Guaraldi · das sus fuerzas. Quería ir rápido al paraíso, le hubiera bastado que el paraíso...

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I N A Z I R E I Guaraldi GIORGIO SAVIANE EL PAPA Novela traducción de Sara Gnavi Bombicci Pontelli Guaraldi

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traducción de Sara Gnavi Bombicci pontelli

€ 14,90

Ai margini delle correnti, delle scuole, delle mode, mai entrato per molto tempo nella ‘società letteraria’ e quindi nella gerarchia di valori che la critica crea ed impone, Giorgio Saviane sta nei gradi più alti di un’al-tra gerarchia, non fondata sulla cronaca contingente, ma sui ritmi lunghi della storia.

Carlo Salinari

Giorgio Saviane is the Italian publishing scandal. author of at least twenty novels published by Mon-dadori, Rizzoli, Rusconi, was totally forgotten. His books won major awards. It was, as they say, a suc-cessful writer, but since 2000, year of his death we have lost his editorials trace. Why?Certainly he was an unusual genius, an obnoxious. Of course, he wro-te books magnetic but turbid, bumping. Yes, he did not attend the literary club, but the mystery of his disappearance into the black hole of literary galaxy remains.This is the english version of “Il papa” which, in 1963, proclaimed Saviane as a new voice of contem-porary Italian fiction. a novel which expresses the beginnings of a spiritual sensitivity that will be pre-sent in the major part of Saviane’s work.

By the same athor:• MIo DIo • Il papa • GetSèMaNI • voGlIo parlare coN DIo • Il Mare vertIcale • oMNIbuS coN apparato crItIco • el papa • the FINGer IN the caNDle FlaMe

ISBN 978-88-6927-271-4

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MIo DIo (9788869270253)Il PaPa (9788869270956)GetsèMaNI (9788869270963)VoGlIo Parlare coN DIo (9788869270970)Il Mare VertIcale (9788869270987)oMNIbus coN aPParato crItIco (9788869270994)the FINGer IN the caNDle FlaMe (9788869270796)

Prima edizione: © 1977 Editorial Sudamericana Buenos Aires, Giorgio Saviane, El Papa

Tradotto dall’edizione italiana:© 1963 Rizzoli Editore, Giorgio Saviane, Il Papa

© 2014 by Guaraldi s.r.l.per gentile concessione di Alessandra Del Campana

Sede legale e redazione: via Novella 15, 47922 RiminiTel. 0541.742974/742497 - Fax 0541.742305www.guaraldi.it - www.guaraldilab.com - [email protected] - [email protected]

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Traducción de Sara Gnavi Bombicci Pontelli

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“...el espíritu cristiano, católico y apostólico del mundo entero, espera un salto hacia adelante.”

Juan XXIII

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Caminaban, al atardecer, a la vera del camino cubierto de hier-ba. Claudio le preguntó: – ¿Qué harás cuando seas grande? – No sé – dijo.– ¿Eres creyente, no? – insistió el niño, que recordaba su clase anterior de catecismo. Acerquen un dedo a una vela, había di-cho el párroco, no podrán dejarlo más que un instante. Conti-núen y el dolor será insoportable. En el infierno se está inmerso en el fuego, un fuego más terrible que el fuego mismo, sin poder morir, y de nada les servirá llorar, pues nadie podrá salvarlos de las llamas eternas.– Claro que creo – afirmó su hermana.– ¿Por qué no te haces monja entonces? Yo seré cura para estar seguro de ir al paraíso.Sandra quedó un poco pensativa: – Me conformaré con el pur-gatorio – contestó.– También hay fuego en el purgatorio.Ella lo miró un momento, luego dijo:– Yo quiero casarme.– ¿No le tienes miedo al fuego?– Trataré de ser buena.– Hasta los santos pecan siete veces por día. ¿No has oído que por cada pecado venial habrá años de purgatorio? – recalcó Claudio.La niña reflexionó un momento.– Yo quiero casarme – concluyó.También él hubiera querido casarse con Ginebra, pero antes había intentado mantener el dedo sobre la vela. No había po-dido resistir y la quemadura le dolía aún. Había probado con

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otro dedo; imposible, ni siquiera apretando los dientes con to-das sus fuerzas. Quería ir rápido al paraíso, le hubiera bastado que el paraíso fuera esa misma noche, con el camino cubierto de hierbas, los aromas del campo, sin el miedo al infierno que lo devora todo.– Yo me haré cura – repitió con seguridad. Se veía vestido de negro y la vida le pareció negra. Hubiera querido morir apenas nacido, sin pecados; ahora ya era tarde para escapar del fuego del purgatorio –. Apenas termine la primaria entraré en el se-minario – agregó desafiante –. Si me aceptaran iría aun antes, ahora mismo.Sintió el olor de la tierra húmeda alrededor, le pareció que ya llegaba de lejos.– ¿Y mamá? – preguntó Sandra.– Mamá vendrá a verme – dijo él con un nudo en la garganta.Era un atardecer despejado. En la acequia, a lo largo del camino el agua estaba casi quieta. Ya se oía el repicar de las campanas de la iglesia. Sus compañeros estaban serenos, no pensaban en las llamas del purgatorio, él los envidiaba.– ¿Serás capaz de estar lejos de mamá? – insistió su hermana.– Hoy le diré al padre Mazzeni que quiero ir al seminario – contestó.Llegaron hasta la iglesia. Piori era solamente eso, no tenía ni siquiera un municipio. Ellos eran los hijos del terrateniente del pueblo. Claudio conocía a todos. Había comenzado a ir a la escuela el año anterior. Al principio le había parecido un juego, pero después comenzó a temerle a los aplazos, a la humillación de los reproches. Según los mayores, la escuela parecía no im-portarle demasiado, hasta el párroco sostenía que no estudiaba, que era desatento, que distraía a los demás con preguntas im-previsibles.Frente a la iglesia, los niños de los campesinos jugaban a la mancha. Cada tanto alguno subía los peldaños, huyendo por la entrada para que no lo tocaran. El griterío resonaba dentro de la iglesia, irrespetuosamente. Claudio se fastidiaba por esa des-

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preocupación; todos habían oído al párroco anunciar las penas que les esperaban en la otra vida.– ¡Claudio! – gritaron en cuanto lo vieron, corriendo a su en-cuentro.Aquel a quien le tocaba ser mancha se le echó encima, pero él lo esquivó de un salto y corrió con los demás. Sandra se dejó atrapar.– ¡Estúpida! – la agredió su hermano, olvidado ya de sus preo-cupaciones y entusiasmado con el juego.A sus espaldas, en la puerta de la iglesia, apareció el cura gol-peando las manos para llamarlos. Todos se detuvieron. Claudio pensó inmediatamente que había pecado por decir “estúpida” a su hermana y corrió para acercársele.– Claudio – lo reprendió el párroco –: ahora basta. Entren.Él se volvió, hubiera querido disculparse: – Pero. . .– Basta – contestó severo el sacerdote –. A la iglesia se entra por aquí...Los otros niños sonrieron maliciosamente y apenas el cura en-tró encabezando el grupo, le hicieron muecas. Después, como siempre, cuando el sacerdote se quitó el tricornio, mojó los de-dos en el agua bendita, se arrodilló profundamente y perma-neció de esa manera para hacer una lenta y perfecta señal de la cruz, le hicieron burla imitándolo. Claudio estaba molesto. También él, poniéndose en puntas de pie para alcanzar la pila, mojó los dedos en el agua bendita, hizo la genuflexión y una despaciosa señal de la cruz. Sus compañeros rieron. Don Ma-zzeni se dio vuelta y lo vio a Claudio levantándose.– Ven aquí – dijo imperiosamente. El niño se le acercó desen-vuelto.Resonó una bofetada. La vergüenza y el dolor quemaban la me-jilla de Claudio. Miró pasmado al cura.– No te hagas el tonto – le reprochó el sacerdote.Se oyó la vocecita firme de su hermana: – Mamá no quiere que le peguen a Claudio.– Que no se haga el gracioso, entonces – contestó el párroco.

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Los niños sofocaban las carcajadas.– Vete a aquel rincón – siguió el padre Mazzeni–. Oirás la lec-ción de cara a la pared.– ¿Por qué? ¿Qué hice? – dijo Claudio con la garganta sofocada.– No discutas – tronó la voz del cura, que a Claudio pareció irreverente entre aquellas paredes. Pensó que era por su culpa. Se fue silencioso al rincón.Los niños rezaron la plegaria de rodillas, junto con el párroco. Bajaron la tapa de los bancos con gran estruendo y se sentaron.El padre Mazzeni esperó que la última tapa estuviera en su lu-gar y dijo: – ¿Cuántas veces tengo que repetirles que lo hagan más suavemente?Un niño se sonó la nariz con estrépito.– ¿No te han enseñado en tu casa cómo se hace?– Sí – contestó el niño, sosteniendo el pañuelo sobre la cara y levantándose temeroso.– ¿Y te han dicho que lo hagas así? – prosiguió el cura.– Sí – respondió el niño, cada vez más asustado. Todos rieron.– Siéntate – dijo el párroco bonachón–, otra vez haz menos rui-do.– Sí, padre Mazzeni – dijo el niño frotándose la nariz con el pañuelo sucio, pero sin sonársela.La lección comenzó.– Dime tú: ¿Quién creó la tierra?Silencio. El interrogado estaba de pie sin responder.Claudio, desde su rincón a espaldas del cura, se volvió para soplarle. Dibujaba consonantes y vocales con la boca, pero el muchacho no lo veía. De pie, un poco agobiado, perplejo, no se le ocurría nada. De la piel de la frente y a lo largo de la nariz de su compañero, Claudio veía dibujarse la tozudez. Por un instante, el niño sostuvo su mirada, pero en vez de seguir los movimientos de los labios, miró hacia el suelo y de soslayo, las paredes de la iglesia.– ¿Cómo, ni siquiera sabes quién nos ha creado? – suspiró el padre Mazzeni.

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La expresión del niño se iluminó cansadamente. – Dios nos ha creado – contestó de memoria, sin levantar los ojos.– ¿Y quién creó el mundo? – insistió el párroco. De nuevo el silencio.Claudio parecía gritar desde el rincón por la forma en que abría la boca para soplarle. Los niños sonrieron. El cura se volvió y sorprendió a Claudio, que se daba vuelta rápidamente hacia la pared.– Vete allá atrás – le gritó, indicándole el rincón opuesto –. Des-de allí podré verte cuando te hagas el monigote.Su hermana, desde los bancos dispuestos del otro lado del co-rredor central (hoy tenían clase sólo los varones, ella había ido para acompañar a su hermano más pequeño), lo vio recorrer la longitud de la iglesia. Al pasar junto a ella, Claudio le sonrió seguro y furioso contra el párroco, y Sandra pensó que tal vez ya no desearía más hacerse cura.– Entonces – continuó el padre Mazzeni perdiendo la paciencia –: ¿Quién creó el mundo?El niño siguió callado.– Dios – exclamaron en coro los demás cuando el párroco les hizo una señal para demostrar que todos lo sabían.– Tú – dijo dirigiéndose a otro que se levantó de un salto mien-tras el primero se sentaba compungido–: ¿Quién es Dios?– Dios es un ser perfecto, creador y señor del cielo y de la tierra – recitó monótonamente el muchacho.– ¿Dónde está Dios?– Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar.– Siéntate – dijo el párroco. Se dirigió a otro, señalándolo con el índice –: ¿Aquí está Dios? – preguntó.– ¿Dónde, padre? – respondió el niño estupefacto, poniéndose de pie lentamente.– Aquí, en la iglesia, alrededor de nosotros.El chico miró en derredor asombrado.– ¿Dónde está Dios? – interrogó entonces el reverendo.– Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar. – ¿Y bien?

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Silencio. Sandra sonreía. Los demás permanecían indiferentes. Claudio estaba ensimismado en sus pensamientos.– Claudio – se oyó al cura –. Ven aquí para explicar el misterio.Claudio tembló: ¿de qué se trataba? No había prestado aten-ción. Caminó hacia el sacerdote. Si hubiera pasado por el otro lado, su hermana habría intuido que no estaba atento y lo ha-bría podido ayudar, pero de esta manera también ante ella que-daría mal. La miró fijamente como para explicarle todo con la mirada, sólo esto le importaba ahora.Cuando estuvo cerca, se detuvo, esperando.– ¿Ni siquiera tú has entendido? – dijo el cura impaciente.– No oía; le estaba pidiendo ayuda a Dios para hacerme sacer-dote cuando sea grande.Los niños no sabían si reír o si estaban escuchando un milagro.También el párroco quedó perplejo. Claudio advertía que el si-lencio lo envolvía peligrosamente. Miraba el sacerdote cara a cara y con firmeza, aunque sentía miedo. Sobre el altar mayor, a espaldas del párroco, estaba el tabernáculo con la hostia con-sagrada.– Nunca sé cuando hablas en serio – dijo el padre Mazzeni, rompiendo la tensión; los muchachos comenzaron a reír.– Silencio – impuso el cura –. Y tú – dirigiéndose a Claudio –, ve a tu lugar por hoy y presta atención.Claudio fue a sentarse. Sentía que su hermana lo miraba.– Continuemos – prosiguió el reverendo –. ¿Qué es el infierno? – preguntó a quemarropa a un niño de la primera fila.– El fuego – replicó el niño, quedándose sentado y alzando los ojos grandes e inocentes.– Responde mejor – insistió el padre Mazzeni, aunque conmo-vido por su ingenuidad.El niño se puso de pie. – Es el fuego eterno donde se quema a los malos – precisó.– ¿Los malos como Claudio? – preguntó el párroco, sonriendo.El niño se volvió hacia su compañero y respondió a media voz: – Sí.

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La condena vibró en el interior de Claudio, pero sonrió junto con los demás.– Oigamos a Claudio, entonces. ¿Quién merece el infierno?– Quien muere en pecado mortal – dijo Claudio, poniéndose de pie de un salto.– ¿Tú quieres ir al infierno o al paraíso?Un momento de incertidumbre. – Al paraíso.– ¿Por qué? – insistió el párroco, divertido.– Para no ir al infierno – afirmó Claudio con aquella seguridad que parecía desparpajo.– ¿Y tú? – dijo el padre Mazzeni cariñosamente, dirigiéndose al niño de antes, con el tono de quien quiere atenuar la arrogancia con una demostración.El interrogado se levantó con los ojazos perdidos. El padre Ma-zzeni, viendo que no respondía, trató de ayudarlo. – Para... – dijo con voz invitante – contení...– ... piar a Dios – concluyó el niño.A Claudio le hubiera bastado con la campiña, correr entre sus húmedos perfumes, no pensar. Que la muerte fuera el fin, no una amenaza.– ¿Por qué hay que ser buenos? – preguntó el reverendo a otro niño.– Para no ir al infierno – fue la respuesta inmediata.– Está bien – corrigió el cura –, pero sobre todo por amor a Dios.Claudio no sentía ese amor. Amaba a su madre, a su hermana, a su padre, a los abuelos, y a Ginebra. No conseguía sentir nada similar por Dios. Entonces preguntó:– ¿Cómo es el amor por Dios?El párroco se sorprendió.– Hay que amarlo... – dijo buscando las palabras–, como se ama a nuestra mamá, al papá, todavía más, mucho más. Hay que adorarlo – terminó rotundamente.– ¿Y cómo se hace? – preguntó Claudio.Los compañeros rieron. ¿Por qué? ¿Acaso ellos lo sabían? En tanto que el cura se enojaba, él se quedaba con la incertidumbre.

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– No hagas preguntas estúpidas – lo reprendió el padre Mazze-ni.Otro niño se levantó y preguntó: – ¿Las llamas del infierno que-man?– Claro – respondió el párroco.– Entonces ¿cómo hacen para durar eternamente? – dijo Clau-dio de nuevo.– Es un fuego que no se apaga jamás por voluntad de Dios.– Pero nosotros sí que terminamos si nos quemamos – objetó Claudio lleno de esperanza.– No es la primera vez que me lo preguntas – apostrofó el cura –. Ya te he dicho que nuestra carne renacerá continuamente para poder ser perdonados por nuestros pecados.– ¿Cómo es posible? – insistió Claudio, que sin embargo creía.– Siempre por la voluntad de Dios: omnipotente. Vamos – ex-hortó el párroco–, comencemos con la lección que pronto llega-remos al final del curso. Parece mentira, siempre me preguntan sobre el infierno. Dios no perdona a quien se arrepiente de sus pecados sólo por miedo.Cada día la voz del cura era más terrible. Confirmaba las dudas, los tormentos de Claudio. Ni aun lo consolaba pensar que en su casa estaba su madre. Desde la oscuridad, el demonio acechaba como un perro que gruñe en la espesura, mostrando los dientes. La tibieza de su casa estaba más allá de la emboscada.Desde las velas del altar llegaba una luz mortecina. Claudio re-cordaba un resplandor gris: afuera, el agua de la acequia corría sin alegría, impura. Se maravillaba de que la comunión no fuera suficiente para iluminarle el día. Sentía pequeñas molestias; el banco era duro debajo de las rodillas, la iglesia repleta de olo-res, de amarga hediondez. De improviso las contrariedades se unieron; no podía recibir a Dios sin entusiasmo. Camino de la iglesia, en la carroza, ante su pregunta sobre el purgatorio, su madre le había dicho: “eres joven, tienes mucho tiempo”. A él le alcanzaba el tiempo de una vida, pero sabía del tiempo eterno. No era un castigo de la maestra ni de su padre, se sentía

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acechado desde el mundo de las sombras. Aunque estaba en ayunas no tenía hambre. Confiaba que en el día de la primera comunión, Dios se abriría paso por sí mismo; no obstante se sentía cansado, incapaz de un pensamiento de amor hacia él. Así como se conmovía al mirar el rostro de su madre, no con-seguía amar a Dios de la misma manera: ¿por qué no le habían dicho sólo que Dios era bueno?Se oyó la campanilla de la sacristía, entraron tres sacerdotes con la casulla. Comenzaron los cánticos y el órgano. Claudio expe-rimentó un inevitable bostezo, se sintió aun más culpable. Miró los bancos alineados a lo largo de toda la iglesia, cubiertos por un encaje blanco, allí donde él y los demás se arrodillarían para tomar la primera comunión.Los compañeros conversaban, también ese día estaban son-rientes. Ellos amaban a Dios y se encontraban serenos. Pensó repentinamente en sí mismo antes de saber algo del infierno. Sintió una nostalgia que lo envejeció de improviso. Le pareció que la vida era cansadora y pesada como el tiempo de la misa cantada. Dentro de sí, interpretó la inquietud que sonaba como el hambre como indiferencia hacia Dios. Oyó solemnes, severas las palabras del celebrante. El coro le respondía, esa misa no terminaba nunca. Perforaba el estómago. La rebelión que sintió serpentearle por la piel cansada lo llenó de remordimiento.Si por lo menos hubiera tenido cerca a Sandra. Ni bien habían entrado en la iglesia los habían separado. Ella había ido con las niñas, en el delicado grupo que estaba más allá: niveas, con los velos y los vestidos largos parecían grandes, novias. Sandra se casaría cuando fuera grande. El diría misa y otros oficios todo el día, entre las cantilenas de las plegarias y el resonar del coro.Por fin llegó el momento de la comunión. Los sacerdotes cele-brantes estaban arrodillados frente al tabernáculo abierto. El párroco, con la estola y una sobrepelliz bordada, apareció en los escalones. Tenía el cáliz lleno de hostias. Las niñas estaban arrodilladas en los bancos de enfrente. Miró sus caras, las ma-nos en sus guantes en posición de rezo. Sandra estaba más allá.

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Delante de ella estaba Ginebra que le sonrió compungida. Le vio un hilillo de saliva en el interior de los labios y sintió una inquietud en el pecho que trató en vano de dirigirla a Jesús.El párroco bajó los dos escalones, y comenzó, en silencio, a im-partir la comunión.Claudio se lo encontró delante de improviso: había creído in-digno seguir los movimientos del sacerdote y se había concen-trado en cambio en Quién estaba por recibir. Le pareció que no estaba dispuesto. No abrió la boca como los demás. El padre Mazzeni lo miró, primero interrogante, luego severo. Abrió la boca desmesuradamente, la mirada humilde imploraba al sacer-dote. Vio descender la pequeña hostia hasta sí entre los dedos del párroco, la sintió sobre su lengua, se maravilló de no expe-rimentar nada. Cerró los labios bajando la cabeza. Aguardó que la hostia se deshiciese con la saliva antes de tragarla, sin mas-ticar, como había hecho durante las pruebas con partículas no consagradas. Permaneció así un rato. Sintió una breve caricia en el paladar cuando trató de tragar a Jesús. Se le ocurrió que Jesús era realmente bueno y sintió que su vida de muchacho volvía a alegrarse: levantó la cabeza para mirar con felicidad a su madre, que estaba detrás. Ella le hizo una señal para que se mantuviera recogido. Claudio agachó la cabeza escondien-do la cara entre las manos, tuvo miedo de haber hecho mal su primera comunión. La breve felicidad había desaparecido. Sin embargo le quedó la esperanza. Pensó en la fiesta preparada en su casa para él y su hermana. Otra vez agradeció a Jesús por ha-berse alojado dentro de él, renació la alegría, diferente esta vez, como un nudo coloreado que le llenaba la garganta. Repitió: “Te agradezco Jesús”. No sabía decir ni pensar otra cosa. Cuan-do lo intentó, el cansancio se sobrepuso al regocijo. Recordó que tenía al lado el libro con la plegaria de agradecimiento. Lo abrió sobre el mantel, leyó sin emoción las palabras que sabía de memoria.De nuevo comenzaron a sonar el órgano y las voces, sintió los músculos deshechos por el aburrimiento de esperar todavía

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más antes de poder salir al aire libre: los compañeros correrían detrás de la carroza, lo llamarían mientras él se quedaba entre su madre y su hermana. Cuando el caballo comenzara a trotar, Toni saldría del grupo y correría al lado de ellos, superándolos de tanto en tanto para demostrarle su velocidad y resistencia; los demás probarían a ver quién conseguía sentarse sobre el eje trasero. Hubiera querido ser valiente como Toni.Toni era mayor que él, cuando él tuviera su edad, estaría en el seminario. Nunca había visto un seminario, lo imaginaba sin jardín: iglesia, órgano, voces cantando en latín.¿Y su madre? ¿Cómo haría para estar sin ella? Cuando ella no estaba, hasta los campos alrededor de la villa se tornaban tristes.Todos, inclusive los comulgantes, se habían sentado; él estaba aún de rodillas. Pero no pensaba en eso, se sentía culpable. Apeló a la voluntad para seguir la misa, para pensar en Jesús que estaba dentro de él; nuevamente le surgía un bostezo. Es-condió la cara apretando la boca que ya estaba abriendo. Le habían dicho que cada uno dirige las propias acciones: efecti-vamente estaba de rodillas, aunque ya no podía más. Era por lo tanto dueño de sí mismo, y se haría cura para no terminar en el infierno, presa de las llamas o del demonio.Su madre le puso una mano sobre los hombros, sintió la tibieza que le corría a lo largo de su cuerpo. Su voz le susurró: – Clau-dio, siéntate ahora, te hará mal estar siempre así.Volvió la cabeza para mirarla. Vio esos ojos tiernos y protec-tores, los hombros delicados, el velo que la respiración movía sobre los labios.– ¿Por qué? – dijo en voz baja, pero con el deseo de obedecerla.– Estás en ayunas, tesoro. Te cansas demasiado – continuó mur-murándole con voz dulce en el oído.– No – contestó Claudio.La madre regresó a su lugar detrás de él. No percibía la mirada que lo hacía temblar, hubiera querido correr a su brazos, sen-tirse envuelto. Le había contestado mal y eso era pecado. Se puso de pie, las rodillas estaban rígidas, vaciló un momento,

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se acercó al asiento con las manos juntas. Apenas se distendió sintió el fluir de la sangre por los huesos endurecidos, su madre lo miraba todavía. Se sonrieron.Terminada la misa corrió hacia ella. Sintió los labios de su ma-dre en los cabellos. Murmuró: – Perdóname por haberte con-testado mal.Ella sonrió, le asomaron las lágrimas. Claudio hubiera querido colgarse de su cuello candido y esbelto, esconder su cara en el vestido suave, pero se avergonzaba por sus compañeros.El aliento de su madre, aquella sonrisa suya que contenía el cielo y el mundo, el olor de las sopas de los campesinos al atar-decer, correr sobre la hierba húmeda, correr y respirar, los sen-deros que se perdían en la oscuridad de los campos y daban un miedo gozoso. Ginebra. La tierra removida por el arado en los pies desnudos, el aire de la mañana, el paso de los bueyes, los ojos relucientes de los perros, los patos recién nacidos, el heno cortado que suavizaba el aire del mediodía, los espárragos que agujereaban los terrones, las hojas anchas de las moreras, el cre-cimiento de las legumbres en el huerto.Un sollozo llamó la atención en el dormitorio.El prefecto se acercó a Claudio arrodillado al lado de la cama, la cara entre las cobijas. Esperó un momento, le susurró al oído: – Hay que dormir, ahora.Aquella extraña intimidad aumentó su desesperación. Pero Dios era más que su madre, era inconcebible llorar por ella en el seminario. Sintió crecer los sollozos por dentro. El prefecto le puso una mano sobre los hombros, temblaban.Dios era infinitamente bueno, debía suplir con Dios a su ma-dre, pensó Claudio con heroísmo. El placer de ser heroico se confundió con el dolor, le pareció estar afuera, en la oscuridad, espiando hacia el interior del dormitorio. Se veía a sí mismo llorando en esa atmósfera tétrica.Las lágrimas habían mojado la sábana, la sentía fría sobre su cara. No estaba el cuello de su madre para entibiarle la frente, y sí el prefecto que estaba perdiendo la paciencia, los compañe-

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