Metafisica del lenguaje

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H umberto G iannini Metafísica del Lenguaje m U NI VE RSIDADARCIS

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Libros de La Invención y la HerenciaUniversidad ARCIS /LOM Ediciones

Dirección EditorialFederico Galende Paulo Slachevsky

Dirige la ColecciónWilly Thayer

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METAFÍSICA Y REDENCIÓN1

Pablo Oyarzun R.2

No disimulo mi contento por esta oportunidad. Aparte del honor que hay en presentar un trabajo de uno de nues­tros escasísimos pensadores -así, con ese nombre, aplicado en este caso sin reservas-, está la larga amistad, entraña­ble, que nos une. Y más: también está el regocijo de confir­mar que los buenos han sido buenos siempre, que el tem­prano y bello escrito que me toca comentar es ya, en pleno, el primer sólido basamento de una obra hecha y derecha, cuya importancia no debiera escapársele a nadie. Y algo muy personal, evocativo: al pasar estas páginas no pude menos que revivir los días en que empecé a conocer a Hum­berto Giannini -era su alumno en la cátedra de Filosofía Medieval del desaparecido Departamento de Filosofía de la Universidad de Chile, año 1971-, y cuando, admirado por la peculiaridad de las inquietudes filosóficas que nos comunicaba con dulce gentileza y un dejo evidente de pi­llería, leí varias de sus publicaciones de entonces: su estilo de pensar me intrigaba fuertemente, como puede intrigar­nos lo que escapa al juicio censor de puro cerca que está, de puro íntima que es la relación coloquial que establece.

Voy a partir por esto, por el estilo, por lo que quisiera llamar la vena ensayística de Humberto Giannini. No sé si alguna vez se lo ha mencionado, pero a mí me salta a vista, y creo que cualquiera estaría dispuesto a confirmarlo con sólo echar ojeadas a lugares y momentos aleatorios de su

1 Palabras pronunciadas a propósito de la presentación de Metafísica del lengua­je, tesis de licenciatura en filosofía de Humberto Giannini, en el Taller de Tesis de la Carrera de Filosofía de la Universidad Arcis. El texto de Giannini fue publicado originalmente en Anales de la Universidad de Chile, N° 125 (1962), pp. 30-53. En lo sucesivo, indicaré entre paréntesis, al cabo de cada cita, el número de página de donde la tomo y, separado por una vírgula, el número correspon­diente a esta edición.

2 Profesor de Filosofía y Estética de la Universidad de Chile; Profesor de Filoso­fía de la P. Universidad Católica de Chile.

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obra. Y no me parece que esté demás aludirlo, porque bue­na parte de nuestra mejor producción filosófica viene aso­ciada a un cierto cultivo -tímido a veces, muy tímido- de la escritura de ensayo. ¿Sería eso un menoscabo? El «ensa­yismo» (y sé que, al emplear esta palabra, toco un tema que, según se me ha dicho, ha sido foco de peregrinas dis­cusiones en el microclima de esta universidad) no tendría por qué limitarse a sólo ser un mero recurso expositivo, o una salida de emergencia allí donde no se acierta a dar con la vía regia. En su más alta forma, el ensayo es escritura pensante, pensamiento que (se) escribe. Su ritmo es entre­cortado. Está determinado por la reiterada interrupción del curso continuo de la reflexión. Lo interruptor es la expe­riencia. Desde la institución del género por Montaigne esta verdad esencial queda grabada en su pórtico: el ensayo es un habérselas con la propia experiencia, y afán y cuidado y placer de comunicarla al otro, a la otra. Pero comunicar que no es referir, meramente, sino seducir, invitar al otro a de­cidir si la cosa es así a partir de su experiencia también. Hay en esto un modo indirecto que más de alguien, quizá, tildaría de precario, insuficiente, casi como si el ir a tientas por la verdad fuese, sin más, vagar desamparadamente en el error. O como si la experiencia de cada cual fuese un apoyo demasiado endeble para sostener el peso de las pre­tensiones que gravan a la comunicación, cuando ésta va en serio y no es simple coartada. Cierto que es endeble. Pero no ocurre que la experiencia sea el ruido que ensucie la nitidez de una comunicación que podría, idealmente, pres­cindir de ella: es que la idea misma y el hecho de la comu­nicación son impensables, imposibles, sin la condición fun­dante -y en cierto modo siempre evasiva- de la experien­cia. En el ensayo se es agudamente consciente de esta con­dición. El ensayo tiene que ver con eso que Sergio Rojas llama, con toda exactitud, el «entender a medias»: hay ver­dades que sólo se pueden entender a medias, y quizá la verdad sea de esa laya. Creo, además, no desbarrar si en­tiendo este «entender a medias» no sólo como una condi­ción que nos viene impuesta por la índole de ciertos asun­tos (de los cuales uno pudiera ser, como decía, la verdad), sino también como una tarea de consuno, un ejercicio soli­

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dario: «a medias», esto es, entre tú y yo, entre nosotros. El ensayo sería, en este sentido, boceto de una experiencia común. Este concepto —que Giannini heredó de su maes­tro Enrico Castelli— no conoce, sin embargo, una medida preestablecida de eso «común» que menciona. No hay, en verdad, una experiencia común como experiencia homogé­nea, a partir de la cual todos los sujetos se determinasen en lo que son; en ese caso, no requeriríamos de habla ni de seña, acordados como estaríamos por el unísono perfecto de nues­tras pasiones. Lo que hay es un «común» que no es tema jamás de ninguna experiencia actual, sino —para emplear un término que oscila entre las páginas de la tesis para de­positarse sólo como su palabra postrera, su presagio— el es­pacio prometido de la redención.

Con lo dicho no me he limitado a hablar sólo de la «for­ma» de la tesis de Humberto Giannini. Ya estoy hablando de su «contenido». La «metafísica del lenguaje» que aquí se propone exige de suyo una implicación lo más estrecha posible de ambos aspectos -la «forma» y el «contenido», intimidad de ambos en la palabra y la proposición3-, y tie­ne, por eso mismo, el carácter ensayístico que le atribuyo. Voy a referirme brevemente a su planteo para dar una me­jor idea de lo que sugiero.

Esta tesis es, visiblemente, un texto maduro. Están ya claramente perfilados en ella todos los temas sobre los que reincidirá, con paciencia de años, la meditación de Gianni­ni. Tan madurados se presentan ésos aquí, que uno estaría tentado de opinar que toda la reflexión ulterior es un obsti­nado atenerse a lo que entregaron los primeros atisbos. Y algo de eso hay, algo así debe haber en toda genuina aven­tura de pensamiento: ¿cómo no porfiar en la defensa de aquello que dio la primera vez que pensar? Pero ahí no se queda la cosa: no descuidaremos las pistas del cambio. La tesis avizora en el lenguaje la cifra de la verdad por que se afana la filosofía. Y parece que Giannini ha sentido -quizá

3 "...las partes de la oración son formas de los vocablos, pero al mismo tiempodestinación ontológica. Así, la palabra designa tanto por su contenido como por su forma. Otro tanto sucede con la proposición" (p. 43/46).

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desde el comienzo, me atrevería a decir, pero de manera expresa mucho más tarde- una cierta insuficiencia en la aproximación a la verdad «desde las palabras». Para mues­tra, cito dos momentos en que Giannini esboza con rápi­dos trazos su biografía intelectual; el primero refiere la con­fianza que lo venía alentando desde los tiempos de la tesis:

La filosofía es una de las formas más altas y difíci­les de la comunicación humana. Se sustenta, pues, en la realidad del lenguaje. Y no sólo por el hecho obvio de que se transmite verbalmente, sino por­que toda cuestión filosófica está invadida, por de­cirlo así, por la realidad omnipresente de la pala­bra. (...) Lo que pretendo decir es que primero, an­tes que nada, he intentado mirar las cosas desde las palabras. Y esto se ha convertido para mí, no diga­mos 'en un método', sino en un hábito, en una con­ducta permanente.4

El segundo pasaje articula —y con énfasis— la sospe­cha:

En el pasado, partimos de un hecho obvio, 'objeti­vo': esta experiencia [la «experiencia común»]... se transfiere de un modo decisivo en la comunicación, en el habla. Esto es casi una tautología. Al comuni­camos verbalmente somos solidarios... de una ex­periencia histórica y social cuyas huellas pueden ser objetivamente rastreadas en una suerte de eti­mología fundamental; ser rastreadas hasta el punto lejano, impreciso, tal vez, mítico, en que las pala­bras —y no sabríamos decir cómo— van a dar a las cosas.

Y es así como por mucho tiempo estuvimos dando vueltas alrededor del modo en que las cosas se di­cen, en que el alma se dice, en que Dios se dice. Rara vez nos hicimos a las cosas mismas, en la cer­

Desde las palabras (Valparaíso: Ediciones Nueva Universidad, 1981), p. 9.

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teza de que manteniéndonos así, a la espera, algo muy importante se recibe de las cosas, en las pala­bras.

Hemos sido conscientes, con todo, de que un crite­rio exclusivamente 'etimológico', lingüístico, ado­lece de limitaciones. Y serias. Y que nos expone al peligro de tener que posponer o excluir perspecti­vas que el lenguaje en su generalidad tal vez no recoge.5

No me voy a detener a ponderar los motivos obvios que podrían explicar esta especie de retractación. ¡Qué más in­sistente para nosotros, forjadores inciertos de comentarios de comentarios, que el deseo de ir «a las cosas mismas»! Pero ¿no será ésta, dicha en tales términos, puesta en tales relaciones, una ingenua pretensión? Sería fácil, pienso, re­batir este dualismo de palabras y cosas, echando mano de alguna argucia medianamente sofisticada. Pero, la verdad, a mí me deja con un ánimo ambivalente. También en mí se alberga una porfiada reticencia ante la omnipresencia del lenguaje, o quizá, más bien, causada por tanto alegato pe­rentorio en favor de esa omnipresencia. Es, acaso, el pre­sentimiento de que en lo que hay y lo que es prevalece, en última instancia, una suerte de taimo fundamental, una re­serva más acá de toda posibilidad configurada por el len­guaje, una pertinacia de las cosas (y los hechos y los actos, y las astillas y minucias), mudas. Volviendo la mirada hacia las declaraciones de aquellas citas, me pregunto de dónde viene la sensación de insuficiencia, la convicción de que el lenguaje, por último y en el borde, renuncia, que inelucta­blemente se desdice. Tomo esta pregunta como un diapasón que pudiésemos aplicar al texto de la tesis, para probarla: acaso hallemos en ella un síntoma de la sospecha.

No obstante, el primer vistazo de la tesis, que precede en 20 y 25 años a los libros de donde extraje sendas citas, sugiere que la fuerte diferencia entre palabras y cosas falta,

5 La "reflexión" cotidiana. Hacia una arqueología de la experiencia (Santiago: Edito­rial Universitaria, 1987), p. 16 s.

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que no se da de ninguna manera que nos autorice a fijar una demarcación inequívoca. En la tesis la palabra misma es un ser limítrofe, llevada por una aspiración ontológica en la que ella misma consiste. Más aun: en esa misma me­dida, es indiscernible del ser de lo humano. Pienso, por ejemplo, en una afirmación como la que se lee en las últi­mas líneas: «Jamás una palabra podrá transformarse en ser mundano. Todo en ella está en tensión de trascendencia y, detenerse en la palabra, es partir con ella por el mundo» (p. 53/68). En el contexto de la tesis, creo, la misma afirma­ción podría mantenerse sin mudar de sentido poniendo, donde dice «palabra», «ser humano»; y con ese rehusamien- to a considerar a palabra y hombre como entes intramun- danos, simples nudos de una trama, no se estaría hablando tanto de fines en sí, sino más bien, como el mismo pasaje señala, de partidas y destinos. En cuanto al lenguaje mis­mo, la idea de que la palabra jamás podría ser reducida a su mero ser intramundano se vincula con la negación del carácter instrumental del lenguaje como determinación verdadera de su esencia. Con todo, Giannini reconoce que ese carácter es, también, inseparable de la relación en que vivimos inmediatamente con él: «...el lenguaje, en la vida cotidiana, vive en la forma de la transparencia (instrumen- talidad): dirección objetivante, palabra directriz, ente saca­do a luz» (p. 33/27). Ello implica una escisión en el seno de la palabra, que es, asimismo, si lo que dije es válido, una escisión en el seno de nuestro propio ser. Está su ápice en el mal: «En el caso del engaño, para poner a mi servicio in­condicional la vida ajena no puedo evitar instrumentali- zarme a mí mismo: sólo en la mentira el lenguaje se vuelve realmente instrumento» (p. 42, nota 24/46, nota 24). Hasta aquí el vistazo. Volveré sobre él más adelante, después de haber examinado los supuestos y tendencias sobre los que descansa, en mi opinión, el argumento de la tesis.

Giannini desliza bajo éste un relato ordenador, una espe­cie de mito que tiene la peculiaridad de narrar la desaparición del mito. In illo tempore, el pensamiento gozó de una fianza elemental, una «prístina inocencia», retratada en la triunidad arcaica —y mítica— de realidad, palabra y verdad (la idea es

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del filólogo Calogero, que cita la tesis), y plasmada en el logos multilateral de los presocráticos. La fianza entra en crisis en virtud de una experiencia radical: el colapso de la transparen­cia del lenguaje despierta la conciencia de una «defección» que habita como posibilidad inherente en él, y da lugar a los fenómenos frustrantes del engaño, la opacidad, el disimulo y el sinsentido; es el tiempo en que la mirada, acostumbrada a dejarse llevar de la mano por la palabra al dintel en que aso­ma la cosa que ella dice, repara súbitamente en el «medio» al que se había confiado: es el tiempo de la sofística, la retórica, el socratismo. No me parece descaminado llamar a ésta la ex­periencia de la palabra traicionera. (Ciertamente, como todo buen mito, éste no sólo narra lo que sucedió una vez, sino lo que siempre, ritualmente, se repite: la crisis vuelve a presen­tarse una y otra vez en el seno trivial de la existencia cotidia­na: también aquí, y ciertamente aquí, hacemos la experiencia de la palabra traicionera.) El lenguaje se vuelve tema enton­ces, «problema»; desde entonces hay un «problema del len­guaje». De ahí que esta experiencia catastrófica conduzca a los diversos intentos de superar fundamentalmente las limi­taciones que se cree percibir en el «lenguaje natural». La cari­catura de esos intentos es la búsqueda del esperanto, el suce­dáneo de la lengua adánica, perfecta. Su profunda matriz, en todo caso, es la lógica, cuya «esencial pretensión —acentúa el autor— es enemiga del lenguaje» (p. 53/). Y, al fin, su formato es —si puedo llamarlo así— el de la «metafísica del pensa­miento», en disenso de la cual se escribe esta «metafísica del lenguaje».

Con las últimas aseveraciones queda insinuada la em­presa que Giannini se propuso en la tesis y también, a te­nor de lo que se anunciaba allí mismo, en el preámbulo,6 para el tiempo venidero. Es una empresa de recuperación, de restitución que ya no será más ingenua, ciertamente, porque se ha hecho sabedora de la traición y el extravío. Ya he mencionado la notable fidelidad con que ese propósito se ha mantenido hasta el presente. Trato de definir ahora la empresa tal como aparecía en la obra primeriza.

6 Cf.p. 30 s . / 19-22

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Giannini protesta contra la voluntad de superación del lenguaje natural que anima a una tradición dominante de la filosofía, valiéndose de la idea estratégica —así al me­nos me parece— de que hay una especie de pervivencia del mito en nuestro comportamiento, en la estructura mis­ma de nuestro ser: ese resabio que somos es el sentido co­mún. Por lo pronto, se explica a éste como «sentidos que la experiencia humana va depositando en el lenguaje» (p. 30/20). Tales sentidos forman una trama compleja, que es, en último término, esquiva a toda fijación, tal como no podemos fijar el ámbito en que nos desplazamos, porque cada nuevo movimiento (como, por ejemplo, el que ten­dríamos que ejecutar para llevar a cabo su definición exac­ta) altera los parámetros, los hitos, los posibles puntos de referencia, sin que podamos decir que el movimiento ha perdido, del todo, la orientación. Sobre esa trama se dice: «Las palabras poseen un determinado núcleo semántico; además, una capacidad indeterminada de conquista o pérdida. Igualmente es lícito hablar del «núcleo semánti­co» que poseen las «puras formas» de la proposición. Este ámbito comunitario de inteligibilidad es el sentido común» (p. 47/57). La inteligibilidad es, pues, la atmósfera natural de la existencia. «La existencia no puede ser extraña a sí misma y todo cuanto da lo da por una especie de emana­ción existencial. —Que el lenguaje viva, en el trato habi­tual con las cosas del mundo, en un estado de transparen­cia no significa que sea instrumento o nexo históricamen­te accidental entre las almas. El alma misma es lenguaje, «cuerpo y alma» (p. 42/46).

He aquí un postulado fundamental de la tesis, que seguirá resonando en toda la obra de Giannini: el senti­do es la dimensión común y natural de la existencia, el ámbito abierto, pero familiar, en que ésta se domicilia. No quiero disimular mis dudas sobre este punto. Dudas que, por una parte, son de matiz y de tono; por otra, ata­ñen a algo de más peso. Descreo de la ecuación entre lenguaje y sentido; tiendo a discrepar de la idea de que el lenguaje tiene, a fin de cuentas, la forma de una casa, o que traza la parábola de un retorno. Siento que siem­

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pre hay en el lenguaje algo más que sentido; no que haya más sentidos, polisemia, riqueza exuberante de la signi­ficación, sino algo otro, inasumible, inhumanizable, una débacle sin vuelta. Nada nos garantiza que el lenguaje sea humano.7

Pero deseo que se me entienda bien —y que se me juz­gue, claro, si he mal interpretado el planteamiento del au­tor—: no digo que Giannini afirme confiadamente lo que critico; jamás le concede a esa ecuación el vigor de la pleni­tud, que es, probablemente, el prurito que anima a la vo­luntad reductora de la lógica. No piensa, pues, en términos de ecuación o de equivalencia, ni aspira a nada semejante en el terreno del lenguaje; se vale, más bien, de una idea de adecuación, tomada y reinterpretada sutilmente a partir de la herencia medieval, formulada como esfuerzo titubeante de la creatura finita, y realizada sólo intensivamente —ja­más de manera extensiva— en el juego siempre desborda­do, comprometido y compromitente, de la expresión.8

Y todavía hay algo más: a cada paso percibo en su argu­mento sinuoso una intensa vacilación, que está entre las cosas más vivas y fértiles del texto. El sentido es frágil; si su estruc­tura está determinada por las relaciones fundamentales del poseer, no poseer y perder,9 es precisamente la experiencia de la pérdida, el extrañamiento esencial, el que tiene la virtud de

7 En toda su claridad, he visto aparecer por primera vez esta advertencia en el joven Benjamín. (No sé exactamente por qué, tal vez por una hebra mesiánica esencial, esta tesis, su estilo, su tono, algunos de sus conceptos, me evocan lo leído tantas veces en el joven Benjamin.) "Nada nos garantiza que el lenguaje sea humano", decía; sólo el hecho de que no podemos garantizar lo humano sin recurrir al lenguaje puede inducimos a circunscribir bajo esa clave el espa­cio en última instancia ajeno de su despliegue.

8 En tomo a estas nociones se organiza, en efecto, lo que Giannini llama "la postulación medular de la tesis", localizada en el tercer capítulo. Admitiendo que su planteo se mueve por "saltos de enfoque", declara a éstos "más bien aparente, siempre que tengamos a la vista el constante repliegue defensivo que intento realizar alrededor de la teoría de la verdad concebida como ade­cuación" (op. cit., p. 30/19). En la interpretación gianniniana de la adaequatio lo que prima, creo, es el movimiento anheloso que expresa el prefijo, no el instan­te inasible de la igualación. Esto conduce, también, a una enmienda de la com­prensión tomista de ese concepto (cf. p. 41/42s.). V. también lo que se dice acerca del "sistema onto-axiológico" del pensamiento medieval en la p. 47, nota 32 / 57, nota 32.

9 Cf. p. 46./52.

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patentizarlo como esa dimensión. Ocurre con el sentido —y es obvio que tenga que ser así— lo mismo que sucede con el lenguaje: su defecto lo acusa. Y esto debería implicar que no sólo nuestro saber acerca del sentido, sino ya nuestro morar en él, está determinado originariamente por la posibilidad de su falta radical. La experiencia del sinsentido sería, entonces, el origen de toda experiencia. Sé que esta frase resulta abusi­va como comentario de lo que formula Giannini. No la ad­vierto, ni en esos términos ni en otros similares, en parte algu­na de su texto, y sin embargo me parece que la meditación que ensaya la lleva solapada y que conduce, inevitablemente, hacia este punto. Sería, por lo mismo, el motivo sobre el cual creería yo posible desatar el debate, no la refutación, sino la crítica interna; ya he venido insinuándolo.

¿Dónde percibo la incidencia de lo dicho? La admirable teoría de la palabra poética que allí se propone evoca lo que aquella frase enuncia. Cito este párrafo que estimo in­menso en su economía: «Lo propuesto por la figura lin­güística podrá quedar eternamente y por principio inacce­sible, o podrá parecer absurdo, paradójico, o bien, un con­trasentido. Estará ahí, sin embargo, como propuesto, como significativo» (p. 46/54). Este insistir de la palabra poética en sí misma, que vibra en su límpida soledad, abre, en la reflexión de Giannini, la zona más álgida y más ambigua. Estamos aquí en el vórtice especulativo de la tesis.

Es la zona, por una parte, de la pura posibilidad: pura, por­que precede absolutamente a toda configuración, a toda de­terminación y encuadre, a toda medida: «La proposición nada tiene que ver directamente con el «mundo real»; propone po­sibilidades anteriores a toda exigencia lógica o fácticamente determinable. Ni la función impletiva de la imaginación pue­de dar la norma tampoco para determinar el sentido del ser propuesto, porque el lenguaje resulta ser en muchos aspectos forma de una imaginación posible» (p. 46/53).

Es, por otra parte, la zona del silencio. Zona doble, diabólica, porque «la esencia de lo demoníaco es el si­lencio» (p. 31/21), y porque —pienso que podría decirse

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así— el lenguaje se origina en ella por un oscuro movi­miento de subrepción: «otra cosa es dar voz al silencio, expresar» (p. 39, nota 17).

Y es, por fin, la zona de la muerte. No creo casual que la tesis anude sus últimas hebras a partir de la consideración de un verso de Unamuno, que habla —según la glosa de Giannini— de la omnipresencia de la muerte: «Vendrá vi­niendo con venir eterno».10

Me preguntaba si era posible rastrear en la tesis moti­vos para la cavilosidad de Giannini a propósito de la sufi­ciencia del lenguaje. Opino que ya se los puede entrever. Giannini quiere restañar la herida abierta por la experien­cia de la palabra traicionera, la experiencia desde la cual se erige la metafísica del pensamiento. Esta profundiza el hiato entre pensamiento y lenguaje: enjuicia a la palabra porque ésta traiciona la presunta intimidad de la intención (de la intuición), de lo que queremos decir. Pero la restitución que intenta Giannini se hace al precio de una nueva escisión, entre el habla cotidiana (la intencionada comunicación que se transparenta por su imprescindible servicialidad en el trajín y en el trato) y la palabra poética (que, pura y absor­ta, y ya sin intenciones, «se aclara a sí misma», p. 46/53). El tenso drama ontológico de autenticidad e inautenticidad se pone, así, en escena, y, en la medida en que se le conceda el tinglado entero, limita, creo, bruscamente, el postulado del sentido común y de la común experiencia. Podrá man­tenerse, en tanto perdure esa condición en toda su fuerza, sólo como un ideal, como el desiderátum de una estética de la comunicación, que ciertamente tiene implicaciones éti­cas y gnoseológicas, pero que permanece cernida a la dis­tancia sobre los desnudos hechos del habla. «Es curioso: nadie osaría afirmar que ciertos valores estéticos sean con­ceptos antes de devenir la obra misma, o que ésta sea un signo arbitrario de aquéllos. Creemos, por el contrario, que tales valores son ínsitos a la obra. ¿Por qué, entonces, cuan­do se trata de las proposiciones, debemos cambiar radical­mente de actitud?» (p. 52, nota 44/65, nota 44).

10 Cf. p. 52/67.

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Cierto: poder dar crédito a esta pregunta aguda —poder pensar que este darse la palabra su ley a sí misma es, no sólo un ansia inverosímil, sino promesa que ya se enciende en las crepitaciones más invisibles del mero estar y no estar allí— traería consigo otra historia. Tal vez dependería ese poder —que tendría que ser suavísimo— de prestar oídos a lo que me gustaría llamar el poema de la conversación cotidiana, me- siánico poema quizás. Esa, desde luego, es una difícil audi­ción, porque ese poema también se dice, y sobre todo, sin palabras. Enmudece —pero éste es todavía un modo de anunciarse— en eso que denominamos las «cosas», las me­ras cosas. ¿Me equivocaré mucho si conjeturo que esta in­quietud ha sido vivida en el itinerario de Giannini, y que ella explica el cambio que apunté al comienzo?

Cantidad de asuntos quedarían por examinar, claro, de ese trayecto y de sus prolongaciones actuales, y no sólo para probar mi pobre conjetura, sino por el gusto de acompa­ñarlo en su hermosa búsqueda, y por deseo de saber qué pensaríamos aún, y al fin, de la posibilidad, del silencio, de la muerte.

23 de mayo de 1996.

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Metafísica del Lenguaje*

Texto publicado originalmente en Anales de la Universidad de Chile, número 125 (1962), pp. 30-53.

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Este trabajo intenta estructurar una inquietud metafísi­ca alrededor de un tema central: el lenguaje.

Pienso que este tipo de investigación puede constituir una aclaración no del todo desdeñable a un aspecto de la metafísica bastante desatendido por los mismos metafísi- cos. Y este descuido explica, en parte, la enorme brecha que han abierto en el pensamiento moderno y contemporáneo naturalismo y positivismo lógico, respectivamente.

El problema que anima las primeras páginas (cap. I), es el siguiente: presentar en orden sucesivo el problema del valor de verdad del lenguaje, en visión «sincrónica» y «dia- crónica». En el primer tipo de análisis pretendo ubicarme en un terreno donde el lenguaje no es todavía «teoría del lenguaje». Para el logro de esta finalidad encontré irrem- plazable apoyo y perspectiva en la analítica existencial de Heidegger. Pues bien, el empleo de la terminología heide- ggeriana, ya precisada, más aún, vivificada por toda una poderosísima corriente del pensamiento actual, es, en el capítulo que señalo, ocasional y limitada exclusivamente al análisis del lenguaje en función conversacional.

El capítulo ID, titulado «Lenguaje y Verdad» encierra la postulación medular de la tesis y es punto de articulación de los más variados problemas (teoría del conocimiento, es­tética, etc.) Puedo asegurar que aquí los saltos de enfoque son más bien aparentes, siempre que tengamos a la vista el constante repliegue defensivo que intento realizar alrede­dor de la teoría de la verdad concebida como adecuación.

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En general, la tesis no puede ser presentada sino como un proyecto que, más articulado en el futuro, tendería a establecer lo siguiente:

1.- A través del lenguaje del ser humano hácese íntimo su mundo, en la medida en que este mundo no se lo tras­torna como problema. Así, hay un plano en que el lenguaje asume la responsabilidad de interpretar «semántica» y «for­malmente» todo lo concebible, con claridad y adecuación relativas. Es el plano del sentido común (entiendo por «sen­tido común» algo similar a «sentidos que la experiencia humana va depositando en el lenguaje»). La fidelidad e intimidades que el hombre mantiene con su lengua natal coincide con la posibilidad misma de vivir en los límites de lo «verificable», de lo que posee sentido.

2 .- El espíritu tiene hábito e inclinación hacia el sen­tido común, aunque la existencia de este último sea en sí un misterio, como lo es el instinto. La aventura racional del hombre consiste en ir siempre y permanentemente hacia las profundidades del ser, en apuntar hacia lo irra­cional. El sentido común es su defensa, pero, también, punto de partida de aventura.

Sólo en esa actitud infrecuente, minoritaria, como lo es todo arriesgar, verdad y belleza, en cuanto expresión, en cuanto descubrimiento de un misterio, tienden a identifi­carse. Esta identificación parcial, de belleza y verdad, pue­de considerarse, hasta cierto grado, platonizante. Y la obje­ción más inmediata que bien pudiera hacérsele se apoya en una experiencia vivida por casi todos los hombres. El mismo Platón y el arte de Bizancio, para citar dos ejem­plos, nos ofrecen muestra de ella: es la experiencia de que el mal, lo demoníaco, lo falso suelen esconderse en las más bellas formas.

¿Es que supo siempre Platón, poeta de su filosofar, crea­dor de la concepción más bella y profunda, siempre aqui­latar el valor revelador de la poesía?, ¿el profundo signifi­cado que tuvo y tendrá siempre para los hombres la antro-

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pologización de los dioses?1. Pero a tal extremo en ese sen­timiento se enraiza la posibilidad religiosa que no se hu­biese afirmado el cristianismo como religión universal si no proclama la humanización de Dios como oscura condi­ción de la deificación del hombre.

Ahondando aquella experiencia común de la que he­mos hablado hace poco, nos percatamos de que la belleza puede, sí, volverse instrumento de lo demoníaco, mas sin que por ello pierda su verdad. La esencia del luciferismo sería tentar con la verdad, escondiendo cada vez otra ver­dad que condiciona la primera: la esencia de lo demoníaco es el silencio.

La identificación entre verdad y belleza es, pues, una de las afirmaciones centrales de este trabajo. Y no podría ser defendida si previamente no se supone y postula la rea­lidad lingüístico-ontológica del sentido común.

3.- En ambos casos (nivel vital y nivel superior) la ver­dad se presenta como adecuación. Lo es para el sentido común, en primer lugar y siempre. Y, «el nivel superior» del conocimiento (y de la vida toda) no es otra cosa que el acto de asumir y profundizar el sentido común tanto y en tal tensión que a veces parecen venir uno contra el otro.

4 - Se discute en este ensayo la tesis que postula una ade­cuación del pensamiento a la cosa. El «pensamiento» debe ser «puesto» como pensamiento, es decir, como proposición; en la palabra y por ella se despliega y temporaliza y se reco­noce, extrañándose. Hablando, la interioridad, recogida en un centro significativo intemporal, se descongestiona en el tiempo; escuchando, la palabra desata sus sentidos y hasta su mismo ser físico queda transfigurado y ajeno al tiempo.

Únicamente al subsistir la lucha entre el ser y la apariencia, los griegos comba­tieron por el ser del ente, llevando al ente a la constancia y al estado de desocultamiento: los dioses y el Estado, el templo y la tragedia, los juegos y la filosofía. Pero hicieron todo esto en medio de la apariencia, rodeados por ella, pero también la tomaban en serio, pues conocían su poder. Solo en la sofística y en Platón, la apariencia fue explicada como mera apariencia y con ello dis­minuida. M. Heidegger. Introducción a la Metafísica. Ed. Nova, Buenos Aires.

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El «pensamiento» es puro impulso objetivante, inasible en su interioridad, pero actualizado, mundanizado por la pala­bra. El lenguaje es lenguaje del ser y del espíritu, existencia objetiva y subjetiva, creación y descubrimiento a la vez.

5.- La lógica ha elegido el destierro. Su esencial preten­sión es enemiga del lenguaje. Por otra parte «la formali­dad» de la lógica no es en el fondo otra cosa que una espe­cie de semántica universal. Disimulada en la «forma» lin­güística viven ritmo, flexión y trabazón de las cosas del mundo.

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Los objetos físicos (los bienes), pueden «comunizarse»; será siempre posible la extensión de su usufructo, uso o simple contemplación a seres que no gozaban todavía de tales derechos. El problema de la verdad empieza, en cam­bio, con la pregunta por la esencia de la «comunicación»; el problema de la verdad empieza con el problema de la co­municación, porque la verdad se «comuniza» al comuni­carse «en» algo al parecer heterogéneo a ella: la palabra. La comunicación, que puede ser perfectamente un soliloquio, es una especie de comunión de la conciencia con «su obje­to» a través de la palabra.

La «verdad desnuda» es, pues, una metáfora que cela uno de los más grandes misterios de la vida espiritual del hombre.

El lenguaje, antes de ser un dato que se entregue pacífi­camente a la visión contemplante, antes de ser una técnica al servicio de las ciencias2, es uso. El verbo lleva y trae el mundo a sus espaldas, lo coloca, lo ilumina; reduce sus for­mas infinitas a su propio estilo, a su inviolable movimien­to. Asimismo, el espíritu se palpa a sí con las yemas sensi­bilizadas del lenguaje. Pero esta sensibilidad surge sólo en el contacto. Con «uso» entendemos aquel espontáneo im­pulso del lenguaje: ganar la intimidad del mundo.

Esta intimidad es, en primer lugar, independiente de o ajena a una «aprehensión» de tipo teorético. La adaequatio

2 Se suele decir hoy en obras de carácter epistemológico que la ciencia es un lenguaje bien construido. Más aun: que las expresiones forman parte constitu­yente de los hechos.

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funciona en una dirección «ambiental» que va «de la mano al instrumento y del instrumento a la obra»; adaequatio tra­zada desde cierta perspectiva ónticamente anterior al co­nocimiento teorético de objetos. Esto lo ha mostrado Hei- degger en los primeros capítulos de Ser y Tiempo.

Dentro y junto al complejo de objetos ganados en el uso diario, transparente en el sentido de contar con él (como cuen­to, por ejemplo, con la calle que me lleva al lugar de mis labo­res) debemos incluir el lenguaje. No creemos muy necesario justificar más esta primera característica. La mayor parte de nuestro cotidiano trato con los demás, no tiene como finali­dad el lenguaje; simplemente lo supone. Lo que deseamos describir es esta relación de intimidad que el ser humano en el habitual decurso de su existencia mantiene con el lenguaje.

Que la palabra se transparente como «medio» nos con­duce a detener el análisis en la estructura del medio en cuan­to tal. Heidegger ha puesto en evidencia ciertas modalida­des «perceptivas» dentro de la visión ambiental: la existen­cia diaria del hombre se caracteriza por un insistente olvi­do de sí mismo. Vivimos en el mundo, dispersos, disueltos en la opinión, entregados a la tarea de hacer rendir el día3. En la tarea cotidiana debemos contar con otros hombres, hacer uso de objetos públicos y personales, cuidar de nues­tro contorno, prevenir, postergar decisiones, etc.

Cumplido el esfuerzo, surgen, anticipándose, las perspec­tivas del mañana inmediato, los mecanismos que debemos mover pare lograr esto o aquello. Y, allí donde la estructura del reenvío amenaza ruptura, donde el tiempo empieza a in­sinuarse como una existencia enemiga, buscamos la compa­ñía, la charla y todas las modalidades en que el tiempo corre sin compromiso: «pasa», «se mata»; todas estas fórmulas de pequeñas trampas, recursos pare vencer su odiosa tenacidad.

La multiplicidad de las formas pasajeras arrancó al hombre caído de su uni­dad con Dios: multiplicó sus inclinaciones en una mutable variedad: de ella tuvo una penosa abundancia y, si así podemos decir, una necesaria penuria. Mientras, él sigue corriendo en busca de esto o aquello y nada permanece en su posesión. (San Agustín, De vera Religione, XXI).

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El olvido de sí mismo adquiere así la fisonomía de una terca desviación de la mirada; de un trajín que se alimenta de im­pulsos medidos y de postergaciones. Un pequeño rey Midas, el hombre, al que todo encuentro se le vuelve señal, existencia degradada. Dentro de esta modalidad de vida, el lenguaje no es un problema sino aquello con lo que siempre contamos.

«El mundo» no es en absoluto la fuente dadora de una inteligencia intersubjetiva sino mi sistema de relaciones y medios con los que diariamente me cito: hombres, institu­ciones que abren o cierran el paso a mi proyección al futu­ro o que, simplemente, están allí, en una presencia semi- percibida; objetos que surgen y desaparecen en una rela­ción de ser éstos simples trámites junto a otros para tal o cual propósito, propósito que a su vez se pierde en un no muy lejano horizonte de perspectiva ambiental. Por últi­mo, pocos son los seres que mantengo en la línea de mi destino y, si están cerca, su misma presencia me los va ocul­tando y descomponiendo, a tal punto se me vuelven in­consistentes y fantasmales.

Dentro de este horizonte, del instrumento me sirvo y, sirviéndome, lo «conozco». Esta modalidad cognoscitiva me cierra el acceso al interior de las cosas, tanto que en la intimidad misma del uso el objeto se me transparenta, pier­de pare mí ponderabilidad y consistencia.

Esta suerte de ingratitud metafísica va, ciega, al encuen­tro de peligros «no previstos», de alguna contingencia que desde un perdido horizonte empieza a trabajar contra nues­tros cálculos: salta sobre ellos y los destruye, afinados, como estaban, sobre la docilidad de los objetos o la persistencia de la conducta ajena. La cómica situación del oficinista que, teniendo montado el lápiz sobre la oreja, lo busca impa­ciente por todos lados, corresponde un poco a la manera con que habitualmente nos mantenemos en intimidad con personas y cosas.

Pero veamos ahora cuál es la estructura del instrumen­to. Tomemos como punto de partida la estructura lingüís­

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tica misma, pues en esta ya se dibuja mucho de su ser. La estructura lingüística exhibe «formalmente» elementos que harán posible una comprensión de las diversas modalida­des del uso.

Una proposición que exhiba lo que andamos buscan­do podría ser la siguiente: «ese objeto sirve para...» Los términos relevantes son aquí «sirve para» y un infinitivo verbal que determinará con precisión una perspectiva angular de servicio. Por ejemplo, «las tijeras sirven para cortar». Veamos: el infinitivo, en este caso, abierto, esta­blece un tránsito (en la modalidad «cortar») a objetivida­des posibles. La transitividad del verbo revela, pues, la pluralidad de especies objetivas potencialmente adecua­das a la conexión instrumental. La forma intransitiva san­ciona, en cambio, cierto uso preferencial del utensilio. «Los zapatos sirven para caminar», por ejemplo (ángulo cero). Estas modalidades lingüísticas tienen su contrapartida en la visión ambiental. El instrumento cuyo empleo se agota en una sola relación tiende a transparentarse, a desapare­cer en y por el empleo mismo; el instrumentable por el con­trario exige una intensidad de atención y se enriquece jus­tamente por el hecho de estar abierto siempre a nuevas integraciones.

La inteligencia ha sido a veces definida como la capaci­dad de adaptación al «medio». En esto hay algo de verdad.Y esta capacidad será diferente a la de los animales -ya perfectamente adaptados- por el hecho de que el hombre recompone las estructuras de servicio, descubre nuevos aco­plamientos, traslada las funciones con relativa presteza. En la percepción humana va implícita casi siempre «la desti­nación» del ente percibido. Ahora bien, la esencia, el qué cosa del instrumento es idéntico a su para qué, a su fun­ción. En ésta, el hombre que manipula algo fatalmente lo pierde de vista; solo lo recupera a través de alguna forma de extrañamiento. Mi percepción de «utensilio» no desapa­rece con la defección del objeto servicial; me remitirá, aca­so, a otros instrumentos auxiliares o, simplemente, lo re- acondicionará en otra disposición y para otros fines. Ni el

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definitivo abandono despoja totalmente al instrumento de una orgullosa pretensión imposible.

Se suele insistir sobre este «hecho»: la verdad reside en el pensamiento; luego se exterioriza en palabras. La com­prensión de la verdad comunicada debería, entonces, su­poner un esfuerzo en el sentido inverso: una interioriza­ción por la que la palabra se disuelva completamente en el espíritu, como un andamiaje inútil ya. Así, también el len­guaje, en la vida cotidiana, vive en la forma de la transpa­rencia (instrumentalidad): dirección objetivante, palabra directriz, ente sacado a luz. El lenguaje natural asegura al menos una perspectiva en que el Ser queda iluminado. El hombre medio se le rinde a través del «uso» de la palabra que creó tal perspectiva. La transparencia consiste en no ser, el hombre medio iluminante, en no abrir más aún el ángulo de verdad dado por el sentido común.

Pero la transparencia en el uso del lenguaje alberga la posibilidad de una defección. Decimos entonces que la pa­labra no «traduce» nuestro pensamiento, que lo deja en el camino y que nos trae a luz solo su sombra. Descubrimos el absurdo, venimos a parar al sin sentido. Nos volvemos ahora contra el lenguaje, lo enfrentamos en actitud de sor­presa, con intención de orden y dominio. ¿Y qué encontra­mos? Acaso una simple convención humana, un instrumen- table que puede ser perfeccionado como los instrumentos del mundo? A través de un esfuerzo comprensivo, que dura siglos, el lenguaje devuelve siempre y en estado original todo el misterio del mundo.

Los griegos en los tiempos de Sócrates, ya tomaron ple­na conciencia del arcano poder de la palabra: desde ese momento la filosofía había perdido su prístina inocencia.

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APUNTES HISTÓRICOS

Tres grandes disciplinas surgieron en el período clásico griego en tomo al lenguaje: la gramática, la lógica, la retó­rica. Las dos primeras han crecido prodigiosamente en nuestros tiempos, gracias a nuevas perspectivas y nuevos métodos de investigación. Estos factores acentúan cada vez más el carácter formalístico de las disciplinas nombradas. La retórica, incapaz de rendir frutos en este terreno, ha sido casi completamente olvidada.

La lógica moderna en su más destacada tendencia actual prefiere exhibirse como un lenguaje (el lenguaje de «las cien­cias»), como un sistema de expresiones que reemplaza la función del lenguaje natural -denotación- sin caer en sus «vicios, ambigüedades y supuestos». Lo importante es que esta nueva lógica es una especie de gramática «convenida».

Por otra parte, la gramática, entendida antes como or­denación lógica, racional del lenguaje4, ha estado por vol­verse hoy, luego de un prolongado letargo empírico, en una especie de operatoria lógica (escuela de Hjelmslev)5.

La atención de los primeros filósofos estaba dirigida al

4 Basta recordar la Grammatica Especulativa de Erfurt, las investigaciones de Campanella, Bacon, etc.

5 Esta «operatoria» está ciertamente emparentada con una visión racionalista. «Se trata, es cierto, de un racionalismo diverso al de los siglos XIII o XVIII. A este respecto es notable la influencia de Husserl en el actual movimiento de los gramáticos de Oslo. Es necesario crear una gramática filosófica que estudie lo racional dentro del idioma, lo a priori de este, haciendo ver que el lenguaje tiene fundamentos no sólo fisiológicos, psicológicos, histórico-culturales, sino también apriorísticos que codeterminan todo idioma existente o posible», Husserl, Investigaciones Lógicas. Cap.: La idea de la gramática lógico-pura.

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mundo, no al lenguaje. Un mundo poblado de dioses es, por cierto, un mundo expresivo, en cuanto se manifiesta en él una «Razón» Cósmica.

Pero lo racional, ontológicamente entendido, no signifi­ca otra cosa que adecuación y límite de las partes en el todo. Lo que se manifiesta en el imperio del logos es este someti­miento a una ley de mesura y de comunidad ontológica fun­damentales. Y es, por tanto, la fe en la subsistencia de esta comunidad cósmica la que imposibilita descubrir al pensa­dor la originalidad absoluta de su acto. Es él, en efecto, el único ente que se pregunta, como diría Heidegger, por el ser de los entes, el único que se juega su ser en tal pregunta. La vida ciudadana, con todas las trampas verbales que pone en juego, crearía más tarde las condiciones para quebrantar esa fe a la que nos hemos referido. Escepticismo: todo es extra­ño a todo. «Nada es; de ser, no podría conocerse; conocido, no podría comunicarse». En este momento empieza el juicio contra el lenguaje natural.

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EL NOMINALISMO

Escribe el insigne filólogo italiano Antonino Pagliaro: «Aquello en lo cual se detuvo la atención de Heráclito es la estructura formal de la proposición, a la que reconoció una correspondencia ontológica. Es el proceso pendular que se verifica entre los elementos de la proposición el que le dio la clave de todo el devenir del mundo. Heráclito descubrió en las representaciones verbales, como proceso de síntesis de diversos elementos, el mismo principio operante en la reali­dad, esto es, la realidad como movimiento. El pensamiento hablado (del hombre) es el momento subjetivo del panta rei, en el que está comprometida la existencia del mundo»6.

¿Qué pudo significar para Heráclito «pendular movi­miento de las proposiciones»? Quién puso atento su oído al lenguaje de la tensión cósmica a fin de dar a sus palabras el ritmo obediente que los hombres no saben descubrir, ese era el poeta filósofo. Y, aunque ir hacia adentro en el len­guaje cósmico es también sacarlo desde sí, en la palabra, el poeta no necesita de la gramática.

Surge la «filosofía crítica» en una etapa en que se hace conciencia del fracaso del logos expresado, cuando la mul­titud de opiniones sobre el mundo aguza el espíritu censor y llama a una especie de recuento de las fuerzas que el hom­bre posee para lanzarse en la aventura del conocimiento.

Mucho más plausible parece, pues, la opinión de Calo-

A. Pagliaro, «Lógica e Grammatica», en revista Ricerche Linguistiche, N.° 1 ,1, 1950. (Pagliaro se refiere especialmente a la sentencia Bl, de Heráclito).

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gero, según la cual todo el pensamiento presocrático esta­ría afectado por una indistinción radical entre realidad, palabra y verdad (triunidad del pensamiento arcaico)7.

Lo que a nosotros interesa, por su inmediata conexión con los problemas del lenguaje, es la teoría del flujo uni­versal. Es este el punto de arranque de todo el nominalis­mo griego, nominalismo en que entroncan algunas direc­ciones del pensamiento contemporáneo. La tesis nomina­lista medieval está ligada a una intuición metafísica bas­tante diversa a la del devenir universal. Sin embargo las conclusiones de una y otra posición han confluido en el nominalismo contemporáneo y han renovado en forma exacerbada el problema del lenguaje en el conocimiento.

Cratilo, tal como nos lo muestra Aristóteles, saca las conclusiones implícitas, en la tesis de su maestro Herácli- to. Así queda instaurado el nominalismo. Nombrar es esta­tuir la permanencia en el intelecto, y de alguna manera viene afirmada por medio de ese acto la suposición de que tal permanencia fijada en el nombre conquista a las cosas en su esencia. La comunicación es posible porque nos asiste la certeza de que, mientras estamos nombrando los objetos de nuestra intención significativa, y, en los intervalos en que los nombramos, éstos de alguna manera permanecen fieles a sí mismos.

Pero, si no existe substancia alguna, ni cosmos en la que pueda existir, si todo instante es intraducibie a otro, si nada se sostiene a sí mismo ni queda pare referir el destino de las cosas, entonces, el acto humano de nombrar es tan ab­surdo como la pretensión de poner señales sobre las mis­mas aguas de un río de veloz corriente. Cuando yo me nom­bro estoy notando algo que ya no está al alcance de ese efímero fenómeno nombrador.

«Al motivo de la realidad verdad contemplada obediente al ideal de la deter­minación, se acompaña el motivo de la realidad hablada, obediente al ideal de coherencia expresiva que se irá especificando más tarde como ideal de no con­tradicción. Ejemplo típico de esta triunidad en los términos es el concepto de «logos», Calogero, Origini della Lógica, Univ. de Turín.

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A esta posición extrema la llamaríamos «cratilismo».

El nominalismo, tal como lo entendió la Edad Media, rechaza simplemente la realidad de los universales menta­dos por los nombres comunes. Nada real corresponde al substantivo «belleza», como tampoco a «hombre» o «ani­mal». Sólo el individuo existe, toda la conceptualización es obra humana sin fundamento in re y, en definitiva, mero flatus vocis.

La función del universal dentro de la tradición platóni­co-aristotélica es la de salvar la inteligibilidad del mundo y, por ende, la posibilidad de las ciencias. Todo individuo posee una comunidad esencial con los otros individuos, de alguna manera recibe la inteligibilidad del eidos o de la for­ma (participación).

El problema constantemente propuesto por la metafísi­ca aristotélica es el drama de la generación y corrupción de los entes: «Pero, dado que existan las Ideas, no por eso se generarán las cosas que existen en ellas, si no las mueve algo para que lleguen a ser tales»8.

No es éste el centro de interés de la especulación teoló- gico-filosófica medieval. Aristóteles, asimilado recién en el siglo XII, «trae las ideas del cielo a la tierra»; el nominalis­mo medieval las devuelve al cielo, puesto que en el indivi­duo no hay sitio pare una natura, en alguna medida, uni­versal. Tanto Occam como Santo Tomás coinciden en atri­buir a la divinidad la posesión de las Ideas arquetipos. Se trata ahora, sin embargo, de establecer cuál es la esencia de la participación de los entes creados, de qué manera el ente singular se conforma al plan divino.

El drama de Abelardo se juega siempre entre la defini­ción aristotélica del universal -quod de pluribus natum est aptum praedicari- y la intuición de la individualidad radical de todas las cosas. Por otra parte, tanto Abelardo como

Arist. Met., libro I, b.

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Occam se niegan a ver en el principio de individualización una especie de decaimiento del espíritu a la materia, a la accidentalidad. Todo hombre es individuo de «una sola pieza», y la conveniencia que se establece entre hombre y hombre no reside en absoluto en una tercera substancia que sea común a los otros dos. Pero no ser una tercera cosa no significa no ser nada, puesto que justamente por poseer cier­ta conveniencia real las cosas asumen en los términos una universalidad que no poseen. Y, ¿en qué consiste esta con­veniencia? «En un plan de Creación. «Género» y «especie» no son artificiales, obras del hombre, sino naturales, obras de Dios. Dios los ha creado, Él solo conoce los géneros y las especies antes aun de que se realicen; el hombre no los creó, no los conoce»9.

¿Qué es, pues, el universal? Nomen, sermo (vox, para Roscelin) «secundum placidum». La significación, que es la propiedad esencial del término, implica una relación con la cosa que se establece por una intelección abstractiva. En el intelecto abstrayente la manera de conocer no coincide en absoluto con la manera de existir. Por eso el nombre, en cuan­to producto del alma obtenido gracias a una función abs­tractiva, es útil al conocimiento, ya que es capaz de condu­cir a la intelección de la individualidad.

¿Qué podemos concluir de todo esto? Por una parte, la actitud anticosista de Heráclito, que abre la polémica del len­guaje, no sólo conduce posteriormente al escepticismo al mutismo de Cratilo. Es más. El concepto de «individuo» se toma problemático y se tenderá a disolverlo en una serie esencialmente inestable de «puntos» de realidad. Sensación y proceso. El nominalismo medieval, en cambio, no sólo fruc­tifica en el campo de la lógica y gramática. Sabemos ya que él contribuyó, y en gran medida, a abrir la vía maestra al método experimental, que nace antiaristotélico, occamista.

Ingredientibus, pag. 1 9 ,1, 15-16. Más adelante veremos que, principalmente, dos instituciones básicas dominan las diversas concepciones del conocimien­to: «hacer» el objeto (verum factum) y «hacerse» el objeto, convertirse de alguna manera en él (Anima humana fiet est quodammodo omniá).

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Pero volvamos al punto de partida: al nominalismo que resulta de la aceptación de la tesis heracliteana del flujo universal. ¿Qué es un individuo? ¿Quién es? ¿Qué es, por ejemplo, el filósofo Russell? «Russell es un ruido por el cual suelo englobar una serie de fenómenos espacio-tempora- les asociados»10.

El hecho de que el año 1920 tuviera la percepción A, que denominé con el ruido «Russell», no me autoriza pare supo­ner que la percepción A' del año 1960 -a la que también asocio un ruido parecido a «Rusell», por estimar que esta percepción es «semejante» a la primera, —sea percepción de la substancia «Russell» una idéntica en todos los tiempos.

Según el cratilismo no sólo los nombres comunes sino también los propios denotan sensu estricto, inexistencias.

Reproducimos aquí un párrafo de B. Russell: «Digo: «me siento a la mesa». No debería decir eso. Lo que debería decir es esto otro: «Uno de los sucesos pertenecientes a la clase de los sucesos causalmente conectados del modo que hace a toda la serie de lo que se llama «una persona», tiene una cierta relación especial con otras pertenecientes a la otra clase de sucesos causalmente conectados cada uno entre sí de modo diferente que tiene una configuración espacial de la clase denotada por la palabra «mesa». No digo esto por­que la vida es demasiado corta; pero eso es lo que realmen­te debiera decir si fuera un filósofo de verdad»11.

Russell sostiene que las denominaciones de la comunica­ción natural son inducciones condensadas12. Y, aunque el fi­lósofo se ha declarado en diversos escritos a favor de la exis­tencia de proposiciones básicas «que no se refieren a acaeci­mientos particulares», y esto significa sin más afirmar la reali­

10 «¿Qué es un individuo? El amoblado de cierta casa no es un individuo sino cierta clase de individuos. Los físicos hablan, sin embargo, de que también la silla individual de ese amoblado se compone de átomos, de la misma manera que el amoblado de una casa se compone de mesas, sillas», etc. (B. Russell, Misticismo y Lógica).

11 B. Russell. Investigación sobre el significado y la verdad, pág. 58.12 Ibíd., pág. 69.

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dad de los universales, consiste su preocupación, en el texto que ahora indicamos, en mostrar cómo el nombre común, y también el propio, rebasa en su significado el contenido ac­tual de la experiencia perceptiva. La palabra «perro» es de­masiado rica de supuestos y connota mucho más de lo que ahora tengo como campo perceptual, el que se reduce a la copresencia espacio-temporal de ciertos estímulos auditivos, visuales, etc. Es, pues, la estructura sujeto-predicado (subs­tancia atributo) la que debe degradarse en un lenguaje crítico por sus implicaciones metafísicas y, siendo el substantivo co­mún y propio, lo puesto en estas oraciones, como objeto abso­luto de referencia, el ataque de Russell va dirigido directa­mente contra «las partes de la oración».

Y afirma el pensador inglés que de ser verdaderamente un filósofo no debería decir: «Yo me siento a la mesa», sino «uno de los sucesos pertenecientes a ..., etc.» Pero si realmen­te fuera un filósofo, a la manera por él pretendida, tendría también que corregir su segunda afirmación, pues, los térmi­nos «clase», «suceso», «serie», «relación» son tan inducciones condensadas como aquellos que antes eliminó. Por otra par­te, resulta que el registro de una sucesión de sensaciones es otra sensación, pero cuya característica consiste en coger el tiempo de una manera totalmente sui generis. ¿Sensación de quién?; El sujeto de la sensación a) no es ya el sujeto de la sensación b), puesto que el haz cualitativo de construcción ha cambiado al menos en un aspecto (a es ahora b). ¿Cómo veri­ficar que no es el mismo sujeto sino a través de una nueva «sensación», que también vendrá a suprimir el sujeto verifi­cador? Y así, ni él, que lo es sin discusión, ni nadie jamás po­drá ser un filósofo verdadero, aunque un buen dios nos cen­tuplicara la vida.

Russell cree en la posibilidad de llegar a la construcción de un lenguaje artificial que sea «fiel» y exacto, aunque «no puedo imaginarme cómo»13. Ni tampoco podría garantizamos que la extensión de tal fidelidad sea suficientemente amplia para re­coger al menos el discurso con sentido de todas las ciencias.

13 Ibíd., pág. 14.

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La lógica simbólica tiene una meta declarada: la exacti­tud (coherencia, univocidad) del discurso científico; hay otra meta que no siempre se confiesa: el desplazamiento de la metafísica natural. Es este último proyecto el que en­cuentra la más obstinada resistencia en el lenguaje mismo.Y es así como para abolir la estructura gramatical sujeto- predicado, por ejemplo, se prefiere emplear términos como «clase», «elementos», «inclusión», etc. Estos términos po­seen un valor operacional muy grande, pero, no debemos olvidarlo, traicionan justamente ese ideal de fidelidad que de uno u otro modo todos exigimos de la comunicación. Los términos unívocos y artificiales, colocados de cierta manera, se aniquilan mutuamente, sin residuo de inteligi­bilidad. La paradoja resulta siempre de la combinación de conceptos sin intuiciones correspondientes14. Pero un len­

14 Veamos un ejemplo: «trabajamos con la clase de todas las palabras que deno­tan objetos o «propiedades» de objetos. Esta clase puede dividirse entre dos subclases: a) la subclase de las palabras que son ellas mismas elementos de la clase que denotan, y b) la subclase de las palabras que no cumplen con esta función. A las primeras palabras las llamaremos «homológicas», «heterológicas» a las segundas (Reichenbach).Por ejemplo: «palabra» es una palabra; «corta» es corta. Y, en la subclase heterológica, «mesa» no es una mesa, ni «verbo» es un verbo. Veamos ahora que sucede con los términos «homológico», «heterológico»: preguntar si «substantivo» es substanti­vo resulta totalmente lícito (un examinador de gramática puede preguntarlo y el alumno debe responder). Preguntar ahora, a fin de construir la paradoja, si «heterológico» es homológico pertenece a un orden muy distinto de relaciones, a saber: esta estructura, en cuanto estructura independiente de su referencia o con­tenido, ¿posee un cierto tipo de relación que no sea la de «elemento de...» con su contenido? ¿Qué queremos significar con «independiente de su contenido»? Sim­plemente que deberemos desconectar el término de su referencia para luego medir con su significación o referencia alguna de las propiedades de su estructura for­mal o material. Se trata, en otras palabras, de establecer una relación entre una estructura gramatical o una configuración física y la significación que esta posee. Ahora bien, la relación que la paradoja pide aceptar como premisa es la si­guiente: el primer relato es formal o materialmente lo mismo que «significa» el segundo relato.Pero se ve ya que «heterológico» es inconmensurable con heterológico, porque ni la estructura material ni la formal pueden ser heterológicas ni homológicas (am­bos son términos relaciónales en que uno de los relatos siempre se desdobla en una nueva relación). En resumen, cuando me inquiero si el predicado «corto» con­viene o no al sujeto «corto», este último ya no es referencia de la cosa sino del nombre y, dado que el nombre del nombre es idéntico al nombre, tendré la posibi­lidad de «percibir» la conveniencia. Pero al nombre, en cuanto categoría o unidad puramente física (suppositio materialis) pueden convenir a priori clases limitadas de predicados (físicos, en cuanto unidad física; categoriales, en cuanto categoría gramatical). Luego, la operación a que nos invite la paradoja es contradictoria ya que por principio el sujeto de las proposiciones que sirven de premisas se tome en suppositio materialis, es decir, con prescindencia de su contenido. Así la contradic­ción queda relegada a la pregunta misma.

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guaje fiel debe al menos poseer la capacidad de no perder el sentido.

En el habla común la intención significativa deja siem­pre una vía abierta a la inteligibilidad. Por otra parte, los creadores de términos no siempre pueden dominar la vida de sus propias creaciones y, como los personajes de Piran- dello, estas empiezan a actuar por su cuenta. Recordamos a este propósito una invención de Carnap: el término «babú» creado para señalar la falta de referencia objetiva. Hace gracia que ahora «babú» signifique algo, que era jus­tamente lo que no pretendía su autor.

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LA VÍA DIRECTA

Nos hemos referido en el capítulo anterior a cierta hos­tilidad de algunas corrientes filosóficas contra el lenguaje natural. Los embates han sido dirigidos especialmente en dos direcciones: a) contra el lenguaje en su conexión con los universales y coherente a esta crítica b), contra la es­tructura S-P, considerada reducto tenaz de la concepción substancia-inherencia, propia de las metafísicas tradicio­nales15. El problema de la verdad del nombre (etimolo­gía), su «inherencia» o extrañeidad a la cosa, así como el misterio de su origen, han perdido en nuestros tiempos toda vigencia.

Según palabras de Russell, la reforma del lenguaje sería condición previa para desarraigar el pensamiento de toda «falsa metafísica». El ser parece esperar esta purificación nuestra para entregarse plenamente16.

El supuesto de una realidad que se agota en la percep­ción real o posible pone, como hemos visto, al positivis­mo lógico en situación conflictiva con el lenguaje; pero también el supuesto de una realidad metaempírica, so­porte de todo lo que es y deviene. Este repudio se hace patente cuando esa realidad es por el filósofo más experi­mentada que concebida. Una pulcra y adecuada descrip­ción de este tipo de experiencias resulta en alta medida

«Temo que no nos libraremos jamás de Dios, puesto que creemos todavía en la gramática» (Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, pág. 17).Como bien dice U. Marshall (Lenguaje y Realidad, pág. 159), toda teoría que afirme la inadecuación del lenguaje a la realidad supone un conocimiento de la realidad con prescindencia del lenguaje (por contacto).

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de un feliz empleo de «metáforas»17. Las palabras, en el uso y por el uso, se vuelven meras referencias, medios transparentes; las palabras son, si no lo único, lo princi­pal al menos, lo tenido a la vista cuando nos volvemos en actitud introspectiva sobre nuestros pensamientos; cuan­do, en cambio, disparamos con ellas sobre el mundo, ya no se exhiben, nos transportan sin trámites al vértice mis­mo de sus referencias. Hay que tener esto presente cuan­do se quiere establecer una diferenciación entre signo y metáfora, entre vocación (vocablo) y evocación. He aquí la eterna actualidad de Platón: las cosas son, en cierta medida, sombras; en cierta medida, símbolos (el hombre es símbolo del hombre).

La intuición de lo Absoluto o la contemplación de las Ideas son, desde un punto de vista, fenómenos psicológicos. Fe­nómenos que trascienden, sin embargo, la posibilidad nor­mal de los hombres. Todo el material expresivo -semántico y sintáctico- que vamos acomodando aun a nuestras expe­riencias más insólitas (siempre dentro de la existencia nor­mal) se vuelve ahora inadecuado, inservible. Por eso excla­ma con amargura Platón: «Ningún hombre inteligente será nunca tan temerario como para poner en palabras aquello que su razón ha contemplado»18.

La literatura mística atestigua esta actitud que venimos describiendo. La experiencia privilegiada no puede comu­nicarse porque en el éxtasis y en la fusión místicas el orden, el sentido del mundo y de las palabras quedan invalida­dos. Bergson ha elevado al plano filosófico este sentimien­to. Para este pensador la metafísica, en cuanto ciencia de lo Absoluto, debe ser el más serio intento de «superar los sím­

17 «No sólo necesitamos de la metáfora pare hacer mediante un nombre com­prensible a los demás nuestro pensamiento, sino que la necesitamos inevita­blemente nosotros mismos para pensar ciertos objetos difíciles» (Ortega, Las dos grandes metáforas, El Espectador). Casi resulta incomprensible que hombres que consumen su mejor tiempo en la meditación, sigan sonando con un len­guaje literal, exacto, como si las cosas, los hechos poseyeran ellos mismos un lenguaje que sólo debiéramos repetir. Y, en efecto, se puede ser exacto, con ese tipo de exactitud, cuando repetimos algo ya dicho y tal como se ha dicho. Otra cosa es dar voz al silencio, expresar.

18 Carta Séptima.

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bolos». El lenguaje especializa (fija y espacializa) lo que consiste en pura duración y originalidad; vuelve inteligi­ble, en el sentido de adecuado a la inteligencia, aquello que debería ser aprehendido en intuición. Esta es la querella que abre el intuicionismo bergsoniano, que no se propone la tarea de «reformar» la función expresiva a fin de acomo­darla al flujo perenne de la realidad; que declare, por el contrario, y de una vez por todas, que se trata de una esen­cial transustancialización operada por el símbolo.

La filosofía, inocente de esta deformación, sería como cualquier otro, un conocimiento relativizado, un punto de vista sobre el ser del mundo que sólo puede recoger lo que ya previamente ha puesto en el lenguaje: las categorías prác­ticas de la inteligencia.

¿Estamos nuevamente frente al nominalismo? Y, ¿en qué se diferencia este (o el de Schopenhauer) del nominalismo de Ayer o de Russell? Salta a la vista una primera aproxi­mación: la función intelectual crea las condiciones de exis­tencia de los mismos problemas que luego se propone. Y las palabras, dóciles a esta función: utilitaria (Bergson, Cro- ce, etc.), «especulativa» (Kant, positivismo lógico), termi­nan por sancionar como verdadero lo que es pura ilusión o pseudo problema.

Todo el esfuerzo irá dirigido, entonces, a descubrir el punto en que el hombre toca realmente el ser. El llamado «¡A la experiencia!» carece de la precisión que debe tener una orden porque la experiencia puede significar o bien una pura receptividad, cuyo presupuesto sería siempre el principio físico de acción-reacción (aplicado analógica­mente al problema del conocimiento: estímulo-respuesta),o bien, la experiencia poseerá el sentido de un acto original de trascendencia, sentido que en una determinada concep­ción puede querer decir: liberación de los mecanismos con­dicionantes y/o supresión del dualismo sujeto-objeto. El acto intuitivo, así entendido, postula una realidad que se da espiritualmente al espíritu y que al darse se funde con él. Schopenhauer sostiene que espacio y tiempo son princi­

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pia individuationis que el sistema sujeto-objeto resulta de una distancia que pone la razón: apariencia. Bergson, por otra parte, siente el mundo como irrepetibilidad, como pura duración. El mundo, para ambos filósofos, en cuanto subs­tancia espiritual ni es extenso ni inextenso; es Uno.

El nombre rompe la medida porque especializa y ocul­ta el dinamismo del Todo. Esta es la conclusión que quisié­ramos discutir...

Ciertamente, impulsados por una inclinación al análi­sis podemos llegar a descubrir elementos y relaciones cada vez más especiales y rígidos en el nombre: es evidente que a éste puede atribuírsele, por ejemplo, cuando se le mire como «concepto», la propiedad esencial de la extensión; es claro también que, arrancado del ámbito en que le es dado poseer dinamismo, y puesto en la soledad que instaura el análisis, aparece con los rasgos que Bergson le atribuye, igual como la conciencia se muestra a la reflexión como unidad, aun cuando nuevas reflexiones deberán destacar su esencial inestabilidad. Es verdad que el nombre indivi­dualmente considerado fija en unidad ciertos contenidos vivenciales y, por el hecho de fijarlos, podría llamársele «abs­tracto». Mas, ese mismo símbolo inserido en la frase, en el discurso, discurre, se fluidiza y parece, entonces, repetir la ley del espíritu y de las cosas: permanencia y cambio; uni­dad y alteridad. Por otra parte, si toda proposición debe re­ducirse a nombres copulados por el verbo ser, como se ha venido afirmando por siglos, entonces Bergson tiene toda la razón de repudiar el lenguaje natural, porque es evidente que un mundo eternizado por el verbo de la lógica se vuelve un mundo definitivamente muerto. Pero el lenguaje no per­mite tales artificios; el lenguaje repite en su seno la paradoja esencial de todo: unidad y cambio. Repite la paradoja re­voloteando sobre ella. En el lenguaje este movimiento y esta persistencia se juega entre el nombre y el verbo.

Resumiendo: los motivos que mueven al positivismo lógico, por un lado, y a los intuicionistas, por otro, para acometer contra el lenguaje natural y establecer criterios

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normativos y reformadores son diametralmente opuestos en lo que concierne a aquello que el lenguaje debiera ex­presar y a la prominencia ya de la exactitud, ya de la expre­sividad del mismo.

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EL RACIONALISMO

La claridad del mundo es dogma de todo racionalismo. Tanto el realismo como el idealismo satisfacen la preten­sión de que el pensamiento puede atravesar los entes de extremo a extremo; ambas posiciones hacen posible una explicación en el sentido de que mundo y «mundo pensa­do» poseen cierta relación de «conveniencia», sin residuos (o con un mínimo residual)19.

Ahora bien, todo conocimiento, excluyendo las accio­nes humanas ajustadas a los hechos (acciones que también pueden expresar un conocimiento explícito), al comunicar­se, al menos, requiere de un lenguaje que supondremos, por el momento, exterior a ese conocimiento, medio de ex­presión, traducción de aquél.

Si se trata del realismo, por ejemplo, éste deberá expli­car qué sucede con esa reflexión de segundo grado que se­ría el lenguaje. Unido el lenguaje al ser a través del pensa­miento, reconocida su relación de semejanza a este último (en la estructura), deberá el realismo justificar las catego­rías verbales como reasunciones del ser mismo y de sus modos, y de sus flexiones. Un realismo así entendido en­cumbra toda gramática a disciplina metafísica, cosa que

Un mundo puramente soñado no invalida las reglas, ni la seriedad que el sue­ño impone. «Suene o esté despierto, dice Descartes, tres más dos sumarán siem­pre cinco». ¿Qué perdemos, o ganamos, entonces, si todo lo tenido por real no resulta ser nada más que un sueño coherente? ¿En verdad perdemos algo? Si yo pudiese determinar con anticipación la trama de mis sueños, si pudiera desarrollarlos noche a noche conforme a «plan», mi verdadera realidad sería el sueño. ¿Nota biográfica o revelación de una fantasía tentadora que amenaza al hombre? Eritis sicut Deus.

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intentó, por ejemplo, Tomás de Erfurt en su Grammatica Speculativa o Modi significandi. Así se entiende también que la lógica medieval, acudiese frecuentemente a la explora­ción gramatical y que, por otra parte, la ontología impera­se sin discusiones sobre «las partes de la oración».

Para el «realismo» tomista, por ejemplo, lo individual es inteligible en un doble sentido: lo es porque en sí alber­ga lo universal, es objeto de concepto (como diría Mari- tain) y es inteligible en un segundo sentido: el hombre que en una función inicial y puramente receptiva es impresio­nado por la materia del conocimiento —phantasma o concre- tum— acto seguido, y como fruto de esa actividad espiri­tual, logra embeber del phantasma su jugo de universali­dad —de inteligibilidad—, conquista casi la identificación con el objeto y se hace él mismo inteligencia20.

El sensible se da, pues, al sentido tal cual es, es decir, en su misteriosa universalidad: lo inteligible. Hay sí, una pri­mera similitud que no es todavía conocimiento. Esta surge cuando el intelecto agente realice la «separación» de mate­ria y forma. Y queda así recuperado el mundo en toda su cristalidad, en esencial transparencia. Pero en este proceso de recuperación y de ajuste en el entendimiento, el hombre queda esclavizado siempre a lo particular y sensible, por el hecho de ser hombre y no ángel21. De ninguna manera lle­va a Dios este cauce natural del conocimiento, ni al hom­bre le está concedido elegir otro22.

Se «composant», ainsi en produisant de l'etre semblable a elle. La forme essentielle se «propose», cela signifie que, se formant elle-meme dans l'autre, elle accede a la «presence», (Gustav Siewerth, Ontologie du Langage, pag. 83)."Y todo esto porque toda potencia cognoscitiva es proporcional a su objeto. El intelecto humano que está unido al cuerpo tiene como objeto propio la esencia o la naturaleza existente en la materia corporal y a través de la naturaleza de las cosas visibles se eleva a la adquisición de un cierto conocimiento de las realidades invisibles. Nosotros aprehendemos lo particular por medio de los sentidos y de la imaginación. Por esto, para que el intelecto pueda conocer en acto su objeto propio, es necesario que opere sobre los phantasmae a fin de in­tuir la naturaleza universal existente en lo particular (Sto. Tomas, Summa Q. LXXXV. art. V).Es la razón de la «razón natural» y no de la razón «infusa» de los agustinos. Por este motivo el problema de razón y fe se presentó en los primeros tiempos como (posible) conflicto entre razón y auctoritas.

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Hay en este «realismo» una limitación fundamental: la aprehensión directa del Absoluto. Y no, como sostiene Berg- son, a causa de los malos hábitos de la inteligencia, de la guerra que el lenguaje natural hace a toda auténtica visión, sino debido a la esencia misma del proceso del conocer. En esta concepción «realista» no se considera el lenguaje como sobreestructura estrecha y deformadora de la aprehensión; por el contrario, garantía de la unidad y racionalidad del mundo.

Recordemos que el ser humano recoge lo inteligible en lo sensible -materia- y que lo aprehendido en universali­dad, para poder comunicarse debe necesariamente degra­darse a la materia nuevamente, es decir, a las palabras. No puedo sorprender ni siquiera a mi propio espíritu en su intimidad, conversarme sin palabras, sin voz interior, me es negado transitar entre puros pensamientos, negado esen­cialmente por mi condición de hombre natural. Ahora bien, si el lenguaje tradujese el pensamiento con insuperable in­adecuación, entonces, es evidente que el conocimiento se­ría imposible. Y no sólo el conocimiento en cuanto esfuer­zo para comunicar un saber, sino justamente aquel que es directa provocación de las cosas mismas quedaría en mí como inútil energía en espera del acto que la arranque de su prisión.

Conocer es, en buenas cuentas, hacerse el objeto, pero en un límite no siempre señalado por el pensamiento to­mista. Porque es, además, un hacerse conciencia de este dejar hacerse por el objeto. Los «hechos subjetivos» son, pues, a) la conciencia que se tiene cada vez de ceder lugar al objeto en el acto del conocimiento y, b) la expresión que notifica, describe y vuelve a crear la trascendencia en el espíritu mismo.

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En el capítulo anterior hemos descrito actitudes básicas y definidas respecto a las conexiones entre lenguaje y reali­dad. Hemos visto también como dos de estas actitudes, el nominalismo y el intuicionismo, tienden en mayor medida a considerar el lenguaje natural cual instrumento inade­cuado de conocimiento.

Empezamos este trabajo señalando las modalidades en que el hombre se mantiene dentro de un sistema de servi­cios o funciones de reenvío constante. El término «instru­mento» se nos ofrecía ya entonces ambiguo y, por tanto, con variadas posibilidades de análisis. La ambigüedad reside esencialmente en la estructura relacional o de acoplo que el objeto de servicio debe poseer. Aunque pudiera parecer que una descripción de cierta instrumentalidad estuviera dada simplemente por el «para esto», con indicar el puesto donde el utensilio encuentra el cumplimiento de su función, tal descripción en definitiva sería incompleta si se callara luego el sujeto para quien existe tal conexión: a quién sirve, quién la descubre o la crea. Pues el descubrir o el crear implican el puro ser «a la mano» un nudo existir, al margen del sistema total de «reenvíos». Para citar un ejemplo que no sea de or­den físico: la mentira. Allí están las palabras que pueden jus­tificar un acto, se me ofrecen en una conexión directa a mis propias posibilidades y bien puedo emplearlas o no. De ha­cer lo primero, ¿quién podría negarlo?, el lenguaje se vuelve instrumento como también el ser humano a quien engaño. Simular es enajenar la expresión y es por medio de esta mo­dificación que la palabra se vuelve instrumento. El acto que duplica la simulación —simular que se simula— reabre a

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quien nos escucha un camino lateral hacia nosotros: es la ironía23. En el primer caso hablamos con razón, de instru- mentalidad; pero se tratará siempre de un volverse, de un quedar sumido en ella24.

Hemos hablado de «crear», de «descubrir» conexiones útiles a ciertos fines, modalidades todas del homofaber que implican distancia a una posibilidad previa de los entes. Nos referíamos también a la estructura de «servicio». Y otra vez la ambigüedad: porque si la mano, en cuanto «funda­mento» de toda manualidad, si el pensamiento en cuanto reemplaza y supera la función del instinto, si el lenguaje en la medida en que realiza la tarea de «objetivar contenidos de conciencia»25, en fin, si todo ente, órgano o capacidad, quedan sin excepción degradados a una pura perspectiva de mutuos reenvíos, ¿cómo encontraremos ese último es­labón; que nos permite decir «yo existo»? La existencia no puede ser extraña a sí misma y todo cuanto da lo da por una especie de emanación existencial.

Que el lenguaje viva, en el trato habitual con las cosas

La «conciencia separadora» puede, en el caso de la simulación de la simula­ción, estar oscuramente distribuida (dicotomizada) entre estos dos actos. Este fenómeno daría cuenta de la caída en aquello que cuidamos de encontrar o de aquello que encontramos, cuando no sabemos cómo encontrarlo (tentación positiva y negativa).En el caso del engaño, para poder poner a mi servicio incondicional la vida ajena no puedo evitar instrumentalizarme a mí mismo: sólo en la mentira el lenguaje se vuelve realmente instrumento. Y no sólo con el dejar al otro en la ignorancia del destino que yo, ahora, en su presente le maduro escondiendo mis intenciones, sino con el simple conocimiento de ese destino, si esto fuese posible, destruiría el sentido de la vida ajena: transmutaríala en objetividad. No se trata ya de la relación entre Creador y criaturas, relación que altera tam­bién y profundamente, el sentido de mi libertad. Hablamos aquí del hombre «previsto» por otro hombre.Corramos los límites actuales de la psicología -especialmente del psicoa­nálisis- hasta una situación límite en que la vida del paciente esté, por obra del conocimiento del especialista, casi totalmente cubierta de imprevistos: por una especie de interpolación temporal, cerrada como pasada. Tal situa­ción no es absurda, tampoco desdeñada por algunos científicos. Este sabrá, pues, que una determinada actitud suya, una sugerencia, un simple movi­miento, provocará en el hipotético paciente respuestas previsibles, con un margen mínimo de variación. No hay escapatoria. El condenado a quedar transparenciado por el otro, puede aun tomar una decisión extrema que le devuelva su plenitud existencial: el suicidio. Pero, ¿y si estaba previsto?A. Pagliaro, Parola e Immagine, pág. 8.

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del mundo, en un estado de transparencia no significa que sea instrumento o nexo históricamente accidental entre las almas. El alma misma es lenguaje, «cuerpo y alma». Y si Descartes hubiese tenido a la vista la gestación de su «cogi­to», la sensibilidad le habría resultado ineliminable.

La definición del lenguaje como «instrumento de la co­municación intersubjetiva»26, u otras de este tipo, ha de­jado siempre los hechos en una ambigüedad que debiera aclararse.

Emest Wilde, Fundaments of Communication, página 75.

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SENTIDO Y SIN SENTIDO

«La gramática es un pecado, pues enseña a declinar a Dios».Pier Damiani.

Abordaremos ahora el tema del valor veritativo de las proposiciones. Cuando se atiende a la estructura (forma) de proposiciones (y conclusiones), este tema corresponde clásicamente a la lógica; y a las diversas ciencias, si recae la atención sobre los particulares contenidos de tales propo­siciones. Podríamos hablar también de una sintaxis lógica y de una semántica.

«El lenguaje consta de un vocabulario y de una sin­taxis»27; de términos que denotan «objetividades», de tér­minos relaciónales y de una cierta gestalt exigida por la naturaleza misma del lenguaje. Y mientras el primer gru­po de términos puede construirse más o menos convencio­nalmente, los dos últimos tienen en todo lenguaje un án­gulo limitado de variación. Más allá de estos límites nos encontramos en el sin sentido.

Esta división parece clara, exhaustiva; claro parece tam­bién determinar cuál deberá ser el ámbito de la lógica, «cien­cia de las formas puras».

En primer término, es evidente que la corrección sintác­tica se revela como condición necesaria de la verdad28: de una proposición, o de una conclusión, cuando se trata de secuencias proposicionales. Para que una proposición sea verdadera debe ser expresión de algo que es. La «sintaxis lingüística» es ya una respuesta que responde por la cons­tancia del ser.

27 Camap, The Logical Syntax ofLanguage. Londres y Nueva York, 1937.28 La enajenación es esencialmente un «error» sintáctico. El sentido común no es

de despreciar, porque da, al fin y al cabo, los criterios sintácticos absolutos.

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Normalmente, llamamos «corrección sintáctica» al so­metimiento de los portadores del discurso a cierta norma­tiva de reacción, de jerarquía entre los vocablos o proposi­ciones. Este sometimiento puede ser «convenido» o natu­ral según a qué tipo de lenguaje nos estemos refiriendo.

Ahora bien, del análisis de estas estructuras entresaca­mos ciertas funciones especializadas: a) los categoremas, que mientan objetividades a distintos niveles ontológicos; b) sincategoremas, es decir, partículas relaciónales («lógi­cas»), «carentes de mención objetiva», pero significativas dentro del discurso. La sintaxis es la disciplina que estudia las recciones válidas dentro de y entre las proposiciones.

Pero tenemos, en primer lugar, que las partes de la oración son formas de los vocablos, pero al mismo tiempo destinación ontológica. Así, la palabra designa tanto por su contenido como por su forma. Otro tanto sucede con la proposición.

El estudio separado de los dos aspectos ha hecho posible que la lógica se haya venido convirtiendo en una disciplina válida aun para los ángeles, pero muy poco «útil» a los hombres.

Desde el punto de vista gramatical, «formalmente co­rrecto», está por cualquier estructura lingüística que no se encuentre en pugna con ciertas significaciones univer­sales. Toda descripción particular y aun la descripción más universal, en el sentido de válida para todos los objetos posibles, implica a priori, una descripción de orden supe­rior: la significación sintáctica. Por eso, el positivismo ló­gico se ha lanzado contra la sintaxis natural, suponiendo que son estas «formas puras» las que han despertado las ilusiones metafísicas de los hombres.

Al discurso coherente -sintácticamente correcto- lo atra­viesan en realidad dos modalidades semánticas: una de carácter universal, y otra, acomodada en aquella, de carác­ter material (particular).

Las sinacas simpaban ruscamdo tuencas en el surcal.

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¿Qué tenemos aquí? La materia de esta proposición es totalmente desconocida, puesto que lo son cada uno de los términos que la componen. Mas, sería injusto negarle cier­ta calidad significativa que le viene precisamente de una «forma» universal (de una semántica universal), de un de­terminado movimiento que el espíritu concede con univer­salidad a las cosas.

Traduzcamos, pues, esta proposición a lo que parece sugerir: «Algo (grupo o clase de objetos) reiteraba una ac­ción -o sufría reiteradamente una pasión- con simultanei­dad a otra, o con miras a un objeto incluido, espacial o tem­poralmente, en otro». Esta condición de mi espíritu, que me concede vaticinar el trato posible de las cosas, el múlti­ple e ilimitado ejercicio y comercio que los entes desarro­llan entre sí, en el dominio del lenguaje, se suele llamar «sintaxis» y no es más que la cosedura o articulación que el espíritu reconstruye en sí cuando se vuelve a las cosas o a sí mismo29.

Es justo, pues, decir con el positivismo lógico que las pseudoproposiciones no poseen valor veritativo y que sólo en el discurso sintácticamente correcto podremos encon­trar valores de verdad o falsedad. Justo, porque tautológi­co. El problema residiría siempre en establecer con crite­rios semánticamente correctos (inteligibles) qué deberá en­tenderse por «sintácticamente correcto».

Los positivistas lógicos invierten el problema: «Una pro­posición es significativa -tiene sentido- si y sólo si es verifi- cable». Parecería justo afirmar lo contrario: que es verifica- ble, o no lo es, solo si se trata de una proposición y no de una sarta de palabras.3029 La semántica, en cambio, «sería entonces la teoría de los significantes de

los signos en relación con el objeto designado o significado». Ferrater Mora, Diccionario.

30 La teoría de Camap es la siguiente: "frases (proposiciones) desprovistas de sentido", en una acepción rigurosa: pseudo proposiciones, se aplica a un ali­neamiento de palabras que no constituyen una proposición en el interior de un lenguaje determinado, existente.Veamos qué es lo que no constituye una verdadera proposición para Camap:

(Continúa en página siguiente)

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He aquí dos proposiciones:1) César es y2) César es un número primo.En 1) hay a simple vista una inobservancia de la sin­

taxis. Camap, que dio estos ejemplos, afirma: «La sintaxis exige que el tercer término no sea una conjunción; debe ser un predicado, un substantivo o un adjetivo».

Para el positivismo lógico la sintaxis gramatical no es criterio suficiente para garantizar el sentido de una propo­sición. El segundo ejemplo -«César es un número primo»- gramaticalmente correcta, «parece constituir una verdade­ra frase, aunque falsa, pero en realidad no lo es, pues no expresa ningún comportamiento ni existente in inexisten­te». Sigue Camap: «La lógica reclama, a diferencia de la gramática, que si, por ejemplo, los substantivos se dividen en muchas especies, según que designen cuerpos, propie­dades de cuerpos, de números, etc., también figuran las palabras «romano» y «número primo» en categorías dife­rentes. Por tanto, 2) es tan absurda como 1)».

Está demás recordar que toda esta gigantesca máquina de normas va dirigida contra la metafísica natural del len­guaje, contra «los problemas del alma», «la cosa en sí», «la filosofía de los valores», etc. Está demás, también, repetir las críticas, conocidas de todos, que se han venido levan­tando en tomo al positivismo lógico. Entonces, se ha vuel-

a) En primer lugar, cuando intervienen en ella palabras desprovistas de senti­do (que no designan ningún concepto). Enumeramos ahora los criterios que el autor establece pare asignar sentido a una palabra:"Sea "a" una palabra cualquiera y (E) su enunciado elemental ("enunciado elemental" equivale más o menos a "proposición constituida sólo por térmi­nos pertenecientes al lenguaje objeto").La condición necesaria y suficiente pare que «a» adquiera un significado se puede expresar de 4 maneras (en el fondo equivalentes):

1. El criterio experimental de «a» es conocido (percepción de «a»).2. E (a) se puede deducir.3. Las condiciones de verdad de E (a) están establecidas.4. El procedimiento de verificación de E (a) es conocido.

b) «Existen, en cambio, pseudoproposiciones cuyas palabras constituyentes poseen un sentido, pero yuxtapuestas de tal manera que la frase misma resulta sin significación».Finalmente: «La sintaxis de un lenguaje describe las asociaciones de términos que son admisibles (subrayamos nosotros) e indica aquellas que no lo son».

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to un hábito resolver críticas y problemas con el fácil expe­diente de la convención: convencionales las vías de la con­clusión, convencionales las «normas» que sostienen la in­teligibilidad de las proposiciones (las normas sintácticas). Así, el reiterado «exige» de Camap, que hemos subrayado cada vez, no tiene sentido.

Lo extraño es que las convenciones resulten tener en de­finitiva un carácter apodíctico que emana de la misma signi­ficación de lo convenido. En lógica simbólica, por ejemplo, no solo se ha convenido respetar los clásicos «principios ló­gicos» —aun cuando se les llame «teoremas»—. Además, se han establecido algunas convenciones aparentes, como sucede con el concepto no definido de definición, que no es otra cosa sino la repetición subrepticia del concepto definido de equivalencia o bicondicionalidad. En verdad, con el calificativo de «convencional» se ha dicho muy poco si existen razones para convenir esto y no aquello; pues, así, sería también una convención salir equipado cuando llueve o tomar cafiaspirina para los estados neurálgicos. Se debe afirmar, en contra, que las «puras convenciones» no poseen derecho teórico alguno, que su fuerza emana de la pura voluntad y que por un nuevo acto voluntario pueden ser invalidadas. Que, de tener algún fundamen­to, no serían convenciones.

Si «César es un número primo» pertenece a la subclase de las pseudoproposiciones -y seguramente es así en el «universo habitual del discurso», no en un universo pita­górico, por ejemplo- también lo serán «Napoleón era un lobo», «este fenómeno está sometido a ley», o «un lenguaje consta de vocabulario y sintaxis». Y lo que está caracteriza­do como sin sentido no puede ser ni fábula, ni mala poesía —en esto concedemos plena razón a Camap—. Pero tam­poco es posible establecer convencionalmente qué tiene y qué no tiene sentido, porque cuando se trata de los funda­mentos todos los filósofos se ponen serios.

El término «sentido» se aplica al lenguaje, a los objetos, a la conducta, a la «experiencia» del mundo, etc. La expe­

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riencia por la que un hombre descubre que una amistad, que una conversación o que el mundo todo pierden el sen­tido, consiste primordialmente en un sentimiento de extra- neidad. Lo que pierde su sentido se desantropologiza, se transforma en puro objeto y resistencia. Vuelvo a ver des­pués de mucho tiempo al viejo amigo y descubro en sus palabras que nada en común tenemos ya: experimento en­tonces la extraña sensación de haber substraído algo esen­cial a mi lenguaje; quiero hablar, mientras voy cayendo en un abismo de vergüenza, pero he perdido en mí todo «lu­gar», quiero ir al otro, al amigo, pero mis palabras saben a ruido, a fisicalidad pura.

Un automatismo motor, igualmente, no tiene sentido porque es impertinente, no posee nada en común con los esquemas de mi cuerpo. Ni el hecho de desentrañar su causa logrará insuflarle algún sentido. Seguirá, pues, siendo un extraño hasta que -en la imposibilidad de eliminarlo- en­cuentre alguna forma de asimilación a mi personalidad: intento de humanizarlo.

El enamorado que ha perdido a su amada siente que ya nada posee sentido para él. Del mismo modo, una proposi­ción, puede ser declarada carente de sentido -aun cuando en sí lo tenga- si, junto a otras, no hace sistema con ellas.

Por último: del mundo -se dice a veces- no espero nada.Y nada puedo esperar porque el mundo es carente de sen­tido. Causa-efecto, estímulo-respuesta: todo esto va con­migo en el curso del tiempo, pero entre esta enorme ma­quinaria cósmica y mi vida no existe la comunidad ontoló- gica que yo suponía. Cada hombre va y viene por el mun­do en pos de sus propios asuntos, ilusorios como los míos; yo mismo, sin lograr referir mi vida a cosa alguna no tengo sentido, soy la suprema expresión del sin sentido.

Poseer, no poseer, perder parecen ser tres formas de rela­ción al sentido. Por otra parte, resulta que el sentido tiene la posibilidad de ser «con otro», como en el caso del enamora­do o de la proposición que no hace sistema con otras.

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¿Pero el lenguaje, cuándo pierde el sentido?

En el acto habitual del expresar la expresión se disuelve en el esfuerzo mismo: no exige parte alguna de la conquista: modestia de los fundamentos que realmente fundamentan.

La más profunda defección del lenguaje se llama «sin sentido». El error y la falsedad son determinaciones de un lenguaje «en uso», «en función objetivante».

No encontrar el sentido de una proposición significa, en primer término, no poder alcanzar una cierta configu­ración, no encontrar un «lugar común» desde el que se mueven configurativamente sus elementos; significa de­clarar una secuencia verbal «inconfigurable», con ante­rioridad a todo acto tético.

«Sin sentido» y «factualidad» son la misma cosa; y perder el sentido equivale a derrumbarse en pura objeti­vidad. Derrumbe dialéctico, nunca pleno porque el «he­cho puro» no tendría sentido si ya no estuviera enmarca­do en una atmósfera de inteligibilidad que lo define. «He­cho», en efecto, es el ser mismo desbordándose en su ca­pacidad expresiva; un momento de comunicación con o contra algo.

Pero el sin sentido nos revela de improviso una condi­ción privilegiada de ciertos entes: la de estar más allá de ellos mismos; los entes privilegiados a los cuales alcanza el sentido plenamente y los que corren el constante peli­gro de perderlo son aquellos cuya naturaleza pertenece al límite, a la ambigüedad. La ambigüedad de ser lo que to­davía no son o quizá nunca serán (el hombre, el símbolo del hombre).

Por eso mismo, el «sentido de la vida» se ofrece en la atmósfera de la cotidianidad como una vaga y misteriosa exigencia, como una promesa no formulada que sólo se patentiza en la negatividad: cuando el ser con sentido lo pierde.

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El lenguaje es una aspiración (en las alturas de la poe­sía) a ser el ser. Así es proposición que se aclara a sí misma.

La proposición nada tiene que ver directamente con el «mundo real»: propone posibilidades anteriores a toda exi­gencia lógica o fácticamente determinable. Ni la función impletiva de la imaginación puede dar la norma tampoco para determinar el sentido del ser propuesto, porque el len­guaje resulta ser en muchos aspectos forma de una imagi­nación posible.

Lo propuesto por la figura lingüística podrá quedar eter­namente y por principio inaccesible, o podrá parecer ab­surdo, paradójico, o bien, un contrasentido. Estará ahí, sin embargo, como propuesto, como significativo.

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«Étre vrai, cela ne consiste pas seulement pour une pensée, á ne pas etrefaux, car méme la pensée la plus obscure et la plus pauvre néetre point fausse; la vérite de la pensée consiste aussi dans la puissance revélatrice qui ne cesse d'inspirer et d'animer, qui illu- mine par ses reflets Vimage analogique, a partir de son fondement, et qui conduit cet- te image dans la contemplation, dans le re­gará vers le fondament trascendental dans un regard done qui purifié de tout ce qui ne serait que «simple representation».

Parce que le poete est inspiré par Dieu, il peut dire la profondeur d'étre et d'existence dans le mot lui-meme, grace a la vie de son symbolisme. La parole poétique est irradiée par la vérite de l'étre, lorsque la parole puise dans la reflexión analogique sa puissance de pénétration et d'éclaircissement par le ren- voi. Ainsi le poete vit-il de la sagesse du lan- gage et de la forcé d'unification des mots et la réalite. Le langage rend le poete plus pro­che de la vérite -je ne dis pas plus puissam- ment que le penseur- parce que le poete a été enfanté par le langage et a requ la grace de sa vérite»31.

Gustav Siewerth, Ontologie du Langage, pág. 143.

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LENGUAJE Y VERDAD

La conquista de la verdad ha sido concebida muchísi­mas veces como un alumbramiento. La verdad -se ha di- cho- no sólo se aprehende y se demuestra, sino que vive y se muestra en la vida. Por otra parte, la verdad parece con­sistir en una relación de concordancia entre un sujeto que enjuicia y la objetividad enjuiciada. «Ser verdadero' en un sentido exacto solo podría predicarse del juicio (o proposi­ción)32.

Sin embargo, siempre se establece este tipo de analogía: existen juicios que son verdaderos -como existen también personas que son sinceras y objetos que son reales y no aparentes—. ¿Que significará todo esto? La sinceridad co­rresponde a una especie de armonía entre el lenguaje que el individuo «siente» como propio y el que revela; el pri­mero va directamente al segundo, sin que le salga al paso ninguna fuerza oculta del espíritu para modificarlo o man­tenerlo en los límites de su vida interior. La sinceridad pues, aparece como una forma de revelación (La Emeth bíblica).

Que un ser sea real y no aparente significa que su es­

La mayor parte de los pensadores medievales distinguía la verdad de las pro­posiciones verdaderas. La verdad que trasciende todos los juicios y todas las categorías que hace imposible negar las verdades particulares sin poner en ella su fe, es Dios. La verdad vivifica el juicio, la acción, la existencia de todo lo creado.El ser verdadero de los entes deriva de una falta absoluta de residuos entre la voluntad del creador y su obra. El pensamiento humano es en cambio esen­cialmente residual, tanto más si desciende a la materia (individuo) o si intenta elevarse al Espíritu. Así la posibilidad de alcanzar la verdad dentro de este sistema onto-axiológico completo, cerrado, está encadenada a un esencial com­promiso.

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tructura no alberga en sí el carácter del mimetismo, que no se presenta en ciertas perspectivas, postulando ser lo que no es. Porque resulta innegable que el ser aparente de al­guna manera es, aunque no sea lo que expone. También aquí se trata como en el caso anterior, de un mostrarse sin ocultamiento.

¿Qué es un juicio verdadero? También el juicio, como la sinceridad, expresa algo. Se dice entonces que su verdad consiste en expresar, revelar lo que el ser enjuiciado es real­mente. El juicio «verifica» porque expresa y esta condición de verificabilidad es inherente a todo juicio. Lo que Pfán- der llama «la pretensión de verdad del juicio» es en el fon­do más que una pretensión: justamente la verificabilidad que se mueve en busca de su objeto33.

Partiremos, pues, del juicio verdadero:

El individuo que se expresa recoge en variadas formas de perfección y defección el sentido de las palabras. Estas están siempre en una perspectiva de disponibilidad más o menos pacífica a la dirección -sin trámites- objetiva del ser que las emplea. Por eso es posible en todo caso ir más allá de la intención limitada de una referencia particular, ex­traer de ella sentidos y relaciones desconocidos por el ser que vive habitualmente abandonado a la solidez de su sis­tema lingüístico.

Las palabras poseen un determinado núcleo semántico; además, una capacidad indeterminada de conquista o pér­dida. Igualmente es lícito hablar del «núcleo semántico» que poseen las «puras formas» de la proposición. Este ám­bito comunitario de inteligibilidad es el sentido común.

Es indiscutible que el sentido común no constituye cri­terio cierto o suficiente para la investigación de un proble­

33 La pretensión de verdad de todo pensamiento declarativo-apofántico es inhe­rente a él; condición necesaria de toda conducta, prueba de la seriedad del hombre y de su especial naturaleza dentro del mundo animado. Aquí citamos la palabra de Pfander: «La función enunciativa contiene la pretensión de ver­dad que es inherente a todo juicio».

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ma filosófico porque vive relativamente, en el entendimien­to aproximado de las significaciones. Otra cosa es preten­der descalificarlo como inmediato e ingenuo. Y el sentido común se revela antes que nada en la tolerancia o intole­rancia lingüísticas, en la capacidad de acoger o rechazar sentidos.

Ahora bien. El término «verdad» posee un sentido y este pertenece plenamente al sentido común. Con este vocablo entendemos (o subentendemos, mejor), cierto tipo de mo­dalidad relacional que debería darse en el mundo. La investigación debe, como tarea previa a otras, agotar las posibilidades semánticas del vocablo a fin de alcanzar las raíces últimas de todas las alusiones y presupuestos que en la palabra anidan y, como última meta, tomar partido en aquello que el sentido común postula.

Con «verdad» pensamos primordialmente en cierto tipo de acuerdo. Heidegger ha dedicado la primera parte de su opúsculo La esencia de la verdad a una aguda crítica de este concepto, arraigado a través de toda una tradición filosófi­ca. Reconoce el pensador alemán que el concepto de adae- quatio se ha vuelto (desde Platón) una fórmula corriente, usual; fórmula que encuentra su expresión más acabada en la filosofía escolástica (vertías est adaequatio rei et intellectus). En todos los casos, sostiene Heidegger se trata de subsumir los entes y el pensamiento a una norma que los trasciende.

La filosofía occidental, a partir del cristianismo, está enclavada en el dogma de la creación. En el desentraña- miento del sentido de la verdad -y esto lo hace notar Hei­degger- se manifiesta «la fe teológica cristiana, por la cual las cosas, en su esencia y su existencia, son en cuanto, ha­biendo sido producidas (ens creatum), corresponden a la idea pensada precedentemente por el intellectus divinus»34. 0 con palabras de Santo Tomás: «Por lo que, cualquier cosa que se diga, verdad en forma absoluta es la relación al Intelecto del cual todo depende en su ser»35.

34 La esencia de la verdad, pág. 13.35 Summa, Q,. XVI.

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Podríamos reducir el esquema escolástico a las siguien­tes relaciones jerárquicas: la cosas son verdaderas, absolu­tamente, puesto que vienen a realizar sin residuo (entién­dase también: sin libertad) el fiat creador; el intelecto finito se mueve hacia la Verdad, en cambio, solo en la medida en que se entrega a un trato «adecuado» con las cosas del mundo. El mundo es así la articulación de una promesa. En este sentido, el hombre es el ente que vive en la mayor lejanía de Dios. Y en el mayor riesgo: estar en la verdad es estar actualmente en conformidad con la norma de Dios. Pero el hombre puede desviar su mirada fuera de aquello que se sostiene en la Norma. En el pensamiento de Dios el hombre pone su propio pensamiento.

Solo puede darse la verdad en su plenitud allí donde se encuentren creador y obra creada. Es el argumento central de toda la filosofía moderna. Verum est factum: solo se co­noce la obra, solo se recupera aquello que el espíritu ha puesto fuera de sí. Vico sostendrá la posibilidad de la his­toriografía, porque el hombre «hace» la historia; Kant, la posibilidad de las ciencias físicas, porque el hombre «hace» el fenómeno. Hegel, realiza la síntesis de la concepción crea- cionista del conocimiento con un hacer y un deshacer ab­solutos del Espíritu.

Afirma Heidegger que el pensamiento moderno solo en apariencia ha superado el concepto de adaequatio, por­que una y otra vez vuelve a caer en la «facilidad que ofrece este concepto». El concepto ha sido superado en apariencia, primero: porque se ha suprimido la alteri- dad, con el fin de salvar «la concordancia» y, por necesi­dad del paso mismo, la concordancia se ha vuelto igual­dad; segundo: porque, suprimiendo la condición tras­cendente de la verdad, recién ha venido a tener signifi­cación la oposición realismo-idealismo, y en ese momento ha nacido un nuevo concepto de la naturaleza, dentro del cual apenas si ha tenido sitio un Deus Mathemati- cus; tercero: la dialéctica del conocimiento ha sido tras­ladada a la superficie.

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Por cierto, una moneda y la enunciación que expresa sus propiedades, sus relaciones, o que simplemente afirma su existencia, son cosas muy distintas, si con «adecuación» pensamos en relaciones como la simetría, igualdad, analo­gía funcional, etc36. En tal caso deberíamos negar toda co­nexión, al menos entre objetos «físicos» como una moneda, y cualquier enunciado que a ellos se refiera.

Pero el misterio de la adaequatio se vuelve más exas­perante todavía cuando, haciendo abstracción del len­guaje, se postula un trato directo entre intelecto (res cogi- tans) y las cosas (res extensae); entre conceptos, intempo­rales, y el espacio, por decirlo así, consciencial que es el tiempo. Es inhallable, como veremos, un patrón común y exterior para los términos puestos en relación de cono­cimiento. Pero, el pensamiento tradicional no buscaba, como condición de coherencia, «un concepto» que ama­rrara los relatos: simplemente creía que el ser humano es el «lugar» de la redención de todos los entes y de sí mismo a través de ellos. Por cierto, así el misterio no desaparece; lo que sí desaparece es el absurdo37.

«La esencia de la verdad es la libertad»38. Y, «la esencia de la libertad consiste en dejar que el ser muestre su ver­dad»; la actitud propia del filósofo, dejar simplemente que el ser venga a la luz y se muestre.

Que la verdad pertenezca al ser, tiene sentido dentro del pensamiento cristiano en el que el ser es lo querido y lo realizado absolutamente por una voluntad creadora. La verdad posee en cierta medida el carácter transitivo y ha­bita en el interior de la obra como expresión de un espíritu que es eterna actualización.

Si en un sentido translaticio se suele aplicar muchas ve­ces el concepto de falso ser a las cosas del mundo, sabe­

36 La esencia de la verdad, Heidegger, pág. 16.37 La filosofía no sólo se ha justificado como actividad reductora de misterios.

Muchas veces, su mérito consistió en defenderlos.38 La esencia de la verdad, pág. 27.

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mos, por otra parte, que esto implica una espiritualización del mundo el que, consistiendo en algo determinado, pre­tende ser otra cosa de lo que es. Pero si no hay tal intención simuladora, si no existe este juego consciente de ocultamien- to y engaño, pierde su sentido el monólogo de Segismun­do, salvo cuando se dirige a un Dios creador, que tal estado de cosas ha permitido.

El geniecillo maligno de Descartes podrá mostramos fantasmas, ficciones, pero estos fantasmas y ficciones po­seen ciertamente un ser; ellos no mienten ni se proponen engañar. El espíritu maligno carga a nuestra cuenta el error; en él está la intención, en nosotros el defecto, en los objetos su nudo ser.

Siempre tendrá sentido, en cambio, hablar de «ver­dad», de «fidelidad» de «rectitud» (San Anselmo) cuan­do se enjuicia las obras humanas -un retrato, una repre­sentación teatral, la expresión de un sentimiento- por­que en éstas puede haber un ser pretendido y no alcan­zado y, en su lugar, un ser real, distinto total o parcial­mente de la expresión intentada. El éxito, o sea el térmi­no de un proceso en el cual la acción humana se ha pre­fijado fines y los logra, viene a precisar el significado pragmático de «verdad»: estar en la verdad es poseer en caso necesario la acción adecuada, dirigir la pregunta justa o dar la respuesta precisa a un contorno, amplio o pequeño, de seres, hechos o cosas. Dentro de esta dispo­sición es verdadero el pensamiento, y la acción que lo coloca en el mundo, probándolo, si las variadas objetivi­dades a que apunta tal pensamiento no lo defraudan, se muestran dóciles a sus intenciones39.

Una aserción queda garantizada en cuanto produce los resultados deseados, cuales son acrecentar la adaptación mutua de los hombres a su ambiente (Dewey, Lógica, 147). Si la vida anímica surgió históricamente con la necesidad de responder al «ambiente» -concepto mágico de nuestros tiempos- y el am­biente es el medio físico y social que cerca y apura al ser humano y, si es iluso­rio, por otra parte, querer dilatar esta exclusiva función, arrancarla de su inmanentismo físico, entonces, el criterio de «las aserciones garantizadas» es el único posible.

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Así, aparece como «normal» la interpretación de la adae­quatio y de la verdad como relación y como cualidad (res­pectivamente) de los actos expresivos, uno de los cuales es el juicio40.

Y en cuanto a la verdad de una cosa -verdad metafísi­ca—, permanece siempre como una relación o, interna al objeto, como relación entre la esencia y sus modos de ma­nifestarse o aparecer, o trascendente (lo es uno de los rela­tos), como plenitud del artífice en su obra. En el primer caso, este aparecer es aparecer ante o para alguien que es­cruta, interpreta, permanece o no en la costra de las cosas; en el segundo, si Dios es el artífice, la plenitud, la posibili­dad de perfección de la obra, puede quedar limitada por el artífice mismo. El hombre con su inclinación al mal, la exis­tencia del mal mismo, la jerarquía de Satanás en el mundo muestran -dentro de la dogmática cristiana- una conteni­da plenitud a fin de dar al ser humano su auténtico desti­no.

El pensamiento triunitario, al que ya nos hemos referido antes, pertenece al orden de los mitos y con el «descubri­miento» del lenguaje este mito se vino a tierra. Es sintomáti­co -y Heidegger, que renueva el mito, lo cita- que fuese jus­tamente en «Cratilo», el primer ensayo importante sobre el lenguaje, donde Platón cambió su concepción de la verdad, concibiéndola ahora como una relación de concordancia.

¿Cómo pueden concordar, se pregunta Heidegger, un enunciado y la cosa que se enuncia en él? «La moneda es de metal, la enunciación nada tiene de metálico, la moneda es redonda, la enunciación no posee ningún elemento es­pacial...»41.

Tenemos por lo menos tres tipos de expresiones: a) aquellas que adquieren existencia independiente, que se vuelen cosas entre cosas (en general, la artís­tica); b) las expresiones birreferenciales, es decir, aquellas que expresan, antes que nada la actitud de quien expresa, y c) la proposición apofántica, referencial en su más alto grado y doblemente, pues expresa el ser, la existencia o el ser así de un objeto y se refiere directamente al objeto de su expresión.La esencia de la verdad, pág. 14.

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¿Será posible encontrar un lenguaje en el que se elimine la heterogeneidad de los términos? Y en caso positivo, ¿será ya un término la expresión del otro? Probemos con el len­guaje mímico: este es a la vez expresión y acción significa­tiva. El lenguaje proposicional, en cambio, si no es expre­sión no es nada.

A la pregunta «¿tienes dinero?» uno puede responder golpeándose los bolsillos y encogiéndose de hombros. Sig­nifica: «No tengo». Más, aún: este gesto es todo un silogis­mo que empieza «Si lo tuviera sonaría».

«¿Qué hace su hermana?» Si quisiera ser absolutamen­te deíctico en la respuesta mímica, debería traer una má­quina de escribir e «imitar» luego la actividad habitual de mi hermana. Pero esta «imitación» en ningún momento implica una concordancia de los términos, porque yo no soy mi hermana, ni el tiempo de la imitación es el tiempo debido a su actividad, etc. Quien me ve tendrá que «colo­car» el gesto como expresivo.

Lleguemos al límite de la reducción: si me preguntan «qué haces ahora» la única respuesta adecuada, si deseo expresar fielmente lo que hago, consistirá en continuar mi labor -lo que evidentemente no es una respuesta- si no quie­ro caer en la paradoja de Epiménides (responder es ya ha­cer otra cosa; hacer más visible la acción es hacer la acción y al mismo tiempo destacarla; no puedo, por último, dra­matizar lo que hago y hacer lo que hago, contemporánea­mente).

La relación de concordancia en el conocimiento no pue­de poseer como nota suya la homogeneidad de los térmi­nos, pues este hecho destruiría la relación misma, como hemos visto.

Que «Sócrates es mortal» sea una proposición verdade­ra, válida intersubjetivamente es algo que nadie osa discu­tir. Cómo se establece el acuerdo entre nuestra conciencia y el hecho, y luego entre todas las conciencias participantes

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de esta verdad no deja, sin embargo, de quedar en un pro­fundo misterio. Y digamos, «el comienzo de un misterio» si se toma en cuenta que este tipo de proposiciones sólo aparece en los manuales de lógica. Mucho más complejo es el diálogo de los hombres, aunque habitualmente nuestro discurso posea cierta modalidad inercial, cierto monótono retomo al lugar común de la banalidad. Hemos usado para este lenguaje el calificativo de «transparente» porque va a las cosas -como el mar quieto alcanza la playa- sin levan­tarlas ni traerlas a su seno.

Por eso una Teoría del Conocimiento que pase por alto el tema del lenguaje cae fuera del fenómeno. El encuentro, el puro contacto no es todavía posesión; lo será si «cabe» en el lenguaje, si este es capaz de configurarse para el ser aprehendido. Y aquí entran nuevas intuiciones de adecua­ción, de fuerza, de «peso expresivo» que no significan otra cosa que no sea nuevas y nuevas modalidades de aprehen­sión. No es lícito, pues, destacar en el hecho concreto de una determinada conquista de saber, el puro momento de la intuición, el contacto, porque justamente ese momento es negativo y, fenomenológicamente, inconstante. El espí­ritu, imantizado, saliendo fuera de sí no puede reestructu­rarse, por decirlo así, en su mismidad, si no lo hace con el rescate de la palabra. El puro contacto significaría el «que- déme y olvidéme» de San Juan de la Cruz. El pensamiento es una actividad que va precipitando sus noemas en pala­bras; la «idea» misma se individualiza, deviene acto, senti­do concreto en el concreto discurso por el que se le arranca de su puro ser potencial. Pero el acto por el que surge la individualización trae consigo diferenciaciones, escorzo e intensidades veritativas diversas.

El pensamiento tiende al ser, pero ¿cómo puede hacerlo suyo? El pensamiento es inasible en su propia morada y solo se muestra, se libera en forma de palabra, de comuni­cación. ¿Cómo, pues, el pensamiento transita al lenguaje y se recoge desde él? ¿Hay más, hay menos al término del tránsito? Si emigra el pensamiento al lenguaje, entonces, también emigra la verdad.

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El pensamiento es independiente del lenguaje, es antes que éste y puede elegirlo, y puede esperarlo y vivir en tan­to de sí mismo. Tal, la teoría más usual que define la rela­ción entre pensamiento y lenguaje. Se argumenta para de­mostrarlo: a) el fenómeno del conocimiento no coincide ni en extensión ni en adecuación con el fenómeno de la co­municación (característica, esta última, esencial del lengua­je); b) un mismo pensamiento -concepto, juicio o razona­miento-, puede ser vertido en vocabulario y/o sintaxis di­versos; c) expresiones diversas -fonética y gráficamente- pueden mentar objetos intencionales diferentes42. Y por úl­timo, d) existen pensamientos mudos y palabras que no expresan pensamiento alguno.

Supongamos que usted no conoce nada, absolutamente nada de teoría y nomenclatura musical y que, teniendo en su habitación un piano, desee ensayar alguna melodía. Poco a poco irá usted adquiriendo el dominio del teclado (notas, escalas, armonías) aunque de ningún elemento o sistema de elementos sabría el nombre. Este conocimiento, se dice, es independiente de todo lenguaje. Y no hay duda que se trata de auténtico conocer puesto que ciertos movimientos intencionales producen los efectos esperados, en este caso, ciertas frecuencias sonoras. Por otra parte, usted no se dice a sí mismo en un lenguaje interior: «do, ahora fa», etc.) jus­tamente porque no conoce esos nombres.

¿Podríamos hablar en estas circunstancias de un cono­cimiento preidiomático? Creemos que, en verdad, el fenó­meno no sucede exactamente como lo veníamos describien­do, pues, sin percatamos claramente, ya usted había asig­nado un nombre a cada nota: justamente, el de su imagen acústica. Estas imágenes (onomatopeyas perfectas) valie­ron por sus correspondientes «originales», y allí donde no las hubo tampoco hubo conocimiento.

Se podría rechazar nuestra descripción, alegando que un ejecutante no trabaja con la imagen acústica de cada valor

42 Cf. Pfaendler, Lógica.

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musical. Esto es cierto para un ejecutante, no para un apren­diz. El primero empleó simplemente otra calidad de imá­genes, cuando no esquemas o reflejos.

Pero detengámonos en las imágenes. Cuando «pienso» con ellas -suponiendo que sea posible articular una secuen­cia de imágenes sin trabazón lingüística43- la objetivación de ese pensamiento es sin duda la traducción de un texto visual o acústico interno a otro fónico-semántico. Cuando pienso dianoéticamente, el misterio de la traducción des­aparece. Todo se reduce a «levantar la voz interior» a voz pública, a un esfuerzo que no es ya de orden intelectual sino volitivo. Pero esta es una gran diferencia: porque de aquí resultaría que la vida espiritual posee un momento «físico», o, más bien, que cierta modalidad del mundo físi­co penetra en el centro mismo de mi actividad cognosciti­va: que el espíritu se dé en su movimiento imágenes de esto o aquello es bastante distinto a que posea en determi­nados momentos un tejido de palabras. Debería poseer un tejido de imágenes de palabras, lo que repugna a la más elemental experiencia. ¿Qué es, pues, «el significante», «el signo arbitrario y exterior del lenguaje y doblemente exte­rior del pensamiento»?44.

Sostiene Pfánder: «si la proposición y el juicio pueden variar independientemente una de otro, es que son necesa­riamente distintos». Se trata de la segunda argumentación a favor de una independencia entre pensamiento y lengua­je. Pero ¿cómo saber, por ejemplo, que un juicio está allí firme e idéntico a sí mismo en la profundidad del pensa­miento, mientras, fuera, variadas proposiciones lo expre­43 «¿Qué está escribiendo (Beethoven) en su libro de notas?», preguntó al­

guien. «Compone, fue la respuesta, pero lo que escribe no son notas sino palabras». Y así era en efecto. Anotaba ordinariamente con palabras el mo­vimiento ideal de una composición, y apenas si añadía al escribir un par de notas musicales». Thomas Mann, Doktor Faustus, pág. 223.

44 «Significante» pertenece a la terminología saussuriana y ha contado con el favor de la mayor parte de los lingüistas contemporáneos. Es curioso: na­die osaría afirmar que ciertos valores estéticos sean conceptos antes de de­venir la obra misma, o que ésta sea un signo arbitrario de aquéllos. Cree­mos por el contrario, que tales valores son ínsitos a la obra. ¿Por qué, en­tonces, cuando se trata de las proposiciones, debemos cambiar radicalmen­te de actitud?

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san?, ¿cómo saberlo, si no es abstrayendo y reduciendo to­das las expresiones a la más pobre y descomprometida?45.

La elección, la disposición de los términos, su ubicación y coordinación no son sin más factores estilísticos, simples «fiorituras» o desviaciones de un patrón común aplicable a todas las lenguas. Cuando analizo dos proposiciones que parecen mentar un mismo objeto y en idéntico sentido se me ofrece siempre la posibilidad de verificar que una de ellas es la más expresiva. Pero ¿qué significa «ser más ex­presiva»? ¿Acaso que el espíritu estará más a sus anchas por razones puramente estéticas o porque la subjetividad es así, caprichosa?

Cuando Unamuno nos describe la omnipresencia de la muerte y dice: «Vendrá viniendo con venir eterno»46, no usa en rigor de un recurso metafórico. La eficacia reside en un adecuado reforzamiento semántico de tal manera que movimiento y atributos de la substancia «muerte» se com­penetren en una función rítmica esencial. Y queda así total­mente cualificado el monótono trajín de la muerte: un ho­rizonte temporal: el «vendrá». Es el punto de partida, la ineludible realidad con que tenemos que contar desde ya, toda historia indiviual es trabajoso camino hacia ella, no hay un solo intersticio de reposo entre el destino final y el presente que lo madura. «Vendrá viniendo». Madura siem­pre la muerte, su ser substantivo es eso: el venir, el venir eterno. Se cierra el horizonte con la absorción de todos los tiempos verbales, rítmicamente compenetrados, por el tér­mino que los aniquila, lo eterno.

Si una proposición como «La muerte vendrá fatalmen­te» posee idéntico «correlato intencional» que el verso de Unamuno, entonces, es falso afirmar que éste es sólo más

45 «L'encarnation créatrice de la pensée dans la representation et dans la signification qui ne cesse de resonner et d'évoquer, naturellement, montre qu'en métaphysique toute traduction signifie une transposition transforma trice... « «II n'est done point indiferent dans quel mot Ton pense». G. Siewerth, Ontologie du Langage, pág. 137.

46 Unamuno, Poesías. Col. Austral.

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expresivo. O dice «más» que la primera y entonces se trata de dos proposiciones que no expresan un mismo juicio o silo expresan, la segunda expresión es más verdadera.

Ciertos ideales de democracia son solamente válidos para los estratos ínfimos del lenguaje, donde los vocablos poseen igual valor (por definición) o donde el lenguaje se vuelve transparente porque el objeto está allí y se maneja por un lado y en pura función vital.

La palabra es estructura viviente que evoca la cosa y la acoge en su seno: esa quizá sea la verdadera disposición del poeta. ¿Y qué otra significación puede tener «elegir las palabras como cosas, como resistencias» o también como se expresa Sartre «buscarlas en su estado salvaje?47. Jamás una palabra podrá transmutarse en ser mundano. Todo en ella está en tensión de trascendencia y, detenerse en la pa­labra, es partir con ella por el mundo.

La idea de un pensamiento invariante frente a expresio­nes reductibles a él no deja de ser una arbitrariedad que viene impidiendo por siglos el resurgimiento de una au­téntica filosofía del lenguaje.

Hemos tratado de hacemos propia la tesis que estable­ce que la verdad, lo verdadero es una prerrogativa que sólo al espíritu corresponde en cuanto es éste fundamento y re­lato de una relación asimétrica y activa; que la vida espiri­tual es expresión y que, por tanto, allí donde esté el hom­bre -en el quehacer práctico o en la labor teorética- estarán comprometidos de alguna manera verdad y error, rectitud y falsedad y, en fin, que todo acto en la medida en que lo­gra alcanzar al ser heterogéneo de su intención, expresán­dolo, es verdadero. Expresar es volverse hacia el ente olvi­dado, cubierto por el nombre y el reenvío; expresar es re­cordar con él, evocar. La palabra evoca y por la palabra empieza la redención.

47 Sartre, Cos'é la litterature.

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índice

METAFÍSICA Y REDENCIÓN 5Pablo Oyarzun R.

METAFÍSICADEL LENGUAJE 17

I 23APUNTES HISTÓRICOS 28EL NOMINALISMO 30LA VÍA DIRECTA 38EL RACIONALISMO 43

II 47SENTIDO Y SIN SENTIDO 50

III 59LENGUAJE Y VERDAD 60

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■ K / \ I i A J A 1N E N ■ . O I V I

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