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Los Cuadernos de Cine UN ITINERIO ROMANTICO De ventura a Reman al viento Carlos Losilla «No hemos creado vida ni hemos creado muerte ... imos remado al viento! Tú y yo.» Gonzalo Suárez, del guión de su película. U n muchacho se queda tristemente sci- nado por una figura dibujada en un pla- to e inmediatamente sabe que debe sa- lir en busca de una chica a la que creía haber olvidado. Esta premisa irracional, casi n- tástica, que tiene cierta relación con el concepto de inspiración, es el punto de partida de la- ventura (1988), la película de Manuel Gutiérrez Aragón. Manuel (Miguel Molina), al que se le adivina una vida gris, dominada por la monoto- nía del tiempo (el péndulo del reloj con que se inicia la película y que vuelve a aparecer cuando termina) y de las relaciones miliares, parte, pues, a la búsqueda de un ideal, la imagen de una muchacha que deviene su única razón de ser. He aquí, brevemente enunciado, el esque- ma de un film del que su autor ha dicho que pretende «mostrar eso que tienen en común los sueños y la realidad». En ecto, toda la estructura y el desarrollo de laventura se basa en ese mundo onterizo que separa lo consciente de lo inconsciente, lo cotidiano de lo maravilloso. Es una estrategia que Gutiérrez Aragón ya ha utilizado en casi todas sus películas, pero que aquí se convierte prácticamente en la esencia y el motor del rela- to. En busca de Rocío (Iciar Bollaín), Manuel aparece durante casi toda la película entregado a la alucinación, a la semiinconsciencia, ya sea a causa de las pastillas que le receta el dentista, ya por culpa de las palizas que recibe constante- mente. Ambos elementos son importantes, por- que si la droga está relacionada con sus muelas y, por tanto, con el amor («mal de muelas, mal de amores», le recuerda su madre), así como la madurez (la que le duele es la muela del juicio), el dolor sico y la sangre remiten a una concep- ción pesimista de la existencia, sin duda hereda- da de la iconograa judeocristiana, asociada a su vez con la imagen de la muerte entendida como atracción irracional, como scinación por el abismo. Amor y muerte: el carácter absoluto, exclusivo, del Ideal está tan cerca de uno como de otra. Al final, Manuel hace el amor con una Rocío ajena y distante (lcon una muerta?) y, 76 Miguel Malina. poco después, se despierta en la cama de un hospital creyendo que todo ha sido una pesadi- lla, como si volviera a la vida después de haber conocido la muerte. Este ecto de identificación entre la persecu- ción de lo único que puede devolverle la alegría y la vida al protagonista (además del habla: Ma- nuel, durante toda la película, es prácticamente un muerto en vida, un ntasma privado del de- recho a la expresión) y ese mismo objeto conce- bido como la negación de toda vida, tiene aún dos bircaciones más en la película de Gutié- rrez Aragón: el decorado, el ambiente, y la figu- ra del personaje interpretado por Richard Lin- tern, verdadera síntesis y/o reflejo de la aventu- ra de Manuel y, por tanto, del propio Manuel. El escenario sevillano que presenta Malaventura está claramente dividido entre una vitalidad su- perficial y externa, y un horror instalado en su mismo núcleo. La iluminación nocturna es ía y metálica, de modo que las sombras que transi- tan el film parecen moverse en tierra de nadie. Los bares atestados de gente oecen un aspecto sudoroso y agobiante, casi como una antesala del infierno, a la manera de Scorsese. No es de extrañar, pues, que cuando el juez Alcántara (José Luis Borau) lleva a Manuel a un «tablao», el muchacho empiece a llorar sin razón alguna: su estado de melancolía, de extraordinaria re- ceptividad, le permite vislumbrar el vacío que se esconde tras la apariencia de alegría, el mismo que descubre tras la sombra del ideal amoroso. El extranjero está concebido asimismo como una insólita mezcla de bondad y maldad, de sen- sibilidad y brutalidad, de amigo y de rival para el protagonista. Es su contrafigura, pues, como él también ha perdido algo (su mujer), pero a la vez también es su oponente, porque es quien tiene «prisionera» a Rocío, y el reflejo de lo que

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Los Cuadernos de Cine

UN ITINERARIO

ROMANTICO

De Malaventura a Remando al

viento

Carlos Losilla

«No hemos creado vida ni hemos creado muerte ... iHemos remado al viento! Tú y yo.»

Gonzalo Suárez, del guión de su película.

Un muchacho se queda tristemente fasci­nado por una figura dibujada en un pla­to e inmediatamente sabe que debe sa­lir en busca de una chica a la que creía

haber olvidado. Esta premisa irracional, casi fan­tástica, que tiene cierta relación con el concepto de inspiración, es el punto de partida de Mala­ventura (1988), la película de Manuel Gutiérrez Aragón. Manuel (Miguel Molina), al que se le adivina una vida gris, dominada por la monoto­nía del tiempo ( el péndulo del reloj con que se inicia la película y que vuelve a aparecer cuando termina) y de las relaciones familiares, parte, pues, a la búsqueda de un ideal, la imagen de una muchacha que deviene su única razón de ser. He aquí, brevemente enunciado, el esque­ma de un film del que su autor ha dicho que pretende «mostrar eso que tienen en común los sueños y la realidad».

En efecto, toda la estructura y el desarrollo de Malaventura se basa en ese mundo fronterizo que separa lo consciente de lo inconsciente, lo cotidiano de lo maravilloso. Es una estrategia que Gutiérrez Aragón ya ha utilizado en casi todas sus películas, pero que aquí se convierte prácticamente en la esencia y el motor del rela­to. En busca de Rocío (Iciar Bollaín), Manuel aparece durante casi toda la película entregado a la alucinación, a la semiinconsciencia, ya sea a causa de las pastillas que le receta el dentista, ya por culpa de las palizas que recibe constante­mente. Ambos elementos son importantes, por­que si la droga está relacionada con sus muelas y, por tanto, con el amor («mal de muelas, mal de amores», le recuerda su madre), así como la madurez (la que le duele es la muela del juicio), el dolor físico y la sangre remiten a una concep­ción pesimista de la existencia, sin duda hereda­da de la iconografía judeocristiana, asociada a su vez con la imagen de la muerte entendida como atracción irracional, como fascinación por el abismo. Amor y muerte: el carácter absoluto, exclusivo, del Ideal está tan cerca de uno como de otra. Al final, Manuel hace el amor con una Rocío ajena y distante (lcon una muerta?) y,

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Miguel Malina.

poco después, se despierta en la cama de un hospital creyendo que todo ha sido una pesadi­lla, como si volviera a la vida después de haber conocido la muerte.

Este efecto de identificación entre la persecu­ción de lo único que puede devolverle la alegría y la vida al protagonista (además del habla: Ma­nuel, durante toda la película, es prácticamente un muerto en vida, un fantasma privado del de­recho a la expresión) y ese mismo objeto conce­bido como la negación de toda vida, tiene aún dos bifurcaciones más en la película de Gutié­rrez Aragón: el decorado, el ambiente, y la figu­ra del personaje interpretado por Richard Lin­tern, verdadera síntesis y/o reflejo de la aventu­ra de Manuel y, por tanto, del propio Manuel. El escenario sevillano que presenta Malaventura está claramente dividido entre una vitalidad su­perficial y externa, y un horror instalado en su mismo núcleo. La iluminación nocturna es fría y metálica, de modo que las sombras que transi­tan el film parecen moverse en tierra de nadie. Los bares atestados de gente ofrecen un aspecto sudoroso y agobiante, casi como una antesala del infierno, a la manera de Scorsese. No es de extrañar, pues, que cuando el juez Alcántara (José Luis Borau) lleva a Manuel a un «tablao», el muchacho empiece a llorar sin razón alguna: su estado de melancolía, de extraordinaria re­ceptividad, le permite vislumbrar el vacío que se esconde tras la apariencia de alegría, el mismo que descubre tras la sombra del ideal amoroso.

El extranjero está concebido asimismo como una insólita mezcla de bondad y maldad, de sen­sibilidad y brutalidad, de amigo y de rival para el protagonista. Es su contrafigura, pues, como él también ha perdido algo (su mujer), pero a la vez también es su oponente, porque es quien tiene «prisionera» a Rocío, y el reflejo de lo que

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Manuel está a punto de alcanzar, la degradación y el crimen: el abismo. Este personaje inevita­blemente fascinante, tanto para el espectador como para el protagonista, acaba siendo el eje de una película con estructura de relato iniciático en la que todo tiene dos caras: el juez parece ser el guía que conducirá al héroe hacia su objetivo, pero en realidad sólo quiere recuperar a su hija y acabar con el extranjero; el dentista tiene la mi­sión de curar a Manuel de su mal de muelas (de su mal de amores), y devolverlo así a la vida, pero, en lugar de eso, se convierte para él en una especie de Mefistófeles que le introduce en la espiral de irracionalidad (desde su sillón pue­de contemplar la muerte de la mujer del extran­jero), dolor (su sangre brota allí por primera vez) y alucinación (es él quien proporciona las pasti­llas), que está a punto de acabar con él; etc. Y estas dos caras del film, la búsqueda del ideal y la atracción por el abismo, son las que confieren a Malaventura y a su protagonista un aura arre­batada, más allá de la aparente frialdad de la película, que el cine de Gutiérrez Aragón no había dejado vislumbrar hasta ahora.

En el fondo, por eso mismo, podría contem­plarse Malaventura como una edición de bolsillo (y no lo digo en un sentido peyorativo) de Vérti­go (Vértigo, 1959), la obra maestra de Hitchcock considerada como la cumbre del cine romántico. Como Manuel, Scottie Ferguson (James Ste­wart), asediado por la intuición de una vida mez­quina al lado de su novia Midge (Bárbara Bel Geddes), se siente fascinado e inevitablemente atraído por el misterio que representa para él una bella desconocida (Kim Novak) a la que po­co a poco va convirtiendo en su ideal. El vía cru­cis de sufrimiento y muerte al que se ve arras­trado es, desde luego, mucho más radical que el de la película de Gutiérrez Aragón (entre otras cosas porque Vértigo se presenta, a primera vis­ta, como un thriller de suspense), pero su senti­do es el mismo: en la escena final, en un último intento de recrear el ideal perdido, Scottie se queda literalmente al borde del abismo mientras su amada se precipita por un campanario. Es algo que ha explicado mejor que nadie Eugenio Trías en un libro absolutamente imprescindible, Lo bello y lo siniestro: la idea de la sublimación de la vida y la idea de la muerte y el horror están demasiado unidas como para establecer una se­paración taxativa. Por lo tanto, nadie puede con­templar el rostro del Ideal sin vislumbrar tras él la sombra de lo horrible.

Esta grosera simplificación de la tesis de Trías es, sin embargo, la esencia del posible romanti­cismo de una película aparentemente tan lineal como Malaventura. Pero en la película de Hitch­cock (como en las de King Vidor, pongamos por caso, otro gran practicante del romanticismo ci­nematográfico), la concepción idealista del yo como centro del universo, es decir, como el lu­gar donde suceden las tensiones expuestas, se traduce fílmicamente en dos procedimientos he-

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!ciar Bo/laín.

redados de la literatura que el cine, ya desde Griffith, hizo suyos con inusitada rapidez y co­herencia: la identificación del espectador con el protagonista y/o con el relato, y, como conse­cuencia, la configuración de la ficción como me­canismo envolvente y compacto, o sea, como universo unitario y homogéneo. No hace falta citar los travellings subjetivos de Vértigo, ni la constante utilización del punto de vista de Scot­tie para implicar al espectador en el relato, pero sí decir que, en los films de Vidor, la estrategia es muy otra pero el fin es el mismo. La presen­tación de personajes atrapados entre lo sublime y lo maligno -como en Duelo al sol (Duel in the sun, 1947), Beyond the forest (1949) o Pasión bajo la niebla (Ruby Gentry, 1952)- no se desa­rrolla a través de la identificación del especta­dor, sino gracias a un concienzudo trabajo de puesta en escena en el que las figuras aparecen mucho más fascinantes que sus antagonistas. Es lo mismo que ocurre con las películas de Dou­glas Sirk y sus personajes abocados a la tragedia. Por ello, también en estos films el personaje acaba formando parte del espectador, y éste del relato, conformando un sistema expresivo autó­nomo con una total implicación de todos sus elementos.

La superación de este subjetivismo exaspera­do se produce, en el caso concreto de Malaven­tura, tras varias décadas de desintegración, a tra­vés de una inversión de funciones. En primer lugar, la identificación se convierte en una espe­cie de distanciamiento, en modo alguno brech­tiano, que establece la narración con respecto a su(s) protagonista(s). El idealismo trascenden­tal, el hombre como catalizador de la Naturaleza y del universo (y, por tanto, la sublimación del punto de vista), deja paso a un vaciado en el que la conciencia del yo estalla en mil pedazos, caó-

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Richard Lintern.

ticamente diseminados entre los demás elemen­tos del relato, por otra parte ya fragmentado me­diante una especialización o subrayado de sus distintas partes. Así, los mecanismos narrativos pueden perder su significado original: en Mala­ventura, la primera persona en off no es un pro­cedimiento utilizado para establecer una com­plicidad entre el protagonista y el espectador, si­no casi una pista falsa. La historia sucede en 1988 pero se narra desde el año 2005, una licen­cia poética que permite a Gutiérrez Aragón in­troducir comentarios desde el otro lado de la fic­ción, desde lo que la película propone como presente, sublimando y a la vez desvirtuando el elemento poético implícito en los hechos que se ofrecen como pasados. Por ello la voz en off y el relato siguen caminos distintos: mientras la pri­mera sugiere, sobre todo en la escena final, una explícita nostalgia por lo que se considera una aventura-historia-de-amor-iniciática, el segundo demuestra que en realidad el contacto con el ideal no fue ni fácil ni demasiado sublime. De la misma manera, el decorado, los ambientes, no son una proyección del yo de Manuel, no actúan en conexión con o en oposición a él (como ocu­rría en Vértigo con el cementerio, el bosque de secoyas o el campanario), sino que se erigen igualmente en algo aparte, adquiriendo un pro­tagonismo que va más allá de la figura del o de los personajes, como si hubiera expulsado de sus dominios al elemento humano.

Este desmesurado crecimiento del factor am­biental es uno de los rasgos más característicos del «romanticismo» cinematográfico de los últi­mos años. Blade Runner (Blade Runner, 1983), de Ridley Scott, que aborda felizmente -entre otras cosas- la cuestión de las relaciones entre el hombre y su creador, ofrece un amplio mues­trario de neones fantasmales, lluvias pertinaces

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e interiores sombríos en un universo alienado, violento y casi irreal. Y Corazonada (One from the heart, 1982), de Francis Coppola, película pionera en tantos conceptos, utiliza el decorado como algo vivo, ya totalmente ajeno a los perso­najes: algunas escenas, precisamente, están ba­sadas en el cambio de decorados efectuado en el interior de un solo plano. Lo importante del film de Coppola, empero, es que da un paso más en este proceso de desplazamiento del concepto de «lo romántico». Su «argumento» podría identifi­carse, como el de Malaventura, con el tema de la búsqueda del ideal amoroso en un entorno físi­co de ribetes fantásticos. El tratamiento, no obs­tante, y también como en el film de Gutiérrez Aragón, aunque en otra dirección, bloquea el posible sentido bigger than lije de la narración, lo convierte en algo extraño e indefinible. Porque si el ambiente adquiere grados de estilización y protagonismo sólo comparables -y entiéndan­me la comparación, por favor- con los de las películas de Sirk o Vidor, los personajes, por el contrario, no se ven sometidos al mismo proce­so y permanecen en un discreto plano de coti­dianeidad. En otras palabras, Corazonada es un artefacto compuesto de personajes vulgares in­sertos en un contexto que les supera. Esta im­placable disociación entre el elemento humano y el ambiental resultaba algo impensable en Vér­tigo, donde Scottie acababa alcanzando carac­terísticas casi míticas, o en Duelo al sol, donde la famosa escena final elevaba a los protagonistas hasta el prestigioso altar del amor romántico y desesperado. De Corazonada a Malaventura, sin embargo, el personaje prototípico del film ro­mántico queda despojado de toda aura superior, condenado a mantener los pies en el suelo aun­que los objetos -en el sentido más amplio de la palabra- que le rodean adquieran proporciones insólitas: no otro es el significado del desplaza­miento físico y real de los decorados de Corazo­nada o de la insólita imaginería de Malaventura.

El actual cine «romántico», por ello, tiende a la atomización, al desglose de sus elementos, a la desunión, a la anarquía más o menos estruc­turada según los deseos o la personalidad del di­rector. Es algo que ya había esbozado Godard hace más de dos décadas en películas tan ro­mánticamente nihilistas como Lemmy contra Alphaville (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, 1965) o Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), pero no se limita a eso. El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlín, 1987), de Wim W enders, puede que sea la última palabra en este sentido y, desde luego, es un ejemplo perfecto de ese mutuo desplazamiento que se produce entre las partes constitutivas del film. Su planteamiento es ya sintomático: de nuevo -como en Vértigo, como en Corazonada, comoen Malaventura- el itinerario de unos persona­jes en busca de algo, preferiblemente un ideal,ya sea mental o físico; pero aquí esos protago­nistas ya se presentan explícitamente détachés

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Gonzalo Suárez y Va/entine Pe/ka en una escena de «Remando al viento».

de su contexto, es más, son por definición ajenos a él, porque se trata nada más y nada menos que de dos ángeles que visitan la Tierra. No importa, sin embargo, su supuesta condición sobrenatu­ral: es una simple estratagema de Wenders para presentarnos sus típicos personajes sin patria, sin raíces. Como el Harry Dean Stanton que emerge de no se sabe dónde al principio de París, Texas (París, Texas, 1984), Damiel (Bruno Ganz) y Cassiel (Otto Sander) aparecen en Berlín procedentes de un cielo indefinido, que muy bien puede ser el limbo de los melancóli­cos, de los que buscan algo, a la manera del Ma­nuel de Malaventura. Inevitablemente distancia­dos, pero extrañamente cotidianos (con sus abri­gos y su expresión impávida, una perfecta metá­fora del hombre contemporáneo), estos «ánge­les» escrutan el pensamiento de los demás ofre­ciendo así otro tipo de magnificación distinta a la del decorado. No sólo Berlín aparece como una ciudad fría, ajena y distante, subrayada por el blanco y negro de Henri Alekan, sino que los discursos interiores de los ciudadanos también se ofrecen entrecortados, mezclados, cada uno de ellos encerrado en sí mismo y a la vez for­mando parte de un todo ininteligible.

Damiel y Cassiel se enfrentan así a una doble enajenación, la del entorno físico y la del entor­no humano, plasmada, además, conceptualmen­te, en otra figura que atraviesa el film como un fantasma: el hombre de la biblioteca, el Preser­vador de la Narración, es decir, de la unidad pri­mordial entre el hombre y su propio discurso, entre el hombre y sus semejantes. Si se ha roto

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la unidad del referente romántico clásico (Vérti­go), es porque también· se ha roto el concepto unitario de la conciencia subjetiva. Ante un mundo caótico, lo único que podía hacer Scottie Ferguson (y Hitchcock, claro) era darle un senti­do a través de la mentalidad creadora, del ideal constructivo, de la persecución de la obra orgá­nica perfecta, ya se tratara de la película ( en el caso del director) o de la mujer de sus sueños (en el caso del protagonista). En El cielo sobre Berlín, el creador (Wenders) se muestra incapaz de dar vida a una obra de arte coherente (en el sentido funcional, no estético, de la palabra), mientras que los personajes, cerrados sobre sí mismos, sólo pueden intentar comprender a quienes parecen iguales a ellos.

Por eso el tema de la película no es otro que el restablecimiento de esta múltiple unidad per­dida. Damiel pretende ingresar en el «censo hu­mano» para sentirse parte de algo, para dejar de contemplar la realidad como un magma de vo­ces incomprensibles; Wenders desea ardiente­mente que lo haga para volver a un concepto de la narración entendida igualmente como inte­gración y no como dispersión.

El procedimiento que Damiel elige (o se le impone) para superar su alienación con respecto a todo lo que le rodea es, como corresponde a una película romántica, el amor. Pero también aquí el amor adquiere los rasgos del Ideal, en otras palabras, de una bellísima trapecista (Sol­veig Dommartin) que obligará al fascinado ángel a convertirse en hombre para conseguir su aten­ción o, lo que es lo mismo, a fundir decorados,

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discursos y cuerpos en un solo plano y recuperar así la unidad perdida. Hay una escena emblemá­tica en este sentido. Damiel, aún ángel, ve a la trapecista desnudándose en su roulotte y siente la irrresistible atracción física del ideal hecho carne. Hasta ahora, todo les separa: ella no pue­de verle y él no puede hablarle. Aun siendo los mismos en ese momento, su entorno y su con­dición corpórea parecen separados por un muro infranqueable. Y entonces es precisamente un "instante de gracia de la puesta en escena el que posibilita la unión: el deseo de Damiel hacia la muchacha se materializa y el blanco y negro se convierte en color, un color que, en este caso, no es una simple argucia técnica, sino un ele­mento de fusión que restablece momentánea­mente la armonía entre objetos y cuerpos. Al final, cuando Damiel renuncia para siempre a su condición «angélica» (esto es, en el lenguaje metafórico del film, cuando de verdad sabe que ha encontrado lo que buscaba), el color inunda por completo y de una vez por todas la pantalla, y, lo que es más importante, no se limita al con­traplano «subjetivo» de Damiel, sino que integra a éste definitivamente en el plano y en la escena, consiguiendo la simbiosis perfecta entre decorado, elemento humano y -por fin- discurso: el ex «án­gel» ya se puede comunicar con los demás, la uni­dad del plano y del relato puede dejar paso al desa­rrollo de la narración. «Érase una vez ... ».

De hecho, esta conclusión aparentemente in­genua y optimista no es tan distinta de la que sustentaba Malaventura o Vértigo. Damiel, como Manuel o Scottie, crea su propio objeto de ado­ración, le da forma a través de su imaginación y -esto sí, a diferencia de los demás personajes­consigue hacerlo realidad, materializarlo. El pro­blema de la creación, tan típico del sistema ideo­lógico romántico (y no me refiero estrictamente,ni nunca lo he hecho hasta ahora, al romanticis­mo decimonónico), resulta más complejo de loque parece. Se trata, claro, de la creación artísti­ca, pero no en un sentido sólo literario, plásticoo musical. El pensamiento romántico más extre­mista tiende a la rebelión contra los dioses ocontra cualquier otra fuerza motriz que se pre­tenda creadora, atribuyéndose a sí mismo y demanera exclusiva la facultad de dar vida a la ma­teria inerte. Este acto de vivificación, de exalta­ción del individualismo humano, se extiendetambién hasta el terreno del amor, e incluso alde la muerte, que, concebidos como ramificacio­nes del arte, o mejor dicho, como variantessuyas, deben estar sometidos a sus mismas re­glas de funcionamiento. Cuando el hombreama, recrea el objeto de su deseo a su imagen ysemejanza, convierte algo que para él antes sóloera materia en parte sustancial de su propio sery, por lo tanto, le confiere vida. Cuando se en­frenta a la muerte, el efecto es semejante aunquesiempre inútil, por lo que se queda simplemente engesto de rebelión simbólica: de ahí la fascinación ro­mántica por fantasmas y aparecidos, entes que no

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sólo han conseguido vencer -de alguna manera, por lo menos- a la muerte, sino también perder toda condición material, recrearse a sí mismos más allá de los límites impuestos por los dioses. Pero de ahí también la obsesión compartida por la belleza y por lo horrible, en el fondo las dos caras de la capacidad creativa humana.

Remando al viento, la última y hasta ahora más hermosa película de Gonzalo Suárez, pre­senta, incluso desde su más evidente superficie, esta enigmática preocupación por los mecanis­mos creativos del hombre. La historia parte de una anécdota convertida en leyenda, los hechos que precipitaron la escritura de Frankenstein, protagonizados por los poetas Byron y Shelley, Mary (la autora del libro y esposa del segundo) y el misterioso doctor Polidori. Contemplado des­de este punto de vista, el film ya es, en potencia, una reflexión sobre los límites de la imaginación humana, escindida en dos vertientes: la elabora­ción de una obra de arte que acaba superando a sus propios autores y la creación de un ser, un monstruo de la razón y a la vez una criatura poé­tica, sin ningún tipo de intervención divina. La película, según esto, adquiere desde el principio una doble textura discursiva. Por una parte, la crónica (personalizada, interiorizada) de lo que les sucedió a aquellos personajes; por otra, las consecuencias de aquel acto de libertad supre­ma. La primera instancia responde a los cánones del cine romántico más clásico. Los personajes están abocados a la tragedia desde el inicio de la proyección (inaugurada con la imponente ima­gen de un glaciar al amanecer puntuada por los versos de un tétrico poema de Byron: «Llegó el alba y pasó y llegó de nuevo sin traer el día»), cuando Mary empieza a rememorar las extrañas circunstancias que la han conducido a su estado actual. Y, por lo demás, el desarrollo del relato manipula con delicadeza multitud de tópicos li­terarios y filosóficos que también asomaban en la base de Malaventura y que, como en ésta, es­tán pensados para reproducir el estrecho límite que divide lo hermoso y lo terrible, la gloria de la imaginación humana y sus horripilantes efec­tos, la vitalidad de la juventud y el inexorable paso del tiempo ... El segundo punto por el que discurre Remando al viento es, no obstante, el más característico de sus intenciones y el que subraya su originalidad y el buen trecho que la separa (conceptualmente) de Malaventura.

En efecto, el proceso de invención de la cria­tura es un proceso de transferencias. No sólo Mary, sino también todos los demás personajes proyectan en él sus esperanzas y frustraciones, para que actúe como catalizador de una energía reprimida. Cuando Polidori (José Luis Gómez) afirma que «la imaginación sólo crea cosas muertas, aunque a veces resulten bellas», está enunciando el centro sobre el que gravita el conjunto del film. La intención de los poetas, de los creadores, es construir una imagen mental que supere a la realidad, que de algún modo la

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«Remando al viento».

elimine, o por lo menos que la modifique, pero jamás que la sustituya, porque esa sustitución supondría su mismísima anulación como de­miurgos: esa suplantación significaría su muerte, a la vez que el triunfo de la belleza máxima. Como en Malaventura, la persecución del ideal supremo está relacionada con la atracción hacia la nada. Lo que ocurre es que aquí no es el de­corado el que «enajena» al hombre, sino su pro­pio descontrol mental, las ficciones que es capaz de inventar. Es un tema obsesivo en toda la fil­mografía de Gonzalo Suárez que en este trabajo alcanza su más elevada representación a través, precisamente, de la estructura narrativa. La pro­fética sentencia de Polidori se va desplegando implacablemente a partir de un instante tan má­gico como aquel en el que Damiel veía por pri­mera vez en color a su objeto de deseo. Si en el film de W enders se trataba de una revelación casi gloriosa, en Remando al viento no es más que una ominosa premonición. Como regalo de cumpleaños, Shelley (Valentine Pelka) recibe de Byron (Hugh Grant) un catalejo e inmediata­mente se pone a mirar por la ventana. Lo que se aparece ante él no es una visión de grandeza e

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infinitud, sino el rostro extrañamente deforma­do de Mary, el punto de partida de la autodes­trucción del grupo. Mary se interpone entre el poeta y la belleza (los tópicos románticos: la no­che, las estrellas ... ) del mismo modo que la cria­tura (José Carlos Rivas) se interpondrá entre to­dos ellos. Las siguientes etapas de esta degrada­ción ya vienen marcadas por la aparición y el progresivo protagonismo de la criatura, la repre­sentación de todos los anhelos e insatisfacciones de sus creadores.

La escena en la que Mary (Lizzy Mclnnerney) concibe al hijo de su fantasía ostenta una exqui­sita y exacta ejecución. Al principio, la mucha­cha está escribiendo en su mesa mientras en el exterior llueve sin parar. Polidori llama a la puerta y ella no le deja entrar. De repente, una visión fulgurante: un cuerpo cubierto por una sábana, una mano fantasmal, sin duda un muer­to que vuelve a la vida. Finalmente, ese mismo ser, de nuevo en la habitación, aparece tras la ventana y su rostro se fusiona con el de Mary, produciendo un efecto parecido al de la imagen que Shelley había contemplado con su catalejo. La inclusión de Polidori no es arbitraria. Es él

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quien ha afirmado que la imaginación sólo crea cosas muertas, por lo que es completamente ló­gico que su figura (o su evocación: Mary no lle­ga a verlo, con lo que el papel de la fantasía está mucho más acentuado) refuerce en la escritora la imagen de algo sin vida. Y no sólo eso. Poli­dori es un ser patético, un borrachín al que By­ron pone constantemente en ridículo e incluso identifica con su perro. Así, la creación de la criatura supone su muerte (poco después lo en­cuentran ahorcado) porque aquélla adquiere su carácter marginado, se apropia de él y lo engran­dece otorgándole rasgos poéticos. Podría decirse que la criatura es el resultado, en la imaginación de Mary y de todos los demás, de la suma de dos circunstancias: la muerte del perro de Byron a manos de Polidori y el suicidio de este último en una noche de desesperación y alcohol. En el guión, antes del plano del cuerpo bajo las sába­nas, había un fragmento, que nunca llegó a ro­darse, en el que aparecía la tumba del perro atra­vesada por una sombra misteriosa. Hubiera sido, sin duda, un subrayado innecesario, pero de to­das maneras resulta esclarecedor: el perro se convierte en Polidori que a su vez se convierte en la criatura. En otras palabras: la creación co­mo proceso asociativo capaz de convertir en al­go vivo (proposición que Remando al viento hace literal) y casi sublime, a la vez que aterrador, el material más insignificante. (No hay que olvi­dar, por otro lado, que al morir el perro Byron había regalado a Polidori su collar, ni tampoco que, cuando Mary no le deja entrar, el doctor pronuncia las mismas palabras que dirá la criatu­ra en el momento en que, ya en Londres, se le vuel­va a aparecer a la escritora -«No es bueno dejar al perro fuera de casa»-, circunstancia que identifica sin discusión a las tres figuras implicadas.)

El hecho de que el rostro de Mary y el de la criatura se superpongan en el cristal de la venta­na es igualmente (si no más) importante. Es el instante de la identificación suprema en el que el artista asume los rasgos de su propia ficción y todo se confunde: su creación (es curioso que en el film se utilice la palabra criatura, que es un derivado del verbo crear) pasa a ser ella misma, su ideal artístico se convierte en su propia mal­dición. El resto de la estructura de Remando alviento se desprende casi espontáneamente de es­ta escena magistral -una de las más densas y su­gerentes del cine de los últimos años- en una carretera imparable, condenada, hacia el desola­dor final, en el que de nuevo aparece el glaciar del principio, símbolo inapelable de «eternidad» y «muerte», como dice el propio Gonzalo Suá­rez. Tras las misteriosas desapariciones de Fan­ny (Karan Westwood), la hermana de Mary, y Harriet, la primera esposa de Shelley (hecho es­te último que da vía libre a la boda entre Percey y Mary, como si la criatura -ella misma- se en­cargara de satisfacer los deseos de quien la en­gendró), los siguientes estadios del film se preci­pitan con rigurosa crueldad, construidos a partir

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de cada una de las sucesivas apanc1ones del «monstruo», una intrusión que siempre supone la muerte (de William -el hijo de Shelley-, de Allegra -la hija de Byron-, del propio Shelley y su amigo Edward Williams ... ). Esta asociación entre los hitos del relato y la aparición de la muerte no sólo condiciona estéticamente el edi­ficio de la película, a través de su construcción en escenas casi independientes separadas por enérgicas elipsis (ningún fallecimiento aparece físicamente en pantalla, quiero decir, en el mo­mento en que se produce), sino que también impulsa su discurso hacia coordenadas más ricas, más totalizadoras. Si la criatura es el meca­nismo que, en el plano estructural, hace avanzar la película, igualmente es el motor que pone en marcha los demonios ocultos ( el miedo, los de­seos reprimidos, el ansia de autodestrucción ... ) de su creadora y de todos los demás. Es, en fin, el espíritu del Romanticismo, sin una sola impu­reza, el producto de una conciencia subjetiva desbordada, arrolladora, sin ningún tipo de inhi­bición o temor (excepto a la soledad: «Ya nunca remaremos juntos», dice al final mientras con­templa la partida de Mary), hija de un perro, un alcohólico y una(s) mente(s) febril(es). Conse­cuentemente, y a pesar de que procede de la búsqueda de la belleza ( o precisamente por eso), no puede evitar crear muerte y destrucción, por­que es ahí, en la etapa más misteriosa y a la vez abismal de la condición humana, donde encuen­tra su plena realización, la expresión completa de la verdadera mentalidad romántica.

Cuando la criatura se independiza de su hace­dor, o cuando la ficción no sólo se convierte en realidad sino que la sustituye ( dominándola, condicionándola), el lugar de lo romántico sufre un desplazamiento que lo traslada hasta el exte­rior del propio sujeto creador, hacia los mecanis­mos de esa ficción. Una de las principales virtu­des de la película de Gonzalo Suárez es que ejemplifica este proceso de una manera brutal­mente física y, al tiempo, explicativa. Lo «ro­mántico» ya no son los personajes, sino lo que les hace moverse, vivir o morir, es decir, la «criatura», la propia representación de lo narra­tivo, algo externo a ellos, desgajado de ellos mismos y erigido en configuración independien­te y aparte. Desorientado y perseguido por sus propias creaciones (un contexto alucinado en Malaventura, una horrible visión de muerte en Remando al viento), el protagonista del actual cine romántico deambula sin rumbo fijo, como Manuel por Sevilla o Mary en el barco que se aleja al final de la película, en busca de algo (lel amor, la muerte, lo bello, lo siniestro?) que no sabe muy bien qué es. Mientras tanto, sus creaciones (ambientes y decorados, estructuras y ficciones) to­man vida propia y lo expulsan de su territorio, dan­do forma así a un universo fragmentado, desunido. como las propias construcciones de las ...-... películas, como la conciencia misma del � hombre contemporáneo. �

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