Sodoma y Gomorra - Curzio Malaparte

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Sodoma y Gomorra es el último,

más impactante, de los ochoelegantes relatos que forman partede este libro. En él, CurzioMalaparte realiza un viaje

maginario junto a Voltaire potierras palestinas, desde Jerusaléa Sodoma, pasando por el ma

Muerto y Jericó. El viaje les servirápara reflexionar acerca de laexistencia y el sexo de los ángelesasí como para revivir los oscuroepisodios acaecidos en la ciudadsodomita. Los otros relatosauténticas joyas líricas del exquisito

autor italiano, llevan por título La

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magdalena de Carlsbourg, La hijadel pastor de Born, La mujer rotaHistoria del Caballero del Arbol, Enegro de Comacchio, E«martillador» de la vieja Inglaterray La «Madonna» de los patriotas, y

se sitúan en escenarios tan diversocomo Bélgica, Escandinavia, RusiaItalia o Polonia.

La poderosa personalidad deMalaparte se muestra plenamenteen este libro de extraordinaria

fuerza descriptiva que, junto con umarcado sentido de lo trágico y unronía puramente latina, brillamagistralmente desde la primera

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página.

Curzio Malaparte es un auto

mprescindible para entender ecomplejo imaginario italiano de laposguerra.

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Curzio Malaparte

Sodoma yGomorra

ePub r1.0German25 28.03.16

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Título original: Sodoma e Gomorra

Curzio Malaparte, 1931Traducción: Eduardo Bittini

Diseño de cubierta: Ana Domínguez &Astrid Stavro

Editor digital: German25ePub base r1.2

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 A ti que entraste

a caballo en mi vida.

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La Magdalena deCarlsbourg

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uestros últimos muertos habían sido yenterrados en el cementerio de Rocroi.

El primero de diciembre no

pusimos de nuevo en camino haciseptentrión: nos hallábamos, en aqueentonces, en el mismo corazón de es

riste país valón, que abraza, con sunmensos bosques de abetos, tod

aquella tierra belga que confina ya co

Luxemburgo. Nadie recordaba un invierno tariguroso. Por la noche, se oían loaullidos de los lobos por entre lo

abetales; los hielos obligaban a lociervos y a los jabalíes a salir de lantrincadas espesuras de los bosques

buscando tierras menos inhóspitas po

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as inmediaciones de Carlsbourg dondeustamente, teníamos nosotros nuestr

acantonamiento invernal.

Los recuerdos aún latentes dnuestras aventuras del verano y deotoño pasados, de nuestra partida d

talia encuadrados en el Segundo Cuerpde Ejército, las cruentas batallas por lobosques de Bligny, por el Aisne, sobr

el camino de las Damas, sobre lamarismas de Sissone, la victoriospersecución hasta Rocroi del enemigen derrota; la impresión de la

nterminables jornadas de marcha, hora  horas, bajo la incesante lluvia, desd

el Mosa hasta las selvas de Saint

Hubert, curvados y agobiados bajo e

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peso de los equipos, de la fatiga, de laheridas, y pisando siempre los talones aa casi deshecho y derrotado ejércit

eutón, nada de esto, con ser muchoograba quitar de nuestros espíritus lmpresión de sentirnos, en medio d

aquellos enormes, húmedos y tenebrosobosques, como los meros restos de uejército disperso que ha de lucha

siempre contra el frío, contra el hambr  contra la agobiante sensación dhallarse aislado en medio de uerritorio extranjero.

El horizonte estaba continuamenteñido de un tono grisáceo, monótono

desesperante. La casa en que m

alojaba, frente por frente del Vra

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sanglier des Ardennes  —albergue aberna que nuestros soldados llenaba

de cánticos y de risas durante la noche

os compases del «rommelpot»—aquella casa, repito, me oprimía ecorazón con su aspecto de soledad, d

abandono, de eterno frío.Por las mañanas, o al caer la tarde

solía dedicarme a la caza del ciervo: la

furiosas persecuciones mproporcionaban así una válvula descape que a veces lograba darme egrado de equilibrio necesario par

poder luego seguir afrontando aquellmonotonía en que nos hallábamosumidos.

Pero ¡qué triste es, realmente, e

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sonido del cuerno de caza cuando se loye desde el fondo mismo de lobosques!

Aun así, y como digo, me dediqué dleno a la caza, a falta de mejo

ocupación en aquellos días concretos

con algunos soldados marismeños y cootros tantos cazadores de Carlsbourgde Saint-Hubert, buenos conocedore

éstos de las tretas del jabalí, dábamobatida tras batida por los nevadoparajes. La alegría de los cazadores svolvía contagiosa: sus canciones, la

charlas en torno a la hoguera, los tragode buen vino con que combatir el fríreinante, todo ello llevaba calor a m

espíritu y me permitía, al menos po

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algunas horas, olvidar la causa dnuestra estancia, los horrores que podoquiera nos rodeaban. El «¡dallí!

«¡dallí!» de los marismeños, e«¡Hallalí!» de los batidores dCarlsbourg, lograban sacarme de m

estado de aburrimiento, de abatimiento por eso, justamente, me lanzaba en s

compañía, vez tras vez, a lo má

profundo de los bosques.

Una tarde, al regresar de una batida

me quedé solo, aislado, escuchando losonidos —multiplicados a través de lespesura— del cuerno de caza qu

lamaba a los batidores indicándole

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que había ya llegado el momento deregreso. Se me hizo de noche cuando, afin, me decidí a volver a Carlsbourg

recordé, no sé aún por qué, que mcamino debería pasar forzosamente a uiro de piedra de la hostería de El jabal

negro, donde habita totalmente recluidaal decir de las gentes, una desgraciadmuchacha que durante la ocupació

había tenido comercio de amores coos invasores alemanes.Era así una hostería prohibida: po

orden terminante de nuestra Plan

Mayor, nadie, ni oficial ni soldadopodía trasponer aquel umbral.

Tal prohibición había sido exigid

por el burgomaestre de Carlsbourg. E

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oda Bélgica, y al igual que en aquellaregiones de Francia que habían sidnvadidas, tal clase de mujeres er

ratada con odio por sus convecinosHabían sido, incluso, declaradas fuerde la Ley, puestas al margen de l

sociedad de los Hombres.Se contaba, por aquellos días, qu

en Bruselas, durante la tarde del 11 d

noviembre —Día del Armisticio— unde esas pobres mujeres había sidperseguida por el Boulevard Anspach, apaleada por una multitud enloquecida

ávida de sangre: fue tratada luegoprecisamente, como lo eran laprostitutas de los remotos tiempos de l

Historia.

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Y tal ola de odio había llegadocomo la llama de un incendio que spropaga, hasta aquel pequeño puebl

perdido en el fondo de las Ardenas.Hacía un frío intenso que se metí

entre la ropa y que calaba hasta e

nterior de los huesos. Debo decir, siembargo, que no fue ésta la causa qume impelió a llamar a la puerta de l

casa prohibida.Al sonar mis aldabonazos, un llantcomenzó a oírse allá dentronmediatamente me arrepentí de lo hech

  bruscamente me separé unos pasosquedando así en la oscuridad. En lplanta baja se abrió una contraventana

pude entrever, en la penumbra, una cara

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casi aún de niña, que desapareciseguidamente.

Aquella tarde no tuve valor par

lamar de nuevo; pero al día siguientehacia el ocaso, volví otra vez a lhostería de  El jabalí negro  y, si

dudarlo más, entré ya en su interior.La aborrecida prostituta no era sin

una muchachita de poco más de veint

años, frágil y blanca, con grandes ojodulces, y con el pelo rubio dividido edos crenchas y anudado luego, bajo lnuca, en un pequeño moño. Hablab

sonriendo y aquella sonrisa tristluminaba por completo su cara, su

ojos, dándole un aspecto de tota

desamparo. Se llamaba Magdalena; per

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en el país, desde que ocurrió aquello, llamaban Madelón.

Me acogió con miedo al principio

uego, quizá, con confianza y coagradecimiento. Pero aquel primer díno me atreví ni tan siquiera a darle l

mano.En las próximas visitas llegamos y

a ser buenos amigos. Su casa er

húmeda y fría, igual en todo a una casabandonada.Magdalena no solía atreverse ni ta

siquiera a salir al bosque para busca

eña: su madre, una viejecilla que mmiraba silenciosa desde un rincón decuarto, no tenía fuerzas para manejar e

hacha. Y cuando los lugareños la veía

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recogiendo las ramas caídas, lamenazaban también desde lejos, copuños y palos. Aquellas ramitas no era

suficientes para calentar el hogar. Dabauna gran llama al principio, peracababan de arder en breves minutos. L

casa, así, continuaba helada día tras díaMagdalena, durante la noche, hacía dvez en cuando pequeñas incursiones po

el bosque. Pero pronto la dominaba eerror y regresaba apresuradamente casa, trayendo tan sólo algún pequeñronco, las manos llenas de sangre y e

corazón atenazado por el pánico.Una tarde me ofrecí a acompañarla

así aquella casa volvió a conocer l

alegría de las llamas bailando en l

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de una semana, gracias a aquel cuidadoa muchacha se había curado totalmente

Y era la suya entonces una alegrí

nocente, pero tan intensa que se le salípor los ojos aun cuando estaba esilencio. Empecé a sentir así una gra

piedad por aquella desgraciada: cuandnuestros ojos se encontraban era ysiempre el primero en bajar la vista.

Magdalena se fue recuperandgradualmente y comenzó ya a sentir dnuevo la alegría de vivir, la confianza eel mañana.

Una tarde, la pobre chiquilla cogimi mano, la apretó con fuerza, puso suabios sobre ella y comenzó a llorar e

silencio. La historia surgió entera, si

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haberla nadie pedido:Al principio de la guerra, cuando y

os alemanes habían entrado en Dinant

el padre y el hermano de Magdalena shallaban por los bosques, dedicados a lcaza.

Y en aquellas mismas zonaselváticas se unieron ambos a laguerrillas de francotiradores de la

Ardenas.¡Hallalí! ¡Hallalí! Los cazadoreprofesionales comenzaron la caza dehombre, la caza del ulano.

Pronto el ejército ocupante organiza captura de tales guerrilleros: lo

francotiradores de Carlsbourg n

regresaron ya jamás a sus hogares

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Magdalena quedó sola con su madre, eaquella casa perdida en el bosque en lque faltaba, y faltaría de allí en adelante

el calor y la protección de un hombreMagdalena quedó, pues, virtualmentsola y sin poder defenderse. Pasó lueg

a oleada de los ocupantes. Magdalenfue violada por las fuerzas tantas vececomo los dominadores así lo quisieron

Después, Magdalena hubo de entregarspor hambre.Sentí un profundo dolor en e

corazón: un dolor que no era sino rabi

  piedad, odio y compasión al mismiempo. Hubiera entonces querid

decirle: «Magdalena, yo sí te quiero»

pero… ¿cómo podría hacerlo?

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Acaricié sus cabellos y su rostro.Con mi mano, torpemente, sequé su

ágrimas.

La luna parecía ir saliendo al cieldesde el fondo de los bosques, en loque el viento entonaba su monóton

melodía.

Allá por Navidad, cuando loprimeros soldados del rey Alberto —lnfantería de Charleroi, de Ypres, de Ly

— iban regresando a sus hogares d

Carlsbourg, de Saint-Hubert, dHouffalize, el odio contra todas aquelladesventuradas que se habían vendido

os invasores tomó nuevos bríos y s

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extendió como un reguero de pólvora, dun extremo a otro de las Ardenas. Emuchos pueblos había comenzado ya l

caza de tales mujeres, llevada a cabademás con auténtico furor bíblico: lmultitud, ahíta de desquite, ansiosa d

vengarse en quien fuera y como fueraas había arrastrado por los cabellos, d

calle en calle, fustigando sus cuerpo

desnudos, al mismo tiempo, con crueleatigazos. Los gendarmes se habían vistprecisados, en muchas ocasiones, disparar sus armas al aire a fin d

contener el tumulto.En Saint-Hubert, donde radicaba e

cuartel general del Cuerpo de Ejércit

taliano, nuestra Plana Mayor se habí

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dado buena maña para sacar de localidad a todas aquellas mujeres, baj

buena escolta, trasladándolas a Namu

donde parecía existir un mayor númerde seguridades.

Se cursaron también órdene

rigurosas a todos los mandos italiano—desde Houffalize hasta la fronterfrancesa— de detener a tale

desventuradas para recluirlas, antes dque la multitud se hiciera con ellas, eos conventos de los pueblos; por endeales conventos habían de queda

debidamente protegidos por nuestropropios soldados.

La noticia de tal fuga, de tal medida

que venía así a privar al pueblo de s

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venganza, hizo que un odio exacerbadse desatase entre los aldeanos: más duna casa fue incendiada. Ellas había

escapado por minutos, pero supropiedades sufrirían, al menos, laconsecuencias.

Al primer anuncio de peligroMagdalena fijó en mí sus ojos: «Ahorme tocará a mí. Vendrán a llevarme». S

apoyó en el quicio de la puertmirándome con una expresión de amor ya la vez, de resignación, de fatalismo.

Era un día claro, despejado

aparentemente en calma. De improvisoa campana de la iglesia comenzó

voltear, alocada, anunciando un peligr

nminente.

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Salí de la casa y miré hacia epueblo: las calles estaban totalmentdesiertas. Pero una negra nube de hum

se alzaba allá por la parte del convento. —Han incendiado la casa de l

Valghedem —murmuró en voz baj

Magdalena. Luego quemarán la nuestraDios nos ha dejado de su mano!

Y al decir esto, paradójicamente, s

santiguó con fervor y miedo.La vieja había caído de rodillas eun rincón y se tapaba angustiosamente erostro con las manos.

¡Huir! ¡huir!, pero… ¿hacia dónde¿Esconderse en el bosque, entre laespesuras? pero… ¿y luego? El frío

os hielos obligarían bien pronto

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abandonar tales refugios. No había tiempo que perder: e

cuatro saltos llegué al centro del pueblo

corrí a nuestro Comando y, brevenstantes después, regresaba ya con u

piquete de soldados. Rodeamos

Magdalena y a la anciana y minutodespués se hallaban ya ambas, sanas salvas, dentro de los muros de

convento. —«Nenni» —me dijo Magdalenmirándome fijamente a los ojos.

 No quise detenerme más. L

campana seguía tocando a rebato. Erpreciso ver qué pasaba, qué podíhacerse aún por evitarlo.

Todo el pueblo estaba alzado, pres

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de un auténtico odio y de una tremendfuria: pedía venganza.

Había circulado ya la noticia de qu

aquellas prostitutas iban a escapar, ebreve plazo, bajo una buena escoltaquedando así fuera del alcance de su

ras. Los hombres, las mujeres y lomuchachos recorrían el pueblo, armadocon bastones, picos y horcas, gritand

as peores amenazas. La casa de lValghedem, efectivamente, había sidncendiada.

 —¡La Valghedem, la Valghedem!

Cercaban ahora la casa como loperros cercan la presa. Esperaban verlsalir, obligada por el fuego, para cae

entonces sobre aquella mujer que habí

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cometido el imperdonable delito damar a los invasores.

En un cierto momento, alguien hiz

circular la noticia de que no saldría: dque aquellas heteras se habían amparaden el convento. La multitud se puso e

marcha. Al llegar frente al recinto, unluvia de piedras cayó contra la

ventanas. Comenzaron seguidamente

aporrear las puertas con sus aperos drabajo, con sus palos, con sus propiopuños.

 Nuestro Comando no esperaba est

reacción. No creíamos que pudiese lgente atreverse a violar así la seguridadel convento. Se tomó la decisió

nmediata de mandar un piquete e

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auxilio de los frailes, mientras que otrpartía hacia la casa de la Valghedepara tratar de apagar el incendio.

Partí con mis soldados a paso dcarga, calle abajo, los fusiles en ristregritando:

 —¡Fuera, fuera; despejen las callesLos aldeanos trataban de impedirno

el paso agarrándonos por las mangas

por las guerreras. A codazos, a culatazimpio, me fui abriendo camino.Mientras corríamos, miré hacia  E

abalí negro. No se veía humo e

aquella dirección. ¡Nadie habípensado, al parecer, en Magdalena!

Un soldado me indicó:

 —¡Han ido hacia aquella parte

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Hacia el convento!¡Dios mío, Dios mío, cuídame

Magdalena!

Súbitamente, llegó hasta nosotros eeco de un rumor cada vez más cercanoLa horda chillaba enronquecida.

Al llegar a las afueras del pueblnos dimos casi de bruces con la multituque avanzaba. En medio de aque

mpresionante grupo, en un claro, ibMagdalena, desnuda, arrastrada tambiépor los cabellos. Su cara se hallablena de sangre, rebozada en polvo. E

a piel de su cuerpo se veían las marcasangrientas de los latigazos.

 —¡Disparen al aire! —ordené a mi

soldados.

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Y ante el ruido de los fusiles, el aluse disolvió.

Me abalancé sobre Magdalena. Per

antes que yo, tan sólo algún instantantes, se echó sobre ella, brutalmente, upaisano. Vi como éste golpeaba a l

muchacha brutalmente en la ingle. Salzó luego el vengador, con el agudcuchillo aún en la mano y, dándose a l

carrera, desapareció entre los bosques.

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La hija del pastor deBörn

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Tras la muerte de mi madre, el desoladsilencio de los grandes bosques d

orrland fue invadiendo paulatinament

nuestra casa de Börn: el frío y lhumedad se fijaron contra los vidrios das ventanas; una pátina verdos

comenzó a recubrir poco a poco lomuros del edificio. Y así, nuestro hogafue impregnándose de aquella humedad

de aquel frío que acabó por entrar hasten los últimos rincones.Mi padre, pastor de la iglesia d

Börn, trató inútilmente de defenderl

contra aquel lento pero incesante ataquque procedía de los bosques: hizgrandes hogueras en las chimeneas

quemó las matas, colocó braseros e

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odas las habitaciones y terminóncluso, por abatir los seculares abeto

que rodeaban nuestra casa. Pero todo fu

en vano. La humedad se filtraba por esuelo, por los rincones, por el mismaire y continuaba, tenaz y machacona, s

ninterrumpida invasión. Los muros, lamaderas del suelo, las grandes vigas dos techos, todo en una palabra

rezumaba ya humedad, tristeza, frío.En cierto momento, mi padre ssintió tentado a prender fuego a lcasona para no verla morir así, poco

poco, en aquella interminable agoníaPero el amor al hogar, cuna de lfamilia, pudo más. No quiso, por ende

rebelarse contra los designios del Señor

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Y optó por refugiarse en la habitaciómás oscura, rindiendo la casa a lnvasión, sin hacer ya, desde entonces

ni el más leve gesto de defensa.

Desde aquel mismo día, tambiénparecimos quedar en el más absolutaislamiento. Nadie venía a vernos, nadi

ograba trabar conversación con mpadre, ni tan siquiera en la mismglesia. Se había convertido en u

hombre silencioso y huraño qu

esquivaba las amistades y que miraba odo el mundo con aire de enemigo. L

gente de Börn, cuando le veía dirigirs

hacia la casa, miraba con curiosidad a l

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puerta principal, que había sido ycondenada, y alzaba luego los ojos hacias ventanas como queriendo hallar e

alguna parte del inmueble el menosigno de vida. Se decía, incluso, que epastor me tenía recluida, semiprisionera

en aquella casona en ruinas sin que fueróbice para ello, al decir de las gentesmi lamentable estado de salud. Per

nadie se atrevía a interrogar a mi padral respecto: cuando, en la penumbra da iglesia, se volvía él hacia los fiele

para dirigirles el sermón dominical

contemplaban todos entonces su carmustia, su boca siempre plegada emueca enfermiza, sus ojos hundidos,

odos entonces sentían piedad por e

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anciano y se reprochaban en su fuernterno haberle dejado solo, habe

consentido que se aislase así de l

otalidad de sus feligreses.¡Cuánto había cambiado en aquello

iempos! ¡Qué diferente era de cuand

aún le acompañaba mi madre en supaseos por los alrededores de Börn, poas blancas calles del pueblo, hacia lo

abetales oscuros del bosque, mientras soían las cantarinas campanas de lglesia!

En todos los corrillos se hablaba d

su estado actual, de su retraimiento, dsus visibles sufrimientos y todos, en efondo, se sentían un poco culpables d

ello. Sólo los más jóvenes l

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reprochaban su rendición sin luchahaciéndole así responsable del estadde abandono, de semirruina de lo qu

antes fuera aquella bella casa del pastore incluso de su comportamiento parconmigo. Pero los ancianos, los que l

habían conocido cuando era joven estaba pletórico de vida, decían en sdescargo que yo había salido en un tod

a mi madre, con el mismo carácter débie irresoluto, y no se extrañaban poanto, ni en lo más mínimo, de m

voluntario enclaustramiento.

En medio de aquellas paredes qurezumaban humedad, mis días eraentos, desesperantes, eternament

guales y monótonos. Mi padre, qu

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sentía por mí un cariño celoso nquieto, no me permitía ni el meno

gesto exagerado, ni la menor palabra d

alegría, ni de piedad, ni de afecto. Unsimple carcajada mía herínstantáneamente su sistema nervioso.

 —¡Ana, Ana, tengo miedo! —grituna vez desde el fondo de su lóbregestancia al oírme cantar.

 —¡Vete, apártate! —me dijo otra eque apoyé, en un tímido intento ddemostrarle mi cariño, mi cabeza sobrsus hombros. Tenía, en tal momento, su

ojos llenos de lágrimas: su mirada mnfundió una auténtica sensación d

pena. Procuraba esconderme para llora

a solas mi sufrimiento: me situaba en lo

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rincones más oscuros de la casa comenzaba allí a sollozar, como un niñorestregándome los ojos con mis puños.

De repente, le oía ponerse a gritarencerrado en la única habitación quutilizaba: «¡Socorro, socorro!»

exclamaba con gritos descompasadosuego súbitamente, volvía a quedar e

silencio. Entonces entraba yo d

puntillas en su habitación para poner eorden todos los objetos que, durante sataque, había él arrojado por el sueloEn tales momentos, escondía mi padre e

rostro entre los brazos, echado dbruces sobre su escritorio, fingienddormir y aguantando su jadeant

respiración. Pero cuando de nuev

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volvía a apoderarse de él uno daquellos ataques de miedo, volvíentonces a mi encuentro, con mirad

suspicaz y temerosa, volviéndose a cadmomento, como si temiese que alguien lfuera pisando los talones.

Sentía también una verdadera fobipor los espejos. Revolvió cientos dveces la casa, de un rincón al otro

ratando de hallar alguno. Miraba detráde los armarios, en el interior de locajones, en el desván. Y cuando se dabel caso de encontrar un espejo, por mu

pequeño que fuese, lo alzaba entoncecon sus manos, torcía la cara para nverse reflejado en él y corría, como u

poseso, a tirarlo por la ventana co

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odas sus fuerzas. Al oír el sonido devidrio roto, su cara volvía a serenarseLuego, recorría en triunfo la casa dand

gritos de alegría y ya le continuaba ebuen humor por algunas horas.

Así, pues, yo me veía precisada

para arreglarme, a mirarme como podíen los cristales de las ventanas. Nquería tampoco mi padre que me avias

o a mi manera; para no hacerle sufrienía que vestirme como lo hacía mmadre: me veía obligada a usar lorajes de ella, sin que yo osara, en mod

alguno, arreglarlos o modificarlos.Y yo, envuelta en aquellos trajes y

viejos, en mal estado casi, y de tall

muy diferente a la mía, sentía aumenta

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mi tristeza, mi sensación de abandonode encerramiento. Pasaba horas y horasin poder hacer más que escuchar lo

ruidos de aquel viejo caserón, logemidos de las vigas y de las maderasa casi completamente empapadas, e

susurro del viento que entrabibremente por los mil resquicios, e

ruido que hacían, allí cerca, los abeto

agitados por el aire. Me parecía que eiempo era algo interminable, algo fuerde toda medida y de todo fin; continuabnmóvil, sin ninguna esperanza, si

ningún objetivo, sin ninguna alegría.Tenía un recuerdo confuso de lo

iempos ya pasados. A veces, al mirarm

en el cristal de una ventana, creí

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vuelvas luego a ocuparte de él. Es enuevo pastor que viene a sustituirmaquí en Börn.

Volvió la espalda, agachó más aúsus caídos hombros y se encerró dnuevo en su estancia.

Guda me aclaró inmediatamente quél no había venido a sustituir a mi padresino, por el contrario, a ayudarle.

 —La iglesia de Börn es demasiadmportante —añadió— para que todo speso y su trabajo recaigan sobre uhombre tan cansado y enfermo como e

ahora su padre.Me hizo ver que sólo así, con s

ayuda, podría seguir siendo mi padre e

pastor titular de la iglesia de Born. La

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autoridades de la Iglesia no le hubieseconsentido, de otro modo, seguir en spuesto dado su actual estado.

 —Está enfermo, muy enfermo —continuó diciéndome en voz bajamientras me miraba fijamente a los ojos

Me pidió que le ayudase a hacecomprender al anciano la verdaderrazón de su venida; a hacerle creer que

acabado él de ordenarse, había elegidBörn como primera residencia a causde la importancia de su iglesia y acariño que los feligreses sentían haci

su pastor. Así, en tan buena compañía, édaría los primeros pasos de sministerio.

Aquella tarde me hice el propósit

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de tener una conversación con mi padrepara contarle todo aquello que Guda mhabía relatado. Cuando lo hice, m

respondió riendo con una expresión ndemasiado confiada aún en sus ojos:

 —Lo sabía ya: había sido advertid

de todo. La ciudad de Dios es tomadcon asechanzas. Por lo demás, ¡sebienvenido a nuestra casa! Si es verda

o que dice, las pruebas nos ldemostrarán. Pero que no crea que va hacerse el amo de la iglesia. Si quierayudarme, ¡qué comience por quitar l

herrumbre de la campana! Pero mi cases mía y aquí no le consentiré ni que mayude ni que me aconseje.

Cerró luego los ojos y pareci

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quedar meditando. Mas cuando yo mdirigía hacia la puerta, estalló en otro dsus arrebatos de furor.

 —¡María, María! —gritó con acentdestrozado—, ¿quién te ha mandadpeinarte así? y se tapaba los ojos con la

manos para no ver mi peinado, que no sparecía en nada al que él viera siempren su esposa.

Guda era un hombre alto, delgadocon rostro juvenil pero severo, con ojo

muy negros y de mirada firme. Hablab sonreía con la serenidad del que tien

una conciencia bien tranquila y no ha d

ocultar nada a nadie.

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Ya el primer día de su estancia entrnosotros me dio a conocer la curiosidaan grande que sentía al verme vestid

de aquella estrafalaria forma, coaquellos viejos y ajados vestidos, de uamaño no apropiado a mi cuerpo y d

un estilo que en nada convenía a unmuchacha joven. Incluso puso lógicas atinadas objeciones al anticuad

peinado que llevaba.Cuando vio que mi padre no mlamaba por mi nombre sino por el de m

pobre mamá, una sonrisa d

comprensión pasó por su rostro. Cayentonces en la cuenta de por qué me veío obligada a vestirme y a peinarm

como una mujer mayor. Me hizo u

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guiño como para asegurarme que estaba en el secreto.

Poco a poco, me fui sintiend

atraída por su bondad, por la pacienci cariño con que trataba a mi padre. L

acompañaba a la iglesia, le ayudaba, l

sustituía en las tareas más fatigosas, lseguía incesantemente en sus visitas apueblo. Y todo ello lo hacía sin para

mientes en la continua serie de desairecon que mi padre le trataba. El ancianparecía empeñado en no querer verle, egnorarle. Cuando hablaba de él, decí

simplemente «ése» con un airotalmente despectivo.

Pero lentamente pareció irse lueg

acostumbrando a la presencia de s

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oven ayudante y llegó ya hasta a dapaseos con él por la campiñacolocándose a su lado y no alguno

pasos delante como hacínvariablemente en los primeroiempos. Cuando nos hallábamos los tre

untos, yo procuraba no mirar tasiquiera a Guda para no herir aquecariño celoso y enfermizo que por m

sentía mi padre. El caso es que, poco poco, la vida se fue haciendo menodura en la casa. El anciano pareció salide su ostracismo y pudimos así i

combatiendo otra vez la húmednvasión que procedía de los bosques

Al cabo de algunas semanas, la

habitaciones habían vuelto a orearse, la

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hierbas habían sido de nuevo arrancada  volvía a respirarse ya, dentro de l

morada, un aire de casa habitada, d

casa que vencía los embates del frío, da humedad, del abandono.

Cuando Guda estaba cerca de mí, m

parecían menores las penas, mápequeñas las dificultades. Cuando mveía llorar venía hasta mí, me cogí

iernamente de la mano, me miraba a loojos y sonreía. Yo, entonces acababa mlanto y sonreía feliz. Una tarde me dijo

 —Ana, tienes que acabar est

dolorosa comedia. Tu madre no sufre yaY luego me hizo cambiar de peinado

enderezar los hombros y mirarl

sonriente.

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Tan pronto como mi padre se dicuenta de aquel pequeño cambio mgritó:

 —¡Fuera, fuera de aquí! ¡No quierque cambies! —y escondió su cara traas manos para no verme. Guda m

contuvo con la mirada: —¡Quédate aquí! —me ordenó e

voz alta.

Me sentí desfallecer y hube dapoyarme en la pared para no caer poierra. Luego, miré a Guda a los ojos

Pero no fui capaz de obedecerle y m

dirigí a la puerta del cuarto. Corrí a mhabitación y allí, sobre mi cama, llorargo rato.

Algo después me contó Guda que m

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padre había caído en una crisis: habícomenzado a gemir como un niñohablándole de mí como si fuera María

su esposa. Le culpó luego a él de habeentrado en aquella casa para sembrar ldiscordia y la desgracia, para romper l

poca felicidad que le quedaba. Despuéscon voz entrecortada por el llanto, ldijo —según me siguió contando Gud

— que no le importaba ya ni tan siquierque le quitase su puesto en la iglesia dBörn, aun con ser mucho lo que estpara él significaba. Pero que no l

quitase el amor de María, la únicpersona que no le había abandonaddespués de la muerte de su hija, l

pobrecita Ana. «Está muy enfermo

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concluyó Guda, pero aun con eso, y cooda la piedad que siento por él, n

puedo seguir su juego. Va en ello t

felicidad, ¿comprendes? No puedomar parte en esta trágica farsa. N

puedo hacerlo ni aun pensando en s

enfermedad. Es necesario hacerlcomprender de nuevo. Necesitamos quepoco a poco, vuelva a ver en ti a su hija

Y el día en que él deje de encontrar en ta imagen de su mujer, el día que te vecomo quien eres realmente, en tamomento su espíritu estará ya en camin

de curarse. Dios creó la felicidad, Anapero la creó para todos. No lo olvides»

En sus ojos, mientras decía esto, s

veía una pequeña luz que era, sin duda

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de amor.¿Para qué recordar ahora tod

cuanto sufría yo en aquellos días, e

aquella casa siempre llena de angustia de temor hacia la horrenda enfermedade mi padre?

Muy poquito a poco, casnsensiblemente, y con una cautela llen

de temor, fui volviendo a tomar m

auténtico aspecto: comencé por arreglaa mis medidas y a mi estilo algunoviejos trajes de mi madre. Sólo aquellfue ya bastante para hacerme aparece

como lo que realmente era: como unchica joven y llena de vida. Pero no matrevía aún a llevar más adelante lo

cambios para no herir muy de golpe a

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mpresionable viejo.Pero él pronto cayó en la cuenta d

ales mudanzas y entonces hizo l

mposible por no verme, por nmirarme. «¡María, María!», gritabuego, cuando se hallaba a solas, con u

acento de desamparo, de miedo y drabia a la vez.

Por aquel entonces comenzó tambié

a sentirse continuamente perseguidoHasta cuando estaba en la iglesia svolvía cada momento hacia los fielescon mirada recelosa, como si temier

que alguno de entre ellos tratase dhacerle mal.

Todos los domingos por la mañan

nvitaba a Guda a que pasase a s

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aposento y le pedía entonces quescuchase sus pláticas. Pero Guda labandonaba pronto para ir a hacers

cargo de los deberes de la iglesia. Eanciano seguía entonces solopredicando en alta voz en aquell

sombría y desierta habitación. Yo era lúnica que, tras la puerta, escuchaba sufrases: unas frases dichas con un acent

de bondad, de infinita tristeza, pero sia menor fuerza. Las palabras de uhombre bueno; mas unas palabras quhabían ya perdido todo su acento.

 —¿Se curará el pastor? —preguntaban a Guda los ancianos depueblo. ¡Al menos, que Dios cuide de s

desventurada hija!

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Todos temían por mi salud. Algunosque me habían visto ataviada coaquellos extraños trajes, comenzaban y

a preocuparse por mí y creíansinceramente, que yo no tardaría eseguir los pasos de mi pobre madre. E

día en que, finalmente, me atreví a salide casa, la gente me miraba cocuriosidad, me sonreía co

conmiseración viendo mi cardemacrada, pálida y como sin vida, fuerza de aquel continuo encierro entras lóbregas y húmedas paredes de l

casona. Al darme el aire libre volví ener color, volví a tener nuevament

algo del aspecto de juventud que m

correspondía. Se comenzó entonces

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pensar que Guda no debería ser extraña tal curación. El pueblo de Börn no lveía con malos ojos, puesto que toda

sus gentes eran buenas y, ademásquerían ya a Guda.

Yo me sentía cada vez más ligada

él, con un afecto delicado y profundouestros silencios estaban llenos d

significado. A su lado todo me parecí

más agradable, más lleno de vida y desperanza. Un brusco cambio se operen mí cuando Guda me besó por primervez. Entonces decidí yo también acaba

cuanto antes con aquella comedia qume privaba de mi propia vida, de unvida que yo tenía pleno derecho a vivir

Con el aliento y la ayuda de Guda m

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sentí nuevamente joven, nuevamentesperanzada y deseosa de alcanzar lfelicidad que hasta entonces nunca habí

conocido.Mi padre comprendi

nmediatamente lo que me ocurría. S

dio cuenta del cambio de mi expresiónde la variación de mis vestidos, de maire incluso. Se curvaron más su

hombros, se agachó más aún su cabeza rehuía mirarme. Las raras veces que lhacía, veía yo en sus ojos una expresióde celos, de desconfianza, de tortura

Me sentía incapaz de soportar el peso daquella mirada ora aviesa, ormplorante, y huía entonces despavorid

lorando.

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 —¡No temas! —me consolaba Gudao te hará daño.

Una tarde, pasado ya el mediodí

las primeras nieblas caían ya sobre lobosques, juntándose en el suelo con lanieves), mientras andábamos paseand

Guda y yo en dirección al lago, oímogritar a nuestra espalda: eran unos gritobreves y agudos, parecidos a aquello

de los pastores cuando azuzan a superros «¡ehá! ¡ehá!». —No te preocupes —me tranquiliz

Guda—; será sin duda Marnö que reún

su rebaño.Estábamos llegando ya junto a lo

res molinos, allá donde el camino s

reúne con la orilla del lago, cuand

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oímos ya claramente una voz qugritaba:

 —¡Guda, Guda, has deshonrado m

casa! ¡Me has robado mi mujer, GudaGuda, Guda!

Una gruesa piedra vino a caer junt

a mis pies. Guda me tapó con su cuerpouego, volvióse hacia donde habí

sonado la voz y echó a correr en aquell

dirección. Al no hallar nada ni a nadiregresamos a casa, entre la niebla que sba espesando por momentos. M

angustia era tan grande que no podía n

lorar. Guda permanecía sereno, persus labios se movían como si estuviesrezando en voz muy baja.

Un momento después, mi padre entr

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en la casa. Traía el aire de un niño quse siente culpable por algo que hhecho. Mas luego, sacando fuerzas, s

plantó delante de Guda, mirándolfijamente a los ojos.

Guda se dirigió a él:

 —Padre, ha estado muy mal lo quusted ha hecho. No ha sido la acción dun hombre que cree en Dios y que l

sirve.Mi padre agachó la mirada, abatios hombros y murmuró con voz débil:

 —¡Tengo frío!

 —Hace mucho tiempo que no rez—prosiguió Guda en voz baja. Pernadie puede esconder sus acciones a l

mirada de Dios.

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El pobre enfermo intentó sonreír coaspecto lastimoso:

 —¡Tengo frío! —repitió.

Luego, dando un rodeo, esquivó lpresencia de Guda y salió muentamente de la estancia.

A partir de aquella tarde, se acabpor completo la paz en nuestra casaTeníamos miedo de mi padre: n

sabíamos qué hacer para evitarle, parno encontrarnos con él, para huirlepuesto que ya el miedo había llegado ser mucho más fuerte que la piedad

que la lástima. Cuando menos lesperaba le hallaba en un rincón oscurodetrás de un árbol, continuament

espiándome, vigilándome, desconfiand

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 celoso. Cuando me encontraba, se ibarrastrando pesadamente los piemientras gritaba: —¡Desgracia

desgracia!Ésta era la palabra que se hallaba

odas horas en sus labios:

 —¡Desgracia, desgracia!Delante de Guda, por el contrario

permanecía tranquilo, sereno y en calma

como si le temiese. Cuando Guda leía evoz alta, mi padre le escuchabatentamente, mirándole cara a cara ntentando sonreír a veces. Pero esto

momentos de calma eran cada vez mácortos y más escasos, e iban seguidosiempre por otro período de inquietud

de nervios, de desconfianza.

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Una tarde, encontraron a mi padr

caído en un foso de los alrededores dBörn. Estaba allí dentro, tumbadoquieto, inmóvil como un muerto, entre l

nieve y el fango. A los que le recogieroes decía: —¡Andad y decid a todo el mund

que el pastor de Börn ha sido mediasesinado por Guda, por Guda que le hrobado la mujer!

Le alzaron en vilo y le llevaron as

hasta nuestra casa, dando un gran rodepara no pasar de aquella forma por epueblo. Mientras tanto, él les ib

diciendo:

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cara entre las manos: —¡Desgracia, desgracia, ha

querido asesinar al pobre pastor d

Börn! ¡Le han dejado tirado en un fosoentre la nieve; le han dejado solo!

Y siguió así quejándose entr

sollozos, hasta que al fin el sueño pudmás que él y acabó durmiéndose.

A la tarde siguiente, Guda reunió

os hombres de Börn y les explicó cooda claridad el actual estado de mpadre: les contó sus delirios, sumanías, sus visiones, haciéndoles ver e

peligro que todo ello representaba parmí y pidiéndoles que tomasen algundeterminación al respecto.

 —Es un enfermo al que todo

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enemos que tratar de curar: no podemodejarle solo. Hemos de estar a su ladpensando en el bien que podremo

hacerle, aun sabiendo todo el mal que dél podremos recibir.

Guda hablaba con su clásica dulzura

pero con voz firme y decidida. Nadignoraba ya en el pueblo el verdader

estado de su pastor. Todo el mundo l

sufría como una desgracia propia, pernadie encontraba, la manera efectiva dayudarle. Cada uno opinaba una cosdiferente. Comenzaron pues a discutir

enfadados todos por no poder haceprevalecer sus propias opiniones. Todoquerían curarle, mas cada cual a s

forma y estilo. Alejarle de Börn, au

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cuando ello pudiera sonar a ingratitupor parte de los feligreses, era lopinión que parecía ir contando con má

adeptos. —Ha sido nuestro padre tant

iempo —decía el viejo Marnö— qu

ahora hemos de cuidarle como srealmente lo fuera. Él sufre por nuestropropios pecados; no es la primera ve

que la justicia de Dios cae sobre lcabeza de un inocente para salvar ascon su sacrificio, a los culpablesHemos de cuidarle, pues, como a u

auténtico padre. Y hemos de curarle. Lendremos con nosotros en Börn, ¡nad

de alejarle! Usted, Guda, podrí

ocuparse de la iglesia en su nombre

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como de hecho lo viene ya hacienddesde hace algún tiempo.

Todos, al fin, aprobaron cuant

Marnö había dicho. —El pastor pertenece al pueblo d

Börn —concedió Guda—, pero ¿y s

hija?Los reunidos miraron a Guda; ést

bajó los ojos.

 —Solamente usted —añadió uercero— podrá cuidar debidamente della.

 —Nadie mejor que usted para ser s

utor, Padre —propuso otro.Guda quedó en silencio, meditando

Luego miró a la concurrencia y dijo:

 —El cariño que siento por ella m

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mpide hacer el papel de tutor.Después, les contó todo: les dij

cómo había sido su llegada a nuestr

casa, cómo había tratado de impedirmcontinuar aquella trágica comedia, cómasí el amor había nacid

nsensiblemente entre nosotros: lerelató también cómo mi padre, en sfalta de juicio, creía ver en mí no a s

hija, sino a aquella esposa que habímuerto ya hacía bastante tiempo. Cómél la creía aún con vida mientras qudaba por muerta a Ana. Y cómo de aqu

habían nacido sus celos, sdesconfianza.

 —No veo entonces sino un

solución, un solo remedio —indic

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Marnö. Que usted se case con lmuchacha.

Guda concretó:

 —Ésta ha sido una de las razones desta reunión para la que os hconvocado: para pedir vuestr

consentimiento. Ana no me perteneceYo no puedo resolver por mí soloVosotros sois quienes podéis decidi

sobre nuestra felicidad futura.Todos quedaron conmovidos ante lfranqueza, ante la honradez de Guda. Éal decir todo esto, tenía los ojos lleno

de lágrimas.Y así, en aquella asamblea, s

decidió que nuestros esponsales s

celebraran al llegar el invierno.

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Mi padre, entretanto, consintió epasar a vivir en casa de Marnö. Se ladujo, para convencerle, que allí estarí

más tranquilo y más sosegado y que coa calma recobraría rápidamente l

salud y las fuerzas.

Una mujer de Börn, que me habíenido ya en sus brazos cuando yo no er

más que una pequeña, recién nacida

vino a vivir conmigo para no dejarmsola en aquella lóbrega casona llenpara mí de tantos recuerdodesagradables.

El día de nuestra boda llegó al finTodo el pueblo de Börn acudió en plena los esponsales. Todos me felicitaron

me besaron como a una hija, celebrand

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ver de nuevo la alegría en mi expresiónras todos aquellos difíciles tiempo

soportados.

 Nadie había comunicado a mi padra noticia. El día de la boda, Marnö so llevó de paseo por el campo, al otr

ado del lago, acomodándole luego en lalquería que se alzaba en la otra orillaPero luego, el buen Marnö regresó

oda prisa al pueblo, consiguiendo asverme salir de la iglesia, ya del brazo dmi esposo. Al divisarme, me saludó grandes voces, al estilo de los pastores

Empuñó después una vara verde y spuso al lado de los hombres que, cootras tantas varas y ramas, formaban e

arco bajo el cual habíamos de pasa

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nosotros. De esta forma aquellas gentequerían desearnos la felicidad demostrarnos su alegría.

Tras la ceremonia, vino la fiestaTodos los hombres y las mujeres dBörn tomaron parte en ella. Hub

música, canciones y bailes. La gentcantaba, bebía y estaba alegre. Al finaodos marchamos en grupos tras lo

músicos, cantando aquella vieja cancióque comienza diciendo: «¡Vayamos buscar a las rubias muchachas parhacer palidecer de envidia a la luna!».

 Nunca me había sentido yo más felizpero, a la vez, más triste. La noche erclara y despejada. Los árbole

marcaban, bajo la luz de la luna, s

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sombra sobre la nieve.Luego, después, me contaron que m

padre se había presentado de improvis

en medio de la fiesta, con aires docura y de ira, gruñendo como un lob

herido. Tuvieron que cogerle entr

varios y, a viva fuerza, llevarle algo máejos de allí, tapando su boca para qu

sus gritos y sus exclamaciones n

legasen hasta nosotros. Los hombrecantaron entonces a pleno pulmón parapar, con sus voces, las que el ancianograba aún proferir.

A partir de aquel día mi vid

ranscurrió, durante bastante tiempo, si

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nquietudes. Guda era tan bueno para mcomo un hermano: nunca me arrepentí damarle. Si alguna vez temblaba entre su

brazos era con inocencia, mezclando eplacer con el pudor. En las tranquilaardes, en el sereno ambiente de la casa

Guda me miraba en silencio o bien mhablaba pausadamente de la felicidaque aún nos estaba reservada.

Y cada vez que me besaba, cerrabGuda los ojos para no verme enrojecercomo él me decía cariñosamente.

Día tras día, Guda preparaba s

rineo y se iba a dar una vuelta por laalquerías, visitando así a los enfermosnteresándose por el estado de lo

pastores, de las gentes de los bosques

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El pastor no abandonaba a sufeligreses.

Aquel invierno era insólitament

argo y frío. Las ovejas morían ateridade frío, las vacas no daban leche. Máde una vez hallaron los lugareños, en lo

caminos del bosque, algunos zorromuertos de hambre. Por las noches, soían los angustiosos aullidos de lo

obos. La nieve continuaba recubriendodo el suelo, tenaz e incansablementeEl día primero de marzo, aún la blanccapa rodeaba al pueblo por todos lados

Las gentes que venían deseptentrión nos traían noticias y rumoresobre una inminente época de escasez

nos aconsejaban que hiciésemos buen

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Börn.¡Guda! ¡Guda! ¡Guda!Los hombres del pueblo se lanzaro

a recorrer el bosque, explorando labarrancas, mirando por entre lamalezas y no dejando, en fin, ni u

rincón sin explorar.

 Nuestra casa se fue llenando dgente: me sentía yo incapaz hasta dgritar. Parecía como si súbitamenthubiera quedado ensordecida: veí

cómo se movían los labios de todaaquellas personas, pero tan sólo oía urumor sordo sin poder distinguir, dentr

de él, palabras ni conversaciones.

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De pronto, oí un rumor de pasosfuera de la casa, un arrastrar de botasCorrí hacia la puerta. Alguien me sujet

por un brazo y trató de hacermretroceder. Di un agudo grito.

Y entonces, lenta, muy lentamente

aparecieron en el umbral de la puertdos hombres que portaban, sobre unaangarillas, un cuerpo humano maltrecho

herido. —Despacio, con cuidado —dijalguien.

Los dos portadores entraron en l

estancia y, con infinitas precaucionesdejaron la pequeña y tosca camilla en esuelo, en el centro de la habitación

Guda, Guda!

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Sentí que todo giraba en torno míodi un paso adelante y caí bruscamentsobre la angarilla, sobre el pecho d

Guda. Tenía éste el rostro pálidootalmente blanco: los labios en u

rictus, la mirada fija, estática, inmóvi

Alguien trató de separarnos. Sentí uremendo dolor en el alma, mas no podí

ni tan siquiera llorar. Me dolían los ojo

espantosamente. —Le han golpeado en la cabeza —se oía comentar a alguien.

Y yo no podía hacer nada más qu

esperar y desear que todo aquello fuerun sueño del que luego despertara.

 —Ha sido un tremendo bastonazo —

decía otro.

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Y ninguno le había defendido, lhabían dejado solo, nadie quería hacenada ahora.

 —Le han golpeado bestialmente ea cabeza —seguían diciendo las voces

Pero yo las oía cada vez más bajas, cad

vez más lejanas. —Pero… ¿por qué, Guda, por qué?Todos me miraron mas nadie m

respondió. Bajaron las cabezarehuyendo mirarme. Un hombre sacercó a Guda y trató de cerrar supárpados.

 —¡No, no! —grité mientras lmpedía. ¡Marnö, ayúdeme, por favorNo podemos dejarle morir así! ¡Hemo

de salvarle!

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El viejo me miraba en silencimientras lloraba emocionado.

 —¡Llevadla, separadla de ahí! —

ordenó luego.Y yo no pude hacer nada po

mpedirlo, Guda, nada en absoluto

Pero… ¿Quién ha sido, Guda, quién hsido?

Algunos minutos después, entró mpadre en la casa. Venía lívido, con esemblante desencajado, todo él llenó d

barro y de fango. Miró a todos lopresentes sin querer ver, no obstante, langarilla que se hallaba en el centro d

a estancia. Luego, sin decir una sol

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palabra, se dirigió, arrastrando los piecon aire de infinito cansancio, hacia santigua habitación.

 —¡Ven, ven conmigo! —me dijMarnö llevándome de la mano.

Mi padre andaba con la cabez

agachada. Al llegar al pasillo comenzó hablar en voz alta, gesticulanddesaforadamente. Apenas nos vio entra

en su cuarto miró fijamente a Marnö y ldijo: —¿Qué queréis? ¿Qué has venido t

a hacer en esta casa? ¿Has venido quiz

a regañarme? ¿Qué quieres de mMarnö? ¡Esta casa es mía, yo soy el am no quiero intrusos en ella!

Luego se refugió en un rincó

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gimiendo y lloriqueando. Una grapiedad me invadió ante aqueespectáculo. Me dirigí hacia él, cogí s

mano y la besé. Entonces el viejcomenzó a temblar, ocultó sus brazoras la espalda y miró fijamente, con su

enrojecidos ojos, circundados pooscuras y profundas ojeras, los gestoentos de Marnö que estab

encendiendo, una a una, todas las veladel candelabro. La oscuridad fudesapareciendo. El pobre viejo me miruego y, con una humildad y u

abatimiento profundos, empezó a besamis cabellos.

 —¡María, María, he sufrido tant

por ti…! Pero ahora ya podremos volve

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a ser felices…Aquellas palabras me hiciero

comprender la verdad. Me levant

bruscamente dando un agudo chillido. —Déjale hablar —me aconsej

Marnö acercándose a mí, no sólo par

que oyera aquel consejo dado en vobaja sino también, indudablemente, parprotegerme. Déjale hablar; déjale que l

diga todo.Mi padre agachó la cabezemblando nuevamente.

 —María, yo te perdono. Pero t

ambién tienes que perdonarme hoy. Túme perdonas, ¿verdad, María?

 No pude oír más. Me acerqué a é

ratando de tapar su boca con mi mano

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Marnö tiró de mi brazo queriendsepararnos. Yo clamé:

 —¡Déjeme, déjeme! ¡Guda, Guda!

Al oír aquel nombre, se enderezó mpadre, dio un alarido y comenzó a llorade nuevo.

Marnö se puso a su lado, algo detráde él y así, casi junto a su oído, comenza decirle:

 —¡Tiene que hablar, tiene qudecirnos por qué lo ha hecho, por quépor qué…!

Mi padre volvió la cara y le mir

con extrañeza. —Tú también, Marnö, ¿tú tambié

quieres hacerme daño?

Luego, cayó súbitamente por tierra

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quedando allí inmóvil, como si estuviermuerto.

Instantes después se recobró y se fu

ncorporando trabajosamente. Marnö, dmproviso, lanzó la pregunta:

 —¿Dónde ha escondido el bastón?

El anciano le miró fijamente: quedun momento en silencio y preguntó émismo a su vez:

 —¿Guda? ¿Dónde está Guda?Marnö señaló con su dedo hacia lsala:

 —Ahí, en la entrada.

Se alzó del todo mi padre y trató dhuir. Pero sus pobres piernas no lsostenían ya. Sus pies trastabillaron

cayó de cara al suelo, gritando aún co

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acento de pánico: —¡Guda, Guda, Guda!

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La mujer roja

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Tania había quedado en acompañarmaquel día al Nowodievici Monastir, allen el fondo de esa especie de penínsul

que se alarga, pasado el suburbio dHamowniki, en la amplia curva deMoscova.

La plaza Sverdlow, donde nohallábamos en espera del tranvínúmero 34, estaba menos concurrida qu

de ordinario. No llovía ya y el olor de lprimavera —aroma de agua y tierra—alegraba el aire y todo el claro horizontque se abría sobre las cúpulas de

Kremlin.De las  stalovaie, pequeño

restaurantes populares, salían en gra

número los obreros y empleados que s

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estaba totalmente aprisionado entrcuerdas y cables, preparado así para ecorto salto. Sobre la acera, en la

proximidades de tal estatua, totalmentndiferentes a aquellos trabajos

ajetreos, dos vendedoras ambulantes d

cigarrillos instalaban sus pequeñoenderetes en los que se veían alineadaas cajas de papirossi bajo unos grande

cartelones que rezaban la palabr«Mosselprom». Mientras tanto, hablabaambas en voz alta, con esa cadencia taípica de las mujeres moscovitas, riend

 gesticulando también exageradamente.Un grupo de diputados kirguises

cubiertos con sus largas vestiduras d

anchas mangas, y tocados con su

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gorritos redondos que se colocaban coestilo peculiar sobre el occipucio, cosus cabellos negros y brillantes cortado

en forma de melena, con sus altas botade montar limpias y ajustadas comguantes, se hallaban agrupados tras la

columnas del Gran Teatro de la Óperacuya fachada aparecía cubierta dgrandes colgaduras rojas, esperando e

comienzo de la sesión del CongresPanruso del Soviet. La fachada del GraTeatro, con todas aquellas tiras de pañrojo brillante, parecía estar iluminad

por las llamas de un monstruosncendio. Una patrulla de soldados, co

gorras de plato de corta visera y co

uniformes de paño amarillo grisáceo

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remendadas aquí y allá, zurcidas cohilos de diferentes colores.

Ya en la plataforma, Tania se volvi

hacia mí, sonriendo con los ojoentornados: el sol le daba en plenrostro. Me fijé luego en sus párpados, d

color rosa, sombreados por una línea dcolor verde junto al nacimiento de lapestañas.

Apenas había el tranvídesembocado en la Ochotny Riad, dond

antiguamente se hallara situado emercado de caza, cuando súbitamentdisminuyó su marcha con un brusc

frenazo: varios grupos de trabajadores

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a escasos metros de las vías, estabaagarrados, todos en fila, a unos gruesocables de acero de los que halaban co

visible esfuerzo, apoyándosfuertemente en las piernas y arqueandel busto.

 —¡Ahó! ¡Vamos!… ¡Ahó! ¡Vamos!Los obreros seguían la cadencia d

as voces de mando, aunando así todo

sus esfuerzos. —¡Mira, mira! —me advirtió Taniagarrándome fuertemente por un brazo.

Los cables atravesaban la calle, ta

ancha en aquel punto preciso como unplaza, subían luego, y terminabaaferrados a la cruz que se alzaba sobr

una cúpula: una cúpula recubierta d

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adrillos verdes de mayólica. La cruoscilaba peligrosamente a cada nuevestirón de los cables.

 —¡Ahó! ¡Vamos!… ¡Ahó! ¡Vamos!Los trabajadores pararon luego u

poco, para cobrar nuevos alientos. S

restregaron fuertemente las manos ydespués, volvieron a la tarea. A loirones, caían de vez en cuando lo

adrillos de mayólica y se estrellabacontra el suelo, desde lo alto, con ugolpe sordo, levantando una pequeñnube de polvo. Muchos paseantes s

habían detenido a contemplar eespectáculo. Los inevitables besprisorn

ugueteaban por los contornos, bie

levándose los trozos rotos de lo

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adrillos, bien haciendo como quayudaban a los obreros a tirar de lograndes cables o haciendo, en broma

grandes y exagerados aspavientos dpena al ver como, poco a poco, se ibestropeando aquella preciosa cúpula.

 —Dicen que hay demasiadaglesias en Moscú —murmuró Tania—

pero una a una las van deshaciend

odas.Hablaba en voz muy bajamirándome fijamente a los ojos. Shabía inclinado ahora hacia delante par

ver mejor la cruz, que quedabfuertemente iluminada por el sol. Sapoyaba así la muchacha con todo s

peso sobre mis brazos.

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El tranvía, entretanto, había logradpasar del sitio en que se afanaban lorabajadores e iba llegando ya, poco

poco, a la calle Mokhovaia, que estabotalmente repleta de gentes que iban

venían. Ya en ella, vimos en prime

ugar, la Dom Sovietow y luego, máallá, el gran edificio de la Universidade Moscú; a la izquierda, la sede de l

Administración, donde en los días de lrevolución había sido cortado el galopde los caballos a fuerza de ráfagas dametralladora.

Tania me había acompañadambién, algunos días antes, a visitar —

en la Vosdvijenka— el Museo Centra

del Ejército Rojo y de la Flota, la cas

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La gente me observaba coextrañeza, con curiosidad, reconocienden mí un extranjero.

 —Me toman por un burgués —hicnotar, con acento divertido.

Tania me respondió en un ton

extremadamente bajo: —Si supieras que yo, que no so

sino una pobre burjuica, me he vist

achada más de una vez de burguesa…Y comenzó a reír nerviosamentenoté, incluso, que su mano temblabaAquélla era la primera vez, con todo

que oía reír a Tania. Pero su risa me diástima, puesto que me hice cargo de

desagradable fondo que había en cuant

acababa de decirme. Así, pues, acarici

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su mano con cariño, tratando dranquilizarla.

Y fue justamente en tal moment

cuando un besprisorni  —uno de esomuchachos abandonados que uno puedhallar a toda hora del día o de la noch

por las calles de Moscú entregados a lamás raras y extrañas ocupaciones (entras que no falta, claro está, la de

pillaje)— deslizó su mancuidadosamente en el bolsillo de mchaqueta. A pesar de todo su cuidadome percaté inmediatamente de s

maniobra. No había yo tenido aúiempo casi de volverme y de agarrar aadronzuelo por un brazo, cuando ya u

obrero que se hallaba sentado en un

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mesa vecina a la nuestra se le habíechado encima, propinándole al mismiempo un fuerte puñetazo. No pued

decir con toda precisión lo que ocurrien tales momentos, puesto queseguidamente, se organizó un auténtic

alboroto. Pero una vez expulsado deocal el ladronzuelo —quien se fu

acusando bien claramente los efectos de

golpe recibido— pareció volver lcalma a la heladería: cada cual regresa su puesto. Me creí obligado a dirigiuna sonrisa de agradecimiento

aquellos hombres que, sin pedírselnadie, habían salido en mi defensa y shabían ocupado así de librarme de

pequeño pilluelo. Mas, súbitamente

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Tania —que no se había reunido a lbarahúnda, sino que siguió sentadranquilamente en su puesto— se pus

en pie, palidísima, se acercó al obrerque pegara al muchacho y le dio unsonora y rápida bofetada en plena cara.

Quedé mudo de sorpresa antaquella reacción tan inusitada. Por endeno pude captar el sentido de las palabra

con que Tania acompañó al golpe. Eobrero se puso en pie y agarró a Tanipor el brazo, más con ánimo de sujetarlque de hacerle mal alguno. El públic

volvió a arremolinarse en torno nuestroPude notar que todos ellos miraban Tania con comprensión, como s

entendieran y aprobaran la actuación d

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a muchacha. Tania decía entonces evoz baja:

 —No debió pegarle: no es culp

suya.Y lo decía en voz baja, muy baja

con un aire de disculpa parecido al qu

emplean los niños cuando saben que hasido malos.

Todo el mundo, repito, se habí

puesto en pie formando un círculalrededor de nuestra mesa. Yo mpreguntaba aún el porqué decomportamiento de Tania y el porqué d

aquel mudo asentimiento del públicque llenaba el local. Me extrañabgualmente la manera en que el obrer

había recibido el castigo: parecía habe

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quedado avergonzado, corrido, ante loojos de la concurrencia. Todo el mundcomenzó después a hablar en voz alta

rodeándonos cada vez desde más cercacomo si no quisieran perder ni un soldetalle de cuanto aún pudiera ocurrir. E

medio de aquel ambiente de bochorno de excitación, el obrero era el únicocon todo, que parecía esta

medianamente tranquilo: seguía inmóvia mirada baja, aguantando la curiosidade que era objeto. Se trataba de uhombre de unos cuarenta años, pequeñ

 delgado, con barba cerrada y fuerte una mirada dura y opaca. Levantó al fia cabeza y miró fijamente a Tania.

 —No se debe robar —dijo con vo

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ronca, mientras se levantaba lentamenteGiró la vista a su alrededor y s

dispuso a salir del local. Al hallarse e

a puerta, dio de nuevo la vueltapareció recobrar ánimos, se encaró coa gente y, alzando el puño, exclamó co

voz airada: —¡Nadie debe robar!, ¿os enteráis?Al decir esto, su mirada se habí

clavado fijamente en Tania. Continuó asalgunos instantes y luegodefinitivamente, salió deestablecimiento dando un fuerte portazo

 Nadie había abierto la boca en aquepequeño lapso de tiempo. Tanicontinuaba impasible. Pero cuando e

obrero fijó en ella la última mirada, m

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compañera trató de sonreírlímidamente; pero lo único que logró, e

rigor de verdad, fue hacer una muec

extraña: sus labios, incluso, habíaperdido todo el color.

Creí que mi deber era separarla d

allí, alejarla de aquel ambienteprocurando distraerla con nuevas cosasPasé un brazo en torno a su cintura y l

empujé suavemente diciendo: —¡Vámonos, Tania; vámonos daquí!

 —¿Acaso tienes miedo? —m

respondió en ruso con acento brusco enfadado. No comprendes nada; no erecapaz de comprender nada. ¡No ere

más que un pobre burgués!

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Tras ello, se levantó y salió decidida la calle, soltándose de mi brazo.

Aquellas palabras, más quenfadarme, me habían extrañado e

grado sumo. No lograba yo comprendedel todo la reacción de aquella chiquillni, mucho menos aún, la frase que habí

pronunciado. Con todo y con ello, ncreí prudente ni oportuno seguinsistiendo sobre tan desagradable tema

Pero luego, y ya a solas, traté mucha

veces de analizar el significado daquella escena. Quise comprender poqué un hecho que a mis ojos no tení

mayor trascendencia la había afectad

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anto; por qué había castigado al obreroque no tenía ni la menor culpa, y poqué, finalmente, me había llamad

burgués e incapaz de comprender lacosas. Pero en tanto no supe toda lverdad sobre la vida de Tania fu

absolutamente incapaz de hallar nuevauces.

Todo ello, en aquel entonces, m

hizo caer en la cuenta de lo poco qusabía yo sobre mi compañeraComprendía, eso sí, que había algo en svida que ella guardaba celosamente e

secreto, algo que no quería decirme que no estaba dispuesta a dejarmadivinar. Algo, por tanto, que y

ampoco debía investigar a fondo sin

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sonriéndome. Era una criatura jovenágil y llena de vida. A los pocos díapude ya notar que iba siempre ataviad

con el mismo vestido; sin duda algunaera el único que poseía. Se trataba duna blusa de algodón color paja y un

falda azul turquesa con adornos eblanco.

 —Vamos —me decía siempre a

legar, antes aun de saludarnos.Juntos ya, recorríamonfatigablemente Moscú. Unas vece

visitábamos un museo, otras una iglesia

una escuela, un club de obreros. Amediodía hacíamos un alto en unstalovaia, uno de esos restaurante

populares que siempre, a tales horas, s

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hallan abarrotados de obrerosempleados y trabajadores de todaclases. Veíamos allí, también

estudiantes de los más diversos tipos de las más variadas regiones: tártarosarmenios, caucasianos… U

conglomerado de oficios y de razas qudaban así a tales restaurantes uambiente extraño de mescolanza.

Por la tarde, cuando ya Tania sfatigaba de caminar, entrábamos a tomaalgo en alguna pastelería o bien nonstalábamos en algún cinematógrafo

Luego, cuando ya las luces de las calleempezaban a encenderse y cuando lograndes reflectores comenzaban

arrojar sus chorros de luz sobre la roj

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bandera que flameaba en lo alto de lcúpula del antiguo Senado de Moscúhoy Palacio del Gobierno, situad

dentro del amurallado recinto deKremlin, llegaba entoncesndefectiblemente, nuestra separación

Tenía entonces que acompañar a Tanihasta la desembocadura de l

ikolskaia; quedaba yo allí en l

esquina, viendo cómo la muchachamezclada con la multitud, ibdesapareciendo lentamente, perdiéndosasí de mi vista.

 Nunca llegué a saber, ni tan siquieradónde vivía. No sé aún por qué, mas ecaso es que en aquellos días comencé y

a sospechar algo. La calle Nikolskaia

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numerosas historias sobre determinadamuchachas dedicadas especialmente arato con extranjeros.

Una mañana, al encontrarme coella, le pregunté con aire de broma:

 —¿De dónde vienes, Tania? ¿De l

Lubianka?Me miró fijamente a los ojos y m

respondió con voz serena:

 —¡Yo no soy una espía!Lo dijo con un acento tal dsinceridad, que me sentí inclinado creerla. Sin embargo, pude notar qu

durante todo aquel día mi compañera shalló un poco ajena a la conversaciónun poco, quizá, preocupada.

Yo, mientras tanto, seguí

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haciéndome preguntas. ¿En qurabajaba Tania? ¿De qué vivía? L

único que sabía de cierto, puesto que as

o había deducido anteriormente de supropias palabras, era que Tania vivísola en Moscú. ¿A qué se dedicab

entonces para poder vivir por supropios medios?

 —Estoy empleada en las oficinas d

un teatro —me aclaró una vez cuandnos separábamos en la esquina de lcalle Nikolskaia.

 No le había preguntado nada a

respecto. Tania, probablemente, habícomprendido mis dudas y minterrogantes.

 —Trabajo allí solamente por l

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noche; y eso, no creas que es tan molestcomo parece. Es sólo cuestión dacostumbrarse, ¿sabes?

Acepté su explicación sin quereahondar más. ¿Qué derecho tenía ypara interrogarla ni para querer explora

su vida? Era un extranjero, un europeo«Europe, vieille canaille!». Ningúextranjero, ningún «burgués», podr

legar nunca a comprender el pudor quse encierra en estas pobres mujeres da Rusia del Soviet, aun en las má

simples de entre ellas, en cuanto s

refiere a las miserias y a las dificultadede sus propias vidas.

Con respecto a sus modales, Tani

parecía proceder de buena familia

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ncluso me atrevería a afirmar que dfamilia burguesa. Tendría, más o menosunos dieciocho años. No habí

conocido, por lo tanto, la antigua RusiaPero sin embargo, su perfectconocimiento de la lengua francesa, s

conversación y su modo de comportarsedejaban ver, bien a las claras, que lmuchacha había recibido, en otro

iempos, una educación bastantcuidada.Se sentía feliz cuando podí

demostrarme que no estaba aú

«bolchevizada». (Recuerdo ahora qucada vez que la chica debía pronunciaesta palabra, «bolchevizada», hací

previamente esta pausa como si dudase

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como si le costase trabajo el mero hechde pronunciarla). Siempre que habíocasión representaba ante mí su pape

de «jeune fille bien élevée[1]» y, en talemomentos, disfrutaba sinceramente.

¡Pobre Tania! De pie, en l

plataforma del tranvía, con su cabezreclinada sobre mi hombro, pegado scostado al mío (le había yo pasado e

brazo alrededor de la cintura), notabque se confiaba a mí, apoyándose ascomo un niño lo hace cuando empieza sentir cansancio o sueño. Sus ojo

estaban entornados y respiraba muentamente, sonriendo a la par.

El tranvía, mientras yo recordab

odas estas cosas, había pasado ya de

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desembocamos en la vía Krapotkinpasando así ante la casa construida poDomenico Gilardi y en la que ahora s

halla un museo junto a ella, el MuseTolstoi.

 —Mira, ¡fíjate! —me dijo Tania.

El sol encendía con radiantecolores los campaniles de la iglesia da Trinidad de Zubow.

La gente, en la parada, descendía deranvía con aire apresurado. Eran genteípicas del suburbio: mujeres con niño

en brazos, obreros de barba hirsuta

proletarios de cortos y rapadocabellos, muchachos delgados y marajeados, con aspecto enfermizo. M

ba fijando en todos según pasaban a m

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ado. Nuestro tranvía volvió a arrancarpasamos luego por la BalsciaiPirogowskaia, por la vía Zarizinskaia

a en pleno centro del barriHamowniki que estuvo habitado, eiempos de los zares, por los tejedores.

 —Al final de esta calle —mexplicó Tania— hay una vieja casa dmadera en la que Tolstoi permaneci

encerrado durante veinte largos años.El vehículo, poco a poco, fuaminorando su marcha; pasó por delantde los pabellones del Policlínico y lleg

a una pequeña plazuela. Terminaba allnuestro viaje. Habíamos llegado, pues, as inmediaciones del Nowodievic

Monastir.

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Tania caminaba con paso airoso rápido por el sendero que asciende —flanqueado de árboles— todo a lo larg

de las tapias del convento. Más quconvento se diría que aquello era uauténtico fuerte, a juzgar por el tamañ

de los muros de su cerca, por sus torree incluso por su estratégica situación ea extremidad de aquella especie d

península sobre la que se asienta ebarrio de Hamowniki. Repasmentalmente la historia de este famos

owodievici Monastir. Fue allí dond

Boris Godunoff esperó ansioso emomento de ocupar el trono, donde lhermana de Pedro el Grande, Sofía, fu

obligada a tomar los hábitos y donde

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para celebrar tal acontecimiento, fueroahorcados, en aquellos mismos árboledel jardín, más de trescientos strelzi qu

eran devotos partidarios de la citadhermana del zar. El espectáculo daquellas gentes colgadas de los árboles

con sus lenguas desmesuradamentfuera, debió ser una escena de auténticpesadilla. Hoy en día, sólo quedaban e

aquel viejo convento algunas pocamonjas encargadas del cuidado decementerio situado junto al ancho huertoSe las veía, pequeñas, tímidas y com

asustadas, siempre con las cabezas bajacomo rehuyendo constantemente lmirada de las gentes. Se hubiera dicho,

uzgar por su comportamiento, que era

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ciegas, sordas y mudas.En los claustros, en las grande

salas, se hallaban alojadas, en e

momento presente, numerosas familiade obreros y de empleados. Peralgunas otras salas y el refectorio había

sido conservados en calidad de museoLas voces de los niños que lo poblabaresonaban extrañamente en aquel muert

caserón. —Aquéllos son los Montes de loPájaros —me indicó Tania haciéndomfijar en las colinas que se alzan a la otr

orilla del Moscova.El cielo, en aquel maravilloso día

ucía un color azul brillante; el aire

refrescado por las lluvias de primavera

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olía a mil perfumes diferentes: a tierrmojada, a campo, a flores. Fuimopaseando por un pequeño camino qu

bordeaba la falda del montículolegando después hasta una zona d

marismas situada ya junto a la mism

orilla del agua. En aquel paraje, lapequeñas ranas se zambullían veloces eas aguas más profundas, asustadas po

el ruido de nuestros pasos. Tania se echa reír feliz y comenzó luego, como unauténtica chiquilla, a corretear por locontornos, gozando al ver la confusió

que sus carreras producían entraquellas tranquilas y asustadizas ranitas

Camino adelante, llegamos hasta u

erreno ya seco que se veía cruzado po

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nuestra. Los caballos pararon su carrerabruscamente, asustados quizás aembocar la entrada de aquel pequeñ

únel; se pusieron luego al paso con uandar nervioso y desconfiado. El sonidde sus cascos al chocar contra el dur

suelo se multiplicaba por la resonanci  por el eco. Tania, pegada contra e

muro para mejor dejarles pasar, alarg

a mano, acariciando las ancasudorosas de uno de los cuadrúpedosLuego, riendo, se volvió hacia mí y mdijo algo que no pude yo entender

causa del ruido de las caballerías.Uno de los cosacos, al pasar, s

nclinó un poco sobre el arzón de s

silla e hizo cosquillas en el rostro d

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Tania con un puñado de hierbezuelas qulevaba en la mano. Se enderezó despué

riendo feliz y contento como u

muchacho. No eran aquéllos los cosacos qu

odos aún recordamos, con su

mpecables kaftanes, sus cartucheracruzadas en equis sobre el pecho, suamplias mangas y sus altos y típico

gorros de astrakán. Eran ahora unnueva versión de los cosacos, vestidocon uniformes de paño color amarillogrisáceo y con gorras de plato de viser

corta al estilo inglés. Todos ellos, unomuchachotes jóvenes, morenos curtidos, de complexión atlética.

El ruido de los caballos y lo

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rumores de las voces de los cosacos smitigaron de golpe al salir, unos y otrosde la galería. El cosaco de la

hierbezuelas se volvió, sobre su silladijo adiós a Tania con la manosonriendo aún abiertamente.

Salimos nosotros también del túnel legamos así a unas verdes praderas qu

contorneaban el camino. Éste, a partir d

aquel momento, ascendía ysensiblemente. —Volvamos atrás —me pidió TaniaFrente a nosotros se alzaban la

colinas, recortándose sus perfiles en enítido horizonte. Un viento ligero hacímoverse las hierbas de los prados.

 —Volvamos atrás —insistió Tania

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 —Tengo frío —se quejó Tania. Noté, a la vez, que u

estremecimiento recorría su cuerpo

Pasé mi brazo por sus hombros y lapreté contra mí. Se desasibruscamente y me miró con enfado, si

decirme ni una sola palabra.Entramos luego en el recinto

sentándome yo sobre unas piedras, pue

empezaba a sentirme fatigado. Tania mesperó en pie sin protestarPermanecimos así, inmóviles, algunonstantes. Luego, reanudamos la marcha

o sé aún por qué, hicimos un alto, edeterminado momento, junto a usepulcro. En su lápida leí el nombre d

Von Meck, y tal apellido me hiz

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recordar a aquel director general de loFerrocarriles Soviéticos que terminó sudías ante el pelotón de ejecuciones dGPU.

 —Tengo frío —insistió Tania covoz quejosa.

Miré a su cara y ella, entonces, tratde ocultarme sus ojos, rehuyendo mimiradas, a la vez que ponía sus mano

entre las mías. La atraje hacia mhaciendo que apoyase su cabeza en mhombro. Luego, muy suavemente, roccon mis labios sus cabellos, su cara y

finalmente, el contorno de su boca. —Quisiera que todo siguiese así

como ahora, ya para siempre —me dij

ella levantando su cabeza y tratando d

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sonreír. Pero sus ojos, entretantocontinuaban llenos de lágrimas.

Fue algún tiempo después cuandpude yo, al fin, comprender la razón d

os súbitos cambios de humor de Taniade su orgullosa sensibilidad, de smpaciencia y, en dos palabras, de s

extraño proceder manifestado en tantas antas ocasiones. La muchacha nunca mhabía concedido, hasta aquel entoncesnada más que sonrisas; incluso su

confidencias, sus rarísimos abandonossu fantasía y sus inquietudes teníasiempre un fondo de rencor y d

sospecha. No se podía decir, a fuer d

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sinceros, que lo nuestro fuera uauténtico amor. Pero tampoco podíafirmarse que fuera meramente un

simple amistad. ¡Cuántas veces había yeído en su mirada algo así como u

fondo de tristeza, de anhelo, que m

hacía presentir la existencia de uauténtico cariño! Tania, ya lo había ynotado, representaba ante mí el papel d

«jeune fille bien élevée». Mas, a pesade todo, seguía yo persuadido de quTania era sincera, absolutamentsincera, cuando me cogía cariñosament

por el brazo.Los dos pasábamos juntos muchas d

as horas del día. Y durante todo est

iempo, Tania parecía estar viviendo un

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vida de ficción. Tratabandudablemente, de segui

comportándose al estilo de una époc

que ella no había llegado a conocer (erapenas una chiquilla cuando lsorprendió la revolución), de una vid

que ella, sin embargo, presentía ncluso notaba en su propio espíritu ravés de su herencia. Se veía, cuand

legaba a mi lado, cómo cambiabsúbitamente y cómo, a partir de talemomentos, empezaba a representar spapel de señorita refinada, de señorit

de la época anterior a la gran tragedia.Parecía tener a orgullo esto de pode

demostrar a un extranjero que, aun e

medio de aquella ruina del mundo mora

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estar cohibida, sujetando sus reaccionesa fin de vivir conmigo, a mi lado, unodías que estuvieran en un todo d

acuerdo con aquel mundo moral burgués que si bien ella no llegó conocer, debió haber sido el propio d

sus mayores; un mundo en el que, uzgar por todo ello, deseaba Tani

fervientemente haber vivido. Así, quizá

podría explicarse aquel empeño ciegen representar tal farsa e incluso aquellrabia latente que parecía existir en efondo del espíritu de la muchacha.

Tania era un típico producto de lrevolución. Su aspecto, nada fuertehablaba bien claramente de las penuria

pasadas en la edad crítica de la niñez

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Sentía envidia de un mundo —el de aye— donde existía toda una serie de cosasde ideas y de principios que ella, aun si

haberlo vivido, añoraba. Pero su orgulle impedía manifestarlo claramente. N

obstante, a través de sus reacciones má

simples, cuando jugaba a la «graseñora», era fácil comprenderlo, incluspara un observador —como ocurría e

mi caso— apasionado. No puedo explicar, por más ququiera, el acento tan extraño con quacogía mis más simples e inocente

comentarios sobre las cosas o lapersonas de la Rusia revolucionaria. Udía, por ejemplo, habíamos ido juntos

visitar el mausoleo de Lenin, erigido e

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a Plaza Roja, al pie mismo de lamurallas del Kremlin.

El cuerpo embalsamado de Lenin s

hallaba dentro de la gran urna de cristaa pocos pasos de donde nosotros nohabíamos detenido. El rostro de

omnipotente dictador rusoremendamente pálido, acababa en un

pequeña barba rojiza. Entre la lógic

palidez y el deslumbrador efecto de lauces, se hubiera dicho más bien que eruna máscara de cera en lugar de uauténtico rostro humano.

 —Pensaba yo, a juzgar por loretratos que he visto, que Lenin tenínegra la barba —observé en voz baja.

 No creí, sinceramente hablando

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haber dicho nada inconveniente. Massin embargo, Tania me miró de soslayocon una auténtica expresión de enfado.

 —¡Cuidado con tus palabras! ¡Coodo y estar muerto, puede aún quitarte i tu burguesa vida!

Me dejó perplejo la reacción de lmuchacha. Volvió entonces a mmemoria, por una asociación de ideas

el episodio del besprisorni  y ecomportamiento de Tania para con eobrero que pegó en tal día aadronzuelo. Recordé también que en e

cementerio del monasterio, y al estar yhaciendo algún comentario sobre efusilamiento de Von Meck, me permit

decir, de pasada, algo sobre el terro

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que en toda Rusia inspiraba el solnombre de la GPU. Entonces, Tania mcortó en seco:

 —¡Sólo los traidores tienen miedo a GPU!

Después, me volvió bruscamente l

espalda y caminó en otra direcciónalejándose de mi lado.

Creí, francamente, que aquella

palabras habían salido de su boca por lsola acción y efecto de la educaciópolítica que, quieras o no, recibía eplan intensivo toda la juventud de la

Rusias. Recordé también, econtraposición, cómo los ojos de lchiquilla se llenaron de lágrimas cuand

pasábamos por entre las tumbas de

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owodievici Monastir. Alguna relaciómuy íntima debía haber, pues, entraquel secreto que tan cuidadosament

guardaba y, por otro lado, la pureza dsus lágrimas.

Aquella misma tarde, al regreso yde nuestra excursión al Nowodievic

Monastir, y tras haberla acompañadcomo era de costumbre a la esquina da calle Nikolskaia, me dirigí yo sol

hacia el Teatro de Stanislawski, dond

representaban una comedia de Bulgakoflamada  Los días de la familia Turbin

Entré en él; el teatro se hallab

completamente abarrotado del má

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mercancía.Al final del último acto, cuando s

empezaban a oír las notas de «L

nternacional» y cuando, por tanto, juntal umbral de la casa de los Turbiresonaba ya el paso cadencioso de la

victoriosas tropas rojas que entraban eKiev, gané la salida presuroso parevitar las aglomeraciones y me dispuse

fuera ya, a regresar calmosamente hacimi alojamiento, paseando por la plazSverdlow.

Había comenzado ya a caer la noche

una noche clara y serena, típica denorte, que continuaría así, sioscurecerse ya más, hasta la llegada de

alba. Las calles estaban iluminada

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profusamente por aquella zona y muchgente paseaba aún por sus aceras.

Iría yo por la mitad de la Theatraln

Proiesd, la amplia vía que conduce, a largo de los muros de la Kitai Gorod

desde la Plaza Sverdlow hasta la Plaz

Lubianka, cuando vi un grupo de gentque se hallaba detenido en la esquina da calle Rojdestvenka, haciendo u

corrillo junto a la entrada de unstalovaie. Se empinaban todos sobre lapuntas de sus pies para poder ver mejo, a juzgar por sus expresiones y por su

comentarios, algo muy chusco o mudivertido debía estar ocurriendo alldentro. Alguien, en el interior de l

stalovaie, cantaba acompañándose po

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algún instrumento de cuerda y su voz smezclaba con toda una serie de airadogritos y denuestos. La gente coreaba co

sus risas tales chillidos. —¿Qué pasa ahí dentro? —pregunt

a un vendedor de cigarrillos qu

ocupaba un lugar preferente en ecorrillo, pero que se salió finalmente dél, temeroso de que con las apertura

sufriese algún desperfecto la caja qucon tabacos y cerillas llevaba colganddel cuello.

 —Son dos prostitutas que se está

peleando —me contestó con la risa aúbailándole en los labios.

Aprovechando la salida de

vendedor callejero, pude hacerme u

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pequeño lugar en medio del grupoAlzándome yo también en puntillas logrdivisar el interior del establecimiento

Vi así cómo dos muchachitas speleaban airadas, llamándose las peorecosas con voces enronquecidas por l

rabia. —¡Tania! —grité.Al oír su nombre y, sobre todo, m

voz, se volvió rápida la chiquilla, danda espalda a su adversaria. Pude ver assu cara, pálida como la de una muerta.

 —¡Tania! —volví a llamarla.

Pero Tania alzó un brazo comqueriendo protegerse de mí y, con unvoz y un acento que jamás lograr

olvidar mientras viva, me grit

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desesperada: —«Bourgeois! Bourgeois, tu n

comprends rien, bourgeois!».

Desapareció luego en el interiomientras la muchedumbre acogía suvoces y sus gestos con un clamor d

roncas risotadas.

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Historia del Caballerodel Árbol

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Su padre, Samuel hijo de JacobBaumritter —que en lengua teutonquiere decir Caballero del Árbol—

había llegado a Italia, desde Poloniacuarenta años antes, llevando por todbagaje su oficio de óptico o anteojero

como en aquel entonces se decía, uenorme amor por la filosofía, a lmanera de Spinoza, un cariñ

desmedido por las ganancias seguras sin riesgo y muy poquitos rublos de oren el fondo de los bolsillos deradicional gabán negro. Al verle ta

barbudo, tan suspicaz y desconfiado, ncluso tan eternamente resentido, lo

buenos papistas de Bruselas y de Saint

Jean-en-Gréve le hubieran tomado

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ciertamente, por un determinado hebreque, al decir del Patriarca de Ferneyhabía sido sorprendido un buen dí

partiendo con un viejo cuchillo unhostia de la que así hizo brotar lsangre. Pero en Italia no se d

demasiada importancia a ciertas cosas.Llegado a Roma cuando la Brech

de Porta Pía había dado ya una salida

escape a la gran aglomeración dehetto y cuando ya habían desaparecidas amarillas holapandas del Campo das Flores, Samuel, padre del Caballer

del Árbol, se sintió renacer en aqueambiente liberal, entre aquel buepueblo romano que pasaba su tiemp

ibre haciendo el amor o entregándose

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vejez, con la tranquilidad de los justos de los hacendados.

Transcurrió algún tiempo. Samue

padre de Isaac, se fue dando cuentgradualmente de que iba perdiendpaulatinamente la fiereza de su tradició

almúdica: sus ardores doctrinales sban convirtiendo en simple rescoldo

Sucedía, incluso, que no observaba ya

con el acendrado escrúpulo de otroiempos, las leyes de Moisés ni loconsejos de los profetas. Tampocguardaba demasiado celosamente todo

aquellos ritos que sus ascendientes lhabían enseñado. Iba, pues, así, poquita poco, haciéndose menos hebreo cad

vez. El único consuelo que el hombr

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hallaba en tal cuita era la seguridad dque si era un mal judío, al menos, comél decía, no era aún tampoco u

auténtico cristiano. Las crisis dconciencia —¡rara cosa!— van siempracompañadas, cuando el sujeto es u

hebreo, de una especie de obsesióracional a través de la cual buscan unustificación, un cálculo o un beneficio

Pero esto no es cosa demasiado fácil dconseguir, salvo que el protagonista shalle francamente empeñado en dejarsconvencer a sí mismo, en cuyo caso n

es grave problema el encontrar lfórmula conciliadora. Con todo y coello, no seré yo el primero en culpar a

padre del Caballero del Árbol por n

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paso, lo encontraba reverente a más npoder). Le favoreció en su subida ehecho de que era tradicional que lo

oyeros, médicos y ópticos de la cortpontificia fueran judíos en su mayoparte.

Aun a pesar de ello, no resultabfácil para un circunciso el abrirscamino por entre la corte de la cabez

de la Iglesia. Si bien se le aceptaba posus servicios, no era fácil conseguir urato donde su condición religiosa fues

olvidada. El buen hombre comprendió

pues, que debía hacer algo questimoniase su agradecimiento e inclus

su adhesión. Y en tal estado de ánimo

con tales propósitos en mientes, llegó e

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día en que Samuel Baumritter se vipadre de un hermoso primogénito¿Debería mantener al recién nacido e

sus tradiciones familiares y de raza opor el contrario, debería aceptar econsejo de su prelado benefactor

bautizando al niño y dándole entrada desta forma en el seno de la IglesiCatólica?

Esta horrible duda, le tuvo despiertoda una larga noche. Pero las crisis dconciencia de nuestro buen Samuenunca llegaban a durarle demasiad

rato: tras dar vueltas y más vueltas aproblema en su cabeza, llegó a unconclusión conciliatoria que, nada má

ocurrírsele, ya le pareció, a él mismo, l

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maravilla de las maravillas; iba, de estguisa, a respetar la tradición familiamponiendo al hijito un nombre d

antigua resonancia hebraica, de la mápura solera, y, al mismo tiempo, salvaguardar los beneficios de su carg

recién logrado, y a pagar su deuda dgratitud, bautizando al pequeñajo.

Tan magistral idea venía a ser alg

así como un puente que uniera y ligara amismo tiempo al Antiguo con el NuevTestamento.

Pasaron largos años y llegó así l

fecha en que Samuel, tras una cortagonía, fue a reunirse con sus mayores

uestro Caballero del Árbol quedó

pues, huérfano. Mas como quiera que s

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padre, al morir, le dejó una cuantiosfortuna y unas amistades que podíavalerle de mucho, no era el caso, com

vemos, del pobre huerfanitdesamparado. No. Ni mucho menos.

Mas ocurrió que, aun a pesar d

ales valores y de tales apoyos, nuestrCaballero era francamente el más infelide los mortales. El contraste entre e

fondo hebreo de su sangre y smprovisada educación cristianproducía en él un continuo desequilibrique nada lograba mitigar. Sería mentir

afirmar que nuestro hombre sintiesrepugnancia por su propio y actuaestado, tan distinto en un todo del de s

pobre padre. Lo que ocurría

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sencillamente, es que no lograba en spropio ser un auténtico equilibriestable. Su educación era cristiana, per

su instinto era hebreo al ciento pociento: su conciencia de bautizado ldecía blanco cuando su herencia, su

nstintos más soterrados, le decíanegro. Y así hasta ciento. ¡Ah, si amenos él lograse hallar alguna fórmul

que le diera el escape, la salida, aquella continua contradicción que sdebatía, día tras día, en su propiespíritu!…

Su inteligencia también tomabbuena parte en todos estos líos dificultades. Voltaire fue quien, e

primer lugar, le hizo sospechar sobre l

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certeza de muchas cosas en las que losuyos habían creído, siglo tras siglo, pies juntillas. El sarcasmo de tal hombr

contra los hebreos, sus chistes e irónicocomentarios sobre las edaderespectivas de Abraham y de su muje

Sara («la jeune Sara avait quatre-vingtdix ans, selon l’Écriture, quand Dieu lupromit qu’Abraham, qui en avait alor

cent soixante, lui ferait un enfant dans’année»), sus maliciosos comentarios propósito de la circuncisión, denfierno de los hebreos, de las vianda

de Ezequiel («le Seigneur lui ordonna dmanger, pendant trois cent quatre-vingtdix jours, du pain d’orge, de froment e

de millet, couvert de merde») no l

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digustaban en modo alguno. Al joven lagradaba el buen humor, el desenfado dos católicos, frente a la habitua

seriedad, a la tenebrosa seriedad depueblo judío.

Mas en otras ocasiones, cuando leí

u oía ofensas contra el pueblo hebreo, ssentía enrojecer de ira, sintiendo quales insultos caían sobre su padre

sobre sus abuelos, sobre toda su razaEn dichas ocasiones, mudaba ldecoración. Se sentía despegado así de

uevo y pasaba a respetar el Antigu

Testamento. La fuerza de su sangre judíafloraba a la superficie y entonces éadoptaba un aire descaradamente hebre

aun sin proponérselo. Era la tradició

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que se adueñaba del presente. Algmisterioso se movía en el fondo mismdel muchacho y sentía éste una especi

de vergüenza por aquella traiciónvoluntaria a su clan, a su raza e

pleno. Se consideraba a sí mismo com

un auténtico renegado y comprendía qumientras tal estado de cosas continuasno podría nunca hallar la satisfacción n

a paz del espíritu que buscaba. Hacífalta, por consiguiente, establecer ahorun auténtico y firme contacto con lradición hebrea de su familia.

Vino a ser una especie de revolucióo, mejor dicho, una restauracióreligiosa la que el Caballero del Árbo

se dispuso a llevar adelante. Pero l

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ambos bandos. Para acabar con todaaquellas flaquezas, para llevar a buefin su propósito, le aconsejaron hacer u

viaje al lejano país del que procediersu padre, para establecer así, en verdadun contacto íntimo y directo co

aquellos otros seres de su familia qulevaban la misma sangre. La idea l

pareció de perlas, de modo y maner

que el Caballero del Árbol se dispuspara partir hacia Polonia, orgulloso yde su misión, de su familia procedencia e incluso de la fe que ahor

así abrazaba.

Es lícito suponer que la Viena de l

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antigüedad, asediada de cerca por lourcos, debía estar tan abarrotada d

gente temerosa, de gente evacuada d

otras regiones, como lo estabustamente Varsovia bajo la amenaza das tropas bolcheviques. El miedo, e

más desesperado miedo, era fruto de lemporada en aquel agosto del año mi

novecientos veinte. Por las calle

desfilaba una interminable procesión dgentes, de las más diversas estofas, quvenían huyendo de los rusos. Traían subagajes, lo poco que habían salvado e

su huida, a hombros, en pequeñoscarritos, o medio arrastrándolo ya por esuelo, bajo el efecto del agotado

cansancio. Los soldados s

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entremezclaban con esta población eéxodo; los campesinos traían del ronzasu ganado: uno arreaba una cabra, el d

más allá una vaca… Y tan siniestro rágico desfile iba acompañado de u

rumor sordo, compuesto por el llanto d

as mujeres y de los niños, por laroncas voces de los hombres, por logritos de los soldados que pedían pas

ibre y hasta por las respectivas vocede las bestias, asustadas ante aqueropel de gentes alocadas. No faltabaambién otras voces humanas, qu

sobresalían del conjunto, rezando gritos al buen Dios de Polonia. Al pasaante las iglesias, algunos trataban d

arrodillarse para rezar de nuevo. Per

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De vez en cuando cruzaban lacalles algunos piquetes de soldadoarmados que iban custodiando grupos d

bolcheviques prisioneros. Iban éstos cosus ropas destrozadas: unas guerreras dcolor rojizo, unos pantalones como d

ela de saco y con sus rostros de ucolor verde espinaca, quizá por ehambre, quizá por el miedo. La gente, a

ver así el motivo de su odio y de spánico, se apiñaba a su paso y loamenazaba con puños y paloslenándolos de improperios. Los preso

rataban entonces de andar más de prispara escapar de la multituencolerizada. Los mismos soldados d

a escolta, temerosos del fin de su

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custodiados, apretaban también lmarcha, abriéndose paso, a viva fuerzapor entre la gente que trataba de cerra

el círculo. El miedo de las gentes se ibrocando así, poco a poco, ante l

presencia del enemigo vencido, en es

valor tan discutible que siente la mascuando comprende que es más poderosael pánico que sentían ante la amenaz

del ejército enemigo se transformaba ematonería frente a aquellos pocoprisioneros desarmados desmoralizados.

Mientras tanto… No puedo evitaconmoverme pensando en el estupor, ea sorpresa y en el miedo que estab

pasando en tan críticos momentos e

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Caballero del Árbol. Él no había idallí para encontrarse con aqueespectáculo de Apocalipsis. Fue hast

aquel lejano país a unir unos vínculofamiliares. Pero ¡ah!, la decoración erbien distinta de lo que él suponía. Habí

caído de hoz y coz en medio de unciudad casi sitiada, se había mezcladpor tanto en la barahúnda de un puebl

prisionero del miedo y de lacalamidades de la guerra. Nuestro hombre comenzó a maldeci

su propia suerte, y, sobre todo, la hor

en que se le ocurrió tan inoportunviaje. Hasta los alimentos eran difícilede hallar en aquella Varsovi

acongojada. Así, pues, se dijo que, a l

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menor oportunidad, dejaría la ciudaencaminándose hacia Lomza, dondesperaba encontrar a un hermano de s

padre; en tal decisión influía también ehecho de que aquella villa estaba máalejada, en aquel entonces, de los teatro

de operaciones.Mientras que el día ansiado llegaba

saac Baumritter pasaba sus horas en e

hetto del barrio de Nalewki, mezcladen todo momento con aquel pueblo quse llamaba a sí mismo «el elegido dDios». Hablando en plata, ¡qué brusc

sorpresa, qué enorme desilusión vino sufrir el pobre Caballero del Árbol! Esolo pensamiento de que si el buen viej

Samuel, su padre, no se hubier

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decidido en aquel remoto entonces partir hacia Italia con sus lentes, suutensilios de trabajo y su valor, hubier

él nacido y vivido en aquel sórdidambiente, le ponía los pelos de puntaAquella gente raquítica y barbuda

aquella aglomeración de tipos de miradhuidiza y desconfiada, le repugnabfísicamente. Por eso, al asaltarle ta

dea, al pensar en el acierto de su padreun suspiro le brotó de lo más hondo depecho. «¡Qué satisfacción, qué suerte lmía!». No le faltó, pues, aunque él no l

dijera o no lo quisiera decir, sinfelicitarse también a sí mismo por ehecho de ser cristiano. Pero luego

después, cuando llegaba la reacción

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consideraba que tal felicitación, por muen mientes que hubiera sido hecha, erun auténtico insulto para su propi

padre, para sus abuelos, para toda sgenealogía en pleno. Con tales ideas, shacía el hombre un auténtico embrollo

acababa, incluso, teniendo fiebre. Corría refugiarse en su habitación, nadujosa ni higiénica por cierto, se mirab

en un espejo y, ya pasado el difícirance, se complacía fijándose en sufacciones. Analizaba su nariz enjuta afilada, el tono oliváceo de su piel, su

negros cabellos. «Soy verdaderamentun clásico tipo hebreo, se decíabautizado, sí, ¡pero hebreo!». Y lueg

quedaba sonriendo con una muec

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difícil, puesto que estaba motivadaquella especie de sonrisa, por un nmenos difícil interrogante: por e

problema de que no sabía aún, a ciencicierta, si de lo que tenía en realidad qualegrarse era de lo uno o de lo otro: d

haber sido bautizado o de ser uprototipo de hebreo. ¡Qué confusión sarmaba entonces en la mente de

nconsecuente Caballero!Llegó incluso un día en el que estuventado de largar sus problemas por l

borda y dejar la solución del enigm

para más propicia ocasión. Un día eque, como verán ustedes, casi, casi, sdecidió a caer la balanza de un sol

golpe, hacia un lado ya bien definido.

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El motivo fue bien simple. Shallaba el Caballero paseando por e

hetto  cuando, súbitamente, estalló e

as cercanías un enorme griteríacompañado de carreras, portazos escándalo sin cuenta.

Aullido de mujeres asustadascarreras de la chiquillería, cierrhermético de puertas y ventanas… ¿Qu

pasa? ¿Qué pasa? Todo el  ghetto  estalborotado y, lo que es peor, asustado.Escondido en el amplio quicio d

una puerta, el Caballero del Árbo

pensó, en primer lugar, en las hordacomunistas invadiendo la ciudad y, poconsiguiente, el mismísimo  ghetto. Tra

el asedio, la ocupación: luego

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nevitablemente, el saqueo y lamatanzas. Notó que un fríestremecimiento recorría, con velocida

de relámpago, su espina dorsal.Mientras pensaba en ta

desagradable tema, una horda pasó junt

a él, por la calle. Una horda que aullabcomo si estuviera compuesta poposesos. Cerró los ojos fuertemente par

no verla; pero sentía sus voces y lopalos que, al pasar, iban sacudiendsobre las cerradas puertas y ventanas«¡Ahora caeré yo!», pensaba e

aterrorizado judío.Mas cuando el pobre hombre s

atrevió a entreabrir los ojos, vio co

asombro que no había tal hord

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bolchevique. Era una innumerablpartida de muchachillos, de chavalonesque, armados de bastones, estacas y d

banderitas polacas, blancas y rojasrecorría las calles del ghetto sembranda consternación y el desconcierto

Cambió la escena en la imaginación deCaballero. «¡Un progrom!», pensnmediatamente. Y esta idea, ta

desagradable como la anterior, le hizcerrar los ojos de nuevo, biefuertemente. Que se tratase destudiantes polacos o de cosacos rusos

el fin, si no había mucha suerte, podíser el mismo! Bueno, podía ser para lodemás, claro está. Puesto que él, e

aquel crítico instante, comprendió que e

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hecho de estar bautizado debería ser unsuerte, su salvación ante los enfurecidomuchachos. El agradecimiento qu

experimentó hacia su sino fue tan intensque el pobre comenzó a temblar como uazogado, mas ya no de miedo, sin

simplemente, de puros nervios por lensión mantenida. Y en aquel históricnstante estuvo a punto, o casi a punto a

menos, de renegar por segunda vez de lfe de sus mayores y de separarse parsiempre de aquellos ghettos insalubres.

Otra idea sacudió su imaginación

«¡Pero tengo una típica estampa dudío! ¿Me podrá alguien creer ahora so afirmo lo contrario?». Nuev

escalofrío y nuevos sudores. Nuestr

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hombre estaba cerca de caer por tierrfulminado por el rayo del miedo.

En tanto, los gritos se iban alejand

  otra vez la paz y el silencio caíasobre el barrio hebreo. Salió Isaaímidamente de su escondite y fue, call

ras calle, hacia su alojamiento, comirada asustada y casi agonizante. Maal sentir que ningún peligro rondaba y

por las cercanías, que todo habíerminado sin que la sangre corriera poos suelos, su fe de judío fue saliendo d

nuevo a flote, al igual que un conej

vuelve a asomar las orejas cuando sabque los perros ya han pasado, y comenzasí a arrepentirse de s

desfallecimiento, de su falta de fe y d

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su desconfianza.Al llegar a la casa preguntó: —¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sid

eso? ¿Ha habido muertos?Otro judío le miró impasible, co

aire casi conmiserativo:

 —No ha pasado nada; una travesurde colegiales que querían asustarnos. Yos judíos, sábelo, ¡no morimos jamás!

El Caballero del Árbol quedatónito, avergonzado y sorprendido antaquella revelación de su propinmortalidad, de la que tan poquísim

seguro estuviera escasos minutos antes.

Mientras en el ghetto ocurrían toda

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as cosas que acabamos de dejarelatadas, en los barrios cristianos unnmensa columna de gente recorría la

calles en procesión, siguiendoenfervorizada, a la imagen de la Virgenmplorándole a grandes voces qu

salvase a Polonia de las hordanvasoras.

Era, justamente, el día 15 de agosto

día de Santa María. El rugido de locañones envolvía la ciudad. El ejércitrojo del hebreo Trotsky se hallaba ya eas inmediaciones de Radzimin, a veint

kilómetros tan sólo de los suburbios dVarsovia. Cuando la procesión desfilabpor la desembocadura de la call

Karowa, abierta junto al Vístula, toda

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as gentes volvían la cabeza mirando o lejos, más allá de las últimas casasratando de divisar, en la lejanía, lo

resplandores de la batalla. Las vocesaunadas, repetían sus oraciones. «SanctMaría, mater Dei». Otras voce

respondían luego, «Sancta Maria, orpro nobis». Y el murmullo de los fieleograba apagar, a veces, los ecos de lo

cañones.La Virgen del mes de agosto, reinde Polonia, respondiendo a laenfervorizadas oraciones, había enviad

al general francés Weygand, sdevotísimo hijo, a rechazar las huestedel judío Bronstein, más conocido po

su nombre de guerra, Trotsky.

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Cuando, por la tarde, llegaron a lciudad las primeras noticias de lvictoria, la multitud fue presa de u

auténtico delirio: en las calles, en laglesias, en todas partes, la alegría eral que parecía una población habitad

por auténticos locos. Se encendierograndes hogueras conmemorativas eodas las plazas y plazuelas. Lo

soldados eran acogidos como auténticovencedores; las estatuas de los héroedel país se volvían a coronar de laurelalgunas bandas militares circulaba

ambién por la ciudad atronando loaires con sus marchas y con sus músicamarciales.

En cuanto al Caballero del Árbol, l

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verdad es que se alegraba de todcorazón de aquella gran victoria de lVirgen de Agosto, Reina y Señora d

Polonia. La alegría de las campanaechadas al vuelo se hermanaba con lalegría de su propio espíritu. Y tra

aquel horizonte, ya más despejado, eCaballero comenzó a preparar su viajhacia Lomza, la ciudad natal de s

padre. ¡Qué dulzura y qué satisfaccióexperimentó por anticipado al pensar ea gran acogida que, sin la meno

sombra de duda, le dispensarían allí lo

de su clan! ¡Cómo agradecerían todoellos aquel viaje en tan peligrosas delicadísimas circunstancias!

Pero al llegar definitivamente

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Lomza, le esperaba una amarguísimdesilusión. Tan pronto puso pie en lierra buscada, el buen hombre s

dispuso a establecer contacto con lfamilia de su padre: con su propifamilia, por tanto. El viejo rabino de l

comunidad (que parecía totalmente unde aquellos tipos clásicos que dibujarHolbein) le acogió con muchas palabra

  con largos y grandilocuentes gestosagradeciendo que un hombre rico pudiente —como él era—, que un hijde un emigrado, hubiese vuelto de nuev

a sus lares despreciando los mipeligros del viaje por una Poloniencendida en guerra, solamente par

restablecer los vínculos de la religión

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de la sangre. Tras esta salutacióncomenzó el hombre a bucear en loarchivos de su memoria:

 —Samuel Baumritter, Samuel hijde Jacob. Sí, ya recuerdo, un chico listoun muchacho de bien, trabajador; ¡l

recuerdo muy bien! Era algunos añomayor que yo, un joven honesto, uverdadero hijo de Israel: en Italia

Samuel Baumritter, mil ochocientosetenta y seis, setenta y siete, sí, setent  siete, el año del incendio de Grodno

Pero espera, hijo mío; aquí vive u

hermano de tu padre, José JacoBaumritter, calle Svientokczyska, doficio relojero, tiene dos hijos, más

menos de tu misma edad. Oh, pero…

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Tras esta información comenzó pedir al Caballero del Árbol toda clasde detalles: cómo había vivido su padre

cómo había muerto, si se había hechrico, si se había habituado a Italia…etcétera. Cuando se enteró así de la

relaciones del viejo con algunas altapersonalidades de la corte del Vaticanode la extrañísima condición del hijo (¡u

cristiano!, ¡un renegado!), la expresióde la cara del rabino cambió pocompleto, tomando entonces un aire dsospecha y de desconfianza.

El Caballero del Árbol, en uprincipio, no se percató del porqué dal mudanza, orgulloso como estaba e

raducir al alemán toda su teoría sobr

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su movimiento de restauración de la fePero, poco a poco, el viejo le fuacompañando muy finamente hasta l

puerta, mientras el Caballero seguírelatando su historia. Una vez en eumbral, el rabino cerró los batiente

dejándole en plena calle, con la palabraún en la boca. Llegó así el asombrohubo de hacer un esfuerzo mental hast

dar con la razón de tal cambio y de tapoco gentil comportamiento.Se alzó de hombros, ocultando l

herida que con todo aquello había

hecho en su alma; dio media vuelta y sdirigió hacia la calle Svientokczyskaque en nuestra lengua quiere decir de l

Santa Cruz; José Jacob Baumritter

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relojero. El Caballero del Árbol, antede decidirse a entrar, contempló la casdel hermano de su padre con una especi

de respetuoso estupor. Luego, sdecidió, hizo girar la manija de la puert  entró en el establecimiento. No habí

nadie; para llamar la atención, movifuertemente los pies, tosió y dio udiscreto golpe en la puerta de l

rastienda. La llamada promovió unserie de rumores por allá dentrochiquillos que corrían, palabras en vobaja, arrastrar de pies… Por l

portezuela, tras una macilenta luz dpetróleo, apareció una barbuda figuradejó ésta la luz sobre una mesa llena d

pinzas, de lupas de relojero, de pieza

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de recambio: luego, con una miradsuspicaz, dirigió una sonrisa dcumplido al visitante. El Caballero pas

entonces a explicar quién era, de dóndprocedía, a qué venía, y acabó popreguntar si tenía el honor y l

satisfacción de estar hablando con erespetable hermano de su padre. Tras larga barba del relojero o, tras sus do

argas barbas, puesto que no se sabía ciencia cierta si era una sola barbpartida en dos o si, por el contrarioeran dos auténticos mechones paralelo

 autónomos, se oyó una voz gutural. Y su eco, toda una numerosa familia salidel interior de la tienda del relojero.

Lleno de un nuevo pero auténtic

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e mirasen a más y mejor, que diesevueltas alrededor suyo y que fuese él eblanco de la admiración de la familia e

pleno. Hasta sus propias ropas, biecortadas y de buena calidad, teníanecesariamente que despertar l

curiosidad y la admiración de aquellohumildes artesanos.

Al pensar en tantas cosas, estuvo e

un tris de que lágrimas de auténticemoción asomasen a sus ojos. Biemirado, aquella ocasión era únicapuesto que era la primera vez que el hij

de un emigrado regresabvoluntariamente —y en pleno éxito de svida— a la lejana y pobre ciudad d

Lomza.

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Con todo aquello, el Caballero deÁrbol se sentía hebreo al ciento pociento, puesto que sólo quien tuvies

mucho apego a la gran familia judípodría ser capaz de aquel viaje drenunciación, de aquel viaje de íntegr

sabor talmúdico. Mas de improviso, undea cruzó su cerebro. ¿No sería aque

cariño que de improviso sentía por l

humildísima familia, un simple y purefecto de la caridad cristianaCaramba! tuvo que sacudir fuertementa cabeza para alejar de su mente ta

noportuna idea. La familia, mientraanto, seguía rondando en torno de

forastero, admirando sus buenos trajes

sus zapatos a medida, su camisa d

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buena tela blanca y cien detalles máque si bien en Roma no hubieraextrañado a nadie, allá, en aquell

aldea, le hacían sentirse, al parecercomo un auténtico dandy.

Tres zagalejos despeinados l

miraban con expresión algo aleladaunto a ellos estaba la mujer de Jos«mi tía»), una vieja de rojos y carnoso

abios que resaltaban extrañamente en sargo y verdoso rostro. «¡Pobre tía!»pensaba Isaac para su capote. La mujeren tanto, contemplaba a su sabor a

sobrino, palpando incluso su ropa haciendo gestos de asombro acomprobar su buena calidad. El visitant

empezaba ya a estar francament

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molesto y cohibido y hasta un pocapurado con aquella especie dexhibición. Creyó oportuno darle fin;

para ello empezó a hablar relatando a sfamilia las razones de su visita y, en finoda la historia que nosotros y

sobradamente conocemos. Supo luegasí algo de la vida de aquellos humildeartesanos y de las dificultades que, cas

siempre, atravesaban. Y como quierque las palabras, una vez que empiezaa fluir, se van atrayendo las unas a laotras, queramos nosotros o no las má

de las veces, se escuchó a sí mismo, dpronto, pronunciando todo un auténticdiscurso: les hablaba en él de todos lo

porqués de su venida, de su satisfacció

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al hallarse en su propio medio ambiente de sus proyectos de regresar, al cab

de algún tiempo, a Italia, llevándos

consigo, si es que ellos así lautorizaban, a aquellos tres pobrehuerfanitos, a aquellos tres nietecillo

de José, el hermano de su padre, parsacarlos de aquella vida siempre difícisiempre llena de pobreza, de miedo y d

oscuridad.Mientras Isaac decía todo esto, lfamilia le contemplaba con auténticrespeto, acompañando con gestos cuant

decía aquel sobrino que parecía habecaído directamente del cielo.

Finalmente, y por suerte para e

Caballero del Árbol, alguien record

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que había llegado la hora de tomar algúalimento y que esperaban que el reciélegado les honrase compartiéndolo co

ellos. Pasaron, pues, a la mesa. Durantoda la cena, no cesaron de asaetarle

preguntas. El forastero hubo d

relatarles una y mil cosas de Roma y dtalia en general. Les habló de

agradable pueblo romano, de su

costumbres, del Papa, de los cardenalesde la Basílica de San Pedro, de laprocesiones, de los milagros, de lpopularidad que los Santos tenían e

aquellas tierras, de la devoción qusentían por las reliquias, de loescándalos ocurridos de la

excomuniones, de la misteriosa muert

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del cardenal Rampolla, y de ochentcosas más que no es preciso citar aqucon más detalle. Luego, piano pianito

fue derivando la conversación hacia spropio padre. Relató, según él mismhabía oído, su llegada a Roma, cómo s

as compuso para empezar a trabajarpara hacerse una clientela y para ievantando cabeza en aquella tierra qu

aún le era extraña. Les contó cómo habíencontrado algunos prelados que lprotegieron y le dieron la magníficclientela de la corte del Vaticano y cóm

el buen viejo se había llegado a creaasí un auténtico problema dagradecimiento; cómo había creído qu

era lógico corresponder, en algun

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forma, con aquella gente a la que, erigor de verdad, llegó a deber sposición; y, finalmente, cómo ta

agradecimiento se tradujo en el bautismde su primogénito, o sea, como ysabemos, en el bautizo del propi

Caballero del Árbol. Al llegar a taespinoso punto de la cuestión, percibinuestro hombre, con verdadera sorpresa

que la cara de su anfitrión se tornbruscamente verde: sus cejas scontrajeron y una gran arruga surcó sestrecha frente. Luego, se marcó en s

rostro una mueca de indignación y ddesprecio.

Algo había que hacer para salir a

paso de aquella mueca. Así, pues, en u

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alarde de oratoria, quiso hacerles vecómo todo aquello había sido tan sólun artilugio, un modo de guardar una

simples formas. Mientras lo explicabasonreía a la vieja, acariciaba a los niño  empleaba sus mejores métodos

modales a fin de que sus asertos fuesemás humanos, más convincentes.

Terminó su discurso con un

afirmación categórica: —¡En suma, y como veréis, yo soan hebreo, en el fondo de mi alma

como vosotros mismos!

Y la frase fue acompañada de lmejor, de la más dulce y de la máapacible de sus sonrisas.

Pero el viejo José no se dejó gana

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an pronto por aquellas palabras ni poaquellas sonrisitas de serafín o dquerube. Cauto, y siempre temeroso d

a buena reputación de su familia, fiehasta el no va más a los principios y os preceptos de su religión, no podí

abrir los brazos a un renegado, por máde su familia que fuera (¡oh, hermanmío!, ¿por qué lo hiciste?), si ell

levaba consigo el riesgo de perder sbuen nombre, su buena fama, e incurrien el más temido castigo para un judíoen la pérdida de la estimación en el sen

de la gran familia hebrea. Ya el solhecho de estar dando hospitalidad a urenegado, de haberle sentado a su propi

mesa, podía acarrearle luego funesta

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consecuencias. Nadie le perdonaría, so estaba temiendo, que hubiera dad

entrada en su propio hogar a un cristian

hijo de hebreo. Además, ¿qué habrívenido a hacer aquel renegado eLomza, en plena guerra, entre rapiñas

venganzas e incendios? ¿Qué spropondría aquel poco agradablsobrino Isaac? ¿Qué cálculos, qu

ntereses o qué misteriosos móviles lhabrían llevado hasta allí? ¿Cuál era lverdadera, la oculta finalidad de sviaje? ¿Quién le habría mandad

desplazarse hasta tan lejos?El Caballero del Árbol n

sospechaba toda la tormenta que s

estaba desarrollando en la mente de s

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anciano tío. Y así, con su buenntención, con su ingenuidad si s

quiere, iba él pensando: «¡Pobre gente

La alegría de verme los vuelvnquietos; el temor de perderme d

nuevo los hace desconfiados!». Y seguí

uego comiendo, hallando en loalimentos el auténtico sabor de familiade paz, de tranquilidad.

Cuando llegó por fin la hora ddespedirse, besuqueó a los trearrapiezos, dio la mano respetuosamenta su «tía» y agradeció con mil palabra

corteses todas las atenciones recibidas os exquisitos alimentos con que habí

sido obsequiado. Hizo constar tambié

su inmensa alegría por haber vuelto a

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seno de la familia y por haberlohallado a todos en buena salud y librea de peligros.

El tío, sin despegar los labios, enfilhacia el pasillo, arrastrando su negro sempiterno gabán, que llevaba aún

pesar del calor reinante. El Caballersiguió sus pasos, igualmente en silencio

El alojamiento que «tío José» l

buscó era una especie de casuchsituada de cara a la abierta llanuraQuedó allí el hombre, solo en smiserable habitación. Se tumbó sobre l

cama y comenzó a hacer una especie dexamen de conciencia. Gracias a Dios (él se guardaba muy bien de especificar

qué Dios se refería, puesto que en s

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condición de hebreo-renegado, o dcristiano-renegado, según se mirase lcosa, había que andarse con pies d

plomo), gracias a Dios, repito, su misióde restaurador de la religión y de la fse hallaba en una espléndida fase: tod

parecía ir, a su juicio, descaradamentviento en popa. Llegaría el día —lpresentía ya— en que volvería a Itali

con aquellos tres muchachitos, coaquellos tres jóvenes brotes del troncsecular, para tenerlos siempre con él, esu compañía; los educaría en uno de lo

mejores colegios, donde les hicieraconocer y respetar las sabias nequívocas enseñanzas de la inviolabl

Ley de Moisés. De tal guisa, cuand

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oda la comunidad de Lomza spercatara de lo bueno y de ldesinteresado, de lo generoso de s

obra, todos le darían su bendición y lharían algo así como hijo preclaro predilecto de la tribu de Jehová. Esto

con ser mucho y más agradable, no lera todo: más importante aún era ehecho de poder sacar a aquellos tre

nocentes chiquillos de los horrores da guerra, de las privaciones y miseriadel ghetto polaco, para trasplantarlos aaire abierto, cálido, liberal y soleado d

a lejana Roma. Y Dios, desde lo alto dos cielos, vería la generosidad de sntento y le perdonaría del todo

ayudándole a remediar el craso erro

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que otrora cometiera su padre.Luego, cuando el final llegara, l

endría preparado, a buen seguro, u

ugar preferente en el amplio seno dAbraham.

Pero estaba ya escrito que e

problema psicológico del Caballero deÁrbol no podía dormir tranquilo muchiempo sin salir de nuevo a la superficie

surgió, nadie sabe cómo, la consabidpregunta: —¡Si se deberá mi bondad —pens

—, mi desinterés, mi espíritu d

caridad, mis buenos propósitos, aquella larva del cristianismo que laaguas bautismales pusieron, seguro

dentro de mi espíritu!

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Sólo mucho tiempo después logrconciliar el sueño: pero fue un sueñnquieto, intranquilo, lleno d

nterrogantes y de complicados dilemareligiosos.

Ya de madrugada abrió los ojoshubo de hacerlo lentamente, pues l

noche, con sus inquietas pesadillas, ne había valido gran cosa de descansoPoco a poco se fue dando cuenta demotivo de su temprano despertar. En s

propia habitación había un chico, umuchachito pequeño y delgado, que shallaba ocupado dejando una carta sobr

as ropas del Caballero. Al ver que ést

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había despertado, apresuró sumaniobras y salió seguidamente sidespegar tan siquiera los labios.

Saltó nuestro hombre de la cama; ntrigado cogió la misiva:

«Será mejor que me esperes en t

propio alojamiento —decía aquel papelTu presencia en mi casa podrícomprometerme seriamente. Y tú no ha

venido a Lomza para arruinarme, ¿no ecierto?».Seguía luego la firma, casi ilegible

Pero ni tan siquiera un saludo.

Quedó desconcertado. ¿A qué podídeberse aquel súbito cambio ddecoración? ¿Se trataría tal vez de algú

malentendido? ¿Por qué iba a quere

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arruinar a la familia de su tío, ni cómba a comprometerle su presencia en l

casa del relojero? ¿Qué había hecho

¿Qué había pasado?Las cuatro paredes de la habitació

e agobiaban más aún que todo aque

cúmulo de preguntas. Se vistió, ganó lsalida y comenzó a pasear lentamentpor el pueblo. Sus pies, sin quererlo, l

levaron hasta la misma casa de sfamilia. Tan pronto se dio cuenta de ellovolvió sobre sus pasos y regresó otrvez junto a su alojamiento.

 —Es preciso que le vea y le habl—razonaba el hombre—; es necesarique deshaga el error, que le hag

comprender…

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así un gesto para que detuviera smarcha.

Aquella visión le turb

profundamente: le causó incluso uauténtico dolor en el corazón. Desearíener valor para abrir la puerta, par

penetrar en el interior del local enfrentarse con todos aquéllos, parsaber así, de una buena vez por todas

qué es lo que estaba pasando. Pero ecoraje no estaba de su lado. Volvió lespalda tímido, como avergonzadoEchó a andar, apretó el pas

paulatinamente hasta que, al final, acaba descaradamente corriendo. «¡E

verdad, es verdad! Mi sola presenci

molesta, conturba, perjudica. Pero… ¿

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quién? Puedo hacer daño, manchar eprestigio, pero… ¿por qué? Soy un sedespreciado, un ser contaminado, un se

peligroso. ¡Dios mío! ¿Qué es lo que hhecho?».

Al acabar tales pensamientos, s

encontraba ya de nuevo en su inhóspithabitación. Se abalanzó sobre el lecho quedó allí, inmóvil y triste, como u

perro apaleado.Un rato más tarde, y cuando aún eriste Caballero no había cambiado nan siquiera de postura ni de estado d

ánimo, oyó unos pasos que se acercabaa su puerta. ¿Sería tal vez el viejo Josque, arrepentido y convencido de s

error, venía a presentarles sus excusas

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Árbol hiciera alguna pregunta, saludara, o algo, en fin, que les diera pipara comenzar a exponer el motivo qu

sin duda llevaba hasta aquellhabitación a tal embajada. Pero vistque el otro no se movía ni abría la boc

an siquiera, puesto que el estupor y ldesconfianza ante aquel pleno no se lpermitía, el viejo José reunió ánimos

echó un vistazo al rabino, se cambió lcolilla de sitio en la boca, entre loprimeros pelazos de la barba, y al findispuesto ya a entrar de lleno e

materia, dio un paso adelante y comenza hablar:

 —Mi caro sobrino —dijo—, no e

culpa nuestra si hemos tardado tanto e

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nerviosamente al extraño grupo comqueriendo adivinar, por sus expresionesqué era, en realidad, lo que aquell

gente le estaba preparando.El anciano tío volvió a hacer uso d

a palabra.

 —Mi caro sobrino —repitió éstsimulando que limpiaba con sus manoalgunas imaginarias lágrimas—, m

caro, bueno y querido sobrino: nosotroscomo familia amantísima que somosratamos con todo interés el grav

problema de la educación y del porveni

de esos tres pobrecillos huerfanitosHaríamos cualquier cosa, sin regateaesfuerzos, para que éstos fueran el dí

de mañana tres bellos y bien preparado

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ejemplares de nuestra raza. Pero has dener en cuenta que la condición de t

propia familia…

 —¡Si yo no tengo familia —cortsaac con voz grave—, si yo soambién, como ellos, un huérfano d

padre y madre! —… pues tus condicione

personales, entonces, tu particularísim

situación en el momento actual, tuantecedentes, en suma, no nos ofreceodas las garantías que nosotro

deseamos…

 —En otras palabras, ¿qué quierusted decir, tío? Perdone esta preguntapero es que no comprendo del todo l

que están tratando de decirme —

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nterrumpió muy fina y comedidamentel Caballero del Árbol.

 —En otras palabras —continuó Jos

—, tú habrás de convenir con nosotroen que no podemos, en que nos eabsolutamente imposible aceptar t

generosa oferta de cuidar y educar esos tres pobres niños. Hay una razómucho más poderosa que nuestro

propios intereses… Una razón muchmás importante que tu propidesinterés… Y es ésta: ¿tú no eresraelita, no es cierto?

 —¡Oh, todavía no del todo! —respondió con un soplo de voz nuestratribulado hombre.

 —¡Luego tú eres cristiano!…

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 —¡Casi no soy cristiano! ¡Ya no lsoy casi nada!

 —Mira, sobrino mío; quiéraslo tú

no, tú has sido bautizado; eres, por tantoun convertido, un…

 —¡Un renegado! —clamó el rabin

con acento airado, al ver que el tídudaba ante el empleo de la cruepalabra.

 —… y deberás reconocer, por tantoque no podemos poner en tus manos leducación y la formación de esos trepequeños cachorros, de esos tres niño

que podrían ser blanda cera en tumanos. —José bajó los ojos y continuuego su perorata. Es un caso d

conciencia, un caso francamente grave

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¿Quién nos garantizaría que los pobrehuerfanitos…? Carísimo sobrinoperdona que te lo diga, pero esto

convencido de que acabarían los tresgracias a tus artes, formando parte de legión de los convertidos, de lo

bautizados, de los renegados como tmismo…

 —¡Un momento! —interrumpió e

Caballero. ¡Yo no seré aún israelita deodo! ¡De acuerdo! Pero tampoco soy yni cristiano, ni renegado, ni nada dcuanto me acusáis.

 —¡Cuestión de punto de vista, mquerido sobrino! ¡Simple punto de vista

El rabino tomó cartas en el juego:

 —Su condición, señor mío, es ta

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fatigas y de peligros como lo es éste ea época que atravesamos. El móvil dal viaje no es otro sino el de sacar, d

nuestro propio  ghetto, seguidores de sreligión. Ha venido a reclutarenegados, a causar bajas espirituales e

as filas de los que seguimos las leyede Moisés. Esto es tan claro como la ludel día. Pero usted no se atreve

confesarlo, ¿no es cierto? Y ¿por quéPorque usted no es un benefactor, sinun corruptor. No es un hijo pródigo quretorna al seno de la familia, sino u

renegado que viene a conseguir márenegados. Y para tan fea acción, ¿ques lo que trae como pantalla? L

caridad, el amor al prójimo, el amor po

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a familia. Pero ¿qué es lo que se vclaramente tras tan burdo telón? ¿Quiersaberlo? Pues bien: ¡que es usted u

misionero, un jesuíta, un procurador das huestes bautismales! ¡Eso y nad

más!

Ya enardecido, José repitió tambiécon rabia, moviendo sus largos brazos:

 —¡Un jesuíta, sí, señor; u

misionero! —A mayor abundamiento, no puedprobarnos ni una palabra de cuanto dic—siguió arremetiendo el airado rabino

i su sinceridad, ni su caridad, ni tasiquiera su religión. ¡Nada en absolutoEstá bautizado, pero niega ser y

cristiano; afirma que «aún no e

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sraelita, pero ya casi lo es» y siembargo aún no se ha hecho circuncidarPero ¿qué religión es entonces la suya

¿Quiere decírnoslo de una vez? La derenegado, ¿verdad? ¡La del renegado!

 —¡Pero, señores! Esto no es pura

lanamente una cuestión de religioneses, ante todo, un caso de conciencia —pudo decir al fin el Caballero.

El rabino despreció el alegato de ldefensa, volviendo nuevamente al ataqucon todo el furor de un fiscaenardecido.

 —¿Qué religión es entonces lvuestra, si siendo cristiano os sentísraelita y si, afirmándoos israelita o

comportáis como un cristiano?…

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Vamos, vamos, no intente convencernode lo que no es sino una simple mentiraVamos, vamos, jesuíta disfrazado! ¡Y

está bien, hipócrita clerical! ¡Si es usteun renegado, peor para usted, pero dejen paz a los inocentes, y no venga

nuestra propia casa a buscar nuevavíctimas ni a sembrar la traición y edeshonor entre los más débiles, po

pequeños, de nuestra raza! ¡Tenga algde respeto, al menos, para la tradicióde sus mayores!… ¡Ah, y sobre todo nolvide que su perfidia merece un castig

 que éste vendrá!… ¡Claro que vendráNo faltaría más!…

El atribulado Caballero escondió e

rostro entre sus manos y, aun si

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quererlo, comenzó a lloriqueacalladamente. «Aquélla era la voz de sclan, la voz de su sangre…». Todo l

estaba, pues, negado: la sinceridad, lbondad, la caridad. Nadie creía en supalabras, aunque su solo deseo fuera e

de hacer bien a los de su misma familiaAy!, esto es lo que ocurre por meterse

restaurador de la religión. Hubier

querido proclamar a gritos su inocenciaa pureza de sus propósitos, la bondade su corazón. Pero comprendió quhubiera sido totalmente inútil, puest

que no le creían, por la simple razón dque no querían creerle.

¿Para qué luchar, pues, con aquella

mentes desconfiadas y sucias que n

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querían ver sino la parte mala de todaas cosas?

Se alzó luego de la cama, sin sabe

qué hacer. Mas el viejo José lnterpretó torcidamente y, e

consecuencia, empujó con la mano a s

sobrino, echándole sobre el lechoLuego, le amenazó con un índice largo huesudo y, con voz cavernosa y ton

grandilocuente, le amenazó: —¡Tú lo has querido! Todo en lvida tiene su precio.

Y tú —óyelo bien, ¡renegado!—, t

no serás ya más cristiano. ¡No serás ymás cristiano!…

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Abandonado sobre el lecho, roto

sus nervios, el Caballero del Árbol nsabía ya, en tal punto, qué hacer ni qupensar. La cabeza le pesaba como s

estuviese llena de plomo. Las lágrimase le habían acabado. Las sienes lmartilleaban continuamente. Cerró lo

ojos y quedó allí, inmóvil, sin querepensar.En un cierto momento, y sin sabe

por qué, volvió a su memoria la image

de Pascal. Aquel recuerdo se apoderpor entero de su mente. Fue repasandocon la idea, toda una serie de obra

fundamentales. Le parecía esta

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releyendo la  Pensée, la  Priere pour l

maladie, la Conversion du pécheur , lComparaison des chrétiens  y, mu

especialmente, aquella obra que efilósofo Condorcet y el médico Lélulamaban «el amuleto de Pascal». S

alzó sobre los codos y, con una sonrisen los labios, comenzó a recitar a medivoz, muy lentamente, las palabras de

amuleto:Dieu d’Abraham, Dieu d’Isaac, Die

de Jacob.

 Non des philosophes et des savants.Certitude. Certitude. Sentiment. JoiePaix.

Dieu de Jésus-Christ.Deum meum et Deum vestrum.

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Ton Dieu sera mon Dieu…

Su ánimo ganó la serenidad. En s

alma no había ya diferencia alguna entrel Dios hebreo de Abraham, de Isaac de Jacob y el Dios de Jesucristo. Se ib

sintiendo invadido por una dulzurcompletamente nueva, por una fe y unesperanza tan grandes como nunca, hastentonces, había conocido.

Pareció comprender, en tal momentoque su conversión, su crisis particulade conciencia, era totalmente absurda

nnecesaria. No tenía ya precisión dconvertirse para salvar el alma y parsentir tranquila de nuevo su conciencia

Podía sentirse cristiano y hebreo a

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mismo tiempo! Nada se oponía a que sreligión y su raza se aunara en la feDios estaba sobre todas las cosas

sobre todos los hombres por igual.Tal descubrimiento llevó la paz a s

corazón. Apoyó la cabeza sobre l

almohada y quedó en calma, tranquilorespirando rítmica y pausadamente.

Mas de repente un rumor extraño l

hizo incorporarse sobresaltado. Era urumor formado por bisbíseos, poarrastrar de pies, por gente que sacercaba con sigilo a la puerta de s

cuarto. El ruido se iba aproximando. Lmanija comenzó a girar. En el umbraapareció luego un numeroso grupo d

gente que, sin pedir permiso, se adentr

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en la habitación del forastero. Coademanes extraños rodearon su camasin decir una sola palabra, per

mirándole todos torvamente. Alguienpor la espalda, le cogió la cabeza y lhizo, a pura fuerza, reclinarse sobre e

echo. Quiso gritar, pero una mano largafuerte y peluda, tapó su boca. Pudo veentonces que el rabino se abría pas

entre el grupo, acompañado por una rar  extraña vieja. Nuevas manonmovilizaron a nuestro asustado Isaac

sus brazos, piernas y cabeza quedaro

así totalmente sujetas. El buen hombrno sabía qué hacer ni qué pensar. Sasombro y su miedo llegaron al cén

cuando vio que otras manos má

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comenzaban a arrancarle brutalmente lropa: su pecho y su vientre quedaron adescubierto. La cara de la vieja, cara d

auténtica bruja en aquelarre, fuacercándose hacia él con un gestmaligno y vengador. Movió la cabez

bruscamente el Caballero y pudo emitiun agudo grito. Pero más manos cayerosobre sus labios y ahogaron sus sonidos

La vieja le miraba fijamente a loojos, con una agria y desconcertantmueca: en su mano, que fue alzandentamente, apareció un fino y afilad

cuchillo. El Caballero del Árbol temblcomo un azogado. No sabía nada, nentendía nada, pero veía allí mismo e

peligro. La vieja, sin decir una sol

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palabra y en medio de un sepulcrasilencio, se fue agachando despaciosobre el prisionero. Bajó el cuchillo

manipuló, y ¡zas!: la circuncisión quedhecha.

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El negro de Comacchio

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Ferrara, quienes, si les dejaran, secaríaodo el Adriático —y no digamos ya l

gran laguna de Comacchio— para pode

continuar, por tan dilatada zona, lsiembra de sus vegetales. Todos logobiernos y todos los poderes de Itali

han visto siempre en Comacchio unauxiliar peligrosa de Venecia en estcuestión de inundar zonas y más zonas

an sólo por cariño al líquido elemento.Entre las gentes de Comacchio y lade Ferrara no ha habido nunca —justicies reconocerlo— ni un gran amor ni ta

siquiera una buena política de vecindadPero ¿cree alguien que existe método dmanera de aunar los intereses de do

pueblos, casi contiguos, cuando se da e

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hecho, como en el caso presente, de quuno es eminentemente agricultor y eotro, por contra, vive de la anguila?

Sólo hay un nexo, un lazo de uniónentre ambas buenas gentes: los de lparte de Ferrara son partidario

fervientes del salchichón, porque dicencon buen acierto, que el tal salchichóabre las ganas de beber y prepara l

boca para recibir el vino. Los dComacchio, por su lado, pescan laanguilas y las engullen glotonamentcomo simple pretexto para poderla

ahogar en alguno de los buenos vinoque tanto abundan en toda Italia. A laanguilas les pasa algo parecido a lo qu

acaece con el arroz: que si bien nace e

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el agua, como mejor muere es en el vino

Desde el año 1860 hasta nuestrodías, la Sociedad ferrarensprofertilidad de la zona de Comacchi

continuó machaconamente explicando sproyecto de cómo había que desalojaales zonas de sus actuales habitante

para poder liberar así tan feraces suelodel absurdo y antieconómico empleo quos malos habitantes de Comacchio l

estaban dando. No había que dejar n

una sola anguila: el suelo, el benditsuelo, debía dedicarse a algo más serique a servir de fondo a tan descomuna

pecera. Los de la ciudad afectada, clar

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está, tampoco carecían de proyectos corespecto a la ciudad vecina. Así, si uno otros hubieran podido llevar a efect

sus deseos, se hubiera podido andar ecarroza por los suelos ya secos dComacchio y, en contrapartida, los d

Comacchio hubieran podido pasear egóndola por los ya inundados valles dFerrara[2].

Pero la vida decidió, a despecho dunos y de otros, obrar por su propicuenta, sin tomar en consideración lodeseos de los de acá ni de los de allá

Estaba escrito el desarrollo de loacontecimientos.

En nuestra historia se produjo luego

en el año 1885 para ser más exactos, u

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nuevo capítulo que habría de venir enconar más aún la inquina que los deste lado sentían por los de aquél y lo

de aquél, claro está, por los de éste.Las cosas comenzaron con la llegad

a Comacchio de un negro de Uganda

lamado Semba. Era éste alto y fuertcomo un auténtico hércules: un boxeadonato, un luchador de magistral clase, u

verdadero hijo de las selvaecuatoriales. Cuando se reía, mostrabuna amplia boca, llena de unos dienteblancos, blancos, pero fuertes

poderosos y temibles como los del leónrey de la selva: no hacía sino moveevemente su brazo y por aquí y por all

surgían unos músculos como maromas

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rellenando toda su anatomía de nudos de abultamientos; su pecho era fuerte desarrollado como el de un titán; de s

espalda podrían sacarse las de tremortales del tipo medio; su vientremusculado igualmente hasta el máximo

resonaba como un tambor cuando enegro lo golpeaba con la ancha palma dsu fuerte mano. Sus ojos, qu

habitualmente tenían un aspecto mábien bovino, se convertían en dosimples líneas —pero dos línearemendamente inyectadas en sangre—

cuando el titán africano montaba ecólera.

La primera bofetada con la qu

Semba obsequió a un pobre guardia qu

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quería arrestarle, bajo pretexto de quéste asustaba con su aspecto a los niño a las pobres mujeres embarazadas qu

circulaban por las calles, aquellbofetada, que aún es famosa en loanales de la villa, resonó como u

auténtico cañonazo, como udescomunal golpe de gong, e hizo correrésta es la pura verdad, a todo el puebl

de Comacchio.En aquella zona, y según lorecuerdos de los más viejos, nunca shabía visto un negro vivito y coleando

La gente, así, se emocionó bien prontcon aquella visita fuera de serie. Ante lbofetada que, para más detalles, hiz

saltar al infeliz guardia sus bueno

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metros por el aire, los ciudadanos de lnoble villa no supieron hacer más qudar gritos —aún no se sabe si de mied

o de admiración— y formar un círculen torno al lugar del suceso, pero couna respetuosa distancia entre tal corro

el autor de la hazaña. —¡Sujetadle fuerte! ¡Que no s

escape! —gritaba el guardia desde e

suelo, donde aún continuaba caído, mientras se aplicaba ambas manos a uado de la cara que comenzaba

hincharse a ojos vistas.

 —¡Sujetadlo fuerte! ¡Atadlo! ¡Perocuidado, no os muerda! —seguígritando el vigilante que, como se ve

había pasado ya de la acción a lo

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consejos.Parece obvio decir que nadie hací

demasiado caso de las recomendacione

del señor agente de la autoridad. ¿Quiéenía ganas de poner la mano encima

aquel Hércules negro y poderoso

Huelga la respuesta, claro.El rumor y la expectación iba

creciendo sin cesar. Corría ya la notici

de boca en boca y nuevas gentes veníana cada minuto, para ver con sus propioojos todo aquello, tan extraño, questaba acaeciendo.

Los viejos dejaron sus puestos asol; las mujeres abandonaron lacomidas sobre el fogón; los niños venía

en bandadas y hasta los hombre

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colgaron sus respectivos trabajos parno desperdiciar tan única ocasión.

Y, como ocurre siempre que se junt

una buena multitud, y máxime si ésta estntegrada por alegres gentes de razatina, el tumulto tuvo pronto un air

alegre, como de romería. Los máchuscos comentarios se oían por doquiecon respecto al irrespetuoso trato qu

había recibido el representante deorden público.El negro, extrañado en un principio

no tardó en percibir la corriente de bue

humor, de alegría y de juerga que sestaba creando entre aquellas buenagentes. No era cosa de dejar pasar l

ocasión, cuando se brindaba propicia. Y

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así, sin más ni más, comenzó a bailauna de sus danzas tradicionalescantando al mismo tiempo co

potentísima voz de bajo:

A na ngo tu ng’ande

chelechetechechelechetechea na ngo ku tu ng’ande.

Ante aquel espectáculo folklóricoante aquel baile extraño, pero lleno dritmo; ante aquella melodía rara cadenciosa, los habitantes de la villaamantes todos de la música y del ritmocomenzaron a corear la canción«¡Chelecheteche!». Cantaban ya a coro

odos a una. El negro, mientras tanto

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proseguía con sus saltos y sucontorsiones, acompañándose ahora, falta de su tam-tam acostumbrado, co

fuertes golpes en el vientre, dados con lmano abierta, que resonaban marcandel ritmo de la danza. Avanzó hacia l

multitud, que le abrió paso ya sin miedalguno. Se situó luego detrás deguardia, que, habiendo recobrado ya s

posición erecta, le hacía prudentes, perconminatorios gestos para que lsiguiera. Al ver que el negro obedecíaechó a andar calle abajo el guardia, l

cabeza muy erguida, queriendo recobracon su apostura algo de la dignidaperdida. Semba marchaba tras él

gesticulando y bailando su extrañ

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danza: la multitud cerraba filasmarcando también la cadencia coreando a pleno pulmón el estribillo.

El guardia, disimuladamente, slevaba de vez en cuando la mano a l

hinchazón de la cara. Para compensarlo

echaba furiosas miradas a diestro siniestro, queriendo evitar assuponemos, que alguien pudiera mofars

de él, al verle tan maltrecho. De rato erato, volvía la cabeza hacia atrás parcomprobar si el negro le seguía. Yefectivamente, allá iba el negro

saltando, bailando y haciendo cabriolassin cesar ni por un instante su rítmicmelopea. «¡Chelecheteche!», cantaban

coro los lugareños, que, realmente, s

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Oh! ¡Oh!… La multitud no salía de sasombro. Pero luego alguien, aún nsabemos quién, cogió otra de la

anguilas del pescador y como atraídopor un imán, allá fueron todos los depueblo, en una auténtica rebatiña: cogía

as anguilas del pobre hombre —quieacabó lanzando el cesto, completamentleno, por los aires— y las lanzaba

uego sobre el negro, gritándole: —¡Cógela, coge ésta tambiéndiablo!

Semba, por su parte, hizo una rápid

composición de lugar: —¡Aquí, o me escapo pronto, o m

como crudas todas las anguilas, o la

anguilas y estas gentes me comen a mí!

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Una vez pensado esto, y sin dudarlmás, se acercó al asustado guardia, lagarró por el cogote, y, levantándole e

vilo, como a un muñeco, avanzó con éa grandes y solemnes pasos, hacia ecuartelillo. Así fue cómo el negr

Semba —¡oh paradojas de la vida!—acabó llevando a la cárcel al mismísimrepresentante de la autoridad en la nobl

villa de Comacchio.

Aquella noche, ninguno de lo

habitantes del lugar se preocupdemasiado de dormir. Faltaba tiemppara intercambiar noticias, para conta

o que uno sabía y escuchar la

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novedades que el otro le proporcionabaCorrió así, de boca en boca, la historidel negro, sus aventuras, su procedenci

de las verdes y misteriosas selvas deÁfrica, sus exploraciones, sus viajes ysobre todo, su periplo final que le habí

conducido, desde el mismo corazón deÁfrica negra, hasta las plazas dComacchio.

Resultaba así que, antes de pasar ocupar una celda de la prevención, ebuen negro había contado, con unoratoria llena de gestos y de manotazos

oda la historia de su vida: seguíadiciendo las confidencias que no srataba de un negro cualquiera: no era u

negro escapado de un circo, ni tampoc

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uno de aquellos moros que a vecenstalaban sus tenderetes para tratar d

venderles piezas de marroquinería

perfumes más o menos exóticos y más menos orientales. No. El negro aquel eralguien, era un personaje digno d

respeto, aun cuando su presentación nhubiera sido demasiado diplomáticaEra nada menos que un explorado

negro, de gran renombre entre los suyos que había contribuido en gran modo que allá, en sus remotas tierras dorigen, se tuviesen ahora amplio

conocimientos de las costumbres ncluso de la geografía de Europa.

La historia de aquel explorado

negro que no trabajaba por cuenta

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orden de la African Association ni de lReal Sociedad Geográfica de Londressino, precisamente, por la del rey d

Uganda, no era menos interesante, nmucho menos, que las respectivas dodos aquellos famosísimo

exploradores blancos de los añoochocientos.

Dejando a un lado el color de s

piel, Semba podía alinearsperfectamente en la fila del MungParle, de Laing, de Denham, dClopperton, de Richard Laudes, d

Barth, etc.; su nombre, si biedesconocido para los europeos, gozabde la más alta fama por todas las selva

ecuatoriales y de un renombre sól

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equivalente al de Livingstone, StanleySpeke, Grant, Beltrame, Andrés DebonoGiovanni Miani, Baker, Burton

Antonelli, Thomson, Ruspoli, Bottego odos esos valerosos «pioneros» de l

conquista africana. Era célebre ya desd

bastantes años atrás, a causa de habedescubierto el curso superior del Nilodel cual, por aquellas épocas, los negro

de Uganda ignoraban aún su existencia.El caso cierto es que un buen díSemba había tenido la feliz ocurrencide emprender la descomunal hazaña d

r al descubrimiento de Europa, de aquecontinente legendario que tantdespertaba la curiosidad y la envidia de

pueblo africano.

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Era ya muy frecuente en aquellaépocas la aparición en tales regioneafricanas de exploradores blanco

procedentes, por tanto, de las lejanasgnotas y fabulosas tierras del norte

Semba, ante las ansiosas preguntas d

os europeos, siempre había sonreídbeatíficamente, pensando en lonnumerables y arduos trabajos que tale

gentes blancas se tomaban pardescubrir montones de cosas que, si a ée hubiesen dejado, las hubiese id

señalando con el dedo sobre el mapa

puesto que conocía todos aquelloparajes tan bien como un niño conocsus propios juguetes. Y, sin embargo, s

entregaban los blancos a peligros si

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cuento, a calamidades y fatigas, llevadode su sed inagotable de descubrir cosaque —digámoslo claro— estaban y

más que descubiertas por los puebloafricanos. Pero, por otro lado, él llegaba veces a comprender un poquito tod

aquello, puesto que en su alma tenía ungran plaza, un sitio de honor su orgullde ser él, y nadie más que él, e

auténtico descubridor de las fuentes deilo. Un día comenzó a pensar y considerar seriamente que, remontandel Nilo, podría llegar hasta el lejan

mar. Y una vez allí, cruzándolo, darícon sus huesos en las misteriosas playade la desconocida Europa. Y como l

pensó lo hizo.

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Partió de su natal Uganda en eotoño de 1883, atravesó luego Sembacon la sola compañía de dos amigos, e

piragua unas veces y a pie las más, todel inmenso territorio que separa lregión de los grandes lagos ecuatoriale

de las costas del mar Mediterráneo. Ylegaron así, una feliz mañana —tra

haber pasado peligros sin cuento

fatigas cuya sola narración llenaría todun volumen—, a la ciudad dAlejandría, a esa ciudad que, según laradiciones de su patria chica, estab

situada en el fin del mundo, a la orillde un tremendo mar poblado dmonstruos.

Pero aquella empresa, que figurab

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en buena ley entre las mejores de todaas realizadas sobre la tierra africana

no estaba aún completa ni mucho menos

Era preciso continuar la proezalevándola hasta su mismo final. Hast

el logro del objetivo deseado: que era

como ya se sabe, desvelar el misteridel continente blanco.

Semba no quiso arriesgar la vida d

sus dos fieles compañeros. Les mandópues, iniciar el regreso, para podeanunciar así, a su vuelta a la tierrnativa, que el heroico explorador negr

había llegado, como primera etapahasta la misma desembocadura del Niloque después de esto —habría d

contarlo también— el aguerrid

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hércules pasaría a hacerse a la mar, euna simple piragua, para surcar laprocelosas aguas del misterios

Mediterráneo. ¡La Europa ignotaguardaba ya su llegada!

Sin más temor que el lógico, y sin u

itubeo, nuestro negro montó en su frágipiragua y, encomendándose a nsabemos quién, comenzó su aventur

náutica. Frente a las costas de Siria, unfuerte tempestad agitó las aguas de lomares; la pobre piragua no fue lbastante marinera para sortearla y ¡all

fue nuestro atribulado explorador! Uvelero de la matrícula de Maltacontrabandista habitual de aquella

zonas, recogió al náufrago, quien y

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creía a pies juntillas en aquellahistorias de los feroces monstruos qupoblaban tales mares.

La embarcación salvadora aproaba hacia tierra, cuando un fuerte viento

una mala maniobra trajeron com

resultado que la chalana zozobrase simás ni más, volviendo a sumergir nuestro hombre en las frías aguas.

La pobre barquichuela quedauténticamente desmantelada por lfuerza del mar: por allá iba un palo, poacá, flotando, los cuarteles de la

escotillas… Todo aquel pedazo de mase veía poblado de restos del naufragioFinalmente, en un remolino, e

Mediterráneo acabó por tragarse de un

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vez por todas la barca con todo scontrabando.

Por fortuna, la tierra no estab

demasiado lejos: allá, hacia el Nortepudo Semba apreciar una playa bajaerminada en una punta de arena, qu

parecía estarle esperando, acogedora.«Ésa —pensó el negro— debe se

Europa, sin la menor duda». Con alard

de facultades, nadó un buen rato, hastponer sus pies sobre el suelo firme. Yentonces, al considerar los peligros quhabía dejado atrás y el buen fin de s

aventura, una enorme alegría invadió nuestro héroe. Fiel a las costumbres dsu tribu, comenzó a cantar, a saltar y

bailar, manifestando así su excelent

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estado de ánimo al encontrarse ya, san salvo, sobre un suelo que le mantení

sin vaivenes. Y así, cantando, bailando

saltando avanzó poco a poco por lrecién hallada Europa, hastencontrarse, finalmente, en plena Plaz

Mayor de la muy noble villa dComacchio.

Tras una noche de insomnio por lemoción que les produjera tansospechado acontecimiento, lo

habitantes de Comacchio se presentaroodos, como un solo hombre, ante l

Prevención de la villa, cuando aún el so

casi no había acabado de levantars

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sobre el horizonte. Se formó un enorm  apretado grupo ante la ventana de l

celda. Todos, a voz en cuello

empezaron a gritar: —¡Que salga! ¡Que se asome!Pero entonces comenzó a circula

entre las gentes un viento negro dpresagio: decían las malas lenguas quhabían trasladado al negro, al simpátic

negrazo, a la cárcel de Ferrara; saseguraba que, de noche aún, habíavenido los carabinieri  de aquellodiada ciudad a llevarse al negro: a

negro que era ya algo propio de lohombres de la laguna. La ira empezó despertar dormidos rencores.

Los lugareños se hallaba

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amenazadores: las mujeres loanimaban, y nadie sabe a ciencia ciertcómo ni en qué hubiera acabado tod

aquello. Lo cierto es que la actitud das gentes no auguraba nada bueno. Ma

he aquí que el negro Semba, del braz

nada menos que del señor cura párrocoapareció en uno de los balcones deedificio. Estallaron los vivas com

cohetes y el júbilo volvió a apoderarsde los honrados pescadores. El párrocosu párroco, les hizo saber, en unespecie de improvisado discurso, qu

os ferrarenses estaban celosos a más npoder de aquella novedad, de aquemprevisto que había caído en el plen

centro de Comacchio. Y su envidia y s

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Un gran clamor y una salva daplausos llegaron desde la plaza. Enegro era suyo y el negro se quedarí

con ellos. Era lo justo, y los dComacchio sabían cómo defender lusticia si llegaba el caso. Semba, po

anto, fue puesto en libertad. Y al versobjeto de tantas atenciones, de tacariñosa acogida, de tan simpático trato

pronto perdonó a la Europa en plenoncluso el guardia que quiso detenerle, a quien él obsequiara con tan magníficbofetada, se hallaba ya incluido en s

perdón general. Mas una duda subsistíen su cabeza. Si los de Ferrara queríaapartarle de aquella simpática gente, d

aquellos magníficos anfitriones, ¡alg

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muy malo debía pasar en Ferrara! ¡Qumala gente no habrían de ser loferrarenses!

Semba pronto fraternizó con todoos habitantes. Comió cuanto quiso

bebió a su placer, cantó, bailó sus y

célebres «chelecheteche» e hizo, en dopalabras, las delicias de aquella gentque tanto se aburría de ordinario. Haci

el final de la tarde, Semba había sido ysolemnemente nombrado Capitán de loPescadores, Gran Explorador de lAlbufera de Comacchio, y hast

cincuenta títulos más, todos ellogualmente rimbombantes.

En medio de aquella algarabía

Semba continuaba tranquilo. El enorm

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corpachón trasegaba el vino como si dagua se tratase; las anguilas las engullíuna detrás de otra, como si fuese

simples piñones. ¡Caramba, en qué paímaravilloso había caído! Extendía lmano y alguien, no sabía quién

colocaba en ella una jarra de aromáticvino, acababa una anguila y le llegabamás, dos, tres, cuantas quisiera, a cubri

el puesto vacante. Todo era bueno, todoe agradaban… ¡Aquél era un auténticEdén!

La gente se apiñaba y se apretujab

para verle comer y beber; las mujeresriéndose a carcajadas, golpeaban svientre por el solo gusto de oír cóm

resonaba. Los chiquillos se acercaban

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él y miraban, asustados, sus músculos. Ycuando el negro les cogía, musuavemente, y los alzaba por encima d

su cabeza, cual si fuesen simpleplumas, ponían tales caras de miedo quel público estallaba en nueva

carcajadas. Entre bocado y bocadoentre trago y trago, Semba relataba poenésima vez su historia, y la acabab

bebiendo siempre a la salud de aquellomarinos cuya barca había zozobrado taa tiempo, permitiéndole a él llegar así un país de maravilla. Luego se metía d

nuevo en la boca la cabeza de unanguila; los espectadores abrían otra vesus ojos como platos. Y el negrazo

poquito a poquito, se la iba tragando

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devorando toda, de prisa, de prisacomo si fuera una máquina aspiradora«¡Escúpela, escúpela!», l

recomendaban. Pero él, tras un eructfeliz, acababa gritando: «¡VivComacchio!». Y como si tal fuera l

consigna, comenzaba otra vez a circulael vino. Todos bebían en cantidadeales que parecía que querían ayuda

ellos así, ingiriendo grandes cantidadede mosto, a la pesada digestión que enegro, a fuerza de engullir anguilashabría de tener dentro de poco.

 —Si toda Europa es así —pensaben el ínterin Semba—, ¡que no mesperen más en Uganda!

En los días siguientes, y ya pasad

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el jolgorio, Semba se dedicó de lleno ayudar a los hombres en sus tareas

adie como él hacía las cosas tan bien

Se metía desnudo en el agua, negrogigantesco y hercúleo, y chapoteando dacá para allá, dando gritos y echand

canciones al viento, iba con una largpértiga apaleando las aguas, paraasustar así a las anguilas y obligarlas

dirigirse a los criadores. Parecía eales ocasiones una mezcla de Neptuno de Vulcano: un Hércules que hubierelegido para vivir el reino de las olas.

El negro trabajaba de buena ganpara todos, ayudaba a todos y allá dondél estaba era siempre el primero e

acabar las pesadas tareas, el primero e

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hacer más cosas en menos tiempo. Todoe alababan y consideraban como un

bendición del cielo que hubiera caíd

sobre la villa en pago a sus virtudesAcabó ya por ser capitán, el guía natoTenía más fuerza, más agilidad, má

poder que nadie. ¿Quién como él satrevía a coger con la mano las culebrade agua sin demostrar miedo alguno

¿Quién podía estar horas y horadesnudo, chapoteando por entre locienos? ¿Quién podía quitar las enormerocas que estorbaban, sin herniarse en l

empresa? Todos querían a Semba, todoreclamaban a Semba y todos le estabanal final, agradecidos por algo.

Cuando había ya pasado la época d

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as duras tareas, cuando llegó —comocurre en todos los pueblos del mund— la época de la holganza, de l

ranquilidad, Semba no tenía márecurso que encerrarse con los demás eas tabernas, trasegando vino del Bosc

 hablando, mientras tanto, mal de los dFerrara. Fue entonces cuando en scorazón de intrépido aventurero s

asentó la morriña: se despertó en él eafán de acción, de aventuras. Le pesabdemasiado aquella tranquilidad, aquéno hacer nada, aquel apoltronarse dí

ras día. Le volvió la sed ddescubrimientos, la pasión por veierras inexploradas.

El viento de la aventura abrí

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nuevos horizontes ante sus ojos que yempezaban a cansarse de ver las mismacaras, las mismas costumbres, lo

mismos tragos de vino. Y sí, una tarderas haber trasegado abundantemente e

rico caldo de la tierra, nuestro negr

desertó de la villa que tan bien le habíacogido, partiendo hacia ldesconocido, llevando como objetiv

primero de su correría edescubrimiento de las fuentes nacimiento del río que fluye a lnmensa laguna.

Durante algunos días nada se supde él. «¡Ha muerto!», decían unos; «¡Hhuido!», se quejaban otros. Y no faltab

quien opinaba que eran los de Ferrar

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os que, simplemente, le habían raptadoEsta opinión ganó últimamente muchoadeptos entre el elemento pescador, qu

es tanto como decir entre todos lohombres útiles del pueblo. Armados copalos y con grandes y robustos remos

recorrían las calles, clamando justicia venganza, y pidiendo la devolución decapitán negro de los hombres del lago

Como quiera que la falta de mutusimpatía era cosa secular entre ambopueblos, como ya hemos dejado dichopronto todos los habitantes del valle s

unieron a esta manifestación, gritandcon acento desaforado: «¡A FerraraVayamos contra Ferrara!».

Y sólo Dios sabe cómo hubiera

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erminado las cosas. Pero en el momentcrítico comenzó a correr una noticia poentre todos los exaltados. El negro, a

parecer, había sido hallado, tumbado despatarrado en el santísimo suelo, euna plaza de Módena, borracho a más n

poder y repleto hasta el tope del ricvino italiano.

El regreso del negro fue apoteósico

riunfal. El pueblo de Comacchio puda, por fin, dormir tranquilo aquellnoche. Su negro, su héroe, había vueltal redil. Mas lo cierto es que el vin

había logrado apagar la sed de Sembasí, pero la sed física; la sed daventuras, de descubrimientos, quedab

ntegra en el interior del explorado

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africano. «O me dejáis partir por labuenas o me escapo y no vuelvo más»es decía luego el negro a los hombre

de la laguna que se hacían los sordos«¿Y si no hubiésemos llegado a tiempde salvarte? ¿Y si llegas a caer e

manos de los de Ferrara?», lrespondían éstos. Pero ni aún así, ni tasiquiera con esta terrible amenaza

ograban frenarle. Finalmente, y en vistde que no les quedaba otra soluciónconsintieron en que partiera. Pero ya dhacerlo, fuerza era realizar las cosas e

forma debida. Consecuentemente lproveyeron de una buena cantidad danguilas, de una gran cantimplora llen

de vino del Bosco, y por ende l

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aparejaron un pequeño bote a vela parque así nuestro Semba llevase a cabo lexploración marítima que ahora l

andaba por las mientes. Luego, ecortejo, le acompañaron todos, hombresmujeres y niños, hasta el mismísim

puerto Garibaldi. Cuando el arrojado valiente negro pasó a bordo, todosdetrás de él, se metieron en el agua de l

nmensa laguna, diciéndole adiós con lamanos, y entonando a coro, a manera ddespedida, el famoso «chelechetecheque había popularizado el negro po

odos aquellos contornos.Tres semanas largas había

ranscurrido cuando Semba, satisfech

de sus exploraciones por las costa

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vecinas, regresó más negro, mádesnudo y más alto que nunca a suierras de la acogedora Comacchio.

Una vez en el pueblo, relató las mihazañas realizadas. Y, por otra partehasta Comacchio llegaron los rumore

de la admiración que por todas partehabía despertado el negro en sus viajesPara las buenas gentes de la tranquil

talia fue una auténtica sorpresa lpresencia del negro. Éste, al llegar aotro lado de la laguna, a la orillopuesta de aquélla en que se asient

Comacchio, fue forzado a echar pie ierra y a recorrer así, como caballer

andante, las regiones que se le ofrecía

por delante. Júzguese el asombro de lo

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campesinos al ver aparecer ante ellossin previo aviso, un enorme, descomuna  atlético negro que, por todo equipo

raje llevaba un morral bien lleno danguilas a la espalda y una enormcantimplora colgando a su lado.

Pero lo importante era que Sembestaba de nuevo en casa. ¡Ah! ¡Cuánthabían pensado en él los lugareños

Qué de preocupaciones les daba odos con sus andanzas, con su inquietuviajera!

«¡Ahora no te nos escaparás, más

Semba! ¡Esperamos que hayas yquedado satisfecho para una buenemporada!», le decían sus amigos. Y

para ayudarse en este empeño trataba

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de llenarle de vino a todas horassuponiendo, con bastante fundamentoque el vino más hace tender al hombr

hacia la molicie y la buena vida que nhacia la exploración de terrenodesconocidos.

Pero Semba, lo quisieran así lougareños o no, había nacid

especialmente predispuesto para u

destino de libertad y de gloria. Y el dípreciso de la Virgen de Agosto, entre laágrimas y las quejas de todo el pueblo

partió de nuevo a la aventura, sin quere

escuchar los sabios consejos con que loancianos del pueblo le asesoraban. Ibaesta vez, al descubrimiento de la

fuentes del río Reno.

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Dicho y hecho. Comenzódebidamente preparado y equipado, sdescomunal caminata. Pasó Bolonia

puso proa a los Apeninos, entró despuéen el Valle de San Lucas y así, como eque no quiere la cosa, llegó a mediado

de septiembre a las fuentes precisas, amismísimo nacimiento de aquel gra

ilo de la región Emilia.

La fama de su nueva hazaña recorriesta vez media Italia. Su nombre cruzabde una punta a otra de la región, de bocen boca, adornado siempre con los má

curiosos adjetivos. —Recibió homenajes d

asociaciones excursionistas, de lo

mozos de éste, de aquél y del otr

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otra vez adiós al pintoresco pueblecitde Comacchio, partiendo esta vedispuesto a llegar hasta las fuentes de

Po. Semba, en su fuero interno, sentífrancamente ocasionar tantos disgustos aquellas plácidas gentes. Pero… ¡ah

era su sino: había que apagar aquellsed viajera.

El Po, como es sabido, pasa a un tir

de piedra de la ciudad de Ferrara, ddonde se deduce que no resultdemasiado raro el hecho de que algunoferrarenses, más o menos locos, s

dedicasen habitualmente a enredar coos diques que regulan por allá su curso

Si esto lo hacían con mala idea o no

es cosa desconocida; más lo

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desperfectos que frecuentementocasionaban son cosas comparablesverídicas y aún palpables.

Partió el negro, como decimos, per—y esto es lo triste del caso— nregresó jamás. Al cabo de un mes, e

pueblo de Comacchio se alzó ya efranco tumulto: se armaron los hombrede palos, picas, cuchillos y hoces,

estaban ya dispuestos a largarse Ferrara para dar un escarmiento total aquellas gentes que no les dejaban vivisu vida y que, sin la menor duda, le

habían ahora robado a su hijo predilect adoptivo, el negro Semba. En el peo

de los casos, había que ir a vengarl

pasando a fuego la ciudad, si es qu

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alguien había tocado un solo pelo de scabeza. Súbitamente, un día de aquéllose presentó en el pueblo, jadeante aún

sofocado por la carrera, uno de lohombres de Comacchio, unprecisamente que se ocupaba d

rastrillar, día tras día, los cienos y lododel Po. Con la voz aún sofocada, con ealiento aún cortado, pudo éste relatar a

pueblo entero el trágico fin del héroe.Semba, sin saberlo, se habíadentrado por la zona en que se estabsaneando la cuenca del Po. Se metió as

por aquel dédalo de canales de desagüeSemba, nuestro bueno y querido Sembadesapareció una noche tenebrosa, un

noche oscura como boca de lobo

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chupado a traición, absorbido por unde aquellas feroces máquinas, por unde aquellas descomunales bombas qu

secaban zonas de los pantanos. El últim  terrible grito del héroe provocó u

coro de asustados relinchos de lo

potrillos salvajes de aquel contorno; ucoro cuyo eco se extendió y propagó pooda la amplísima zona de las marismas

legando luego hasta los bosqueejanos. Era un estruendo de asustadorelinchos que llenaban el aire de lzona. Un trágico grito animal que s

confundía así con los rumores del ríoSe diría un final de tragedia griega: elanto de los equinos y el llorar del río

confundidos en una sola voz: una vo

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que lloraba como dicen que otrora lhiciera la corriente del Scamandrcuando rasgó los aires también el grit

final, la postrer llamada de auxilio dHéctor, el mitológico domador dcaballos.

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El «martillador» de laVieja Inglaterra

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La primera vez que Bob As apareció ePrato era, justamente, un lunes. En lplaza de Duomo, tras los puestos de lo

vendedores de baratijas, hizo nuestrhombre su aparición. Era un tipdescomunal, grande y fuerte como u

Hércules, con manos como palas dremo, tórax de luchador y una espalda unos brazos que parecían, realmente

muestrarios ambulantes de músculos endones. Su cabeza era pequeñaredondita y calva, pero unida al cuerppor un poderoso cuello, fuerte como e

de un toro. En su cara, que tenía algo dseráfica, lucía una sempiterna sonrisa.

Mas si la mitad superior del cuerp

era, como queda dicho, todo carne

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músculo y poder, de fuerte osamenta amplia complexión, las piernas, por econtrario, eran unas simples y pura

cañas, afiladas, enjutas y flacas, quparecían haber salido talladas con ucortaplumas. Nunca se había visto —

al menos ésta era la opinión de lohabitantes de Prato—, unas piernas dcristiano más flacas, más secas, ni má

orcidas que aquéllas.Parecía así un hombre especialmentdiseñado para no valerse de aquellaextremidades; un hombre nacido par

estar siempre sentado. Un hércules dcintura para arriba y un flaco poantonomasia en lo que a piernas s

refiere.

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Para colmo de males iba vestido a lmoda escocesa, luciendo por tanto unfaldita que llegaba apenas a sus nudosa

rodillas.El extraño tipo, sin hacer ni el meno

caso de la curiosidad que su atuend

despertaba, se instaló al pie demonumento de Magnolfi, abrió unmaleta, grande como un baúl que hast

allí acarreara, y sacó de ella unalfombra muy enrollada, una bola dhierro provista de una anilla o argollaun trípode plegable, un trompetín, un

bandera inglesa, cuatro guantes dboxeo, un banquillo pequeño, unbotella de whisky y, por último, un roll

que parecía contener algunos cartelone

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de esos que utilizan en su propagandos vendedores ambulantes. Sin deci

una sola palabra, colocó el asta de l

bandera inglesa sobre el trípode, izandasí, en plena plaza, los colorenacionales de la rubia Albión; luego

extendió la alfombra por tierra, alinecuidadosamente sobre ella, en unorilla, los guantes, la bola y la botella

agarró con su manaza la trompeta hinchó el pecho. Volviendo un poco lcabeza, echó una mirada a la muchachitque había ido hasta allí en pos de él

que en aquel momento preciso tomabasiento en el pequeño taburete. Ldirigió una sonrisa llena de cariño y l

hizo luego un gesto sonriente

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Finalmente, tosió el atleta, escupió a unbanda y, haciendo acopio de aire, soplpor la trompeta, para llamar de est

guisa la atención de las gentes.Los lunes son días de mercado, po

cuya razón la plaza principal del puebl

se hallaba concurridísima a todas horasQueremos decir con esto que pronto ungran multitud rodeó al curioso hombr

del faldellín. Apostaban unos a que eipo aquel era un tragador de sablesOtros preferían creer que iba a echafuego por las narices.

Cuando la concurrencia ya era lbastante nutrida, se separó el hombre lrompeta de la boca y quedó ante s

auditorio en postura de «firmes», per

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más con un aire de gimnasta que dsoldado, si hemos de ser veraces.

Luego, tras un leve saludo, s

afianzó sobre aquellas entecas piernasse dobló hacia abajo por la cinturaagarró con su mano diestra, por l

argolla, la enorme bola de hierro y lfue levantando, lentamente, hasta laltura del pecho. En medio de u

absoluto silencio, hizo luego un levgiro de muñeca y siguió extendiendo ebrazo, ya hacia arriba, elevando así lpesa por encima de su cabeza.

Empezaron a oírse algunos rumores. —¡Silencio! —bramó el atleta.Y su auditorio comprendió bie

pronto, al percatarse del acento, qu

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aquél no era el Hércules del Pratolinsino un Hércules del extranjero. Es uromano, opinaban unos. No, un alemán

aseguraban otros. ¡Un inglés, hombre, unglés! ¿O es que no veis la bandera?

En tanto que la demostración d

fuerza proseguía, salió de entre la masde espectadores un grito de: «¡Viva eGambacciani!», ante el que todos lo

espectadores soltaron la carcajada[3]

.El hércules les despreciolímpicamente. Fue haciendo descenderenta, muy lentamente, la pesada bola d

hierro, hasta posarla en tierra con lsuavidad de la mariposa. Luego, eseguida, hizo un par de movimiento

respiratorios, tras lo cual empuñó con l

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siniestra el asta de la bandera, alzandcon la otra mano, por encima de scabeza, un gran cartelón, ya desplegado

Se leía allí, en grandes caractereipográficos:

Éste es el invencible BobAs, campeón indiscutido deEscocia, veterano del ring, y

llamado, por su potente pegada,«el martillador de la ViejaInglaterra».

Bob se volvía a uno y otro lado parque así toda la concurrencia pudiera leeel anuncio. Luego, quiso él completarl

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de viva voz y comenzó a pregonar a locuatro vientos:

 —¡Cuarenta años de boxeo! ¡Cient

  pico victorias! ¡Treinta medallasDiez dientes rotos en el curso de mi

combates!

Al llegar a este punto de su perorataabría los labios para que todos pudieraver así las áureas piezas que había

venido a rellenar los huecos que en sufilas dentarias dejaran las pasadauchas, las pasadas victorias.

Y en este momento preciso, l

muchachita que le acompañaba se pusen pie y comenzó a aplaudientusiasmada; la claque  hizo efecto

odos obsequieron con sus aplausos a

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atleta extranjero.Éste, tras un saludo de aire circense

colocó de nuevo la bandera sobre e

rípode, plegó muy lentamente ecartelón y se hizo otra vez con la pesadbola. La asió con ambas manos y la tir

violentamente a lo alto; al caer ésta, lrecogió, antes de que llegara a tierrahaciendo un alarde de musculatura.

A continuación, pasó a hacer toduna serie de ejercicios gimnásticos coa referida pesa, demostrand

ampliamente de esta suerte cómo él, co

una sola mano, podía hacer cuantquisiera con aquel chisme, despreciandpor entero su enorme peso, la ley de l

gravedad y demás zarandajas por e

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estilo. No hay como una buenmusculatura para salvar esos pequeñoescollos.

 —¡Cincuenta liras le daré, sseñores, sí, a aquel que logre alzar estbola con una sola mano! ¡Cincuent

hermosas liras! ¿No hay nadie que lntente?

Dejó la bola sobre la alfombra, pus

un pie sobre ella, cruzó sus musculosobrazos sobre su no menos musculospecho, miró olímpicamente a derecha zquierda y quedó por fin, mayestático

como un gran Titán vencedor de arducombate.

 —¡Viva el campeón de Escocia! —

gritó la muchacha, fiel a su misión d

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enardecer a las masas.La multitud volvió a aplaudir a Bo

As. Algunos había que miraban ya a l

bola como considerando, en su fuernterno, qué posibilidades había d

ganarse aquel medio centenar de liras.

 —¡Debe pesar bastante! —opinabuno.

 —Más de cien kilos, creo yo —

apuntaba otro. —Que viene a hacer media lira pokilo —completó un tercero. ¡No está mael precio!

Las mujeres, entonces, comenzaron animar a los hombres.

 —¡Hala, muchachos, ganaos las lira

e invitadnos luego!

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 —¿Tienes miedo, Fulanito? —¿No puedes con ella, Zutano? —¡Que no se diga, Mengano, con l

que presumes tú de atleta con lamujeres!

Ante las voces de las hembras, lo

hombres empezaron a mirarse entre spensando cada cual para su capote quién de ellos le tocaría hacer e

ridículo, pasando a ser la inocentvíctima que precisaba el buen humogeneral. Sin mediar palabras, parecieroponerse todos de acuerdo: rodearon a u

fuerte muchachote de pelo rojo yquieras que no, le fueron empujandoencaminando hacia la alfombra en la qu

se hallaba el hércules escocés. E

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pelirrojo se revolvía y trataba diberarse; demostrando no tene

demasiadas ganas ni de hacer ejercicio

físicos ni de hacer, claro está, tadescomunal ridículo. Pero cuando llega tiro del de las falditas alargó éste s

descomunal manaza, asió al muchachpor un hombro y, de un brusco tirón, lplantó a su lado, junto a la infernal bol

de hierro que, a los ojos del paisanoparecía ir ganando en peso y en tamañcuando más de cerca la contemplabaCon una presión de sus fuertes dedos

Bob obligó al italiano a inclinarse sobra bola de hierro. Una vez en tal postura

no le quedó al joven más remedio qu

ntentar la hazaña. ¡Peor iba a queda

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ante los ojos de sus camaradas si ni tasiquiera intentaba levantar el pesoConsecuentemente, pasó la mano por l

argolla, enderezó algo el espinazohinchó a conciencia los pulmones comenzó su intento.

 —¡Ánimo! ¡Fuerza! ¡Adelantevaliente! —le animaban sus paisanos.

Concentrando energías y tensand

bien los músculos, logró, poquito poquito, levantar la descomunal bola upalmo sobre el suelo; otro esfuerzo otro palmo más arriba, luego, a fuerz

de sudores, otro palmo más en altura; lbola iba llegando ya al nivel de scintura. Quedaba ahora, justa

precisamente, lo más difícil: hacer gira

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a muñeca, con la bola a cuestas, parque el brazo pudiera comenzar smarcha hacia las alturas y hacia la

cincuenta liras prometidas. Sudando chorros, con los músculos y los tendonea punto de reventar, el muchach

comenzó la difícil operación. Su cuellestaba hinchado por la tensión: sespalda contraída y, desgraciadament

para él, el tórax demasiado avanzado nclinado. Y a causa de este defecto —bueno, y de la falta de fuerzas quizás—el caso es que en el momento crítico, e

el punto álgido, la bola pudo más que eitán en ciernes y ¡allá fueron ambos

hombre y bola, de cabeza hacia el suelo

La multitud, claro está, estalló en un

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abierta y general carcajada. Bob Aestaba preparado para el quite. Y al veo que sucedía, lanzó disparada una d

sus manos con la que agarró ahombrecillo por el cogote impidiéndolasí que se estrellase de narices contra l

alfombra. Una vez conseguido esto, lagarró con la otra por el fondillo de lopantalones y a la voz de ¡ahí va eso

anzó al fracasado pelirrojo sobre egrupo de amigos que le habían inducida probar sus fuerzas. Le cogieron éstoen vilo, en medio del general regocijo

obsequiándole seguidamente con udescarado abucheo.

Bob As quedó invicto, sobre s

alfombra, los brazos cruzados sobre e

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una de sus patas traseras contra aquellbola de hierro que nadie, salvo el héroeograba levantar a pulso. Y mientra

ocurría lo que inmediatamente pasó, lque en tales casos es fuerza que pase, squedó el perro mirando descaradament

al as del boxeo escocés, sin reconoceral parecer, ni sus méritos ni su universarenombre. El regocijo de la multitud er

ndescriptible. Las carcajadas elevabasu coro al aire, y la gente se retorcímaterialmente de risa. Pero Bob nogró ver la cosa por su lad

humorístico, ni mucho menos. Aqueodioso can venía así a mancillar sriunfo, a sumirle en el más espantoso d

os ridículos, cuando precisamente

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estaba logrando uno más en su largcarrera de éxitos. La rabia pudo más qua flema británica. Agarró al maldit

perro por la cola, alargó el brazo, tensos músculos y comenzó a voltear a

chucho por encima de su cabeza, com

hacen los vaqueros del lejano Oeste cosus famosos lazos de cuerda. Despuéscon un impulso final, largó al bicho po

os aires: el pobre perro salió como lpiedra de una honda. Cruzó los aires poencima de la multitud, pasó por lo altdel monumento a Magnolfi y luego, e

una limpia trayectoria, fue a caer, o aterrizar, encima del puesto de uvendedor de buñuelos. La gente l

estaba pasando maravillosamente bien

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i tan siquiera en el circo, ni en loíteres, se habían reído tanto en lo

últimos tiempos. ¿Cuál será, s

preguntaban, el próximo número?Pues bien, aunque ellos no l

supieran, el próximo número estaba y

comenzado: Un hombretón, robustcomo un roble, gordo como una vaca, con el rostro colorado por la rabia, s

abalanzó sobre el «martillador» de lVieja Inglaterra, gritando a grandevoces:

 —¡Ahora te enseñaré yo a hace

volar a mi perro!Agarró al escocés por el brazo

comenzó a propinarle furiosas bofetada

con la otra mano.

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Era Carnaccia, el casquero de lcalle de Porcellatico, famoso por sukilos, por su fuerza y por su malhumo

sempiterno. De modo y manera quahora se les ofrecía así, gratuitamenteun ameno match  de lucha libre. ¡Buen

estaba la cosa! ¡Más valdría no perdersni un detalle! Conque, claro está, lafilas se apretaron más y todos, o cas

odos, se pusieron de puntillas para vemejor, sobre las cabezas de los que shallaban delante, aquel descomunal divertido combate.

 —¡Hala, hala, Carnaccia, dalfuerte!

Ante aquel impensado ataque, Bo

As quedó un poco desconcertado, con l

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cual hubo de encajar las dos primerabofetadas. Gracias a ellas reaccionrápidamente; se deshizo de la presa

con unos pasos típicos de ring, puso unprudencial distancia entre él y senemigo, largándole luego do

descomunales trompazos. —¡Contesta, casquero, no te guarde

ésas! —le gritaba la gente.

El bueno de Carnaccia quisresponder a los golpes, pero el boxeo nse había hecho para él. Cada vez quntentaba acercarse, se encontraba d

plano con los puños de su enemigo. Sse retiraba un poco la gente le llenabde insultos. Así pues, medit

rápidamente un segundo y se decidió

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atacar a su estilo. Dio unos pasos atrásdespreciando los comentarios, tommpulso, y se lanzó como una tromb

sobre el boxeador de las falditas, siener en cuenta el par de pescozones que pillaron por el camino. Cayó con tod

su enorme corpachón sobre el inglésquien ante aquella embestida, mápropia de un toro furioso que de u

hombre, fue por tierra, recibiendencima de sí todo el peso del enfurecidcasquero.

 —¡Ah, traidor! —gritó el pobre e

un ronco aullido.La masa de gente aplaudí

enardecida ante la aparente victoria d

su paisano. Pero cuando los aplauso

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estaban aún sonando, ya se encontrabnuevamente en pie Bob As, en speculiar postura de boxeador, incitand

a su enemigo a que se lanzara parpoderle dar el castigo que se habímerecido. En vista de que éste no l

hacía así, Bob le agarró con lzquierda, por el cuello, hizo presió

con sus dedos, obligándole a levantarse

Y tan pronto como el gigantón se separdel tapete, un espantoso gancho fue parar a sus narices de las que comenza sangre a brotar a chorros. Un nuev

golpe en el mentón y el dueño del perrcayó por tierra con la misma fuerza y emismo desplome con que su can cayera

pocos minutos antes, sobre el montón d

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buñuelos recién hechos.Aquel espectáculo no fue ya de

agrado del respetable público. Una cos

es una broma y otra que la sangre anda por medio. Así, y mientras que uno

se ocupaban en recoger al pobre

maltrecho vendedor de tripas, los otrose lanzaron sobre el extranjero, tratandde darle, simple y llanamente, un

descomunal paliza. El inglés luchabpor desasirse de aquella lluvia de manoque caían sobre él, pretendiendagarrarle y tirarle por tierra. Pero

pesar de su habilidad y de su fuerza, ncreemos le hubiera ido muy bien eaquel desigual combate

Afortunadamente, el escándalo era y

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demasiado grande para pasanadvertido, y así fue como se present

en la plaza un piquete de guardia

dispuestos a poner orden. Repartiendalgún que otro porrazo lograroatravesar la compacta fila d

uchadores, llegando hasta el apuradnglés, al que salvaron del linchamiento

formando —entre él y la multitud— un

barrera con sus propios cuerpos. —¡Calma, calma, señores! ¡Dejeeste asunto de nuestra cuenta!

La multitud respondía:

 —¡A la cárcel con él! ¡Ponedle laesposas! ¡Es un peligro público! ¡Es unauténtica fiera!

Los guardias, los propios guardias

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eran los primeros que deseabalevárselo de allá, para evitar la

contingencias que pueden surgir cuand

a multitud se halla enardecida enfadada en sumo grado. De forma quehaciendo siempre un corro alrededor de

prisionero, comenzaron a cruzar lplaza, en un extraño desfiledirigiéndose hacia la Prevención

seguidos siempre del gentío qucontinuaba obsequiando al atleta con lopeores insultos. Éste no habíabandonado, entre tanto, sus útiles d

rabajo; iba detenido, sí, pero eso nmpedía que antes de partir hubies

metido bajo su fuerte brazo, la bola d

hierro, los cartelones, la botella d

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whisky, el trípode, los guantes dboxeo… En la otra mano, llevaborgulloso la bandera inglesa. A

marchar, miró despreciativo a la gente clamó:

 —¡Está salvado el honor de la viej

nglaterra!La muchachita, con cara de asustada

seguía a prudencial distancia al escocés

a mirada gacha, temiendo sin duda qua gente pudiera luego emprenderla coella. Parecía un pobrecito perrapaleado, sin amo, un pajarito si

recursos y sin nido en el que cobijarseba despacito, despacito, tras el extrañ

cortejo tosiendo de vez en cuand

cavernosamente.

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Por algún tiempo, no se supo má

del extraño atleta ni de su desmedradcompañera. Corrió la noticia de que ésthabía pasado una quincena en la cárce

por el delito de promover escándalo ea vía pública. Otros, los más enteradosafirmaban que si le habían puesto eibertad era tan sólo para que pudier

acompañar así, en su último viaje, a lnfortunada muchachita, desde e

hospital hasta el camposanto de l

glesia nueva.Tras el fúnebre carromato iba e

entristecido atleta —según contaban lo

estigos presenciales— con los ojo

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bajos, y resonándole en el pecho unosollozos que partían el alma. Cuando eataúd bajó al fin a la fosa, cayó e

hombretón y comenzó a llorardesaforadamente, llamando a grandevoces a la muchachita por su nombre.

Al siguiente día, y a la caída de larde, cuando ya los mercaderes s

hallaban desmontando sus tenderetes

Bob As apareció de nuevo en la plazdel Duomo, con una mirada ausente como extraviada. Paró en un rincónabrió la maleta, sacó su bandera y s

bola de hierro. Sin mirar a nadie, sidecir una sola palabra, ató el cabo duna soga a la anilla de la referida bola

Con el otro extremo de la cuerda hiz

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una especie de lazo corredizo y paséste luego por su cabeza, quedando asal lazada alrededor del poderoso cuell

del inglés. Con la mano izquierda sujeta bandera; con la derecha, asió la bol  así, a pasos largos y cansinos, s

dirigió lentamente hacia el Borgo. Unopasos más allá, se paró en seco, volvia cabeza y miró por última vez a s

pesada maleta, como si quisiera decirlun adiós para siempre.Una nube de chiquillos se junt

pronto a su alrededor, ávidos de ver l

que aquel extraño sujeto iba a hacercreían que era un nuevo espectáculo deboxeador extranjero. Pero éste lo

despreció, ignorándolos por completo

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legó, paso a paso, al puente deMercatale.

El río Bisenzio corría allá abajo; su

aguas tumultuosas chocaban contra lopilares del puente; venía el río en plencrecida y se formaban así, en diverso

ugares, fuertes remolinos de un colopardo sucio. Un rumor sordacompañaba a la corriente en su pas

por el pueblo.Bob As izó, a fuerza de brazo, lpesada bola de hierro sobre lbarandilla del puente; luego, la bandera

Y finalmente, a pleno pulso, fualzándose él sobre el pretil. Pasprimero, sobre la barandilla, su vientre

después, sus muslos, hasta que con un

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antes atara al asta de su bandera. Hinchuego el pecho, miró hacia abajo y, si

una palabra, sin un quejido, se lanz

para siempre jamás, a las turbias aguade la corriente del río.

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La «Madonna» de los patriotas

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Lo poco que ha influido Arezzo siempren los asuntos toscanos no tiene, a mmodo de ver las cosas, justificació

alguna. Los naturales de tal ciudad, loaretinos por tanto, tienen la nariz lsuficientemente recta para n

desmerecer de los demás toscanos. Y siembargo, con todo y con eso, pareceestar confinados allí, como a trasmano

por no decir incluso que quedan ya fuerde la gracia de Dios. Por la espaldageográficamente hablando, tienen a loromañolos, de quien nuestra Señora de

Consuelo nos libre; por el lado doriente, a los enfermizos umbros dCiudad del Castillo; por delante, a lo

sieneses a quienes san Donato se lo

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leve y luego, por la parte de occidenteque es la que nos resta, a los florentinosnada menos, a los que así san Antoni

meta en un saco y quiera llevárselos amercado de Padua a venderlos combellotas.

Los cretinos tienen hoy algo más equé pensar que en ir a buscar lacosquillas a los demás toscanos; s

quedan pues en sus casas donde, dichsea de paso, tienen bastantes cosas quhacer, ya que los líos de familia, de grafamilia, nunca escasean por aquello

contornos. Si cada cabello arrancado eel seno de aquel pueblo quisierransformarse un buen día en árbol, ¡y

verían ustedes lo que eran bosque

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upidos y densos! Pero menos mal qumientras se desmelenan así, mutua recíprocamente, no tienen tiempo par

exportar tales peculiares actividadesDe otra forma, ¿quién estaría a salvo dos humores de Arezzo?

Consecuentemente, rara vez se salede su marco para incordiar al prójimoPero cuando lo hacen, ¡sálvese el qu

pueda!, ya que los aretinos tienen la rarespecialidad de sembrar vientosquitándose luego del paso para dejaasí, galantemente, que sean los demá

quienes recojan las tempestades. Y estno es un aserto gratuito. Esto, sin ir máejos, lo saben al dedillo los francese

que, por haberse arriesgado a plantar s

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árbol de la libertad en Arezzo, emalhadado día 7 de abril de 1799estuvieron en un tris de salir de Itali

con una marca clarísima de bota en sdorso, un poquito más abajo de donde ses acaba la espalda.

El hecho, como todos los demás quuego siguieron, ha sido narrado en gra

número de opúsculos y de manuscritos

de los que se hicieron eco todos lodiarios de aquellas épocas. Figuraroambién en las proclamas, cartas

estampas e incluso caricaturas que s

hallan conservadas —por si alguiedesconfía— en la Biblioteca de lHermandad de Nuestra Señora d

Arezzo. Y todos estos documento

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deberían ser leídos por todo bueoscano para aprender así, de antemano

a no dejarse sorprender por un posibl

recrudecimiento de los malos humorearetinos. Aprenderían así, ya de paso, ponerse a salvo cuando el barómetr

barrunte tempestades por aquellas durazonas de la Italia. En tal ánimo, en taestado de espíritu, podrían tambié

hojear las obras conservadas en eArchivo del Estado de Florencia, entras cuales figuran el Diario de Ausan

Perpignani, los testimonios de las Acta

resueltas por SAR   y por el Senadflorentino durante todo el año de marrasos relatos de los inspectores de Policí

 varias cartas anexas.

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Pero volvamos a nuestra historia dos franceses y aprendamos así, nosotroambién, a no plantar ninguna clase d

árboles en los huertos de los de Arezzo.Después de las vísperas, nos narr

Ludovico Albergotti en el manuscrit

número 24 de la Biblioteca de lHermandad de Santa María de Arezzosucedió que, por Domingo Pignott

fanático afrancesado, fue izado en medide la plaza mayor del pueblo el árbol da libertad, a los sones de una banda

ante los reiterados ¡vivas! de uno

cuantos muchachos —más pagados parello que los músicos— y a quieneacaudillaba el afrancesado ya referido

Tan odiada enseña consistía en u

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o casi nada había pasado hasta tamomento. El olor de los palos llegdespués.

Los franceses habían hecho sentrada triunfal en Arezzo el díanterior, 6 de abril, pero claro está qu

al llegada no había alegrado a nadie, sdescontamos los jacobinos. «El resto da población se mostró de malísim

humor y especialmente los campesinosquienes, por ser sábado de feria, habíaacudido en gran número a la ciudad»Con este ambiente hostil ib

ranscurriendo la primera jornada. Su fise compuso a base de proclamas y dedictos que vinieron, claro, a complica

más aún las cosas.

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Mas hemos de hacer constar, antede pasar a relatar ese punto concretoque algunos aretinos, de esos qu

siempre quieren dar la razón a todo emundo, se apresuraron a fabricarsescarapelas tricolores para lucirlas e

seguida sobre sus ropas. Y esto«algunos» eran los de siempre, ¿mcomprenden ustedes?, esos que todo l

hacen, según dicen ellos, por políticapor contemporizar y por todas esazarandajas.

Mas luego resultó que lo

«invasores» sacaron a la luz un edictpor el cual todos los ciudadanos teníaque enrolarse, que quieras que no, en l

guardia nacional, realizando sus buena

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horas de guardia. Como quiera que, aparecer, este edicto no bastaba, ssacaron otro de la manga, en el que s

decía que toda persona de alcurniestaba obligada a alistarse en talefuerzas, sin excluir de tal obligación n

an siquiera a los curas ni a los noblesAñadían luego que, el que así lquisiera, podía zafarse de cada guardi

mediante el pago de tres paulos (mediairas), lo cual no era nada baladí eaquel entonces. Con todo y con eso, eprimer día no quedó nadie exceptuad

por razón alguna, y ello suscitó, como eógico, la indignación popular. Era u

espectáculo bufo aquel de ver a lo

nobles y a los clérigos haciendo guardia

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crueldad republicana e incluso las misupercherías del capitán Lavergnecomandante militar de la plaza. A

manera de ejemplo, se podrían citar laropelías y latrocinios de los comisario

franceses: uno de ellos, tras un viaje d

nspección, «partió para Cortona y trahaber limpiado allí todas las cajapúblicas, volvióse a Florencia con alg

más de siete mil escudos».Total, que las cosas iban de mal epeor sin que nadie, por innecesario, sdedicara a echar leña al fuego. Al me

de haber entrado los invasores, todas lagentes del pueblo enviaban ya a suniños y a sus perros a regar el árbol, s

me permiten señalarlo de tal manera. Y

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patriotas florentinos, luceses pistoianos se habían ya sublevado. Hde decir, con dolor, que en Prato todo

callaban. Yo soy de Prato, mas dhaberme hallado allí todo hubieracontecido de muy distinta manera.

Conque tenemos que en todas esazonas o regiones estalló un primechispazo de rebelión: los jacobinos

os afrancesados, por serlo, se ganaroas primeras palizas. Y de aquí quecosa curiosa, éstas parecieron servir ddesahogo a los paisanos, quienes s

fueron tranquilizando luego poco a pocoY aquí fue donde, según las vieja

crónicas, intervino la Providencia par

hacerles ver que el invasor estaba aú

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pisando el suelo italiano, con lo cual lobra no estaba terminada todavía.

 Nos cuenta Brigidi, en el opúscul

que sobre los jacobinos y los realistase imprimió en Siena, en 1882, en lipografía de Torrini y que incluso Zob

confirma en su  Historia Civil dToscana  (editada en Florencia, poMolini, en 1851), que la florentin

Virgen de la Concepción, en la víCerezo, amaneció un día dispuesta hacer milagros, con lo cual pasó a haceflorecer los lirios marchitos qu

rodeaban su capilla. Tan pronto como lgente se dio cuenta, acudió en visita a lVirgen llevando ramos y más ramos d

irios marchitos. Y, efectivamente, ant

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ustedes cómo son unos y otros!Y en la tienda de un barbero d

Siena, una Virgen Dolorosa, pintada a

óleo y tan ennegrecida que parecía habesido bañada en hollín, empezó a lanzadestellos bajo sus párpados, tal vez e

honor de Pío VI, fugitivo, y de paso poSiena. Los deslenguados ya referidoproclamaron que aquel óleo n

representaba ni tan siquiera a la Virgensino que era un viejísimo grabado dCleopatra con el áspid. Pero, es lo qudigo yo: algo tiene que calumniar l

gente cuando empiezan a producirsmilagros en su contra, ¿no?

¿Y qué hizo la Virgen d

Montalcino? Pues abrió y cerró los ojo

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ante la vista de numerosos testigos.Fue una suma tal de milagros po

oda Toscana que ya llegaba uno

pensar si no se habrían convertido todoaquellos terrenos en tierra de Dios, enfierno de los franceses, en purgatori

de los malos ciudadanos jacobinos y eparaíso destinado a los magníficopatriotas.

Pero el milagro nunca visto, emilagro fuera de serie, ocurriprecisamente en Arezzo y fue algo, comdigo, realmente extraordinario. Dich

así en pocas palabras, la cosa fue que lVirgen del Consuelo alquiló un día ucarruaje y se hizo pasear por toda l

ciudad. Mas como la cosa requier

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explicaciones —lo comprendo—pasaré a dárselas a ustedes con sumgusto.

Adolfo Ramini, en su opúsculitulado  El 1799 en Toscana  —editad

en 1906, en la región de Reggio Emilia

 en la imprenta de Stefano Calderini—nos cuenta que en la mañana del día ycitado, 6 de mayo, algo pasadas ya la

siete horas, un carruaje procedente de lvecina hacienda de Frassineto, en eValle del Pantano, entró en la ciudad poa Puerta del Espíritu Santo a tod

correr de su caballo. En el coche shallaban un hombre y una mujer que asíuna bandera italiana desplegada. Si

aminorar su marcha, cruzaron la ciuda

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de una punta a otra, pero a tal velocidadan de prisa, tan de prisa, que no podíaratarse de humanos. Forzoso era, pues

pensar en un nuevo milagro. El cleroque algún interés tenía también en elloconfirmó la suposición del pueblo: lo

dos personajes que recorrían la ciudadhaciendo gala de patriotismo, no eraotros que la Virgen del Consuelo y e

mismísimo san Donato, patrón de loaretinos. De esta manera incitaban a suprotegidos, con claridad meridiana, barrer de aquellas pacíficas tierras a lo

franceses, por invasores, y a loacobinos por renegados y por vendidos

Éste era el mensaje de la Virge

Patriota, de la Virgen de los valientes

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que no podía tolerar, por tanto, naquellos escarnios ni los turbiomanejos de los afrancesado

recalcitrantes. Era la Juana de Arco da región, la abanderada de los qu

estaban dispuestos a romper sus dura

cabezas sobre los tricornios de lo«franchutes»: hela aquí recorriendArezzo en un coche, junto a san Donato

quien, seguro, seguro, sentiría el pobrno poder tomar parte personal en lrefriega.

El misterioso auriga fustiga a

velocísimo caballo, ¡ohé!, ¡ohé!, y vacruzando así una y otra calle, ¡ohéohé!, levantando los ímpetus guerrero

 patrióticos de los lugareños.

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El pueblo revive, abre las ventanas mira aturdido: hasta la brisa de lemplada mañana parece tener, en s

seno, los colores de la bandera de ItaliaSuena por sobre los árboles el ¡ohéohé!, del cochero y su eco más parec

ser un toque de rebato. ¡Ohé, ohé! ¡Pasa la Virgen del Consuelo! ¡Paso libre a Madonna de los Patriotas!

Por la esquina, entre una nube dpolvo, surge ya la carroza. El auriga, eel pescante, fustiga suavemente acaballo, que corta el viento, que no pis

an siquiera el suelo. Y luego, en easiento, ¡ved a san Donato cómo nomira, nos anima y nos sonríe! ¡Ved a l

Madonna de los Patriotas, vestida d

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púrpura y azul, cómo despliega lbandera, nuestra bandera, y cómo nomira con sus ojos protectores!

¡Halalí! ¡Arriba los hombres dArezzo! ¡Halalí, arriba muchachosóvenes y ancianos! ¡Halalí!

¡Halalí por la Virgen valienteHalalí por la Madonna de los italianos

«Y pronto el pueblo, ya propicio a l

revuelta, al grito de ¡Viva María! Viva Fernando!, se sublevó y desfogsu odio contra el ridículo árbol de libertad que pronto, hecho astillas, fu

pasto de las llamas».

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Yo creo firmemente que, al menos unvez en la vida, las trompetas de Jericresuenan en el corazón de cada hombre.

Cuando era pequeño, allá en mToscana, solía despertarme por la nochesobre todo en la primavera, oyendo en e

nterior de mi mente, en lo profundo dmi ser, algo así como un clamor drompetas: un clamor que resonaba lueg

por los valles de mi querida patrichica. Aquellas noches de mi infancieran dulces, sumidas en un silenciprofundo y claro como un lago.

Mucho tiempo después, en París, más concretamente en la Sala Gaveaudos negros de América, reluciente

ambos, protestantes ambos, cantaban u

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uñas, al final de las manos de carbónomaban el aspecto de mortecinalamitas de gas, o quizá, de fuego de sa

Telmo. Aquellas mismas llamas qudebían tener en las puntas de sus manoscuando oraban, las propias santa Teres

 santa Catalina.Los dos cantores negros debía

seguir con su vista, mientras cantaba

poniendo los ojos muy en blanco, evuelo de los ángeles negros, de unoángeles de cabellos ensortijados y dabios abultados, que se alzaban, a

nflujo de las palabras de tal canciónsobre las ruinas de los abatidos murode Jericó: los negros han de ver, sin l

menor duda, los ángeles a su manera; l

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Virgen de los negros ha de serforzosamente, como la Virgen polaca dCenstocowa, ennegrecida totalmente tra

os incendios provocados por el asedide las tropas suecas.

El recuerdo de aquel  spiritual   m

acompañaba al presente, mientracabalgaba sobre la carretera dJerusalén al Mar Muerto.

El cielo de marzo, inquieto sobre eMonte de los Olivos y estriado dcorrientes claras como si fueran laaguas de un golfo marino, se ib

haciendo más azul cada vez, ganando entensidad por el cerco del horizonte

allí sobre las pétreas soledades de l

ierra de Lot. El país estaba bastant

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el alba de Jerusalén, cabalgandcalmosamente por aquellas zonaarboladas que van cayendo lentament

hacia el valle del Jordán: hacía calor el viento de primavera nos traía, desdel cercano desierto, los primero

augurios de las nubes de langosta.Tras haber recorrido, durante aque

día, las colinas y los valles que a

oriente del Monte de los Olivos sprolongan hacia el de la Cuarentenacortado a pico sobre Jericó, en el quJesús hizo penitencia y donde tambié

fuera tentado por el demonio, tras habereposado algunas horas en el conventgriego de Koziba, pegado como una lap

a los flancos rocosos del monte de E

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Kelt, me dirigí finalmente hacia Nebdonde pretenden los musulmanes que shalla el sepulcro de Moisés.

Ya era de noche; mi caballo shallaba fatigado y creí así prudente dafin a la cabalgada del día, dirigiendo

pues, nuestra marcha hacia la Hosterídel Buen Samaritano. Una vez llegadosituado ante la puerta de aquella casa

célebre en las crónicas por el gesto dmisericordia que allí tuvo lugar y quodos conocemos ampliamente, v

parado un pequeño coche For

otalmente recubierto de polvo de micaminos.

Mientras descendía de mi caballo

echaba a éste las bridas por encima de

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cuello, vino a mi encuentro, con el airde quien conoce de antemano la llegad  le está esperando a uno, un viejecill

delgado y esbelto, de cortas piernas y ecuya faz lucía una agradable sonrisa. Mdio la mano con la mayor naturalidad

con la cordialidad de un viejo amigo uego, cogiéndome del brazo, me dijo:

 —Perdóneme si me presento de est

modo. Yo soy Francisco María dArouet, señor de Voltaire. —Pero… ¿el propio Voltaire? —

hube de exclamar.

 —El propio Voltaire, en efecto: epatriarca de Ferney, el Voltaire dCándido, del Sottisier , de las Carta

ilosóficas  y de tantas cosas más. E

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Un árabe, entretanto, se había hechcargo de mi caballo y procedía entoncea quitarle la silla y los demás arreos.

 —Para mí también es un placer —me respondió Voltaire, conduciéndomsiempre del brazo hacia la entrada de l

Hostería— esto de encontrarme en estoparajes con un hombre que no sea ni uhebreo, ni un árabe, ni un inglés.

Cuando supo que yo era italiano ypor ende, que no era un peregrino, hiza el buen anciano un verdader

derroche de frases de placer, d

maravilla y de alegría. —Tengo la plena seguridad —

continuó diciendo entonces—, que e

mucho mejor la fe que mueve montaña

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que la fe que mueve a los hombres.Y pasando luego al terreno de la

confidencias, me contó que, tras s

experiencia de tantos y tantos años, traas desilusiones que había recibido —

sobre todo en los principios de est

siglo—, tras los desengaños que lhabía dado la moral europea, esa moramoderna de la cual él se consideraba, n

sin justicia, único responsable, habíoptado finalmente por elegir —puestque de algo tenía él que vivir— unprofesión que, con las variacione

actuales de los tiempos y de las normascasi le hacía aparecer ante los ojos depúblico con mucha más dignidad que l

que otrora le diera la suya de filósofo.

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 —Gracias a mis buenas amistadeen América, gracias a que éstas me hadado la mano y me han concedido u

buen margen de crédito, he logradobtener la representación general parFrancia, para sus mandatos

protectorados, de los automóviles Ford debo hacerle constar que he llegado mponerme sobre el funcionamiento d

ales máquinas con muchísima mayopropiedad y exactitud que la de muchode mis discípulos sobre efuncionamiento de mi propio sistem

filosófico. —Nadie en París —le interrumpí—

puede presumir de haber tenido u

destino mejor que el de usted: ¿no e

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recibido previamente una excelenteducación burguesa.

Ante mi aserto, Voltaire me mir

sonriendo abiertamente. —En cuanto a Moisés… —comenz

a decirme, mas su frase qued

nterrumpida por la aparición de uárabe barbudo, ataviado con un

alabia corta que dejaba sus piernas a

descubierto. Éste, con un paso lento y uarrastrar de pies, se acercó adonde nohallábamos, nos arrimó una tosca mesaplantando luego en ella unos plato

descascarillados así como un jarro dvino y algunos otros adminículos.

Era un ser de mala catadura, d

mirada torva y cuyo rostro hací

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despertar, en todo momento, los peoreaugurios.

 Nos miró de través, dio media vuelt

 salió finalmente de la estancia. —Ahora comprendo —dijo Voltair

riendo— por qué la Hostería del Bue

Samaritano se llama también Khan eHatrour, que quiere decir algo así comPosada de los Salteadores.

Seguidamente pasó a relatarme quposadas de aquel tipo, sino de aquenombre, las había encontrado a cientopor toda la extensión de Siria, país est

que acababa de recorrerse a lo largo y o ancho, tratando de coloca

cumplidamente la mercancía qu

representaba.

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 —Es un buen mercado esa tierra —añadía— para coches de poco preciopero la política francesa en Siria no e

ciertamente nada favorable para lbuena marcha de los negocios.

Luego, viéndome sonreír por l

bajo, concluyó: —¿Quién se habría imaginado

verdad, encontrar un día al autor d

Cándido, al volante de un Ford, sobre lruta de Damasco?De la política de los franceses e

Siria, pasó luego su discurso a trata

sobre la de los ingleses en PalestinaVoltaire no podía soportar la injusticide que fuesen los de la Gran Bretaña

precisamente, los encargados de l

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custodia de los Santos Lugares y de ladministración de una tierra tan fértil emilagros. En toda la historia d

nglaterra, afirmaba, no se encuentra nun solo milagro.

 —No quiere esto decir, claro, que e

as Islas no haya alguna poca gente qumerezca poder hacerlos o que, si llegel caso, sea capaz de hacerlos; no. L

que yo digo —continuaba— es que nconozco casos de milagros entre longleses. Incluso los propios santongleses —que por cierto figuran bie

pocos de ellos en el Santoral decalendario— son demasiado  gentleme

para llevar su santidad hasta el punto d

hacer milagros. Y en cuanto a mí…

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Suspendió la frase con una sonrissocarrona.

 —Está claro —le dije— que uste

no cree en los milagros, por la pura simple razón de que no sabe hacerlos.

 —No he probado —me replic

Voltaire. Pero, por otro lado, no creo ea naturaleza, como Rousseau, ni en l

máquina, como Ford, hasta el punto d

cerrarme en banda negando ese arteMas un francés de nuestro tiempo npuede hacer milagros. Eso es un hecho.

Y aquí, al llegar a este punto, nuestr

conversación derivó hacia toda clase dcosas más o menos milagrosas, hacia lmagia de los antiguos egipcios y luego

a de paso, hacia la civilización d

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aquel remoto pueblo de la antigüedadHabía yo llegado a Tierra Santa tras unarga permanencia en el gran valle de

ilo. Recorrí tal zona desde una punta otra y en todas las direccionemaginables. Desde Alejandría a Assua

no quedó un rincón que no fuese visitadpor mí, en mi sed de conocer siemprcosas nuevas. Pero es éste un país que,

mis ojos, no tiene nada de misterioso nde mágico: una civilización de la quos únicos testimonios son, pura

simplemente, las tumbas, no pued

suscitar en mí más que un negraburrimiento.

Lo único que conseguía alegrarme

veces el ánimo, a tal respecto, era e

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recuerdo de las momias, a las que loantiguos egipcios, para conservarlas, larellenaban de cebollas.

También Voltaire era de mi mismparecer: ¿no había acaso él escrito, esu obra  Princesa de Babilonia  que lo

egipcios «si fameux par des monceaude pierres, se sont abrutis et deshonorépar leurs superstitions barbares»?[4].

El autor de Cándido  no paraba dreír, bajo el pensamiento de la momia daquella reina de rostro sereno, de ojodulces, de labios delicados y sonrientes

de majestuoso aspecto, yaciendo en efondo de un sarcófago de oro con todo evientre y el estómago bien repleto d

cebollas. ¿Y qué decir de lo

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cocodrilos, de los topos, de los perrosde las serpientes y de los gatoembalsamados, que venían así a hace

compañía a los reyes y a las reinas en efondo de sus tumbas?

El vino que estábamos bebiendo er

dulce y claro; la sangre, bajo su influjose iba caldeando poquito a poco. Asícontinuamos charlando largo tiemp

sobre los egipcios, sobre sus «rimerode piedra» (puesto que las pirámidepara Voltaire no eran sino esto, simple«montones de piedras»), sobre lo

ngleses modernos, sobre su paciencifrente a la inmortalidad y sobre sibertad frente al cielo. (¿No habí

acaso escrito también Voltaire en su

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cartas sobre los cuáqueros, que cadnglés, «comme homme libre, va au cie

par le chemin que lui plait»?)[5].Seguidamente, nuestra charla fu

derivando poco a poco hacia otroemas. Voltaire, en un cierto momento

demostró alguna curiosidad acerca das causas de mi viaje a Tierra Santa

Explicadas éstas, me preguntó luego s

me había trasladado ya a Jericó, si teníahora intención de pasar a la otra orilldel Jordán, e incluso se ofreció levarme a bordo de su destartalad

cochecillo hasta la mismísima Sodoma.Le respondí que tenía el firm

propósito de terminar mi viaje al igua

que lo había comenzado. Esto es,

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omos de mi caballejo. Pero que, nobstante, aceptaba con mil amores scompañía. Podíamos seguir ambos l

misma ruta, si bien cada uno con supropios medios de locomoción. Asípues, saldríamos los dos hacia Jericó

hacia Sodoma, donde volveríamos reunimos.

 —Debo advertirle a usted —

concluyó el viejo— que no es nadprudente pasar la noche en Sodoma: eésa una ciudad en la cual conviene andasiempre con los ojos bien abiertos.

Las autoridades inglesas dJerusalén me habían advertidpreviamente que no era prudente fiars

de los árabes que acampaban en la

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orillas del Mar Muerto: el valle deJordán estaba aún en plena ebullición, así, el peligro de una nueva revuelt

árabe contra los hebreos no podíquedar, ni en lo más mínimo, descartada

 —Siendo dos —proseguía Voltair

— podremos guardarnos las espaldas euno al otro. —Y tal frase la acompañabcon un guiño picaresco. Conqu

dejémonos de discursos, vayamos dormir y mañana será otro día.Durante toda aquella mañana, mi

sueños estuvieron poblados de resona

de trompetas y de estrépitos de muralladerrumbadas: luego recibí, en sueños, lvisita del propio Josué, un Josué bajito

delgado, que me acogía con grande

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muestras de satisfacción y que muteaba cariñosamente como a un gra

amigo del alma. Tras un abrazo final,

siguiendo siempre con mis sueños, Josudio media vuelta, montó en un cochFord recién comprado y partió por l

polvorienta carretera diciéndome adiócon grandes aspavientos.

Al alba partí yo en mi buen caballo

horas después saldría de la posada eautor del  Diccionario filosófico, más menos cómodamente instalado en sbaqueteado Ford: el próximo punto d

reunión era Jericó, según estabprevisto.

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Voltaire, cuando al fin me di

alcance, detuvo su cochecillo. —Si no me equivoco, hemos llegad

o estamos muy próximos a llegar, a

menos. No estábamos totalmente ante e

objetivo fijado, pero sí muy cerca, com

bien dijera mi extraño compañero. Unmilla más allá se divisaban ya lablancas casitas de Jericó, rodeadas poodas partes de palmeras y sicómoros.

 —Quién sabe —dije— si no estaraún vivo y floreciente el sicómoro en eque se encaramara Zaqueo, el publicano

para ver pasar a Jesús.

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 —Y quién sabe —me respondió ePatriarca de Ferney— si, en la ventande Rahab, la meretriz no colgará todaví

a cinta roja que la salvó de la matanza.Puse mi caballo al paso, en tanto qu

el Ford marchaba tambié

despaciosamente. Así, uno al lado deotro, completamos nuestra marcha Jericó. Íbamos hablando de ángeles y d

milagros. Era perfectamente lógico creeque, en Jericó, y durante largos siglosfueran los milagros la única moneda dcurso legal en la historia de tales zonas

En aquellas épocas, en los tiempos dJosué y de Eliseo, en que los ángelerecorrían a pie el país, cubiertos con su

cándidas vestiduras de lino, con su

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argos cabellos sueltos sobre la espaldacon sus manos blancas como liriosrelucientes como llamas, unidas e

postura piadosa sobre el pecho. Lcierto es que yo guardo la esperanza dque estos seres alados no haya

desaparecido aún del todo por estahistóricas zonas. Quiero creer que aúpodré ver, tras un recodo del camino, u

ángel ayudando al cansado peregrino mostrando al sediento viajero la fuentque calme sus ansias. Ver un ángehablar con él, ha sido siempre mi mayo

lusión desde que era yo un simplzagalejo.

Recuerdo haber leído, alguno

meses antes de la guerra, una noticia e

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a que se relataba que un ángel se habíaparecido en la placita de un pequeñpueblo ruso para advertir a lo

ugareños que se abstuvieran de comepichones por respeto al Espíritu SantoLos pobres mujiks  quedaro

maravillados ante tal aviso: que ellosupieran, ningún pobre mujik   comínunca, por aquellas tierras, carne d

paloma, quizá por no faltar al respetdel que les hablara el ángel. El caso eque era muy posible que la celestiapersona estuviera mejor informada qu

os mismísimos campesinos. El rumode la aparición llegó hasta lomandamases del pueblo, quiene

hicieron oídos sordos a tal aviso

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quienes profirieron alguna que otramenaza contra aquella especie ddetractores.

Al parecer, los grandes figurones ne hicieron caso: y de allí a alguno

meses estalló la guerra como castigo

a desobediencia y a la falta de atencióa las órdenes recibidas.

Yo, personalmente, siempre h

creído en la realidad y en la certeza daquellas apariciones de un ángel en upequeño pueblecito ruso. Muchas vecesncluso, he creído ver en torno mí

algún que otro ángel: he creído ver, eal o cual persona, un auténtico ánge

con sus alas replegadas. Pero luego, co

absoluta tristeza, he comprendido qu

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me engañaba.Con todo y con eso, sigo convencid

de que los ángeles, de que sus andanza

entre nosotros, no son una cosa tan rarcomo alguien puede suponer. Mcontaron —y era éste un testimoni

digno de fe— que durante la guerra, allen el año 1917, en un hospital dLondres, un oficial inglés que result

herido en Palestina, en la batalla por lconquista de Jerusalén, precisamenterecibía cada noche la visita de uovencito de rostro pálido

verdaderamente luminoso. Edesconocido entraba por la ventana, sacercaba al lecho del herido y se echab

a su lado, sin ocupar casi espacio, si

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producirle ni la más mínimncomodidad; al alba, salía por dond

había entrado, ligero como una pluma

silencioso como una débil brismatutina. Aquellas extraordinariaapariciones fueron tenidas por un simpl

sueño, por un puro delirio y nadie dcuantos tuvieron noticias de tal hechquisieron concederle crédito. Mas

fuerza de repetirse la visita nocturna, svieron luego forzados a reconocer nsólo que era cierto, sino, incluso, quaquel jovencito tenía en sus espalda

alguna cosa reluciente: algo que biepodía ser un par de alas replegadas. Erapues, un ángel, sin la menor sombra d

duda. Y por el modo con que caminaba

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por la dulzura de sus movimientos, poel cuidado exquisito con que se situabal lado del herido, atento a n

producirle ni el menor roce, ni la menomolestia, acabaron por deducir loestigos que había de ser un ánge

hermafrodita. Informada de aqueextraño caso, una enfermera trató dhacer una prueba concluyente. Quedós

aquella noche en la habitación deenfermo, en compañía de algunos otroestigos. Cerraron la ventan

concienzudamente, afianzando

perfección la falleba. Un poco despuésa figura del adolescente se dibuj

netamente tras los cristales. Al ver qu

éstos estaban cerrados, tocó con su

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relucientes manos, muy dulcemente, locristales, en una especie de repiqueteoEl oficial herido, que aún no habí

salido de la gravedad, se alzó del lechcon ademanes de sonámbulo: descendide la cama, cruzó la habitación andand

sobre las puntas de sus desnudos piescon los ojos aún cerrados, llegó hasta lventana, descorrió la falleba y regres

seguidamente a su lecho. Ya de nuevo eél, continuó su tranquilo sueño quparecía no haber interrumpido. En scara lucía una sonrisa apacible

parecida a la de los niños cuandsueñan, justamente, con los angelitos. Eángel penetró en la habitación y repiti

su operación de costumbre. Esto es, s

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echó en la cama del enfermo, a su ladocomo vigilando su sueño. Al alba partiotra vez del hospital. Durante alguno

días cesaron sus visitas. Mas pocdespués, una noche volvió el ángeEntró por la ventana, se sentó en e

echo del oficial herido y, con un mimextraordinario, comenzó a acariciarle erostro, besando además su frente

Después, con un profundo suspirodesapareció otra vez la angélica figura.A la mañana siguiente, el oficia

amaneció muerto, con una plum

plateada colocada, precisamente, sobrel corazón: la pluma era, como decimosde color plata y con reflejos azules:

apenas una enfermera trató de tocarla, s

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deshizo sin ruido pero enteramentecomo si fuera de vidrio.

Voltaire sonreía ante aquellos relato

a los que él calificaba de fantasías míaso confiaba tanto como yo en lo

ángeles y sólo estimaba a los profetas

anto por su humanidad auténtica compor su humor implacable.

 —¡Aquéllos sí que eran hombres! —

concluía.Reconocía, sin embargo, que eiempo de los profetas había pasado y

del todo, por lo cual podía aceptar qu

más fácil habría de ser, hoy en día, teneun encuentro con un ángel que no couno de sus estimados y admirado

profetas.

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 —Hace algunos años —pasó contarme— leí yo una historia algsimilar a esa que acaba usted d

relatarme. Pero si en la suya el ángecuidaba a un oficial inglés herido, en lmía fue todo un profeta quien resucitó

un niño muerto. Un buen día Eliseoaquel mismo Eliseo que en Bétel hizdesgarrar por dos osos a cuarenta y do

chiquillos que se burlaban de égritando: ¡Sube calvo!, ¡sube calvo!, fulamado, como le digo, por la Sunamita

a la que se le acababa de morir un hijo

Eliseo entró en la estancia donde ecadáver se hallaba tendido, cerró podentro la puerta de la habitación, s

nclinó sobre el muertecito y puso s

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boca sobre la del niño; de vez en cuantodescendía del alto lecho y daba paseopor la habitación. Volvía otra vez

abalanzarse sobre el niño, boca contrboca, hasta que así, en una de laocasiones, el infante recobró la vida.

Con lo cual quedaba demostrado quEliseo no bromeaba. Pero aquellocurrió en una época en que los ángele

entraban en las casas como Pedro por lsuya, se sentaban a la mesa acompañaban a sus moradores mientraéstos cenaban, tratándose todos com

antiguos amigos incluso. Luego loángeles les predecían el porvenir, lerevelaban algunos pequeños secretos d

Dios, avisaban a tal o cual mujer qu

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antes de un año quedaría encinta y luegohabiendo dado ya satisfacción a todosdesaparecían de su vista, alejándose d

a casa a pie, tal y como hasta ellhabían llegado. No era raro, por tantoque los profetas, en aquellos mismo

días, hicieran también cosas sonadascomo la ya relatada, en la que jugó upapel preponderante el referido Eliseo

a cuya fuente íbamos a llegar de umomento a otro. Me refirió también quen otra ocasión, unos sepultureros sdisponían a dar tierra a un muerto en un

fosa que habían excavado justamente aado de la tumba de Eliseo. Cuand

estaban ocupados en aquello

menesteres de su oficio, vieron venir u

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grupo de bandoleros moabitas que, eaquel remoto entonces, infestabacompletamente el país. A la vista de

peligro, nuestros enterradores salierocorre que te corre, tirando asmalamente, el cadáver al hoyo qu

habían abierto a tal efecto: el pobrmuerto cayó en la fosa como Dios quisomas hete aquí que fue a dar, justamente

en su caída, contra el esqueleto deprofeta, que había quedado algdesenterrado por las palas de losepultureros.

Establecerse el contacto entre ambocuerpos y resucitar el recién enterradodo fue uno. Conque éste, con lo

cabellos aún erizados de espanto, sali

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de su tumba con el consiguiente asombrde los bandoleros, que se habíaacercado tratando de desvalijar a

difunto.Todas estas historias y relatos

seguían diciendo, pueden leerse po

centenares en la Biblia. De donde sdeduce que si podían ser ciertos en taleépocas, igualmente ciertos podrían se

en el día de hoy. Como conclusión mdijo que no debía desesperarme: que erforzoso que yo no volviera a París sihaber visto antes un auténtico ángel o, a

menos, un verdadero profeta.Entretanto, habíamos llegado ya

Jericó. Nos dirigimos inmediatament

hacia la Fuente de Eliseo, situada al pi

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de un pequeño montículo sobre el cuase veía aún, por aquí y por allá, algunorestos o ruinas de los muros que Josu

derribó con el sonido de su trompeta. Auzgar por el contorno que, más o menos

marcaban tales ruinas, Jericó debi

haber sido una minúscula población, upequeño pueblecillo no mayor que lAcrópolis de Alatri, en Ciociaria, o qu

a Plaza Colonna. Así se comprendbien que al gigante Goliath no le costardemasiado trabajo tenerla toda en upuño. Observando aquellos viejos resto

de muros de barro, aquellas ruinas darcilla cocida, suponiendo las míseras pequeñas casuchas que en la antigüeda

allí se alzarían, no se hacía cuesta arrib

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entender que el mero sonido de unrompeta causara tanta desolación y tant

ruina. Casi estoy por decir que par

deshacer aquel endeble pueblucho, eeco de una flauta hubiera bastado. Eugar tenía un aspecto triste y miserable

El único consuelo era dejar vaganuestra mirada por los alrededorescontemplando así todo aquel bíblic

escenario de las montañas del Moab, devalle del Jordán, el Monte de lCuarentena, la azul lejanía del MaMuerto y el arco inmenso y luminoso de

horizonte. Nos encontramos algo después co

un joven arqueólogo americano, de nari

afilada y de orejas despegadas de

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cráneo, que andaba removiendo todaaquellas tradicionales ruinas. Trabajabpor cuenta y orden de una comisió

sionista de Filadelfia. El buen hombrno podía perdonar, en modo alguno, aquellos soldados turcos que, allá por e

año 1907, habían acabado de derribaren su barbarie, los pocos restos dmuros que la trompeta de Jericó n

había logrado deshacer por completo.Afortunadamente, el profesor Sellinde Viena, fue capaz de desenterraposteriormente tales ruinas, a costa d

mprobos trabajos, al finalizar el añ1909.

 Nuestro hombre sentía una auténtic

admiración por la seriedad y exactitu

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de la Biblia. —Piensen ustedes —nos decía—

que esta fuente es, justamente, aquéll

que Eliseo purificó con sal: y que estocardos, estos árboles, estas hierbasestos rosales —las célebres rosas d

Jericó— siguen siendo las mismas quveían el paso de todas aquellas bíblicageneraciones. Y la fuente que aqu

vemos sigue dando su humedad y sagua, al igual que en aquel remoto ayera toda esta muestra de vegetación qucircunda la ciudad maldita. Y

propósito de maldiciones, les diré ustedes que la Biblia es de una exactiturealmente milagrosa. Recuerden qu

cuando Josué hubo cumplido su obr

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destructora con los sones de srompeta, mandó reunir al pueblo «y le

hizo hacer un juramento diciendo

Maldito sea aquel que trate de reedificaJericó: la fundará de nuevo sobre su hijmayor y colocará la puerta del puebl

sobre su hijo menor». Quería significacon esto que tal reconstrucción habría dcostar la muerte a sus hijos, edificand

así realmente el poblado sobre suumbas.Algún tiempo después, nos cuenta e

Libro de los Reyes, un tal Hiel, d

Bétel, «reedificó Jericó y la fundó sobrAbiram, su primogénito, y situó la puertde la muralla sobre Segub, su hijo má

pequeño». Pues bien —siguió diciend

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el arqueólogo—: las excavacionelevadas a cabo por el profesor Salli

han demostrado, sin lugar a dudas, qu

bajo el pavimento del pueblo había uenorme número de tumbas que conteníacadáveres de niños. Este impresionant

descubrimiento ha sido finalmentpublicado en la Revista Bíblica de julide 1910.

 —¿Y los ángeles? —pregunté yo—¿Se siguen encontrando aún por estoparajes?

 —Según la época —respondióme e

arqueólogo. Los ingleses le dan una cazdespiadada. Incluso creo que en loúltimos tiempos los han traído por l

calle de la amargura. Así, pues, son má

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raros cada vez. Mas con todo y con esoes posible aún hallar algunos si se lesabe buscar, ¿me comprende?

Mientras charlábamos así, habíamodo dando la vuelta al contorno de

pueblo. Ahora nos hallábamos de nuev

unto a la Fuente de Eliseo. —Les aconsejo —siguió diciendo e

oven americano tras haberse despedid

de nosotros y habernos deseado un bue  feliz viaje— que no pasen ustedes lnoche en Sodoma; no es prudentePodrían ustedes encontrarse…

Pero aquí, el ruido del motor deFord, al ser puesto en marcha, apagotalmente sus palabras.

Me alcé yo sobre la silla de m

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caballo, dispuesto también a proseguia ruta. Mas antes de hacerlo, pude ve

aún cómo el arqueólogo echaba a corre

desaladamente hacia una banda ddesarrapados chiquillos que veníaugando a los soldados. Eran todo

pequeños hebreos polacos de la colonisionista de Jericó. A la cabeza denfantil ejército marchaba un zagal, flac

 patilargo, con un palo en la diestra, manera de espada, y que se afanabademás en arrancar fieros sonidos a unrompeta de hojalata. En cuatro zancada

el arqueólogo llegó junto a él y, con upapirotazo malhumorado, arrancó dcuajo al chico su infantil trompeta

irándola luego, con rabia, al fondo de l

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histórica fuente de Eliseo. —Me parece una precaución mu

usta —comentó Voltaire. Nadie sabe e

daño que puede causarse aún tocando lrompeta por estos parajes.

Hoy en día ya no hay necesidad dmilagros para cruzar, de un lado al otro

el río Jordán. —No logro entender —dijo Voltairal llegar a la mitad del puente— cómen toda la Biblia no se halla ni la má

eve traza, ni la menor alusión, al másimple y sencillo puentecillo de maderaEl Dios de Moisés prefería recurri

cada día a los milagros en vez de a lo

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ngenieros. Para cruzar el Mar Rojo, para el primer paso del Jordán, estclaro que era forzoso recurrir a

milagro: había que pasar a la otra orilloda una multitud apiñada, acompañad

además de innumerables carros. Per

para el profeta Elias o para su discípulEliseo hubiera bastado, creo yo, unsimple pasarela. De donde se deduc

que los milagros no debían salidemasiado caros en aquellos días.Yo no era del parecer de nuestr

autor de Cándido. En un país com

aquél, es mucho más fácil comprendeun milagro que la construcción de upuente. Pero digo yo que, si así se l

hubiera propuesto habría hecho tambié

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el milagro de construir el puente en unfracción de segundo, sin mayor esfuerzni trabajo. Y además, ¿quién no

aseguraba que si tuviéramos el valor dntentar atravesar a pie el río Jordán, n

veríamos, asombrados, cómo tambié

as aguas se iban retirando a nuestrpaso, como lo hicieron ante el avancdel profeta Elías y de Eliseo?

 —Si usted quiere —me propusVoltaire— podemos intentarlo.Pero estábamos llegando ya justo

a otra orilla, con lo cual acordamo

dejar el intento para nuestro regreso. —No quiero desanimarle a usted —

opinaba el patriarca de Ferney—, per

empiezo a pensar que tiene una excesiv

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confianza en los milagros. Claro qudado que es usted italiano se comprendmás la cosa. Ustedes, los italianos

creen demasiado fácilmente en lohechos milagrosos, como viene demostrarlo totalmente la propia histori

de vuestras acciones y de vuestraandanzas. Gracias a Dios, nosotros, lofranceses, somos más prudentes, má

apegados a lo concreto. Y aunquestamos habituados ya, a lo largo de losiglos, a ser traicionados por los demássolemos —quizá por ello— ceñirno

siempre a la razón y no a la fantasía.Al llegar a este punto quedó e

silencio: volvióse a medias sobre e

asiento y dirigió la mirada hacia u

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ado, hacia el cercano Mar Muerto, qubajo las luces del sol parecía unenorme turquesa.

 —¿Se sentiría usted ofendido si ldijese que todos los italianos vienen ser algo así como el capitán del Ma

Muerto?Unos kilómetros antes de llegar a

puente que atraviesa el Jordán, no

habíamos detenido en la Hostería dSpiriotikês, un griego de ojos negros quhacía algún negocio allí con locaminantes de aquellas rutas. Y en s

hostería trabamos conocimiento con upersonaje de impresionante figuragrande, inmenso, lleno por todas parte

de una descomunal barba y que, e

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aquellos instantes, tomaba su cafranquilamente.

Era aquél el famoso capitán del Ma

Muerto, el Cristóbal Colón devaporcillo que hace servicio regulaentre la desembocadura del Jordán y l

orilla de Kerak, en la que un castillconstruido por los cruzados norecuerda las hazañas de Renaud d

Chátillon.Sentado a su misma mesa, sin osanterrumpirle en su charla, el propi

Spiriotikês le oía atentamente cuand

nosotros hicimos irrupción en snegocio. Trabamos luego conversaciócon tan curiosos personajes. El grieg

nos había aconsejado no seguir adelant

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en nuestra caminata. Era máconveniente para nosotros, afirmabapasar ya la noche en su hostería. A s

uicio, algunas nubecillas sobre lomontes del Moab anunciaban uauténtico temporal.

 —O agua, o fuego, o cenizas… ¡persiempre llueve algo sobre Sodoma!

El capitán, con un puñetazo sobre l

mesa, clamó con voz airada: —¡No lloverá, señores, no lloveráMas si lloviera, tampoco importa! N

es necesario que asustes a estos señores

Spiriotikés. Si hay temporal ¡que lhaya! Conmigo pueden cruzar tranquiloa la otra orilla. No en balde llev

cuarenta años cruzando estas procelosa

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aguas sin haber tenido nunca el menocontratiempo. Por algo soindiscutiblemente!, el mejor marino d

odo el Mar Muerto. —Tanto más que, si no me equivoco

debe ser usted el único marino de tod

el Mar Muerto, ¿no es cierto? —preguntó socarronamente Voltaire.

 —¡El único y el mejor! —respondi

amoscado el capitán. ¡Si todo el mundse ahogase bajo las aguas, yo aúnavegaría! Luego, con voz más bajaprosiguió diciendo—: Desde luego, n

he de negarlo, es un milagro que vienen mi ayuda: piensen ustedes, señoresque en cuarenta años de navegación e

este mar, ¡ni una sola vez me he ido a

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fondo!Ahora, en nuestro diálogo, ya solo

os dos, Voltaire parangonaba a lo

talianos con el capitán del Mar Muerto —¿Y por qué he de ofenderme? —l

repuse. El buen capitán del Mar Muert

enía todo el aire de una persona dbien.

 —Sin la menor duda, amigo mío, si

a menor duda —aclaró el autor dSottisier  —, pero de un hombre de bieque cree demasiado en los milagros. Sfe es tan ciega y su conciencia está ta

ranquila, que da más importancia a lavirtudes milagrosas de su nave, a lacondiciones milagrosas de su propi

carácter, que a la pura y simpl

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composición de las aguas sobre las qunavega. El hecho de que su vaporcillno pueda irse a pique no hay por qu

atribuirlo a ningún milagro, sinlanamente a la extraordinaria densida

de tales aguas. El análisis que realizó e

profesor Lortet reveló la presencia dal cantidad de cloruro y de bromuro d

magnesio en ellas que ningún organism

vivo podría permanecer ni cincminutos en tal elemento. Piense usteque en cada setenta partes de agua shallan, muy a gusto, treinta de sodio, d

calcio, de magnesio, de potasio, dbromuro de magnesio y de sulfato dcalcio. Pruebe usted a meter en tal ma

un niño de pocos meses y verá lo qu

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ocurre: que por más que usted quiera nogrará echarle al fondo. Es un mar ést

sobre el cual todo flota: un mar en el qu

un naufragio es absolutamentmposible. El capitán del Mar Muerto

por más que se esforzase, no podrí

amás irse a pique: su buque está asasegurado de antemano contrnaufragios. Por tanto, es éste, sin dud

alguna, el único marino que no puedhablar de que no ha naufragado «pomilagro». El milagro aquí sería, y elles curioso, que naufragase algún día.

 —Pues no entiendo entonces —repliqué— en qué nos parecemos lotalianos a tan curioso tipo…

Pero en tales momentos se levant

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un gran viento: una nube negra, espesa densa, se nos vino encima a gravelocidad. Instantes después, un

descomunal bandada de langostas caysobre la zona en que nos hallábamosAquellos terribles devoradores s

pegaban al terreno como lapas y todrastro de vegetación desaparecía, compor ensalmo, minutos después. S

agarraban también a nuestro pelo, nuestra ropa, a nuestra carne, habíamos de hacer verdaderos esfuerzopara sacudirlos a manotazos. Me faltab

a el aliento. Mi caballo estaba tambiérecubierto de aquellas infectas langosta yo debía ocuparme de limpiarle de l

plaga al igual que hacía conmigo mismo

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Piqué espuelas en tanto que Voltairpisaba el acelerador a fondo. Delante dnosotros durante millas y millas, toda l

ierra estaba recubierta de aquella costranimal que asolaba cuanto hallaba a spaso.

Finalmente logramos rebasar la zonde la invasión. Hicimos un alto acabamos de quitarnos las última

angostas que aún quedaban adheridas nuestras personas, a nuestro caballo y nuestro coche.

Cuando estábamos entregados

estas tareas de limpieza y de seguridavimos llegar en nuestra dirección a domuchachotes, vestidos a la usanza de lo

árabes, pero que, al llegar a nuestr

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altura, nos saludaron en un correctnglés.

 —Buenos días, señores —le

respondió Voltaire, preguntándoleuego, ya de paso, si Sodoma quedab

muy lejos de aquel lugar.

 —Sodoma está allí, precisamente —respondió uno de ellos, alzando sbrazo, con ademán solemne

ndicándonos hacia una colina que salzaba cosa de media milla más lejos. Yefectivamente, al pie de tal pequeñmontículo se veían algunas casuchas

algunas tiendas y algunas ruinas questimoniaban la existencia, en época

remotas, de una pequeña ciudad.

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Los dos desconocidos naparentaban tener más de treinta años

eran dos ejemplares fuertes, musculoso  bien formados. Tenían, sin embargo

unas manos extraordinariamente blanca

 unos rostros de expresión infantil. Sucabellos, totalmente rubios, partidos edos bandas sobre la frente, me trajeron a memoria las cabelleras de los ángele

pintados por Benozzo Gozzoli. —Si van ustedes en aquell

dirección —nos dijo el otr

desconocido—, podremos hacer estparte del camino juntos.

 —Suban ustedes entonces —le

nvitó Voltaire. No es demasiado grand

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el coche, pero iremos mejor quandando. En todo caso, esto es lo únicque yo puedo ofrecerles.

 —Y ya es bastante —respondió unde los muchachos. Estas gentilezas saprecian mucho en las broncas zonas e

que nos hallamos.Una vez instalados, y mientra

cabalgaba yo al costado del auto

preguntaron a Voltaire si no habíamoencontrado en nuestro camino a longenieros del Comisariado Inglés d

Jerusalén. Pasaron a explicarnos qu

pertenecían ambos a la Policía dCarreteras y que habían recibido ordenras los dolorosos y sensible

acontecimientos de días pasados, d

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acercarse hasta Sodoma para tratar dmantener la calma en aquellos difícileugares.

Se extrañaban francamente, según sdesprendía de sus palabras, dencontrarse de pronto con dos europeo

que viajaban solos y desarmados y queal parecer, no habían sufrido ni el menocontratiempo hasta el presente.

Ante nuestras preguntas, y antnuestra ignorancia, nos relataron lodolorosos hechos a los que acababan dreferirse. La tarde anterior, en la propi

Sodoma, un arqueólogo americanolegado de Boston al único objeto d

desenterrar las ruinas de la casa de Lot

había sido agredido por un tropel d

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árabes de los que acampaban por locontornos: ante los bastonazos de loenfurecidos seguidores del Profeta, e

pobre americano había logrado salir covida tan sólo por obra y gracia de umilagro. Un milagro tan indudable com

el que otrora salvara la vida demismísimo Lot.

 —¡Pues espero entonces tener un

suerte mejor o al menos igual que la deamericano que ha logrado así, eresumen, salvar su pelleja! —dijVoltaire entonces. Y deseo también qu

mi buena estrella me guarde ya, de pasoa espalda de los sodomitas.

Y tras esto se puso a canturrear,

media voz, con una maliciosa sonrisa, s

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verso en memoria de Lot:

Loth but

et devint tendreet puis il futson gendre.

 —Ustedes, los ingleses —añadiras la tonada—, no están nada fuertes e

Historia Antigua. De hecho, s

gnorancia en cuestiones sacras es taclásica y tan grande como la del propiRousseau.

 —Le daría a usted la razón —lrespondió aquel de los dodesconocidos que tenía más aire dautoridad— si es que nosotros fuésemo

ngleses. Mas como quiera que somos d

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como hiciera aquel otro ángel coJacob.

 —No estamos aquí para agredir a l

gente —repuso el ángel—, sino parprotegerla.

Y levantándose sus ropas árabes no

mostró el uniforme inglés, color tabacoque vestían ambos bajo sus ampliahopalandas. Luego, ya animado, no

relató su historia y la de sacompañante, que venía a ser, más menos, la historia de todos los ángelede Palestina.

Tras la derrota de los turcos, longleses asentaron sus reales en tod

aquel país; y a últimos de 1918 s

dieron de lleno a la tarea de recluta

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soldados entre las gentes del lugar: ququieras que no, enrolaron en sus filas os árabes, a los griegos, a los hebreos

hasta a los mismísimos ángeles, un pocpor las buenas —muy poco— y umucho bajo la amenaza de utilizar l

fuerza en caso contrario. Y así, loángeles que habían logrado pasar lguerra, las persecuciones religiosas, l

carestía de la vida e incluso la peste, sencontraron ante el dilema de afrontauna nueva batalla o aguantar las órdenede los nuevos amos. Tan sólo alguno

pocos tuvieron la suerte de ganar lafronteras de Siria huyendo así de lquema. Consecuentemente, unos ángele

fueron reclutados para la Policía d

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Carreteras, otros para las bases de laescuadrillas aéreas afincadas eJerusalén. Pero todos, unos y otros

habían tenido que sufrir la afrenta de vecómo aquellos bárbaros invasores lecortaban sus alas para impedir así qu

huyesen volando. Nuestros dos ángeles no había

enido más remedio que endosarse e

uniforme inglés, que aceptar uestipendio y que ponerse a prestaservicio encuadrados en el de Policía dCarreteras de Su Majestad Británica.

 —Reconozco que es un verdaderpecado privarles a ustedes de sugrandes alas plateadas —opinó Voltaire

En París se hubieran hecho las cosas d

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un modo muy diferente. —Si al menos —clamaba uno d

nuestros acompañantes— nos hubiera

dejado un poquito de alas. ¡Tan sólo lnecesario para alzarnos siquiera cuatrpalmos sobre el suelo!…

 —Pero los ingleses no puedeconsentir —observé yo— que lohombres de los pueblos por ello

sometidos tengan ningún recurso, pobanal que sea, con el que consolarse da policía británica.

 —Por eso no presumen tampoco d

ser filántropos —comentó sonriendo uángel. Y sin embargo, tan sólo lfilantropía es capaz de conservar lo

mperios.

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Habíamos llegado, mientras tanto, apie de la colina. Algunos árabes shallaban tendidos a las puertas de su

iendas, bajo la sombra de las lonasUnos perros, escuálidos y famélicosrataban de encontrar, inútilmente, alg

que llevarse a sus hambrientas bocasMás lejos, en dirección al Mar Muertopodían verse unos restos, medi

calcinados ya, de antiguos muros. —Éstas son las ruinas de Sodoma —nos explicó el ángel. Y aquellas de máallá, las de Gomorra. La colina que s

alza frente a nosotros, y a la que loárabes dan el nombre de Gebel Usdum Monte de la Sal, no es sino la propi

estatua de la mujer de Lot.

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 —Si no tuviera miedo dconvertirme yo también en sal —opinentonces el autor de Cándido — darí

media vuelta antes de que se haga dnoche. Francamente, no me parece nadaconsejable la idea de pernoctar e

estos lugares. —¿Y quién teme que le vaya a hace

mal, estando en mi compañía? —le dij

el ángel. Me llamo Artajerjes, y en evalle del Jordán me conocen hasta lapiedras. Todo el mundo sabe, por endeque conmigo no se juega. Luego

volviendo la cabeza hacia mí, añadió—o muy lejos de aquí hay una antigu

orre medio en ruinas, en la que lo

urcos, durante la guerra, tenía

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emplazado un puesto de vigilancia. Allal menos, estaremos cobijados. ¿Temeustedes acaso que los moderno

habitantes de Sodoma sigan teniendo lanefastas costumbres de supredecesores?

 —Pues no lo sé, francamente —opinó Voltaire. Mas en todo caso, nhabrá nadie capaz de hacerme dormi

separado del muro. —Si desconfían de dormir eSodoma —nos propuso Artajerjes—podemos ir a pasar la noche e

Gomorra, que tan sólo está a una millde aquí.

 —Prefiero realmente pasar la noch

entre los sodomitas —dijo Voltaire si

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voces eran dulces y suaves, la melodíranquila y apacible. Cantaban en unengua desconocida, armoniosa como e

susurro de un ala. Traté yo, con la ayudde Artajerjes, de verter a nuestra lengua extraña canción. Tan sólo pud

ograrlo en muy pequeña parte, puestque aquel idioma parecía tener matices dulzuras desconocidas por los hombres

Mas en resumen venía a decir algo así:El ángel Anadiomene,con la boca dulce aún de sueño,

 partió al encuentro del alba azul.Sus alas apenas le sostenían aún.

Artajerjes cantaba con los ojo

vueltos hacia el cielo. El otro, agachad

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a cabeza, lo hacía en voz muy bajacomo si sus labios tan sólo dibujasen lapalabras:

Mueve casto las caderasel ángel hermafrodita,la mirada adormecida,cándida su expresión,las manos puras y blancas.

Desde fuera nos llegó un rumor. Ermi caballo que, atado a una estaca en lanmediaciones del Ford, piafab

nervioso e inquieto.

Un viento cálido y pesado soplabdesde el mar: era el viento densocaluroso y sofocante del Mar Muerto.

 —Si los ingleses fueran capaces d

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entender el lenguaje de los ángeles —seguía opinando Voltaire—, estoconvencido de que podríamos dormi

entonces a pierna suelta, con los ojobien cerrados, por toda Palestina.

 —Y no sólo en Palestina— añad

o. El gran defecto de los ingleses en smperio es el mismo en que cayeron lo

romanos en el suyo: no haber sido nunc

capaces de entender el clamor de loángeles. —Inglaterra —dijo Artajerjes por s

parte— ha caído, efectivamente, en e

mismo error que tanto se ha achacado os emperadores de la vieja Roma. N

basta con empadronarse en Palestina

ombligo de la tierra y de los cielos, par

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poder ya dominar al mundo entero: haantes que entender y que asimilar eenguaje de los ángeles para poder así,

sólo así, llegar a saber las necesidadehumanas, a conocer sus secretos y dominar, por amor, los pueblos. Rom

no llegó jamás a comprendernos, ni entender tan siquiera nuestros máelementales conceptos; luchaba e

cambio contra los ángeles, trataba poodos los medios de atarnos al yugo dsu propia política, reduciéndonos aestado de esclavos y empleándonos e

os más bajos menesteres. Aquel Judaque traicionó a Jesucristo era un ángeembrutecido, degradado por l

esclavitud y por la baja servidumbre

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Judas era, en Roma, lo que holamaríamos un elemento agitador de

«Inteligente Service». Y todo aquell

acabó atrayendo la desgracia a loromanos, al igual que todo estacarreará la desgracia a los ingleses.

 —¡Pobre consuelo es ése! —concluyó el compañero de Artajerjes.

 —Tú, Lucía, es inútil que hables d

consuelos: tienes un carácter demasiadfiero. Para ti no habría ya más consuelque devolverte las alas y ver todLondres roída por los ratones.

 —Entonces, vuestro compañero —quiso saber Voltaire—, ¿es un ángefemenino, puesto que se llama Lucía?

 —Para nosotros —hubo de aclara

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Artajerjes— los nombres no cuentan. Mcompañero tiene un nombre femenino, ecierto, pero, sin embargo, es todo u

ángel. —La cuestión no es tan sencill

como la presenta mi compañero —terci

Lucía. Todos los ángeles somohermafroditas, pero debemos esconderpor pudor, nuestra condición femenina

Los pintores, por ello, nos hapresentado siempre como ángeles desexo masculino. Solamente hay unglesia, en Roma, por más señas, en l

que, en uno de sus frescos, aparecdibujado un ángel femenino.

 —Pues no comprendo a qué vien

ese pudor ni por qué tienen ustedes qu

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ocultar tal condición —opinaba antesto Voltaire. El mismo Napoleón, segúdicen ahora algunos historiadores, er

ambién hermafrodita. —No me cuesta nada pensar —l

respondió Lucía con una sonrisa irónic

— en un Napoleón macho en Austerlitz en un Napoleón hembra en Waterloo.

 —Pues Napoleón bien creía en lo

ángeles —metí yo también baza. —Realmente, en los ángeles no —me refutó Artajerjes—, sino más bien eel Papa. Stendhal recuerda qu

apoleón, en pleno Consejo de Estado durante una discusión relativa aVaticano, exclamó airadamente: «Si e

Papa me dice que anoche se le apareci

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el Arcángel Gabriel y le dijo tal y cuacosa, yo tengo obligación de creerlo».

 —Me gustaría saber —pregunt

socarronamente Voltaire— si longleses, en su trato con ustedes, en su

propósitos, les consideran como ángele

de un sexo o del otro. —Es imposible adivinar la

ntenciones de la política británica —

hubo de reconocer Artajerjes. Nosotromismos, las más de las veces, nogramos entender ni una palabra. Mao cierto es que los ingleses tratan, e

odo momento, de utilizar al máximcuantos instrumentos tienen en su manoadaptándolos de la mejor manera a

propio terreno en que éstos operan

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Tomemos, por ejemplo, nuestro mismcaso. ¿A qué nos han traído a SodomaA restablecer el orden público, que est

bastante alterado por acá en los actualemomentos. Pues bien, según la propiBiblia, dos ángeles fueron también, e

aquel ayer, enviados a Sodoma parrestablecer la moral y el orden públicoY el fuego y el azufre que el Señor hiz

lover sobre este pueblo pecador, no va ser nada comparado con el que les hprometido el comisario británico dJerusalén a los lugareños si sigue

cometiendo tropelías.Yo quise luego saber: —¿Cuál es la diferencia entre lo

vicios y los delitos de los antiguo

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sodomitas y los de los modernos? —Los antiguos ciudadanos d

Sodoma —me informó Voltaire— n

hacían, ante todo, cuestión de política de raza: si bien tenían esa malcostumbre de atacar a sus enemigos po

a espalda, nadie puede afirmar que tafeo sistema tuviera ni la menonaturaleza política. Es verdad, claro

que odiaban a los extranjeros; no eposible mantener la tesis de quadorasen a Lot, puesto que Lot no ersodomita. Quiero decir con esto que n

era un ciudadano de Sodoma: era uextranjero, hijo del hermano dAbraham, y había venido a establecers

en esta ciudad tan sólo algunos año

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antes. Pero es que además tenía él la fecostumbre de haber adoptado aires dgran patrono, y de presumir a toda

horas de hombre virtuoso. Pero lauténtica razón de la ruina de Sodomfue el nefasto vicio y no el odio contr

a condición extranjera de Lot: unrazón, pues, de naturaleza moral y no dnaturaleza política.

 —No quiero llevarle la contraria —erció Lucía— mas ¿no cree usted quLot debió ser algo así como un «inglésde su tiempo? Es bien cierto, señores

que la historia se repite. —Esperemos que no —exclamé yo

o me agradaría encontrarme ho

mezclado en la repetición de aquell

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noche famosa. —Yo pienso —me dijo Voltair

riendo— que podemos dormi

ranquilos. La historia no suele concedeel «bis» como los teatros.

 —Mas sin embargo —nos hizo ve

Artajerjes— las cosas se vadesarrollando hasta ahora en una formmuy similar a como nos lo relata l

Biblia. También entonces fueroenviados dos ángeles a Sodoma parrestablecer el orden público.

 —La Biblia —añadió Lucía— no

cuenta que aquella noche, mientras quos dos gendarmes, digo, los do

ángeles, se disponían a irse a dormir, lo

hombres de la ciudad rodearon la cas

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de Lot, llamando a éste a grandes vocesótese que la multitud se componía d

viejos y de jóvenes, pero de hombre

sólo. Las mujeres no querían saber nadde aquel embrollo. «¿Dónde están —gritaban los sodomitas—, dónde está

os dos hombres que has acogido en tcasa? ¡Que salgan! ¡MuéstranoslosQueremos verlos!». No sé qué hubier

sido de los dos pobres gendarmes casde no haber contado con su condición dángeles y caso de no haber venido en sayuda, bien providencialmente, l

milagrosa lluvia de fuego y de azufre… —Esperemos —comentó Voltaire—

que esta noche los árabes de Sodom

nos dejen dormir en paz. Y más que e

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a protección de ustedes confío yo eesta esperanza, dado que, según ustedemismos me cuentan, tan sólo un milagr

podría salvarnos si llegara el caso. Pootro lado, les estimo ya a ustededemasiado para creerles capaces d

hacer todavía milagros… —Pues es ya un milagro, y bie

cierto, el simple hecho de que se haya

encontrado con nosotros —respondiólsecamente Artajerjes. Y aunque el cielno se hallase dispuesto a realizar homilagros en favor de ustedes, aunque n

quisiera enviarnos otra lluvia de fuegcomo remedio desesperado, no han demer por eso. Estén seguros de qu

nosotros dos seremos bastantes.

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Y al decir esto, abrió el ángel shopalanda y golpeó significativamente epesado revólver de reglamento qu

pendía del cinturón de su uniforme.

Y en aquel preciso momento, un graclamor se alzó en torno a la torreVoltaire, pálido como un difunto, casi n

pudo pronunciar: —¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?Luego, cogiéndome fuertemente de

brazo, me indicó:

 —¡Mire a Lucía y a Artajerjes!Los dos ángeles, en efecto, se había

puesto en pie y parecían dispuestos

salir: miraban ambos hacia lo alto, má

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bien estáticos, y con sus manos como eactitud de orar. Parecían estaescuchando voces o músicas celestiales

Mientras tanto, fuera, arreciaban lochillidos y los amenazadores gritos.

 —¡Como estemos esperando a qu

es lleguen a éstos órdenes del Paraísoestamos perdidos! —farfullaba Voltaireempezando ya a descomponerse por e

miedo. No pude contenerme y le respondriendo:

 —Perdidos, no. No perderemo

nada, amigo mío, como no sea el honor. —¿Y le parece poco? —se m

encrespó el filósofo. ¿Le parece aú

poco? Acabar a manos de los sodomitas

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a mi edad! ¡Qué diría Rousseau! ¡Qudiría Algarotti!… ¡Todo París se reiría costa mía!

 —¡Calma, calma! No hay por quomarlo todo tan a lo trágico. Verá uste

—le aseguré— como nuestros ángele

custodios nos sacan con bien de ésta. —¿Pero va usted a fiarse de es

pareja de traidores? ¿Va usted, acaso,

confiar en los ángeles? —se encolerizel autor de Cándido. ¿Pero no ve ustedacaso, que serían ellos los primeros eatacarnos a traición en cuanto s

presente la ocasión propicia? ¿Ncomprende, infeliz, que hemos sidraicionados?

 —Espere y lo veremos —l

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respondí tranquilo. Pero le aseguro queen mi opinión, son dos perfectocaballeros.

 —¡Ya nos habrían salvado si fueraan caballeros como usted pretende!

 —También Lot, señor mío, fu

salvado en el último momento. Ndesespere, que un milagro puede hacersen un instante.

En el ínterin, Artajerjes y Lucíhabían salido de la torre. Se oían allfuera sus voces, altas, enérgicas y coono de mando.

Ante el discurso de los ángeles loárabes callaron luego. Tan sólo oíamoa una tos ronca y cavernosa qu

resonaba pegada al muro. Una tos qu

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parecía el golpeteo espaciado de alguieque estuviera queriendo horadar un murcon sordos golpes de piqueta. Un perr

adraba furioso, a lo lejos, haciGomorra.

Las palabras de los ángeles fuero

ambién disminuyendo de tono. Sólpercibimos, finalmente, una especie dbisbiseo recortándose en el silencio.

 —Tengo miedo —me confesVoltaire— de que se estén poniendodos de acuerdo.

En aquel crítico instante entró Lucía

os árabes del lugar nos habían tomadpor dos hebreos y amenazaban concendiar la torre si no abandonábamo

Sodoma antes del alba. En todo e

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Lucía, con tono tétrico, aclaró: —Y los autores de tal desaguisad

han sido, precisamente, las misma

urbas que ahora nos rodean.Voltaire protestó airado: —No es que le tomaran por u

hebreo. ¡Es que era un hebreo de purcepa y comisionado, por ende, por ucomité sionista americano! Per

nosotros… ¿qué tenemos que venosotros? ¿Somos, acaso, hebreos? No¿Somos, acaso, ingleses? No. ¡Pueentonces!… Y en todo caso, en rigor d

usticia, habrían de ser los propioudíos —y no los árabes— quieneuvieran algún interés en darme a mí d

bastonazos a cuenta de las calumnias, d

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as malignidades y de los improperioque he vertido yo siempre en todos miibros contra el pueblo de Israel.

 —Pero no esperará usted, amigo mí—le cortó riendo el ángel— que estooscos árabes hayan leído sus obras

¿verdad?Al llegar a este punto entró en e

recinto Artajerjes, con un semblant

francamente preocupado. —No hay nada que hacer —confesa media voz. Estos bárbaros no quiereentender nuestras razones: si antes de

alba no han salido del pueblo los domalditos hebreos —y esto lo dicen poustedes, señores—, los sodomita

obrarán por su cuenta, sin respetar ya n

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an siquiera nuestra propia condición dángeles. Yo les aconsejo, pues, qupartan de aquí sin perder ni un sol

nstante. Somos muy pocos —continudiciendo Artajerjes— para intentahacer frente a varios centenares d

árabes enfurecidos y fanáticos. Ello, nobstante, si ustedes prefieren quedarscuenten conmigo para defenderlos.

 —Y conmigo —añadió Lucía—hasta la muerte. —Lo cual significa un largo rato —

ronizó Voltaire— si es verdad, com

dicen, que son ustedes inmortales. —¡Psché!… Desde que los inglese

se han mezclado en Palestina y ha

empezado a mangonear en todo, yo cre

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—confesó Lucía con aire triste— qunuestra inmortalidad se ha quedadreducida a algo muy transitorio…

 —¡Basta ya de inútiles discusiones—les cortó en seco Artajerjes. Nenemos ni el menor tiempo que perder

Hay que decidir lo que sea, una cosaotra, antes de que los árabes sarrepientan de la palabra dada y no

caigan encima por sorpresa. —Marchémonos, pues —propusVoltaire con aire ya de moribundo—, así les parta un rayo a todos!

Abrazamos a los dos ángeles a guisde despedida. Lucía me estrechfuertemente entre sus brazos nervudos

Sentí en mi mejilla la humedad de su

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ágrimas. Artajerjes parecía tambiéemocionado.

La noche era oscura como boca d

obo. No se veía nada, absolutamentnada, a dos pasos de distancia. Tan sólun apagado rumor de voces nos rodeab

por doquier. Por la parte del Monte da Sal el rumor ganaba en intensidad. A

parecer, en aquella colina estaba l

principal concentración de fuerza. Yrecordé entonces, no sé por qué, que tamonte no era, en realidad, sino la estatude sal de la mujer de Lot. Era e

estimonio del castigo a sdesobediencia por haber vuelto atrás erostro.

Llegamos al fin, pasito a paso, hast

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donde se hallaban mi caballo y el Forde Voltaire. El animal estabfrancamente nervioso y piafaba inquieto

queriendo romper las trabas paralejarse de allí al momento.

Monté sobre la silla; Voltaire pus

su automóvil en marcha. Y al ir ya partir, se nos acercó Artajerjegritándonos una última y conminatori

advertencia. —¡Pase lo que pase, oigan lo quoigan, vean lo que vean, no se vuelvahacia atrás! ¡No vuelvan nunca haci

atrás, ocurra lo que ocurra!El sonido del motor cortó la

palabras del ángel. Hizo Voltaire u

gesto de adiós con la mano, pisó e

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acelerador y su Ford comenzó la huidaClavé mis talones en los flancos de mcaballo y le obligué a seguir, venciend

su nerviosismo, la lucecilla roja de lrasera del vehículo.

El Ford aceleró la marcha y yo hub

de poner mi caballo al galope para nperder así, al menos, la noción decamino seguido por Voltaire.

Súbitamente, una gran llamaresplandeciente, pareció caer del cielsobre el Monte de la Sal. Un fuertresplandor iluminó los contornos. U

clamor de voces asustadas pareció salidel fondo de las tinieblas. Otras llamasotros fuegos, se encendieron aquí y allá

cercando el horizonte. Gracias a ello

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bamos ganando en visibilidad. Mascon todo, era una luz espectral, pálida vivísima, que sobrecogía el ánimo

uevas llamas y nuevos clamores spercibían ya por todas partes.

Mi caballo, tan asustado como yo

no necesitaba mi estímulo para tragarsas millas.

Al tomar una curva del camino pud

ver, asombrado, que el coche se hallabdetenido, en medio de la carreterarodeado por un grupo de árabegesticulantes.

 —¡Le han cogido las turbas! —pensé.

Mas en esto vi a Voltaire que

saliendo de un salto de su Ford, poní

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pie en la carretera y comenzaba a correhacia mí, retrocediendo por el caminoseguido de una multitud de sodomita

aullantes.Frené mi caballo y me hice fuerte e

a silla, agarrándome al arzón, dispuest

así a coger al vuelo al fugitivo y a izarla mi lado tan pronto como llegara a maltura.

Mientras le esperaba, recordé, siproponérmelo, los consejos del ángel: —¡No vuelvan hacia atrás! Pase l

que pase, ¡no vuelvan nunca hacia atrás

Voltaire, al parecer, había olvidadobajo la acción del miedo, tales órdeneo consejos.

El hombre venía corriendo desalad

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a mi encuentro. La multitud perseguidore ganaba ya terreno. Cuando de prontonexplicablemente, Voltaire comenzó

disminuir su marcha: dio dos o trerompicones, volvió a ganar e

equilibrio, pero sus movimientos fuero

haciéndose lentos, cada vez más lentoscomo al ralenti.

Un espantoso grito de «¡Socorro

Socorro!» salió de su garganta. Luegoen postura aún de correr, pareció quedasúbitamente clavado en tierra. Un piapoyado en el suelo, la rodilla todaví

algo doblada hacia delante. La otrpierna atrás, levantada en el aire. Lobrazos, junto al pecho, en ademán d

carrera.

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Con la boca aún abierta, como si aúsiguiera lanzando un inaudibl«¡Socorro!», con los ojos muertos en e

pálido rostro, quedó allí Voltairequieto, mudo y clavado, inmóvil comuna estatua.

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CURZIO MALAPARTE (PratToscana], Italia, 1898 - Roma, Italia

1957). Curzio Malaparte (nacido KurErich Suckert) hijo de madre lombarda

padre alemán fue un diplomáticoperiodista y escritor italiano. Se educen el Collegio Cicognini  y en l

Universidad de La Sapienza, en Roma

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En 1918 comenzó su carrera dperiodista.

Tras combatir en la Primera GuerrMundial y obtener numerosos honoresMalaparte estuvo ligado a BenitMussolini, llegando a ejercer unconsiderable influencia en el PartidFascista Nacional. Sin embargo, sespíritu rebelde lo llevó a alejarse de

dirigente italiano, publicando numerosaobras contra éste y la política italiana da época en general. En Técnica de

colpo di Stato (Técnica del golpe d stado, 1931) Malaparte atacaba Hitler y Mussolini, lo que le llevó a seexpulsado del Partido Nacional Fascist

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 enviado al exilio interno desde 1933 1938 en la isla de Lipari. El régimen dMussolini arrestó a Malaparte de nuev

en 1938, 1939, 1941 y 1943.

En 1941 fue enviado a cubrir la guerren Rusia como corresponsal para eCorriere della Sera. Los artículos quenvió desde el frente ucraniano, fuerorecopilados en 1943 y publicados baj

el título  Il Volga nasce in Europa (EVolga nace en Europa). Estexperiencia le serviría de base para su

dos libros más famosos,  Kaputt   (1944  La pelle (La piel , 1949).

Tras la Segunda Guerra Mundial su

deales políticos tendieron cada vez má

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hacia la izquierda, colaborandactivamente con el Partido Comunisttaliano e interesándose por e

comunismo maoísta de China. Habiendvisitado China en 1949 su viaje fususpendido debido a su enfermedad.  I

n Russia e in Cina (Yo en Rusia y eChina), su diario de loacontecimientos, fue publicad

póstumamente en 1958. El último librde Malaparte,  Maledetti toscan

(Malditos toscanos), aparecido en 195es un declarado ataque a la cultur

burguesa.

Malaparte murió de cáncer en 1957.

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Notas

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1]  En francés en el original. Pued

raducirse por «señorita bien educada»N. del T.) <<

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2]  Procede explicar un poco l

configuración de tales zonas para unmayor claridad en lo que vamorelatando. En la parte norte de la cost

Este de Italia, sobre el Adriático, y antede llegar al Golfo de Venecia, se halla lvilla de Comacchio. Queda ésta situadentre las desembocaduras de los río

Reno y Panaro (de sur a norte) y algantes, por tanto, de las Bocas del río PoComacchio se asienta sobre una estrech

faja de tierra, carcomida en toda sextensión por canales, canalillos pequeñas lagunas o marismas. Tras estestrecha faja de terreno se abre la gra

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aguna de Comacchio, o albufera, hacia que la villa queda orientada

Comacchio bordea así por el este con e

Adriático, por el oeste por la enormaguna y por todas partes con la red d

canales y charcos ya referidos. ( N. de

T.) <<

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3]  Se trata de un juego de palabras

ambaccia  es un diminutivodespectivo, de piernas. Recuerden lque se ha dicho sobre la extraordinari

delgadez de los miembros inferiores deatleta de nuestro cuento. ( N. del T.) <<

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4]  «Tan famosos por sus montones d

piedras, quedaron embrutecidos deshonrados por sus bárbarasupersticiones». ( N. del T.) <<