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Capítulo 2.
Una definición de interpretación
en VIOLA, Francesco, ZACCARIA, Giuseppe, Derecho e interpretación. Elementos de teoría
hermenéutica del derecho, Ana Cebeira, Aurelio de Prada, Aurelia Richart (trads.), Coordinación de la
traducción y Prólogo de Gregorio Robles Morchón, Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las
Casas, Universidad Carlos III, Dykinson, Madrid, 2007, 452 pp.
Resumen
1. Interpretación e interpretación jurídica -Referencia bibliográfica -2. Comprender, explicar, decidir -
Referencia bibliográfica -3. Algunas características fundamentales de la interpretación jurídica -
Referencias bibliográficas -4. La labor del intérprete del derecho: ¿identificación del derecho existente
o creación de nuevo derecho? -Referencias bibliográficas -5. Carácter central de la interpretación en el
fenómeno jurídico -Referencias bibliográficas -6. Diversos sujetos, diversas interpretaciones -
Referencias bibliográficas -7. Aspectos hermenéuticas comunes en el trabajo de los juristas -Referencia
bibliográfica -8. Diferencia entre el juez y el legislador -Referencia bibliográfica -9. El legislador ayer
y hoy: la intención del legislador -Referencias bibliográficas -10. El juez y el vínculo legislativo -
Referencias bibliográficas -11. La dogmática como «filtro» entre el legislador y el juez -Referencias
bibliográficas -12. Cooperación y conflicto en el derecho -Referencias bibliográficas
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Texto
1. Interpretación e interpretación jurídica
En cualquier momento y en cada acto, desde los más relevantes a los aparentemente más secundarios,
toda nuestra experiencia está caracterizada por la centralidad del fenómeno interpretación, entendida en su
significado más amplio y genérico es decir por operaciones intelectuales de aprendizaje, de crítica [Hirsch] y al
mismo tiempo de selección y juicio, dirigidas a aclarar contenidos expresados en el lenguaje y a atribuir
significados y enunciados lingüísticos. Como hallazgo y atribución de sentido, la interpretación puede concernir
no sólo a enunciados lingüísticos, sino también a entidades y acontecimientos extralingüisticos, tal como son los
comportamientos humanos. Además de a textos, puede referirse a hechos, a actos, a prácticas, a hábitos y
costumbres, de los cuales quiere captar el sentido interno. Estas operaciones, cognoscitivas, además de
representar una actividad intelectual, nos transforman a su vez, implicándonos como personas en
procedimientos dinámicos, y por esto constituyen un compromiso vital.
Ya se asuma una posición filosófica, se explicite una actitud cultural o se adopte una posición política,
cualquiera de las veces en suma en que se manifieste una determinada perspectiva personal de tipo singular, no
será posible sin acceder preliminarmente a un plano de comprensión interpretativa por encima de la singular
toma de posición. En todas las actividades humanas, desde el derecho a la economía, desde el arte a la moral, es
fácil averiguar la obra de la interpretación en cuanto lugar por excelencia intermedio entre las intenciones de los
hombres y los objetivos de sus comportamientos. En este sentido todos los hombres son, al igual que el Hermes
de la Odisea homérica, «transportadores de intenciones» [Mathieu], y por consiguiente, en cuanto autores de
interpretaciones, intermediarios. El hombre nunca es capaz de encontrar las expresiones completamente
adecuadas a sus intenciones, y esta imposibilidad es precisamente lo que en su finitud le constituye. En este
sentido, la especifica actividad interpretativa que se concreta en la comprensión de un texto jurídico o literario o
en la interpretación de una obra de arte, mucho antes de configurarse según específicas modalidades técnicas, se
presenta como una forma general de la existencia humana y del contexto de efectos históricos y de tradiciones
sociales que envuelve al hombre. Por tanto, une al sujeto que comprende y al objeto que hay que comprender en
un encuentro que recíprocamente los transforma y en el cual está en juego el mismo ser del intérprete: acomoda
así, en el ejercicio de la interpretación, las razones de la fidelidad y de la continuidad y el riesgo de la
innovación.
Pero, a fin de hacer nuestro discurso algo más preciso, es necesario ir restringiendo y precisando el
significado amplio y genérico con el que se usa habitualmente el término «interpretación» [Stone, Raz, 1995 y
1996]. La interpretación puede ser definida —aproximada e inicialmente— como la actividad que capta y
atribuye significados a partir de determinados signos. Signos que pueden ser de la más diversa naturaleza:
pueden estar constituidos por textos escritos, por palabras o por discursos pronunciados en determinadas
circunstancias —pertenecerán entonces al ámbito de una actividad discursiva—, pero también pueden estar
representados por comportamientos. De hecho no emitimos signos sólo con nuestras palabras, sino también con
nuestras acciones que dan forma a nuestra existencia individual y social. Toda serie de signos a interpretar
instituye necesariamente una relación con algo que es externo a ella, es un itinerario dinámico que abre un
camino [Eco]. La intención confiere a los signos una direccionalidad, es un mover hacia alguien o algo, a partir
de las condiciones históricas de quien está situado en un conjunto complejo de intenciones que se entrecruzan.
Interpretar un texto significa, entonces, entrar en diálogo con una realidad más amplia, con un contexto en el
que el texto escrito se convierte en algo vivo y real. Adquiere significado en cuanto viene definido en su
identidad. Pero además cuando participamos en una conversación, interpretar determinadas señales o
determinadas palabras significa captar el significado de algo más de lo que simplemente se dice o se hace (un
gesto con la cabeza, un guiño, una reverencia, un suspiro, etc.). Con frecuencia al conversar se pretende
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expresar mucho más de lo que se identifica con el significado literal de las palabras. El significado que es
entendido por el hablante —lo ha subrayado la pragmática lingüística de Grice— es producto de sus
expectativas respecto a lo que el oyente piensa como implicado por su propio discurso conversacional [Grice,
Viola].
Cuando además se trata de interpretar un comportamiento humano, la interpretación viene a actuar
sobre una materia que es todavía más amplia que los enunciados lingüísticos en sentido estricto: una conducta
puede ser interpretada de muchas maneras muy diversas entre sí. Además, un determinado comportamiento
puede parecer significativo aunque su autor no sea consciente de expresar significados a través de él [Eco]. En
todos los casos que hemos recordado nuestra constatación y nuestra atribución de significados, en suma nuestro
interpretar, implican siempre, por la fuerza de las cosas, una alteridad, una relación con los demás, o sea con
sujetos distintos de quien interpreta. La filosofía ontológico-hermenéutica en las formulaciones de Hans-Georg
Gadamer y de Charles Taylor1, ha hablado, de manera sugestiva, a este propósito de una «fusión de horizontes»,
precisamente para subrayar que, si la comprensión es entendida como el insertarse en el meollo de un proceso
de transmisión histórica, mezclando para ello una mediación de significado con la situación del intérprete,
entonces no «consiste en una misteriosa comunión de almas, sino en la participación en un sentido común»
[Gadamer,1983].
Los sujetos que participan de este sentido común pueden —como es evidente— estar físicamente
presentes o estar ausentes en el momento en el que la señal se ha emitido, pero entran de algún modo a formar
parte de un contexto lingüístico común, de un mundo de significados preventivamente compartidos.
Habitualmente los significados (de un texto, de un discurso, de un comportamiento) están estrictamente unidos
a los estados mentales de los destinatarios: la interpretación de un texto está guiada por las expectativas del
lector y por la comparación de pensamiento con las diversas posibilidades que el texto les ofrece, mientras que
la interpretación de una palabra o de un discurso depende de lo que su autor y su destinatario tienen en común.
El significado de un signo procede también de su utilización en un contexto de hablantes; se enraíza en la
práctica de un intercambio lingüístico, aunque no se pueda reducir a tal intercambio.
Ludwig Wittgenstein ha corregido, desde este punto de vista, un posible error que subyacería a una
perspectiva hermenéutica radical, el de la interpretación como reenvío infinito, que consiste en sustituir a un
signo por otros signos. Más que identificarse a una entidad asociada a un signo, el significado se liga a su
utilización en un contexto en el que el hablante se reconozca. La significación de una señal viaria que impone
detenerse cuando se llega al cruce y dar preferencia tanto a la derecha como a la izquierda presupone, como su
condición necesaria, una relación sistemática entre emisor y destinatario que permita que la transmisión de
informaciones —«¡pararos en el stop!»— sea eficaz.
Es precisamente en la interpretación de las expresiones ligüísticas que el hombre produce palabras y
acciones, obras y textos donde se funda la conocida tesis de un único método para todas las ciencias del espíritu
(Geisteswissenschaften), que entre finales del siglo XIX y el inicio de nuestro siglo se ha visto desarrollada en
Alemania por obra de Wilhelm Dilthey2 y después de Max Weber
3, y se ha difundido a continuación por toda
Europa [Riedel]. Existe, en efecto, un profundo ligamen entre las diversas prácticas interpretativas en el
conjunto de las ciencias humanas y sociales (en la historia, en la teología, en la literatura, en el arte, en el
derecho) que también la filosofía hermenéutica en particular, con su representante más destacado, Hans-Georg
Gadamer, ha reconocido más recientemente, al afirmar la universalidad del comprender. La interpretación tiene
naturaleza esencialmente intermediaria y se coloca entre la universalidad del texto (la ley, el principio, la obra,
la acción) y lo concreto de la situación histórica en la cual está ubicado. Si se tiene en cuenta, en efecto, que las
singulares interpretaciones regionales no son fenómenos exclusivamente sectoriales, sino que se reconducen a la
1 Charles TAYLOR (1931). Filosofo canadiense, ha aportado importantes contribuciones especulativas en el ámbito de la filosofía del
lenguaje, de la epistemología y de la filosofía política valorizando en la idea del sujeto agente el tema de la identidad en la profundidad de
significado de sus aspectos culturales y morales. Su obra principal es Sources of the Self (1959). 2 Wilhelm Dilthey (1833-1897). Filósofo historicista del siglo XIX, introduce la distinción entre ciencias espirituales y ciencias naturales,
así como la de ciencias de los sistemas de cultura y ciencias de la organización extrema de la sociedad. La jurisprudencia representa el
puente de tránsito entre estas dos categorías de ciencias. 3 Max WEBER (1864-1920). Gran científico social, trató en la fundamental obra Wirtschaft und Gesellschaft (1922) de comprender el actuar
social y explicarlo causalmente. De particular importancia son sus análisis de los comportamientos humanos referidos a las normas y de las
relaciones entre el derecho y la economía, en la perspectiva de una creciente racionalidad de la teoría y la práctica jurídica occidental.
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naturaleza de la interpretación en general, es más fácil evitar el error de transferir a la interpretación en cuanto
tal características propias de una singular —aunque importante— práctica interpretativa «regional». También en
esta perspectiva es ciertamente útil —como sucede con frecuencia en la teoría contemporánea del derecho—
comparar la interpretación jurídica con otros tipos paradigmáticos de interpretación, como la interpretación
literaria, la artística, la musical o la bíblica, con algunas de las cuales es posible que se tenga una familiaridad
más frecuente de cuanto sucede en el campo jurídico [Taruffo, Zaccaria].
Por otra parte, es innegable que hay que reconocer que el arte, el derecho, la religión hablan lenguajes
diversos y «constituyen mundos» que tienen sus propias reglas de pertinencia y de plausibilidad. A la pluralidad
de mundos le corresponde una pluralidad de tipos de discurso (jurídico, teológico, literario, histórico, artístico
etc.) y de diversos tipos de lenguaje, de cada uno de los cuales es legítimo investigar sus específicos cánones
interpretativos. Cada intérprete se mueve de hecho dentro de un específico espacio «regional», que no obstante
lo coloca en la dimensión más amplia y universal del comprender. Esquematizando al máximo podemos
sintetizar la cuestión a la que nos enfrentamos reduciéndola a estos términos alternativos: ¿es la interpretación
jurídica una simple species del más amplio género interpretación? O por el contrario la interpretación jurídica,
debido a una serie de características específicas —como estar disciplinada por el derecho y referirse a éste— es
una realidad esencialmente diversa de cualquier otra interpretación? En suma, ¿hay que acentuar la diferencia
más bien que la identidad entre la interpretación jurídica y las otras actividades interpretativas? En un caso, con
una operación epistemológicamente reductiva, nos arriesgamos a redimensionar la riqueza propia a ese
particular tipo de lenguaje dotado de un sofisticado aparato conceptual que es el lenguaje jurídico. En el otro
caso, nos arriesgamos por el contrario, a perder contacto con la pertenencia del derecho a contextos de
comprensión más amplios.
Por el momento, no podemos dar respuesta definitiva a este difícil interrogante, lo que trataremos de
hacer más adelante: pero podemos al menos indicar el camino al que trataremos de atenernos. Un camino que al
reafirmar la existencia de estrechos ligámenes entre los diversos tipos de interpretación, no renuncia por ello a
subrayar los aspectos específicos y peculiares que son indudablemente propios de la interpretación jurídica. Es
sólo en esta perspectiva desde la que se puede preservar la especificidad de la interpretación jurídica y su
función de determinar el contenido prescriptivo del derecho sin, por otro lado, perder los contactos con la
amplitud y complejidad de la tarea interpretativa en general.
Referencia bibliográfica
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semiótica genérale, Bompiani, Milano 1988 (8.a ed.); H. G. Gadamer, Verità e Metodo, trad. it. de G.
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Moore, InterpretingInterpretation, en A. Marmor (a cargo de), Law and Interpretation. Essays on Legal
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of Law. Essays on Legal Positivism, Clarendon Press, Oxford, 1996, pp. 249-286; M. Riedel,
Comprendere o spiegare? Teoría e storia delle scienze ermeneutiche, trad. it. de G. di Costanzo, Guida,
Napoli, 1989; M. Stone, Focusing the Law: What Legal Interpretation is Not, enA. Marmor (a cargo
de), Law and interpretation, cit, pp. 31-96; C. Taylor, Multicuturalismo. Lapolitica del riconoscimento,
trad. it., de G. Rigamonti, Anabasi, Milano, 1993; M. Taruffo, Il giudice e lo storico: consideración
metodologiche, en «Revista di diritto processuale», 22, 1967, pp. 43 8-465; E Viola, Intenzione e
discorso giuridico: un confronto tra lapragmatica lingüistica el'ermeneutica, en «Ars inter-pretandi»,
2,1997, pp. 53-73; G. Zaccaria, La comprensionenarrativa nell'interpretazione giuridica, storica,
letteraria, en Id. L'arte dell 'interpretazione, Cedam, Padova, 1990, pp. 121-150.
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2. Comprender, explicar, decidir
Es conveniente recordar que cuando utilizamos el vocablo «interpretación» podemos referirnos a dos
«cosas» diversas que —por el hecho de ser diversas— es oportuno mantener conceptualmente separadas. Sin
embargo, debido al hecho de que están internamente ligadas, es hábito común, no casualmente confirmado por
el uso lingüístico, evitar distinguirlas y considerarlas como una única entidad lingüística.
Por una parte «interpretación» indica la actividad de atribución de significado a un documento, a una
expresión lingüística, a un comportamiento humano: en este sentido, es sinónimo de interpretar, o sea, designa
un acto o una serie de actos a través de los cuales se desarrolla la actividad de interpretación.
Por otra parte, «interpretación» se refiere al resultado de tal actividad, en suma al producto del
interpretar: en el caso especifico de los jueces o de los funcionarios administrativos, o sea, de los sujetos cuya
actividad interpretativa implica efectos relevantes en las situaciones jurídicas de otros sujetos, el fruto de la obra
interpretativa está incluido en un documento jurídico que reformula enunciados legislativos.
Esta duplicidad de interpretación-actividad e interpretación-producto, que debemos a Giovanni Tarello,
encuentra además confirmación en la riqueza terminológica con que en las lenguas modernas distintas al
italiano viene designado comúnmente el fenómeno interpretativo (Auslegung/Interpretation;
explanation/interpretation; explication/interpretation). Tales expresiones designan en efecto una actividad
orientada a explicar, a desplegar, a desarrollar. Pero al mismo tiempo, por efecto del significado translaticio que
los correspondientes términos han ido asumiendo (connotando no sólo una actividad material, sino también un
procedimiento cognoscitivo) también designan el resultado de tal procedimiento, el producto de la prestación
interpretativa.
Somos así conducidos por la riqueza del lenguaje a la raíz de la riqueza del fenómeno interpretativo,
que la distinción entre interpretación-actividad e interpretación-producto oportunamente destaca: a la dicotomía
que figura en toda interpretación entre explicar y comprender. También esta dicotomía, como la recordada antes
entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, es debida a la reflexión de finales del siglo diecinueve, en
particular a Dilthey [Sparti].
El explicar es, según tal reflexión, la actividad característica de las ciencias de la naturaleza, el
comprender a su vez la propia del ámbito del espíritu. El explicar viene referido por consiguiente a los aspectos
objetivos del conocer, el comprender a los aspectos subjetivos. Más aún: el explicar es un procedimiento que se
representa casos particulares como elementos específicos de un fenómeno general, el comprender se interesa
por el «significado» y por el «valor» de los fenómenos.
Si el primero actúa a través de una cadena obligada de causas y efectos, el segundo por el contrario
contempla los modos con los que se accede a los hechos; en una palabra, el explicar es atemporal, el
comprender es histórico.
No es sin embargo difícil reconocer que no es posible explicar sin comprender y que no es posible
comprender sin explicar. De hecho no hay descripción ni explicación de hechos que pueda abstraerse del modo
con que se los mira, y que pueda prescindir de participar en una comunicación intersubjetiva, ya que la
comprensión del lenguaje no es posible fuera de una forma de vida que encarna una serie de reglas y de
prácticas compartidas. Como asimismo, a la inversa, no es posible la orientación en el mundo si se prescinde de
las explicaciones necesarias para recorrer tal orientación. Si toda interpretación de fenómenos individuales
empieza con una hipótesis, que en el desarrollo de la comprensión es convalidada, corregida o rechazada, el
«comprender» es también un proceder según reglas.
Los variados intentos de excluir uno de los dos términos en favor del otro han tenido como inevitable
destino el de esterilizarse en una formulación abstracta y conflictiva. Esto, por ejemplo, ha pasado por un lado
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al reducir, en nombre de un empirismo radical, el comprender en el explicar, operación propia del Círculo de
Viena, y por otro lado en la postura romántica, que en nombre de la subjetividad excluye de la comprensión
todo análisis de tipo objetivo.
En el marco del derecho la dicotomía se ha revelado también inadecuada frente a la dificultad de
colocar los fenómenos jurídicos y las estructuras institucionales de los ordenamientos en uno o en otro de los
dos planos mencionados. El hombre es como es porque pertenece simultáneamente al mundo de la naturaleza y
al mundo del espíritu. Si se tiene en cuenta la naturaleza «mixta» de la acción, siempre constreñida a conectar
en sí misma momentos entrelazados de intencionalidad y de causalidad, se tiene que deducir entonces el
reconocimiento de la relación dialéctica y de la complementariedad entre la dimensión del comprender y la del
explicar [Apel, Von Wright].
Comprender y explicar constituyen polaridades recíprocamente entrelazadas, internas a la
interpretación. Esta es el procedimiento complejo y sutilmente dialéctico que las relaciona y las mantiene unidas
[Ricoeur, l981].
Si ahora nos concentramos en la interpretación tal como es practicada en el ámbito del derecho, lo que
a nuestros fines interesa sobre todo subrayar es que no se utilizará una noción de interpretación jurídica
restringida al plano de la operación intelectual que consiste en un acto de conocimiento de carácter
esencialmente científico —como por el contrario sucede en las tesis de Savigny [Savigny, Tarello, 1980]. Aquí
se hará referencia sobre todo a una noción de interpretación con función normativa, o sea, a un comprender
preordenado a la finalidad de regular la acción: en el caso del derecho se contemplará, por ejemplo, la práctica
concreta y aplicativa sobre todo de jueces y funcionarios administrativos, entendida como actividad que en su
desarrollo típico tiene necesidad de solucionar casos concretos originados por controversias, aplicando normas
genéricas y refiriéndose a textos vinculantes que hay que interpretar. En este tipo de interpretación el
comprender está en función del decidir, está orientado a una toma de posición respecto a reglas que hay que
observar y aplicar, operaciones estas respecto a las cuales es condición previa y necesaria la operación de
interpretar.
La aplicación incluye y presupone como parte suya integrante a la interpretación, que a su vez contiene
en sí misma un aspecto cognitivo y un aspecto re-formulativo y re-productivo [Wittgenstein]. Habrá que
referirse entonces a una idea de interpretación más amplia que la que se refiere a una actividad meramente
cognitiva o recognitiva, porque incluye no sólo aspectos de conocimiento sino también de decisión (y por ello,
de voluntad): y esto ya en la determinación del significado de los enunciados normativos, ya en la aplicación de
normas generales a casos individuales. El fin, esencialmente práctico, es suministrar la máxima, sea para
decidir, sea para actuar. Lo que hay de absolutamente específico en la interpretación jurídica orientada a la
aplicación está efectivamente representado por la necesidad de atribuir un sentido, no en vista de un acto
puramente cognoscitivo, sino de una decisión con eficacia vinculante y coercitivamente ejecutable [Müller,
Christensen]. El momento de la decisión no puede ser suprimido del ámbito de la interpretación específicamente
jurídica, si no se quiere volver a caer en la postura iuspositivista tradicional, para la cual quien aplica el derecho
tiene que limitarse a operaciones de tipo lógico-cognoscitivo. Es cierto que Hans Kelsen se desmarca de tal
perspectiva cuando sostiene la plena libertad del juez y su independencia de criterios metodológicos
jurídicamente vinculantes en el acto de elección entre los diversos significados posibles de una norma general.
En una palabra, la interpretación al cuestionarse cuál sea la «exacta» entre las posibilidades existentes en el
ámbito del derecho a aplicar, no constituiría un problema del conocimiento, sino de la voluntad. Ahora bien, a
diferencia de lo que sostiene Hans Kelsen, la interpretación es también un acto de conocimiento y no sólo de
decisión: muchas de las dificultades que inevitablemente encuentra todo discurso sobre la interpretación jurídica
provienen precisamente de la naturaleza compuesta del acto interpretativo [Guastini]. Si por un lado ningún
proceso interpretativo puede excluir momentos de decisión, por el otro ninguna decisión es, en la interpretación
jurídica, mero decisionismo, sino elección, o más bien sucederse de actos de elección que se van tomando
dentro de un proceso interpretativo. Momentos de decisión y procesos interpretativos se enlazan según
modalidades profundas y sutiles [Catania, Zaccaria 1990 y 1996].
El uso que aquí haremos del término interpretación jurídica —que por el hecho de dirigirse a una
función consistente en concretar liga programáticamente el ámbito normativo con el ámbito fáctico y subraya
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cómo en la interpretación se ponen inevitablemente en correspondencia normas jurídicas y hechos— nos parece
por otro lado coherente con la etimología de interpretación, que en el sánscrito pret [Frosini] o en la preposición
latina inter expresa ciertamente un poner en comunicación elementos de naturaleza diversa, y por tanto hace
referencia a una actividad mediadora. El «entre» es el verdadero lugar de la hermenéutica [Vitiello]. La palabra
«interpretación» señala la existencia de un discurso que se inter-pone, que se pone «en medio» entre el hablante
y el objeto. En efecto, desde el momento en que se inserta entre quien interpreta y la «cosa» que hay que
interpretar el discurso interpretativo al mismo tiempo se pone en comunicación con la «cosa» y viene a
representar la única posible llave de acceso a ella. Si de un lado es innegable que «el discurso que se encuentra
entre» priva —a causa de su interposición— de la posibilidad de ver directamente el objeto, de otro lado es
también cierto que permite acercarse, penetrando en la comprensión hasta alcanzarla. De manera que la «cosa»
a interpretar es así alcanzable exclusivamente pasando a través del discurso interpretativo, pero está más allá del
discurso interpretativo y por eso no se reduce a éste [Mathieu].
Referencia bibliográfica
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Kelsen, La dottrina pura del diritto, trad. it. deM. Losano, Einaudi, Torino 1966 (ed. or. 1960); V
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G. H. von Wright, Spiegazione e comprensione, trad. it.de G. di Bernardo, II Mulino, Bologna, 1977;
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Padova, 1990; G. Zaccaria, Questioni di interpretazione, Cedam, Padova, 1996.
3. Algunas características fundamentales de la interpretación jurídica
De esta caracterización preliminar, y sólo aparentemente obvia, de la interpretación como discurso que
se inserta entre el sujeto interpretante y la «cosa» que hay que interpretar, derivan —para la interpretación
jurídica— algunas consecuencias de gran relieve que nos pueden ayudar a precisar algunos de los rasgos más
significativos de la interpretación misma.
En primer lugar, cuando hablamos de interpretación implicamos necesariamente la posibilidad de más
interpretaciones, de comprender «el objeto» que hay que interpretar de modos diversos [Eco]. Todo «objeto» de
interpretación consiente interpretaciones diversas y la interpretación va precisamente encaminada a hacer
comprensible lo que de ordinario no es «unívoco». No se puede, en efecto, hablar de interpretación sino en
presencia de una cierta dosis de problematicidad, de no obviedad, de duda, que sirve para legitimar el
pluralismo interpretativo, la existencia de una multiplicidad de posibles interpretaciones que entran en
competencia entre sí. Por otro lado, la asonancia que en la lengua italiana presentan expresiones como
hermético y hermenéutico no es del todo casual: en la mitología griega Hermes es ciertamente el enviado de los
dioses —y en cuanto tal, mediador con los hombres— pero también patrono de los ladrones que actúan en las
tinieblas y en la oscuridad [Bigliazzi Geri]. La pluralidad de interpretaciones funciona dentro de un espacio
interpretativo que consiente interpretaciones razonablemente diversas. Esto es particularmente verdadero para
las normas jurídicas que, precisamente por la necesidad de ser aplicadas, deben ser re-formuladas
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continuamente y en definitiva no son jamás claras del todo, por lo cual no hay explicación teórica y preventiva
que esté en situación de satisfacer la exigencia de resolver ex ante toda duda posible respecto a su aplicación. La
tesis, en tiempos bastante difundida, según la cual todo texto normativo admitiría una interpretación y sólo una,
está hoy ampliamente superada a favor de la constatación de que prácticamente no hay controversias que caigan
en el ámbito exclusivo de una norma. La concepción iluminista, con su aspiración a la transparencia perfecta y a
la exhaustividad racionalista de la ley, sostenía que in claris nonfit interpretatio, con las conocidas
consecuencias de una concepción mecánica y silogística de la interpretación. En realidad, si nos preguntamos
cuándo una norma jurídica es clara no podremos por menos que responder que no es imaginable una norma que
no tenga necesidad de interpretación, por el simple motivo de que para comprender y aplicar la norma es
necesario interpretarla previamente. También en los casos llamados «fáciles», cuando parece relativamente
indiscutible la inclusión de un determinado supuesto en el campo de aplicación de una norma, el presupuesto
viene representado siempre por la interpretación y por la decisión relativa al significado más apropiado que hay
que atribuir al texto. Cuando se sostiene que in claris nonfit interpretatio se confunde el punto de llegada con el
punto de partida: lejos de ser una precondicion garantizada, la claridad es el resultado de un procedimiento
intelectual, que es precisamente el procedimiento interpretativo.
Precisamente sobre la consideración de que partiendo de un único enunciado legislativo la actividad de
interpretación puede obtener una pluralidad de normas que sean diversas entre sí y alternativas o incluso
acumulativas, se basa una distinción fundamental ya ampliamente aprendida en la teoría jurídica. Es la que
existe entre disposición y norma, donde por «disposición» se entiende el enunciado que hay que interpretar,
mientras que por «norma» se entiende la disposición ya interpretada, o sea, el contenido de sentido de la
disposición, una vez que ella ha sido interpretada y por tanto reformulada por el intérprete [Guastini 1990,1993
y 1998, en particular pp. 15-20]. «Al inicio» existe el texto jurídico normativo, «al final» existe el enunciado
que hace de guía para la decisión en el caso concreto. El terreno de conexión y de paso «del inicio» «al fin» del
procedimiento está representado por la interpretación, por las diversas posibilidades concurrentes que, en el
proceso hermenéutico, se ponen en confrontación por el intérprete, llamado a transformar la disposición como
parte de un texto todavía por interpretar, en la norma como parte de un texto interpretado. El significado del
texto normativo, en cuanto norma jurídica, viene por tanto producido por los tribunales de justicia y no por el
legislador: en esto está precisamente el aporte creativo propio de la actividad del juez, que reformula los textos
normativos en otros textos. Pero incluso en el modo de entender esta creatividad, en una perspectiva
ampliamente común, son posibles notables diferencias de acento.
En la aproximación analítica y realista de Giovanni Tarello y de Ricardo Guastini se coloca en el
centro del análisis el uso de documentos normativos efectuado por los juristas, operando por consiguiente, en
una perspectiva fundamentalmente escéptica, una completa disolución de la disposición normativa como texto
preconstituido, como quid que ideal y lógicamente precede y condiciona la norma y su interpretación, y
determina su significado. La atribución de significado a los enunciados es fruto de operaciones subjetivas y el
acento se pone en las consecuencias de tales actos creadores de derecho más que sobre el contenido vinculante
de las disposiciones, sobre el resultado más que sobre el punto de partida normativo desde el que se construye la
norma. En último término se suponen tantas formulaciones normativas como intérpretes, mientras se minimiza
el tema de la correspondencia entre las premisas y el producto del procedimiento.
En las teorías hermenéutico-jurídicas el sentido de las disposiciones —que no viene en absoluto
disipado como base de partida de la práctica interpretativa— se completa necesariamente en la «concretización»
de la norma que cada vez efectúa el intérprete. No es posible interpretar ni por tanto reformular enunciados
normativos si se prescinde de una comprensión, aunque sea inicial y aproximativa, del significado que ellos
expresan, de manera que los dos momentos del texto normativo y de la atribución a él de un significado no
preconstituido se encuentran estrechamente conectados por la actividad interpretativa, que se refiere a normas
jurídicas, entendidas como normas válidas. Las teorías hermenéutico-jurídicas revalorizan de esta forma la
praxis interpretativa.
En la doctrina estructuradora del derecho (Strukturierende Rechtslehre) de Friedrich Müller4 (4) se
4 Friedrich MÜLLER (1938), profesor de la Universidad de Heidelberg y relevante estudioso del derecho público, es el autor de la
Strukturiende Rechtslehre (1984), según la cual el jurista construye la norma ya sea a partir de datos textuales ya sea a partir de datos reales,
en el curso del proceso de concretización.
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radicalizan las tesis hermenéuticas, en el fondo rebajando el valor de la conexión entre el texto normativo (o la
disposición) y la norma; se sostiene en efecto que el autor del texto no crea en realidad normas, ya que el texto
no produce de por sí efecto normativo alguno, sino tan sólo «datos de entrada». Desde el momento en que de un
texto escrito, por las características de movilidad y de conflictividad semántica que son propias del lenguaje, no
es posible fijar un centro del sentido y tanto menos un sentido único, la formulación de la regla por parte del
intérprete no puede ser un mero acto de reconocimiento de un significado dado con antelación, sino un acto
auténticamente estructurador. Esto significa que la norma jurídica, entendida como significado del derecho
vigente para el caso, es necesariamente puesta por el juez. Surge, sin embargo, espontáneamente esta
interrogante: ¿por qué el juez habría de aceptar que los «datos de entrada» en los que tomar el punto de partida
están representados por los enunciados normativos proporcionados por una fuente del derecho, y no por
argumentos de diversa naturaleza, por ejemplo, por criterios de justicia preconstituidos respecto a los contenidos
del ordenamiento jurídico? La respuesta de Müller se basa más sobre consideraciones ético-políticas (es la
oportunidad para mantener firme el principio constitucional del Estado de Derecho la razón por la cual quien
aplica el derecho se encuentra vinculado por los límites proporcionados por la letra del texto normativo que se
le ha suministrado) que sobre justificaciones de carácter teórico. Nosotros sabemos, por el contrario, que el
texto —y asimismo el texto jurídico— se connota siempre por la presencia de elementos de insuprimible
creatividad personal y de elementos de objetividad de carácter lingüístico-estructural [Ricoeur].
Naturalmente el pluralismo interpretativo, evocado por la circunstancia de que la interpretación no es
una actividad de tipo mecánico, sino en algún sentido creativa, razón por la cual puede haber más de una buena
interpretación, plantea delicados problemas con respecto a la objetividad de la interpretación, a su desarrollo
como actividad correcta y dotada de coherencia. La pluralidad de interpretaciones suscita de inmediato la
cuestión de la buena interpretación (cfr. infra, cap. III) [Betti 1971 y 1990a].
En segundo lugar, la interpretación es siempre interpretación de algo (preciso). Es siempre algo lo que
hay que interpretar, algo que es diverso y distinto a la actividad interpretativa pero que por ésta puede ser
enriquecido y desarrollado. Después de todo, si la interpretación es interpretación de «algo», este «algo» debe
tener un significado susceptible de ser interpretado. Este «algo» pone también límites a la interpretación misma,
le quita la tentación de creerse omnipotente. Hoy existen tendencias, sobre todo en el campo de la crítica
literaria, pero también en el del derecho (pensemos por ejemplo en las tesis deconstructivistas de Stanley Fish),
que sostienen la plena y absoluta libertad de las interpretaciones. De un libro se dice que cada cual es libre de
dar la interpretación que prefiera. Sin embargo, es evidente —y esto es particularmente relevante en el ámbito
del derecho— que no se puede leer Crimen y Castigo como si fuera un horario de los trenes, ya que la novela de
Dostoievski no nos proporciona información sobre el Intercity Milán—Roma. El texto, por consiguiente,
impone límites a la interpretación: pero límites los imponen también los comportamientos humanos que hay que
interpretar. La interpretación debe enfrentarse a dichos límites [Eco]. No se debe introducir indebida y
subrepticiamente un sentido arbitrario en el texto, sino que es preciso respetarlo en su peculiar modo de ser, en
su coherencia y racionalidad [Betti 1990b]. Si todo es interpretación y sólo interpretación y si todas las
interpretaciones se ponen en el mismo plano y poseen el mismo valor, entonces ninguna interpretación
específica tendrá sentido: el nihilismo señala el fin del sentido y de la riqueza de éste que hay que captar en la
interpretación [D'Agostino].
En tercer lugar, la interpretación no puede prescindir de las intenciones de quien es el autor del texto
que hay que interpretar ni del sujeto interpretante. No es posible comprender un discurso sin entender sus
intenciones [Mathieu]. La intención es el diseño o proyecto contenido en la mente del autor: ella comienza por
la referencia del autor a sí mismo, por su convicción y pretensión de conocimiento individual [Tugendhat]. La
hermenéutica del siglo XIX, entendiendo el comprender como proceso de reconstrucción psicológica por parte
del intérprete de los pensamientos y de las intenciones del autor de un texto, atribuía un relieve crucial a la
intención del autor [Schleiermacher, Dilthey]. El objeto fundamental de la interpretación, el objetivo esencial de
la comprensión interpretativa, está representado —tal hermenéutica sostenía— por la intención del autor. Si la
interpretación es interpretación del significado, y este último es el resultado de las intenciones de los hombres,
la buena interpretación no sería otra cosa que la recuperación de estas intenciones. Pero la intención no puede
ser entendida a tenor de un hecho privado, ya que también la acción intencional da siempre lugar a algo diverso
de lo que era en las intenciones del agente. El acto intencional tiene la propiedad de «tender a», y en este
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sentido implica como correlativos otros actos unidos a aquel [Husserl5] (por ejemplo, en el derecho el acto de
cumplimiento de una obligación se corresponde con los actos dotados de intención directivo-normativa que lo
prescriben). El signo, como nos recuerda Wittgenstein, mientras tomado aisladamente parece muerto, en
realidad vive en el uso, en el fluir de la comunicación lingüística, y por consiguiente en el enlace con otras
señales conectadas con él. No hay significado alguno en el mundo que no sea atribuido por los hombres [Raz
1995]: el significado es siempre significado público, significado comunicado, significado del que se tiene
experiencia común. Para comprender el significado efectivo de un acto lingüístico es preciso, por tanto, conocer
el contexto. Por este motivo también es falsa la posición simétricamente opuesta a la perspectiva
intencionalista, esto es, la perspectiva subjetivista, de cuantos descubren el origen del significado no en el autor
sino en el destinatario. En la experiencia hermenéutica, como han aclarado Heidegger6 y Gadamer, superando la
perspectiva psicologista de Schleiermacher, el significado es siempre intersubjetivo, se produce y se esclarece
dentro de un diálogo interpretativo, para el cual el comprender es siempre primariamente un abrirse y, por tanto,
un relacionarse. Es preciso por eso analizar el acto de la comunicación, cuyos participantes, al compartir un
lenguaje, se colocan en un contexto de significados previamente compartidos. Mediante la comunicación de
significados se realiza y se instaura la cooperación social, una práctica común de discurso y de acción. La
comunicación es particularmente importante para el derecho, el cual tiene entre sus principales objetivos
precisamente el aceptar y promover la comunicación entre sujetos que son entre sí diversos y lejanos. El
derecho mismo es en cierto sentido comunicación [Nelken].
El significado no puede, por consiguiente, manifestarse independientemente por un lado de las
intenciones del hablante y, por otro, de la reacción que pretende suscitar en el oyente, y resulta más bien del
efecto que se induce en los diversos contextos posibles. Una de las características fundamentales de la intención
es su orientación hacia un objetivo. Es cierto, por otro lado, que el significado de lo que el sujeto hace no se
agota en lo que él entiende que significa su hacer y que aunque se dirija hacia su objetivo las intenciones nunca
son capaces de conseguirlo plenamente. La necesidad de recurrir a la interpretación es precisamente el signo de
la finitud de nuestras intenciones, de nuestra exigencia insuprimible de expresar nuestras intenciones (si bien en
una realidad nunca completamente expresable) y de volver continuamente a ellas. En el derecho que, al tener
que ver estructuralmente con el elemento de la autoridad, se puede definir como un sistema normativo
institucionalizado, el criterio de la intención del autor ha sido exaltado en particular por la teoría imperativista.
Configurando la norma jurídica como mandato emitido en determinadas ocasiones por un individuo, le
ordenaría al intérprete sumisión a tal mandato, entendido como expresión de la voluntad del autor.
Ciertamente que pesaban en similar teoría exigencias no despreciables en absoluto y que hoy siguen
siendo sostenibles: tales las orientadas a asegurar la coherencia de la legislación y a ofrecer al intérprete un
punto de referencia preconstituido para su obra aplicativa. El tema de la intención del autor es importante
porque indirectamente nos recuerda que el derecho vale y prolonga su vida independientemente de la
permanencia de la autoridad de los que materialmente lo producen: por consiguiente, en virtud del elemento de
continuidad que representa, incluso desde el punto de vista ético, su característica esencial. No puede haber una
guía eficaz por parte del derecho respecto a los miembros de la sociedad, si los estándares de comportamiento
suministrados para la vida individual y social no son relativamente estables y sólidos [Raz 1995]. Esto exige
que la intención normativa —obsérvese, no la norma, que es otra cosa— quede firme y en cierto sentido
bloqueada para continuar teniendo vigor en el tiempo. Es preciso entonces reconocer que la interpretación
jurídica tiene estructural y típicamente que ver con las decisiones asumidas por la autoridad legitimada; y que la
tarea del razonamiento jurídico es establecer de modo vinculante la aplicación del derecho en cuanto puesto por
la autoridad que ha pretendido expresar y enunciar una directiva para la acción. La interpretación de la intención
de las normas no puede depender de la intencionalidad de los individuos, no puede coincidir con ella, sino por
el contrario depende de lo que el legislador entendía perseguir al imponer la ley. No obstante, esa intención del
legislador penetra en un círculo hermenéutico con la intencionalidad del sujeto que la interpreta.
5 Edmund HUSSERL (1859-1938). Su pensamiento constituye la mayor expresión de la filosofía fenomenológica que, en la tentativa de
captar las estructuras esenciales del conocimiento, ve la intencionalidad como propiedad fundamental de la conciencia. Entre sus obras principales: Logische Untersuchungen (1901). Seguidores de su pensamiento, a partir de Adolf Reinach (1883-1917), han aplicado la
fenomenología husserliana a la filosofía del derecho 6 Martin HEIDEGGER (1889-1976). Entre los mayores filósofos del siglo XX, con su pensamiento ha desarrollado una profunda critica de la tradición metafísica occidental, proporcionando una relevante contribución a la radicalización del preguntar filosófico y constituyendo, con
su original existencialismo, un punto de referencia imprescindible de la filosofía contemporánea. Entre sus obras principales Sein und Zeit
(1927). El pensamiento de Heidegger es muy importante para la continuación de la filosofía práctica en la época contemporánea.
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Ahora bien, el cambio radical en las formas de producción del derecho transforma hoy en ingenua e
inaceptable la originaria formulación imperativista [Austin]. No sólo es problemático atribuir una voluntad
precisa a los sujetos colectivos productores de normas, los Parlamentos, sino que además la legislación es una
función fluida y permanente. Es el mismo concepto de autor del derecho y de los textos jurídicos lo que es en
definitiva repensado profundamente: los juristas son los «escritores de una cadena narrativa ocupada en
componer un poema épico, cuya historia se desarrolla al través de un número interminable de volúmenes que
sólo podrán escribirse por numerosas generaciones» [Dworkin, en particular pp. 215-224]. En otras palabras,
cuando se considera el desarrollo del derecho en el tiempo, o sea, el hecho de que puede mantener su base pero
asimismo enriquecerla y cambiarla continuamente, frente a las variaciones en los distintos periodos, la
comunidad se vuelve el sujeto protagonista de este proceso, comunidad que comparte determinados principios y
que aplica un conjunto de reglas y de materiales jurídicos en los que se reconoce.
En el derecho nos encontramos continuamente frente a actos intencionales de pensamiento: el
legislador, por ejemplo, al presentar las posibles soluciones y al escoger la que considera más apropiada, trabaja
con actos intencionales que casi nunca entran a formar parte de los enunciados normativos. La norma es el
resultado de un proyecto intencional: pretende algo y remite a un sujeto que lo ha querido. En tal caso es
evidente que las intenciones del legislador tienen directamente que ver con los destinatarios de sus
disposiciones: uno de los padres del imperativismo jurídico, John Austin, al definir la ley como un mandato
general y abstracto, explica que el mandato es la expresión de un deseo que debe ser satisfecho por el
destinatario del mandato. Sin embargo, también cuando —superando la antigua visión del derecho como
mandato dado por los sujetos políticamente superiores a los ciudadanos considerados como sujetos
políticamente inferiores— nos imaginamos el derecho como práctica social, no podemos no presuponer por
parte de los sujetos participantes en la práctica la autodefinición consciente e intencional coherente como tal, en
situación de conferir sentido a cuanto le circunda y sucede en torno suyo.
El objetivo de aplicación de normas a un contexto práctico, que implica la necesidad de un
«ajustamiento recíproco» entre dimensiones heterogéneas, como los hechos de la vida y las normas jurídicas
que los disciplinan, es uno de los principales elementos que valen para diferenciar la interpretación jurídica de
otras actuaciones, tales como la ejecución de un fragmento musical, de una ópera, de un ballet, de una obra
teatral o la lectura de una poesía, por no hablar de las interpretaciones que consisten en un juicio de naturaleza
exclusivamente crítico-científica sobre textos u obras artísticas y literarias. Las interpretaciones performativas,
consistentes en una actividad de ejecución (artística, musical o literaria), se diferencian de la interpretación
característica del derecho, que presupone la comprensión, pero, al estar orientada al juicio práctico, exige una
incesante reformulación de normas a la luz de la especificidad de los casos particulares. Desde este último punto
de vista es exacto sostener que la interpretación jurídica, como es practicada por los tribunales de justicia, no
consiste exclusivamente en establecer la intención propia de los autores de las constituciones, de las leyes, de
los precedentes [Raz 1996] con poder para modificar el derecho, siguiendo sin embargo las líneas-guía puestas
por el mismo derecho. Es verdad que la reinterpretación personal de lo que se debe llevar a efecto, en los casos
de interpretación performativa, se incorpora a la ejecución y contribuye creativamente a definir su identidad y
sus características, por las cuales se puede decir por ejemplo que la interpretación decadentista y romántica de
Svjatoslav Richter del concierto n.° 2 de Johannes Brahms es distinta a la interpretación racional y objetiva de
Arturo Benedetti Michelangeli; y es verdad que en el derecho, como en la música, tenemos constantemente que
vernos con actividades hermenéuticas que plantean el problema, relevante y difícil, de la «fidelidad al original».
Por otro lado, precisamente porque a su misma estructura es inherente la circunstancia de que debe ser
típicamente interpretado y aplicado, el derecho se diferencia también de otros ámbitos en los que la
interpretación representa un modo importante del comprender pero en los que no es tan crucial el aspecto
aplicativo. Pensemos, por ejemplo, en el ámbito histórico, para el cual es difícil sostener que el único fin por el
que un determinado evento histórico se realiza es justamente el de ser interpretado [Raz 1995]. Si no
considerásemos la actividad interpretativa-aplicativa como parte integrante e irrenunciable del fenómeno
jurídico, reduciríamos este último a una realidad abstractamente preconstituida y totalmente predefinida
respecto al momento aplicativo [Zaccaria]. El derecho no es en absoluto, a diferencia de cuanto se nos ha hecho
creer por la abundante metodología jurídica de los dos últimos siglos, una realidad ya producida y en cierto
sentido ya perfecta antes de que intervenga el intérprete. Pero a diferencia de otras praxis interpretativas con las
que comparte el aspecto común de la creatividad, el derecho posee características de conformidad a reglas
externas y de legitimidad de la coerción que lo dotan de una consistencia no reducible a singulares criterios
puramente interpretativos.
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4. La labor del intérprete del derecho: ¿identificación del derecho existente o creación de nuevo derecho?
Nos acogemos por consiguiente a una acepción del término interpretación como fenómeno que incluye
el trabajo interpretativo sobre textos jurídicos y que se desarrolla a partir de los mismos textos, manteniendo con
ellos un vínculo constante. Así pues, una noción de interpretación que no niega la preexistencia de textos
normativos al procedimiento del intérprete, y que considera la reformulación aplicativa de las normas jurídicas
como el resultado de tal actividad. La interpretación jurídica no consiste sólo en una actividad de conocimiento
y de reconocimiento, sino también de decisión y de voluntad, debiéndose medir con la exigencia de ofrecer,
dentro del vínculo representado por los textos normativos, la solución al caso concreto. La necesidad de impartir
justicia a las partes contendientes en los casos específicos que se presentan ante los tribunales de justicia
representa una de las motivaciones más relevantes para la potenciación y para la adaptación de la ley a los
cambios que se producen en el contexto social. De ello resulta íntimamente condicionado no sólo el modo en
que se interpreta el derecho, sino que el desarrollo de este último por vía judicial acaba generalmente por asumir
un rol de rutina en el funcionamiento de las instituciones jurídicas contemporáneas. Pero en este plano se viene
así a abrir un problema relevante, el de la distinta intencionalidad entre el momento productivo y el momento
aplicativo de las normas o, para usar la terminología de Luhmann, entre decisiones programadoras y decisiones
programadas [Luhmann 1990a y 1990b; Natoli] (cfr. infra, cap. V).
Cuando hablamos de interpretación en el ámbito de la experiencia jurídica nos referimos tanto a la
interpretación en sentido estricto de normas y materiales jurídicos (como leyes, reglamentos, sentencias, actos
administrativos) cuanto a la concreción aplicativa del derecho, que encierra operaciones de diverso tipo, como
la calificación jurídica de casos concretos y la solución de controversias a través de la formulación de preceptos
individuales [Guastini]. Hay pues variedad de actividades interpretativas y variedad de materiales, textos y actos
jurídicos para interpretar, en cuyo interior permanecen de algún modo como característicos la interpretación de
textos normativos y la adscripción de valor jurídico a comportamientos humanos, es decir, la interpretación de
hechos para incluirlos o no en el ámbito de normas determinadas. Es sabido que poner en correspondencia
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hechos y normas —operación en la que se traduce, en sustancia, la tarea del intérprete del derecho, en virtud de
la problematicidad de una neta distinción entre la quaestio juris y la quaestio facti [Mazzarese 1992 y 1995]—
es un procedimiento bastante más complejo que una simple explicación filológico-semántica de textos
normativos. Implica en efecto el conjunto de modalidades propias del trabajo de concreción y de hallazgo del
derecho, mucho más allá de los métodos de interpretación entendidos en su sentido restringido y tradicional
[Müller].
Algunos teóricos del derecho como Joseph Raz han insistido mucho en distinguir entre identificación
del derecho existente y creación de nuevo derecho [Raz]. Esta distinción no sólo es posible sino también
oportuna, si se tiene en cuenta que la creatividad del intérprete es siempre una creatividad derivada, jamás una
creatividad originaria [Zaccaria, Baratta]. Pero es oportuno no olvidar que no es posible identificar el derecho
sin crear nuevo derecho, al menos en el sentido de que un aspecto de creatividad es intrínsecamente connatural a
la identificación, mejor dicho, al hallazgo del derecho existente. Por tanto, la sutil dialéctica interna entre
conservación e innovación no se juega solamente en el interior de los aspectos, considerados separados y
diversos, de la identificación y del desarrollo evolutivo del derecho. Para identificar-hallar el derecho existente
—operación esta última esencial en el procedimiento de decisión del juez— no se puede prescindir de la
evolución del derecho que viene en cierto sentido impuesto por la inagotable novedad de las circunstancias
históricas de hecho. La tensión dialéctica entre los polos de la conservación y de la innovación, que por otro
lado se encuentra asimismo en toda interpretación artística (del Rey Lear o de Tosca, por ejemplo), es por eso
un elemento estructural de las decisiones judiciales, así como, en un plano más amplio, es propia de todo
fenómeno jurídico y de las sociedades humanas, objeto de combate en su interior entre la actitud conservadora y
la innovadora.
Hermenéutica llega a ser por eso sinónimo de investigación y de individualización del derecho,
entendidos como procesos en los que los sujetos que se encuentran para actuar con normas y con
comportamientos a calificar jurídicamente constituyen parte integrante e irrenunciable de los procesos mismos,
sin por otro lado olvidar que más allá de la hermenéutica «específica», en la que los sujetos-intérpretes se
identifican con órganos institucionalmente encargados de esta función, existe también la hermenéutica menos
técnica y menos específica, pero no menos relevante, que sirve al fin de la efectividad del ordenamiento, de
todos los miembros de la sociedad que con su «respuesta» deciden si «reconocen» las normas y cómo las
«reconocen».
No es posible aclarar el «significado» o el «contenido» de un texto normativo sino determinando su
campo de aplicación con referencia a hechos concretos. Desde el momento que el comprender no es reducible a
un puro conocer, sino que se configura por el contrario como un hacer dependiente del contexto de la acción, y
por tanto del contexto vital de quien comprendiendo actúa, el significado de los textos normativos y la
calificación de los comportamientos vitales están ligados inevitablemente a los modos concretos en que el
lenguaje jurídico y los eventos sociales son entendidos y usados en un contexto preciso. Además de todos los
aspectos «metodológicos» del trabajo del intérprete se ha de tener siempre presente el cuadro institucional,
social y cultural dentro del cual se produce la interpretación, un cuadro en el que la presencia vinculante de un
«derecho positivo» implica consecuencias precisas y efectivas de regulación de la realidad social; esta última
viene cambiada por efecto de las consecuencias jurídicas causadas por la aplicación de la ley: el intérprete se
introduce en el contexto de la acción [Frosini].
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dipositivitá del diritto, en Id. (a cargo de), Diritto positivo epositivitá del diritto, Giappichelli, Torino,
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5. Carácter central de la interpretación en el fenómeno jurídico
La ley y su interpretación no constituyen más que una parte y un aspecto particulares del más amplio
conjunto de actividades y de comportamientos característicos de la experiencia jurídica: cuando exigimos
ejecutar un testamento, somos llamados a testificar o presentamos un recurso administrativo, hemos de seguir
reglas jurídicas precisas; pero al mismo tiempo no podemos por menos que situar nuestros comportamientos en
la secuencia de acciones y reacciones que en la praxis constituyen la experiencia concreta del derecho.
El dilema, no fácilmente resoluble, está en reconocer por un lado que el lenguaje jurídico cumple una
multiplicidad de funciones prácticas; pero por otro lado el de no olvidar que la actividad concreta de los
operadores jurídicos llamados por especialización profesional a emplear las normas y a reconocer, producir y
aplicar el derecho, está regida por reglas específicas y exige en el razonamiento jurídico, es decir, en una serie
de procesos mentales y prácticos, el soporte de criterios y parámetros específicos.
Uno de nuestros intentos es integrar la práctica social «jurídica», propia de una determinada
comunidad —y dotada, a pesar de los incesantes cambios y los continuos desarrollos, de una precisa
identidad—, y las específicas prácticas interpretativas que los juristas, en sus diversos roles institucionales (de
juez, de funcionario administrativo, de científico, de abogado), típicamente desarrollan. Existe una profunda e
interna conexión, una continua comunicación, entre la práctica social, considerada en su conjunto, y algunas de
sus específicas manifestaciones y articulaciones, que pertenecen estructuralmente a la primera y en cuyo común
horizonte se inscriben permanentemente. Las específicas prácticas interpretativas, a algunas de las cuales se les
asignan vínculos bien precisos, se desarrollan gracias a la práctica social global, en un juego inagotable de
continuos reenvíos recíprocos, mientras es claro que esta última no puede prescindir de la obra de sujetos
institucionalizados sin cuya aportación no podría aspirar a una clara identidad, ni dar lugar a aquellos continuos
procesos de adaptación y de desarrollo que la caracterizan. El derecho determina los modos con los que debe ser
formado, desarrollado y modificado, precisando los sujetos autorizados a hacerlo, las formas y los
procedimientos a seguir. Desde este punto de vista las normas sobre la producción del derecho y la actividad
jurisprudencial que a través de los procedimientos interpretativos reformula el sentido de los preceptos
jurídicos, tienen gran importancia. En efecto, ambos contribuyen, aunque de distinto modo, a definir «las reglas
del juego».
Merece la pena repetirlo: en toda actividad humana de tipo cognoscitivo, en cuanto nos empeñemos en
la búsqueda de hallar el significado de algo, el fenómeno de la interpretación juega un rol de importancia
[Stone]. No es ilegítimo en cierto sentido afirmar que, conscientemente o no, representa la precondición de
cualquier praxis y de cualquier juicio individual y social.
La específica práctica interpretativa que tiene lugar en el ámbito jurídico es por consiguiente
plenamente partícipe de esta general característica de relevancia de la interpretación. Más incluso, posee una
relevancia aún mayor en cuanto constituye el presupuesto necesario de toda decisión y de toda aplicación
jurídica: por consiguiente, de actos particularmente delicados por el hecho de estar directamente destinados a
incidir en las relaciones sociales. Al adaptarse a lo «jurídico» y a su específica «naturaleza» el método
interpretativo asume indudablemente connotaciones peculiares, y por eso llega a ser un proceso interpretativo
típico.
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La «tipificación» se revela como un procedimiento racional que no sólo es peculiar del mundo jurídico,
sino que es esencial a él, ya que transforma experiencias concretas de vida en directivas ideales de
comportamiento [Larenz]. Viene así introducido en el contexto social un modelo de razonabilidad y de
adecuación respecto a los elementos empíricos, que se convierte en guía para los ciudadanos para orientarles así
de modo conveniente. Los tipos dan forma, dan la «estampa» (el tupos griego), y por este mismo hecho
consienten una reiteración y una fiel repetición que preservan sin embargo al mismo tiempo la peculiaridad de
cada manifestación de lo real [Beduschi]. La función de la tipicidad en el derecho no es por consiguiente tan
sólo la de condicionar la realidad individual, sino también y sobre todo la de poner en evidencia cómo la
individualidad de esta última se caracteriza como tal respecto a una unidad global. La tipicidad expresa, como
es característico del derecho, un sistema entero de relaciones que va más allá de los elementos singulares; y
hace adquirir al conjunto un relieve que, en cuanto singulares, tales elementos no pueden perfilar.
Los modelos —y pueden funcionar como modelos las normas y los pronunciamientos
jurisdiccionales— tienen la específica característica de expresar situaciones que valen para una pluralidad de
sujetos.
La tarea interpretativa de un gran intérprete de Brahms o de Beethoven indudablemente enriquece el
patrimonio cultural de la humanidad en su conjunto, pero no tiene incidencia directa sobre las relaciones
sociales: lo que por el contrario sí sucede en la interpretación jurídica. Aún más: en la interpretación jurídica la
misma práctica de interpretar (que es a su vez fruto de una práctica interpretativa anterior), se funde e incorpora
a cuanto se interpreta; y el todo que resulta de ello se someterá a continuación a sucesivas interpretaciones,
siempre dotadas de relevantes efectos de naturaleza jurídica. Por eso es muy difícil desconocer que en el
derecho existe algo específicamente interpretativo, y que en el ámbito jurídico el aspecto interpretativo es más
relevante y decisivo que cuanto lo pueda ser en física o en astronomía o en la misma política. Captar la
específica relevancia del momento interpretativo en el ámbito de la globalidad del derecho es por eso
presupuesto indispensable para captar adecuadamente la naturaleza específica de la dimensión jurídica.
Una de las tareas que se propone nuestro trabajo es la de demostrar la necesidad de revisar
radicalmente algunas imágenes de la experiencia jurídica que se han afirmado y estabilizado en el curso de los
últimos siglos, para adecuar a su vez de modo profundo y orgánico la teoría y la filosofía jurídicas a una
configuración hermenéutica del derecho, o sea, a la configuración que introduce firme y estructuralmente en su
interior, en todos los momentos clave de la fenomenología jurídica, la centralidad de la problemática de la
interpretación. El interpretar, la práctica interpretativa, pertenece de modo constitutivo a la «cosa» que
llamamos derecho. Es este tipo de configuración —la configuración hermenéutica— la que parece que más se
adhiere a la práctica real y la que es más operativa en la aplicación jurídica. No se trata sólo de graduar la praxis
de la interpretación jurídica en el modo más próximo a la realidad concreta y en su aparentemente simple
manifestarse en la experiencia común, buscando en definitiva aclarar cómo se presenta hoy la realidad de la
interpretación jurídica.
Estamos también convencidos —y trataremos de probarlo más adelante— que muchos problemas
tradicionales de la filosofía y de la teoría del derecho, desde el de la definición hasta el de los de la validez y de
la justificación, pueden recibir respuestas más eficaces e innovadoras si se las observa dentro del tema de la
interpretación, que no se limita a representar un capítulo «regional» y particular de la filosofía y de la teoría
jurídica, sino que se transforma en una de las claves de acceso privilegiadas para una mejor comprensión de las
formas y de los modos actuales de la experiencia jurídica. El reconocimiento del carácter central de la tarea
interpretativa en un campo específico de la experiencia como el jurídico puede favorecer quizá una reflexión
conjunta en la aproximación a la globalidad de la existencia que ilumine en su interior algunos aspectos
fundamentales de la experiencia práctica que pueden revelar un valor universal más amplio y permanente.
Debemos ahora medirnos con dos teorías extremas de la interpretación que se enfrentan en la actual
discusión teórica sobre la interpretación en el derecho: la del escepticismo interpretativo (para la cual toda
individualización de significado constituye en realidad una creación de significado nuevo) [Guastini], que es
central en algunas concepciones del realismo jurídico; y la opuesta del formalismo interpretativo, según la cual
es siempre posible encontrar la justa y correcta interpretación de todo enunciado jurídico (ésta es, por ejemplo,
la tesis del positivismo jurídico tradicional). Dicho con otras palabras, o se privilegia la interpretación-actividad
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(como en ciertos sectores del realismo jurídico americano) o se privilegia la interpretación-producto [Tarello]
(en este caso sobrevalorando los elementos de conservación).
Las teorías hermenéuticas —y no por amor al eclecticismo— creen en la posibilidad de hallar una
posición intermedia. Por un lado es necesario valorar las prácticas interpretativas de cuantos participan en el
discurso jurídico, pero por otro lado es necesario también delimitar en términos suficientemente precisos el
perímetro de lo jurídico, de tal forma que se reconozca valor vinculante a los documentos normativos que hay
que interpretar y permitir así asignar a las actividades atributivas de significado y de concretización del derecho
su precisa especificidad técnica [Zaccaria].
De tal forma que el significado de las disposiciones jurídicas viene en parte reconocido y en parte
reformulado en la actividad interpretativa singular, que inevitablemente enriquece, en la relación con las
novedades introducidas por hechos concretos (y por consiguiente con el contexto de aplicación), el núcleo de
significado de los enunciados jurídicos. Como subraya la hermenéutica jurídica, toda comprensión no es simple
reproducción, sino producción continua de nuevos significados.
De cualquier modo que sea, el material jurídico objeto de interpretación no puede nunca venir
interpretado al margen de la referencia precisa a una comunidad de hablantes y de usuarios del lenguaje,
influenciada sea por los presupuestos culturales y axiológicos de la sociedad regulada, sea por las características
y por los desarrollos del lenguaje jurídico especializado, es decir, del lenguaje de los juristas profesionales. El
comprender interpretativo tiene lugar dentro de formas precisas de vida, en el marco de la participación común
en una serie de usos aceptados.
Referencias bibliográficas
C. Beduschi, Tipicitá e diritto. Contributo allo studio del racionalismo giuridico, Patrón, Bologna,
1984; R. Guastini, Fragments of a Theory of Legal Source, en «Ratio Juris», 9, 1996, pp. 364-386; K.
Larenz, Fall, Norm, Typus, en W. Ritzel (a cargo de), Festgabefür H. und M. Glockner, Bouvier, Bonn,
1966, pp. 149 y ss.;M. Stone, Focusing (he Law: What Legal Interpretation isNot, en A. Marmor (a
cargo de), Law andInterpretation, Clarendon Press, Oxford, 1995, pp. 31-96; G. Tarello, .Diritto,
enunciati, usi, II Mulino, Bologna, 1974; G. Accaria, L'arte dell'interpretazione, Cedam, Padova, 1990.
6. Diversos sujetos, diversas interpretaciones
En el específico tipo de interpretación jurídica que, con fines aplicativos, es efectuado por sujetos
concretos expresamente autorizados, la práctica efectuada por tales sujetos adquiere —como es evidente— un
relieve decisivo y preeminente incluso si se encuentra continuamente condicionada, en un juego circular de
recíprocas influencias, por otras actividades interpretativas provenientes de sujetos distintos. Estos últimos, por
otro lado, están a veces dotados de mucha menos competencia técnica, (como en el caso de los simples
ciudadanos que de alguna forma, interpretando normas o directamente desaplicándolas influyen en su
significado), y otras veces por el contrario sus actos interpretativos poseen una precisa valía técnica (como en la
hipótesis de la doctrina o de los juristas de profesión); en todo caso fuerzan al intérprete autorizado por el
derecho a enfrentarse a lo que ellos sostienen. Precisamente con referencia al hecho de que las interpretaciones
efectuadas por particulares operadores típicos pueden tener en el derecho, según los casos, una autoridad oficial
o una influencia de hecho, se han distinguido tradicionalmente diversos tipos de interpretación, ejercitados por
una multiplicidad de intérpretes.
Si se habla de interpretación judicial nos referimos a la interpretación efectuada por un órgano
jurisdiccional, mientras que cuando se habla de interpretación doctrinal nos referimos a la interpretación
realizada por juristas en el ejercicio del análisis científico [Guastini, en particular pp. 98 y ss.].
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La interpretación judicial, ligada habitualmente a una decisión, produce efectos jurídicos autoritarios
que en línea de principio en los sistemas codificados se restringen al caso particular resuelto, mientras que en
los sistemas de common law, en homenaje al vínculo de respeto a los precedentes (stare decisis) extienden su
autoridad también a otros casos; en la realidad de la praxis jurídica, sin embargo, esta diferencia radical entre
derecho europeo-continental y derecho angloamericano —como, en el primer caso, derecho deducido de la ley
y, en el segundo, derecho hallado recurriendo a los precedentes— va perdiendo una parte no pequeña de su
relevancia. La tendencia a consolidar la jurisprudencia y sus orientaciones interpretativas y decisionales, que
deriva de la naturaleza profesional e institucionalizada de la magistratura, determina en efecto una «presunción»
de hecho a favor del precedente también en los sistemas codificados. Al interpretar el derecho se suele tomar el
punto de partida los precedentes judiciales y apartarse de ellos sólo en caso de que haya fuertes razones para
hacerlo [Barberis, en particular pp. 254-263, 285-295, 298-305]. Aún no siendo una regla escrita de la práctica
jurídica, el jurista que no la tenga en cuenta se pone inmediatamente fuera de juego. El juez puede ver sus
sentencias sometidas a revisión en el caso de que se haya apartado de precedentes esenciales emitidos por
tribunales de superior jerarquía. El abogado que no los tenga en cuenta, es difícil que pueda tener éxito. El
funcionario público que no los considere podría ser acusado de negligencia culpable [Kriele7, 1976 y 1988].
La interpretación doctrinal, por el contrario, no está jurídicamente legitimada para decidir respecto al
significado de los textos normativos, sino que debe limitarse a presentar propuestas y sugerencias que podrán o
no ser acogidas por los órganos jurisdiccionales, y que no poseen, por tanto, un efecto directo de vínculo
jurídico, aunque sí pueden ejercer una influencia muy relevante sobre la interpretación judicial del derecho. Esta
influencia será tanto más constrictiva cuanto mayor sea la fuerza de convicción ejercida por la argumentación
doctrinal. Es conveniente observar aquí que es en apariencia muy grande la distancia que media entre quien
decide institucionalmente interpretaciones y quien las propone, entre quien «en abstracto» atribuye significados
a los textos normativos y quien por el contrario lo hace «en concreto»; mas el poder de persuasión y de opinión
que tienen los juristas teóricos en el ámbito de la comunidad general, y en la específica dimensión judicial, con
su obra de elaboración doctrinal, podría inducirnos a considerar que se reduce tal distancia. Es cierto que la
ciencia jurídica puede incidir sobre la actividad de producción legislativa de las normas y sobre el ejercicio
interpretativo y aplicativo que precede a los pronunciamientos judiciales. Sin embargo, es necesario subrayar
que existe una diferencia fundamental y estructural en la óptica con la que respectivamente trabajan la
interpretación doctrinal y la judicial. La primera trabaja con un punto de vista esencialmente cognitivo,
mientras que en la segunda el mismo punto de vista cognitivo está condicionado y orientado por el deber que
gravita sobre el juez de ofrecer, a través de la sentencia, una solución razonable al caso concreto que se le ha
planteado. Actividad cognoscitiva e intento de resolución razonable de la controversia no son ámbitos separados
o separables. Desde este punto de vista la interpretación judicial es por excelencia un caso específico del género
que Emilio Betti denomina «interpretación en función normativa», en la que el entender está orientado al
decidir, o sea, a adoptar una posición respecto a los preceptos que hay que observar [Betti, 1971 y 1990, pp. 163
y ss., 180 y ss.]. Se ha de recordar y subrayar a este propósito que también la actividad práctica encaminada a
decidir en una situación particular puede estar vinculada por directivas preconstituidas a tal práctica.
Hay además otro aspecto, consecuencia del diverso rol institucional, que diferencia la interpretación
judicial de la interpretación doctrinal: si el científico del derecho puede renunciar, en caso de insuficiente
claridad de los textos normativos o de «casos difíciles» que ponen en crisis su interpretación, a proporcionar al
juez y al legislador sus propuestas, esto no es posible de ningún modo para el juez, en virtud de la «obligación
de juzgar», que procede del principio de separación de poderes sobre el que se basa la práctica institucional de
los Estados contemporáneos. En todo caso, cualquiera que pueda ser la «dificultad» del caso que haya que
decidir, el juez tiene que suministrar, en relación a la cuestión que se le ha sometido, una regla jurídicamente
vinculante.
Existe también el caso, pero en verdad menos frecuente en la técnica legislativa contemporánea
caracterizada por un notable debilitamiento de la idea de la ley como fruto de la voluntad de individuos
concretos, de identidad entre quien decide y quien propone interpretaciones: es precisamente el caso de la
interpretación auténtica, en la que la interpretación del documento que debe ser interpretado es efectuada por el
7 Martin KRIELE (1931) es un relevante estudioso alemán de derecho público. Sostiene eficazmente en su Theorie der Rechtsgewinnung
(1976) la influencia de hecho de los precedentes al orientar la interpretación y la decisión judicial, lo que sucede también si se tiene en
cuenta la creciente convergencia entre los sistemas codificados y los sistemas de common law.
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mismo autor (en un tiempo posterior). En esta hipótesis el legislador se propone con un nuevo acto normativo
vincular a los órganos de aplicación haciendo una específica referencia al significado que hay que atribuir a un
documento legislativo anterior. Por eso, la interpretación auténtica, más que un acto de interpretación es un acto
de producción de una nueva norma (considérese, por ejemplo, el caso del artículo de un convenio colectivo de
trabajo que, por su manifiesta dificultad práctica para ser cumplido, deba ser aclarado e integrado por las partes
firmantes con una nueva disposición).
También la interpretación oficial, o sea, la interpretación realizada por un órgano del Estado en el
cuadro de sus propias funciones institucionales, puede tener el valor de interpretación auténtica: pero no
necesariamente vincula a los órganos jurisdiccionales, como sucede por ejemplo en el caso de las circulares
administrativas que interpretan leyes precedentes que, si bien gozan de una particular autoridad en el ámbito de
la administración pública, no necesariamente vinculan a los órganos de aplicación.
El derecho es el fruto de la comprensión y de la praxis elaboradas por una comunidad interpretativa
que, compartiendo valores comunes, se dota de instituciones dotadas de autoridad —precisamente para
preservar la continuidad y la identidad de sentido de la praxis jurídica— y de roles funcionalmente diferentes,
que considerados en su conjunto, todos contribuyen a regir y a orientar la práctica interpretativa de los
ciudadanos.
Centrales entre estos roles son sin duda el del juez y el del legislador, a cuya comparación dedicaremos
más adelante una específica atención.
Intentar esclarecer el rol hermenéutico que juega de distinta manera en el complejo de acciones,
decisiones y comportamientos que cada día produce normas, reglas, disposiciones y que en su conjunto
configura la empresa jurídica, no es producto de la mera curiosidad analítica. Por el contrario, tiene un
particular significado filosófico ya que pone en evidencia el aspecto del derecho como acción, como práctica
compleja de sucesivos momentos de interpretación y de actualización; sin por otro lado recaer en la tautología
de lo factual, que no está en situación de añadir nada respecto a una obvia remisión a la experiencia empírica. El
análisis de la articulación interna de las diferentes voluntades jurídicas involucradas, con finalidades prácticas,
en los procesos interpretativos demuestra que ninguno de los actos en los que tales voluntades se traducen
puede decirse definitivo y completo; pero todos muestran la necesidad, cumpliendo diferentes funciones, de
integrarse de modo complementario. Debido a que no puede existir sólo sobre el papel sino que debe ser regla
de vida, el derecho se hace y no puede no hacerse cada día: pero en este su cotidiano regenerarse, esencialmente
dictado y dirigido por la razón práctica, no puede ser comprendido como norma, como decisión, como práctica
administrativa, si no es reconducido por las operaciones hermenéuticas, que se condensan en las prácticas
entrelazadas entre sí de sujetos diversos. El principal problema que surge en este punto es el de entender qué
hay de común, y qué de específico, en las prácticas interpretativas de estos diferentes sujetos que cooperan en
construir la praxis jurídica; sin olvidar jamás que en el derecho existen intérpretes autorizados e intérpretes
genéricos, intérpretes con la tarea específica de producir derecho (como los legisladores), e intérpretes con la
tarea específica de interpretarlo y aplicarlo (como los jueces y los funcionarios administrativos). De esta
distinción ya era consciente la organización jurídico-política de la Roma antigua, cuando reservaba sólo a los
interpretes la específica legitimación de «decir el derecho» [Tarello]. Hoy hemos adquirido una noción de
interpretación mucho más amplia y compleja que la romana, pero es oportuno otorgar una cierta relevancia a la
distinción entre intérpretes autorizados e intérpretes atípicos. En el derecho positivo, el cual constituye un
momento parcial pero decisivo del derecho, van ciertamente comprendidos y considerados como parte
integrante algunos resultados de actividades interpretativas efectuadas sobre documentos normativos que
pretenden autoridad como leyes, decretos, reglamentos [Comanducci]. La labor de los juristas y el aporte
hermenéutico de los miembros de la comunidad, en cuanto productivo de consecuencias jurídicas y sustanciado
en una serie de actos interpretativos, se acoplan como cualquier otra experiencia práctica en un mundo de
relaciones caracterizado por la reciprocidad y la complementariedad. Se deberá por lo tanto distinguir entre las
diferentes actividades interpretativas, graduarlas en su específica función productiva de derecho y esclarecer sus
recíprocas relaciones, sin descuidar nunca que en la labor y en la práctica jurídica hay una estructura común de
la que participan las funciones específicas: en la comprensión jurídica la significación existencial del intérprete
se determina en efecto sobre la base de la participación en un sentido común intersubjetivo, marcado por el
lenguaje de la interacción, de la cooperación y del conflicto [Pastore, Twining, Miers]. El sentido común no
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sólo consiste en participar en la empresa interpretativa, sino también en relacionarse con los valores comunes,
con los principios fundamentales sobre cuya base y en vista de los cuales se interpreta [Zagrebelsky, pp. 163 y
ss., 180 y ss.]. El discurso jurídico, ya sea hablado o escrito, es hermenéutico en cuanto evento lingüístico que
tiene lugar en la temporalidad, pero también en cuanto se abre a una dimensión esencial de nuestro ser en el
mundo [Ricoeur].
Referencias bibliográficas
M. Barberis, Il diritto come discorso e come comportamento, Giappichelli, Torino, 1990; E.
Betti, Interpretazione della legge e degli attigiuridici; segunda edición revisada y ampliada, a
cargo de G. Crifó, Giuffré, Milano, 1971, pp. 189 y ss.; E. Betti, Teoría genérale della
interpretazione, edición corregida y ampliada a cargo de G. Crifó, Giufrré, Milano, 1990; P.
Comanducci, Diritto positivo: due esercizi di dissezione, en G. Zaccaria (a cargo de), Diritto
positivo e positività del diritto, Giapichelli, Torino, 1991, pp. 113-124; R. Guastini, Teoría e
dogmática dellefonti, Giuffré, Milano, 1998; M. Kriele, Theorie der Rechtsgewinnung
entwickelt am Problem der Verfassungsinterpretation, Duncker und Humblot, Berlin, 1976
(2.aed.);M. Kriele, Il precedente nell'ámbito giuridico europeo-continental e anglo-americano,
trad. it. de G. Zaccaria en AA.VV, Lasentenza in Europa, Metodo, tecnica estile, Cedam,
Padova, 1988, pp. 515-528; B. Pastore, Giudizio, prova, ragion pratica. Un approccio
ermeneutico, Giuffré, Milano, 1996, pp. 19-23; P. Ricoeur, Dal testo all'azione. Saggi di
ermeneutica, trad. it. de G. Grampa, Jaca Book, Milano, 1989; G. Tarello, L'interpretazione
della legge, Giuffré, Milano, 1980; W. Twining; D. Miers, Comefar cose con rególe.
Interpretazione e applicazione del diritto, trad. it. de C. Garbarino, Giuffré, Milano, 1990, pp.
231 y ss., 242 y ss.; G. Zagrebelsky, El diritto mite. Leggi diritti giustizia, Einaudi, Torino,
1992.
7. Aspectos hermenéuticas comunes en el trabajo de los juristas
Nuestra tesis es por consiguiente que el componente hermenéutico representa un aspecto estructural de
toda práctica jurídica, por eso precede y forma la base de cada ámbito particular de la actividad del jurista, sea
cuando produce teorías científicas, sea cuando se encuentra empeñado en la práctica jurídica de creación y de
aplicación de material normativo. Hermenéutica no es sólo la inevitable presencia de reglas, metódicas y no
metódicas, requerida por la interpretación de documentos escritos como son los textos jurídicos, y por la
necesidad de calificar jurídicamente situaciones de la vida. Hermenéutico es asimismo el trabajo estrictamente
interpretativo de quien concreta el derecho en un determinado caso jurídico adscribiendo a un texto el
significado que es apropiado a determinada circunstancia de hecho. Pero hermenéutico es también el hilo
conductor constituido por la recepción de interpretaciones consolidadas y la elaboración de conceptos,
principios y nuevos modos interpretativos, y que está oculto, «detrás y abajo», constituyendo un sustrato
epistemológico a menudo sobreentendido pero con frecuencia decisivo para el desarrollo de la doctrina y de la
ciencia jurídica.
Si por una parte existe la necesidad de superar la distancia temporal entre el ayer y el hoy en la
interpretación del derecho, por otro lado se trata de superar la diferencia entre la universalidad de las normas y
la singularidad de los casos específicos, entre la uniformidad de las reglas generales y la individualidad de las
situaciones históricas [Schroth]. Esto confirma que lo hermenéutico es el ponerse «entre», el comprometerse en
el arte de mediación entre elementos de diversa naturaleza; mediación que sólo puede cumplirse en la vida real.
En cuanto une las dimensiones del pasado, del presente y del futuro y se explícita en la dimensión esencial del
poder ser, el comprender jurídico proyecta al hombre de lo que ya ha sido, del pasado, sobre el aspecto
potencial de su ser, sobre la necesidad y la fecundidad de la actualización interpretativa respecto al orden ya
existente de la comunidad jurídica. Hans Georg Gadamer precisamente nos ha enseñado que en el proceso del
comprender existen siempre al menos dos mundos de experiencia: el mundo de la experiencia en el que el texto
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ha sido escrito y el mundo de la experiencia en el que se encuentra el intérprete. El derecho es también este ligar
conjuntamente mundos de experiencia diversos: y también en este sentido el derecho es fundamentalmente
interpretación.
Es muy importante, empero, tener presente que la articulación de los diversos sujetos de la función
productiva de derecho, de los que hemos hablado antes, no responde sólo a exigencias de distinción teórica.
Debemos recordar cómo en las diferentes tradiciones jurídicas, sobre todo la continental y la de common law,
expresan modos cultural e institucionalmente típicos de configurar los principales momentos del derecho (la
legislación, la jurisdicción, la actividad científica del derecho). Mientras en la tradición anglosajona los juristas
son considerados y descritos como protectores y custodios de los principios del derecho y de la justicia, en el
modelo continental la figura del Estado de derecho se liga a la idea de la separación de poderes, considerada
esencial para la salvaguarda de la libertad, que asigna a diferentes sujetos la tarea por un lado de producir leyes
y de derogarlas, y por otro lado la de decidir litigios entre particulares. No es ilegítimo sostener que en el marco
de los ordenamientos jurídicos continentales el problema «interpretación» ha estado relegado durante siglos a
un rol ancilar y secundario, estando dominadas sus líneas fundamentales por un lado por la centralidad de la
figura del legislador y por otro lado por la confianza en la univocidad y la aplicabilidad automática del sentido
propio de los enunciados normativos. A su vez, sin embargo, la idea de la separación de poderes, que liga
indisolublemente el derecho al Estado, es entendida de diferentes formas en el contexto alemán y en el francés:
el primero está más ligado a la aportación de la doctrina y del estamento de los juristas entendidos como
representantes «técnicos» del pueblo, según la enseñanza de la Escuela histórica del derecho; el segundo, por el
contrario, está más próximo —en la óptica iusnaturalista e iluminista del primado de la ley— a las funciones
soberanas de las asambleas legislativas. En el siglo XVIII alcanza su período álgido pero al mismo tiempo
comienza irremediablemente a consumarse una idea básica que recorre la larga historia del pensamiento jurídico
occidental: la de definir la ley en términos en los que es central el aspecto imperativo del mandato. Esta idea,
que atribuía preeminencia a la voluntad de legislador, como exclusivo fundamento de la validez de la ley,
introduciendo un corte radical entre teoría y praxis hermenéutica, colocaba en segundo plano la realidad de los
procedimientos jurídicos a través de los que ha de aplicarse la ley. En el curso del siglo XX, sin embargo, en
virtud de la creciente influencia de la cultura jurídica anglosajona, el derecho autoritativo —basta pensar en el
derecho del trabajo— deja cada vez más espacio a la proliferación de acuerdos en la reglamentación de las
relaciones jurídicas, y cada vez se da mayor relieve, tanto en el derecho penal como en el derecho público del
medio ambiente o como en el derecho arrendando, a procedimientos de conciliación y consenso, que
redimensionan la función del derecho necesario [Seelmann] y el rol de la reglamentación estatal.
Referencia bibliográfica
H. G. Gadamer, Vertía e método, trad. it. de G. Vattimo, Bompiani, Milano, 1995 (10.aed.);U. Schroth,
Philosophische Hermeneutik und interpretations methodische Fragestellungen, en W Hassemer (a
cargo de),Dimensionen der Hermeneutik. Arthur Kaufmann zum 60. Geburtstag, Decker und Müller,
Heidelberg; 1984, pp. 77-89; K. Seelmann, Societá civile e trasformazioni del diritto, en «Ragion
pratica»,3, 1996, n. 5, pp. 223-232.
8. Diferencia entre el juez y el legislador
Para aclarar algunos aspectos específicos que caracterizan a las diferentes actividades de los
operadores jurídicos hay que subrayar sobre todo que dicha especificidad no excluye en absoluto que existan
estrechas relaciones de interacción y de recíproca influencia a las que se remite continuamente; relaciones que,
como veremos, responden ya a exigencias de carácter funcional inmediato, ya a la naturaleza más profunda del
derecho.
Un primer aspecto evidente de diferenciación entre juez y legislador consiste en la obligación que tiene
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el juez de justificar su decisión: por lo general el juez no puede substraerse a la carga de motivar la decisión, así
como tampoco puede sustraerse a la de motivar la elección de las premisas que use para justificar dicha decisión
[Guastini]. Una obligación que el legislador, al menos en su forma jurídica, no tiene. Cuando establece que los
ciudadanos que sean propietarios de vados permanentes deben pagar el impuesto relativo a la ocupación de
suelo público, los argumentos del legislador serán tan sólo de naturaleza política o económica.
Cuando la interpretación jurídica o la deliberación política de un legislador se encuentran desprovistas
de todo tipo de razón o de argumento, se fundamentan en la mera autoridad.
Esto no quita para que ambos sujetos, el legislador y el juez, deban respetar obligatoriamente en sus
deliberaciones determinados procedimientos previstos. Además, ambos analizan casos reales y
comportamientos de la vida de modo que se conviertan en tipos ejemplares [Weinberger]; pero también en esto
va se manifiesta una relevante diferencia: si el juez tiene la obligación institucional de proporcionar una
respuesta, y sólo una, a toda cuestión jurídica sometida a su juicio, el legislador puede evidentemente ofrecer —
lo que puede constituir una señal de su destreza— respuestas plurales y diferenciadas a un único problema
político-social, especialmente si éste es particularmente complejo.
Ahora bien, mientras una conclusión jurídica judicial, si está en contraposición a las reglas lógicas
consiguientes a las premisas, puede ser declarada inaceptable, aun en el caso que obtenga el consenso
democrático, una conclusión legislativa que haya obtenido tal consenso mediante las vías de aprobación
parlamentaria puede seguir vigente incluso si es contraria a contenidos prioritarios del ordenamiento jurídico (es
éste por ejemplo el caso de una disposición inconstitucional, al menos hasta que no le venga declarada, con
sentencia expresa, la inconstitucionalidad) [Guastini].
Si es verdad que la necesaria infraestructura de todo ordenamiento jurídico positivo está representada
por el tejido ideológico-político-moral que lo rige, por el sistema de valores sociales en que se inspira, no podrá
faltar ni en la legislación ni tampoco en el juicio del juez la presencia de este componente ni la referencia a
determinados valores de carácter material [Zaccaria, 1991, Libertini]. Ronald Dworkin ha subrayado que el
principio de integridad, o sea, la relación de justificación interna entre derecho y principios de moralidad
política de un determinado contexto institucional y de precisas prácticas jurídicas, impone a quien tiene
responsabilidades institucionales el decidir en qué consiste el derecho, el considerarlo como tal y el aplicarlo
coherentemente. En la actividad de comprender al jurista se le exige ser fiel a la intrínseca especificidad que el
derecho asume en el contexto histórico-cultural al que él mismo pertenece. Pero mientras los legisladores están
ligados a un vínculo de coherencia más blando en relación a las decisiones políticas ya asumidas y operantes, en
el caso del juez la referencia a criterios y a modelos dedicados a reconocer lo que en la sociedad es considerado
obligatorio desde un punto de vista jurídico es naturalmente mucho más constrictivo ya que pertenece a sus
tareas institucionales.
Más allá de toda sobrevaloración ideológica de la figura del legislador, está claro que las decisiones
legislativas poseen en comparación con el momento judicial una más amplia e incisiva función estructurante de
los procesos sociales y de regulación de posibles situaciones vitales: por este motivo deberían fundarse sobre un
análisis mucho más amplio, construido en un serio soporte de tipo científico, de la estructura pre-jurídica de los
procesos sociales sobre los que el legislador pretende intervenir, y, por tanto, sobre las consecuencias globales
de la propia actividad.
Precisamente para poder tener efecto como tales desplegando la función que el legislador
intencionalmente les atribuye, las normas jurídicas tienen necesidad vital de encontrar la determinación más
próxima a la que se realiza en las decisiones judiciales. Como muy bien ha mostrado Kart Larenz8, existe una
fundamental relación dialéctica entre la norma jurídica y la decisión judicial: en cuanto debe ser aplicada a
casos concretos, la norma jurídica siempre tiene necesidad de ser interpretada, y por consiguiente de ser
8 Kart LARENZ (1903-1993) es uno los estudiosos más importantes de teoría y de metodología del derecho en el ámbito de la ciencia jurídica alemana contemporánea. Ha suministrado contribuciones particularmente relevantes sobre la diferencia entre tipo y concepto jurídico y, en
su fase más madura, se ha identificado con la Wertungsjurisprudenz o jurisprudencia valorativa. Su Methodenlehre der Rechtswissenschaft
(1,ª ed., 1960) es un insuperable ejemplo de manual rico de teoría jurídica.
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considerada a la luz de intereses no simplemente de conocimiento sino de decisión [Mengoni].
Según algunos teóricos del derecho [Falzea, Carcaterra] el nexo entre el supuesto de hecho, es decir, la
premisa normativa, y la consecuencia, o sea, su posible efecto jurídico, es de esencial importancia para aclarar
la naturaleza de las normas jurídicas y por consiguiente para estructurar el mundo del derecho. Tanto el
legislador como el juez se preguntan qué consecuencias sociales tendrán lugar en la práctica por el hecho de
orientarse y de decidir de un modo mejor que de otro [Orrü, Libertini]. Ahora bien, la selección entre
alternativas interpretativas que conducen a diferentes tipos de consecuencias está profundamente unida al punto
de vista axiológico, puesto que las posibles consecuencias deben ser escogidas y clasificadas según una clara
jerarquía de preferencias [Aarnio9]. En ambos casos, debiéndose efectuar una elección entre posibilidades
diversas, nos encontramos frente a decisiones, es decir, a operaciones que van ligadas a la valoración de
posibles contenidos. Al igual que la legislación la jurisdicción se orienta también en base a consideraciones
éticas y sociales que muy a menudo ni siquiera llegan a expresarse en el nivel lingüístico. La comparación de
posibilidades hipotéticas para valorar cuál entre ellas es preferible, presenta una amplitud más notable en el caso
del legislador: el juez tiene que aceptar que los «datos de partida» en base a los que ejercita su función
decisional y concretizadora del derecho vienen suministrados por otros, al menos en una cierta medida
[Luhmann].
Una ideología jurídica muy difundida (por ejemplo, en el positivismo de los siglos XVIII y XIX), y
que se puede expresar parafraseando al Suárez de la Segunda Escolástica10
, pretende que la intervención del
juez se manifieste como correctivo «quia legislador peccavit»: al juez se le demandaría lo que el legislador
político prefirió no tratar, casi como que el derecho judicial constituye un enclave extraterritorial respecto al
continente del sistema jurídico codificado. En esta tesis, a pesar de no ser válido su presupuesto implícito de que
la norma viene dada como «dato» totalmente predeterminable y definitivo, hay paradójicamente un elemento de
verdad. En la legislación contemporánea, fruto de la mediación inestable entre intereses e impulsos divergentes
y a menudo contrapuestos, a raíz de que las normas sociales se van haciendo cada vez más fluidas y sensibles,
se adopta con frecuencia la técnica de confiarse en un principio a formulaciones que en su literalidad son
voluntariamente ambiguas, y así descargar en otras sedes la carga de la disolución forzosa de la ambigüedad
[Zaccaria]. Por otro lado, las propias características de la legislación contemporánea-elefantiasis, gran dificultad
para orientarse entre bloques normativos coexistentes y confluyentes abren un creciente espacio interpretativo y
contribuyen a acrecentar el rol de las interpretaciones judiciales.
Sin embargo, la visión que reserva al juez una intervención de emergencia, meramente residual
respecto a la labor de la legislación, no es metodológicamente correcta. Pues también el juez está orgánicamente
investido de una función productora de nuevo derecho positivo [Kennedy]. Al no poder la ley por sí sola ser
autosuficiente, la concreta formulación de una regla constituye un acto estructurante desde el punto de vista
lingüístico. Estas ideas, que en un tiempo fueron vehementemente polémicas, ahora son acogidas por la casi
totalidad de los filósofos y los teóricos del derecho gracias en parte a la contribución de la hermenéutica jurídica
alemana [Esser, Kriele, Kaufmann]. La tarea general del juez es precisamente la de valorar en cada caso los
conflictos de valores y de interés que el legislador ha tenido en cuenta y ha disciplinado, aunque no siempre
previsto, en un plano universal, y por consiguiente materializar las previsiones normativas traduciéndolas en
decisiones prácticas.
Veamos más profundamente como sucede esto.
El motor que a partir de la época de la codificación impulsa la legislación es la racionalidad material.
Sólo a partir de la comprensión de los motivos de racionalidad material que la inspiran es posible interpretar una
ley, desarrollarla o llenar sus lagunas. Interpretar significa aclarar por qué el legislador ha decidido de una
9 Aulis AARNIO (1937), teórico del derecho de la Universidad de Helsinki, de formación analítica, ha combinado en su teoría de la interpretación jurídica, aspectos de la filosofía del lenguaje del segundo Wittgenstein y de la teoría del discurso racional con aspectos de la
teoría del razonamiento jurídico. Obra principal es The Rational as Reasonable (1987). 10 La Segunda Escolástica es una importante corriente filosófica que se desarrolla a partir de la segunda mitad del siglo XVI y recoge la doctrina de Santo Tomás de Aquino, abriendo la entrada a las nuevas exigencias de la modernidad. En particular, el jesuita Francisco Suárez
afronta con perspectiva voluntarista el problema moral y jurídico de la ley, adelantando los temas y los primeros pasos de la Escuela del
derecho natural moderno.
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manera y no de otra. Comprender la ley significa deslizarse en el pensamiento de la controversia de política
legislativa y completar con una contribución ulterior la opinión que el legislador pretendía a partir de sus
motivos hacer vinculante orientando desde ella los comportamientos de los miembros de la comunidad. Como
ha mostrado Josef Esser «la norma no encarna un ordenamiento «concreto», sino una meta del ordenamiento»
[Esser], así que el predicado «justo» es predicable más propiamente respecto a la actividad judicial que a la ley
positiva. El ideal de justicia no puede ser nunca completamente «saturado» por las formulaciones contenidas en
las leyes positivas, aunque pueda servirse de ellas útilmente. Los modelos de orden que el intérprete encuentra
se hacen por consiguiente inteligibles no como imperativos, sino como fines normativos que el intérprete se
encarga de actuar y de reactualizar continuamente [Haba]. La comprensión de la decisión asumida por el
legislador depende de atribuirle como presupuesta la buena voluntad de una correcta ponderación de la materia
a disciplinar. Esto se puede inferir de la circunstancia, en sí banal, de que no sería posible referirse a la letra de
la ley si esta última ofreciera como punto de partida un sentido abiertamente irracional e injusto [Kriele].
Desde este punto de vista, se puede leer la solución judicial como una hipótesis de norma que atribuye
a la norma legislativa un contenido más preciso [Kriele], pero en la versión tradicional del Estado de derecho la
obediencia del juez al legislador, presupuesta por el principio de la separación de poderes, no puede ser
entendida sino como obediencia «pensante» [Heck]. Con otras palabras, la decisión judicial no se limita a
aplicar los parámetros legislativos, sino que introduce también valoraciones que dan significado a dichos
parámetros [Esser]. La actitud mental de tipo normativista-conservador, a cuyo tenor el juez que sigue «sus»
valoraciones sería necesariamente infiel a su función aplicativa de derecho, se funda en la idea irreal de que
existe la posibilidad de aplicar normas prescindiendo de valoraciones suplementarias [Esser]. El orden
característico del derecho no se encuentra en el lenguaje como dato preliminar ya adquirido, sino que se crea y
recrea de continuo por medio del trabajo práctico de los juristas.
El límite insuperable de las doctrinas normativistas ortodoxas, para las que el derecho consiste sólo en
imperativos y en nada más que imperativos, está en no haber cultivado el momento teleológico del derecho,
permaneciendo así en el plano superficial de la exterioridad del imperativo jurídico; es indiscutible el paso
adelante que supone la Interessenjurisprudenz. El conjunto de la tradición del iusnaturalismo y del iluminismo
del siglo XVIII, que culmina en Europa en la edad de la codificación, ha conducido a configurar la actividad
legislativa, la de quien crea las reglas, como una actividad racional en sentido fuerte y eminente, dedicada a la
construcción de un sistema completo de leyes inspiradas por la razón, y ha reservado a la actividad aplicativa de
normas al caso concreto las características de una racionalidad débil y menor. En suma, para todo el siglo XIX y
parte del xx el modelo del buen legislador ha prevalecido netamente sobre el del buen intérprete. Pero
prescindiendo de los excesos ideológicos de Voltaire, para el cual interpretar una ley equivale a corromperla, o
del fetichismo legislativo de la Escuela de la Exégesis11
, no se puede negar que la mayor parte de las
controversias que nacen en el ámbito jurídico y por las que se exige la intervención resolutiva del juez surgen
debido a que la vida concreta produce muchos más problemas jurídicos de los que el legislador ha previsto o
esté en disposición de prever. Por definición el texto de una norma no puede ofrecer por sí mismo una respuesta
unívoca a las demandas objeto de controversia, sino diferente como consecuencia del hecho de que dichas
demandas han surgido con posterioridad al momento de producción del texto. Debido a que el sistema de las
reglas lingüísticas no es un sistema cerrado y no puede impedir sucesivas transformaciones, el legislador está
obligado a aceptar que el texto se vea implicado en una red de conflictos semánticos sucesivos, de la cual se
recaba en su momento el «sentido» de la norma. Todo teórico o dogmático sabe perfectamente que la vida del
derecho genera de continuo situaciones problemáticas mucho más ricas y sorprendentes de cuanto él mismo o el
legislador hayan podido prever. Toda recopilación jurisprudencial es mucho más rica en casos de cuanto la
fantasía y la creatividad de quienes imaginan ejemplos estén en situación de anticipar [Kriele]. Basta pensar,
sólo para citar un ejemplo, el caso de la bioética, donde más allá de los retrasos legislativos, la realidad de los
posibles comportamientos ha superado en gran medida, en el transcurso de poquísimos años, toda imaginación.
11 Escuela de la Exégesis. Poco después de la codificación napoleónica (1804) los juristas franceses (Duranton, Aubry, Rau, Demolombe, Troplong) adoptaron en la interpretación y en el estudio del Código de Napoleón una técnica exegética que asumía, en la forma de
comentarios artículo por artículo del código, la misma distribución de la materia seguida por el legislador. Este método llevaría consigo una
concepción estatalista del derecho.
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9. El legislador ayer y hoy: la intención del legislador
En los sistemas parlamentarios contemporáneos el proceso de la legislación, entendido en sentido
amplio, se ha vuelto notablemente más complejo, tanto que el vocablo «legislador» tiene ahora el sentido de una
fórmula abreviada y simbólica [Noli]. Por contra, en el siglo XIX, siglo de la codificación, cuando la doctrina
imperante del positivismo jurídico hablaba del legislador y de su voluntad se refería a una voluntad de carácter
personal y, llevando las cosas al límite, individual. En la más amplia teoría de la codificación que haya sido
concebida, la de Jeremy Bentham, la fe iluminista en un legislador universal capaz de dominar la naturaleza, de
construir la sociedad y por ello en situación de imponer leyes válidas a todos los hombres, se traduce en una
serie de proyectos concretos de codificación que el filósofo inglés elabora para Estados Unidos, para Rusia y
para España. Era convicción común de la época que un redactor individual podría dar vida a un código unitario,
simple y coherente [Bentham]. En todo el transcurso del siglo XIX el imperativismo, de John Austin a August
Thon12
, entiende el imperativo de la ley como mandato, como concreta manifestación psicológica de la voluntad
personal del legislador. Hoy. Sin embargo, en parte a consecuencia de las críticas teóricas de Kelsen,
Olivecrona, Ross y Hart, esta idea imperativista de una voluntad personal del legislador ha sido completamente
abandonada. Se ha consolidado más bien la distinción entre el legislador formal y el legislador informal, que es
el signo visible de la creciente debilidad del poder legislativo y del decaimiento de su antigua superioridad. Al
no estar ya sujeto rígidamente al estricto control estatalista, el legislador actual descubre que es en muchos
casos inepto e impotente.
El iter de la ley está en realidad condicionado y determinado por una serie de fuerzas y de diversos
12 August THON (1839-1912). Civilista, fue un importante exponente déla Jurisprudencia de conceptos. En polémica con la Jurisprudencia
de intereses, sostiene el carácter normativo de los mandatos jurídicos. Entre sus obras: Rechtsnorm und subjectives Recht. (1878).
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sujetos (políticos, económicos, sociales, burocráticos) precisos y determinados, pero que, en el procedimiento
anterior a la elaboración —entretejido de compromisos— y después de la aprobación por parte de los órganos
políticos deliberantes, asumen un carácter más anónimo e impersonal. En la elaboración concreta de la ley se
confunden hasta superponerse las opciones políticas y las técnicas de redacción legislativa, las cuales deberían
ser de la incumbencia de sujetos diversos. La figura del Gran Legislador, omnipotente y racional, del siglo XIX
cede el puesto a la confrontación, enredada y a menudo oblicua, que no raramente se convierte en desencuentro,
entre los lobbies, respecto a lo cual los órganos parlamentarios sólo tienen la función de aprobación o de repulsa
[Noli, p. 44]. En los Estados Unidos de América, esto es, en el sistema del common law donde es más amplio el
poder legislativo, se involucran activamente en el legislative drafting los grupos y las corporaciones de intereses
que tratan de influir sobre las medidas legislativas. En algunos países europeos, que se confían prevalentemente
a los cargos parlamentarios, la intervención en el decisión making process tiene lugar por el contrario según
modalidades más informales e innominadas. Y aquí, en esta figura multiforme y heterogénea que asume el
legislador contemporáneo, podemos registrar también una importante diferencia entre el procedimiento de
legislación y el jurisdiccional: mientras que este último está regulado completamente por normas, en el primero
no sucede así y no hay en sustancia ni legitimaciones definidas ni exclusión de influencias que pueden ser
incluso declaradamente ilegítimas.
Esta clara tendencia de los sistemas jurídicos contemporáneos tiene en su conjunto como efecto una
menor tecnif icación del lenguaje jurídico, un menor peso de los juristas profesionales, cuyo espíritu crítico y
rol propulsor se ve humillado, así como el que prevalezca una técnica legislativa formada por soluciones de
compromiso entre exigencias opuestas y demandas irreconciliables. Si es verdad que pertenece a la técnica de la
política expresar las cosas de tal manera que puedan ser interpretadas de diversos modos por los diferentes
segmentos del electorado, el derecho se asimila cada vez más a la política. Desde el momento que el contenido
normativo es a menudo impreciso o indeterminado, la intención del legislador se vuelve difícilmente localizable
y por «voluntad del legislador» se podrá entender tan sólo los fines, los valores, las decisiones de fondo
establecidas en la intención reguladora o derivadas de ella, sobre las cuales los múltiples participantes en el acto
legislativo hayan efectivamente adoptado una posición [Larenz]. Como bien ha dicho Gustav Radbruch, la
voluntad del legislador no es un medio de interpretación, sino la meta interpretativa y el resultado de la
interpretación [Radbruch]. Los límites dados por la intención del autor (pero también por la letra del texto) no
representan cualidades internas de los textos jurídicos, sino dimensiones relaciónales que se despliegan tan sólo
con el proceder del trabajo práctico del jurista: por eso no se les puede determinar antes de la interpretación y de
la argumentación.
La temática exquisitamente jurídica de la intención del autor, hoy particularmente viva en la cultura
jurídica anglosajona [Dworkin, Rakove, Scalia 1988-89 y 1998, Paulson] revela, en un análisis profundo,
significativas dimensiones de tipo hermenéutico.
Por una parte el hecho de considerar el tema de la intención del autor en un ámbito de la vida práctica
—el jurídico— en el que el rol jugado por la autoridad posee gran importancia, nos podría inducir a la
apresurada conclusión en el sentido de la absoluta imposibilidad de desvincularse de las intenciones del
legislador.
Pero por otra parte hoy puede parecer del todo anacrónico e inmotivado —en un contexto de
elefantiasis legislativa y de administrativización de la ley— atribuir una relevancia significativa a las
situaciones mentales de los sujetos que han producido materialmente una ley ordinaria (en un discurso distinto
se debería considerar la intención de los constituyentes). La complejidad de los procedimientos con los que en
los sistemas jurídicos contemporáneos acontece la producción del derecho impide desde luego referirla a un
acto lingüístico individual fruto de la voluntad y de la intención de un solo autor. Se debería quizás hablar —
con toda las dificultades del caso— de una única intención global de la comunidad jurídica, más que de las
intenciones particulares de los grupos de personas determinadas que eventualmente producen las leyes, pero aún
quedaría por resolver el problema de si privilegiar las intenciones del autor refiriéndose fundamentalmente al
significado de las palabras contenidas en el texto jurídico que se considera, o si por el contrario atribuir
relevancia —en cuanto se les juzgue intrínsecamente relevantes— a las supuestas intenciones, esto es, a los
fines y a las razones deducibles del comportamiento de los legisladores durante la promulgación de las
disposiciones. ¿Cuál es la solución?
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Para tratar de desenredar el enredo, comencemos por descartar sin más el fundamento de las tesis
sostenidas en sede literaria por la crítica orientada hacia el lector (reader response criticism) y acogidas en sede
jurídica por el deconstructivismo de Staley Fish, para el cual la única intención realmente significativa es la del
destinatario de la ley [Fish]: si en efecto se aceptase semejante perspectiva, sería inevitable el efecto de anular
completamente el límite —que constituye la especificidad del discurso «derecho»— representado por el texto
jurídico.
Tampoco resuelven el dilema las tesis del modelo comunicativo, inspiradas en la pragmática de
Levinson, para quien un texto es un sistema de representación utilizado esencialmente con la intención de
comunicar. En la relación entre legislador y destinatarios de la norma, no se trata en efecto de una simple
comunicación de intenciones, sino de una serie de actos, que debiendo sin duda ser comunicados, están
específicamente destinados al objetivo de orientar el comportamiento de los miembros de la comunidad. Es en
tal sentido que se podría hablar no de una comunicación simple, sino de una comunicación reforzada. Más
convincente es la tesis de Ronald Dworkin de que al ser altamente improbable que todos los legisladores que
votaron a favor de un determinado acto legislativo alimentaran exactamente las mismas intenciones, mejor sería
tratar de componer las convicciones individuales de tal modo que se atribuya la intención «a un cuerpo
legislativo en general que obra al servicio de una comunidad de origen» [Dworkin].
Todo esto significa en definitiva reconocer que otorgar peso al concepto de intención legislativa no
corresponde en absoluto a la constatación de un estado de hecho, sino al desarrollo de una compleja
construcción interpretativa, que necesariamente interviene ex post respecto al momento de la promulgación de
las disposiciones legislativas [Viola].
La recusación del intencionalismo por parte de la hermenéutica no puede equivaler, sin embargo, a
colocar la autoridad jurídica tan sólo en los textos legales [Hurd]: profundamente hermenéutica es también la
consideración de las características contextúales en cuyo interior la intención se manifiesta y aclara su sentido.
En efecto, a partir de los textos jurídicos y dentro del perímetro delimitado por ellos, se desarrolla una compleja
labor hermenéutica en la cual el contenido supuesto de la intención no está sólo sujeto a la interpretación, sino
que viene también reconducido —una vez individualizado por el intérprete— al tejido mucho más amplio del
ordenamiento jurídico en su conjunto y de los valores compartidos por la comunidad correspondiente, o sea, por
repetir la indicación de Dworkin, a la intención global del derecho.
El recurso más frecuente, por no decir sistemático, a una técnica de legislación intencionalmente
ambigua y compromisoria, en la que rara vez o mejor dicho casi nunca el legislador se toma el tiempo necesario
para legislar bien, pensando atentamente incluso desde el punto de vista técnico sus propias formulaciones,
configura un inevitable desplazamiento de poderes normativos que va de los órganos legislativos a los
interpretativos y jurisdiccionales [Guastini], y permite hablar de una «división del trabajo» entre legislador y
juez [Ipsen]. A esto se añade, sobre todo como consecuencia del desmesurado crecimiento de la cantidad de
producción normativa, la degradación cualitativa de los textos y la consistente caída de las características
estilísticas del lenguaje normativo, y además una dificultad siempre mayor, casi una estructural renuencia, en
transmitir modelos y directivas jurídicas que guíen el comportamiento social y lo configuren según esquemas
coherentes. El motivo profundo de la insuficiente tasa de normatividad que la legislación contemporánea está en
disposición de expresar se encuentra en la creciente ineptitud de los Estados-nación para ejercer en la realidad
de los hechos una soberanía que formalmente pretenden poseer. En sustancia la mayoría de las veces está
ausente la capacidad y la voluntad de disciplinar los comportamientos y las actitudes sociales. Pero muy a
menudo, al legislar se ignora también el «corpas» de las normas precedentes, o bien sucede que el reenvío a la
legislación precedente tiene lugar de un modo confuso y contradictorio. Lejos de conferir racionalidad y orden a
la realidad social —objetivo que se tiene por alcanzable en las convicciones iluministas— los modos en que es
ejercido el poder legislativo crean el riesgo de incrementar el desorden y la irracionalidad.
A pesar de sus loables intentos, los esfuerzos crecientes de legal drafting, desarrollados en los últimos
decenios en diferentes países europeos para mejorar con reglas de técnica legislativa la redacción de los textos
legales y evitar la aparición de lagunas o de causas de oscuridad, no están en disposición de oponerse
eficazmente a procesos mucho más profundos y estructurales, como el del vertiginoso acortamiento de la vida
media de una norma. El cuidado por evitar las antinomias entre normas o de hacer las cosas de tal modo que las
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normas jerárquicamente subordinadas no entren en conflicto con normas jerárquicamente superiores, carece de
influjo ahora en el panorama general de una legislación que se ve cada vez más reducida a disposición
administrativa y, por tanto, plegada a las exigencias contingentes de la política. No sólo no se eliminan
significativamente la ambigüedad y la oscuridad expresivas del lenguaje legislativo, sino que además no puede
resolverse el problema de fondo, representado por la necesidad que tiene la ley de recibir informaciones
suplementarias.
En todo caso la dificultad con la que se encuentra toda forma de imperativismo ingenuo —una teoría
que no por casualidad ha sufrido en los últimos decenios una decisiva reestructuración— consiste en el hecho
de que no basta en absoluto que el legislador «quiera», esto es, que prescriba una modificación del
ordenamiento jurídico. Para que la situación pronosticada se verifique es necesario que la realice algún sujeto,
dando vida a una serie de actos y de comportamientos consiguientes, obrando de tal modo que se concrete la
prescripción. Es en efecto el contenido de significado normativo de la ley lo que debe ser interpretado y
aplicado, no su formulación lingüística [Guastini].
Una correcta aproximación hermenéutica reconocerá por otro lado que la interpretación del legislador
es fundamentalmente diferente de la del juez. También la legislación se vincula a una obra de interpretación
referida a la voluntad legislativa [Frosini]. Si referida al legislador, considerado como sujeto interpretante, la
interpretación se funda sobre una serie de valoraciones axiológico-políticas, a su vez basadas sobre cierta
lectura de la realidad social que hay que disciplinar, y a continuación sobre una determinada interpretación del
sistema de las fuentes jurídicas entre las cuales la nueva norma se deberá colocar. Sólo esta última operación
puede decirse interpretativa en sentido estricto, esto es, atributiva de significados a una serie de documentos
normativos. Para el juez, y más ampliamente para los órganos aplicativos, la interpretación de las normas
juzgadas como pertinentes a la solución de una controversia, y de los hechos concretos que hay que calificar y
disciplinar es por el contrario una operación de tipo rigurosamente técnico, es el objeto específico de la función
ejercitada.
A este propósito se debe recordar además que el planteamiento normativista, largo tiempo
predominante, restringía indebidamente esta función institucional del juez a únicamente la interpretación de
documentos normativos, excluyendo la interpretación de los hechos a calificar jurídicamente.
La frecuente confusión entre estas dos operaciones se verá favorecida por la extrema dificultad de
trazar una línea clara que límite la interpretación propiamente dicha y la producción-integración de derecho:
pero la distinción desde un punto de vista teórico [Guastini] es del todo legítima.
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10. El juez y el vínculo legislativo
El desarrollo y la diferenciación de los sistemas jurídicos modernos han determinado y llevado consigo
la institucionalización formal y la burocratización, sometiendo la profesión del juez a reglas procedimentales
[Luhmann 1990 y 1993]. Esto ha determinado una tendencia más marcada a consolidar las orientaciones
jurisprudenciales también en aquellos ordenamientos positivos de tipo continental, en los que no se impone el
deber de respeto a los precedentes judiciales.
En la actividad del juez están presentes dos planos diversos y asimétricos, el de la praxis estatalmente
institucionalizada y el de la acción social que tiene lugar en el interior de un campo profesional altamente
especializado. También este último, y no sólo la legislación, condiciona normativamente la labor del juez que
por eso entrecruza en su acción el sistema jurídico positivo y las estructuras sociales. Todo comprender está
siempre inevitablemente ligado a un punto de vista [Pareyson] y, según la profunda intuición de Heidegger y de
Bultmann, a un preciso interés vital: pero la característica peculiar del comprender judicial es que en él no se
trata nunca de un comprender directo —y por eso se diferencia radicalmente del comprender de los lógicos y de
los matemáticos— sino siempre de un comprender dirigido, orientado a instituir una conexión recíproca entre
uno o más supuestos normativos y determinados comportamientos de hecho. Es, por lo tanto, un comprender
que tiene una dirección y que encuentra un sustento continuo en el material normativo que el intérprete juzga
pertinente para afrontar el caso. El jurista llamado a juzgar trabaja, por consiguiente, con un tipo especial de
razonamiento: más que valerse de la lógica clásica, que puede consentirles el control de compatibilidad entre
enunciados, operan con una lógica esencialmente material, en función de un orden de fines, que constantemente
coloca e inserta en el interior de los procedimientos lógico-conceptuales juicios de valor y actos de valoración
[Geny]. El comprender jurídico, que consiste en la adaptación de principios universales a hechos singulares y
particulares, no podrá nunca exhibir la exactitud propia de un conocimiento de tipo científico-matemático.
Formándose en la experiencia de la vida, y continuamente alimentándose en la praxis, a lo sumo podrá aspirar a
la flexibilidad de la latina prudencia, que elige entre los medios idóneos para la realización de un fin [Vitiello].
Naturalmente el vínculo legislativo juega un rol importante en este procedimiento cognoscitivo del
juez; y bajo aquella rúbrica se ha desarrollado una larga discusión en el interior de la doctrina jurídica con
respecto a la constricción más o menos estricta de tal vínculo. La Begriffs-jurisprudenz y el positivismo jurídico
clásico, de Bergbohm13
a Donati14
, creían ciegamente en los dogmas de la plenitud lógica, de la falta de lagunas,
de la fertilidad interna y de la capacidad de expansión lógica de la ley y del ordenamiento positivos: se llega
incluso a teorizar que la laguna está sólo «en quien estudia el derecho y no en el derecho» [Kaufmann]. Hoy,
por el contrario, hay en la teoría jurídica amplia convergencia en afirmar que el soporte y el vínculo con la ley
no son muy firmes, aunque desde el punto de vista ético-político es oportuno que permanezca como principio-
13 Karl BERGBOHM (1849-1927). Acreditado civilista, se inserta en el ámbito de la Jurisprudencia de conceptos, sosteniendo posiciones
decisivamente antiiusnaturalistas y rígidamente iuspositivistas. Su iuspositivismo, del todo independiente del positivismo filosófico, está orientado hacia resultados de carácter formalista y reivindica para el derecho positivo un relevante valor político respecto a los fines de
conservación del orden social y jurídico, entre sus obras: Jurisprudenz und Rechtsphilosophie (1892). 14 Donato DONATI (1880-1946). Importante constitucionalista de planteamiento ius-positivista, sostiene la teoría de la plenitud del ordenamiento jurídico, y por consiguiente de la inexistencia de lagunas en el derecho, ya que una norma de clausura garantiza atribuir
calificación jurídica a todos los hechos no previstos por las normas. Entre las obras principales: II problema delle lacune nel'ordinamento
giuridico (1910).
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cardinal de los Estados liberaldemocráticos, y que el peligro real para el valor político de la certeza del derecho
no radica en el reconocimiento de una situación necesariamente incierta, sino en el autoengaño sobre el grado
de seguridad propio del juzgar jurídico [Guastini 1980 y 1993]. Las causas de esta incertidumbre son complejas
y múltiples y entre ellas conviene recordar de nuevo la peculiar técnica de la legislación contemporánea que se
materializa en leyes-medida contingentes y de breve alcance, rápidamente superadas en el momento mismo en
que son impuestas. Queda sin embargo claro en cada caso que el vínculo con la ley permanece: entre las
obligaciones fundamentales de su oficio, el juez tiene la de comenzar en el proceso de concretización de las
normas jurídicas por los textos producidos por el legislador. Como tal, con todas las dificultades de aclararlo y
de practicarlo, el vínculo es considerado por el intérprete como una regla del juego de su trabajo práctico que va
investigada y reformulada en el hacer contemporáneo de vínculos formales y fácticos, entre los cuales son
importantes las reglas interpretativas, el Richterrecht [Orrù], la dogmática. Además se consideran los vínculos
informales, también de tipo social, que condicionan la intencionalidad normativa del juez. Para asegurarse la
característica de cualidad normativa la intencionalidad judicial debe configurar la solución del caso concreto en
términos de derecho justo. Ella, en otros términos, será vista como normativa tan sólo si la decisión puede ser
acogida como tal por las partes, por la comunidad jurídica y por el contexto social. En principio no se puede
admitir, incluso porque es contradictorio desde el punto de vista performativo, que el juez al final de su
sentencia pueda añadir «y esto es injusto» [Alexy]. Por otro lado, el ejercicio del poder judicial, en cuanto poder
de decisión en controversias en las se presentan argumentos opuestos y puntos de vista contrarios, puede
considerarse legítimo sólo si es reconducible a los textos legislativos en formas metodológicamente correctas.
En definitiva, el alargamiento de la óptica —más allá de todo reduccionismo iuspositivista— a la
pluralidad de los factores que condicionan la actividad del juez no implica ciertamente reconocer la indiferencia
de la jurisdicción en relación a la ley, sino la revisión más madura de este vínculo, que tiene en cuenta el rol
funcional del derecho producido por el juez en acoplamiento con los textos de la ley y consiente así reafirmar,
aunque sea en un contexto profundamente cambiado, las finalidades fundamentales del postulado de
vinculación a la ley, como son la certeza del derecho, la igualdad de trato, la controlabilidad de las soluciones
[Hassemer15
], valores que son todos todavía hoy importantes.
Las reglas jurídicas de las que el juez dispone, con su pretensión de aplicación vinculante, deben sin
embargo «conciliarse con la realidad de vida que debe juzgar» [Esser]. El objetivo del comprender judicial se
determina al poner en correspondencia, orientándolas y haciéndolas congruentes entre sí, dos polaridades
diversas y heterogéneas, la norma y el comportamiento vital. En esta relación estructural de carácter dialéctico,
norma y comportamiento vital encuentran sostén y complemento recíproco. El nivel abstracto y general del
deber ser y el del ser, originariamente amorfo y jurídicamente insignificante, vienen puestos en el mismo plano.
Esta es precisamente una de las tesis principales que caracterizan a la hermenéutica jurídica y la diferencian, por
ejemplo, del clásico positivismo jurídico: según las posiciones hermenéuticas, norma y caso concreto no
permanecen inmutables, sino que a causa del procedimiento de realización del derecho se adaptan y se
modifican recíprocamente, esto es, vienen puestas en una relación de correspondencia.
Legislador y juez trabajan, por consiguiente, si bien de diferentes modos, en procesos de producción
del derecho. La distinción entre competencias legislativas y competencias jurisdiccionales tiene en cuenta más
el plano del principio constitucional de división de poderes y sus consecuencias en un sistema constitucional,
que el punto de vista de teoría de la norma jurídica [Badura, Hoffmann]. En muchos casos —basta pensar en la
importancia siempre creciente del rol jugado por los tribunales constitucionales— el principio de la separación
de poderes se revela hoy como un instrumento completamente inadecuado para señalar los confines de
legitimidad de la posición de derecho por parte del juez [Ipsen].
A partir de la teoría de la norma se puede observar que el legislador «pone» y produce tan sólo los
tenores literales de las normas pero no pone verdaderas y propias normas. Los tenores literales de los textos, las
prescripciones contenidas en ellos, no son más que la punta emergente de un iceberg, de un complejo regulador
que será desarrollado sólo en un segundo momento y gracias a la ayuda indispensable de diversos sujetos
15 Winfred HASSEMER (1940) es un acreditado penalista. Influenciado por la filosofía tomista y por la filosofía del derecho de Gustav Radbruch y Arthur Kaufmann, sostiene la presencia de un espacio hermenéutico en la interpretación penal (teoría de la espiral
hermenéutica) y la consecuente exigencia de integrar la dogmática penalista con los conocimientos provenientes de las modernas ciencias
sociales. Entre sus obras: Tatbestand und Typus (1967).
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[Müller]. En cuanto fundantes de decisiones, las normas jurídicas pueden ser producidas sólo en el caso
concreto. Las teorías hermenéuticas nos obligan en suma a repensar en términos más sofisticados una vasta
gama de tesis jurídicas tradicionales como, por ejemplo, la tesis de que la producción de la norma debería
tenerse como prerrogativa exclusiva del legislador, mientras que la actividad interpretativa debía confiarse
únicamente al jurista.
Faltan ciertamente al juez la investidura y la habilitación para producir normas de carácter general,
siendo el encargado de aplicar el derecho mirando a un resultado bien preciso a través de singulares
concretizaciones de normas. La investidura y la habilitación están presentes, sin embargo, en el caso del
legislador, órgano constitucionalmente habilitado para efectuar actos de elección política. El juez no es por
tanto un legislador, en el sentido de que no está habilitado para formular programas normativos, porque para
serlo le falta la competencia legislativa [Esser].
La relación entre ley y decisión judicial se ha caracterizado también, en el lenguaje de la teoría de
sistemas de Luhmann, como la conexión entre programa de decisión y decisión. En el lenguaje de la teoría de
las fuentes del derecho se ha hablado del derecho legislativo como de una fuente de producción del derecho
originaria, mientras del derecho judicial como de una fuente de producción derivada [Baratta]. Con menor
esquematismo, pero siempre prestando atención a la complejidad de la relación legislación-jurisdicción,
podemos decir que al legislador no le corresponde una posición de monopolio absoluto en la producción del
derecho, sino una posición de prioridad y de segura preeminencia: la aportación del juez a la formación del
derecho no es en realidad libre, sino sometida a la ley [Mengoni].
Siendo la norma una medida y un parámetro para multiplicidad de posibles casos, podemos añadir que
las decisiones exquisitamente políticas condicionan de modo mucho más fuerte la actividad productiva de
derecho del legislador que la propia del juez. Sin olvidar que en algunos importantes sistemas jurídicos, como el
americano —baste pensar en el rol del Tribunal Supremo— una de las principales finalidades de la práctica
judicial está en guiar y obligar al poder del gobierno [Dworkin]; sin embargo, es conveniente repetir que la
«prerrogativa de preeminencia» del legislador, o sea, de quien produce la legislación ordinaria o incluso la
misma constitución, se hace eficaz concretamente sólo a través de la mediación de quien aplica el derecho. En
suma, el legislador no puede de ningún modo prescindir del rol de mediador del juez [Esser], que a su vez no
puede interpretar de manera sensata las normas sin una referencia a los contextos concretos de aplicación. El
vínculo que liga entre sí a estos sujetos fundamentales de la práctica jurídica es por eso recíproco y funcional y
en su biunivocidad no puede ser en absoluto reducido a una relación de tipo jerárquico unidimensional y
monodireccional [Öhlinger y Stelzer]. Los diversos estadios del formular y realizar el derecho han de verse
necesariamente en una óptica conjunta y circular. Todo esto contribuye a una visión más amplia y policéntrica,
menos rígidamente coercitiva, del fenómeno jurídico.
La mediación del juez se ejercita en múltiples planos: por un lado, con respecto al contexto social de
las representaciones axiológicas que operan en él, por otro lado con respecto al conjunto del ordenamiento
jurídico en vigor, en cuyo interior se inserta la disposición legal concreta.
Sería en efecto irreal pensar que el legislador contemporáneo tiene suficientemente presentes en sus
decisiones la construcción conjunta del ordenamiento y el bagaje doctrinal elaborado por el pensamiento
jurídico: pero es cierto que la indicación normativa expresada por el legislador logra —como es necesario para
cumplir su tarea regulativa— la realidad de su concretización (por ejemplo, a través de la aplicación de los
tribunales de justicia).
En este último caso está llamado a atravesar las estructuras elaboradas por la dogmática jurídica
[Óhlinger y Stelzer], que por consiguiente funciona como un verdadero y auténtico «filtro» entre el legislador y
el juez, como un anillo destinado a conectar la gama de las interpretaciones tipificadas por los datos normativos
y la gama de las interpretaciones tipificadas por los datos fácticos [Tarelio].
El nexo funcional bastante estrecho que se establece entre legislador, juez y jurista doctrinal se explica
así de modo simple pero esencial: la ley debe ante todo ser puesta, pero después para ser eficaz tiene necesidad
de aplicación, y a su vez para ser aplicada tiene necesidad de ser comprendida [Larenz, Geny]. En el ámbito de
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este nexo dialéctico entre diversos sujetos se instauran naturalmente relaciones de convergencia, de
superposición, de tensión y de contraste, pero en un conjunto que a pesar de producirse incongruencias y
fricciones, permanece fundamentalmente cooperativo. Prescribir comportamientos, resolver controversias,
suministrar al material jurídico orden y racionalidad: son todas operaciones que cumplen con una lógica interna
de unidad e interdependencia, entendida en su conjunto para resolver los problemas de coordinación jurídica y
para obstaculizar o contener de algún modo la imprevisibilidad y la incertidumbre en los comportamientos
sociales.
El derecho es interpretación [Viola]: pero es también relación entre sujetos interpretativos que
reaccionan e interreactúan el uno con el otro enriqueciéndose recíprocamente en la colaboración discursiva de la
que forma parte también el litigio y el debate. El enlace de las relaciones, cada una de las cuales depende de la
otra y con la otra recíprocamente se condiciona, no es posible fuera del tejido hermenéutico y de su fundamental
e irreductible pluralidad [D'Agostino].
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11. La dogmática como «filtro» entre el legislador y el juez
Si la del juez es una decisión en torno al significado de una disposición legislativa (además de en torno
a la relevancia jurídica de algunos hechos), el jurista doctrinal se limita en su actividad científica a avanzar
sugerencias y propuestas [Guastini]. No es raro que se verifiquen relevantes influencias de la jurisdicción sobre
la ciencia jurídica por el hecho de que los tribunales, sobre todo los de jerarquía alta —baste con pensar en los
tribunales constitucionales—, desarrollan argumentos con los que tiene que contar la ciencia jurídica
necesariamente. Por otra parte, la aportación jurisdiccional es a menudo utilizable y entra dentro de la praxis
corriente de los operadores jurídicos sólo después de haber sido reelaborada por la ciencia jurídica (y es del todo
obvio que en el ordenar y en el reordenar el material jurídico por la doctrina están implícitas su ponderación y
valoración) [Wank]. La sistematización dogmática de los materiales jurídicos es ya un proceso interpretativo y
comprensivo y, como ha mostrado François Geny, la elaboración y el perfeccionamiento técnico constituyen
una característica no suprimible de la vida y del desarrollo del derecho. Con su obra, la doctrina jurídica pule y
afina el material jurídico, confiriendo una medida de regularidad a cuanto, en la legislación y en los
pronunciamientos judiciales, existe de irregular y falto de homogeneidad [Raz]. En la dogmática jurídica con su
función típica de consolidación y de confirmación en el tiempo de algunos datos jurídicos, se deposita la tasa de
racionalidad práctica propia de un ordenamiento jurídico histórico.
Con su elaboración dogmática el jurista está en situación de influir de modo profundo en el desarrollo
del significado de expresiones del lenguaje ordinario tecnificadas en el discurso jurídico, y en el alcance de los
contenidos normativos conseguidos por el sistema de los precedentes prácticos, así como condicionando los
modos por los que se atribuye significado a los textos normativos. Con su actividad la ciencia jurídica
proporciona modelos metodológicos con los que deben medirse todos los participantes en el discurso jurídico,
esto es, en la controversia que tiene por objeto determinar y atribuir un significado a los textos jurídicos. No
sólo los datos textuales, sino asimismo los metodológicos delimitan así el campo, el complejo perímetro en el
que tiene lugar la batalla y la empresa interpretativa.
El conjunto de la teoría del derecho más reciente converge en configurar la actividad doctrinal como
orientada a elaborar propuestas de conclusiones jurídicas en atención a los jueces y legisladores [Viola 1994 y
1996], haciendo más claras a estos sujetos las diversas posibilidades alternativas.
Se podría observar desde este punto de vista que ha tenido lugar un vuelco casi completo de las tesis,
un tiempo dominantes, de la Escuela histórica del derecho, para la cual la actividad intelectual del juez no sería
sustancialmente diferente a la del científico del derecho: mientras que dicha importante tendencia doctrinal se
proponía hacer funcional la praxis judicial para la acción de la doctrina, hoy sucede exactamente lo contrario
[Tarello].
Asumiendo la interpretación judicial como óptica privilegiada, como «punto de fuga perspectivo desde
el cual analizar el sistema del derecho» [Habermas], podemos por ejemplo distinguir entre actividad del juez y
actividad del jurista, en el sentido de que el juez decide interpretaciones mientras que el jurista propone
interpretaciones [Guastini].
El legislador, a su vez —es verdad— puede decidir una interpretación, como sucede en el caso, en
verdad bastante raro, de la interpretación auténtica (que por otro lado más que un acto interpretativo es una
verdadera ley ulterior), pero no puede sino resignarse a concebir su obra como una propuesta normativa
destinada a los órganos de aplicación. Pero también la decisión del juez, que indudablemente decide entre
diversas interpretaciones, puede ser a su vez leída como una propuesta de interpretación —si bien dotada de
fuerza coactiva autónoma— dirigida a los órganos superiores de aplicación.
Esto debería bastar para aclarar cómo no es suficiente hacer referencia a la función típica de cada
operador jurídico para captar plenamente su actividad interpretativa, ya que a cada una de tales funciones típicas
se entrelazan aspectos propios de las otras, con una presencia continua e innegable, si bien diversamente
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relevante, de momentos de interpretación.
Solamente el test representado por la praxis está en situación de poner a prueba las tesis doctrinales
desarrolladas en sede teórica por la ciencia. Si el juez o el funcionario administrativo deciden acoger la
propuesta que le suministra el jurista doctrinal, la interpretación de este último podrá decirse no sólo coronada
por el éxito, sino también indirectamente eficaz.
Por otro lado, sólo descendiendo a una concreta comprensión de la práctica jurídica y de sus
finalidades operativas es como el jurista puede conocer el derecho, sus líneas guía y sus fuentes de producción:
sólo adentrándose en los modos de pensar y de argumentar del juez es como el científico del derecho puede
ofrecer a este último directivas prácticas concretamente utilizables. En la sistematización del derecho por obra
del científico está presente sea un acto de conocimiento del derecho ya vigente, sea un estímulo en cuanto al
desarrollo ulterior del derecho, como se ha demostrado en el ámbito del pensamiento jurídico del siglo XIX, por
la vicisitud teórica de la Jurisprudencia de intereses16
y en particular por la primera fase del pensamiento de
Rudolf von Jhering. Para Jhering es propiamente a través de la obra de la así llamada jurisprudencia inferior
como el jurista reduce el material normativo a sus elementos esenciales, para poder después abrirse, a través de
la llamada jurisprudencia superior, hacia una actividad reproductiva y transformadora del derecho, que
modifica su forma y cualidad.
Queda así confirmado —aunque sea indirectamente— que la ciencia jurídica se atribuye una tarea
eminentemente hermenéutica, ligando conjuntamente en su operar las dimensiones del pasado, del presente y
del futuro.
Este reconocimiento de una función indirectamente normativa ejercitada por la doctrina no
corresponde sólo a una adquisición teórica reciente, propia de nuevas corrientes de pensamiento, que colocan lo
científico del derecho sobre el mismo plano —esencialmente valorativo— sobre el cual el conjunto de las
ciencias humanas considera los hechos sociales. Es verdad: hoy está ya abierto el camino a un concepto de
ciencia jurídica que prevé la posibilidad de fundamentar en su seno juicios de tipo valorativo. Pero bien mirado
toda la cultura jurídica occidental desde el derecho romano pasando por el Código de Napoleón hasta hoy, se
caracteriza en su interior por esta profunda penetración, por esta sólida influencia, no siempre querida, no
siempre consciente de sus implicaciones, que tiene la doctrina en el interior de la legislación y de la
jurisprudencia. El mismo código civil napoleónico, último resultado y el más alto de las exigencias iluminísticas
y revolucionarias de libertad y de igualdad, tiene entre sus puntos fuertes el arraigo en una secular tradición de
saber doctrinal que desciende del tronco del derecho romano.
En el contexto anglosajón prevalece indudablemente la creación del derecho por obra del juez,
mientras que en la Europa continental es más relevante la aportación coproductiva del jurista teórico: opera en
los pliegues del ordenamiento y a menudo no está ni siquiera «verbalizado» [Sacco 1977 y 1990], pero no por
eso es menos influyente. Esta función irrenunciable de terminación y de continuación del discurso legislativo
por parte del jurista dogmático determina un tejido continuo, difícilmente descomponible, entre derecho y
ciencia del derecho, con la consiguiente imposibilidad de concebir la ciencia jurídica como meta-discurso de
naturaleza descriptiva con respecto al lenguaje legislativo. Aceptar el vínculo de la doctrina significa orientarse
por todo el trabajo científico precedente, reconocerse en la continua clarificación y mejora cognoscitiva que la
aportación de los juristas lleva consigo. De esta relevante función de la ciencia jurídica se ha mostrado siempre
conocedora en particular la tradición jurídica alemana, para la cual, desde Savigny a Puchta, la ciencia jurídica
tiene la cualidad de fuente del derecho a la par del derecho legislativo y del consuetudinario. En cuanto
dogmática, y por consiguiente en cuanto fundamentalmente orientada al derecho positivo, la actividad del
jurista doctrinal trata el derecho no sólo como evento histórico, como resultado del desarrollo y de la relación
entre las fuerzas sociales, sino también como norma válida para disciplinar nuestro comportamiento de
miembros de una sociedad [Engisch]. Por otro lado, ya en la lengua griega al término dogma se vinculan tanto
la idea de normatividad como la de que es posible a través de la argumentación influir sobre otros, consiguiendo
16 La Jurisprudencia de intereses es una orientación metodológica desarrollada sobre todo en la Universidad de Tübingen entre finales del
siglo XIX y principios del XX. En polémica con la Jurisprudencia de conceptos, reivindicó la centralidad del fenómeno de los intereses en
la interpretación y en la creación del derecho. Este último debe responder a las necesidades objetivas que surgen de la vida en comunidad.
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su adhesión [Mengoni]. Si asumimos la noción de dogmática en un sentido amplio, en la acepción de trabajo
doctrinal referido al derecho positivo, o según la definición de Esser17
, como «método de trabajo determinado
por la autoridad de textos vinculantes» [Esser, 1972] estaremos subrayando sobre todo un aspecto: sujetos de
reconocida autoridad científica ofrecen valoraciones típicas, propias de un determinado contexto jurídico y
referidas al derecho positivo. En este sentido la autoridad de la llamada «interpretación doctrinal» presenta
grados notables de variabilidad según los diversos contextos culturales, sociales y jurídico-positivos [Tarello],
pero en línea general mantiene también hoy cierta autoridad, aunque su influjo en la estructuración del derecho
es decisivamente menor de lo que era en el siglo XIX.
Considerada como conjunto de conceptos teóricos, de fórmulas tecnificadas acumuladas por la
reflexión de la doctrina y de la praxis judicial, de propuestas dirigidas a jueces y legisladores, la dogmática se
revela como un momento esencial de pertenencia a una comunidad jurídica. No es obra exclusivamente
individual del jurista, sino el resultado de la comunidad lingüística del derecho. Toda comunidad jurídico-
política posee en efecto y continuamente reelabora —probando con ello su vitalidad— una gama de paradigmas
jurídicos determinados que, en la praxis, ningún sujeto que pertenezca a ella o que opere en ella puede
permitirse ignorar [Dworkin]. Al mismo tiempo, para no caer en el tradicionalismo y en el mero
conservadurismo —como es siempre la tentación de los juristas— toda comunidad jurídica tiene entre sus
funciones preeminentes la continua renovación de los propios paradigmas jurídicos. Una larga tradición, sobre
todo alemana, asigna en esta operación de renovación, de «convicciones», ideales y modos de pensar
[Calabresi], un rol de primer plano al gremio de los juristas, y en particular a los científicos del derecho: pero,
desde la Escuela histórica de Savigny hasta la Pandectística, se traduce de hecho en una actividad de análisis
conceptual y de organización de las normas jurídicas positivas dentro de categorías sistemáticas. El efecto es
que se reduce la interpretación a un sub-producto de la ciencia jurídica, confinando la hermenéutica a un rol
ancilar respecto de la dogmática jurídica [Mengoni]. Pero también en esta operación del jurista juega todavía un
rol importante su conciencia hermenéutica, o sea su, capacidad de captar el significado conjunto, la orientación
finalista de la racionalidad jurídica, en la perspectiva de una incesante mediación entre el sentido originario de
los materiales jurídicos y las exigencias de su adaptación al momento presente.
El hecho de subrayar que elementos interpretativos constituyen parte integrante de la dogmática
jurídica no significa, empero, identificar las funciones propias de la dogmática y las propias de la interpretación.
La primera está orientada a organizar la reflexión sobre el material jurídico según elementos científico-
sistemáticos, para después elaborar una posición crítica de tipo doctrinal; la segunda se centra por el contrario
en poner en correspondencia de modo homogéneo enunciados normativos y hechos concretos según una
relación orientada a sus consecuencias prácticas. Todo esto explica una relación muy compleja que se crea entre
dogmática e interpretación: no sólo de interacción circular entre actos de conocimiento adscribibles a sujetos
diversos [Mengoni], sino también de fecunda compresencia de elementos doctrinales e interpretativos: en el
obrar de un mismo sujeto interpretante la dogmática jurídica es de gran ayuda al intérprete al individualizar los
argumentos correctos para los fines de la consecución del derecho. Perdida el antiguo carácter monolítico, se
convierte en un arsenal de argumentos jurídicos a debatir y entre los cuales hallar instrumentos útiles al trabajo
de interpretación y de concretización jurídica. Aunque no debamos olvidar que la orientación fundamental de
las dos funciones es distinta en cada caso (jurista doctrinal y juez): epistemológico-científica en el primero,
práctico-normativa en el segundo, podemos decir que dogmática y jurisdicción desempeñan roles sutilmente
complementarios en el complejo procedimiento de comprensión de la norma.
Ahora bien, el científico del derecho reúne en su figura dos aspectos diversos de pertenencia, el propio
de quien por rol y competencia participa en formas institucionalizadas de la práctica social aplicativa del
derecho, y el propio de quien toma parte en la empresa científica, que presenta características y finalidades
autónomas. Los dos roles no son fácilmente armonizables, pues a menudo vienen las exigencias político-
jurídicas a entrar en conflicto con las exigencias de tipo epistemológico. Esto salta a la vista si juntamos la
posición del científico del derecho a las del legislador y del juez.
17 Josef ESSER (1910) es uno de los mejores juristas y metodólogos del derecho del siglo XX y el más importante representante de la hermenéutica jurídica contemporánea. Además de trabajos fundamentales en materia de obligaciones, ha desarrollado los temas de la
creatividad y de la racionalidad del proceso interpretativo a partir de la utilización del concepto gadameriano de precomprensión. Entre sus
mej ores obras metodológicas, Grundsatz und Norm (1956) y Vorverstandnis und Methodenwahl in der Rechtsflndung (1970).
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Mientras el legislador utiliza palabras y términos que muchas veces poseen significados amplios y por
consiguiente fácilmente presentan elementos de vaguedad y falta de univocidad y de precisión, el científico del
derecho no puede dejar de esforzarse en analizar y fijar de modo unívoco el significado de las palabras
utilizadas por el derecho, moviéndose en una dirección de superación de su ambivalencia y plurivocidad. Al
igual que cualquier otra ciencia, la ciencia jurídica debe aspirar a la máxima claridad y univocidad, sirviéndose
a tal fin de todos los instrumentos posibles (desde la clasificación pasando por la definición conceptual
completa y explícita hasta la unificación y simplificación del material disponible) [Hassemer]. Ahora bien, el
científico del derecho que se preocupe también de adecuar el derecho al cambio de la experiencia difícilmente
llegará a alcanzar conceptos y términos tan universalmente reconocidos y exactamente definidos como para
evitar la dificultad de ulteriores explicaciones e interpretaciones, o como para resolver definitivamente la
cuestión de las oscilaciones de significado. El jurista doctrinal, en efecto, no podrá por menos que asumir de la
vida intuitiva una serie de conceptos y de términos que no pueden ser conservados y fijados en su significado
obvio original, sino que están constantemente destinados a sufrir transformaciones de tipo evolutivo. Por otro
lado, la univocidad es de hecho muy rara, por no decir inexistente, en los textos legales: además por lo general
dichos textos son vagos, ambiguos, abiertos a diversas valoraciones, incompletos y contradictorios [Aarnio,
Alexy, Peczenik18
] y por eso no están en condiciones de ofrecer al intérprete criterios interpretativos claros y
unívocos. A pesar de ser lenguaje «técnico», el lenguaje de la ley no puede de ningún modo prescindir de
metáforas, símbolos, comparaciones; comparte la ambigüedad del lenguaje común, particularmente la
dependencia de los significados respecto de las situaciones contextúales y coloquiales. De un texto jurídico
escrito es imposible fijar con precisión un único sentido y a veces ni siquiera un «centro» del sentido. En
consecuencia el intérprete, más que individualizar la norma, individualiza una entre las muchas que de los
enunciados normativos son recabables [D'Agostino].
El lenguaje jurídico tiene en suma una textura insuperablemente «abierta» y se caracteriza por la
ineliminable presencia de aspectos de vaguedad y de parcialidad [Comanducci], que abren a los sucesivos actos
de positivación amplios márgenes de intervención creativa. Esto no significa, sin embargo, que el lenguaje
jurídico haya de renunciar a la racionalidad: pero como ya había intuido agudamente Plotino, es posible que a la
exigencia de un exactitud inflexible pero tal vez incapaz de significatividad [Pareyson19
] sean antepuestas las
exigencias de la comunicación, y esto ciertamente es lo que sucede en el caso del legislador contemporáneo.
Hans Kelsen, con objeto de ser rigurosamente coherente con su Reine Rechtslehre, sostiene netamente
distintos, en su visión de la cadena de delegaciones del poder productor de normas, el modo de proceder de los
juristas y el modo de proceder de los jueces y funcionarios. Mientras que para estos últimos la teoría kelseniana
acoge la tesis de la creatividad de la interpretación, y la sentencia se configura como norma individual
producida por el juez por delegación del legislador, al científico del derecho Kelsen recomienda por el contrario
esclarecer todas las posibles interpretaciones de la norma jurídica sin escoger de antemano una como más
idónea o más auténtica [Kelsen, Catania]. Si aceptáramos esta tesis, deberíamos necesariamente afirmar la
insanable contraposición entre ciencia del derecho por un lado, y legislación y jurisdicción por el otro, y
mientras quedaría en pie el problema crucial de individualizar criterios creíbles para sustraer a la arbitrariedad o,
peor aún, a la casualidad el comportamiento judicial que atribuye significados a los enunciados normativos.
Pensar además que la actividad del jurista realice un examen abstracto de todos los posibles significados de un
texto está muy lejos de la realidad, porque olvida que los significados normativos vienen constantemente
precisados en el seno de la práctica social [Viola, 1994].
18 Alexander PECZENIK (1937). Epistemólogo y teórico déla argumentación jurídica, ha sostenido la tesis de que en los razonamientos jurídicos existe una «transformación», es decir, un salto lógico entre las premisas y la conclusión: la tarea de la teoría del razonamiento
jurídico es analizar las reglas de la transformación. Relevante en este sentido el ensayo Non Equivalent Trasformations and the Law (1979). 19 Luigi PAREYSON (1918-1991). Importante filósofo de la Universidad de Torino, elaboró una sólida y original reflexión que, sobre un complejo fondo historiográfico que recoge el idealismo alemán, desarrolla el filón existencialista en la dirección de una personalísima
filosofía hermenéutica atenta a las relaciones entre la vida y el arte, entre la verdad y la historia, entre la libertad y el mal. Entre sus obras:
Verità e interpretazione (1970).
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Referencias bibliográficas
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124; F. D'Agostino, Ermeneutica, en «Archivio giuridico», 216,1996, n. l, pp. 109-126; R. Dworkin,
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Typus, C. Heymanns, Koln-Berlin-Bonn-München 1967; W. Hassemer, Rechtssystem und
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Viola, La critica dell'ermeneutica alla filosofía analítica italiana del diritto, en M. Jori (a cargo de),
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12. Cooperación y conflicto en el derecho
Para concluir, en todo el siglo XIX y para buena parte del XX, en virtud de la larga hegemonía
positivista, el derecho ha sido pensado, descrito y reconocido sólo desde el punto de vista de la legislación
ordinaria, en el riguroso marco representado por los dogmas de la soberanía nacional de los Estados y de la
autosuficiencia, plenitud y coherencia de los ordenamientos positivos singulares. En el último periodo del siglo
XX estos dogmas han sido necesariamente sometidos a una radical revisión, ya sea por el peso creciente
asumido por la interpretación constitucional, ya sea a causa de la formación de una jurisdicción superior a la
nacional —la jurisdicción internacional— para asegurar el respeto y la protección de los derechos humanos.
El eje central del derecho positivo, así como el de la praxis jurídica se ha desplazado de forma clara
desde el terreno de la legislación al de la jurisdicción ordinaria y al de la justicia constitucional. La ciencia
jurídica se esfuerza con fatiga por salir de la marginalidad en que se encuentra en relación con el desarrollo
social, en la cual había sido confinada por la ideología estatalista del legalismo moderno: y busca recuperar, en
el nuevo horizonte supranacional, un rol propulsor en el mecanismo de producción del derecho [Grossi].
Sin embargo, la necesidad de que sujetos titulares de diferentes funciones, interactúen y entrelacen sus
prácticas —como hemos tratado de demostrar— representa ya, en el microcosmos de la funcionalidad de los
ordenamientos jurídicos, el signo de un dato constante y estructural del derecho, el de una interacción social de
tipo cooperativo.
En el derecho existe la experiencia de la injusticia porque en situaciones típicas se producen conflictos.
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En el derecho existe también violencia, la cual aparece como objeto del discurso jurídico —cuando habla de
golpear, de abandonar a menores, de matar y de otros actos de este género— pero también existe la introducción
de una «violencia» pacificadora. El martillo del juez es el símbolo de la metamorfosis de la violencia que,
presente en el punto de partida del conflicto jurídico y todavía antes en el conflicto social, se convierte en
solución del conflicto no violenta sino asistida por la fuerza [Müller, Christensen].
El derecho es interposición de una regla, de un procedimiento, de una distancia, de un tercero, es
introducción de una racionalidad intermediaria y comunicativa entre la víctima y el agresor, entre las partes de
una relación obligatoria, entre sujetos en posición de reciprocidad [Habermas]. Es conmensuración con arreglo
al estándar de la costumbre y con la sagacidad jurisprudencial que se afirma en la forma de vida en que el juez
mismo se encuentra inserto [Esser].
La inconsciente cooperación entre las partes de la controversia que, mientras que se empeñan en la
batalla para poner en contraste sus propios argumentos y sus propios significados a los textos y a los hechos,
convalidan la legitimación del tercero para que en el debate de palabras que él gobierna separe las palabras y la
violencia, constituye el símbolo del intrínseco valor cooperativo del derecho, de la no negociabilidad de su
función pacificadora de conflictos según soluciones correctas.
Referencias bibliográficas
J. Esser, Grundsatz und Norm in der richterlichen Fortbüdung des Privatrechts, Mohr, Tübingen, 1990
(4.a ed.); E Grossi, Scienza giuridica e legislazione nena esperienza attuale deldiritto, en
ld.,Assolutismo giuridico e diritto privato, Giufíré, Milano, 1998, pp. 263-274; J. Habermas, Fatti e
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Milano, 1996; F. Müller, R. Chistensen, Testo giuridico e lavorosul testo nella strukturierende
Rechtslehre, trad. it. de E. Comelli, en «Ars interpretandi», 2, 1997, pp. 75-102.