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1 Universidad Nacional. Cátedra Jorge Eliécer Gaitán : Tierras y conflicto. Memorias del destierro y del exilio. Jacques Aprile-Gniset Cali, Febrero 23 de 2007

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Universidad Nacional. Cátedra Jorge Eliécer Gaitán : Tierras y conflicto.

Memorias del destierro y del exilio.

Jacques Aprile-Gniset

Cali, Febrero 23 de 2007

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Introducción. Siendo urbanista y catedrático es con estos dos incentivos sumados a las motivaciones nacidas de la sencilla curiosidad que me puse a indagar algunos rasgos de la situación urbana del país. Mi mirada inicial se centraba entonces en el principal escenario de la sociedad colombiana moderna: la ciudad. No obstante, debe quedar explícito que desde el arranque no tenía duda alguna; las intrincadas problemáticas urbanas particulares del momento, se articulaban inevitablemente con algo tan viejo como es la instauración y el desenvolvimiento de la propiedad privada; asimismo con la división social y espacial del trabajo, y con las contradicciones nacidas de la inevitable separación / dominación operando en los ámbitos del binomio campo-ciudad. Recorriendo ciudades nacientes o viejas que se iban llenando de casuchas pobladas con refugiados, y campos baldíos o deshabitados, este vaivén pendular me llevó a intuir y la estrecha unidad dialéctica de ambos fenómenos socio-territoriales. Entré a verificar el acierto de esta hipótesis y siguieron varios años de indagaciones y encuestas de dedicación exclusiva. En esta primera etapa acumulé una masa de datos expresando aconteceres y hechos. Terminadas las labores y logrado este primer objetivo, por cierto muy limitado, por lo menos adquirí una certeza: El proceso territorial del país es uno solo, y por lo tanto en los campos debo buscar y hallar, los orígenes, el procesus y la especificidad de la ciudad colombiana contemporánea. Eso fue lo que ambicionaba con la fase siguiente. Inicié un cúmulo de estudios de toda índole que se prolongaron durante otra década. Culminando las labores mi postulado se transformó en este postulado, adaptado del alemán; La violencia agraria es la partera de la ciudad. Por muy escueta que parezca, esta pista facilitó mis siguientes trabajos, cuando fue creciendo siempre más el frondoso árbol de los nuevos interrogantes que iban brotando más y más en el camino, y que dificultaban la organización de la materia prima acumulada. Esta etapa de las labores fue aun más engorrosa pues ya no se trataba de registrar y amontonar hechos, sino de su clasificación para luego explicar fenómenos: fenómenos fluidos, en tránsito permanente, con su movimiento y sus cambios. Finalmente la tarea culminó -bien que mal- uniendo el espacio con la historia y la sociedad, en un intento de visión sintética que llamamos las formaciones socio espaciales. Eso principió hace cuarenta años, aquí, en la Nacional. Hoy, en este ámbito donde inicié este largo “viaje” me limitaré en destacar brevemente un fragmento del trabajo centrado sobre la historicidad de la guerra social en torno a las tierras de los ámbitos agrarios, y la incidencia cíclica de estas contiendas en los procesos urbanos del país. El 15 de Enero recibí y acepté la invitación de Danilo Rojas y me puse sin tardar a compilar en mis trabajos y otros apoyos bibliográficos, la materia prima de mi comunicación. La sencilla ponencia solicitada se fue convirtiendo en un extenso ensayo y el 10 de febrero

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tenía en la pantalla un borrador sumando 146 páginas, para un Tratado sobre la infamia y un Manual técnico del destierro, o un semestre académico… Había que tomar una decisión, despiadada pero necesaria. Lo hice y por eso hoy, siendo muy corto mi espacio y muy veloz el reloj, no mencionare más que algunas situaciones en mi opinión particularmente significativos, pero a manera de pistas y en forma meramente panorámica; y terminaré con las reflexiones, proposiciones y tesis generales que surgen de este recorrido.

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Las ciudades. A manera de punto de partida, no sobra recordar que el asunto se inició en tono de comedia con una descomunal superchería. Después de la primera exploración de Colón, convencidos por el charlatán italiano, declaran los reyes de Castilla: “Por donación de la Santa Sede Apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos Señor de las Indias Occidentales, Islas, y Tierra Firme del Mar Océano, descubiertas y por descubrir, y están incorporadas en nuestra Real Corona de Castilla”. (Recopilación de las Leyes de las Indias, Libro Tercero, Título Primero). No precisa el monarca en qué notaria quedaron registradas estas quiméricas escrituras de una propiedad de la cual ignoraba tanto la localización como las dimensiones. Tampoco se sabe si el donante presentó su certificado de tradición…(Habría que esperar dos siglos largos para que en 1811 Antonio Nariño cuestione “la vergonzosa bula de Alejandro VI que regaló un mundo que no era suyo, que no sabía en dónde estaba situado, ni quién era el dueño” (Javier Ocampo). Con estos extraños visos de legalidad, y pactado previamente el asunto como un convenio entre dos socios, un monarca español y el representante de Dios en el Vaticano de Italia, los reyes de Castilla se adjudicaban en propiedad un continente desconocido y legitimaban de entrada una guerra de invasión, un genocidio, siglos de despojos, expoliación, atropellos y atrocidades. Poco después y progresivamente, desde Carlos V hasta Felipe II, se dictan las leyes del Consejo de Indias : un verdadero Código del despojo legal, un detallado Manual técnico de la expropiación armada y del destierro. Con este feliz acuerdo previo entre Roma y Sevilla, poco después llegan a las costas unas heterogéneas tropas de desperados para expropiar a los ocupantes sin títulos y tomar posesión del predio. No llega el ejército Real de España, sino la soldadesca de ejércitos privados enganchados por empresarios privados, bandas de civiles contratados, pagados con sueldo y armados, por mercaderes-financistas que licitaron la empresa y son contratistas particulares y socios del monarca (Jacques Lafaye). Entre ellos figuran algunos militares de carrera de bajo rango varados en tiempos de paz, soldados sin guerra ni futuro; y una mayoría de adolescentes campesinos a veces fugados de la casa, desempleados urbanos, cuando no prófugos de la justicia e incluso presidiarios deportados (Juan Friede). Terminó la comedia y se inicia la tragedia cuando los dueños descubren que el predio estaba ocupado y poblado: “Son las ciudades que se fundan, la seguridad de los reinos adquiridos (entender: territorios conquistados), por ser el centro donde se recoge (concentra) la fuerza para aplicarla a la parte que más necesita de ella”, declara el capitán paramilitar y “carnicero de indios” Benalcazar. Y precisamente el temprano acto de fundación de una ciudad ilustra su actuar. Cada fundación urbana exige la destrucción previa de los asentamientos aborígenes aledaños. Bien sea en Santa Marta, Bogotá, Tunja o Popayán, la ciudad española surge sobre las ruinas humeantes y desiertas de la aldea campesina americana. Asegurado el exterminio o el destierro de los habitantes, el pomposo ceremonial de fundación consiste en

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realizar las diligencias de expropiación, de traspaso y cambio de propiedad, y de toma de posesión; todo con absoluto respecto de los procedimientos legales. El ceremonial militar y religioso que preside a la fundación de una “ciudad”, en su ritual a la vez espectacular, teatral y cínico no deja de ser muy revelador. Destacan tres actores en esta comedia y tres roles principales: el capitán, espada en mano y agresivo, decretando en tono bélico la toma de posesión del lugar y la expropiación de los nativos (previamente exterminados por más seguridad) en nombre del monarca; el sacerdote ratificando el anterior, bautizado el lugar en nombre de Dios y la Santa Escritura; el escribano público registra el cumplimiento de los procedimientos legales, y redacta las (Sagradas) escrituras a nombre del rey. A partir de este momento, es en “la ciudad” que se decide, se planifica y se instrumenta el despojo territorial como estrategia de dominación. Desde esta base se inician de inmediato los desmanes y toda clase de fechorías, en el entorno de un campamento militar (con unos toldos en el marco de la plaza) llamado “ciudad”. Operan mediante operativos militares llamados “correrías” y “entradas” en sus inmediaciones, con el fin prioritario de conseguir comida. Estas expediciones armadas se califican como de “rescate” y “rancheo”: simples eufemismos que a manera de mascara esconden el robo de maíz y plátano, fríjol, papa o yuca según el sitio, conseguido por saqueo en las mismas sementeras y el pillaje de las aldeas campesinas: y si es del caso el aniquilamiento de los labriegos, después de su mutilación para el “rescate” de las joyas de oro que llevaban de adornos. Sin entrar en detalles, se verifica a lo largo del siglo la persistencia de una política sistemática de pacificación agenciada desde las “ciudades” y aplicando las prescripciones Reales: “Estas definen una actuación sobre el territorio a partir de las fundaciones iniciales…la consolidación de lo ya descubierto…Dice la ordenanza 33 (de Felipe II):“Habiéndose poblado y dado asiento en lo que está descubierto …se trate de descubrir y poblar lo que con ellos confina y de nueva se fuera descubriendo…Vélez y Pamplona cumplen este papel…a partir de las cuales se…somete a las sociedades indígenas…se encomienda la mano de obra indígena y se otorgan las mercedes de tierras”(A. I. Guzmán). Efectivamente, desde “las ciudades” se realizan las entradas de bandas armadas pendencieras, los operativos de tierra arrasada y aniquilamiento, de despojo, de rapto de “indias de servicio”, de destierro o esclavización de la población campesina aborigen. Facultados para poblar, los invasores se dedicarían a despoblar… La ciudad. En cuanto se refiere al “recinto urbano” del asentamiento, es el reflejo espacial de las prescripciones del Consejo Real. La plaza Mayor es el centro de la ciudad, su primera expresión, es su punto de partida y determina el trazado y la dirección de su expansión futura. Fue prescrita en España en un reglamento que los capitanes llevan con el contrato del monarca. Es forma material, cuadrada, con diseño, con medidas y geometría y concebida para recibir exclusivamente determinadas edificaciones privilegiadas. Pues esta

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forma obedece a un contenido, siendo que es centro del poder y de sus diversas expresiones, Por eso la Plaza Mayor es primero un escenario ideológico que concentra en una hectárea todos los atributos del poder de “ambas majestades”. Y para no dejar dudas al respecto, en el centro de la Plaza Mayor, se plantó el amenazante “árbol de justicia”, el rollo del suplicio destinado tanto a los naturales rebeldes como a españoles rivales o malhechores . El castigo del delito se ejecuta en público para ser ejemplar, para aleccionar a los demás, y ser demostración espectacular del poderío Real y de sus instituciones. A pocos metros, en una esquina se levantó la cruz del castigo a las almas. En un costado se asignaron los solares contiguos del templo, de la casa cural y del cementerio. En los demás estarán el cuartel, las cárceles, las casas del Cabildo, y en algunos casos la residencia del capitán; todas edificaciones en maderas del entorno y pajizas. La ciudad se define explícitamente por parte de sus gestores como el lugar del ejercicio de la fuerza, del poder militar; se identifica directamente como sitio del castigo del delito. Es la sede de concentración del Estado y del Poder “de ambas majestades” Dios y el Rey. Es sitio que debe inspirar temor y asegurar una obediencia absoluta en todo el territorio sometido. Es desde su fundación un lugar en dónde se ejercen diversas formas de dominio territorial y de represión; están las cárceles para castigar a los cuerpos y el templo para castigar a las mentes, el cuartel de la tropa, el fisco de la Hacienda Real, las casas del cabildo, las instituciones de las condenas y de las sanciones. Así, separados pero agrupados y contiguos se concentran alrededor de la plaza y en forma amenazante los poderes de “ambas majestades”. Con lo anterior se verifica el doble papel de la ciudad: óptima concentración de los mecanismos del poder, y privilegiado sitio desde el cual se expande este para dominar las riquezas de un amplio territorio, sus recursos naturales y su explotación mediante la mano de obra de su población. Solo falta añadir que con la desenfrenada codicia de los protagonistas, las envidias, las enemistades y las rivalidades, de inmediato se desató en el seno de las bandas mercenarias la primera contienda armada: “la primera guerra civil en la Nueva Granada” (A.Delgado). La descripción de Pedro Simón la presenta como una prolongada guerra social de medio siglo oponiendo tropas vueltas pandillas sueltas, de esbirros contra capitanes, pugnas entre mercaderes contrabandistas y autoridades sobornadas, todos extorsionados por funcionarios corruptos de la Corona: claro conflicto de clases y de mezquinos intereses en torno a pagos de sueldo, repartos de botines, de indios de encomiendas y de mercedes de tierras, o de títulos y nombramientos en cargos honoríficos. Porqué nuestra fastidiosa insistencia sobre este episodio, de todos conocido. Porque con lo anterior tenemos desde principios del siglo XVI los atributos de una tragedia que llega hasta nuestros días: la tierra, la violencia, y el terror como instrumento de dominación y poder. Pensamos que eso es lo que hoy importa, en este recinto. Pues así nació en Colombia desde el primer día, la costumbre -hoy bien arraigada, cíclica pero persistente- de usar ejércitos privados de mercenarios civiles, por parte de los más pudientes y del mismo Estado. Y con eso podremos verificar que el despojo territorial por agresión armada y el destierro son una vieja práctica

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integrada a la lucha de clases, que su instrumento operativo siempre fueron los ejércitos privados paraestatales, y que estos siempre estuvieron al servicio de los que los podían financiar. Y finalmente que siempre actúan como guachimanes de la clase dominante, a solicitud y al amparo del Estado, y convertidos en brazo armado y legión pretoriana del poder político, económico y religioso-ideológico. Es decir que las fechorías y crímenes de los protagonistas no son ni aislados ni improvisados, ni “accidentales” sino que son la ejecución programada y planificada de normas, “cedulas”, “capitulaciones”, “provisiones”, ordenadas por la Corona ; resultan de cumplen prescripciones y leyes emanadas del poder central, y aplicadas en “tierra firme” por sus órganos descentralizados en audiencias, gobernaciones y cabildos. Los aventureros a sueldo, sus secuaces y sus sicarios, no son más que los peones ejecutores de unas políticas y de un Derecho: no cometen delitos sino que aplican la justicia, y sus víctimas siempre fueron “ajusticiados”. Asimismo, sobre estos cimientos legales iniciales se levantó todo el armazón jurídico e ideológico que hasta hoy y a pesar de diez constituciones, gobierna el país sin mayores cambios. Los pueblos de indios. Recompensado y premiado con peonías o caballerías de tierras el benemérito , quedaría muy a menudo su propietario con las escrituras de un latifundio deshabitado y estéril. Más favorecidos resultaron los pocos beneficiados con mercedes de tierras pobladas gracias a una encomienda de indios. Pero era primero necesario someterlos y con este fin “los encomenderos del siglo XVI solían mantener “soldados a su costa” o los contrataban en el momento de iniciar una expedición de conquista”(G.Colmenares). En 1539 Gonzalo Jiménez hace entrega de la encomienda de Chía a unos de sus capitanes, incluyendo “todos los indios que tenía que se hayan huido a otros pueblos de otros caciques, los cuales podáis sacarlos vos u quien por vos deba sacarlos y traerlos a la dicha provincia de Chía”. (Citado por A. Delgado). Y más adelante: “Muchos indios huyeron a los montes para escapar de la exacción redoblada” -que significaba pagar tributos al encomendero, al cura doctrinero, a sus caciques y al rey- y en sus refugios “fundaron nuevos y secretos poblados”. La abundante documentación colonial al respeto relata las continuas intrusiones armadas y redadas procedentes de las ciudades con el fin de sacar estos cimarrones de “sus ladroneras y cimarroneras ” de los montes. Se iniciaba “el desplazamiento forzado”. Es así como pasando el tiempo, con la carencia de mano de obra que resultó de su aniquilamiento, se impone otra “institución” cuando se establece la política de “las reducciones”; la cual legisla en procura de un mejor control laboral e ideológico de la población nativa dispersa. Prescribe razias en los hábitats aborígenes realizadas manu militari por la guardia personal del encomendero. Sigue la obligada deportación de del campesinado anteriormente esparcido en los campos. Las familias campesinas se llevan a la fuerza para su “reducción” - entender agrupación- hacia obligados “pueblos de indios” en lugares escogidos por autoridades y encomenderos.

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También llamados “curatos”, estos rancheríos miserables son verdaderos campos de concentración de mano de obra en beneficio de los encomenderos y administrados por corregidores y “curas de doctrina” ; siendo a veces estos últimos doblemente premiados como sacerdotes-encomenderos. Asimismo, con las “parcialidades” agrupadas en sus “resguardos” se establece la política de asignación de diminutas huertas “de pan” a los encomendados en las vecindades de los latifundios de sus amos. La contradicción de una ciudad de españoles terciaria y consumidora pero carente de entorno productivo, se supera con la encomienda y los “pueblos de indios”. Los nativos se convierten en siervos labriegos encargados de los “suministros” y “mantenimientos”. Intervenido su trabajo por el encomendero su amo, este igualmente intercepta los productos y se beneficia con su comercialización urbana. En zonas mineras son “indios lavadores de oro” que resultan esclavizados por los encomenderos, cuando no alquilados por este a otro español. Este es el modelo de explotación económica del trabajo servil, que surge de la política nueva de la Encomienda. Con la encomienda, el latifundista de mercedes reales se eleva a la posición de empresario. Es dueño de las tierras y amo de una mano de obra para su explotación agrícola. Con encomendados a su servicio personal deja de ser propietario de un latifundio honorífico pero estéril para convertirse en empresario de hatos, haciendas y minas productivos. Como si fuera poco llega a ser explotador de otros españoles con mercedes pero carentes de encomiendas, mediante el alquiler laboral de sus siervos como peones jornaleros. Igualmente los puede alquilar a los mercaderes como cargueros. arrieros o bogas para el transporte de mercancías. El latifundista-encomendero se convierte en especulador explotando otros españoles. Pero operando como pretexto y justificación moral de la invasión, el fin aparente y explícito de la encomienda es también -lo recuerda Juan Friede- la conversión de “los bárbaros” al catolicismo. Por eso, con la encomienda se logra “la unidad de la esclavitud económica e ideológica” (A. Delgado). De ambos propósitos surgen tres protagonistas: el encomendero, el corregidor, y el cura de doctrina; todos “protectores de indios”, solidarizados en un mismo ámbito especializado en y segregado: el pueblo de indios . En cuanto se refiere a las víctimas de las razias y su deportación -su “desplazamiento forzoso” se diría hoy- , con los “pueblos de indios “ y “de doctrina” y mediante la política oficial de las “reducciones” y “agregaciones”, se realiza o perfecciona la llamada “pacificación”. Es el paso definitivo hacia la liquidación completa del espacio social aborigen, la confiscación de sus hábitats, la supresión de la propiedad colectiva y comunal del suelo, y la desarticulación de sus sociedades domésticas parentales . “Pacificados” (el Consejo prohibió la palabra conquistas) los aborígenes del entorno, el “pueblo de indios” es el último paso en el despeje territorial y en el despojo social y cultural. Las villas de libres. Pero “la conquista del conquistador” y el inevitable mestizaje biológico va mermando la población aborigen pura, y es cuando parte de ella se convierte en “mestizos de todos los

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colores”. Creciendo inesperadamente este estamento popular tanto en la ciudad de españoles como en los mismos resguardos, presiona de tal manera los pueblos de indios que su liquidación se hace inevitable . El curato de doctrina daría paso a la parroquia de vecinos, luego plasmada en un nuevo modelo socio espacial : las villas de vecinos libres. Es decir que otro momento y escenario “social” y demográfico, caracteriza desde el siglo XVII y a lo largo del siglo XVIII en el contexto de la recuperación demográfica, la eclosión generalizada de las “villas de libres y mestizos de todos los colores”. Pero exigían la desaparición del resguardo y del pueblo de indios. Con la política oficial de las “reducciones” y “agregaciones” , nuevamente se despojó a la población aborigen cuando los curatos de indios se convirtieron en parroquias mestizas y luego en “villas mestizas de libres”. Si desapareció la política de la Encomienda es también, y entre otros motivos, porque los mismos “protectores de indios” se convirtieron en expulsores, y aceleraron la extinción de esta institución. En este sentido la villa es la sepulturera de los últimos reductos aborígenes y su cultura. En 1701 declaraba un fiscal protector de indígenas: “Que por culpa de los corregidores y justicias, utilidad e interés de los curas doctrineros que por tener y agregar más feligreses permiten y aun solicitan aumentar las vecindades de los indios con el mayor número de blancos, mestizos y mulatos…los cuales despojan tácitamente…a los miserables indios de sus propias tierras y resguardos, metiendo en ellas sus ganados y las más veces acosando y hurtando el de los naturales, echándolos violentamente de sus casas y tomándolas…”(Citado por J. Jaramillo). Creciendo esta tendencia más tarde se torna institución la política de la “agregación de reducciones” bajo la dirección de Francisco A. Moreno Escandón. Sería este funcionario, desde Bogota, el ejecutor del ordenamiento poblacional en los campos; es el vocero oficial e ideólogo de los “vecinos libres”, artífice y defensor de su invasión de los pueblos de indios, de la liquidación de sus tierras; tragedia agraria de fines del siglo XVIII transcrita de los originales por Germán Colmenares. Un corto párrafo de Moreno Escandón explica el origen y los fines de esta política de deportación, y su envoltura ideológica se plasma en su informe de 1772, que se puede resumir así: “…no se pudo mantener la ley de Indias prohibiendo la residencia y propiedad de españoles pobres en los resguardos…donde se tornaron más numerosos que los indios…que excluyeron para fundar una parroquia…la mezcla entre vecinos e indios puros convirtió estos últimos en mestizos, zambos y otras diferentes especies..” En 1776 el gobernador de Antioquia Silvestre encontraba una situación parecida en los resguardos de Sopetrán , Buriticá y Cañasgordas: “están situados libres dentro de su resguardo con consentimiento de los naturales…teniendo los más de estos abandonadas sus tierras y arrendadas o dejadas a los libres”. Pocos años después, en Antioquia el Visitador Juan A. Mon y Velarde hacía la misma constatación en los pueblos de indios de La Estrella, Sopetrán y San Jerónimo, donde no resistió “la ley que prohibía que los indios y los libres vivieran juntos”. En 1803 el virrey Mendinueta resumía en pocas palabras el origen y la justificación de este nuevo modelo social de asentamiento:

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…los lugares de antigua fundación tienen un dilatado territorio…los vecinos se esparcen en sus haciendas…a gran distancia de los poblados…embarazosa para que el Cura y el Juez puedan asistirlos…cuando el número de colonos o pequeños hacendados se considera ya capaz de mantener un párroco, piden la erección de una parroquia, fabrican su iglesia…y van perfeccionando la población con sus propios recursos”. El desenlace de esta fase culmina en “villas de libres”, que lograda esta relativa autonomía económica procuran alcanzar su independencia completa separándose de la tutela política y fiscal de la ciudad: exigen jurisdicción territorial con cabildo propio. El temprano caso de Medellín (Ver en Anexo) ilustra como el empuje de los libres expulsó los aborígenes de sus cultivos primero y luego de sus casas urbanas. Fernando Botero trató de reconstruir el destino del campesinado de los naturales. Nos informa (Citando un trabajo de Beatriz Patiño) que en el resguardo de San Lorenzo hubo hasta 80 indios tributarios (entender 80 familias) pero que hacia 1660-70 “sólo quedaban tres”; y que fundada la villa “algunos grupos indígenas fueron trasladados a un resguardo que se les otorgó en el pueblo de La Estrella”. Es decir una vez más despojados de las tierras planas o de pie de monte, y nuevamente deportados a un sitio asignado -más que otorgado- en una zona de laderas. Luego La Estrella se convirtió en pueblo de libres y a finales del siglo XVIII contaba con “87 matrimonios entre libres de varias castas e indias”. Mientras tanto, erigida la villa se descubrió que “había casas de nativos en el marco de la plaza”. Uno de los primeros actos del cabildo de la villa a fines del siglo XVII fue expropiar y expulsar los indígenas radicados en el recinto urbano. Pero la muy discreta información documental calla los medios utilizados para su desalojo de la plaza mayor. (B. Patiño).Lo cierto es que expoliados de sus sementeras cincuenta años antes los abuelos labriegos, sus escasos nietos terminan expulsados de la villa y exiliados en el arrabal del camellón de los Guanteros. No obstante, según Luis Latorre “muchos de ellos volvieron a pesar de todo” y durante el siglo XVIII seguían algunos aborígenes infiltrados y dueños de casas en el recinto urbano. Se trata para nosotros de un acontecer importante siendo que inicia el despojo urbano de aquellos perseguidos y expoliados anteriormente del campo. Otra vez se comprueba la unidad territorial de una tradición del destierro que transita de un hábitat a otro a lo largo de varios siglos, y que hoy sigue siendo práctica cotidiana en la ciudad colombiana contra los refugiados del campo vueltos invasores. Y no faltan casos como aquel de Bucaramanga. Es respetando en todo el Derecho y obedeciendo una prescripción de la Corona que las autoridades, “para el amparo y la protección de los naturales” les habían dado tierras y pueblos prohibidos a los españoles. Pero cien años más tarde son estos últimos quienes después de haber invadido resguardo y pueblo, vueltos mestizos configuran la mayoría de la población. Es cuando acuden a la misma norma real de segregación de “ambas repúblicas” para solicitar en su beneficio y lograr, la expulsión de los últimos nativos radicados en el poblado vuelto de libres, y el remate de sus diminutas sementeras de las vecindades. Esta dialéctica del expulsado-expulsor se verifica como fenómeno general y tiene un caso ejemplar en el proceso involucrando Vélez-Girón-Bucaramanga. Se multiplican episodios similares en toda la región y se plasman en el nacimiento y el transcurrir de Charalá, Oibá, Curití, Girón, Bucaramanga, San Gil. En el caso de El Socorro se señalaba además “la necesidad de crear un pueblo de frontera en la lucha contra los

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indígenas Yariguies…nómadas y guerreros, fueron los que más resistieron a la conquista española” (A. Guzmán). Es así como Girón, poblada por tránsfugas de Vélez y erigida en ciudad con cabildo, tendría que enfrentar a lo largo del siglo XVII prolongados pleitos con los cabildos de Pamplona y de Vélez reclamando jurisdicción sobre el lugar. Más tarde, en la disputa Girón-Bucaramanga se evidencia como los libres de Girón son ahora los que quieren despojar los moradores del antigua pueblo de indios, donde los llamados vecinos y las autoridades se beneficiaban del lavado de oro corrido. En 1728 se manifiesta un temprano embate de los libres de Girón hacia el resguardo de Bucaramanga, apoyado en este argumento que le sobran tierras a los naturales siendo que su número disminuyó y “porque sobrándoles mucha tierra , la tienen arrendada a mulatos, mestizos y españoles”. En 1778 el Fiscal de la Real Audiencia Francisco Moreno Escandón decreta la extinción del pueblo de indios de Bucaramanga “que de pueblo sólo tenía nombre”, el destierro de los nativos y su agregación en Guane al igual que los de Onzaga y Curití. Esta agregación culmina con el remate de los resguardos promovido por este funcionario,“ya que los indios eran meros usufructuarios mas no propietarios” (A. Guzmán). Al poco tiempo se realiza la venta y legaliza el traspaso , de las tierras nuevamente realengas, “a los españoles y gente de color” de la nueva parroquia de libres de Bucaramanga. El Fiscal termina revelando los fines fiscales y tributarios del asunto: “…siendo estas tierras las más aparentes para las siembras de los tabacos, a que conviene se destinen, para el arreglo y adelantamiento de la Renta” (F.Moreno). Curití. En ciertos casos la agregación obligada de nativos radicados en tierras planas los lleva a un resguardo en topografía quebrada y lomas, o en clima distinto. El es el caso de la agregación de “parcialidades” dispersas alrededor de Curití sitio escogido en 1617 para su “reducción”. Los naturales protestan : “..si nos poblamos en el sitio de Curití o en el de Macaregua nos vendrá de ello muy gran inconveniente porque nos mudaran de tierra caliente a tierra fría ...y no nos pudiéramos sustentar en dichos sitio”. En 1784 un documento (al parecer del gobernador) indica lo que luego sucedió en Curití : “..desde la creación del pueblo, siempre ha habido en él mezcla, libre y franco comercio con los españoles , viviendo y morando ellos en el dicho resguardo…no sólo hemos morado con los blancos, sino que la mayor parte del pueblo está casado con los de aquella clase”. De la misma época, en otro memorial se reitera que “hace mas de siglo y medio que frecuentan los españoles mezclados con los indios y casados unos con otros…tiene el pueblo 49 indios …diez de ellos son casados con españolas; y 16 de las indias son casadas con blancos (entre) 434 vecinos españoles”. Cuando en 1668 un hacendado hace donación de un predio para fundar a San Gil, gestiona su erección en villa aduciendo el creciente poblamiento español en Guane , infringiendo los invasores las leyes, siendo este pueblo de indios: señalando también la zona como “un refugio de delincuentes” por la falta de control de la lejana justicia de Vélez. Enfrentando las tercas negativas del cabildo de Vélez solamente en 1689 se lograría la erección de la villa, confirmada por la Corona en 1694. Deslindados sus “términos” en 1696, entra en

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1713 en un pleito de linderos con El Socorro, el cual no había culminado en 1775. Era entonces este un típico caso de enfrentamiento de tierras y de “términos” oponiendo varios sectores y grupos de intereses en el seno del estamento de los libres . Asimismo, Moreno fue artífice en 1778 (20 de julio) de la agregación a Guane de los indios de Onzaga , Bucaramanga y Curití. En este último pueblo que “desciende según se dice de los sirvientes de un encomendero que casaron con indias Yariguies” constata que los indios no pasan de 231 individuos mientras suman los “vecinos españoles…719 almas de comunión, que viven mezclados ”. Por lo tanto: “…por la cortedad del número de indios…se ha mandado a extinguir”. En cuanto a los medios de “su translación” deberán “efectuarla sin dilación, con apercibimiento de que si no la ejecutaren…se les compelerá a ellos, expulsándoseles, y destruyéndoles sus ranchos serán conducidos a este de Guane en que deben habitar…” Sigue un forcejo jurídico de varios años pero concluye Ángela Guzmán: …después de un tortuoso proceso de agregación-segregación Curití se extingue como pueblo de indios, convirtiéndose en pueblo de vecinos blancos; las tierras de su resguardo son puestas a remate”. En las jurisdicciones de Vélez, Pamplona y luego en Girón, San Gil y El Socorro, todos los pueblos de indios tendrían el mismo ocaso; la misma suerte y la misma muerte. Desde Bogotá se decidió su destino y se manda el fiscal para notificar a los nativos su despojo y su destierro, en un lenguaje administrativo que suaviza la violencia de las leyes, disimulada y apenas perceptible en la elegancia de las palabras. En el pueblo de los libres los últimos nativos desterrados se convierten en un sub proletariado miserable de arrieros y cargueros, peones, aguadores y leñadores, sirvientas y lavanderas, al servicio de los llamados españoles . Perdida su libertad por la dictadura de las autoridades, carcomidos su ámbitos y sus hábitats por la codicia de los foráneos, desintegradas la cohesión y la unidad de sus sociedades por su dispersión, su deportación y su marginalidad en los guetos de las reducciones, erosionada su cultura y vuelta añicos por la acción de la Iglesia, las comunidades se diluyen, olvidan hasta su larga historia y su idioma, y se desvanecen silenciosamente en el mundo de los libres. Surgida siempre en los confines sin administrar de una jurisdicción, y en un lejano “partido” rural en proceso de poblamiento agrario siempre incontrolado, muy disputado y conflictivo, la parroquia de mestizos libres se torna rápidamente antagónica y rival del cabildo de la ciudad : lo tendrá que enfrentar para lograr su reconocimiento social y su autonomía política y territorial, mediante su erección en villa. Asimismo, el nacimiento de la villa de libres casi siempre culmina con la extinción de los últimos hábitats aborígenes y la desaparición de sus sociedades. Si algo revelan los archivos es el carácter puntillosamente jurídico que opera para lograr la expropiación y desalojo de una comunidad en beneficio de otra, culminación de prolongados pleitos e interminables procedimientos de absoluta legalidad. Se recurre a una violencia de clase siempre originada en intereses materiales, pero cuidadosamente amparada por un verdadero arsenal de leyes, normas y prescripciones que hacen inútil el recurso a las armas. Aquellos ejecutores del despojo no son soldados mercenarios

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analfabetas sino jueces oficiales letrados y funcionarios civiles o tinterillos, además respaldados por autoridades religiosas encargados de velar por el respecto de la justicia y “la moral”. El poder político urbano y sus instituciones son los “gerentes” encargados del amparo del poder económico establecido en los campos. Los conflictos que estallan en las tierras entre los trabajadores del campo, bien sean estancieros minifundistas, agregados en arriendo, labradores de posesiones o terrazgueros, contra los terratenientes ausentistas, se “administran” en las oficinas oficiales urbanas donde reinan estos últimos. Allí se dictan las normas que garantizan su propiedad y de allí llega, si es necesario dada la agudeza del enfrentamiento, el poder armado indispensable para el despojo violento. En otras circunstancias se logra el objetivo acudiendo al arsenal jurídico como ocurrió en Tuluá o en el resguardo de Yumbo. En este contexto, es del despojo de un rancherio de indios libres como resultado de una alianza entre expulsores y clérigos vueltos especuladores de tierras y urbanizadores, que brota hacia 1780 la aldea caucana de los “vecinos libres” de Tuluá, culminando con el “traslado” de los expoliados hacia el pueblo de indios de Riofrío. Con toda evidencia, hacia fines del siglo XVIII el "pueblo de indios" de Yumbo se está mutando en aldea de mestizos pobres. Las sucesivas "composiciones" fiscales habían provocado la descomposición y la unidad social de la comunidad aborigen original, y presentaba su hábitat una marcada reducción territorial de su "reducción". Pero la historia no para allí, y no se detiene tampoco con la Independencia. De hecho, la ofensiva final contra los últimos resguardos de la región culmina durante el siglo XIX, bajo una república que perpetúa sin mayores cambios las políticas coloniales. Apoyada esta en la teoría libertadora de la igualdad, “siendo que hoy no hay indios” se logra en menos de cien años lo que no alcanzaron tres siglos de yugo español. Pero después de resistir todo el siglo XIX a los terratenientes caleños, la comunidad sería vencida por el ferrocarril anunciando el futuro capitalista e industrial del sitio. Derrotada en un último acto de resistencia legal y por un fallo , en 1922 el municipio está vendiendo en subasta pública las tierras cedidas en forma gratuita por “la comunidad". De la parcialidad, del resguardo y del hábitat aborigen prehispánico, no quedaban más que unas escasas huellas de su arte escultórico y unos petroglifos esparcidos en los rastrojos de las laderas de Yumbillo y Mulaló. La costa Caribe. En la Gobernación de Cartagena y hacia mediados del siglo XVIII las tres cuartas partes de la población estaba radicada en los montes y ciénagas de Tierradentro. La colonización popular del hinterland, de los montes, llanuras y ciénagas, se asocia con el temprano desarrollo del cimarronismo, tanto aborigen kuna, chimila o guajiro como de esclavos negros, y el subsiguiente proceso de mestizaje biológico sobre el cual descansa el nacimiento de un campesinado independiente, de pequeña producción familiar de pancoger. Hacia 1730-1740 se conjugan varios factores presionando hacia la conquista primero, y luego a la organización territorial, de la región de Tierradentro, aún no controlada, ni mucho menos administrada por las autoridades españolas. En primer lugar hacia 1740 Cartagena todavía padece unas cíclicas crisis de abasto en víveres. Aún no dispone de un

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suministro abundante y asegurado por parte de un "hinterland" rural estabilizado y próspero; se da esta paradoja de una ciudad importando ciertos víveres desde Cuba o Santo Domingo, cuando no desde España. Y se evidenció, durante el bloqueo de la armada inglesa en 1741, la situación precaria y muy vulnerable de una ciudad importando su comida por el mar. En segundo lugar, el aumento demográfico urbano se traduce en una mayor demanda de víveres en el mercado. El matadero local necesitaba veinte reses diarias: Cartagena consumía en un solo día más carne que Buga o Cali, en una semana. En tercer lugar, no faltan en la ciudad ricos comerciantes deseando adquirir tierras para, precisamente, formar hatos ganaderos, tanto para el consumo doméstico como para la exportación en la cuenca del Caribe. Otros vislumbran las perspectivas de exportación que ofrecen productos, como azúcares y mieles, algodón, cacao y tabaco. Otra circunstancia favorable es que el puerto, en un territorio elevado a la categoría de virreinato, entró a competir con su capital administrativa; varios virreyes, desdeñando el altiplano y la Sabana de Bogotá, fijan su residencia en Cartagena. Actuando con la visión de un gobernador de provincia, pero con el poder absoluto, es desde Cartagena y en sus beneficio que el virrey Sebastián de Eslava, tránsfuga de Bogotá y residenciado en el puerto, promueve la conquista de Tierradentro. Se trata de un proyecto económico de poblamiento territorial, incluyendo la participación activa del clero, y con varios objetivos que se exponen abiertamente en los documentos consultados. Por medio de "nuevos descubrimientos", se busca la ampliación de las tierras en producción con el fin de incrementar la ganadería. El motivo radica en la supuesta necesidad de aumentar el abasto en carne de la ciudad de Cartagena, en donde los refuerzos de la guarnición para enfrentar los ataques de las armadas francesas e inglesas, incrementaron la demanda. En realidad este pretexto oculta que gran parte de la carne, salada o en tasajo, enriquece los mercaderes cartageneros y abastece el contrabando hacia el exterior. Por consiguiente es preciso, en primer lugar expulsar de estas tierras a "los indios flecheros chimilas sublevados", es decir, a una población indómita dos siglos después de que supuestamente concluyó "La Conquista". Con este fin se reclutan milicias urbanas o pueblerinas, incluso liberando sus integrantes de las cárceles, "blancos pobres, mestizos y zambos" para 1as expediciones armadas, 1as incursiones y "entradas". Además, existe también la preocupación tanto de las autoridades civiles como eclesiásticas, de reagrupar a la diabólica población mestiza y zamba en pueblos, sacándola de los "montes" en donde viven "arrochelados” según sus "costumbres perversas" y "en libertad", pecado mortal al parecer. El obispo de Santa Marta insiste en múltiples oportunidades, dando hasta lecciones de táctica militar, con el fin de "aumentar el cobro del diezmo". Por fin, con el refuerzo de compañías de mestizos o pardos y milicias de mulatos libertos, se reúne la fuerza militar que hace posible la empresa. En estas condiciones, la ciudad-fortaleza, por fin hacia 1740, se voltea para mirar a las llanuras del interior. Las autoridades virreinales, en sus Informes, presentan al rey estas expediciones militares como operativos para "pacificar" o también "castigar" a aquellos que llaman los "bárbaros chimilas"; y en otros casos para "reducir a obediencia" a los africanos indómitos; pero no se escapan ni los libertos ni los mestizos; en resumidas cuentas, se trata de una larga y cruenta guerra de más de cuarenta años contra el campesinado independiente. Los medios radicales ordenados por el poder político y a solicitud de los mercaderes y latifundistas cartageneros, utilizados entre 1730 y 1780 por los nuevos carniceros de indios

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Pérez Vargas (funcionario), La Torre (capitán) y De Mier (terrateniente ganadero) y sus mercenarios paramilitares, se exponen al final de esta comunicación (Ver Anexo). El Chocó. Más de diez intentos de “entrada” al Chocó fueron “desbaratados” a lo largo del siglo XVI por la resistencia del campesinado embera-kuna. Después de múltiples intentos frustrados de “pacificación” durante más de 150 años, la Corona ordena “entradas” en 1681 al gobernador de Popayán, y este a las autoridades de Cali. Entonces en esta ciudad el cabildo decide formar “cuatro compañías, una de españoles y mulatos agregados, dos de mestizos, y la del mismo señor Caicedo, que sumaban trescientos veinte hombres”. Esta ofensiva militar no tuvo mayor éxito y en 1685 la Corona presiona nuevamente la Gobernación de Popayán. En Cali, Buga, Popayán y Cartago, se forman con civiles varias compañías segregadas de españoles, mestizos, pardos, montañeses para la conquista y del Chocó y “la pacificación” de los “indios bravos”. Algún que otro documento queda de sus hazañas: atropellos, rapto de mujeres, expropiaciones de tierras, deportaciones de mano de obra, matanzas y atrocidades. En 1688, desde “este pueblo de Lloró”, el Capitán Antonio de Veroiz da cuenta de la “pacificación” de la provincia de Citará emprendida en enero de 1687. También se refiere luego a una expedición de “pacificación” salida de Anserma en 1686. Con estos prolongados operativos, apenas se logró crear unas bases mineras en Lloró y Negua ; sin embargo, su explotación padece una penuria de mano de obra, y añade con marcado desencanto: “Esta provincia, señor, no tiene tanta gente como la envidia ha publicado...” No es que la provincia esté deshabitada sino que "viven en retiros inexpugnables los indios". La dispersión de los habitantes es al mismo tiempo un peligro militar, y un factor de limitación de la mano de obra minera. Más adelante señala la provincia indómita de Tatamá en donde “...viven en retiros inexpugnables los indios”, y para conseguir “su poblazón” (entender “su reducción a pueblos y a son de campana”, es decir su agrupación con fines laborales y doctrinales) recomienda el envío de “dos sacerdotes de buenas y sanas costumbres y vida”. El memorial deja en claro la existencia de dos pueblos, Lloró y Negua. Según el autor, Lloró “es el mejor por haber en él ajusticiado, el maestro de campo don Juan de Caicedo, más de treinta indios de los más soberbios, que al enfermo del accidente violento siempre le aprovecha la sangría”. Los pormenores de la conquista del Chocó y de las sangrientas hazañas de sus protagonistas quedan regados en numerosos textos. (Ver anexo final) Valle del Cauca. A lo largo del plan del valle del Cauca, desde fines del siglo XVIII iba creciendo el poblamiento de colonos libres estancieros, tabacaleros y trapicheros, en las zonas bajas, cenagosas, silvestres y baldías. No tarda la reacción de las autoridades locales y de Popayán, para detener esta inesperada recomposición territorial popular y para controlar el campesinado ilegal llevando una vida casi clandestina; refugiado en sus diminutas “posesiones” boscosas, configurando los guaduales verdaderos “palenques” multiétnicos. Es cuando, contra la amenaza de esta especie de tímida “reforma agraria” popular se realiza la alianza entre alcaldes, párrocos y terratenientes, llegando a configurar en varios lugares y casos un eficiente aparato de expropiación y una trilogía del despojo y del

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destierro. En busca de nuevos contribuyentes el alcalde y su policía persiguen “contrabandistas” trapicheros y tabacaleros. En busca de almas , feligreses y estipendios el cura hace la cacería a los “amancebados de los montes”. En busca de mano de obra fugitiva y para recuperar el dominio de sus tierras, los hacendados se unen a las campañas contra “los invasores y malhechores” del temido “monte oscuro”. Un triple beneficio se percibe, tributario para la administración bugueña, económico para los hacendados “invadidos” o expropiados y además perjudicados en sus negocios de tierras por la presencia de las “posesiones” de los “colonos”, operativo para la Iglesia en trance de evangelización centralizada y de parroquianos agrupados. Solidarizados por intereses diversos, se unen en una sola propuesta y una misma solución: para lograr o recuperar el control social y territorial, es preciso acabar con la dispersión del campesinado mediante su “reducción a pueblo y a son de campana”. Es en esta “encrucijada” de la historia y del espacio, de la sociología rural y de la economía agraria que encontramos -y por igual en varias regiones del país- el surgimiento de numerosas aldeas nuevas en el Valle del Cauca, a ambas orillas del río y a lo largo del “camino real” desde fines del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX. Su auge y su éxito se plasman en su erección como parroquia, reconocimiento posterior como “villa” en algunos casos (Quilichao, Palmira); y luego con frecuencia su ascenso a cabeceras de nuevos municipios. Esta proceso culmina hacia 1900-1910, y se manifiesta en el espacio mediante la nueva estructuración política y territorial de la región, con más de veinte municipios surgidos en tierras planas y en la jurisdicción de las viejas ciudades de Cali, Caloto, Toro, Buga y Cartago. El Cerrito. Este es, en forma de rápido esbozo, el contexto socio-histórico y territorial de una contra reforma agraria terrateniente en el cual se inscribe el nacimiento del caserío del Cerrito hacia 1825-1830 y su notable consolidación hacia1860-70, seguidos por un prolongado estancamiento de su “sociedad parroquial” (Diego Carvajal). Solo se despertaría el pueblo campesino vuelto nuevamente refugio de desterrados de las laderas en los años de 1940-1960, para tornarse campamento obrero agro industrial con inquilinatos, y cercado por la caña de los ingenios azucareros. (Ver Anexo). En las tierras planas del valle, entre La Virginia y Quilichao veinte poblados de colonos labradores tendrían, después de una larga resistencia y muchas confrontaciones, el mismo desenlace. En el caso de Puerto Tejada y de varias cercanas aldeas de colonos libertos y comuneros manumisos (analizado por nosotros en dos publicaciones de 1980 y 1994), es con la alianza en tenaza de latifundistas en apuros, de alcaldes y gobernadores, y de párrocos en busca de “congregación a son de campana”, que se busca la “reducción”. Para despejar las tierras y lograr la contra reforma latifundista, desde 1850 acudirían los expulsores a las policías locales, a las bandas armadas de los terratenientes caleños o payaneses, e incluso al ejército nacional en 1920-25 y 1948 mandado desde Cali, como lo reconocía Rojas Pinilla en 1959 en el Capitolio. La colonización derrotada del Pacífico.

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Sin la correlativa “liberación” del suelo, quedaba mocha e incompleta la ley 21 de mayo de 1851. Sin “piso” seguía ilusoria la libertad absoluta de los hombres; privados de la tierra, solo ganaron la libertad relativa de marcharse para buscar un lugar propio con medios de subsistencia. El primero de enero de 1852, el manumiso se entera que quedó sin tierras y sin aguas de mazamorreo, sin comida, sin ropa, sin enseres, sin herramientas y que tendrá que mudar su miserable choza a otro sitio. Ganó una independencia con la cual puede libremente y democráticamente morirse de hambre o frío. Como si fuera poco, aparece el amo con tinterillo o Inspector de Policia para informar al liberto que sus ancestros y el mismo vivieron “arrimados” en una choza levantada en propiedad ajena y que ahora debe desalojar. Le notifica que para quedarse en el lugar tendrá que pagar alquiler a su ex amo o sus herederos, siendo que siguen dueños del antiguo real dado en concesión por el monarca. Enmarcada por esta contradicción entre libertad formal y libertad real, se inicia una nueva era de atropellos, despojos y destierros que provocan la movilización masiva de “los libres”, su salida de los antiguos reales, su largo deambular por los ríos que culminaría con la colonización agraria endógena y extensiva de las cercanas tierras selváticas, tanto fluviales como costeras. De estas contradicciones y en medio de numerosos antagonismos y conflictos, nace el campesinado neoafricano del Pacífico, gestor de una nueva formación socio-espacial regional. En cuanto a los mecanismos del destierro en las zonas mineras tradicionales, se verifica el uso por la clase dominante de un variado catálogo de prácticas expulsivas para conseguir el despojo y el destierro de los autóctonos, bien sean estos aborígenes amerindios o neoafricanos. Sutiles o directas, diversas formas de presión y de expulsión originaron los traslados voluntarios o obligados de la población. En un largo catálogo de modalidades, destacan las fechorías legales más frecuentes; - Desde la guerra de Independencia hasta 1903, las múltiples contiendas armadas por el poder perturban en los ríos la tranquilidad del campesinado-mazamorrero, y afectan la vida económica en los centros de acopio y comercio del oro. Objetivos más económicos que militares, estas localidades son el blanco predilecto de ataques y enfrentamientos que se libran en Anchicayá, Raposo y Buenaventura, Tumaco y Barbacoas, Tadó, Lloró, Nóvita, Quibdó, etc. Se caracterizan por el reclutamiento forzoso de jóvenes esclavos o libertos, y por los desmanes de la soldadesca: entre ellos el pillaje o el incendio de pueblos, el saqueo de tiendas - llamado “confiscación” -, la “expropiación” de las minas del enemigo, y la extorsión de los comerciantes compradores del oro bajo el disfraz de “impuesto de guerra”, etc. - Desalojo por compra a precios irrisorios. Desde 1830-1840 se inicia el asalto de los primeros mercaderes extranjeros desde el nuevo puerto marítimo de Buenaventura. Invierten sus rápidas ganancias en la compra de los placeres y vegas cultivables del Raposo ocupadas aun por comunidades de estancieros y mineros libertos o manumisos (los ríos Dagua e Anchicayá, luego Cajambre y Mallorquín). - El soborno y la extorsión. A partir de 1850-52, expropiados los latifundistas esclavistas por manumisos y libertos, acuden los amos a la misma táctica que consiste en nombrar “administradores” locales encargados de cobrar terraje o arriendo, cuando no “concierto” a los “ocupantes” con amenazas de desalojo: así actúan los herederos de los Cuesta en Bebará-Aguaclara-Tauchigadó, los Mayolo en el río Cértegui, los Angulo y sus descendientes - herederos y acreedores - en la cuenca del río Naya, los Mosquera-Arboleda en sus minas de San Pablo (alto San Juan, Raspadura e Istmina) y del río Timbiquí, los Díaz del Castillo en Barbacoas (ríos Telembí-Guelmambí). Otros obligan los ocupantes campesinos a comprar

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“pedazos”, o venden parte de sus propiedades a comerciantes foráneos o extranjeros. - Expulsión de los mazamorreros por venta de sus posesiones, incluidas estas en los globos comprados por las empresas mineras. - Negación de las solicitudes de adjudicaciones de baldíos presentadas por campesinos nativos del lugar, en zonas de recién concesión a extranjeros. - En todos los ríos con extracción mecanizada, es aun visible el despoblamiento y la destrucción por las dragas de las riberas y platanares, lo mismo que la inutilización agraria de las tierras cubiertas con el cascote y el canto rodado. - Autoridades locales e inspectores de policía otorgando la legalización tierras de minas tituladas por extranjeros, y notificando el desalojo de los “colonos” raizales. - Autoridades departamentales titulando minas denunciadas, en terrenos ocupado desde la Colonia por familias de campesinos y mineros de batea. - Autoridades nacionales negando títulos de baldíos al campesinado en zonas de “denuncios de minas” o de concesiones que se titulan a empresas extranjeras. - Herederos de latifundistas en apuros o endeudados, fraccionando el fondo original con ventas de partes a especuladores urbanos, y luego vendiendo nuevamente la totalidad a una empresa capitalista extranjera, sin considerar sus compradores anteriores, ni tampoco los campesinos-mineros radicados en el fondo. - Múltiples reclamos y demandas de compradores de “pedazos”, o de empresas extranjeras engañadas por títulos falsos de los vendedores. - Compras de posesiones y platanares a campesinos-mazamorreros, por sumas irrisorias. - Revalidaciones de títulos coloniales caducos, dilatándolos hasta abarcar la totalidad de una hoya. - Concesiones mineras de Rafael Reyes (1906-1908) a especuladores intermediarios, en zonas pobladas con mucha anterioridad por el campesinado-mazamorrero. - Pueblos y vecindades de Bagadó, Cértegui, Istmina, Tadó, Condoto y Andagoya, vueltos enclaves colombianos en concesiones extranjeras, y asfixiados por el cerco de los dragados. - Asalto de la Chocó Pacífico contra el perímetro urbano en Condoto, o en Cértegui donde una empresa extranjera vende terrenos al municipio colombiano de Tadó. - Compañías mineras extranjeras negando las facultades de las autoridades municipales sobre centros urbanos y otros pueblos, como en Condoto. En el río Timbiquí control por una empresa extranjera con reglamentos dictatoriales en cuatro pueblos “privados” y sus autoridades y policía, pagadas por la empresa y a su servicio. - Autoridades municipales y de policía puestas al servicio incondicional de los expulsores. - En las grandes concesiones extranjeras, permanentes conflictos entre los empresarios y los comerciantes y cacharreros que explotan el personal de la empresa en sus tiendas, cantinas y juegos de azar; casos de la Chocó-Pacífico en Condoto y Andagoya, o de la New Timbiquí Gold Mine, en el Cauca. - A solicitud de un extranjero denunciando unas minas, las autoridades solicitan que pague el mantenimiento de la fuerza pública necesaria para la expulsión de aborígenes. - Sacerdotes venales titulando minas o negociando su venta con extranjeros, y párrocos puritanos y despóticos presionando el desalojo de mineros-campesinos. - Hechos de sangre siguen la huella de la penetración extranjera: en 1866 en Barbacoas, en las minas de Timbiquí en 1909, o en Condoto y Andagoya . Desde 1830-1840 se inicia el asalto de los primeros mercaderes extranjeros desde el nuevo puerto marítimo de Buenaventura. Invierten sus rápidas ganancias en la compra de los placeres y vegas cultivables del Raposo ocupadas aun por comunidades de estancieros y mineros libertos o manumisos (los ríos Dagua

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e Anchicayá, luego Cajambre y Mallorquín). - A partir de 1850-52, expropiados los latifundistas esclavistas por manumisos y libertos, acuden los amos a la misma táctica que consiste en nombrar “administradores” locales encargados de cobrar terraje o arriendo, cuando no “concierto” a los “ocupantes” con amenazas de desalojo: así actúan los herederos de los Cuesta en Bebará-Aguaclara-Tauchigadó, los Mayolo en el río Cértegui, los Angulo y sus descendientes - herederos y acreedores - en la cuenca del río Naya, los Mosquera-Arboleda en sus minas de San Pablo (alto San Juan, Raspadura e Istmina) y del río Timbiquí, los Díaz del Castillo en Barbacoas (ríos Telembí-Guelmambí). Otros obligan los ocupantes campesinos a comprar “pedazos”, o venden parte de sus propiedades a comerciantes foráneos o extranjeros. - La Iglesia Católica, los párrocos locales, los misioneros de las Prefecturas Apostólicas, participan activamente en múltiples formas de explotación y persecución del campesinado aborigen o neoafricano; muy a menudo son artífices de su expoliación y traslado hacia modernos “pueblos de indios” o “pueblos de doctrina” del siglo XX. - Efectos perversos y divisionistas, de la acción capitalista sobre la ancestral solidaridad de las comunidades domésticas parentales. La política de empleo de las compañías erosiona su unidad cuando enganchan un nativo; trabaja este para la empresa y contra sus parientes, es decir en terrenos arrancados a su propia familia. Lo mismo ocurre cuando la empresa compra a un individuo en apuros o una anciana iletrada, su parte de un indiviso que era patrimonio colectivo de una parentela extensa. - El Estado siempre colaboró con los expulsores y los apoyó de diversas maneras. Un proceder consistía en negar adjudicaciones de baldíos a pequeños estancieros, aduciendo la apresurada revalidación de títulos por propietarios ausentistas y carentes de dominio efectivo. Más expédito resultó, en diversos lugares y situaciones, suministrar su guardia pretoriana al servicio de los extranjeros -incluso pagada por ellos-, contra el campesinado colombiano. - Es desde los centros urbanos que la nueva burguesía urbana mercantilista, en alianza con las instancias estatales lanza los operativos legales o violentos de presión y desalojo en minas y campos. - Cuando se agudiza el enfrentamiento entre el campesinado agredido y las empresas mineras extranjeras, estas últimas siempre exigen y consiguen el apoyo de las autoridades civiles locales de represión, de justicia o de policía: inclusive para efectuar manu militari la expoliación y el desalojo de los “ocupantes”. Numerosos eventos cruentos y despojos violentos con apoyo oficial o policial se registran en el bajo Atrato (1896), más tarde en Cértegui, en Condoto repetidamente entre 1910 y 1923, en Zaragoza (río San Juan de Micay) hacia 1915-20, en el río Naya de manera continua, en la cuenca del Timbiquí entre 1905 y 1914, donde resulta la policía local al servicio y sueldo de la empresa minera: estos casos para no citar más que unos aconteceres documentados. Con tantos adversarios confabulados y coligados en procura de su desalojo, muchos libres se marchan... Para los pueblos del Pacífico, concluida la larga era de la dominación feudal se iniciaron los tiempos de la expulsión capitalista, y de nuevos sufrimientos. Eso en medio de una total indiferencia de los gobernantes, inclusive con su apoyo y su complicidad. Finalmente, de las tensiones y del acoso, de numerosas controversias de propiedad, de continuos conflictos entre campesinos y autoridades, salieron corrientes de desterrados que fueron la materia prima de un nuevo tipo de poblamiento agrario y expansivo. Los desposeídos y desarraigados iniciaron una larga trashumancia que culminó con el paso y el salto cualitativo hacia la moderna formación socio-espacial campesina, multiétnica y

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solidaria, plasmada ésta en un renovado mapa del poblamiento territorial del Pacífico, hoy vivo y vigente. Ocho generaciones de manumisos, de “libres” y su descendencia trabajaron para integrar una nueva región agraria al país. Pero diez años fueron suficiente para derribar una ley y agredir con una “contra reforma agraria armada” “los títulos colectivos” del campesinado indefenso del Pacífico. Un siglo y medio después de la ley 21 la historia se repite, y en las tierras y selvas del Pacífico se prendió una lucha desigual entre la inofensiva y desarmada ley 70, y las motosierras asesinas del nuevo latifundismo. El epilogo es aquel de siempre: legiones de desterrados aterrorizados buscan refugio en Quibdó, Tumaco o Buenaventura; los refugiados terminan integrando los destechados y el sub proletariado callejero de Cali o Medellín. La colonización de baldíos. Con la Independencia se hace un sencillo “juego de escrituras” con “traspaso de propiedad” a nuevos latifundistas vencedores para remplazar a latifundistas derrotados. Se cambia la forma de la propiedad sin tocar el contenido. La colonización de los baldíos de laderas en las tres cordilleras sería la respuesta popular al latifundio de la República y un intento de reforma democrática de la propiedad de la tierra. Entre colonos y especuladores urbanos se inicia muy temprano la larga guerra de papel y escrituras de los baldíos en las tres cordilleras y los llanos del oriente, cuando los mercaderes que financiaron “los libertadores” reclaman su pago, y presentan al Estado sus “bonos de deuda pública”. La política de adjudicaciones del baldíos a partir de 1825 conlleva a una guerra agraria que se anunciaba hacia 1830-40, se desata hacia 1880, y con diversas carambolas duraría un siglo completo. Párrafo particular merece la ola de fundaciones urbanas nacidas de la colonización de los baldíos de vertientes y que cubre, en términos generales, el período 1830-1940. Cada uno de estos poblados nuevos nace en medio de una variada gama de convulsiones y conflictos agrarios nada pacíficos, incluso armados. En el triángulo cafetero central una verdadera guerra de clases enfrenta el campesinado con usurpadores de tierras, y prolongados conflictos envuelven la fundación Alamina, Manizales, Pereira, Calara, Salento, Armenia, Caicedonia o Sevilla, entre muchos. En algunas de estas contiendas intervienen bandas armadas por los latifundistas y en ciertos casos las guardas departamentales o el propio ejercito nacional. En Manizales surgiendo con sus primeras chozas pajizas, los usurpadores y sus bandas de peones armados amenazan con el incendio del poblado y los colonos replican asesinando el latifundista que pretendía a su desalojo. En Sevilla los campesinos se enfrentan a pudientes políticos y estadistas del Valle usurpadores de 200.000 fanegadas (la Sociedad de Burila) radicados en Cali, quienes para contrarrestar esta fundación se apresuran a fundar Caicedonia, donde enseguida nombran autoridades de policía. El conflicto original entre ambas, ahora con rostro político, se llenaría de sangre en las décadas de 1940 a 1960 ; aun no ha terminado. En Pereira, la primera contienda de intereses entre especuladores radicados en Bogotá y colonos, adquiere luego claros rasgos de enfrentamiento racial entre los “negros del valle” y los “blancos antioqueños”. Los conflictos entre “el hacha y el papel sellado” venían de tiempo atrás pero llegaron a su máxima agudización a partir de la primera bonanza cafetera de los años de 1920-30.

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Faltaba la chispa que culminaría en contienda armada, de la cual se advierten los primeros síntomas en los años 30 en algunas veredas. Su generalización ocurriría en el ambiente propicio de las décadas siguientes, entonces alimentada la contienda tanto por una nueva bonanza cafetera como por supuestos antagonismos de poder en el seno de la oligarquía; enmarcados los factores nacionales por la situación internacional del momento (G. Guzmán y O. Fals Borda). La revancha del latifundio culmina con el uso de las armas y de una violencia que alcanzaría su máxima y crueldad entre 1945 y 1965. Cada pueblo nuevo es bastión de defensa de los colonos o base de ofensiva de sus adversarios. Se enmascara esta realidad dándole a cada uno una etiqueta política, y es en forma de cruzada moral que se generalizan los genocidios. Procesos similares llenan las crónicas de las luchas campesinas del Sumapaz, del Tolima o del Cauca en los años 20 y 30, y culminan en los años 50 con los asaltos de las bandas chulavitas parapoliciales y de las tropas mandadas por el gobierno desde Bogotá. A partir de 1948 el Estado que “no hacia presencia (la ausencia del Estado, se dice) en numerosas zonas apartadas, delegó su presencia a un cuerpo de policía rural auxiliar formado por sus copartidarios más fieles de la sociedad civil. De ahí en adelante es este cuerpo paraestatal armado el que sustituye el ejército y acompañado por cooperantes civiles armados, sale de las ciudades en los camiones del ejército para realizar en los campos la limpieza de las zonas contaminadas. No es que se infiltraron o penetraron las instancias oficiales del poder sino que emanan de ellas ; le son inherentes como parte orgánica y extensión de su brazo armado. Son, en momentos álgidos de las contiendas sociales la legión pretoriana especialmente promovida por la clase en el poder para la defensa extendida de su Estado. Y son sus abusos, sevicias, arbitrariedades, fechorías y genocidios en los campos, los que llenaron la crónica y vida cotidiana de los colombianos durante veinte años. La colonización urbana. Es durante este breve periodo que nutrido por los éxodos de los campos ocurre la máxima concentración urbana de la población del país. El resultado territorial de esta guerra agraria que duraría veinte años se verifica en las cifras. Los centros urbanos del país sumaban 2.618.000 citadinos en 1938. Eran 9.093.000 en 1964 y 13.000.000 en 1973. De la diferencia entre la primera fecha y la última, resulta un aumento mayor de 10.000.000, del cual se puede afirmar que solo la mitad correspondía al crecimiento vegetativo tradicional y normal: pero aparecía un inexplicable excedente sumando 5.000.000 de nuevos citadinos. Esta cifra nos indica la dimensión y la intensidad de los éxodos del campo, ilustra la radicación forzosa de los desterrados en centros urbanos y ciudades de todo el país. Y volviendo a nuestro punto de partida, nos proporciona nuevas pistas para entender las peculiaridades de la ciudad colombiana moderna. Barrancabermeja. Hacia 1830, apenas lograda “la independencia” se precipitan sus financiadores, los mercaderes y especuladores nativos con “casas de comercio”, y los bancos extranjeros, para cobrar la cuenta a los “libertadores”. Presentan sus “bonos de deuda pública” que garantizaban el pago de los prestamos. Así se inicia la braderie (la feria) de las tierras nacionales y el triste episodio del latifundio de la República. Por carambola se asoma otra dependencia nacional con la entrega de títulos de tierras -verdaderos o falsos- a los

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mercaderes urbanos y otros aventureros y estafadores, que los “traspasan” más tarde a empresas extranjeras. Referido a este proceso, el Opón-Carare y Barrancabermeja constituyen un concentrado de las contradicciones y conflagraciones de toda índole que encerraba; y de la persistencia de las contiendas durante más de un siglo. Barrancabermeja es un caso ejemplar para nosotros, siendo que concentra en su corta trayectoria todos los delitos e infamias. Adicionalmente, los enfrentamientos ilustran la unión dialéctica territorial campo-ciudad . Asimismo se verifica el carácter también dialéctica de la concentración de fuerzas militares del Estado en 1923 en Barrancabermeja, convertida por el Estado la nueva ciudad en eficiente base armada de una doble represión; rural contra el campesinado de colonos y urbana contra el proletariado industrial apenas naciente. De esta manera el modelo reproducía fielmente la prescripción del capitán paramilitar y “carnicero de indios” Benalcazar en 1538: “Son las ciudades que se fundan, la seguridad de los reinos por ser el centro donde se recoge la fuerza para aplicarla a la parte que más necesita de ella”. En la trayectoria de la conflictividad se hallan enlazados en una secuencia continua, todos los ingredientes, temas y enfrentamientos que volveremos a encontrar en numerosas regiones y durante cien años. - Con el libre cambio, la presencia y demanda externa de tagua , caucho o quina sumados al tabaco cultivado desde tiempos atrás, se consolida en los centros periféricos de la zona los centros del comercio exportador en Vélez y Bucaramanga. - De allí salen operativos armados, con apoyo del ejercito del Estado (luego Nacional) o de bandas paramilitares de civiles al servicio de mercaderes nativos o extranjeros con títulos oficiales de adjudicaciones de baldíos (o sin ellos), para exterminar los últimos reductos yariguies, radicados en sus predios o obstaculizando las rutas del comercio por el río Magdalena. - En el ambiente de “la feria de los baldíos” se desata una ola de adjudicaciones oficiales y titulaciones fraudulentas a los expoliadores de nativos. - De inmediato se inicia “la guerra de los baldíos” guerra de papel en ministerios y notarias urbanas. Desde las ciudades se extiende a los campos con las confrontaciones entre los nuevos latifundistas y los colonos regados en la comarca; litigios que culminan igualmente con intervenciones armadas, expropiaciones y destierro del campesinado. - Terminada la guerra de los mil días. Las concesiones ilegales de tierras a especuladores y estafadores se transfieren por “traspaso” legal a empresas petroleras extranjeras. -Otras concesiones en la zona a varias firmas extranjeras genera en 1922-23 una “guerra de las petroleras inglesas y norteamericanas”, en la cual cada una moviliza sus peones. - Mientras tanto las empresas limpian en 1920-30 los últimos núcleos campesinos, con apoyo oficial de las autoridades civiles y la intervención del ejercito y la Policia. - En Barrancabermeja la petrolera Troco cerca su campamento vuelto “territorio de Estados Unidos”, y con sucesivas solicitudes al gobierno en la ciudad naciente se establecen : - le policia municipal. -la policia departamental, con guarnición en la cabecera y puestos en los campos petroleros del Centro e Infantas. -la policía fluvial departamental “de las riberas del Magdalena”. -un destacamento de la Policia Nacional mandado desde Bogotá. -un batallón del Ejercito Nacional.

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Un poblado que no pasaba de unos 5.000 habitantes presentaba la mayor concentración de fuerzas armadas oficiales a nivel nacional: era la localidad urbana más militarizada de Colombia. (Ver Anexo ) ***** Reflexiones . 1- Los aconteceres y los hechos comprobados lo atestiguan y afirman ; desde la Conquista española hasta este inicio del siglo veinte y uno, la misma historia de Colombia es una larga crónica de confrontaciones sociales que se originan o culminan en las ciudades. Y desde su misma fundación estas estuvieron sumidas en los más agudos enfrentamientos, originados en la economía y las luchas de clases. 2- Este breve panorama permite registrar la persistencia histórica de múltiples expresiones de la conflictividad social y los antagonismos de clases en la urbe. Así se verifica de paso que el uso de la fuerza ejercida desde la dominación o la protesta, es recurso extremo en la lucha de clases que se libra en el seno de la sociedad; asimismo la relación estrecha, en el transcurrir, entre el poblamiento territorial y la apropiación privada del espacio, proceso impregnado de una amplia variedad de conflictos sociales.

3- Basta con un vistazo al desenvolvimiento demográfico nacional y al correspondiente ensanche territorial para comprobar la unidad entre ambos componentes. En otras palabras siempre operó esta ley del desenvolvimiento territorial: el desarrollo de las fuerzas productivas siempre fue acompañado por el necesario ensanche de los medios naturales de producción. Este último siempre fue activado por descompresión de excedentes de población radicada en algún lugar, hacia hábitats vírgenes nuevos con sus recursos aun intactos. Pero la organización política del poder y las formas de apropiación atravesadas por una estructura social de clases estorban este ajuste y lo impiden. Las formas de propiedad o de apropiación del espacio y de los medios naturales de producción se revelan antagónicas con las exigencias del desenvolvimiento social y las necesidades territoriales siempre crecientes nacidas del desarrollo de las fuerzas productivas. Tan cierto es este desajuste que en determinados momentos la contradicción llega a su paroxismo y es cuando su resolución se escapa de los canales jurídicos pacíficos, amenazando incluso el edificio del poder. Es cuando este busca paliativas y reformas (cambiar todo para que todo siga sin cambio), usando cosméticos, llámense “manos muertas”, reforma agraria del 36, ley 71 de 1917, política de adjudicaciones de baldíos, ley 70 de 1973 etc. 4- Desde el siglo XVI hasta hoy el país creció y se dilató en su geografía, (incluso nació) con “desplazados”; los que llegan y los que se expulsan . Por otra parte, a lo largo de cuatro siglos, es claro que siempre las masas hacen país a pesar -incluso en contra- de sus gobernantes. Por eso el despojo por agresión armada desde el mismo Estado es una vieja costumbre integrada a la lucha de clases; su instrumento operativo siempre fueron los ejércitos privados, y estos siempre estuvieron al servicio de los que los pudieron financiar.

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5- Desde siglos atrás la violencia de clase, el uso de la fuerza y de la represión acompañan desde su nacimiento y hasta hoy la trayectoria de la ciudad colombiana. Durante décadas de indagaciones en varias regiones, no se halló ciudad alguna que no surja de pugnas sociales, y que tarde o temprano no engendre otras. Cada pueblo nuevo nace como producto de un conflicto clasista y origina otros, aún más agudos en ciertos casos; cada asentamiento se inscribe en el contexto de las luchas sociales y nace impregnado de alguna forma de violencia de clase. Las “ciudades” del siglo XVI, los pueblos de indios, los sitios, parroquias o curatos y las villas de libres de los siglos XVII-XVIII, bien sea en el hinterland de la Costa Caribe, en los Santanderes o en el Cauca, ilustran con fuerza esta constancia histórica. En otras palabras y para ser muy claro, los verdugos de hoy no son más que los guachimanes del latifundio moderno con sus amos en las ciudades de la Costa, y los seguidores y ejecutores respetuosos de una vieja costumbre. 6- Después de la independencia, el colonialismo persiste pero renovado y modernizado , y la dictadura económica de la dependencia del exterior que se entronizó con los acuerdos de “amistad y libre comercio”, auspician un poblamiento territorial desigual pero siempre precario, y estimulan la conflictividad en torno a las tierras. En cada episodio la demanda externa promovida por el Estado favorece la “revancha latifundista” y una “contrareforma agraria armada”. Bien sea con el oro el platino o las esmeraldas, el tabaco, la tagua, la quina, el caucho, el petróleo, el café, y hoy la palma africana o la coca, cada producto de exportación coincide en un momento dado con los ámbitos geográficos más codiciados y bélicos, donde ocurren los aconteceres más álgidos de la confrontación: asimismo el recurso a las armas y la violencia. Parece ser una tradición y una fatalidad histórica; cada vez que se exporta algo se importa una nueva guerra. 7- El papel atribuido desde el primer a la ciudad como centro del poder, del castigo y de la represión perduraría sin mayor cambio. El Estado colombiano, retomaba en el siglo XX en Barrancabermeja la recomendación formulada por un conquistador del siglo XVI: “La ciudad es el centro donde concentrar la fuerza para aplicarla donde más se necesita”. En 1929, después de las últimas manifestaciones populares en las calles centrales de Bogotá, el Estado Mayor del Ejército en apuros elaboraba sin tardar un plan militar estratégico de “Acción de las tropas ante un movimiento subversivo” y de “Lucha en el interior de las ciudades” inspirado en la Comuna de Paris. (Revista militar, Nº 202-203). 8- El proceso territorial del país es uno solo, y por lo tanto en los campos se hallan los orígenes, el procesus y la especificidad de la ciudad colombiana contemporánea. Originada en la ciudad, la violencia agraria es, por igual la partera de la ciudad. Todas las ciudades colombianas tuvieron un parto tenso, conflictivo o sangriento y nacieron de traumas y convulsiones en las cuales se suman las tensiones urbanas con los conflictos territoriales que las estimulan. Hoy mismo, este es el contenido profundo y el significado de las luchas sociales que acompañan la génesis agraria y el nacimiento, de ciudades modernas o nuevas; Barrancabermeja, Ciénaga, Florencia, San José del Guaviare, Arauca, o Apartadó, para no citar más que algunos casos.

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9- Hemos hallado sin siquiera buscarlos, desplazados y ejércitos privados paraestatales , en las “reducciones” en Boyacá desde el siglo XVII y la conquista del Chocó, en la Costa del siglo XVIII, en todo el Magdalena Medio durante el siglo XIX y sus cien años de guerras civiles. En definitiva la asociación para el despojo y el destierro entre Estado asociado con y ejércitos privados paramilitares y paraestatales, más que una novedad o un accidente histórico es una vieja y persistente “tradición” nacional. 10- Hoy como ayer, los ejércitos privados emanan de las instancias oficiales y actúan como “reserva especial” del poder, como “ejército oficial de reserva” del Estado si se prefiere, para operar en los momentos más álgidos de la conflictividad social. Es un ejercito supletorio y auxiliar, por delegación de competencia del Estado al sector social que más representa y que más lo sustenta. Siempre es la clase en el poder aquella que origina la guerra, la organiza y la maneja. Su ejército paralelo no es más que la guardia pretoriana de reserva del latifundismo y de los privilegios de la oligarquía ; una guardia de civiles armados obligados a defender la clase en el poder. Ese es el origen y el papel de su ejército paraestatal. Los ejecutores siempre actúan como simple “brazo armado” del poder político y económico. Tanto en los siglos XVI, XVII o XVIII, como en el republicano siglo XIX, y hasta nuestros días, los operativos armados operan en ejecución de los requerimientos y exigencias de las clases dominantes y siempre fueron planificados, programados, organizados y ordenados desde las instancias oficiales y las instituciones estatales radicadas en las metrópolis urbanas del poder. 11- Nuestros estudios evidencian que siempre alguna forma de conflagración de clases preside, acompaña o instrumenta el paso de una formación socio espacial a otra. Hemos detectado primero, y luego comprobado, en la trayectoria del desarrollo socio-territorial del país una fase reciente caracterizada por un cambio radical en la localización de la población. Si los siglos XVIII y XIX fueron del intenso desarrollo del poblamiento territorial agrario del país, el siglo XX resultaría aquel de su reversión masiva hacia los centros urbanos. En la trayectoria nacional el siglo veinte es aquel de la urbanización acelerada e intensiva del país. Una guerra social agraria operó este vuelco. En efecto, los censos de población evidencian que desde las décadas de 1920-1930 iban creciendo las tasas y los volúmenes del poblamiento urbano. Por lo tanto, desde los años treinta y cuarenta, a la par con las masas migratorias se iba transfiriendo paulatinamente a la ciudad la mayoría de las contradicciones y convulsiones de la sociedad colombiana. En la década del 60, poco a poco la conflictividad tradicional rural iba mermando ; pero no por extinción de motivos , sino por su extinción de pobladores del campo o su traslado a los ámbitos urbanos. Simultáneamente y de inmediato iban surgían nuevas patologías propias del hábitat urbano, e iba creciendo la conflictividad social en la totalidad de la red urbana nacional. 12- La trayectoria del desarrollo socio-territorial del país se caracteriza hoy por un cambio radical en la localización de la población en el territorio , la cual sigue hoy saliendo expulsada de los campos para concentrarse los refugiados en el sistema urbano. Con esta tendencia y la permanente política de destierro, desde los años cuarenta se fue transfiriendo paulatinamente a la ciudad la mayoría de las convulsiones de la sociedad colombiana.

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Con el continuo éxodo masivo de población rural expulsada por la oligarquía su Estado y sus gobiernos durante cinco décadas, y con el incremento rápido de la masa demográfica urbana, este fenómeno de desalojo sólo logró desplazar los choques entre clases, desde los caminos hacia las calles, y desde las veredas hacia los barrios. La ciudad se convirtió ineludiblemente en el escenario principal de la máxima confrontación social y de la más aguda lucha de clases. Solo se logró expandir y urbanizar la conflictividad y la insurgencia sociales. De tal modo que el siglo XX que se inicio con una cruel guerra social en campo abierto , terminó con otra más cruel aun, y que incluso ingresó a los recintos urbanos. Por lo tanto la moderna conflictividad de clases en las ciudades, más que una novedad es heredera de una vieja “tradición” en Colombia. No es más que el transfert, el traslado urbano de la violencia en los campos. Epílogo. Ante este recorrido rápido y atropellado unos pensarán que vinimos aquí “con cosas que todos sabemos desde chiquitos”. Pero nuestro punto de partida fue el espacio natural y los hábitats, y por este camino nos tocó llegar naturalmente a las sociedades que los construyen. Finalmente, pensamos que la oligarquía colombiana y sus pensadores a sueldo, manejan con una suma destreza la práctica de la amnesia cuando el presente se torna incómodo por parecerse demasiado con el pasado. Por eso usa a diario la magia encantadora de una especie de amnesia histórica generalizada. Es así como estos días nos quieren convencer que la carnicería y la barbarie de los últimos tiempos es “monstruosa”, eso sí, pero “sorprendente”, “inesperada e inexplicable”, “ de una barbaridad excepcional”; algo jamais vu, nunca visto. Entonces pensamos que no sobraba recordar en esta corta comunicación que otra cosa dicen los hechos y la historia. Espero no haber merecido la excomunión por violar la ley 35 de 1888 ratificando el Convenio del 31 de diciembre de 1887: “Artículo 13. El Gobierno impedirá que en el desempeño de asignaturas literarias, científicas y en general, en todos los ramos de la instrucción, se propaguen ideas contrarias al dogma católico y al respeto y veneración debidos a la Iglesia”. Desde la Universidad del Valle mis labores prosiguen, y espero poder ampliar las investigaciones, profundizar unos tema, reforzar los hallazgos, asegurar unas tesis. Esta es mi meta y mi programa de trabajo para los próximos cuarenta años. Muchas gracias, compañeros de la Nacional y de otros lugares. Cali , viernes 23 de febrero de 2007.

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