REVISTA AVIGNON ARTE NUMERO 24 - MARZO 2016

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L o simple e imperceptible suele estar tan alejado de nuestra mirada obvia como muy cercano a la sensibilidad que nos aborda; dejando a ésta el lugar de nuevos ojos con que obser- var ese otro mundo escondido tras una literatura grandilocuente de colores extravagantes y formas perecederas. A la razón le cuesta correr la cortina de aquello que fácil impre- siona. Prejuicio existente creado de manera muy lenta, sobre el deber ser. Pero resistido desde adentro gracias a un no saber guía general del camino correcto, el nuestro. No somos la multitud, no somos una masa informe. Somos el individuo que pugna por en- contrar esa pequeña luz, o sombra, o color, o línea aproximándose cada vez más a quien queremos ser. En esa búsqueda de arte, de incertidumbres plásticas, de reglas generalizadas, poco a poco, nos vamos desprendiendo y acercando. De pronto nos descubrimos festejando algo en ese devenir de la obra que nos enorgullece en- trañablemente. Cuán difícil explicar a quien nos mire, el porqué de nuestra felicidad transitoria. Como si alguien nos pudiera ofrecer una descripción acabada de sus sensaciones al probar y disolver sobre su lengua un bocado de exquisito y anhelado chocolate. Aquellos otros ojos cuyos parpados, el intelecto no debe dejar cerrar, es la llave, si se quiere, abriendo no ya una puerta, sino algo mucho mayor, por donde dejar pasar lo que una verdadera obra tiene para dar y transmitir. Una sutileza, un esbozo. En esa quietud de lo aparente esta la vida que conmueve y nos mueve hacia lo verdadero. Digamos, lo verdadero de nuestro ser. Porque, ¿Qué sería lo verdadero en una obra? ¿Existe esa verdad en la pintura de un cuadro? ¿O es apenas una verdad que se representa dentro mío? Dejar jugar a quien soy. El paisaje que fluye sea apenas una repro- ducción de lo externo, más sí, una impresión de lo interno. Devol- ver desde lo recóndito aquello que alguna vez nos quedo grabado a fuego. Ahí en la pintura, en la escultura, en la obra que más nos refleje. Ese espejo interior al que cuesta tanto asomarse. La tentación de agradar a los otros es, en muchos casos, el salva- vidas que nos garantizaría recibimiento, aceptación delo que supo- nemos nuestro. La falsificación de los deseos, expresados a través de una obra que, más temprano que tarde, no nos satisfizará, si somos honestos con nosotros mismos. Ardua tarea la del artista que no se respeta cuando al hacer no se reconoce insatisfecho en ese maldito deber ser. Estará obrando a la distancia no física ni geográfica sino sensible. Habrá que arrojarse al mundo. Arriesgarlo todo sabiendo que, en realidad, no se tiene nada sino a sí mismo y la obra va brotando como un gajo de otra planta, muy lenta, desde nuestras manos que nos van conformando. La falsificacion de los deseos ARTE Avignon un puente hacia otra forma de ver # 24 ENERO 2016 Publicación mensual de distribución gratuita producida por: Taller de Artes Plásticas EL PORTÓN VERDE por Walter Pugliese por Peter Robb El enigma de Caravaggio Haiku de las cuatro estaciones En la noche sin estrellas me guía el corazón. Naturaleza Muerta, 2015. Eleonora Baffigi (pintora). (continúa en la siguiente página) ROMA 1604, Virgen de los peregrinos U na casa volando con nubes, luz de sol, ángeles al- rededor y la Virgen a bordo: no había manera de que Caravaggio pintara eso. Los Cavalletti lo sabían muy bien por la obra del pintor que ya estaba a la vista en tres iglesias cercanas. La represento como una esposa joven y sensual a la puerta de lo que parecía una casa romana muy normal –una bonita puerta, con el marco un poco mal- tratado y un pedazo del estuco de la pared caído, que deja ver los ladrillos-, todavía cargando en brazos al niño dema- siado grande y mirando sin mirar –a diferencia del niño, que tiene los ojos puestos en los humanos-, con una especie de estoica modestia, un trozo de suelo ante la pobre pareja que esta devotamente arrodillada ante el umbral. La pareja pobre –que parece acabar de llamar a la puerta- está for- mada por un hombre descalzo y barbado de alrededor de treinta y cinco años, con pantalones remendados, y una mu- jer bastante más vieja y de aspecto más estropeado, suficien- temente vieja para ser la madre del hombre, ya desdentada y con el cabello envuelto en una pañoleta para protegerse del polvo del camino. Los dos llevan cayados para ayudarse a caminar, que de momento tienen apoyados en sus hom- bros mientras juntan las manos en gesto de devoción, como muestra de que son peregrinos. “MIS DIBUJOS YA NO SON SOLO UNA AYUDA, UN APOYO DE MI ESCULTURA, PUEDEN SEGUIR UN CAMINO INDEPENDIENTE. DIBUJAR ES AUN ESENCIAL PARA MÍ Y (ES) UNA SALIDA PARA IDEAS NO NECESARIAMENTE RELACIONADAS CON LA ESCULTURA”. HENRY MOORE CATÁLOGO DE EXPOSICIÓN EN NUEVA YORK, 1979.

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Lo simple e imperceptible suele estar tan alejado de nuestra mirada obvia como muy cercano a la sensibilidad que nos aborda; dejando a ésta el lugar de nuevos ojos con que obser-

var ese otro mundo escondido tras una literatura grandilocuente de colores extravagantes y formas perecederas.

A la razón le cuesta correr la cortina de aquello que fácil impre-siona. Prejuicio existente creado de manera muy lenta, sobre el deber ser. Pero resistido desde adentro gracias a un no saber guía general del camino correcto, el nuestro. No somos la multitud, no somos una masa informe. Somos el individuo que pugna por en-contrar esa pequeña luz, o sombra, o color, o línea aproximándose cada vez más a quien queremos ser. En esa búsqueda de arte, de incertidumbres plásticas, de reglas generalizadas, poco a poco, nos vamos desprendiendo y acercando. De pronto nos descubrimos festejando algo en ese devenir de la obra que nos enorgullece en-trañablemente. Cuán difícil explicar a quien nos mire, el porqué de nuestra felicidad transitoria. Como si alguien nos pudiera ofrecer una descripción acabada de sus sensaciones al probar y disolver sobre su lengua un bocado de exquisito y anhelado chocolate.

Aquellos otros ojos cuyos parpados, el intelecto no debe dejar cerrar, es la llave, si se quiere, abriendo no ya una puerta, sino algo mucho mayor, por donde dejar pasar lo que una verdadera obra tiene para dar y transmitir.

Una sutileza, un esbozo. En esa quietud de lo aparente esta la vida que conmueve y nos mueve hacia lo verdadero. Digamos, lo verdadero de nuestro ser. Porque, ¿Qué sería lo verdadero en una obra? ¿Existe esa verdad en la pintura de un cuadro? ¿O es apenas una verdad que se representa dentro mío?

Dejar jugar a quien soy. El paisaje que fluye sea apenas una repro-ducción de lo externo, más sí, una impresión de lo interno. Devol-ver desde lo recóndito aquello que alguna vez nos quedo grabado

a fuego. Ahí en la pintura, en la escultura, en la obra que más nos refleje. Ese espejo interior al que cuesta tanto asomarse.

La tentación de agradar a los otros es, en muchos casos, el salva-vidas que nos garantizaría recibimiento, aceptación delo que supo-nemos nuestro. La falsificación de los deseos, expresados a través de una obra que, más temprano que tarde, no nos satisfizará, si somos honestos con nosotros mismos.

Ardua tarea la del artista que no se respeta cuando al hacer no se reconoce insatisfecho en ese maldito deber ser. Estará obrando a la distancia no física ni geográfica sino sensible.

Habrá que arrojarse al mundo. Arriesgarlo todo sabiendo que, en realidad, no se tiene nada sino a sí mismo y la obra va brotando como un gajo de otra planta, muy lenta, desde nuestras manos que nos van conformando.

La falsificacion de los deseos

ARTE

Avignonun puente hacia otra forma de ver

#24ENERO 2016

Publicación mensual de distribución gratuita

producida por: Taller de Artes Plásticas

EL PORTÓN VERDE

por Walter Pugliese

por Peter Robb

El enigma de Caravaggio

Haiku de las cuatro estacionesEn la noche sin estrellas

me guía el corazón.

Naturaleza Muerta, 2015. Eleonora Baffigi (pintora).

(continúa en la siguiente página)

ROMA 1604, Virgen de los peregrinos

Una casa volando con nubes, luz de sol, ángeles al-rededor y la Virgen a bordo: no había manera de que Caravaggio pintara eso. Los Cavalletti lo sabían

muy bien por la obra del pintor que ya estaba a la vista en tres iglesias cercanas. La represento como una esposa joven y sensual a la puerta de lo que parecía una casa romana muy normal –una bonita puerta, con el marco un poco mal-tratado y un pedazo del estuco de la pared caído, que deja ver los ladrillos-, todavía cargando en brazos al niño dema-siado grande y mirando sin mirar –a diferencia del niño, que tiene los ojos puestos en los humanos-, con una especie de estoica modestia, un trozo de suelo ante la pobre pareja que esta devotamente arrodillada ante el umbral. La pareja pobre –que parece acabar de llamar a la puerta- está for-mada por un hombre descalzo y barbado de alrededor de treinta y cinco años, con pantalones remendados, y una mu-jer bastante más vieja y de aspecto más estropeado, suficien-temente vieja para ser la madre del hombre, ya desdentada y con el cabello envuelto en una pañoleta para protegerse del polvo del camino. Los dos llevan cayados para ayudarse a caminar, que de momento tienen apoyados en sus hom-bros mientras juntan las manos en gesto de devoción, como muestra de que son peregrinos.

“MIS DIBUJOS YA NO SON SOLO UNA AYUDA, UN APOYO DE MI ESCULTURA, PUEDEN SEGUIR UN CAMINO INDEPENDIENTE. DIBUJAR ES AUN ESENCIAL PARA MÍ Y (ES) UNA SALIDA PARA IDEAS NO NECESARIAMENTE RELACIONADAS CON LA ESCULTURA”.

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Caravaggio no necesitaba ir a Loreto para estudiar direc-tamente a ese tipo de personas. Cada año llegaban a Roma más de treinta mil –un tercio de la población permanente- y cuatro años antes, para el jubileo del año santo, había llega-do de medio millón, a un millón y cuarto. Para M, los pe-regrinos eran un recuerdo de la infancia, de los campesinos devotos que llegaban a visitar el santuario de la Virgen en Caravaggio. En lugares pequeños como Loreto y Caravaggio la peregrinación era una demostración de fe por el gran es-fuerzo que representa hacer el viaje descalzos. Lo que ahora capto el pintor en los cuerpos de sus modelos –el del hombre acuclillado, tenso e inclinado hacia adelante, y el de la mu-jer casi balanceándose hacia atrás en un reposo de éxtasis, los ojos fijos en el Cristo niño- fue esa intensidad física del sentimiento de devoción. En Roma el peregrino era una figura más compli-cada. Eran las hordas de pobres demasiado visibles que las autoridades roma-nas no sabían cómo tratar e intentaban manejarlas con políticas que oscilaban violentamente entre la ex-pulsión y el encarcelamien-to masivos, entre la simple persecución y una caridad que, para sus “beneficia-rios”, no distaba mucho de la cárcel. Una llaga en la nueva Roma reformada y una creciente amenaza social. En todo el medite-rráneo las condiciones de vida cambiaban, y en la Europa cristiana la figura privilegiada del peregrino empezaba a perderse en-tre las aterradoras masas de pobres desarraigados. En Roma el problema cre-cía peligrosamente. Un re-formador escribía: “como Roma es la capital, y en el fondo, el centro del mundo cristiano, acuden a ella po-bres de todas las naciones, buscando consuelo para sus desventuras. Hay muchos que viene por negocios y cuando se les acaban los recursos se ponen a mendi-gar por necesidad y acaba por gustarles… multitudes infinitas de vagabundos y parásitos… andan entre las casas y las iglesias por toda la ciudad, acercándose a la gente y pidiéndole, casi con violencia, la limosna que después gastan de forma indigna y escandalosa”.

Como los romanos respetables veían con desconfianza y hostilidad, por no decir con odio, a los peregrinos pobres, harapientos, necesitados y aterradoramente “numerosos” de la más baja calaña, su presencia destacada en un cuadro de altar solo podía agravar la incomodidad que ya causaba el tratamiento por completo nuevo de la Madonna de Loreto hecho por Caravaggio. En septiembre de 1604 un avviso de Roma informaba que “el domingo se publico un edicto con-tra los vagos que en gran numero hay en la ciudad. Tiene diez días para encontrar trabajo o irse de aquí. La pena por no hacerlo será un tiempo en galeras”.

[…] En esa Roma, poner a dos de ellos en tamaño natu-ral y vistos de cerca sobre un altar mayor desde el cual “se ofrece la suciedad de sus pies”, era una provocación. Era un asombro de reconocimiento para los propios pobres, que no estaban acostumbrados a verse reflejados en ojos de otros, no digamos como arte. No sorprende que hayan armado un “gran alboroto” cuando, asombrados, acudieron en masa a ver el cuadro.

Y no eran solo los pobres harapientos. La propia madre jo-ven del cuadro de M alimentaba esa sensación, y hay razones para pensar que parte del problema de las buenas conciencias era ella. La Virgen de los peregrinos era una joven ama de casa romana, extraordinariamente hermosa en su reciente ma-

ternidad, con las piernas cruzadas en una postura lánguida mientras se apoya contra el marco de la puer-ta en su arrobamiento ma-ternal, para que la humilde “santa casa” soporte algo del peso del gran niño que tiene en los brazos. Parece que ha salido a oír un chis-me o a aprovechar el sol de la tarde y un poco del mo-vimiento del callejón. Esta descalza, aunque vestida de seda y terciopelo, con una blusa color granada de mangas sueltas y un breve escote, y una falda de seda gris tensa sobre el muslo por la pose de piernas cru-zadas. Parecía marcar un impulso erótico, una volup-tuosidad peculiar de la per-cepción. Sus ropas en ese callejón romano y su atlé-tica postura casi levitando de puntillas que evocaba de lejos la historia de la casa volante, la diferencia su-til, además de su belleza. El soberbio perfil griego –denso cabello oscuro, os-cura la frente proyectada, ojos de parpados pesados, gran nariz recta y boa pe-queña- destaca contra la oscuridad en la luz oblicua del atardecer. Era una Vir-gen carnal y sensual. Era un icono renovado.

La propia Virgen, que provocaba otro asombro de reconoci-miento. Era demasiado especial para que no la identificaran como la cortesana Maddalena Antognetti. Lena vivía en las inmediaciones con su madre y su hermana, que participaban del mismo juego, tal como se jugaba en los escalones más al-tos de la iglesia romana. Maddalena había sido amante, en su apogeo adolescente algunos años antes, primero del “joven y dulce” cardenal Montalto y después de monseñor Melchor Crescenzi, y pertenecía al grupo de muchachas más caras que incluía a Filis Melandroni, Menica Calvi y Tella Brunori.

Poner a Lena como Virgen de los peregrinos fue un gesto arriesgado de Caravaggio. Ella no era precisamente desco-nocida en la ciudad.

Dentro de poco vas a trabar conocimiento con el señor Patience

Escalier, especie de hombre de azada, viejo boyero camargués

actualmente jardinero en un cortijo de la Crau.

Hoy mismo te envió el dibujo que he hecho según esta pintura, así

como el dibujo del retrato del cartero Roulin.

El color de este retrato de aldeano es menos negro que el de los

que comían patatas en Nuenen –aunque el muy civilizado parisién

Portier, así llamado probablemente porque cierra la puerta a los

cuadros, tropiece otra vez-. Con el tiempo tú llegaste a cambiar, pero

veras que él no ha cambiado, y verdaderamente es de lamentar que no

haya en París mas cuadros zuecos. No creo que mi talento disminuya

por ejemplo al Lautrec que tú tienes, y hasta me atrevo a creer que el

Lautrec se volverá por contraste simultaneo aun mas distinguido, y el

mío ganara por la extraña aproximación, porque la cualidad llena de

sol y quemada, curtida, por el pleno sol y el aire libre se manifestara

mejor al lado del polvo de arroz y de los vestidos elegantes. Es una

gran falta que los parisienses no hayan tomado gusto a las cosas

rudas, a los Monticelli, a los polvos de abrótano. En fin, sé que uno

no debe descorazonarse porque la utopía no se realice.

Arlés, agosto 1888

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