, de la constante apertura a nuevas perspectivas, de la necesidad de nuevas solu­ciones, de la inquietud por problemas nuevos, por el apremio de nuevos retos, por comprender el misterio de Dios con mayor profundidad, por nuevas respues­tas de la caridad, por nuevas formas de santidad-

Únicamente al fin de los tiempos nos será dado ver el proyecto cumplido, la conclusión de toda vicisitud. Únicamente al fin de los tiempos nos será dado ver la conclusión de la misión.

Ahora es tiempo de siembra. Entonces será tiempo de cosecha. Querer cosechar antes de tiempo los fru­tos significaría querer ser los «dueños de la mies».

También Jesús sabía que su Reino no llegaría de inmediato en toda su plenitud. Ni siquiera el Espíritu lo haría presente en todo su fulgor. Cada acción reali­zada por la misión es un grano de trigo que se siembra y que manifestará su fecundidad al final de los tiem­pos. Todo es simiente, y sólo simiente, en la misión: la

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historia del antiguo pueblo de Dios, las vicisitudes del nuevo, el trabajo de los apóstoles, las fatigas y las lá­grimas de los apóstoles y de los misioneros de todos los tiempos. Todo es simiente, y sólo simiente. Pero si­miente que germina, que crece, que da fruto y que está destinada a entrar en los graneros eternos.

Aquí se trabaja en la'incertidumbre constante, en la confianza en la fecundidad intrínseca de la buena semilla, en un continuo desconocimiento del verdadero resultado.

Y en un mundo basado en la verificación, esto sig­nifica pagar un alto precio.

En el mundo de la eficiencia, hasta los apóstoles pueden tener la tentación de preguntarse si «vale la pe­na» consumirse, si el esfuerzo produce los resultados deseados.

Por el contrario, en la misión se trabaja echando la semilla con confianza, abandonándola a las ma­nos creadoras del Padre y a la acción poderosa del Espíritu.

Ahora es el tiempo del trabajo serio y «sin angus­tia», comprometido y lleno de esperanza, que deriva del salaer que cada cosa hecha con amor y por amor está destinada a dar frutos duraderos, que se manifes­tarán tan sólo cuando todo concluya.

2. Lo incompleto de la misión la empuja hacia su cumplimiento, de comienzo en comienzo, hasta el ini­cio del día sin ocaso. El final de cada época prepara otra que, a su vez, mediante el poderoso brazo del Se­ñor, es el comienzo de otra modalidad de salvación.

La decadencia de los hombres produjo el dilu­vio, fin de una época de pecado que la misericordia

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transformó en comienzo de una humanidad menos deteriorada.

Luego una nueva decadencia; pero he aquí que el Señor suscita a Abraham: y es el inicio de un nuevo pueblo. Luego la infidelidad, el exilio y el comienzo del gran fenómeno del judaismo. Y así, de comienzo en comienzo, a través de crisis espantosas superadas gra­cias a la todopoderosa ternura del Señor.

Y sobrevino el nuevo pueblo, la apertura a los pa­ganos, y ahora la efectiva «mundialización» de la Igle­sia. No existe situación que el Señor no pueda trans­formar en un nuevo comienzo.

Silenciosa, pero imparablemente, la misión con­tinúa.

Ante el mundo aparece como un camino lleno de fracasos, que va de ilusión en ilusión, de derrota en de­rrota, de quiebra en quiebra. Para el que espera la glo­riosa venida del Salvador, la misión es un camino que va de resurrección en resurrección.

3. El proyecto de la misión, a pesar de toda apa­riencia, no es ilusión, porque en su centro está el acon­tecimiento de la resurrección de Cristo, anticipación del destino de cada hombre y de la historia entera.

Lo que ha acontecido en la resurrección de Cristo acontecerá para cada hombre, y marca para siempre el destino del mundo.

Sobre este tema, la teología contemporánea ha re­flexionado mucho, indicando nuevas perspectivas y abriendo amplios horizontes para la misión.

La misión es vista como un proyecto sólido o, me­jor, como el proyecto más sólido, porque lleva consigo el sentido de la vida del hombre y permite captar el sentido de la historia.

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No puede existir un proyecto más sólido, porque indica un camino seguro, puesto que conoce ya el re­sultado de toda vicisitud.

Proyecto que no se aliena de la historia con el pre­texto de salvarla, sino que lanza en la historia las me­jores energías y las moviliza. Podemos comprometer­nos, podemos consumirnos, porque conocemos ya la conclusión positiva de las vicisitudes humanas. Las energías que se invierten, los sacrificios que se reali­zan, no son arranques inútiles destinados a no dejar huella, pues todo pasa, y el hombre, sus construccio­nes y sus impulsos, son arrollados y anulados por el implacable transcurrir del tiempo. Podemos y debe­mos comprometernos en la historia, en el bien, en las grandes empresas, en el servicio, en la misión, porque vamos hacia la resurrección. No caminamos hacia la catástrofe, sino hacia una conclusión en la que cada semilla echada, cada acto de amor y de entrega, cada fragmento de bien y de altruismo, será fecundo y dará su fruto. Nada se pierde en la resurrección.

La historia de Cristo dice que la historia del mun­do atormentado y complejo, lleno de dolores y de lá­grimas, de injusticias y de horrores, de gozos y de es­peranzas, camina hacia la resurrección.

La presión del mal parece vencer, pero ya está de­rrotada y no prevalecerá. La misión indica este cami­no hacia la luz y precede, corre, apremia y empuja al mundo a no detenerse en sí mismo, «porque la aparien­cia de este mundo pasa». La misión muestra el com­promiso por los demás como el camino más seguro para dirigirse a la meta; presenta constantemente el rostro luminosísimo del Cristo resucitado como el espejo del destino de cada hombre que viene a este mundo.

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La misión es un proyecto sólido, porque, teniendo como objetivo la salvación definitiva del mundo, con­tribuye a mejorarlo desde ahora, desde que moviliza al hombre a luchar por todo cuanto pueda hacer este mundo más humano, desde que muestra la presencia del mismo juez final en el último de los hermanos, des­de que el amor que suscita y difunde no tiene confines ni límites.

La misión está en condiciones de atraer, movilizar y sostener las mejores fuerzas del hombre para hacer más humano nuestro planeta.

¿Puede haber un proyecto más grandioso y con mayor capacidad de arrastre? Proyecto todavía in­cumplido, pero que, sabiendo que habrá de cumplirse, estimula a comprometerse en la historia y siembra es­peranza, abre para el hombre horizontes ilimitados de significado, de laboriosidad, de realizaciones, de soli­daridad.

4. La misión continúa. Y continuará hasta el fin de los tiempos. El pueblo de Dios en misión se fortale­ce interiormente cuando considera que a la misión le ha sido garantizada la continuidad ilimitada en el tiem­po. La misión participa de la indestructibilidad de la Iglesia, porque la Iglesia es misión, existe para la mi­sión, ha sido creada para la misión.

La certeza de que el proceso de comunicación de la fe continúa, porque así lo ha prometido el Señor, da empuje al anuncio cristiano, proporciona la conciencia de pertenecer a una historia que no solamente ha teni­do un gran pasado, sino que tendrá un enorme futuro. El que trabaja en la misión trabaja para una obra a la que ha sido garantizado el futuro más seguro. No ha-

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brá un solo día sin misión. El fin del mundo encontra­rá a la misión operante y activa.

Las dificultades del momento presente se reducen ante la garantía y la promesa del Señor. La misión es una empresa superior a toda valoración humana, de tal modo que no puede dejar de ser afrontada con el ánimo lleno de alabanzas, de agradecimiento, de júbilo.

María de Nazaret es la imagen de quien está en misión: «Engrandece mi alma al Señor... porque ha he­cho en mi favor maravillas».

El hecho de estar comprometidos en este extraor­dinario proyecto llena el corazón de maravilla y de gratitud. Maravilla por haber sido comprometidos, maravilla por los «secretos» a los que se tiene acceso, maravilla ante los prodigios que han sido realizados, los que se están realizando y los que se prometen para el futuro.

Maravilla porque en la misión se descubre con ma­yor profundidad quién es el cristiano.

No se es cristiano para satisfacer las propias nece­sidades religiosas, para encontrarle un sentido a la propia existencia, para dar una orientación a la propia vida. Se es cristiano porque uno ha sido elegido para ser «luz de las gentes», para «anunciar las grandezas de Dios», para decir a los hombres las maravillas que Dios realiza en nosotros, para llevar a los demás el amor con que somos amados, para hacerles gozar de nuestra propia suerte, para amarlos «como a nosotros mismos», para entregarnos a ellos.

Y esto vale para cada cristiano. El hecho extraor­dinario de la misión nos compromete a todos. Tal vez estemos entrando en una época en la que ser cristiano

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será sinónimo de ser misionero, puesto que ya casi no es concebible un cristiano que no esté en misión.

El cristiano, seguidor de Cristo que se ha entrega­do totalmente por los hermanos, ¿cómo puede imagi­narse a sí mismo sino como don? La misión no es úni­camente el anuncio de un don, sino un don que se hace anuncio. Don de sí mismo que expresa antes de la pa­labra toda la fuerza del amor que mueve al que se en­trega. «Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, ¡Santo es su nombre!»

5. Vale la pena detenerse una vez más en este as­pecto. En el comienzo y en el final de todo está el don de Dios. Todo vive y vivirá gracias a este don. La mi­sión es mantener vivo, del modo más elocuente posi­ble, el sentido más íntimo de toda realidad, que es el de ser un don.

En el comienzo es el don de la llamada a la existen­cia, es el don de la fe, es el don de la Iglesia, ¡es el don de la misión...!

En el final es el Reino que viene como don, ¡es la plenitud de vida!

En el medio es el compromiso del hombre como respuesta al don, como anuncio de las maravillas de sus dones, como anticipo del don final.

El Señor te entrega su don: tuya es la tarea de dar testimonio de él, anunciarlo, defenderlo, proponerlo, servirlo, hacerlo amar.

Corresponderá al Señor el don final del Reino. Me­jor aún: el don de Sí mismo.

La historia de la misión es la historia del Dios que tiene la benevolencia de hacer participar a los hombres como actores de su historia. La misión es el don que tú

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haces de ti mismo en medio de los dos dones de Dios que están en el comienzo y en el final de todo.

La misión se relaciona con la totalidad del univer­so, con su existir, con su desarrollo y su consumación. Y tú te encuentras en este horizonte.

Sí, ¡maravillas ha hecho en ti el Señor!

6. Totalidad significa catolicidad. Aquí también es necesario hacer una considera­

ción suplementaria. La misión no está destinada únicamente a los

hombres de todos los tiempos y de todos los lugares, sino que tiene que ver con todos los valores y con to­das las culturas.

«Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcan­zar y transformar con la fuerza del Evangelio los cri­terios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las lineas de pensamiento, las fuentes inspi­radoras y los modelos de vida de la humanidad» (Evangelii Nuntiandi, 19).

Como Pablo, que sentía la obligación de ir a Roma («he de visitar también Roma»: Hech 19,21) para con­quistar el centro cultural del mundo, la misión «debe» confrontarse con el centro del mundo, allá donde se elaboran los modelos de conducta, allá donde se afir­man las ideas en torno a las cuales se construye la ciu­dad del hombre.

Es necesario estar bien preparados y equipados para llegar allá donde la confrontación tiene que ser realizada con armas equivalentes, a menudo sofistica­das en extremo. Precisamente como Pablo, que pasa por un largo aprendizaje, pero que luego parte sin te-

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mor y recorre las calles del mundo hasta Roma, donde encontrará la muerte, pero donde la semilla echada tendrá una irradiación extraordinaria. El que desafía al mundo en sus propios centros puede salir derrotado; pero la Palabra sembrada permanece, y puede produ­cir irradiaciones inimaginables.

Si no se entra «en la cultura», la evangelización será incompleta. La misión necesita el coraje de la ca­tolicidad, que implica preparación paciente, clara vi­sión de los medios de los que dispone nuestro mundo, conciencia de que todos los medios humanos tienen que ser tomados en cuenta, conciencia de la extraordi­naria importancia de las ideas, atención a la extrema complejidad de nuestro mundo. Y todo ello para sem­brar el Evangelio en el corazón mismo de la sociedad, no para competir con ella.

Siempre Pablo: a pesar de que había criticado ás­peramente a la sociedad pagana, predica la lealtad a la autoridad en toda circunstancia. De este modo puede responder tanto a las presiones de tipo zelotico como a la desconfianza de la sociedad romana hacia los cris­tianos. En Pablo no hay ni integrismo ni disolución de la propia identidad.

No existe competencia directa entre Evangelio y sociedad: «Sabéis que los jefes de las naciones las do­minan como señores absolutos y los grandes las opri­men con su poder. No ha de ser así entre vosotros» (Mt 20,25).

La misión es eficaz cuando permite que el pueblo de Dios se integre en la sociedad sin sujetarse a ella y sin tentaciones de dominarla; integración cumplida con el único objetivo de hacer presente a todos los ni­veles el Evangelio del Señor Jesús.

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7. La misión no compite con la sociedad y con sus proyectos, porque es cualitativamente distinta. Ella inaugura directamente no un mundo mejor, sino un mundo nuevo, rejuvenecido por la resurrección de Cristo, el mundo de la eterna juventud, porque es defi­nitivamente poseído por Dios. Donde llega la misión, llega el alba de una nueva creación.

Donde llega la misión, se ofrece la posibilidad de vencer los límites que impiden que el hombre se realice.

Donde llega la misión, el cielo está más cercano, no sólo porque sus puertas han sido abiertas de par en par, sino porque el hombre destinado al cielo lleva un poco de cielo en la tierra. El cielo está abierto pa­ra quien trabaja por llevar un poco de cielo a sus her­manos.

La celeste Jerusalén está siempre ante los ojos de quien está en misión. Tú te fatigas, trabajas, sufres, combates y confias por la construcción de esta ciudad santa de firmes bases. Para su construcción es necesa­rio amar a los hermanos como ciudadanos de aquella única ciudad, suscitar en ellos el deseo de la Patria, presentar signos de su Belleza, compartir con ellos «alegrías y esperanzas, llantos y dolores», caminar con ellos para sembrar la Espera en sus esperas, el Amor en sus amores, la Esperanza en sus esperanzas, la as­piración a la ciudad de bases firmes en la ansiedad por la suerte de sus, quizá, cada vez más frágiles ciudades.

No se reconstruye la celeste Jerusalén fuera de la historia del hombre o contra la historia del hombre, sino dentro de la historia, para volverla a llevar, aun­que con la extrema fatiga de una entrega extrema, a su destino original. La misión hace que la historia del

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hombre vuelva a emprender su camino de regreso a la casa paterna.

8. Hay en cada hombre un «león que duerme»: es su sed de infinito. La misión tiene la tarea de desper­tarlo, de indicarle los caminos transitables, de soste­nerlo en sus primeros pasos inciertos, de enseñarle que todas las cosas de este mundo no son el todo.

Hay tanta hambre y sed de infinito y tanta necesi­dad de maestros de infinito que, si no llegan los após­toles del Dios vivo a hablar de El, llegan los gurús, las «doctas fábulas», las sectas, las supersticiones, los horóscopos, las pseudoreligiones... para orientar hacia otros objetivos este fuerte y terrible deseo del Todo.

¿Qué corazón de hombre hay que no sienta una secreta y estremecedora nostalgia del Infinito?

Pero la cascada de las cosas finitas hace ruido, y el estruendo de los sonidos, las chacharas y los proble­mas de todos los días sofocan y atrofian el corazón humano.

Es necesario que alguien sepa penetrar en la tupida red que lo bloquea y que llegue allá donde el hombre es él mismo y le indique cuáles son los horizontes a los que secretamente aspira, horizontes mucho más am­plios que los que están bloqueados por el «seto» coti­diano: y de inmediato se hará la luz.

¡Te conceda el Todo conocer los caminos que pue­den llevar a tocar el corazón del hombre en sus pro­fundidades, para liberarlo de lo caduco y ayudarlo a emprender los caminos del Todo! Si se te concediera este don, te estarán reservadas las más sorprendentes aventuras, los más espaciosos panoramas que el ojo humano haya visto jamás y que lengua alguna haya jamás expresado.

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Conclusión

1. Las últimas palabras de Jesús, «Id, pues, y ha­ced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y en­señándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20), están en el comienzo de la misión uni­versal de la Iglesia.

Pero están también las palabras que María pro­nuncia en Cana: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).

«Lo que Juan pone en labios de la Madre, Mateo lo presenta como una tarea confiada por Cristo a los apóstoles, es decir, a la Iglesia: María y la Iglesia con­fluyen en la conducción de los hombres a la obedien­cia del Evangelio de Cristo.

María y la Iglesia remiten a la única ley que salva: la Palabra de Jesús» (208 Capítulo general de la orden de los Siervos de María).

2. En la misión es necesario mirar a la Virgen, que «es modelo de aquel amor maternal del que deben estar animados todos aquellos que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan a la regeneración de los hombres» (Lumen Gentium 65).

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3. Como María, el hombre debe poner a Dios en el mundo, darle forma, dejándose moldear por El. Es necesario «manifestar en nuestra persona los rasgos, todavía invisibles, de Aquel que viene». Porque «Dios y el hombre se hacen el uno modelo para el otro: Dios se humaniza para el hombre en su filantropía, en la misma medida en la que el hombre, fortalecido por la caridad, se diviniza en Dios.

El hombre es arrebatado en Dios, según el Espíri­tu, hacia lo desconocido, en la misma medida en la que, con sus virtudes, revela al Dios naturalmente invi­sible» (Máximo el Confesor).

4. Con María y como María, la misión camina por las calles del mundo para dar un rostro humano a Dios, a fin de que El pueda dar un rostro divino al hombre.

«Haz esto y vivirás». Haz esto y amarás en grado sumo a tu prójimo «como a ti mismo».

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