Fabio Morábito - La lenta furia
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Fabio Morbito
La l e n t a f u r i a
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Morabito, FabioLa lenta furia. - la ed.- Buenos Aires : Eterna Cadencia
Editora, 2009.112 p . ; 22x14 cm.
ISBN 978-987-24830-3-61. Literatura Latinoamericana. 2. Cuentos. I. TtuloCDD HA863
Fabio Morabito, 1989, 2002
Publicado p or acuerdo con Tusquets Ed itores, S.A.
2009, E t e r n a C a d e n c i a s .r .l .
Primera edicin: marzo de 2009
Publicado po rE t e r n a C a d e n c i a E d i t o r a
Ho nduras 5582 (C1414BND) Buenos Aires
www.eternacadencia.com
ISBN 978-987-24830-3-6
Hecho el depsito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina / Printed in Argentina
Queda prohibida la reproduccin total o parcial de esta obra
por cualqu ier medio o p rocedim iento, sea mecnico o elec trnico,
sin la autoriza cin p or escrito de los titulares del copyright.
mailto:[email protected]://www.eternacadencia.com/http://www.eternacadencia.com/mailto:[email protected] -
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N D I C E
Las madres 13
El Tapir 21
Los Vetriccioli 35La perra 47
El turista 57
De caza 71
El huidor 85Mi padre 95
Oficio de temblor 105
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A Ethel Correa Dur
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Ninguna cosaes ms importante que otra.
S l LVIN A O CAMP O
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LAS MADRES
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Empezaba a principios de junio, a veces antes, aveces despus. Como sea, no era nada agrada
ble estar jugando en casa de un amigo y de pronto,
un segundo despus de que l se hubiera marchado
al bao o a la cocina por un vaso de agua, ver salir
del cuarto de al lado a su madre toda desnuda y dis
ponible. Haba que enfrentrsele sin ayuda de nadie,
pues casi siempre la madre se encerraba con uno en
la habitacin asegurando la puerta con el pasador.
N os haban enseado a golpear a las madres en el
pecho, en la cabeza y en el bajo vientre, pero haba
madres robustas, otras flexibles como venados yotras gordas que trataban de aplastarlo a uno hasta
que se rindiera y se prestara a sus caprichos.
Caer en poder de una madre significaba que
dar apresado en sus garras todo el mes de junio. Del
atardecer en adelante haba que tener cuidado con lasque seguan apostadas sobre los rboles. De ordina
rio andaban desnudas encaramadas en algn tronco,
con los senos hinchados, y los nios se divertan
lanzndoles objetos filosos con sus resorteras. Si
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alguna mostraba la intencin de bajar, la gente se
retiraba hacia la acera de enfrente y desde ah obser
vaba el descenso de la madre, que invariablemente
tena heridas y cortaduras en todo el cuerpo a causa
del restregamiento con la corteza.
Era ah, en los rboles de la calle, donde las ma
dres pasaban la mayor parte del tiempo gimiendo
de deseo y sacudiendo las ramas.
Al atardecer casi todas descendan y se ovi
llaban en algn zagun para pasar la noche y los
hijos aprovechaban esos momentos para curarles
las heridas, llevarles alimentos y cubrirlas con una
frazada. Muchas despertaban ms tarde y se po
nan a deambular sin objeto, o con el nico obje
to que las mantena vivas, que era el ser posedas,percutidas y araadas. Se volvan ms rencorosas
y astutas, corran sin hacer ruido y organ izaban
pequeas celadas.
Era frecuente or al amanecer, provenientes de
algn terreno baldo o de un edificio en construc
cin, los jadeos de las madres que sometan a suspresas. Uno poda acercarse con toda tranquilidad
porque una madre que ya tena a su presa no re
presentaba ningn peligro. La vctima (un oficinis
ta, un obrero), atenazada entre los grandes muslos,
se retorca como se retuerce un gusano en el pico
de un pjaro. La madre haca con l lo que queradurante todo junio.
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Las madres que an no capturaban a su presa
permanecan en los rboles hmedas y goteantes,
al acecho. Sus vientres estaban acuosos y reblandecidos y cuando alguna caa de un rbol se oa un
tenue paf! y a continuacin se la vea encaramarse
otra vez en el rbol sin el menor rasguo. A veces
se dejaban caer a propsito para aplacar su fiebre,
y ah en el suelo, blandas y calientes sobre el as
falto de la acera, parecan desechos dejados por la
resaca del mar. Ese completo abandono encenda a
los hombres, que se estremecan al verlas. Unirse a
una madre en ese estado era verdaderamente tocar
el fondo de lo vulgar y ruin, y a las madres les bas
taba una mirada para reconocer a los que habancado en otros aos. Saban cmo tratarlos! Les
ordenaban que reptaran hasta sus pies y ellos obe
decan lastimosamente a la vista de todos sin poder
contenerse. Un seco golpe de taln en la nuca o en
el cuello era toda la recompensa que reciban esosdesgraciados.
Las madres trepaban tambin por las bardas, por
los balcones, por las vigas de los edificios en cons
truccin, y los empleados del municipio les repar
tan el agua y la comida en grandes recipientes quedejaban en el suelo. Descendan hambrientas, em
pujndose y arandose para ganar los mejores lu
gares. De inmediato, desde las ventanas de los edifi
cios cercanos, los nios sacaban sus resorteras y las
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bombardeaban con piedritas y pequeos trozos de
vidrio, felices de ver cmo aullaban de rabia.
A fines de junio las madres se iban apagando y
resecando y poco a poco, una tras otra, se dejabanarrastrar a sus hogares. La ciudad entraba en un esta
do de recogimiento eclesistico. En las casas, los hijos
y los maridos lavaban lentamente a las madres, lim
piaban sus heridas y vigilaban su sueo, que a veces
se prolongaba cuatro o cinco das seguidos. Todos
caminaban respetuosamente de puntas para no despertarlas, las habitaciones permanecan en penum
bra para que descansaran lo mejor posible y hasta
los animales domsticos guardaban una compostu
ra inslita. Las oficinas y las fbricas trabajaban al
mnimo para permitir el cuidado ms esmerado de
las madres y casi nadie sala para algo que no fuera
ir a comprar provisiones y medicamentos.
Cuando despertaban las madres, repuestas de
sus heridas, el olor penetrante de su frenes se haba
esfumado de la ciudad. Se las volva a ver trajinan
do en los balcones, unas en bata y otras ya vestidas
para bajar al mandado. Ah estaban otra vez sacu
diendo las sbanas y regando las plantas o gritando
alguna advertencia a sus hijos que se marchaban a la
escuela. Las chimeneas de las fbricas volvan a echar
humo a toda su capacidad, los tranvas chirriaban en
las curvas y la gente discuta y se peleaba al menorroce. Hasta los perros callejeros iban con ms nimo
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a sus asuntos. El estruendo acostumbrado llenaba
la maana y nadie pareca acordarse del desorden
y la angustia de los das pasados. Nadie comentabanada. Slo en los rboles en los que haban morado
las madres, hmedas y furiosas, ahora pendan, ma
duros, los grandes frutos del verano.
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El t a p i r
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Mi madre deca que Justo se haba vuelto medio bruto por los golpes en la nuca que le
propinaba su padre cuando se equivocaba al dar el
cambio a los clientes de la verdulera, cosa que ocu
rra frecuentemente, pero a m no me pareca bruto,
ya que ese verano lo dejaron despachando solo enla tienda mientras su padre atenda un negocio de
venta de conejos.
Claro que siendo tiempo de vacaciones las ventas
de la verdulera eran escasas y por eso su padre se
haba animado a confiarle el negocio a justo . Cuan
do le dije que no me pareca costeable mantener
abierta la verdulera con tan pocos clientes, Justo me
confes que el municipio le daba a su padre un sub
sidio por no cerrarla durante el verano y encima le
surta la mercanca a mitad de precio. Vi que estaba
avergonzado de ese arreglo. Aunque se pasaba el damaldiciendo el calor y la fruta, Justo era un verdu
lero de raza y le dola esa especie de beneficencia.
-Segn mi padre les estamos haciendo un favor
a ellos dejando abierto el changarro! -se quejaba
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mientras vaciaba alguna caja de tomates o perse
gua una mosca con el matamoscas.
Cuidaba de tener muy pulcro el local, cosa nada
difcil debido a la escasez de clientes, y aunque me
dejaba comer la fruta que quisiera, vigilaba cada uno
de mis movimientos para que no ensuciara. Apechu
gado detrs del mostrador con su matamoscas en la
mano, detectaba la menor gota de jugo que cayera de
mi boca y me obligaba a levantarme de la silla, ir por
la jerga y limpiar el lugar que haba ensuciado.
Ahora que se encontraba libre de la presencia de
su padre, poda imitarlo en la manera algo afectada
de despachar a los clientes. Tomaba profesionalmente
cada fruta con la punta de los dedos, como despren
dindola de un nicho precioso en el que hubiera estado dormida mucho tiempo y, elevndola ligeramente
a contraluz, le daba un giro imperceptible antes de
meterla en la bolsa de papel de estraza, sugiriendo con
ello una mnima pesadumbre por tener que separarse
de algo tan perfecto y valioso. Ese amaneramiento
era ms notorio porque contrastaba con sus uas mugrosas y lo desaliado de su persona. En cuanto a m,
que me pasaba las horas sentado en una pequea silla
leyendo unos viejos cmics que Justo me prestaba,
la presencia de un cliente me haca encogerme en un
rincn y a menudo pasaba inadvertido.
Sin embargo, a eso de las once, Justo me dejabaunos veinte minutos al mando de la verdulera (para
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esa hora su padre ya haba venido a echar un ojo a
la tienda malhumorado y no haba peligro de que
apareciera de nuevo) y se largaba a entregar variosmelones y unos kilos de fresa a la nevera de la se
ora Consuelo, que quedaba a tres cuadras de dis
tancia. Era la hora en que la seora Consuelo, que
viva en un tercer piso encima de la nevera, suba
a ver a su marido enfermo y su hija Coral bajaba a
reemplazarla atrs del mostrador.
Era tambin la hora en que el Tapir comenzaba a
dar vueltas a la cuadra con la motoneta que le haba
regalado su padre.
La primera vez que pas frente a la verdulera y
yo le pregunt a Justo qu le pareca la motoneta, lme pregunt quin era el Tapir. No conoca a nadie
por el nombre ni por el apodo, sino por el apellido,
como nos conoca su padre. Yo no era Enrique, sino
el hijo menor del seor Somonte. Antes que amigos,
ramos clientes de la verdulera.
-A h viene -le dije.
El Tapir volvi a cruzar frente a nosotros a discre
ta velocidad y Justo, que estaba acomodando unos
melones, levant la cara y dijo con indiferencia:
-Es el hijo del seor Saldvar.
Luego dijo que haba que ser un idiota para darvueltecitas a la cuadra con aquel trasto entre las
piernas; l se hubiera largado a la laguna, o quiz
ms lejos.
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Mi nico lujo diario era el hotfudge que tomaba
por la maana en la nevera de la seora Consuelo y
descubr que el Tapir frecuentaba tambin esa cuadra.
Se oa el ronroneo del motor y a los pocos segundoscruzaba frente a uno, agachado como si manejara un
blido. La seora Consuelo lo traa entre ojos:
-N o se cansa de dar vueltas por aqu, me de
sespera.
-Le dicen el Tapir.
-El qu?
-El Tapir, por la nariz de trompa.
Me sirvi el hotfudge y espet:
-Ya sueo esa motoneta.
Entr en ese momento un muchacho gero y
la hija de la seora Consuelo, Coral, abandon el
mostrador y se acerc a su mesita para atenderlo
mientras la seora Consuelo sigui mirando en di
reccin del Tapir hasta verlo doblar la esquina.
Yo no poda hacerme a la idea de que Justo, con
su delantal sucio, su eterno matamoscas en la mano
y sus modales lperos, pudiera gustarle a Coral o acualquier otra. Cuando Coral empez a buscarlo en
la verdulera todas las tardes, devolvindole la visita
que l le haca por la maana, la subestim, luego
me dije que era por el tedio, por el calor agotador,
y que una vez que se acabara el verano y la gente
regresara de vacaciones y todo volviera a la normalidad, ella se olvidara del hijo del verdulero.
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No me gustaba ella. Justo la llevaba a la trastien
da y yo tena que dar la alarma si entraba un clien
te. Oa los murmullos de los dos, el breve ruido delcontacto de sus bocas y me imaginaba a Justo acari
cindola con la punta de los dedos como acariciaba
la fruta frente a los clientes.
La seora Consuelo, cuando se convenci po r
mis frecuentes visitas a la nevera de que no me mar
chara de vacaciones, me pregunt el motivo.
-M i padre tiene otra vez problemas con la fbrica.
Estaba trapeando el piso con una jerga y se ende
rez para secarse el sudor de la cara:
-Te compadezco.
Lo que yo llamaba fbrica era un tallercito concuatro obreras metido en un stano al otro lado de
la ciudad donde mi padre haca trabajos de serigra-
fa por encargo. Mi to deca que mi padre, incapaz
de conformarse con una tranquila existencia de em
pleado, insista en ser capitn de un barcucho quehaba zozobrado desde el comienzo.
-Es una lstima a tu edad quedarse varado aqu
en vacaciones -sentenci la seora Consuelo mien
tras se agachaba para remojar la jerga en una cubeta
llena de agua; su escote se afloj con el movimiento y
me qued viendo su amplio busto bullir en el sostn,
ella se dio cuenta y me mir lenta y enfticamente.
Luego, cuando se acerc a retirar de mi mesita el vaso
vaco de hotfudge , volvi a clavarme esa mirada. En
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eso entr el muchacho gero de la otra vez, y Coral,
que estaba en la caja, se arregl el pelo y la seora
Consuelo se volvi para tomarle la orden. Casi in
mediatamente omos un zumbido lejano.
-A h viene -dije yo.
El Tapir se recort en el fondo de la calle con
su cara cnica y sus lentes gruesos, agarrotado el
manubrio en posicin aerodinmica. El muchacho
gero se torci en su silla, lo sigui con la miradahasta que dobl la esquina y cuando el Tapir re
apareci en el otro extremo de la calle, se volvi
hacia m y declar con aire de entendido la cilin
drada de la motoneta. Yo ni lo mir ni asent con
la cabeza. Haba decidido que el tipo no me caa
bien, se vea demasiado pulcro y bien peinado. Melevant y fui a pagar al mostrador. Coral, al reci
bir el dinero, me dijo en voz baja para que no la
oyera su madre:
-D ile a Justo que no me espere, tengo quehacer.
Fue una de las pocas veces que me dirigi la
palabra.Cuando en la verdulera le di el recado, Justo,
que estaba pasando de una caja a otra los higos
que le haban entregado los del municipio, se puso
tenso y desvi la vista; yo abr un cmic, me sent
en mi silla y lo observ de reojo.
- N o haba un gero en la nevera, t? -espet
sin mirarme.
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Levant la cabeza y dije que s.
Se endureci en algn punto y yo estir un bra
zo para tomar un durazno. Entonces omos el zumbido de la motoneta. Se fue agrandando, se abri en
el aire como algo hediondo y despus lo engull el
calor de la calle. Di unas mordidas al durazno y dije
para hacer conversacin:
-Yo, en lugar de ese idiota, me largara a la laguna,
y t?
Justo, en lugar de contestarme, vio un brillo en
el piso y espet:
-N o seas cochino, siempre ensucias!
Luego sigui ordenando los higos mientras yo
iba por la jerga y limpiaba diligente la pequea gotade jugo.
Esa noche tuve el presentimiento de que en mi
casa no tenamos dinero. En pleno julio mi padre
todava no me haba pedido que fuera a la fbrica
a meter el hombro y llevaba una semana sin ir a
trabajar; daba vueltas por la casa con su cara angus
tiada y su eterno cigarro entre los dedos, hablando
por telfono o asomado a alguna ventana durante
horas como un enfermo o como alguien que espera
una noticia de vida o muerte. No le pregunt nada
a mi madre por miedo a desatar otra pelea entre losdos, pero adivin que estaban tratando de vender la
fbrica y a partir de ah no volv a pedir nada para
mis gastos diarios. A la maana siguiente, cuando
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entr a la nevera, supe que iba a comer el ltimo
hot fudg e del verano, y la seora Consuelo, al ver
me, se arregl el pelo y me pidi que me sentara a
la barra porque todava no haba limpiado las me-sitas de afuera. Me encaram en uno de los tabure
tes y vi que Coral no haba bajado. Sin preguntar
me nada, la seora Consuelo sac de un estante un
vaso alargado para hotfudge y yo segu sus movi
mientos mientras verta el chocolate caliente en el
fondo del vaso y luego hunda la bolera de metal en
el cubo del helado de vainilla para extraer una bola
perfecta que dej resbalar dentro del vidrio como
si tapara una caera con un mbolo. Mir toda la
operacin con nostalgia. Derram otra porcin de
chocolate caliente, espolvore el todo con trocitosde nuez y coron el borde del vaso con una nube
de crema batida. Luego coloc el hot fudg e fren
te a m, retuvo su mano sobre el vaso y me mir
como el da anterior. Sent un hervor en el vientre,
ella sonri, respir con nfasis y se qued ah, ex
puesta como un clavadista en el filo del trampoln,sin soltar la mano del vaso, ofrecindome con un
gesto invisible la desobediencia de sus senos que
desbordaban el brasier negro sobre el mostrador
de formaica, y despus, puesto que yo permaneca
inmvil, ms bien tercamente esttico detrs del
hot fudg e, vi algo que enfriaba sus ojos, solt lamano del helado, desvi la vista y se agach para
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coger un trapo hmedo con el que empez a lim
piar bruscamente la superficie de formaica.
Baj los ojos, me refugi en el hot fudge y lo fuiconsumiendo a lentas cucharadas, indiferente a su
sabor y manteniendo la vista en el vaso, mientras
ella, ya lejos de m, terminaba de limpiar con el
trapo. Entonces entr en un cuartito donde guar
daba los enseres de la limpieza y yo aprovech ese
momento para dejar las monedas contadas sobre el
mostrador y escabullirme.
N o tena ganas de ir a ver a Justo, camin con las
manos en los bolsillos hasta llegar al parque Rod-
tum, que en tiempos normales era visitado por las
parejas de enamorados y ahora luca descuidado yfrondoso, me intern en el parque todava excitado
por los grandes senos sobre el mostrador de formaica
y al final de un camino de grava vi a dos muchachos
abrazados detrs de un arbusto de siempreviva. Eran
Coral y el gero. Apenas pude agacharme para queno me vieran. l la estrechaba por la cintura con una
firmeza casi militar, como inmerso en una brisa pro
pia que lo exentaba del bochorno de la hora, mien
tras ella lo apretaba, lo jalaba y lo besaba en la boca.
Me fij por primera vez en sus senos, grandes comolos de la madre, luego me alej de ah sin hacer ruido
y reanduve el breve trecho hasta salir del parque.
Justo estaba barriendo el piso de la verdulera y
apenas me mir cuando entr.
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-N o seas cochino -dijo sealando unas manchas
de tierra donde yo acababa de pisar. Pero esta vez me
sent en mi silla sin hacerle caso. l dej de barrer.
-Ests sordo? Limpia eso.Por primera vez me dio lstima. Viendo que no
me mova, apoy la escoba en la pared y de un mana
zo me agarr de la camiseta y me arranc de la silla.
-Q u, muy gallito?
-F ui al parque Rodtum -dije-, ah estn la Co
ral y el gero besuquendose.
Se afloj. Cuando me hubo soltado fui por la
jerga, la arrastr hasta las manchas de tierra, las lim
pi y luego tom un racimo de uvas y me acod en
el mostrador a gozar de la brisita del ventilador.
l sali, se apoy contra el muro debajo de la es
trecha tira de sombra que formaba el voladizo de la
verdulera y ah se qued hecho de plomo mirando
la acera de enfrente. Yo retom mi cmic. Un par de
minutos despus se oy el bramido del motor; cre
ci como de costumbre, pero en seguida degener
en varios eructos hasta que se apag, gir la cabeza
y Justo ya no estaba en su lugar. Dej el mostrador
y en el momento de asomarme afuera o el ruido de
la cada y vi al Tapir rodando en el suelo y a Justo
en medio de la calle que se agachaba sobre la moto-
neta y la alzaba del suelo por el manubrio. Se trep
al silln, me vio y grit:-Vmonos a la laguna!
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Corr hacia l mientras el Tapir tanteaba el suelo
buscando sus cristales rotos, me trep en el porta-
bultos de la motoneta y sent el empujn hacia adelante y la bofetada caliente del aire.
Pero no tomamos rumbo a la laguna sino al par
que Rodtum. Cuando llegamos dimos una vuelta
completa al parque, luego Justo fren y yo aprove
ch para bajarme a orinar contra un rbol. Mientrasorinaba le seal el lugar, l no quiso bajarse y yo
tuve que adelantarme por el camino de grava hasta
el arbusto de siempreviva. El gero y Coral ya no
estaban.
Volv a subirme al portabultos y dimos otras dosvueltas al parque. Justo no le hallaba gusto a la moto-
neta, bamos lentsimo y haca un calor del demonio.
En el parque no haba nadie fuera de una pareja de
ancianos que tomaba la sombra en una banca.
-Dam os vueltas como el Tapir! -dije yo.
-Si no te gusta, bjate! -reaccion l, y aumen
t de velocidad y abandonamos el parque. Pero no
tomamos rumbo a la laguna sino a la verdulera.
El Tapir ya no estaba y Justo se baj y entr en
la tienda mientras yo recostaba la motoneta contra
el muro. Lo vi pararse en seco y me lleg el hedor.Lo primero que vi fue una sanda reventada, lue
go las otras sandas, los melones, las uvas, los agua
cates, los mangos y el resto de la fruta destrozada
en el suelo. Los huevos aplastados chorreaban por
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el mostrador y de la revoltura de cscaras y pulpas
emanaba un tufo dulzn. Se estaba llenando de mos
cas. Me bast una ojeada para ver que el Tapir haba
dejado hecha un bodrio toda la estantera. Justo se
llev las manos a la cara, se dej caer en una silla y al
principio no comprend que lloraba. Eran unos so
llozos duros, sin efusin, como un hipo. Me qued
inmvil rodeado de aquella porquera en el suelo,
con el miedo de que entrara un cliente. Supe queal da siguiente Justo empezara a cuidar conejos
en el pequeo criadero de su padre despus de una
tunda tremenda. Todava quedaban dos semanas de
vacaciones y me pregunt dnde podra refugiarme
de ah en adelante. Tal vez tena razn mi madre
cuando deca que Justo era medio bruto. Sal de latienda y me apoy contra el muro, a la sombra del
alero, y mir los edificios de enfrente con sus per
sianas bajadas, evacuados la mayora de ellos, y odi
a Justo. En eso vi un gran racimo de uvas a mis pies,
intacto y orondo, el nico sobreviviente de aquella
masacre, y lo aplast para emparejarlo con el resto
sin que nadie me viera.
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Los VETRICCIOLI
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uestro nmero creca ao con ao, es cierto,
pero la vieja casa en las calles de Bolvar nos
segua alojando a todos sin incomodidades, o con
un confort que era cada da ms sutil y ms nti
mo. Llena de recovecos y de estrechos pasillos que
de repente se ensanchaban sin motivo, pareca, ms
que una casa, el amalgama de muchas que hubieranterminado por darse de codazos para apoderarse
del mismo lugar.
Cada rincn haba sido provisto de un pupitre,
que a veces no pasaba de una simple tabla para apo
yar el atril y el tintero. O tros pupitres estaban colo
cados dentro de los viejos armarios de la familia, en
los vanos de las ventanas y en tapancos construidos
para aprovechar la buena altura de los techos y el
leve abombamiento de un pasillo o de una estancia.
No se desperdiciaba la menor concavidad ni entran
te de los muros. Haba tambin pupitres encajadosen pequeos recodos en donde con trabajo hubiera
cabido un nio, y en esos nichos, lo mismo que en
las otras partes de la casa, se trabajaba de diez a doce
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horas diarias a la luz del da o de las lmparas. Los
cuartos estaban en la planta de arriba, pero era fre
cuente que al final de la jornada muchos Vetriccioli
se quedaran dormidos con la pluma en la mano sobre
la tabla de sus minsculos escritorios.
Cuando vena al mundo un Vetriccioli, los vie
jos, reunidos en el stano, elegan el futuro lugar de
trabajo del recin nacido: el ala oeste, los tapancos
del sur (donde alguna vez hubo una cocina), los re
covecos levantinos o el abombamiento central. Y
cuando el pequeo cumpla tres aos pasaba bajo
la tutora de un to o de un primo mayor que lo
familiarizaba con los atriles, los cajones, el vrtigo
de los tapancos y los diccionarios. A los seis aos
el pequeo Vetriccioli saba sentarse derecho, usar elpapel secante, sacar punta a los lpices, borrar con
goma sin rasgar la hoja y poner en orden un escri
torio. Se le enseaba a llevar los manuscritos de un
tapanco a otro y a llenar los tinteros de sus primos
y tos; al final del da mostraba con orgullo sus de
dos manchados de tinta y cuando cumpla los sieteaos empezaba a traducir las primeras frases y los
primeros prrafos, que adems de ejercitarlo servan
para saber qu lugar de la cadena familiar le vendra
mejor en el futuro.
En efecto cada traduccin nuestra pasaba de
mano en mano hasta ser sopesada una infinidad deveces, las nuevas manos desmentan a las anteriores
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y eran desmentidas por otras, cuando no un tapan
co por otro tapanco o un armario por otro armario
o un ala de la casa por el ala opuesta. Eso causabademoras en las entregas a las editoriales, pero al
pasar por tantas correcciones y enmiendas, la obra,
como un caldo, se impregnaba del aire y el estilo
de toda la familia, ese aire que los entendidos re
conocan al primer golpe y los haca exclamar conadmiracin:
-Seguro que es un Vetriccioli!
Porque era de buen gusto citar nuestro nombre
junto con el del autor, y se deca: Acabo de com
prar un Moliere Vetriccioli, o: Fulano me regal elltimo Vetriccioli: lasNoches florentinas de Heine.
O incluso: Tengo en mi casa un Vetriccioli del 42,
sin ni siquiera mencionar la obra ni el autor.
Los Guarnieri, que vivan a tres cuadras de dis
tancia, en la calle de Turn, queran hacernos la
competencia, y su especialidad, que anunciaban en
los peridicos (tenan el mal gusto de anunciarse
en los peridicos), eran las lenguas muertas. Pero,
quin puede decretar la muerte de una lengua?
Aunque ya no se hable o haya tenido una vigencia
corta entre los hombres, un idioma no dejar de re-aflorar aqu y all, siempre adherido al subconscien
te de la especie; por eso a menudo entre nosotros
era algn prvulo que apenas empezaba a sostener
la pluma encaramado en un tapanco rem oto quien
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se remontaba por pura intuicin hasta el origen de una
palabra de un antiguo idioma caucsico o de un dia
lecto turquestano que haca desesperar a los viejos
de la familia. Para nosotros no haba nada caduco,nada que rescatar del olvido, sino distintas capas en
un continuo acomodo, as que la divisin que esta
blecan los Guarnieri entre lenguas vivas y lenguas
muertas nos pareca un subterfugio para encarecer
sus precios. Qu poda esperarse de una familia
que trabajaba en un inmueble de oficinas de tres pisos, sin vivir juntos, seguramente compitiendo entre
s, seguramente sin ser todos Guarnieri?
Nosotros no salamos de casa. Hasta para cruzar
la calle hacen falta convicciones firmes y que yo sepa
ningn Vetriccioli esgrimi nunca fuera de los asun
tos relacionados con nuestro trabajo algo que se pareciera a una conviccin o una verdad generales, ni
reprob una conducta ajena excepto el oportun is
mo de los Guarnieri. Las ideas con que nos topba
mos en los manuscritos nos dejaban indiferentes;
atendamos a la coherencia de un razonamiento para
traducirlo de manera correcta, no para cultivarlo oatesorarlo, como hacan los Guarnieri. No era di
fcil imaginarse las conversaciones pedantes en la
calle de Turn, llenas de disputas, de principios in-
derogables, de acaloramientos y de rostros ofendidos!
Qu diferencia de nuestras charlas a la hora de la
cena, llenas de ocurrencias y desvarios, donde lo que
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importaba era ornos conversar todos juntos y per
cibir las manas y las inclinaciones secretas de cada
uno, el tintineo de las almas. Oh, nos sabamos desdesiempre meras correas de transmisin, y eso nos apa
sionaba. Vivamos de perfil, responsables a medias y
vivos a medias. Nos ayudaba el fsico; los hombres
y mujeres Vetriccioli fuimos siempre delgados, al re
vs de los Guarnieri, grasosos como su prosa. Ni elms flaco de ellos se hubiera movido a gusto en nues
tra casa llena de pasillos y remetimientos.
Ninguno de nosotros conoca toda la casa. Ade
ms de su tamao y de sus cientos de recovecos, el
hervor del trabajo nos la ocultaba. Q uien emprenda un reconocimiento general se aburra al poco
rato y ah donde abandonaba su intento quedaba
asignado a cualquier pupitre a media altura o al ras
del suelo en que sus servicios fueran necesarios.
Esas migraciones, aunque poco frecuentes, contribuan a uniform ar el estilo poniendo en contacto
los diferentes sectores de la casa, que con el tiempo
haban adquirido peculiaridades propias. Los reco
vecos levantinos eran famosos por el abuso de la
forma pasiva y el punto y coma; lo que llegaba ahvivaracho y con buen ritmo sala circunspecto y so
lemne. Era la llamada cadencia levantina , buena
para las memorias y el gnero epistolar, pero inser
vible para los episodios alegres y violentos. Gran
parte de la funcin del tatarabuelo y de los otros
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ancianos que vivan en el stano era orientar cada
paso de los manuscritos hacia el sector de la casa
ms conveniente. Nada mejor que el ala oriental
para los arrebatos lricos. En cambio, para la duda,la sospecha y el resquemor, los tapancos del sur.
Bastaba el ms leve cambio de tono en el autor (una
digresin nostlgica, una frase velada de resenti
miento), para que de inmediato el libro viajara a
otro punto de la casa, aunque fuera por unas pocas
lneas. Y en cada sector florecan las especialidades.Cierto tapanco haba alcanzado la excelencia en las
exclamaciones de repudio, otro en los balbuceos de
ira. Los manuscritos pasaban diariamente por do
cenas de escritorios y eran sometidos a una vigilan
cia estilstica morbosa. Y lo mismo que ningn Ve
triccioli haba recorrido toda la casa, slo unoscuantos haban ledo un manuscrito de cabo a rabo.
Quiero decir que la vida de casi todos transcurra
entre breves prrafos y frases truncas. Eso impeda
emocionarse y perder el control sobre el texto, agu
zando nuestra sensibilidad para el valor de cada pa
labra, aunque nos fue insensibilizando hacia el con
tenido y el encadenamiento de los hechos. A la larga,
esto provoc que la octava generacin perdiera com
pletamente el gusto de discurrir a la hora de la cena.
Los relatos de los ms viejos les parecan un zumbi
do sin sentido, as que no tardaban en recostar la
cabeza sobre la larga mesa para dormirse; cuando
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hablaban, lo hacan por sobresaltos, sin emocin, y
enmudecan de golpe como si no hubieran abierto
la boca. Eran los ms altos y delgados de la familia,casi blancuzcos, casi filamentosos, y apenas se bur
laban de los Guarnieri, apenas se rean; no usaban
los diccionarios ni las gramticas y cuando se topa
ban con un pasaje difcil, en lugar de pedir ayuda,
encogan los pies y el estmago, cerraban los ojos,respiraban hondo y hallaban como en una muda
plegaria la palabra o el giro sintctico que los sacaba
del problema.
Cuando nos destronaron a todos, no se unieron,
se amalgamaron, ya que tampoco se tenan confianza
entre ellos. Hartos del ruido que hacamos al trabajar,
su ira revent una maana de invierno. Bajaron al s
tano y lo primero que hicieron fue colgar a los viejos.
Nos tomaron a todos de sorpresa porque la rutina
de los escritorios nos haba vuelto lentos; muchos
no encontraron la puerta de la calle, otros no entendieron qu pasaba hasta que empezaron a patear
colgados de una viga o de un tapanco; los pocos que
logramos huir no volvimos a juntarnos y cada quien
sobrevivi como pudo.
A partir de entonces los Guarnieri prosperaroncomo nunca. Aadieron un piso a su edificio de la
calle de Turn y exigieron que se les diera crdito en
los libros. Esa costumbre vulgar se ha extendido.
N osotros nunca hubiramos aceptado ver nuestro
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nom bre impreso; toda la dificultad y dignidad de
nuestro trabajo consista en convencernos ntima
mente de que no existamos, en descubrir que en
realidad el autor saba castellano, que secretamentese haba expresado en castellano y quin sabe qu
accidente de ltimo m omento lo haba obligado a
remojar su obra en otro idioma, cuya capa exterior
nosotros quitbamos como las vendas de un herido.
Cmo ganaban ligereza y soltura cada una de las
palabras devueltas a su molde original! Los Guarnieri luchaban para ver su nombre impreso en los
libros y olvidaban que el secreto de nuestro oficio
era la rehabilitacin lenta y caritativa. Estbamos
ah para cerrar las llagas, devolver la salud y restituir
las cosas a su sitio, nada ms.
Ahora, cuando paso por Bolvar rasando el murodel jardn para detenerme todava un par de minu
tos frente al casern vaco y decrpito (ellos, como
era de esperarse, ciegos y sordos como eran, no tar
daron en aniquilarse entre s despus de aniquilar a
todos, pero yo tuve siempre el cuidado de recoger
la correspondencia del buzn que daba a la calle ydespacharla del modo ms conveniente para alejar
cualquier sospecha o pregunta curiosa), los veo otra
vez a todos: al bisabuelo Julio y a la ta Sampdoria y
al to Cornelio, a mis hermanos Plade y Edgardo, a
todos mis primos y mis tos del abombamiento cen
tral maldiciendo y graznando y exprimiendo los ojos
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en busca del adjetivo justo y del giro ms sobrio. To
dos los sectores se consuman en la misma fiebre de
perfeccin, y aunque el nmero de nosotros crecaao con ao, nuestra casa, habilitando un rincn aqu
y ensanchndose all, nos reservaba siempre un plie
gue oculto o un recodo virgen para un nuevo Vetri
ccioli. Por supuesto haba que adecuarse a las nuevas
presencias, hacerles sitio, adelgazar insensiblemente,pegar ms el brazo al cuerpo al escribir, consultar
poco los diccionarios para estorbar lo menos posible,
ser ms precisos y sobrios en la eleccin de las pala
bras, en suma slo gravitar lo estricto y necesario. De
manera que cada nuevo Vetriccioli impona a fuerzaun sutil reacomodo, un cambio casi imperceptible
de tono y de estilo, as como los viejos, al morir, se
llevaban palabras y cadencias irrecuperables. Lo que
era comn a todos era el fervor, la entrega a la casa y
la conciencia de que no se inventaba nada, de que setrabajaba sobre lo trabajado por otros y se correga
para ser corregidos, de que la originalidad no exista
y ningn trazo personal era digno, por lo que haba
que borrarlo, y de que esa era la diferencia esencial
entre nosotros y los Guarnieri, entre su gordura ynuestra agilidad, entre su edificio de varios pisos
y nuestra vieja casa de Bolvar donde se perda uno
entre sus miles de recovecos.
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Supe que nos robara desde que abr la puerta y
la vi parada en el rellano de las escaleras con labolsa del mandado doblada debajo del brazo.
-Soy Camelia, vengo de parte de la seora
Guzmn.
La hice pasar, la llev a la cocina y ah le di las
instrucciones con un tono seco para desquitarme de
antemano de los futuros robos que adivin en sus ojos.
Poco me falt para que le dijera: Ten cuidado, porque
si yo o mi marido nos damos cuenta, no va a haber s
plica que valga, ya una vez llamamos a la polica.
La dej en el living y regres al cuarto, donde Al
berto, tendido en la cama, fumaba un cigarro:-Cm o es?
-Ratera, como todas.
Me quit la bata y Alberto aplast el cigarro en
el cenicero y me quit el resto. Meti su pierna en
tre mis muslos y yo le dije:-Tiene cara de mosquita muerta, nos va a robar
todo lo que pueda, ahora mismo debe de estar viendo
lo que le gustara llevarse.
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-La perra! -murm ur l.
Me bes los muslos mientras yo escuchaba los
pasos de Camelia por la sala y el ruido de los objetos
que mova de lugar.- N o oyes cmo husmea, cmo busca?
-S, la zorra!
Le dije a Camelia que viniera tres veces por se
mana. Cuando se fue, repas la casa a fondo para
ver si faltaba alguna cosa. Vi que limpiaba mal, pero
no peor que otras.-Q u nos rob? -pregun t Alberto de vuelta
de la oficina.
-L a cabrona es fina, de las que roban una sola vez
algo valioso y desaparecen, no chacharitas. Ahora
estudia el terreno.
-L a perra!Camelia llegaba entre ocho y ocho y media. Yo
le abra en bata, le deca rpidamente lo que tena
que hacer y luego regresaba al cuarto, donde Alberto
me esperaba tenso, fumando.
Me quitaba la bata y el camisn.
-Vieras lo bien que viene vestida.
-La zorra! De dnde sacar la plata?
-N o seas estpido. De robar.
Me acostaba en la cama y l me besaba los mus
los y las caderas zumbando en torno mo, afiebrn
dose. Lo dejaba hacer, sin moverme.
-No oyes cmo busca, cmo husmea?
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-S, la perra!
Al irse l a la oficina, yo me quedaba en el es
tudio o sala de compras y, cuando Camelia se iba,revisaba cuarto por cuarto.
Encontraba todo en su sitio; a lo mucho, algn
objeto cambiado de lugar.
-Q u nos rob? -era la primera pregunta de
Alberto cuando volva a casa.
Le repeta enfadada que tenamos que habrnos
las con alguien astuto, no una pueblerina.
-Vas a ver que no es tan fina como dices dijo
l una maana, y tom tres billetes de diez mil, los
enroll y los ocult en un rincn de la sala.
-Q u haces?En eso tocaron a la puerta. Alberto, que estaba en
pijama, se fue al cuarto. Le abr a Camelia, nervio
sa, luego volv a la recmara, donde Alberto fumaba
apurado, sin gusto.
-La perra! -murmur.Nos quedamos acostados sin movernos, miran
do el techo. Alberto fum dos cigarros, uno tras
otro, luego se levant y se puso la bata y sali del
cuarto. Cuando regres, me bast ver su cara para
saber que el dinero segua en su lugar. Se acost
dndome la espalda y encendi otro cigarro.
-A lo mejor todava no limpia ah -dije.
Omos los escobazos secos sobre la alfombra de la
sala. Diez o quince minutos despus, aprovechando
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Apenas alcanz a gemir y me lami las piernas,
derritindose.
Sali de casa cuando Camelia subi a la azoteadel edificio a colgar la ropa y las sbanas. Era tar
dsimo, y yo me qued en bata. Entonces, entran
do en la cocina, vi los tres billetes de diez mil so
bre la mesa, cuidadosamente estirados debajo delcenicero de nix. Los mir fijamente, sin tocarlos.
Camelia los haba desplegado como una bandera,
como una feliz evidencia, con la jactancia que le
daba el derecho de exigir nuestro agradecimiento.
Tena la soberbia de los animales humildes y pa
cientes. Me sent en la cocina a esperarla y, cuan
do regres de la azotea, la recib con una miradade hielo:
-Qu hace ese dinero aqu?
-L o encontr en la sala, seora -dijo sin alterarse.
Traa en la mano la cubeta de plstico, se vea
cansada. Era una hormiga implacable. Odi su vozestridente y pueblerina, sus bondadosos ojos de
telenovela.
Sal de la cocina, dej los billetes sobre la mesa y
fui a darme un regaderazo para cobrar valor. Se lo
dije antes de salir de compras:
-Camelia, mi esposo y yo vamos a salir de viaje
por seis meses. Aqu tienes tu liquidacin -y puse
en su mano los tres billetes de diez mil que estaban
debajo del cenicero.
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Se me qued viendo sin abrir la boca, con la
mano abierta y el dinero apelotonado.
-Lo mandaron llamar de Guadalajara esta sema
na, por eso no te avis antes.N o soportaba su estupor y su silencio, slo que
ra que se fuera.
-Y puedes irte de una vez... no hace falta que sigas
limpiando, vamos a hacer las maletas y no tiene caso.
-S, seora.
Fue a la cocina a coger la bolsa del mandando,la dobl debajo del brazo, le abr la puerta, inclin
ligeramente la cabeza y ol su perfume barato.
Sal de compras y no regres hasta el medioda.
De vuelta a casa, cuando vi el tiradero de los cuartos
y los trastes sucios, me arrepent de no haber rete
nido a Camelia hasta su hora de salida. La maldije
por la presteza con que me haba obedecido. Trat
de poner un poco de orden, pero no pude. La pe
rra! Alberto, de regreso, me encontr perdida en
aquella revoltura.
-Q u pas, qu tienes?
-Q u voy a tener. La perra!
Vi cmo se alteraba, cmo se le suba la sangre.
-Huy! Ech a volar! Se le hizo fcil con el di
nero que le dejaste atrs de las cortinas. Y nos dej
hundidos en esta porquera!
Mir hipnotizado el revoltijo de la cocina y dela sala.
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Cuando habl le temblaba la voz:
-Se fue... y nos dej as... en esta inmundicia?
-S.Dio un paso hacia la cocina, mir los trastes que
se amontonaban en el fregadero, los restos del de
sayuno, el piso sucio. Hizo un gesto incrdulo con
la mano:
-La perra? -pregunt.
S, la perra! -dije.
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EL TURISTA
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ueron a ver la piedra esa misma tarde, acompa
ados por el mdico Patak. El conde ya habadado instrucciones al posadero Matas de despertarlo
muy temprano al da siguiente porque la jornada de
viaje hasta Kolosvar era larga y quera llegar antes
de que anocheciera. Tambin el posadero judo, con
sus ademanes ceremoniosos, haba insistido en lasbondades de la aldea:
-U na breve estancia en Werst no le caera a us
ted mal, seor conde. Aunque este pueblo no puede
competir con Pars, su clima y los paisajes de los alre
dedores son lo ms adecuado para la convalecencia
de su seora.
-N o s quin le dijo que estoy convaleciente,
nunca me he sentido tan bien.
-Q uise decir que ste es un lugar ideal para reunir
fuerzas antes de un largo viaje.
-S, pero llevo prisa.La piedra a la que se refera el alcalde Koltz,
situada en un recodo del camino principal, era un
trozo de basalto alto y negro que pareca haberse
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desgajado del cerro lentamente, debido a las llu
vias. El conde no vio nada notable en l y, cuando
el alcalde Koltz le pidi su opinin, dijo:
-Es de basalto.
-U n basalto muy especial, seor conde, el basal
to de Werst, nico en su tipo. Mire las vetas, no en
contrar otras semejantes en ninguna parte. Vale la
pena que se quede unos cuantos das con nosotros
para estudiarlas con todo detenimiento.
-N o soy muy amante de las piedras.
-Entonces -intervino el doctor Patak- le interesa
r visitar la Cueva del Sonmbulo, una de las grutas
ms hermosas que pueden verse por estos parajes.
El conde asinti de mala gana.
Anduv ieron medio kilmetro hasta entroncarcon una vereda que se internaba en la espesura si
guiendo el flanco rocoso del cerro. Llegaron a una
abertura angosta cubierta por la vegetacin y ah
entr el alcalde Koltz.
Lo que vio el conde no fue una gruta sino un
nicho de respetables proporciones, un refugio idealpara un hombre durante una tormenta, nada ms.
El alcalde le pidi que observara las rugosidades de
la roca, algo digno de verse.
-Ya veo...
Se le conoce como la Cueva del Sonmbulo
-em pez el doctor Patak- porque aqu a veces unhombre del pueblo, un sonmbulo...
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detrs de la figura de Frick cuando ste abri la
puerta. Inmediatamente se abrieron las puertas de
las otras casas y varios curiosos penetraron detrs
del doctor para ver al ilustre visitante y slo se detuvieron en el umbral de la cocina del pastor, for
mando un muro de orejas y ojos. En el centro de la
cocina el alcalde Koltz seal un puntito en la pared
junto al fregadero.
-A h la tiene. Es Adelaida.
Los presentes guardaron silencio. El conde se
acerc despacio y vio que la mosca apenas se mo
va. Era una mosca comn y corriente. Se pregunt
cmo podran saber el dueo de la casa y las otras
personas que era siempre la misma. El pastor pare
ci adivinar su pensamiento porque se acerc y le
dijo en voz baja, pero no tanto como para que no
lo oyeran todos:
-Es inconfundible, observe las estras del abdo
men, las nervaduras de las alas transparentes; un di
bujo raro, nico en su gnero. Mi ta Adelaida, que en
paz descanse, tena en el rostro unas arrugas parecidas, por eso le pusimos su nombre a la mosca.
La mosca pareci adivinar que la miraban y em
pez a moverse en redondo para lucir sus encantos.
Entre tanto silencio se tena la sensacin de or el
roce de sus patas contra la pared. El conde no poda
creer en tanta absurdidad. Ah estaba en medio deesa gente, contemplando una mosca en un muro. Sus
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padres lo mandaban a Pars a codearse con la mejor
sociedad de Europa y a slo tres das de comenzado
el viaje l perda el tiempo en esa tosca casa, rodeadode campesinos, mirando una mosca. El fino recogi
miento que reinaba en la cocina aument su angus
tia y su mirada se petrific como si contemplara un
majestuoso paisaje y no un minsculo ser vivo.
-U n insecto fuera de lo comn -m urm ur a suodo el alcalde Koltz.
Esa noche, en la posada, no pudo dormir por las
punzadas en el hgado. So todo el tiempo con la
mosca. Era ella la que le causaba las punzadas. Se
le meta en el cuerpo por la boca y lo martirizabalentamente. Despus el hgado apareca pegado a la
pared de la cocina, junto al fregadero, y todos lo mi
raban. Mire esas estras, deca el doctor Patak, y
l pona atencin, preocupado. De repente apareca
la mosca, que volaba hasta posarse sobre el hgado
y empezaba a chuparlo; conforme lo chupaba se iba
hinchando hasta adquirir un tamao enorme y las
estras de su abdomen se dilataban mostrando unas
feas callosidades internas.
El posadero, cuando toc a su puerta al amane
cer, lo encontr despierto y sudado y fue a llamar aldoctor Patak, quien acudi, palp el hgado, recet
un jarabe de su invencin, puso en duda la conve
niencia de proseguir el viaje con aquel dolor en el
costado y habl de una jomada de reposo.
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- O tro da aqu? -el conde volte hacia la ven
tana con el rostro tenso. Los otros dos contuvieron
la respiracin. El conde se mordi un labio:
-N o quise ofenderlos -balbuce.
Abandon la cama, se visti, baj a desayunar y
pidi que le llevaran el jarabe.
Acabando de desayunar, accedi a que lo acom
paaran a ver los pastizales del ro.
-Observe , seor conde -dijo el alcalde Koltz-,
la particular curvatura del pasto.
El conde, que cada tanto se palpaba el flanco
adolorido, arranc sin alegra dos hilos de hierba,
los observ por ambos lados, los mir a contraluz
y dijo secamente:
-Las estras de esta hierba son diferentes de estaotra, forman con el tallo un ngulo ms agudo.
El doctor Patak y el alcalde Koltz se acercaron
presurosos.
-S, hay una diferencia -dijeron.
El conde arranc otra hierba, la mir de la mis
ma manera y dijo subiendo el tono de la voz:-Y en esta otra las estras estn ms separa
das, como si esta hierba necesitara respirar ms
hondamente, como si padeciera una insuficiencia
pulm onar.
-Ya veo, ya veo -dijo el alcalde Koltz, mor
tificado.-Salta a la vista -dijo el doctor Patak.
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El conde tir los tres hilos de hierba y mir la
amplia extensin de los pastizales que tena enfrente.
No vio una extensin homognea sino un herviderode luchas individuales, de agresiones y resistencias.
Vio la enemistad y el caos generalizado que reina
ban ah y presinti la miseria que significa arraigar,
tener races y luchar por no perderlas. El doctor
Patak y el alcalde Koltz miraron tambin. Frente aellos apareci una superficie plana que ola a estir
col. Vieron que el conde acababa de arrancar todo un
fleco de hierba y el alcalde dijo nervioso:
-Ese fleco que tiene usted en la mano se parece
a las escoba de la viuda Hermod. Una escoba nica
en su tipo. Valdra la pena que la viera. La casa de la
viuda Hermod queda a dos pasos.
Llegaron en cinco minutos. La viuda H erm od
estaba dando de comer a las gallinas. Los hizo en
trar, trajo la escoba, se disculp y regres al galli
nero. Los tres hombres se sentaron en la cocina amirar la escoba. El conde fue separando las cerdas
con los dedos; agarraba unas cuantas, las encerraba
en un breve parntesis de paz y las devolva a la vo
racidad de las otras viendo cmo naufragaban. Re
piti la operacin varias veces sin prestar la menoratencin al alcalde y al doctor, que acompaaban
sus gestos con palabras de trmulo entusiasmo.
Esa noche el dolor en el hgado le arranc unos
bramidos en el insomnio. El doctor, que lleg al
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amanecer llamado por el posadero, le palp mode
radamente el vientre y luego aplic la oreja durante
un minuto:
-Este hgado necesita reposo -dijo.-M e prometi que podra partir hoy.
-N o se lo aconsejo, Kolosvar queda lejos.
-Kolosvar queda lejos! Kolosvar queda lejos!
Qu tan lejos queda, demonios?
El doctor y el posadero se miraron; el conde des
vi la vista, hizo un gesto vago de disculpa, luego
tom el frasco de jarabe que estaba sobre el bur
y se sirvi una cucharada bajo la mirada benvola
del doctor.En la tarde, para que no se aburriera, lo llevaron
a ver El Borde Descarapelado del Fregadero de la
Seora Riatzy. La casa de los Riatzy quedaba a dos
pasos y la mujer pareci emocionada de verlos. El
alcalde Koltz y el conde tomaron dos sillas y se en
cararon al fregadero mientras el doctor Patak y la
seora Riatzy desaparecieron en la alcoba aprove
chando que el seor Riatzy no estaba en casa.-Qu es ese ruido? -pregunt el conde.
-Es el doctor Patak... solazndose con la seora
Riatzy.
Cuando los dos entraron a la alcoba, la seora
Riatzy, completamente desnuda, hizo el ademn
de cubrirse, pero el alcalde Koltz la fulmin conla mirada:
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-E l seor conde quiere ver a El D oc tor Patak
Que Se Solaza Con la Seora Riatzy.
La seora Riatzy vacil, luego abraz vidamenteal mdico, que se le haba subido, y los dos reanuda
ron sus movimientos rpidos.
Las embestidas se fueron haciendo ms fogosas
y ella empez a bambolear la cabeza y de pronto
exclam con los ojos desorbitados:-A h, me encanta ponerle cuernos a mi esposo,
el seor Riatzy!
El doctor exclam:
-Ah, me encanta ponerle cuernos al seor
Riatzy montndome a su mujer, la seora Riatzy!
El orgasmo, entre rugidos, los trenz como dos
lagartos.
-Observe las sacudidas -dijo el alcalde Koltz.
Entonces los dos salieron del cuarto, dejando al
doctor y a la mujer que resollaban, y fueron a la co
cina a reanudar la contemplacin del fregadero.Poco despus apareci el doctor visiblemente
fatigado, mir su reloj y dijo que sera prudente
retirarse de una vez.
Salieron por la parte de atrs de la casa de La
Adltera Riatzy y echaron a andar por la callemientras oscureca. De pronto el conde dism inu
y el paso y se detuvo.
-Qu le pasa? -inquiri el alcalde.
El conde se tocaba el flanco derecho:
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N otaron que se apretaba el flanco y al doctor le
bast mirar la mucosa de sus prpados para sacudir
la cabeza:
-U n viaje tan largo, con este hgado...
l sigui mirando por la ventana y cogi mec
nicamente el frasco de jarabe que el otro puso en
su mano.
Cuando se recobr un poco, despus de consu
mir el ligero desayuno que le prepar el posadero,lo llevaron a ver El Recodo Enmohecido del Con
ducto de Desage de los Lavaderos Pblicos y, en
la tarde, El Margen Carcomido de la Contratapa de
la Biblia del Seor Tusnesdor.
-O bserve las rugosidades del cuero -d ijo el alcalde Koltz-, una muestra nica en su gnero.
Y l, acercndose tmidamente, se extravi
aquel intrincado laberinto de nervaduras y estuvo
recorrindolas con un dedo como si siguiera en un
mapa la ruta de algn viaje fantstico.
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DE CAZA
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Cuando fui a casa de Luis a preguntarle si que
ra ir a cazar lagartijas, me abri su madre yme dijo malhumorada que Luis estaba (por su cara
entend que ella tambin) haciendo la siesta. Pas a
casa de Osvaldo, pero Osvaldo tambin dorma (me
lo dijo su hermana Concha, con los ojos amodorra
dos); fui a ver a Roberto, que afortunadamente es
taba despierto pero tena que arreglar no s qu dela caera del bao; y yo acababa de abrir la puerta
para marcharme cuando de uno de los cuartos sali
Arturo, el hermano menor de Roberto, y dijo que
me acompaara. Me haba olvidado de l, como
siempre. De haberme acordado no hubiera subido
a casa de Roberto. Arturo, que desde siempre se
junta con unos muchachos de otra cuadra, se nos
pega slo de vez en cuando, cosa que todos le agra
decemos, pues vive en un continuo estado de exci
tacin, cuando habla grita, siempre se desva del
tema y cuenta unos chistes espantosos. Adems esfeo, oblongo, con las piernas desproporcionadas
para su cuerpo. Yo, que soy bajito, cuando lo veo
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Entonces yo me alej unos pasos del muro, como
estudiando su altura, y Arturo me mir excitado:
-Te vas a subir?Le dije que ya lo haba hecho, pero ahora me
dola la pierna. Mientras mirbamos el muro, dos
lagartijas salieron del mismo agujero y empezaron
a trepar hacia arriba, pero no nos movimos.
-Y cmo se pasan del otro lado?
-Las lagartijas?-Las putas.
Le dije que por una puerta de la otra calle, que
estaba siempre cerrada con llave.
-Y qu hacen?
-N o seas idiota, se encueran para que se las cojan.
Pregntale a tu hermano.
A la palabra cojan Arturo se peg a otro agu
jero, ponindose otra vez de rodillas.
-N o se ve nada.
-P ara verlas hay que treparse, mejor vmonos
-m e despegu del muro y me enfund la resorteraen los pantalones. Empec a caminar, pero l no se
movi. Me par y mir su cara cnica. Estaba estu
diando la altura del muro. Aun teniendo su talla yo
no me hubiera atrevido a trepar tan alto.
-N o hay de dnde agarrarse -dijo.
Sin moverse le seal dos pequeas salientes,una cerca de la otra, que slo una lagartija habra
notado.
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-C on lo alto que eres, subes en dos patadas -dije.
Mir las salientes, se mordi el labio y me mir
a m. Yo creo que al verme tan chaparro le pic elorgullo.
-Aydam e -dijo.
Me acerqu al muro, dobl la pierna y l puso su
pata sobre mi muslo, coloc la rodilla en mi cuello
y con mucha torpeza, agarrndose del muro, logrpararse sobre mis hombros mientras yo me cim
braba todo.
-N o alcanzo -dijo.
S que no lo dijo para ofenderme, pero me mo
lest. Tuve que poner la cabeza dura, sent su patota
sobre mi crneo y esta vez alcanz la cresta y lo empuj por abajo para que pudiera encaramarse hasta
los codos; por fin, pateando como una araa, logr
ponerse ahorcajadas sobre el muro. Cuando lo vi
all arriba, en precario equilibrio, me dieron ganas
de marcharme y dejarlo que se las arreglara solo parabajarse. Pero quera saber qu haba del otro lado.
-Q u ves?
-N o hay nada -dijo nervioso-, aqu no hay nadie.
-Agchate, que no te vean.
Se agach pegando el pecho contra la cima de la
barda.
-D im e qu ves.
-Puros pilares de cemento.
-Es una construccin abandonada?
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-S.
-M ira bien detrs de los pilares, ah se ponen las
putas.
Arturo, sin levantar el pecho del muro, empeza arrastrarse con dificultad; al levantar la rodilla, su
resortera de plstico, que le colgaba del bolsillo, se
cay y se hundi en unos arbustos, pero l no se dio
cuenta y yo no dije nada.
-N o hay nadie -le temblaba la vo z-, ya me
quiero bajar.-M ira bien, a esta hora siempre est lleno.
-Aydam e a bajar -grazn.
-A lo mejor hubo una redada.
-Ya me quiero bajar, aydame!
j -M ejor brncate.
-C m o me voy a brincar, me mato!-Todos brincamos, pregntale a tu hermano.
- N o seas cabrn, aydame!
En eso vi el lagarto sobre el muro. Haba salido
de las hierbas y ah estaba, abajo de Arturo, marrn
e inmvil, grueso como un sapo, como si lo hubiera
parido el cemento. A rturo se puso blanco y no seatrevi a moverse. Yo cargu la resortera. El lagarto
lo miraba a l, y en seguida, como obedeciendo a
un impulso elctrico, trep unos centmetros ms
y volvi a pararse.
-Mtalo, mtalo! -Arturo levant las nalgas del
muro, listo para saltar, y yo solt el tiro.
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Por un pelo le doy, el lagarto subi disparado y
Arturo brinc, vi sus patotas en el aire y no me di
cuenta de que haba saltado hasta que cay sobre losmatorrales pardos. Cay mal, o ser que un alto
como l produce una sensacin lastimosa al des
pearse. Vi al lagarto alcanzar la cima y desapare
cer del otro lado, me acerqu a Arturo que gritaba
agarrndose la pierna, trat de levantarlo pero noquiso y vi que tena el brazo y la mano derechos
cubiertos de una pelusa verdosa. Haba cado jus
to sobre unos matorrales de ortigas. Le dije que se
calmara, me agach a revisarle la pierna y lanz un
grito cuando le toqu el pie.-Es el tobillo -dije.
Mir el muro para asegurarme de que el lagar
to no vena de regreso, luego lo ayud a levantarse,
l se qued parado sobre un pie y entonces gimi
por el dolor en la mano y en el brazo, que se ha
ban puesto rojos por las ortigas. Parado sobre una
pierna, se rasc con frenes y de la desesperacin le
salieron unas lgrimas. Tuvo que recargarse en mi
hombro. Slo poda pisar con un pie y empezamos
a caminar muy despacio, pero a los pocos metros
tuvimos que pararnos para que se rascara con furia.
Lloraba sin lgrimas, de la pura desesperacin, y has
ta me dio lstima. N o me pregunten cmo anduvi
mos las seis cuadras hasta llegar a su casa. l era un
solo gemido y yo le hablaba de la redada a las putas.
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Lo ayud a subir las escaleras de su edificio, y su ma
dre, cuando nos abri, se llev las manos a la cara.
-Me romp la pata -fue el escueto anuncio deArturo.
Entre su madre y yo lo sentamos en una silla y
yo acerqu otra silla para que Arturo depositara su
pierna. Roberto haba salido a un mandado. Ante los
gritos de su madre, alta y oblonga como l, Arturo
mantuvo la calma y dijo que haba tropezado en un
agujero en medio de unos arbustos de ortigas.
-Por andar matando lagartijas! -grit ella, y
Arturo, que ya se senta un poco ms aliviado, me
mir con aire de inteligencia. Entonces se palp el
bolsillo, vio que haba perdido la resortera, le entrla desesperacin y otra vez rompi a llorar, cosa que
me dio gusto.
-Me da gusto -dijo su madre-, as no vuelves
a esos lugares!
Arturo le contest de mala manera, empezarona gritarse (los gritos de la gente alta tienen algo de
cmico, como si se fueran a despegar) y yo aprove
ch ese mom ento para deslizarme hacia la puerta,
murmur un tenue con permiso y me desped con
varias inclinaciones de cabeza, pero no me vieron.
Jur que nunca ms volvera a esa casa.Me imagino que despus, esa misma tarde, ha
blando con Roberto, Arturo se enter de que yo le
haba tomado el pelo con la historia de las prosti
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tutas. Debi de odiarme porque las pocas veces que
volvimos a vernos se las arregl para no dirigirme
la palabra, cosa que le agradec. Haba librado a losotros y a m mismo de su nefasta presencia, ya que
nunca ms, despus de que le quitaron el yeso, vol
vi a cazar lagartijas con nosotros, y yo me enter
de qu haba del otro lado de la barda.
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El h u i d o r
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lo que pareca inescalable, penetraba por cualquier
abertura, todo le serva de peldao y de soporte,
saltaba sobre los techos de los autos como de un
balcn a otro, todo lo nivelaba, todo lo convertaen vehculo o puente hacia otra cosa. Su form a de
hu ir recordaba las llamas y un da que pas junto
a un incendio el jefe de bomberos orden desviar
un chorro sobre l y grit: Apaguen eso!, pero
el huidor brinc de un balcn a otro y se escabull
entre los aplausos de todos.
Algunos creyeron entonces que tena repul
sin al agua y que si llegaba a mojarse perdera sus
fuerzas y hasta un nio podra atraparlo. Tonteras,
pues en la temporada de lluvias no disminuan sus
fugas, en todo caso su ardor menguaba un poco, selo vea desganado, si bien era en esa poca, debido
a la grisura del clima, cuando pasaba ms inadver
tido y era capaz de pararse en una esquina sin que
nadie reparara en l (quiz porque tambin bajo la
lluvia medio mundo slo se fija en las puntas de
sus zapatos).Con el tiempo sus huidas se hicieron ms recti
lneas, con menos desvos, como si las opciones y
los ramales novedosos escasearan. Era evidente que
no quera o no poda repetirse y que hubiera pre
ferido detenerse antes que rehacer cualquiera de
sus fugas anteriores. Se iba apagando como un fue
go. La gente recordaba sus huidas espectaculares
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y esperaba que se repitieran cada vez que lo agarra
ban, pero algunas eran ya tan im perceptibles que
slo l se daba cuenta de que hua y, con todo, cuan
do la gente lo tena cerca, no faltaba quien lo atra
para de un hombro o de la cintura, no tanto por el
deseo de entregarlo a las autoridades como para po
der contar despus que el huidor se haba zafado de
ellos con su milagrosa destreza.
Algunos pensaron que slo trasladndolo a otrositio podra renacer su mpetu, pero las ciudades in
terpeladas o bien no entendieron de qu se trataba
y se negaron, o bien pusieron condiciones inacep
tables: que no entrara en ninguna casa y sus huidas
se limitaran a los espacios exteriores, como un ele
mento meramente decorativo, o que completara sushuidas con clases de gimnasia en algn orfelinato o
se alistara en los bomberos para echar una mano en
caso necesario.
l, entre tanto, segua corriendo, pero era eviden
te que hua de s mismo, de su pasado, que tena que
agarrarse de las ltimas ramas inditas, obligado a un
trabajo menudo, capilar y sordo. A veces tena que
cruzar interiores, forzar puertas cerradas, violar la
intimidad de los otros mientras coman o se baa
ban o hacan el amor. Odiaba hacer eso, pues nunca
le haba gustado causar estropicios, pero la gente,que lo conoca, captaba su sufrimiento y saba que
se estaba apagando.
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Hasta que un da de lluvia se desplom en una
esquina despus de burlar a dos agentes, no como
quien tropieza o se resbala (l nunca tropezaba ni
resbalaba), sino como quien carece de argumentos
para seguir adelante.
La gente se agolp para verlo, pero ahora que
estaba perfectamente quieto (despus se dijo que le
haba dado el ataque unos cien metros antes y que
se desplom muerto hasta la esquina debido al mpetu de la carrera), todos sintieron vergenza de
estarlo mirando. Estaban tan acostumbrados a verlo
huir, a reconocerlo slo de sesgo y en plena fuga, que
ahora que podan mirarlo de cerca y sin empacho,
descubriendo cun anodina era su cara, dudaron de
que se tratara de l.
Pero no haba chatez en la inexpresividad de su
rostro, sino alivio, como si en tantos aos de re
montarse de barrio en barrio, repasando una calle
tras otra, lamiendo cada esquina, muro y ventana,
no hubiera hecho ms que ensayar los gestos, lasfantasas y los impulsos de todos; como si a fuerza
de huir hubiera quedado libre de cualquier rasgo
propio y cualquier adiposidad personal, hasta vol
verse un mero compendio o resumen de los otros.
Su cara pareca la suma de todas las caras, y esa gri-sura infinita de su rostro, ahora que esperaban la
ambulancia que viniera a llevrselo, haca que las
miradas de todos resbalaran de su cara al cemento
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mojado de la acera con cuya grisura formaba una
perfecta prolongacin, diluyndose ms y ms en
ella, como si ni siquiera de muerto pudiera aban
donarlo su maestra para fugarse.
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MI PADRE
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Nunca supe bien cul era exactamente el em
pleo de mi padre. N o deba de ser algo que
lo entusiasmara mucho porque ni una sola vez lo
o hablar de su trabajo y cuando volva a casa en la
tarde tena la expresin de haber despachado un tr
mite enojoso, como un nio que acabara de recibir
una inyeccin.En lugar de arrellanarse en un silln a descansar
le entraba durante un rato una fiebre de actividad
como si quisiera compensar el tiempo mal gastado
en la oficina, pero no hallaba gran cosa que hacer,
tena un carcter voltil y le costaba trabajo aplicarse a una tarea. Lo que ms le gustaba era caminar,
y tampoco en eso tomaba una actitud apropiada,
avanzaba a grandes trancos como si lo reclamara un
asunto urgente, no con el sosiego de quien pasea.
En algn momento le pareci que yo podra representar el punto de orientacin que le haca falta
y decidi llevarme a sus paseos para educarme. Yo
era un nio algo crecido que podra prestarle aten
cin y seguir sus consejos y obedecer sus rdenes,
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blar, imaginaba un hervor descomunal de galeras,
de entronques y rampas iluminadas, con hombres
que se cruzaban en cien direcciones distintas. As, el
da que nos topamos con una alcantarilla abierta ynos asomamos a ver, la vista de aquel agujero sucio
me dej helado y l debi de notarlo.
-sta es apenas la entrada -dijo, y se vea tan
desalentado como yo. Era un hueco oprobioso, y
yo me di cuenta de que al lado de un mundo esbelto
y victorioso que le habla de usted a la materia, hay
un enorme fondo impenetrable, una masa sin traba
jar y sin redimir que todos cubren para no ver.
N os especializamos en esa miseria. Salamos
como unos botnicos en busca de una planta rara
y yo tena que esforzarme por igualar las zancadasde mi padre. A veces nos bastaba algo tan simple
como un terreno baldo rodeado po r una valla de
alambre. La valla, que protega arbustos y hierbas,
resaltaba lo infame del lugar, donde hasta las pie
dras tomaban un aire de sobrevivencia y esfuer
zo. Permanecamos absortos detrs del alambradocomo si de un momento a otro vaya a saber qu
trasvases ntimos podran ocurrir. Estaba lleno de
baldos en todas partes, con slo buscarlos. Ah
estaba, como una mala conciencia o un duro ren
cor, la estrecha lnea de tierra que separa la acera
de la calle. Era uno de los sitios sagrados de mi
padre, quien parta de ah con el ojo para hallar
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insensiblemente que todo era lo mismo: tierra y
polvo en diferentes grados de concrecin.
As, ante un edificio en obra, en lugar de admi
rar la audacia del concreto, vea las grietas futuras,
la demolicin, como si construir fuera un parnte
sis o un malentendido. Poda acariciar un tubo o
un pedazo de varilla con la misma piedad con que
San Francisco acariciaba sus pjaros y sus lepro
sos. Donde otros vean mera inercia, o sea no veannada, l vea devocin y esfuerzo; tal vez por eso le
interesaban los trasfondos, pues descubra ah que
nada se encuentra totalmente abandonado y que en
lo ms recndito no falta nunca el mnimo armazn
que reanima la masa inerte.Sobre todo lo atraan las piezas secundarias, de
refuerzo, cuya utilidad nunca est del todo compro
bada. Aunque no era experto en nada, las reconoca
de golpe y les dedicaba toda su atencin; eran como
el trasfondo del trasfondo, el estrato ms humilde
y precario, y cometa a veces peligrosas acrobaciaspara encararse a esa rebaba. Ninguna cosa es ms
importante que otra, deca al sacudirse la tierra del
pelo, los pantalones y las manos.
Y aunque deba de quejarse de su empleo rutina
rio, no creo que hubiera sido ms feliz cambiando detrabajo. La insustancialidad de sus tareas le era nece
saria para sorprenderse ante el abigarrado concierto
de los cimientos, y de emplearse como mecnico o
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albail, a la larga, estoy seguro, se hubiera hastiado
de esa discontinuidad correosa que se le negaba en
su empleo de oficinista. La necesitaba tal como es
taba, como algo casual e incomprensible, por esome necesitaba a m, pues gracias a m se situaba en
la justa distancia frente a todo eso y pod a verlo
como un hallazgo, como si el contacto de mi mano
le diera un poco de clarividencia; en realidad, como
cualquiera que educa a otro, todo lo vea con mis
ojos, as que en cierto modo yo lo iluminaba a l,
yo lo educaba.
Por eso, cuando me enferm de los bronquios
y estuve dos semanas en la cama, l no dej de sa
lir, pero regresaba temprano, a lo mucho despus
de una hora, con la ropa limpia, sin ninguna sealde esas contorsiones que haca para alcanzar alguna
pulpa secreta, y yo me preguntaba si habra deam
bulado con las manos en los bolsillos entre los pi
lares y las vigas de una obra, o, aburrido de tanto
suelo y de tanto trabajo, no se habra ido por ah
anhelando un sitio de verdad virgen para empezara poner en orden su vida.
N o me contaba nada de sus excursiones y yo
sent que al enfermarme lo haba traicionado. Trat
de reponerme muy pronto, no obstante mi odio a
la escuela, pero justo el da que dej la cama a l lo
ascendieron en su trabajo y obtuvo un puesto de
responsabilidad. Le comunic la noticia a mi madre
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sin alegra, como un deber cumplido, y mi madre
exclam levantando los brazos al cielo:
-Por fin podremos irnos de esta casa.
Entend que acababa de ganar una larga batallaque haban librado ella y mi padre desde haca tiem
po, y por primera vez l se arrellan en el nico si
lln de la casa, estuvo mirando con preocupacin un
punto en la pared y no me atrev a pedirle que sali
ramos. Cuando volv a mirarlo estaba durmiendo.
-D eja descansar a pap -m urm ur mi madre.-No vamos a salir?
-A pescarte otra bronquitis entre los tubos y
los charcos?
Luego aadi ms conciliadora, sin mirarme:
-D e ahora en adelante pap va a regresar tarde,
casi de noche. Saldrn los sbados. Y pronto vamos
a tener un coche, no ests contento? Saldremos
con pap en el coche.
Y se volvi y me abraz con fuerza.
-A hora vete a hacer la tarea -d ijo -, ya hiciste
la tarea?Era la primera vez que me preguntaba eso.
-S, ya la hice -ment.
-Bueno, vete a jugar por ah, sin hacer ruido.
Me fui a mi cuarto y estuve jugando con mi her-
manito de un ao. A cada rato me asomaba a ver si
mi padre segua durmiendo. Haba un silencio agobiante en toda la casa. Me puse a mirar por la ventana
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El temblor no lleg con su intenso cortejo de cristales ni su amplia funda de razones. Apenas se
insinu de casa en casa, sedoso y delicado, palpando
las esquinas y las puertas. Los que dorman en los l
timos pisos del edificio oyeron los golpes espaciados
con que tanteaba la solidez de la construccin, un tenue pum! pum!pum! que la mayora confundi con
los latidos de sus pechos. Era como el primer ruido
del mundo, no manchado por ninguna impureza.
El temblor trabajaba asiduamente por todo el edi
ficio, recorra las estructuras evaluando los techos y
los pilares, bosquejando planes, trazando rutas por
seguir.
No satisfecho, penetraba por la nariz hasta el co
razn de los habitantes y estudiaba el metabolismo
y el grado de resistencia de cada organismo, loca
lizando los puntos dbiles y las capas ms blandas,siempre en busca de la lisura que agrietar, de la sua
vidad que desfondar.
Despus, durante mucho tiempo, casi siempre de
diez a quince aos, ya en el subsuelo, se dedicaba a
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