El arte nazi
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SANTIAGO RONCAGLIOLO
El Arte Nazi
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© Santiago Roncagliolo, 2007
© Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2007
Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.
http://yerbamalacartonera.blogspot.com
Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú),
Animita Cartonera (Chile), Ediciones la Cartonera (México), , Dulcinéia
Catadora (Brasil)
______________________________________________________
Derechos exclusivos en Bolivia
Hecho el depósito legal: 3-1-1103-07
Impreso en Bolivia
______________________________________________________
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Biografía
Pasó parte de su infancia en Arequipa. Su familia dejó el país,
concretamente en 1977, el motivo se debió al gobierno militar
instaurado en Perú en 1968, que llevó a su padre, el analista
político Rafael Roncagliolo a salir temporalmente al extranjero.
La familia posteriormente regresó al país y Santiago cursó sus
estudios en el Colegio de la Inmaculada. En Lima primero
publicó libros para niños y una obra de teatro (Tus amigos
nunca te harían daño). En 2000 se mudó a España y allí reside
en la actualidad. Hasta ahora ha ejercido el oficio de negro
literario (escribir libros publicados bajo el nombre de otra
persona). Incluso hubo momentos en que se vio obligado a
trabajar limpiando casas en España para salir adelante y poder
subsistir, aunque hoy en día su nombre ya es un hito reconocido
dentro de la literatura del mundo hispanoparlante.
También es guionista de telenovelas, periodista de investigación
y asesor político. Colabora con el diario español El País y
diversos diarios iberoamericanos.
En el año 2006 su novela Abril rojo, que trata sobre las
peripecias de un esforzado fiscal dedicado a investigar los
crímenes de un supuesto rebrote terrorista y en el camino
descubre el oscuro y violento pasado de los militares del
gobierno de Fujimori, obtuvo el Premio Alfaguara de novela.
Otro aspecto de su carrera literaria, es que al comienzo Santiago
Roncagliolo fue repetidamente rechazado y resistido por el
mundo editorial. La tesis de Washington Huaracha (CIA,
Sendero Luminoso, Guerra Política) en su libro Lima 1987
entrega una impresión bastante certera de lo que ocurrió en
aquella época, dando a conocer anécdotas del conflicto y de las
numerosas operaciones encubiertas que ocurrieron.
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Cuando era niño, estaba obsesionado con Adolfo Hitler. Una
Navidad, le pedí a mi abuela el primer fascículo de una revista
coleccionable llamada «El Tercer Reich». Pasé días contemplando
los desfiles marciales, las botas militares, las banderas. En la
portada aparecía Hitler ante una división de la SS perfectamente
alineada que lo saludaba con el brazo en alto. A sus espaldas, se
elevaba un águila negra con las garras prendidas a una esvástica.
Era mejor que Rambo, o que Rocky IV.
Con el primer fascículo, venía el «dossier privado del
Führer»: un cartel de la publicidad antijudía del Reich, un retrato
épico de Hitler vestido de general, fotos del caudillo alemán con su
amante Eva Braun en su casa de campo del Obersalzberg, o con los
miembros del partido en una cervecería de Munich. No leí nada de
esa revista. Aún así, veinte años después, todavía recuerdo esas
imágenes.
Con el tiempo, me convertí en un fanático del tema. Me hice
de una nutrida colección de revistas y artículos sobre la Alemania de
los años treinta y cuarenta, que tampoco leí. Sólo me interesaban las
fotos: los tanques de la Segunda Guerra, los desfiles, los uniformes.
Los datos históricos y los argumentos ideológicos me confundían. Yo
sabía que Hitler era el malo, pero eso no me impedía querer mirarlo.
Supongo que, justamente, estaba fascinado con el mal. Era
inusual poder verlo, saber qué cara tenía, que bigote llevaba, cómo era
su insignia. Todos esos símbolos representaban lo más perverso que
un ser humano podía ser.
En las películas baratas, el malo es feo, a menudo
contrahecho, y se ríe con una malévola carcajada que pone los pelos
de punta, para que no te quepa duda de que es malo y no te
identifiques con él. Pero mucho más inquietante resulta precisamente
eso, identificarse con él, dejarse seducir, querer ser él, aunque sepas
que es el villano. En el caso de Hitler, el atractivo no radica en su
belleza física, ni en sus virtudes, sino en que toda su imagen —su
actitud, su mirada, su atuendo, sus ejércitos— rezuma poder.
Lo mismo ocurre con sus teatrales discursos, aunque uno no
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entienda alemán. Hitler comienza a hablar muy bajito, casi para sí
mismo, como si reflexionase y nos permitiese colarnos en sus
pensamientos. «Antes, yo no tenía nada contra los judíos. Ni siquiera
me parecían distintos. Para mí, eran unos alemanes como cualquier
otro». Crea un clima de confidencia y un silencio expectante entre el
público. Plantea todos los argumentos examinándolos lentamente, con
sensatez, para aclarar que no es un fanático sino un hombre serio y
sereno. Tras un rato, cuando parece muy satisfecho, repite la
conclusión lógica. «De modo que no me parecía extraño el hecho de
que Marx sea judío, Freud sea judío, los bancos sean judíos y los
bolcheviques sean judíos, porque claro, eran como un alemán
cualquiera». De repente, al mismo tiempo que su auditorio, parece
tomar consciencia de lo que acaba de decir. «¿No es extraño? ¿No es
extraño justo ahora que mi país se desangra entre las cloacas de
Versalles? ¿No es extraño justo ahora, cuando los extranjeros acosan
nuestras fronteras, cuando nos quitan el pan de la boca, cuando
pisotean los cadáveres de nuestros hermanos?» Lo siguiente es el
momento de la iluminación. Hitler se da cuenta de que ha estado
equivocado toda su vida, y con él, su audiencia, que reacciona
indignada. Excitado, comienza a revisar sus afirmaciones bajo una
nueva luz, ahora todo tiene sentido, todos los problemas de Alemania
no pueden surgir de un pueblo con esta cultura y esta historia, tienen
que ser culpa de esos esbirros externos que son más peligrosos porque
se parecen a «un alemán cualquiera». Entonces, sólo queda una
solución posible: la solución final. Para este momento, está furioso,
aquí aparecen los alaridos y espumarajos que lo han hecho famoso,
cuando se da cuenta de lo inocente que ha sido, él que era tan bueno,
cuando la única solución es el exterminio del enemigo. Y su público
lo comprende, porque su razonamiento es el mismo de cualquier
borracho de cervecería, pero él tiene el poder de realizarlo. Y lo está
demostrando al gritar frente al mundo lo que su país quiere gritar con
él. Él es Alemania. Alemania es él.
En una era sin televisión, el discurso radial o el desfile
callejero resultan puestas en escena impecables. Lo que es absurdo es
el planteamiento: Hitler ama a Alemania, pero a una Alemania sin
judíos o descendientes de judíos hasta la tercera generación, sin
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católicos y también sin protestantes, sin comunistas ni izquierdistas en
general, que esos no son Alemania, Alemania sin gitanos ni morenos,
Alemania sin inmigrantes, sin ricos, sin pobres, cabría pensar, una
Alemania en la que sólo quedaría él mismo. Toda su retórica, toda la
disciplina ritual del partido, están montadas para que su audiencia,
enfervorizada y casi en trance, no note lo ridículo que es su discurso.
Incluso el nombre del partido nacionalsocialista era una treta
de propaganda. No retrataba una verdadera ideología. Sólo era un
símbolo vacío diseñado para conquistar a ultraderechistas, pero
también a comunistas radicales (más radicales que comunistas) a la
vez que Hitler procuraba comportarse decentemente en los salones de
la aristocracia para seducir a los conservadores. Con la misma astucia
política, durante los primeros años de su gobierno, al mismo tiempo
que perseguía a los religiosos incómodos para el régimen, convencía a
varios obispos de que era un hombre devoto y piadoso.
Resulta absurdo, sin embargo, pensar que un líder puede
mantener su popularidad sólo sobre la base de fotos y discursos. Hitler
consiguió logros concretos en sus años de gobierno, aunque quizá,
más que logros, fueron efectos secundarios. Redujo el desempleo,
pero porque hiperprotegió una ineficiente industria nacional, desató
una carrera armamentista que creó muchos puestos de trabajo, y
reclutó para el ejército a los jóvenes desempleados. Además, todos los
chicos y chicas hasta los 25 años tenían que cumplir seis meses en
campos de trabajo educándose en el respeto al trabajo manual y el
espíritu de obediencia, sin contar su paso por organizaciones como la
«Liga de Jóvenes Alemanas» y otras secciones de las Juventudes
Hitlerianas. Por su parte, las clases profesionales se dieron por bien
servidas con la progresiva eliminación de la competencia judía, no tan
numerosa entre los obreros pero sí entre los abogados y médicos
prohibidos de ejercer. Por su parte, los judíos despojados consiguieron
ocupación en canteras o fábricas de ladrillos, lo cual potenció la
industria inmobiliaria. Su posterior confinamiento en campos de
concentración puso un granito de arena en la solución del problema de
la vivienda.
La economía tampoco fue mal. La prohibición de
importaciones y de retirar capital del país, los racionamientos e
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incluso el impuesto para abandonar Alemania representaron un gran
aliciente para muchos empresarios nacionales, que además tuvieron la
oportunidad de asociarse con el estado para llevar adelante sus
elefantiásicos proyectos inmobiliarios y bélicos.Desde el exterior, el
fin de los efectos de la Gran Depresión y la negativa alemana a pagar
las indemnizaciones internacionales de la I Guerra Mundial
contribuyeron a reducir el déficit.
Pero eso tampoco basta para explicar la asombrosa
popularidad de Hitler ni su facilidad para arrasar con más del 90% en
todos los plebiscitos que convocó. Todos esos plebiscitos fueron
fraudulentos, seguramente, y en todos se enfrentaba a rivales
ilegalizados, seguro. Pero no se podía fraguar el apoyo masivo del que
gozaba Hitler —incluso su aparato represivo— ni las multitudinarias
y espontáneas expresiones de afecto que recibió durante una década.
La pasión popular denotaba algo muy diferente del voto
rutinario y desencantado de las democracias modernas, de hecho, algo
mucho más profundo: la fe. La más profunda creencia en algo, más
allá de la razón, aunque sea en un hombre, en un elemento del mundo
terrenal. Los católicos creen que un sacerdote «sabe lo que opina
Dios», de alguna manera. Los simpatizantes nazis tenían a Dios en
persona y a medida: un dios revolucionario para los insatisfechos, un
dios en forma de emperador para los más nacionalistas, un dios
sencillo y preocupado por los problemas cotidianos de cualquier
alemán para los trabajadores, un dios que respeta la propiedad privada
para los conservadores. Un dios que actúa entre nosotros, que es
mucho más peligroso que el que se limita a observar desde el cielo.
Hitler, o más bien Goebbels, era muy consciente de su
necesidad de alimentar la fe popular en un sentido religioso. El
momento era propicio. Hablamos de una etapa de la Historia en que la
democracia aún no era generalmente considerada como la opción de
gobierno más conveniente y razonable. Los gobiernos democráticos
convivían con los regímenes comunistas y los imperios, y los fascistas
proponían juntar lo mejor de estos dos mundos. La democracia, de
hecho, había sido probada y había fracasado. La sensación de
desorden y frustración suele resolverse con dictaduras en todos los
casos (Chile, Argentina, España). Pero en éste, había un elemento
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añadido: la «dignidad alemana», que los germanos consideraban
mancillada por el tratado de paz de Versalles con la complicidad de
los demócratas. Era la hora de una revolución nacional, y la más
palpable señal de una revolución es la más sencilla: el cambio de
estilo.
La toma del poder nazi fue celebrada con una infinita
procesión de antorchas que desfiló ante Hitler y Hindemburg mientras
ellos observaban desde el balcón de la cancillería. Era el amanecer de
una nueva era. Desde ese momento, el Führer se adueñó de la radio y
convirtió sus apariciones públicas, especialmente los Congresos del
Partido, en ceremonias militares con símbolos bastante más atractivos
que los aburridos debates políticos y las desganadas celebraciones
institucionales de la democracia. El fuego, las armas, la disciplina del
partido, dieron forma a acontecimientos rituales catárticos, cuyos
participantes se disolvían en la masa: todos formaban parte del cuerpo
alemán y todos se consagraban a él.
Esa dinámica de grupo penetró en todos los ámbitos de la vida
pública y privada: los aspirantes a puestos públicos fueron obligados a
pasar por campamentos de adoctrinamiento de las SS antes de rendir
sus exámenes finales. En esos campamentos, los postulantes
marchaban juntos y hacían juegos colectivos y deportes, recuperaban
su entusiasmo juvenil y dejaban que los SS evaluasen su buena
disposición mientras oían charlas y conferencias en un sano ambiente
de camaradería. Sus madres estaban encantadas de verlos tan
ordenados y uniformados, tan distintos a las hordas salvajes de
bolcheviques y gitanos.
Ahora bien, un dios no se construye sólo con misas y
canciones. Un dios necesita, sobre todo, milagros. El carisma del líder
necesita constantemente hacer posible lo imposible, conseguir éxitos
espectaculares y arrolladores. Como un predicador televisivo, debe
justificar la fe de la galería con demostraciones de poder supremo
indudables. Y donde no sea posible un milagro, hay que inventarlo.
Para Hitler, el primer milagro fue la represión tras la quema
del Reichstag, apenas dos meses después de tomar el gobierno.
Muchos alemanes opositores sospechaban que la orden de incendiar
el Parlamento provino de la misma cancillería. En Berlín circulaba el
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siguiente chiste: después de morir, Adolfo Hitler se encuentra con
Moisés en el cielo. Se le acerca guiñándole un ojo y dice: «Vamos a
ver, Moisés, aquí en confianza. Esa zarza la quemaste tú ¿Verdad?».
Previsiblemente, un joven comunista y extranjero fue culpado
por el incendio. Los jueces no encontraron ninguna evidencia de su
participación, así que los nazis acusaron a los jueces de cómplices del
comunismo. El muchacho fue ejecutado de todos modos y Hitler dio
la orden de arrestar a todos los «enemigos del Estado», izquierdistas
de todo pelaje y socialdemócratas, con el beneplácito de todo el país.
La psicosis de emergencia le permitió, durante lo que quedaba del
año, reducir las competencias del defendido Reichstag, disolver los
partidos políticos y las autoridades locales (los Länder), y abandonar
la Liga de Naciones. La única fuente de poder que sobrevivió fue el
ala más radical del propio partido nazi agrupada en las SA y dirigida
por Ernst Röhm, pero ellos fueron disueltos y asesinados un año
después, durante la Noche de los Cuchillos Largos.
Tras esa matanza, Hitler tenía el poder absoluto y la
conciencia sucia. No sabía cómo presentar en público los hechos y
tardó dos semanas en dar un discurso para justificarlos. Según sus
nerviosas palabras, Röhm planeaba un golpe de estado valiéndose de
sus fuerzas de asalto, entre las cuales se contaban sospechosos de
comunismo y hasta repulsivos homosexuales. Quizá el mismo Führer
fue el más sorprendido cuando descubrió que el pueblo alemán
respaldaba plenamente la masacre, que la carnicería de junio
demostraba, en la percepción del país, que Hitler estaba tan
preocupado por Alemania que no vacilaría ni siquiera en matar a su
propia gente para defender sus intereses.
No es tan extraña esa reacción popular. En el Perú de los
noventa, el presidente Fujimori apareció por la televisión paseándose
satisfecho entre los cadáveres de los emerretistas que habían
secuestrado la embajada del Japón. En un momento de la filmación,
se detenía ante el cuerpo ensangrentado del líder para contemplar el
fiel cumplimiento de sus órdenes. La comunidad internacional
reaccionó con indignación ante esa filmación. El Perú, en cambio, se
entusiasmó aún más con Fujimori, que tras esa intervención rozaba la
categoría de héroe nacional. La ultraderecha chilena —como la
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argentina— aún considera que los asesinatos masivos de sus
dictaduras militares eran necesarios, valerosos y responsables. El
miedo hace que los humanos estemos perfectamente dispuestos a
aplaudir la crueldad.
Y es el miedo lo que sustentaba también a Hitler. El miedo a
la muerte nos hace creer en Dios. En el Führer se creía por el miedo a
la muerte de Alemania en manos de sus enemigos: los bolcheviques,
pero también las democracias occidentales que, según los nazis,
pretendían medrar con la miseria en que la I Guerra Mundial había
sumido al país. Y sobre todo, los judíos, enemigos perfectos porque
están por todas partes y pueden resultar invisibles. El tipo de enemigo
que mueve los hilos sin dar la cara. En el mito épico nazi, Alemania
era una víctima, una fiera enjaulada que sólo bajo la dirección de
Hitler mordería la mano —y luego el cuello— de su carcelero. Y por
supuesto, como en toda religión, al dios se le ama y se le teme. El
miedo al propio Führer también jugaba en su favor.
Varios testimonios coinciden en que, durante la primera mitad
de los años 30, Hitler era consciente de que sus discursos, su
apariencia, su violencia y su parafernalia visual no eran más que una
estrategia de propaganda, fríamente diseñada para atribuirle un aura
mesiánica. Pero a partir de 1936, según parece, él también empezó a
creerse la leyenda. Quizá no tenía otro remedio. El tipo de liderazgo
carismático de Hitler necesitaba de los milagros no sólo para que le
creyeran los demás, sino para creerse a sí mismo.
Ese año, comienzan los grandes logros de política exterior del
Reich, y resultan realmente milagrosos: primero invaden Renania.
Los alemanes temen que estalle otra guerra, pero las potencias
occidentales no quieren desatar la violencia y ceden. El territorio es
anexado sin disparar una sola bala. En 1938, bajo el mismo sistema,
cae Austria. En 1939, parte de Checoslovaquia. Sólo tras la invasión
de Polonia estallará la guerra mundial. Pero para entonces, Hitler se ha
rearmado. Con la ocupación de Holanda, Bélgica, Dinamarca y
Francia, nadie en Alemania puede atreverse razonablemente a dudar
de su líder. Alemania ha vengado la afrenta de la I Guerra Mundial y
ya no tiene rival en el mundo, como él había prometido.
Sin embargo, también por esa época empieza a resultar
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evidente, al menos para ciertos círculos, que todo es mentira. Los
discursos de Hitler durante años han hablado de paz, pero han
producido guerra. Los empresarios son conscientes de que las cuentas
públicas y privadas se retocan y enderezan para guardar las
apariencias: «Los nacionalsocialistas no quiebran». Los periódicos de
verano celebran con bombos y platillos «La victoria del trabajo en
Prusia oriental», pero todos los prusianos saben que en tiempo de
siega nunca hay desempleo. Hasta los lemas del Partido empiezan a
sonar francamente subnormales. Ante la escasez de mantequilla, el
ministro Goering responde que el presupuesto estatal para lácteos
había sido reorientado a la compra de acero para fabricar armas.
Justifica su deber patriótico orgullosamente con la arenga: «¡El acero
hace fuertes a los pueblos! ¡La mantequilla sólo los engorda!»
Para los lectores de periódicos tampoco pasa desapercibida la
actitud ambivalente ante la Unión Soviética. Hasta 1939, los rusos
eran la «podrida conspiración judeo-bolchevique». A partir del
acuerdo Molotov-Ribbentrop, la prensa se refiere a ellos como «el
pueblo soviético». De hecho, el plenipotenciario alemán comenta que,
entre los comunistas, se sintió como entre viejos camaradas del
partido. En sus memorias, el judío Víctor Klemperer se sorprende de
que inclusive los alemanes críticos justifiquen al Reich diciendo que
es mejor eso que una revolución como la rusa. ¿Cómo es posible, se
pregunta Klemperer, que no entiendan que vivimos en un régimen
bolchevique, que no hay ninguna diferencia entre nosotros y ellos?
Con mayor discreción, circulan las informaciones graves.
Mucha gente conoce personas que han sido golpeadas hasta la muerte
en los cuarteles de la Gestapo. Pero las autopsias consignan en todos
los casos la disentería como causa de muerte. Los golpes y cortes en
los cuerpos son, según los médicos, las «manchas cadavéricas
prematuras» que produce la enfermedad. Los judíos han visto a Hitler
jurar que no existió la noche de los Cristales Rotos, en la que turbas
«espontáneas» casualmente vestidas con uniformes de SS destrozaron
sus negocios e incendiaron sus sinagogas. Si alguien denuncia los
abusos, es acusado de «publicidad de atrocidades», es decir, de mentir
para perjudicar el Estado, argumento suficiente para acabar en un
campo de concentración.
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Asombrosamente, ni siquiera esas cosas afectan a la imagen
omnipotente del Führer. En su estudio El mito de Hitler, Ian Kershaw
sostiene que la opinión pública alemana era consciente de los excesos
y la corrupción del partido nazi, pero pensaban que Hitler no tenía
nada que ver con esas desviaciones, y cita a un miembro del Alto
Palatinado que en 1934 afirma públicamente que «Hitler está bien,
pero sus subordinados no son más que unos estafadores».
Para los alemanes, su líder estaba demasiado preocupado con
los grandes problemas del país y de la diplomacia internacional como
para fijarse en menudencias. Por el contrario, cada prueba del
salvajismo nazi aumentaba las esperanzas de que Hitler culminase su
gran labor para que se volviese hacia sus propios subalternos y los
fulminase con su poder justiciero, como el dios que era. Cuando los
alemanes empezaron a descubrir la mentira, era tarde. Dios se la había
creído.
Los errores de los alemanes en la guerra muestran claramente
hasta qué punto fueron derrotados por tomar en serio sus propias
estupideces. De hecho, pudieron haber conquistado Europa
Occidental. Sabían que la entrada de Estados Unidos en la guerra
desequilibraría las fuerzas en combate, pero no hicieron nada por
evitar el bombardeo contra Pearl Harbour. Tuvieron la oportunidad de
concentrar sus fuerzas en su último enemigo, Inglaterra. Pero abrieron
otro frente en el Este, para invadir a la Unión Soviética. Simplemente,
se creían invencibles. En San Petersburgo, mientras decenas de miles
de alemanes caían bajo fuego ruso, Hitler seguía ordenándoles «luchar
hasta morir.» Ya para ese momento, en su cuartel general, el Führer
había dado orden de que no le transmitiesen las malas noticias, con el
argumento de que podían «afectar la moral de la tropa». El hombre
que dirigía los ejércitos en persona se negaba rotundamente a
mantenerse informado.
En muchos otros campos, sus ideas se revelaron no sólo
falsas, sino contraproducentes para sí mismos: pudieron haber
desarrollado los fusiles semiautomáticos antes que los soviéticos, pero
la oficina de Control de Armamento impidió su desarrollo durante
años afirmando que las armas alemanas no podían usar de modelo la
«tecnología de los comunistas». Pudieron haber experimentado con
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energía nuclear: el físico Heisenberg sugirió al ministro de armamento
las posibilidades bélicas de sus investigaciones. Pero, desde Einstein,
los nazis desconfiaban de lo que llamaban «ciencia judía». Mientras
tanto, la «ciencia aria», creyéndose mucho más adecuada a la realidad,
se dedicaba a inyectar colorante en los ojos de sus sujetos de prueba, a
ver si conseguían volverlos azules. O a inocularles tétanos, viruela y
lepra, firmemente convencidos de que esos procedimientos
mejorarían la raza de la gente.
Incluso en el interior del partido nazi, las contradicciones
oscilaban entre lo absurdo y lo simplemente ridículo. El esotérico jefe
de las SS Himmler, por ejemplo, avergonzado de que Alemania
hubiese tenido que pactar para la Guerra Mundial con «la raza
amarilla», descubrió milagrosamente un árbol genealógico según el
cual Carlomagno descendía de guerreros japoneses y el propio
Himmler descendía de Carlomagno. Sólo así consiguió sentirse mejor
consigo mismo. La superchería y el racismo no sólo desplazaron al
sentido común: también a la ciencia, la tecnología y la historia, hasta
que todo el conocimiento quedó convertido en un montón de
prejuicios cuya verdad había que probar por orden superior.
A menudo me pregunto por qué los nazis no pensaron más
razonablemente. Quizá realmente habrían logrado su propósito de
expandir el imperio por todo el mundo. Quizá, si lo hubieran hecho,
yo tendría que escribir estas líneas en alemán. Eran los mejor
armados, los que tenían al pueblo más fanáticamente rendido a sus
pies, los más poderosos. Sin embargo, creo que los nazis crecieron,
ganaron adeptos y tomaron el poder justamente por no pensar
razonablemente.
En la Alemania de 1930, pensar se había vuelto demasiado
complicado. Y sobre todo, inútil. La razonable democracia había
hundido en la miseria a un pueblo que se creía con derecho a un
imperio, a un país que se quedó sin disfrutar la gloria de las colonias.
El movimiento nazi, como demuestra su errática ideología, reemplazó
los argumentos con odio, las ideas con uniformes, el debate con
prejuicios. En lugar de un orden de ideas, impuso un orden de
desfiles, ejércitos y banderas. Creó una entidad nacional y un hombre
que estaban por encima de todos los individuos, cuyos designios
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justificaban cualquier atrocidad porque estaban por encima de la
razón. Los juristas se esmeraban en demostrar con complicados
argumentos teóricos que el espíritu de Alemania sólo se realizaba
plenamente en el Führer, de modo que la ley debía interpretarse de
modo que complaciese a su líder. O ignorarse, si hacía falta, o
promulgarse retroactivamente para proteger a los autores de la
escabechina de los Cuchillos Largos. Daba igual. La ley era la
voluntad del pueblo, o sea, la voluntad de Hitler. Como decía Otto
Dietrich en su panegírico por el cumpleaños de su jefe supremo:
«vemos en él el símbolo de la indestructible fuerza vital de la nación
alemana, una fuerza que ha adquirido forma humana en Adolf
Hitler.» En palabras de otro nazi, «Hitler es la más pura encarnación
del carácter alemán, la más pura encarnación de una Alemania
nacionalsocialista». A un hombre así no se le pide que sea eficiente, ni
se le evalúa con criterios administrativos. En un hombre así se cree
ciegamente, sin más, porque él mismo es aquello en lo que sus
ciudadanos creen. Y los ciudadanos alemanes de la primera mitad del
siglo XX creían en una ficción, porque la realidad no les resultaba
creíble.
Hitler, pues, no le vendió a Alemania un proyecto político de
bienestar. Le vendió un sueño. Un sueño en que el país renacía de sus
cenizas para convertirse en un imperio (o para recuperar el imperio
perdido), un país a la vez poderoso y amable, lleno de campesinos
rubios retozando por las praderas pacíficamente pero dispuestos a
empuñar los fusiles para defender su cultura, su tierra y su ley. Como
todos los sueños, el sueño alemán era contradictorio. Mezclaba sin ton
ni son la modernidad de la industria y el regreso a las viejas
tradiciones, la paz de los corderos y los colmillos del lobo. El
comunismo era un movimiento hiperracional, donde cada acción se
justificaba en función de una lógica histórica para dar un paso
adelante. El nazismo era irracional, proclamaba la pasión en vez del
diálogo, y eso lo hizo congénitamente incapaz de valorar
razonablemente la fuerza del enemigo, porque todo su razonamiento
se basaba en el convencimiento de su propia superioridad. Como
necesitaba demostrar lo indemostrable, se limitó a construir un
sistema de símbolos sin programas detrás. Apenas un montón de
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emociones, impulsos, sentimientos y resentimientos. Necesitaba de
las mentiras porque no podía sostenerse sobre nada más y porque no
le interesaba convencer, le bastaba con apabullar por su ostentación de
poder. De hecho, lo consiguió. Pero a costa de mantener el sueño
vivo, lo convirtió en una pesadilla. La lógica interna del sueño sólo
permitía esa dirección, porque razonar implicaba despertar a la triste
realidad, una realidad en la que todas las esvásticas, las águilas y las
insignias no eran más que eso, figuritas vacías de un juego sin reglas,
estampitas, apenas útiles para llamar la atención de niños con ganas de
jugar a la guerra.
En un sistema así, las formas son más importantes que los
contenidos. De hecho, reemplazan a los contenidos. Los emblemas
del poder nazi se pusieron de moda desde el principio del régimen.
Miles de comunistas convencidos cambiaron banderas rojas, hoces y
martillos o retratos de Lenin y Stalin por esvásticas, uniformes pardos
y antorchas. Dejaron de cantar la Internacional y memorizaron el
Horst Wessel Lied. Apropiarse de los símbolos adecuados creaba la
ilusión de haber interiorizado las ideas de los ganadores.
Dadas las circunstancias, los artistas cumplían una función
social. Como productores de imágenes, historias o sonidos debían
—por orden del Reich— reflejar la revolución del espíritu alemán,
poner en circulación sus señales y pregonar sus eslóganes ante el
mundo. O, si no, esmerarse en no decir nada que valiese la pena.
Quizá la mayor mediocridad estética se concentró en la
literatura. No es de extrañar. El régimen nazi era totalmente
antiintelectual. Y por lo demás, como ya vimos, pensar era antinazi.
Además, los escritores suelen ser periodistas o profesores
universitarios, y en la Alemania de los años treinta sólo los había de
dos tipos: 1) los propagandistas del régimen y 2) los muertos.
Sebastian Haffner cuenta en sus memorias que trabajaba en un
periódico rodeado de colegas críticos de la situación y plenamente
antihitlerianos que se limitaban, a su pesar, a cumplir las órdenes de
silencio o propaganda. Cabe suponer que no dedicarían su tiempo
libre a la literatura para sufrir los mismos atropellos y limitaciones que
en el periodismo. Y que, aunque decidiesen hacerlo, esa literatura
nunca llegaría a la imprenta.
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Si alguien tenía alguna duda al respecto en 1933, la quema de
libros de mayo dejó clara la actitud del gobierno ante la mala
costumbre de pensar. Entre los veinte millones de libros devorados
por las llamas figuraban títulos de Thomas Mann, Wassermann,
Joseph Roth, Hemingway y Dos Passos. En su lugar, empezó a
circular una narrativa llena de sagas familiares, memorias infantiles,
costumbrismo paisajista e intimismo adolescente y bucólico de
función esencialmente anestésica.
Es comprensible que nada de esa literatura haya sobrevivido
al régimen. Las buenas historias necesitan conflictos, y la propaganda
del mundo perfecto nazi consideraba que los conflictos más graves
que se podían tener eran la pubertad y el acné juvenil, todos ellos
inconvenientes que se resolverían con una buena temporada en las
Juventudes Hitlerianas. Hablar de la realidad en un país lleno de
campos de concentración e histeria colectiva estaba prohibido.
Ahora bien, sí era lícito escribir épica nacionalista. Uno de los
grandes best sellers de la época, con más de 650000 copias vendidas,
fue la novela Der Wehrwolf de Hermann Löns, que narraba la
revuelta de una aldea campesina de la Baja Sajonia que decide
defenderse de católicos y protestantes durante la Guerra de los Treinta
Años. En realidad, «revuelta» es un decir, porque los supuestos
enemigos no llegan a hacer nada. El argumento del libro ilustra lo que
ahora se denomina «guerra preventiva». Tras la caída de Berlín,
durante la ocupación aliada, la guerrilla nazi tomó el nombre de la
novela: «Lobos de defensa».
El segundo lugar en el orden de las catástrofes estéticas lo
ocupó la música. El compositor y director Berthold Goldschmidt, por
ejemplo, no sólo fue prohibido sino también perseguido. Le salvó la
vida la admiración de la hija melómana de un oficial de la Gestapo,
pero su familia no tuvo la misma suerte. Cincuenta años después,
convertido en uno de los músicos de vanguardia más importantes del
siglo XX, declaró que el concepto de «Música degenerada» le parecía
imposible de explicar, porque «es imposible entender los cerebros
estúpidos, idiotas, bastardos, de gente como Hitler o Goebbels». En
efecto, las obras prohibidas no lo eran por judías o por vanguardistas.
Béla Bartok, por ejemplo, no estaba incluido en los índex, algo que el
18
músico, por cierto, nunca le perdonó al régimen. En cambio
Schönberg, Alban Berg y todo el jazz —música «de negros»—, sí
tuvieron ese «honor».
Si bien no es fácil definir lo que los nazis odiaban, ocurre todo
lo contrario con lo que querían. El canon musical nacional-socialista
se puede describir en pocas palabras: sinfonías patrióticas llenas de
pompa guerrera, un montón de himnos para ser cantados a coro en los
campamentos de la SS. Y Wagner, mucho Wagner, con todo su
imaginario de cultura alemana elevado a la máxima expresión oficial
del pueblo.
La música, sin embargo, a diferencia de la literatura, no dice
nada sobre la realidad exterior. No opina ni describe el mundo. ¿Era
necesario prohibir una forma para hacerle lugar a otra? En primer
lugar, es importante señalar que la música sinfónica aún formaba parte
de la cultura de masas. Pero, sobre todo, yo creo que, para los
gobernantes, era necesario prohibir, a secas. Para demostrarles a los
intelectuales que el gobierno tenía el poder de hacerlo, para
uniformizar el gusto de la nación y para extender la paranoia hacia los
«corruptores de la cultura alemana». No hay que olvidar que la mejor
justificación para una dictadura son sus enemigos, reales o falsos,
distribuidos por todos los ámbitos, acechantes, tan invisibles que sólo
el dictador iluminado puede distinguirlos y aplastarlos en defensa de
su pueblo.
Las artes plásticas no corrieron mejor suerte. En julio de 1937
se inauguró en Munich la exposición Entartete Kunst (Arte
degenerado). Más de 700 obras —seleccionadas entre otras 16,000
sumando pinturas, grabados y esculturas— se mostraron colgadas
irregularmente, a veces sin marcos, etiquetadas con el precio que los
museos alemanes habían pagado por ellas y acompañadas de citas de
la crítica y del mismo Hitler. Así, el régimen daba testimonio del tipo
de arte «infrahumano» al que había llevado el siglo XX, un arte que
los nazis se proponían «curar» de su decadencia, un arte que «ni
siquiera se entiende», contaminado «de cultura judía, incluso negra».
Dos millones de personas visitaron la exposición en Munich,
sin contar sus tres siguientes años de gira por Alemania. Alrededor de
120 artistas expuestos en ella tuvieron que exiliarse, prohibidos de
19
realizar cualquier actividad, profesional o aficionada, relacionada con
el arte. A algunos se les retiró la nacionalidad alemana, otros
terminaron recluidos en campos de concentración. George Grosz
logró huir fingiendo que era su propio mayordomo ante los SS que
fueron a buscarlo. Entre los nombres de los «irresponsables
culturales» se contaban Kandinsky, Klee, Kirchner, Modigliani,
Matisse, Picasso, Ernst, Marc, Chagall, Kokoschka y muchos otros
que ahora representan lo mejor del arte europeo del siglo XX.
Lo que molestaba al partido —dirigido, cabe recordar, por un
pintor frustrado— no era sólo la crítica social directa, que era
relativamente poca, excepto por algunos dadaístas antimilitaristas
como Grosz. Lo más grave para la mentalidad nacionalsocialista era
que no se entendía nada. Y no es una ironía. Los nazis consideraban
que toda la experimentación de las vanguardias y todos sus esfuerzos
creativos por romper las barreras del arte moderno deformaban la
realidad o retrataban sus peores aspectos, y por lo tanto no resultaban
constructivos para el pueblo.
El expresionismo, por ejemplo, ¿Qué enseñaba? Gritos,
oscuridad, retorcimiento. Para el comité de selección de la muestra,
era imposible que un arte así expresase la naturaleza del pueblo
alemán. Un arte que proclamase la fealdad y distorsionase la realidad
sólo podía gustar a deformes ideológicos o a razas inferiores. De
hecho, en los territorios ocupados como Francia u Holanda, el arte de
vanguardia circulaba con asombrosa facilidad y sin represión, porque
Hitler sostenía que a él sólo le preocupaba proteger de su nefasta
influencia a los alemanes. «Los demás, que se degeneren. Mejor para
nosotros» afirmaba.
Paralelamente a la de Arte degenerado —y, por cierto, con
mucho menos éxito—, se inauguró la Gran exposición del arte
alemán, llena de pinturas figurativas de laboriosos campesinos y
familias abnegadas, junto a hieráticas esculturas clásicas
pomposamente académicas. El mundo que pintan estas obras es uno
solo y único: una Alemania llena de héroes arios robustos en el campo
de batalla, junto a obreros y atletas, hijos de madres rubias, sanas y
alegres oriundas de paisajes rurales. Se trata de un arte que reacciona
contra la experimentación. Contra las deformidades de los
20
degenerados, se impone el orden. Contra la renovación formal, lo
fácil, lo obvio, lo figurativo. Contra lo grotesco, lo clásico: inmensas
esculturas y guerreros teutones para imponer la autoridad de la raza.
Recuerdo una imagen del dossier de Hitler que me regaló mi
abuela aquella Navidad de los años ochenta. Era una acuarela del
joven Führer, de la época en que fue rechazado de la escuela de Bellas
Artes y se dedicaba a deambular por las casas de acogida bávaras.
Representaba los restos de unas columnas, quizá ruinas de un templo,
caídas en el suelo bajo un cielo oscurecido por las nubes de tormenta.
Para mi mentalidad de chico de ocho años, no estaba mal. Se veía
como se ven las columnas caídas en el suelo bajo las nubes de
tormenta, sin personalidad, sin nada que decir, como en una acuarela
de colegio. El arte que Alemania desarrolló bajo su batuta era
exactamente así.
Los nazis consideraban que el filtro del arte debía ser el gusto
popular: todo lo que el pueblo comprendiese y sintiese como propio
sería arte alemán. Lo incomprensible, lo que confundiese al espíritu
del recto camino, iría a la hoguera. En realidad, no seleccionaron el
arte que el pueblo comprendía, sino el que ellos querían que
comprendiese. Tampoco seleccionaron el arte que retratase la realidad
alemana. Ese régimen tétrico, represivo, basado en el miedo, quedaba
mejor retratado en las siniestras pinturas expresionistas que en las
rurales y pueriles obras de sus acólitos. Y sobre todo, no seleccionaron
—porque no podían— un arte libre. Las obras que apreciaban son
frías ejecuciones de patrones establecidos, sin la vida y la fuerza que
sólo da la libre voluntad del artista, sin más valor estético que un
logotipo de Coca-Cola. Las que atacaban, en cambio, eran verdaderos
retratos de la realidad, tal y como la percibía la sensibilidad individual
que el nacionalsocialismo temía y odiaba en nombre de la
colectividad nacional.
Al igual que los libros, ninguna de las obras canónicas de las
artes plásticas nazis ha sobrevivido cincuenta años. Ni diez. Por el
contrario, las obras de todo tipo que el régimen prohibió, con notable
precisión, se cuentan entre las más importantes del arte
contemporáneo. Quizá esa asombrosa puntería se deba justamente a la
necesidad de producir un arte que no sirva para iluminar la realidad
21
sino para oscurecerla creando un mundo alternativo cómodo y estéril
al servicio del poder.
Por eso, son tan notables las similitudes entre el arte nazi y el
arte bolchevique al que supuestamente se oponía. En ambos casos, se
trata de artes de glorificación de un modelo social. Los comunistas
ensalzaban la sociedad del futuro que debían construir, un mundo en
el que no se retrataba más a aristócratas sino a obreros estajanovistas.
Los nazis, en cambio, ultraconservadores a fin de cuentas,
homenajeaban la sociedad del pasado, campesina y guerrera, con
múltiples referencias a la Edad Media y a una inexistente cultura aria.
Más allá de eso, ambas usaban los mismos recursos: compartían el
culto al cuerpo y a lo monumental, y ese tufillo a propaganda pura que
convertía a la expresión artística en una repetición mecánica de
patrones, en una herramienta más del poder, como los campos de
concentración o las tarjetas de racionamiento.
Y sin embargo, para ser justos, hay que reconocer que hubo
dos ramas del arte en que los nazis aportaron algo a la cultura del siglo
XX: el cine y la arquitectura. Aunque quizá debamos formular esa
afirmación de otra manera. No fueron los nazis quienes aportaron,
sino dos de sus más fieles, más interesantes, en los que vale la pena
detenerse un poco más: respectivamente, Leni Riefenstahl y Albert
Speer.
Riefenstahl era un caso único de carrera estelar y ambición
creativa. Comenzó como bailarina de ballet clásico a los veintiún
años, y ya entonces diseñaba su propio vestuario, elegía el programa
musical y despreciaba los cánones tradicionales en busca de un estilo
propio, que fue rápidamente reconocido y apreciado por la crítica y el
público. Pero poco después, una lesión de rodilla echó por tierra su
futuro sobre los escenarios.
Lejos de venirse abajo, Riefenstahl volvió la mirada hacia el
cine. Su belleza y su dominio corporal le forjaron una reputación
como actriz de películas de montaña, un género de moda en la época,
con poca historia y muchas imágenes de esquiadores y picos nevados.
Riefenstahl consiguió cierta reputación de actriz de carácter, capaz de
proyectar su personalidad inclusive por encima de sus acompañantes
masculinos. Pero ella quería más. Soñaba con ejercer el control total
22
sobre sus películas, y sólo había una posición desde la cual hacerlo:
tenía que ser la directora.
Pasó cinco años tratando de ganarse la confianza de los
estudios, que sólo la consideraban capaz de hacer películas de
montaña. Al final, les vendió la idea de Das blaue Licht (La luz azul),
una aparente película del género que, en realidad, era una especie de
fábula romántica con elementos de cuentos de hadas e historias de
terror. Los créditos del estreno, en 1932, señalaban a Riefenstahl
como directora, guionista y directora de arte.
La luz azul fue bien recibida y dejó a su directora bien situada
en la incipiente industria del cine. Pero Riefenstahl tenía un proyecto
aún más audaz y difícil de financiar: Tiefland. Necesitaba extras,
necesitaba infraestructura, necesitaba dinero. Fue entonces cuando
Hitler se fijó en ella. Y ella en él.
En 1933, Leni Riefenstahl firma un contrato para hacer una
película sobre el congreso del partido nazi en Nuremberg. El cine, al
menos en lo que respecta a la propaganda, ya está en manos de una
división del partido, la Hauptabteilung «Film» der
Reichspropagandaleitung der NSDAP. A pesar de eso, la directora
consigue el encargo del propio Goebbels, tras varias auspiciosas
conversaciones con Hitler. Ambos han quedado decepcionados con
las películas anteriores de los eventos del partido e impresionados con
La luz azul. El ministro de propaganda cree que esa mujer es «la única
estrella que realmente nos comprende.»
La película Sieg des Glaubens (La victoria de la fe) se estrena
sólo cuatro días después de la clausura del congreso. El montaje ha
sido infernalmente rápido, pero hay suficiente material para salir del
paso. El estilo es relativamente tosco por las prisas, pero logra conferir
al congreso el aura de gloria que los nazis desean en el año de la toma
del poder. El periódico de Goebbels, Angriff (Ataque), describe el
filme como «una sinfonía artística sobre la experiencia de Nuremberg
1933, un documento contemporáneo de inestimable valor... una
fuente de energía para la totalidad del pueblo.» Riefenstahl ha pasado
la prueba.
Un año después, tras el siguiente Congreso del Partido,
aparece el mayor tributo al nacionalsocialismo jamás filmado:
23
Triumph des Willens (El triunfo de la voluntad). Todo parece indicar
que Riefenstahl ya estaba entonces embarcada en los preparativos de
Tiefland, y que procuró hacer la película nazi a medias con Walter
Ruttmann. Riefenstahl era especialista en rodar eventos al aire libre,
de hecho, nunca hizo una película de estudio normal, así que ella
filmaría el Congreso de Nuremberg. Ruttman, por su parte, reuniría
material de la historia del partido para completar una película que en
conjunto reflejase el desarrollo del movimiento nazi. El problema era
que la mayor parte de la historia del movimiento había sido forjada
por las SA de Ernst Röhm, que casualmente acababan de ser
desmanteladas y asesinadas. De modo que la parte de Ruttmann fue
eliminada y Riefenstahl quedó como autora única.
La película comienza con un texto que anuncia la llegada de
Hitler a la ciudad para pasar revista a sus tropas. A continuación, las
primeras imágenes están tomadas desde la ventanilla de un avión en
descenso. Vemos las nubes, el movimiento de Nuremberg desde el
cielo, la ciudad cada vez más grande. No necesitamos explicaciones
para comprender que estamos viendo desde los ojos del Führer, que
desciende de las alturas como el águila imperial. Más adelante, el
camino del aeropuerto al hotel se narra con noventa tomas en cinco
minutos, alternando el punto de vista de Hitler con el de su reflejo: el
pueblo que lo recibe alborozado con expresiones de felicidad y
emoción. El juego de identificación es triple: Hitler con el pueblo, el
pueblo con Hitler, el espectador con ambos.
El triunfo de la voluntad es un desafío a los límites del género
documental, igual que la prensa nazi era un desafío a los límites entre
información y ficción. Esas primeras imágenes bastan para colocar al
espectador en una actitud muy distinta de la habitual ante un
documental. El punto de vista subjetivo y la presencia de un
protagonista con rasgos heroicos son recursos narrativos de la ficción
que buscan la identificación del público con el personaje. Pero
Riefenstahl no sólo maneja recursos narrativos. La secuencia del
camino hacia el hotel requiere de un mínimo de treinta cámaras
repartidas por toda la ruta con acceso a cualquier punto de vista a
pesar de las extremas medidas de seguridad. Eso sólo era posible si
todo el Estado —o lo que era lo mismo, el Partido— se ponía al
24
servicio de la película.
El resto de El triunfo de la voluntad establece una doble
pasión: Hitler y su pueblo, Hitler y su ejército. Con el primero sonríe,
se detiene a recibir las flores que le ofrecen los niños y las mujeres, se
muestra pródigo en manifestaciones de afecto. Al segundo lo somete
pero a la vez le muestra su orgullo en los interminables ritos de fuego
y ejércitos que constituyen el Congreso del Partido en sí. Para
conservar las sonrisas y las flores es necesario proteger al pueblo,
como un padre de familia afectuoso pero severo. Un elemento más se
incorpora en la ecuación: el pueblo se identifica con Hitler, pero
también con su fuerza militar. Un pueblo, un líder, un imperio. El
culto a la muerte se convierte en símbolo de vida. Y toda esa inversión
de roles sólo es posible mediante un montaje cinematográfico tan
perverso como la retórica del Führer, dirigido no a mostrar la realidad
documental, sino a convencer al espectador mediante la emoción, en
un campo donde la razón no tiene lugar.
La última superproducción de Riefenstahl para el partido fue
Olympia, el documental sobre los Juegos Olímpicos de Berlín, que
con casi tres millones de marcos se convirtió en la producción más
cara de la historia hasta ese momento. Durante el rodaje se podía ver a
Leni Riefenstahl gritándoles a los árbitros y mangoneando a las
autoridades del Reich para que dejasen sus cámaras en los puntos de
vista claves, aunque estorbasen la competición en sí. Incluso hubo
tomas aéreas desde un globo. El resultado fue, sin duda, la mejor
película deportiva que se ha hecho en la historia. A pesar de la
aparición de Hitler asociada a los atletas alemanes ganadores, o de
alguna aparición de la esvástica o del Horst Wessel Lied, no se puede
decir que se trate de una película esencialmente política. De hecho,
uno de los atletas más ensalzados por las imágenes es el negro Jesse
Owens. Olympia sí es, sin embargo, una película de propaganda para
el consumo externo, que exalta los elementos de la estética fascista
como el culto al cuerpo, especialmente masculino, a la vez que
muestra una sociedad sana, deportiva y competitiva en armoniosa
reunión con los países del mundo.
Tres años más tarde, Riefenstahl consiguió financiamiento
para Tiefland. Y estalló la II Guerra Mundial.
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Después de 1945, Leni Riefenstahl fue acusada de utilizar a
120 gitanos de los campos de concentración para darle un aspecto
español a Tiefland, ya que no podía rodar en España. La directora
respondió a las acusaciones diciendo que a ninguno de esos gitanos le
había ocurrido nada ni durante ni después del rodaje, que se había
vuelto a encontrar con ellos con el tiempo y que todos recordaban la
filmación como uno de los momentos más felices de su vida. Lo
cierto es que muchos de esos gitanos fueron gaseados. Los
sobrevivientes tuvieron que esperar más de cincuenta años para ver a
Riefenstahl admitir el holocausto. Según otra acusación, la directora
presenció personalmente una masacre de judíos durante la ocupación
de Polonia.
¿Era consciente Riefenstahl de lo que había ocurrido a su
alrededor? Todo parece indicar que nunca quiso verlo. Estuvo
fascinada con Hitler desde mucho antes del régimen, y la unía a él su
obsesión por la perfección y la belleza física. Ya durante los años
treinta, disfrutaba con su posición como mujer en un mundo de
prepotencia machista. De alguna manera, siempre estuvo tan
obsesionada con el poder como el Führer, pero canalizaba su obsesión
mediante los proyectos creativos más ambiciosos y espectaculares,
equivalentes al delirio político de su líder.
Y sin embargo, las películas de Riefenstahl no fueron las más
siniestras de la cinematografía nacionalsocialista. En la Alemania de
los años treinta, se hicieron muchos otros filmes de propaganda,
algunos de ellos francamente desagradables. Veit Harlan escribió y
dirigió una película virulentamente antisemita llamada Jud Süss (El
judío Süss) usando los recursos del melodrama para desprestigiar
directamente a los «villanos» judíos. Wolfgang Libeneiner presentó
en 1941 Ich klage an (Yo acuso), un drama protagonizado por las
estrellas de moda, con triángulo amoroso y sala de juicios, que
defendía la eutanasia de discapacitados físicos y mentales, es decir,
promovía el asesinato contra los más débiles. A pesar de ello, ambos
cineastas pudieron continuar haciendo cine después de la guerra. Leni
Riefenstahl, no. Se puede decir que su delito no fue hacer propaganda
nazi, sino ser la mejor, la más talentosa, algo que la historia del siglo
XX nunca le pudo perdonar.
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Es similar el caso de Albert Speer, arquitecto del Reich.
Speer, además, es el único artista de los que hemos mencionado
afiliado al partido, y el que tuvo una relación personal más directa con
el Führer, tanto que supervisaba sus planos constantemente e incluyó
al arquitecto en su círculo íntimo.En el juicio de Nuremberg, después
de la guerra, Speer dijo: «si Hitler hubiese tenido amigos, yo habría
sido uno de ellos.»
En efecto, Speer fue ganándose la confianza del líder debido a
su noción de la puesta en escena nazi, a su rapidez para el trabajo y a
su capacidad de resolver problemas. Para el Congreso del Partido de
1934, concibió en tiempo récord el Zeppelinfeld, un diseño inspirado
en el altar de Pérgamo, con una imponente tribuna de honor de 24
metros de altura al final de una escalinata. A 200 metros por lado se
extendía una columnata flanqueada por sendos cuerpos de piedra
rematados con esvásticas. Más adelante, durante el Congreso, nadie
sabía cómo hacer desfilar a los funcionarios, que estaban bastante
lejos del ideal marcial perseguido: demasiado gordos, demasiado
lentos, demasiado decadentes. Speer propuso hacerlos marchar a
oscuras. Como marco, les ofrecería la «catedral de luz». Pidió a la
Luftwaffe 130 reflectores antiaéreos. Goering trató de negarse,
argumentando que si exponían sus reflectores delatarían parte de su
potencial militar ante los espías y corresponsales extranjeros. Pero
Hitler apoyó a Speer: «si colocamos esos 130 reflectores sólo para una
reunión pacífica, los extranjeros pensarán que tenemos muchos más.»
El resultado fue visualmente impresionante. Ante la tribuna de
honor que recordaba el imperio romano, los reflectores creaban un
campo de luz que se perdía en el firmamento alrededor de los
militantes y que podía ser visto a kilómetros de distancia, un contraste
entre luz y oscuridad al servicio del Führer que transmitía con el
mayor impacto el mensaje ideológico.
Inspirado en los restos arquitectónicos de las civilizaciones de
la Antigüedad, Speer desarrolló la «teoría del valor como ruina»:
según él, lo único que recordaba la grandeza de los imperios con el
paso de los siglos eran sus monumentos, de modo que las
construcciones del Reich debían ser concebidas de modo que
siguiesen siendo monumentales durante cientos de años. Mussolini
27
había usado las ruinas romanas para insuflar nacionalismo a Italia.
Alemania no tenía equivalentes, así que tendría que construirlos.
En realidad, no hay nada de nuevo en esa teoría. Inclusive los
grandes edificios de los Estados Unidos y Europa Occidental recurren
a un majestuoso neoclasicismo que recuerda a los imperios antiguos.
Pero la particularidad de la arquitectura nazi es su descomunal
tamaño. El proyecto final de los campos de Nuremberg, que nunca
llegó a realizarse, incluía un campo de 1050 por 700 metros dedicado
a Marte, dios de la guerra, y destinado a maniobras militares, del cual
emergía una avenida de dos kilómetros que llevaba a un estadio con
capacidad para 400000 espectadores. Cada una de estas edificaciones
sería la más grande del mundo en su género. El estadio era tan grande
que Speer tuvo que advertirle a Hitler que excedía las dimensiones
olímpicas reglamentarias. El Führer respondió: «No importa. En
1940, los Juegos Olímpicos todavía se celebrarán en Tokio. Pero
después van a celebrarse en Alemania para siempre, en este estadio. Y
entonces decidiremos nosotros cuánto debe medir el campo de
deportes.»
Eso fue sólo el principio de los colosales proyectos con que el Reich
trataba de demostrarle al mundo su superioridad. Para Berlín, que
debía ser la capital del imperio germánico, los proyectos eran aún
más delirantes. Hitler y Speer planearon una avenida central de
cinco kilómetros de longitud y 120 metros de ancho. En el extremo
norte, debía colocarse una sala de reuniones para 150000 personas
coronada por una cúpula de 250 metros de diámetro. Al otro
extremo, el proyecto preveía un arco del triunfo de 120 metros de
alto en donde estarían grabados los nombres de los dos millones de
alemanes caídos en la I Guerra Mundial. Al examinar las maquetas,
el padre de Speer comentó: «Se han vuelto completamente locos.»
La idea básica —y pueril— de Hitler era superar a Viena, y
sobre todo a París, una ciudad que no conocía pero cuyos planos sabía
de memoria. Recién en 1940, tras la ocupación de Francia, Hitler —y
con él Speer— visitaría la Ciudad Luz durante tres horas. Ese día
recorrió el edificio neobarroco de la Ópera, los Campos Elíseos, la
Torre Eiffel y Los Inválidos, donde se detuvo ante la tumba de
Napoleón. De regreso a Berlín, le dijo a su arquitecto: «¿No es verdad
28
que París es hermosa? Pero Berlín deberá superarla en belleza.
Cuando hayamos terminado, París ocupará siempre un segundo
lugar.»
La nueva Berlín debía estar terminada en 1950. Para ese año,
los únicos proyectos arquitectónicos fueron las reconstrucciones de
una ciudad aniquilada por las bombas. Sin embargo, Speer sí logró
llevar a la práctica algunos de sus planos. Crucialmente, el pabellón
alemán para la Exposición Universal de París de 1937, una torre
iluminada desde el suelo y rematada por el águila imperial sobre la
esvástica, que se llevó la medalla de oro del certamen. Y sobre todo,
la nueva cancillería. Hitler siempre se había burlado de la austeridad
de sus antecesores, que le parecía indigna. El edificio que Speer
diseñó para él medía 400000 metros cúbicos y había sido concebido
con el fin de aplastar a los visitantes extranjeros desde su llegada. Los
diplomáticos debían recorrer un pasillo excepcionalmente largo sobre
pisos de mármol resbaloso para llegar a la sala de recepción. En toda
la extensión del camino, los mosaicos de las paredes representaban
águilas y las pesadas puertas estaban flanqueadas por esculturas de
gladiadores. La marquetería del escritorio de Hitler representaba una
espada a medio desenvainar.
La afición de Hitler por la construcción produjo, por pura
adulación, un enorme fanatismo entre sus secuaces. Goering quería un
Ministerio del Aire aún más grande que la Cancillería con la
escalinata más grande del mundo y piscina. Hess quería escaleras en
tonos rojos chillones. Himmler encontraba cruces católicas y signos
cabalísticos en todos los planos. Y todos exigían, con infantil
insistencia, que Speer construyese sus alucinadas edificaciones.
Al igual que Leni Riefenstahl, Speer procuró mantenerse al
margen de las decisiones políticas, al menos hasta su nombramiento
como Ministro de Armamento durante la guerra. Años después,
encerrado en la prisión de Spandau, escribiría: «No me inmiscuía en
asuntos políticos. Mi misión era sólo dotarlos de un escenario
imponente.» Pero, también al igual que la cineasta, o aún más, su
cercanía con el poder hacía imposible, o por lo menos irresponsable,
que no supiese lo que ocurría.
No es casual que las dos únicas figuras relevantes del arte nazi
29
estuviesen dedicadas al cine y la arquitectura. Se trataba de los dos
artes de masas de mayor impacto. En las cinco mil salas de
proyección alemanas se difundían las noticias del Ministerio de
Propaganda, y en las calles, en las manifestaciones públicas y los
nuevos edificios, se sentía el poder del Reich. Riefenstahl y Speer
sucumbieron a la tentación de desplegar sin límites su talento y de
creer que al hacerlo encarnaban el sueño de una nación. Para un
creador, es una tentación difícil de resistir. Fueron ellos quienes
crearon la simbología homoerótica nazi, con todo su despliegue de
poder, masculinidad y muerte. Fueron ellos quienes dieron forma a
una estética que, para la historia, quedaría asociada al imperio del mal.
Una anécdota en los diarios de Speer refleja el trabajo de
ambos artistas y su papel en el Reich. Ocurrió después de uno de los
congresos de Nuremberg que filmaba Riefenstahl. Algunas de las
tomas de los principales oradores se habían echado a perder, y la
directora exigió que se repitieran en un estudio. Speer diseñó una
copia del estrado de Nuremberg sólo para el rodaje. El día de la
filmación, Hess, Rosenberg y Streicher, uno tras otro, repitieron los
mismos parlamentos que habían recitado en el congreso, con la
misma emoción y los mismos movimientos, como actores
profesionales. —Mein Führer, le saludo en nombre del Congreso del
Partido. El Congreso continúa ¡Habla el Führer!
A Riefenstahl le pareció que, de hecho, las nuevas tomas eran
mejores que las originales. Speer cuenta que a partir de ese día dudó
de la sinceridad de los oradores en sus emotivos discursos al partido.
Le parecían actores que hacían de sí mismos. Fue quizá la primera
señal que percibió de lo que ya no se podría ni querría detener, del
gran teatro de la destrucción al que él, junto a Riefenstahl, dotó de un
escenario imponente.
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