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El abuelo Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El abuelo

Benito Pérez Galdós

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Prólogo

A los lectores que con tanta indulgencia co-mo constancia me favorecen, debo manifestar-les que en la composición de EL ABUELO hequerido halagar mi gusto y el de ellos, dando elmayor desarrollo posible, por esta vez, al pro-cedimiento dialogal, y contrayendo a propor-ciones mínimas las formas descriptiva y narra-tiva. Creerán, sin duda, como yo, que en esto delas formas artísticas o literarias todo el monte esorégano, y que sólo debemos poner mal ceño alo que resultare necio, inútil o fastidioso. Claroes que si de los pecados de tontería o vulgari-dad fuese yo, en esta o en otra ocasión, culpa-ble, sufriría resignado el desdén de los que meleen; pero al maldecir mi inhabilidad, no creeríaque el camino es malo, sino que yo no sé andarpor él.

El sistema dialogal, adoptado ya en Realidad,nos da la forja expedita y concreta de los carac-

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teres. Estos se hacen, se componen, imitan másfácilmente, digámoslo así, a los seres vivos,cuando manifiestan su contextura moral con supropia palabra, y con ella, como en la vida, nosdan el relieve más o menos hondo y firme desus acciones. La palabra del autor, narrando ydescribiendo, no tiene, en términos generales,tanta eficacia, ni da tan directamente la impre-sión de la verdad espiritual. Siempre es unareferencia, algo como la Historia, que nos cuen-ta los acontecimientos y nos traza retratos yescenas. Con la virtud misteriosa del diálogoparece que vemos y oímos sin mediación extra-ña el suceso y sus actores, y nos olvidamos másfácilmente del artista oculto; pero no desapare-ce nunca, ni acaban de esconderle los bastido-res del retablo, por bien construidos que estén.La impersonalidad del autor, preconizada hoypor algunos como sistema artístico, no es másque un vano emblema de banderas literarias,que si ondean triunfantes, es por la vigorosa

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personalidad de los capitanes que en su manolas llevan.

El que compone un asunto y le da vida poé-tica, así en la Novela como en el Teatro, estápresente siempre: presente en los arrebatos dela lírica, presente en el relato de pasión o deanálisis, presente en el Teatro mismo. Su espíri-tu es el fundente indispensable para que pue-dan entrar en el molde artístico los seres imagi-nados que remedan el palpitar de la vida.

Aunque por su estructura y por la divisiónen jornadas y escenas parece EL ABUELO obrateatral, no he vacilado en llamarla novela, sindar a las denominaciones un valor absoluto,que en esto, como en todo lo que pertenece alreino infinito del arte, lo más prudente es huirde los encasillados, y de las clasificaciones cata-logales de géneros y formas. En toda novela enque los personajes hablan, late una obra dramá-tica. El Teatro no es más que la condensación y

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acopladura de todo aquello que en la Novelamoderna constituye acciones y caracteres.

El arte escénico, propiamente dicho, ha ve-nido a encerrarse en nuestra época (por extrav-íos o cansancios del público, y aún por razonessociales y económicas que darían materia paraun largo estudio) dentro de un módulo tan es-trecho y pobre, que las obras capitales de losgrandes dramáticos nos parecen novelas habla-das. Saltando de nuestras pequeñeces a losgrandes ejemplos, pregunto: el Ricardo III deShakespeare, colosal cuadro de la vida y laspasiones humanas, ¿puede ser hoy consideradocomo obra teatral práctica? Hace un siglo lorepresentaba Garrick íntegramente, y existía unpúblico capaz de entenderlo, de sentirlo, y deasimilarse su intensísima savia poética. Hoyaquélla y otras obras inmortales pertenecen alteatro ideal, leído, sin ejecución; arte que por lamuchedumbre y variedad de sus inflexiones,por su intensidad pasional, en un grado que no

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resiste lo que llamamos público (mil señoras ymil caballeros sentaditos en una sala), difícil-mente admite intermediario entre el ingeniocreador y el ingenio leyente, que ambos creohan de ser ingenios para que resulte la emocióny el gusto fino de la belleza.

Que me diga también el que lo sepa si la Ce-lestina es novela o drama. Tragicomedia la llamósu autor; drama de lectura es realmente, y, sinduda, la más grande y bella de las novelashabladas. Resulta que los nombres existentesnada significan, y en literatura la variedad deformas se sobrepondrá siempre a las nomencla-turas que hacen a su capricho los retóricos. Sólotengo que decir ya a mis buenos amigos, quesin cuidarse de cómo se llama esta obra, humildeensayo de una forma que creo muy apropiada anuestra época, tan gustosa de lo sintético y eje-cutivo, la acojan con benevolencia.

B.P.G.

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DRAMATIS PERSONAE

D. RODRIGO DE ARISTA-POTESTAD,Conde de Albrit, señor de Jerusa y de Polan, etc.,abuelo de

LEONOR (Nell), yDOROTEA (Dolly).LUCRECIA, condesa de Laín, madre de Nell

y Dolly, y nuera del Conde.SENÉN, criado que fue de la casa de Laín;

después, empleado.VENANCIO, antiguo colono de la Pardina;

actualmente propietario.GREGORIA, su mujer.EL CURA DE JERUSA (D. Carmelo).EL MÉDICO (D. Salvador Angulo).EL ALCALDE (D. José M. Monedero).LA ALCALDESA (Vicenta).

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D. PÍO CORONADO, preceptor de las ni-ñas Nell y Dolly.

CONSUELO, viuda rica, chismosa.LA MARQUEZA, viuda campesina, pobre.EL PRIOR DE LOS JERÓNIMOS (Padre

Maroto).

La acción se supone en la villa de Jerusa ysus alrededores; las principales escenas en laPardina, granja que perteneció a los Estadosde Laín. Careciendo esta obra de colorido lo-cal, no tienen determinación geográfica el paísni el mar que lo baña. Todos los nombres depueblos y lugares son imaginarios. Época con-temporánea.

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Jornada I

Escena I

Terraza en la Pardina. A la derecha, la casa;al fondo, frondosa arboleda de frutales; a lolejos, el mar.

GREGORIA, junto a la mesa de piedra,desgranando judías en la falda; VENANCIO,que viene por la huerta y se entretiene con uncriado, observando los frutales. En la mesauna cesta de hortalizas.

GREGORIA.- ¡Eh... Venancio!... Que estoyaquí.

VENANCIO.- Voy... Más de cincuenta du-quesas se han caído con el ventoleo de anoche.

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GREGORIA.- ¡Anda con Dios!... Deja las pe-ras y ven a contarme... ¿Es verdad que...?

(Entra VENANCIO, respirando fuerte ylimpiándose el sudor de la cabeza, trasquiladaal rape. GREGORIA espera impaciente la res-puesta.

Son marido y mujer, de más de cincuentaaños, ambos regordetes y de talla corta, decariz saludable, coloración sanguínea y mirarinexpresivo. Pertenecen a la clase ordinaria,que ha sabido ganar con paciencia, sordidez yastucia una holgada posición, y descansa en laindiferencia pasional y en la santa ignoranciade los grandes problemas de la vida. El rostrode ella es como una manzana, y el de él comopera de las de piel empañada y pecosa. Notienen hijos, y cansados de desearlos princi-pian a alegrarse de que no hayan querido na-cer. Se aman por rutina, y apenas se dan cuen-ta de su felicidad, que es un bienestar amasa-

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do en la sosería metódica y sin accidentes.Gruñen a veces, y rezongan por contrarieda-des menudas que alteran la normalidad delreloj de sus plácidas existencias. En edad ma-dura viven donde han nacido, y son propieta-rios donde fueron colonos. Su única ambiciónes vivir, seguir viviendo, sin que ningunapiedrecilla estorbe el manso correr de la ondavital. El hoy es para ellos la serie de actos quetiene por objeto producir un mañana entera-mente igual al de ayer. Visten el traje corrien-te y general, así en pueblos como en ciudades,muy apañaditos, limpios, modestos. GREGO-RIA es hacendosa, guisandera excelente, toca-da del fanatismo económico, lo mismo que sumarido. Este entiende de labranza horticultu-ra, de caza y pesca, de algunas industrias agrí-colas y no es lerdo en jurisprudencia hipote-caria, ni en todo lo tocante a propiedad, arren-damientos, servidumbres, etc. Para entrambosla Naturaleza es una contratista puntual, y una

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despensera honrada, como ellos, prosaica,avarienta, guardadora.)

VENANCIO.- ¡Brrr...!

GREGORIA.- Pero, hombre, sácame de du-das. ¿Es cierto lo que han dicho? ¿Tendremostarasca?

VENANCIO.- Sí. ¿Has visto tú alguna vezque falle una mala noticia?

GREGORIA.- (Suspensa.) ¿Y cuándo llega laseñora Condesa?

VENANCIO.- Hoy... Pero no te apures; sealojará en casa del señor Alcalde.

GREGORIA.- Menos mal. (Volviendo a des-granar.) Pues otra... Si llega también el señorConde, se juntarán aquí el agua y el fuego.

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VENANCIO.- Se pelearán hoy como ayer...Suegro y nuera rabian de verse juntos. Si noquedaran de uno y otro más que los rabos, ¡quéalegría!... Por supuesto, al señor Conde habre-mos de alojarle.

GREGORIA.- ¿Qué duda tiene? No faltabamás... Yo digo: ¿vienen y se topan aquí por ca-sualidad... o es que se dan cita para tratar deasuntos de la casa?... porque de resultas de lamuerte del Condesito habrá enredos...

VENANCIO.- ¿Yo qué sé? La Condesa Lu-crecia vendrá, como siempre, a dar un vistazo asus hijas.

GREGORIA.- Y a pagarnos la anualidadvencida por el cuidado, manutención y serviciode las dos señoritas que puso a nuestro cargo...¡Ah, ruin pécora...! Las tiene en este destierropara poder zancajear y divertirse sola por esosParises y esas Ingalaterras de Dios... o del dia-blo... ¡Tunanta! Lo que yo digo, Venancio: com-

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prendo que su suegro, el señor Conde de Al-brit, que es el primer caballero de España, ¡yque lo digan! le tenga tan mala voluntad a esacondenada extranjera, de quien se enamorócomo un tontaina su hijo (que esté en gloria)...Lo que no me cabe en la cabeza es que parezcapor aquí, si sabe que ha de hocicar con ella... Oserá que lo ignora... ¿Qué piensas, hombre?

VENANCIO.- (Revolviendo en la cesta dehortalizas.) Pronto hemos de ver si vienen aposta los dos, o si la casualidad les hace em-palmar en Jerusa... ¡Y que no traerán ella y éllas uñas bien afiladas!... Créetelo... hemos dever por tierra mechones de barbas blancas o depelos rubios, y tiras de pellejo... porque si elConde D. Rodrigo quiere a su hija política co-mo a un dolor de muelas, ella en la misma mo-neda le paga.

GREGORIA.- Yo digo lo que tú: el pobre D.Rodrigo viene a que le demos de comer.

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VENANCIO.- Así lo pensé cuando supe suviaje.

GREGORIA.- Es cosa averiguada que no hatraído de América el polvo amarillo que fue abuscar.

VENANCIO.- Ha traído el día y la noche.Cuando embarcó para allá, había desperdigadotoda su fortuna... Esperaba recoger otra, que leofreció el Gobierno del Perú por las minas deoro que allá tuvo su abuelo, el que fue Virrey...Pero no le dieron más que sofoquinas, y havuelto pobre como las ratas, enfermo y casiciego, sin más cargamento que el de los años,que ya pasan de setenta. Luego, se le muere elhijo, en quien adoraba...

GREGORIA.- ¡Infeliz señor!... Venancio, te-nemos que ampararle.

VENANCIO.- Sí, sí, no salgan diciendo queno es uno cristiano, ¡Quién lo había de pen-

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sar!... ¡Nosotros, Gregoria, dando de comer alconde de Albrit, el grande, el poderoso, con sucáfila de reyes y príncipes en su parentela, elque no hace veinte años todavía era dueño delos términos de Laín, Jerusa y Polan!... Díganmeluego que no da vueltas el mundo...

GREGORIA.- (Acentuando con un manojode judías.) ¿Oyes lo que te digo? Que tenemosque ampararle. Es nuestro deber.

VENANCIO.- (Filosofando con un tomateque coge de la cesta.) ¡Qué caídas y tropezones,Gregoria; qué caer los de arriba, y qué empi-narse los de abajo!... Claro, le ampararemos, lesocorreremos. Ha sido nuestro señor, nuestroamo; en su casa hemos comido, hemos trabaja-do... Con las migajas de su mesa hemos idoamasando nuestro pasar. (Levántase con airede protección.) Pues, sí: hay aquí cristianismo,delicadeza... (Coge otro tomate y admira subelleza y tamaño.) Estos son tomates, Grego-ria... Que venga el Cura refregándonos los su-

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yos por las narices... Pues, sí, mujer: me dalástima del buen D. Rodrigo.

GREGORIA.- (Contestando a la apologíadel tomate.) Pero las judías no granaron bien.(Mostrándolas.) Mira esto... También a mí meaflige ver tan caidito al señor Conde... Parececastigo... y si no castigo, enseñanza.

VENANCIO.- Castigo, has dicho bien. Todoello por no ser económico, y no pensar más queen darse la gran vida, sin mirar al día de maña-na. Ahí tienes el caso, Gregoria, y pónselo de-lante a los que le critican a uno por la econom-ía. En fiestas y viajes, en caballos y trenes, enconvitazos y otras mil vanidades, se le escurrie-ron al señor los bienes de la casa de Albrit, yparte de los de Laín, que eran de su madre. Lacasa venía empeñada de atrás, pues dicen lashistorias que ningún Conde de Albrit supoarreglarse. Mira por dónde las culpas de todoslas paga este desdichado. Ya ves, después quele dejan en cueros los acreedores, le falla el ne-

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gocio de América; luego le quita Dios el hijo, yse encuentra mi hombre al fin de la vida, mise-rable, enfermo, sin ningún cariño... Es triste,¿verdad?

GREGORIA.- Ahora caigo en que viene a vera sus nietas: sí, Venancio, anda en busca de unquerer que dé consuelo a su alma solitaria...

VENANCIO.- (Cogiendo de la cesta una be-renjena.) Puede ser... ¿Y qué tienes que decir deestas berenjenas?

GREGORIA.- No son malas... Lo que digo esque al señor Conde le atrae el calorcillo de lafamilia.

VENANCIO.- Pero ya verás: mi D. Rodrigo,buscando el agazajo, mete la mano en el nidal,y toca una cosa fría que resbala... ¡Ay! Es el cu-lebrón de la madre, es la extranjera, la malasombra de la familia, pues desde que el CondeD. Rafael casó con esa berganta, la casa empezó

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a hundirse... (Poniendo en el cesto la berenje-na con que acciona.) En fin, que en tomates yberenjenas no hay quien nos tosa... pero no sa-bemos qué vientos echan para acá al señorConde de Albrit.

GREGORIA.- Él nos lo dirá. Y si se lo calla,no callarán sus hechos. (Dando por terminadasu tarea, y pasando de la falda a un cesto lasjudías.) No te descuides, Gregoria; que vengapor lo que venga, tienes que prepararle unabuena mesa... Ya es un respiro que la extranjerano se meta en casa.

VENANCIO.- Y aunque viniera... Nuncaestá más de dos días o tres. Jerusa es muy chica,y esa necesita tierra ancha para zancajear a gus-to.

GREGORIA.- (Asaltada de una idea.) ¡Ay,Venancio de mi alma, lo que se me ocurre! ¡Nohaber caído en ello ni tú ni yo! ¿Apostamos aque Doña Lucrecia viene a llevarse sus niñas?

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VENANCIO.- (Permaneciendo largo ratocon la boca abierta.) Puede que aciertes... Yason grandecitas... mujercitas ya. Pues, mira, nosfastidia...

GREGORIA.- ¡Hijo de mi alma, cuándo noscaerá otra breva como esta!

VENANCIO.- (Paseándose meditabundo.)No es mucho lo que nos pasa cada trimestrepor cuidarlas y mantenerlas; pero algo es algo:rentita puntual, saneada... No, no: verás cómono se las lleva.

GREGORIA.- Ea, no nos devanemos los se-sos por adivinar hoy lo que sabremos mañana.(Dispónese a pasar a la casa.)

VENANCIO.- ¿Sabes tú quién nos lo va adecir? Pues Senén. Desde ayer está aquí.

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GREGORIA.- ¿Senén?... ¿El de la Coscoja?...Sí: las niñas me dijeron que le habían visto, yque está hecho un caballero.

VENANCIO.- Empleado público, funciona-rio, como quien dice, nada menos que en lasoficinas de Hacienda de Durante. Fue criado dela Condesa, que en premio de sus buenos servi-cios le ha dado credenciales, ascensos; en fin,que de un gaznápiro ha hecho un hombre.

GREGORIA.- Le protege, según dicen, por-que le servía de correveidile y de tapa-enredosen sus...

VENANCIO.- Chist... Cuidado... puede lle-gar... Le espero. Ha quedado en traerme noti-cias.

GREGORIA.- (Bajando la voz.) De tapaderaen sus trapisondas amorosas... Ello es quesiempre que nos visita la señora, recala Senén, yno la deja vivir con su pordioseo impertinente:

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que si la recomendación; que si la tarjeta al Jefe,que si la carta al Ministro, o al demonio coro-nado... Y como la tal Condesa es persona degrandes influencias, y trae a los personajes deallá cogidos por el morro...

VENANCIO.- Senén es listo, se cuela por elojo de una aguja. Pues me ha contado que doñaLucrecia salió de Madrid el 12, y que de aquíirá a visitar a los señores de Donesteve en susposesiones de Verola. Todo lo sabe el indino. Éles quien ha dicho al Alcalde que la señora llegahoy, y... ¡Ah, pues se me olvidaba lo mejor! Leharán un gran recibimiento, por los grandesbeneficios y mejoras que Jerusa le debe.

GREGORIA.- ¡Festejos! ¡Y aquí no sabíamosnada!... Y de esta visita del Conde, ¿tenía Senénconocimiento?

VENANCIO.- ¡Pues no! Como que se le hanrespingado las narices de tanto olfatear, de tan-to meterlas en todos los secreticos de la casa en

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que sirvió antes de andar en oficinas. Se carteacon marmitones y cocheros de la casa de Laín, yallí no vuela una mosca sin que él lo sepa.

GREGORIA.- (Alegre.) Pues ese, ese pachónde vidas ajenas nos ha de sacar de dudas.

VENANCIO.- Ya tarda... Me dijo que a lasdiez. Ha ido a telegrafiar al jefe de la estaciónde Laín, y al Alcalde de Polan...

GREGORIA.- (Mirando a la huerta.) Me pa-rece que está ahí... Alguien anda por la huertallamándote.

VENANCIO.- Él es... (Llama.) ¡Senén, Senén,chicooo...!

Escena II

GREGORIA, VENANCIO; SENÉN, de vein-tiocho años, más bien más que menos, vestidoa la moda, con afectada elegancia de plebeyo

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que ha querido cambiar rápidamente y sinestudio la grosería por las buenas formas. Suestatura es corta; sus facciones aniñadas, boni-tas en detalle, pero formando un conjuntoferozmente antipático. Pelito rizado; chapascarminosas en las mejillas; bigote rubio retor-cido en sortijilla. Lucha por su existencia en elterreno de la intriga, olfateando las ocasionesventajosas y utilizando la protección y grati-tud de las personas a quienes ha prestado ser-vicios de ínfima calidad, sobre los cualesguarda cuidadoso secreto. Ya no se acuerda decuando andaba descalzo y harapiento por lasmal empedradas calles de Jerusa. Nacido de laCoscoja, viuda pobre que adormecía sus pe-nas emborrachándose, Senén vivió de la cari-dad pública hasta que fue recogido por losCondes de Laín, que lo pusieron en la escuelay después le tomaron a su servicio. Fue pinchede cocina, escribiente, ayuda de cámara, hastaque su agudeza, reforzada por ardiente ambi-ción de dinero, le emancipó de la servidum-

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bre. En diversos trabajos y granjerías, hubo deprobar fortuna: viajante de comercio, corredorde vinos, administrador de periódicos, y porfin la Condesa le abrió los espacios de la Ad-ministración pública con un destinillo deHacienda, al que siguieron ascensos, comisio-nes y otras gangas. Compensa la cortedad desu inteligencia con su constancia y sagacidaden la adulación, su olfato de las oportunida-des, y su arte para el pordioseo de recomenda-ciones. Su egoísmo toma más bien formassolapadas que brutales, y para disimularlo, elinstinto, más que la voluntad, le sugiere laeconomía, y todo el ahorro compatible con ellucimiento y afeite de su persona. Guarda sudinero, y se apropia todo lo que sin peligropuede apropiarse. En lo que no es ostensible,o sea en el comer, gasta lo indispensable, re-servando casi todo su peculio para el coramvobis. Su vicio es la buena ropa, y su pasiónlas alhajas; lleva constantemente tres sortijasde piedras finas en el meñique de la mano

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izquierda, y al llegar a Jerusa ha sacado a relu-cir un alfiler de corbata, que es ¡ay!, la de-sazón de sus compatriotas de ambos sexos.

SENÉN.- Allá voy. Estaba mirando las pe-ras... (Entra en la terraza.) Hola, Gregoria; us-ted siempre tan famosa.

GREGORIA.- ¡Y tú qué guapo... y qué bienhueles, condenado! Estás hecho un príncipe.

SENÉN.- Hay que pintarla un poquillo, Gre-goria. Es uno esclavo de la posición.

VENANCIO.- (Impaciente.) Vengan prontoesas noticias.

SENÉN.- La Condesa llegará a Laín en eltren de las doce y cinco. He tenido un parte.(Mostrándolo.) Se lo he llevado al Alcalde, queno estaba seguro de la hora de llegada.

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GREGORIA.- Y D. José irá a esperarla en sucoche.

VENANCIO.- Claro.

SENÉN.- (Sentándose con indolencia. Secuida mucho de emplear un lenguaje muyfino.) Y el Municipio ¡oh!, le prepara un granrecibimiento, una ovación entusiasta.

GREGORIA.- ¡A tu ama!

SENÉN.- A la que fue mi ama. ¡Estaría bue-no que no se hicieran los honores debidos a lailustre señora; por cuya influencia ha obtenidoJerusa la estación telegráfica, la carretera deJorbes, amén de las dos condonaciones!

GREGORIA.- Puede que, si hay festejos,tengamos aquí a Doña Lucrecia más tiempo delque acostumbra.

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SENÉN.- Creo que no; está invitada a pasarunos días en Verola con los señores de Dones-teve.

VENANCIO.- ¿Y del Conde qué me dices?

SENÉN.- Que Su Excelencia debió llegar aLaín anoche, o esta mañana en el primer tren.De modo que no me explico... digo que no meexplico, mi querido Venancio, que no le tengasya en tu casa.

GREGORIA.- De fijo habrá ido a Polan a vi-sitar el sepulcro de su esposa, la Condesa Ade-laida.

VENANCIO.- Bueno, Senén. Tú que todo losabes... naturalmente, has vivido en la intimi-dad de la familia, conoces sus costumbres, lamanera de pensar de cada uno, sus discordias yzaragatas, dinos... ¿D. Rodrigo y su nuera seencontrarán aquí por casualidad, o es que...?

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SENÉN.- (Seguro, dándose importancia.)No: se han dado cita en Jerusa.

GREGORIA.- ¿Cómo es eso? ¿Y para qué secitan los que se aborrecen? ¿Qué hacen?

SENÉN.- Lo contrario de lo que hacen losque se aman. Los amantes se acarician; éstos semuerden.

VENANCIO.- Vamos, es al modo de un de-safío... Dicen: «en tal parte, a tal hora, nos jun-tamos para rompernos el bautismo.»

GREGORIA.- Será que el señor Conde, queno ha visto a su nuera desde que él embarcópara el Perú, querrá ajustar con ella algunacuenta...

VENANCIO.- De interés, o de cosas tocantesal honor de la familia, pues para nadie es unsecreto... no te enfades, Senenillo... que tu pro-

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tectora la señora Condesa... En fin, no está bienque yo repita...

SENÉN.- Sí, que el repetir es cosa fea. ¿Quéles importa a ustedes, ni qué me importa a mí,que el señor conde de Albrit y su nuera la Con-desa viuda de Laín se peleen, se arañen y setiren de los pelos por un pedacito así de honra,o por un pedazo grande...? Pongamos que espedazo de honra tan grande como esta casa.

VENANCIO.- Tiene razón Senén. Haiga vir-tud o no la haiga, nada nos dan ni nada nos qui-tan.

SENÉN.- Yo no sé sino que el viejo Albrit,que hasta ahora, desde la muerte de su hijo, nose ha movido de Valencia, escribió a la Conde-sa...

VENANCIO.- (Riendo.) Pidiéndole dinero.

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SENÉN.- Hombre, no: le proponía una en-trevista para tratar de asuntos graves...

GREGORIA.- De asuntos de familia. Y comola Condesa no quiere altercados en Madrid,porque allí puede haber escándalo, y se enteratodo el mundo, y hasta lo sacan los papeles, leha citado en este rincón de Jerusa, donde sólovivimos cuatro papanatas, y si hay zipizapeaquí se queda, y la ropa sucia en casita se lava.¿Qué tal, señor cortesano, entiendo yo a migente?

VENANCIO.- Di que no es lista mi mujer.

SENÉN.- (Risueño y galante.) Sabe griego ylatín. ¡Vaya un talento! Y para acabar de gran-jearse mi estimación me va a traer un vasito decerveza. Estoy abrasado.

GREGORIA.- Ahora mismo: hubiéraslo di-cho antes. (Entra a la casa, llevándose las hor-talizas.)

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VENANCIO.- Y tú, rey de las hormigas,¿qué pretendes ahora de tu ama? ¿Otro ascen-so, una plaza mejor?

SENÉN.- Quiero adelantar, salir de esta mi-seria de la nómina, del triste jornal que el Go-bierno nos da por aburrirnos, y aburrir al paísque paga.

VENANCIO.- Picas alto. Digan lo que quie-ran, chico, tú tienes mucho mérito. Yo te vi salirdel lodo.

SENÉN.- Y me verás subir, subir... El lodo,créeme, es un gran trampolín para dar el salto.

GREGORIA.- (Que vuelve con la cerveza ycopas, y les sirve.) Dime, Senenillo, ¿y para tusmedros, no te agarras también a los faldonesdel señor Conde?

SENÉN.- Albrit no tiene una peseta, y nadiele hace caso ya.

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VENANCIO.- Ese roble ya no da sombra, ysólo sirve para leña.

GREGORIA.- (Que sentándose entre los dosbebedores de cerveza, acaricia a SENÉN.) Va-mos a ver, hijo, ¿por qué no nos cuentas el porqué y el cómo de que tan mal se quieran laCondesa viuda y el abuelo? Tú lo sabes todo.

VENANCIO.- Vaya si lo sabe; pero nomuerde el gosque a quien le da de comer.(SENÉN paladea la cerveza, dándose aires demadrileño, y calla.)

GREGORIA.- Ya lo ves: callado como un be-sugo. Dinos otra cosa. Será cuento todo eso quese dice de tu señora... Es cuento, ¿verdad?

SENÉN.- (Enfático.) Me permitiréis, queri-dos amigos, que no hable mal de mi bienhecho-ra. Os diré tan sólo que es un corazón tierno yuna voluntad generosa y franca hasta dejárselode sobra. No le pidáis gazmoñerías, eso no. Es

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mujer de muchísimo desahogo... Compadece alos desgraciados y consuela a los afligidos. Ycomo persona de instrucción, no hay otra: hablacuatro lenguas, y en todas ellas sabe decir cosasque encantan y enamoran.

VENANCIO.- Todas esas lenguas, y másque supiera, no bastan para contar los horroresque acerca de ella corren en castellano neto.

SENÉN.- (Endilgando sabidurías queaprendió en los cafés.) ¡Horrores!... No hagáiscaso. La honradez y la no honradez, señoresmíos, son cosas tan elásticas, que cada país ycada civilización... cada civilización, digo, lasaprecia de distinto modo. Pretendéis que lamoralidad sea la misma en los pueblos patriar-cales, digamos primitivos; como esta pobreJerusa, y los grandes centros... ¿Habéis vividovosotros en los grandes centros?

VENANCIO.- Ni falta.

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SENÉN.- Pues en los grandes centros veríaisotro mundo, otras ideas, otra moralidad. LaCondesa Lucrecia no es una mujer: es una da-ma, una gran señora. ¿Qué? ¿Que le gusta di-vertirse? Cierto que sí; se divierte por la noche,por la mañana y por la tarde... No, no me saqu-éis el Cristo de la moralidad. Yo os digo, y lopruebo, que es cosa esencial en las sociedadesque las damas se diviertan; porque del divertir-se damas y galanes viene el lujo, que es cosamuy buena... (Riendo del asombro de sus in-terlocutores.) Ya... papanatas; creéis que es ma-lo el lujo... Vivís en Babia. Pues os digo, y lopruebo, que el lujo es lo que sostiene la indus-tria... la industria de los grandes centros, por lacual y con la cual, lo pruebo, come todo elmundo. Reasumiendo: que si hubiera moralidad,tal y como vosotros la entendéis, la gente no sedivertiría, y sin diversiones, no tendríamos lujo,y por ende, no habría industrias: la mitad de losque hoy comen se morirían de hambre, y la otramitad mascarían tronchos de berzas.

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VENANCIO.- Vaya que eres parlanchín, yentiendes la aguja de marear.

GREGORIA.- (Imitando, sin saberlo, a lasbrujas de Macbeth.) ¡Senén, tú serás ministro!

SENÉN.- ¿Ministro yo? No, no: mi ambición,como nacida del lodo, no quiere viento, sinobarro, barro substancioso que amasar. Mis ten-dencias son a lo positivo; tiendo a ganar dinero,mucho dinero. No me conformo con un sueldomás o menos cuantioso; ambiciono más; ambi-ciono el trabajo libre...

GREGORIA.- Manos libres, quieres decir.

VENANCIO.- (Da un cigarro a SENÉN, yfuman los dos.) Lo que tú buscas, tunante, esuna dote; andas a la husma de una rica herede-ra.

GREGORIA.- Por eso vistes tan elegantito, yte quitas el pan de la boca para comprarte tra-

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pos... Por eso gastas anillos, y te echas esenciaen el pañuelo. Vaya, que hueles bien. (Oliéndo-le.) ¿Qué es eso? ¿Heliotropo?

SENÉN.- (Reventando de fatuidad.) Es miperfume favorito... Pues no he pensado en ca-sarme, y lo pruebo. Claro, si se me presentaseuna buena ganga matrimonial, no la desperdi-ciaría. Estamos a la que salta.

GREGORIA.- Por un camino o por otro, hasde ser rico.

VENANCIO.- A trabajar, se ha dicho. En lacorte hay mil maneras de afanar el garbanzo.

GREGORIA.- Allí donde hay bambolla, de-rroche, y donde los ricos por su casa gastan,según dicen, más de lo que tienen, el pobreallegador, económico y despabilado como tú,sabe encontrar piltrafa. Ahí tienes el caso delseñor Conde. Toda su riqueza se ha repartido

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entre muchos que andaban quizás con los co-dos al aire.

VENANCIO.- Prestamistas, curiales, cuer-vos y buitres, y todos los golosos de carnemuerta.

SENÉN.- (Desdeñoso.) Mal fin ha tenido elprócer. Vaya usted preparando, Gregoria, lasbuenas calderadas de patatas, las sopitas deleche, para que se acostumbre a la frugalidad, yolvide sus hábitos gastronómicos.

GREGORIA.- No, no: lo que es hoy, al me-nos, si viene, tengo que prepararle una buenacomida.

VENANCIO.- Como se entretenga en Polany no coja el coche que ha salido de allí a lasdiez, no vendrá hasta mañana.

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SENÉN.- Me inclino a creer que le veremosvenir en carreta, porque el buen señor padecetal tronitis, que no tendrá para el coche.

GREGORIA.- No exageres... Esos noblesarrumbados siempre guardan algo para susúltimas, y también te digo que suelen encontraralgún tonto que les alimente los vicios.

SENÉN.- Albrit no tiene más vicios que larabia de verse pobre, y el orgullo de casta, quese le ha recrudecido con la pobreza.

GREGORIA.- (Intranquila.) Dime, Senén, ¿yal señor Conde no le dará la ventolera de qui-tarnos las niñas?

SENÉN.- ¿Para qué?... ¿Y a dónde las lleva?

VENANCIO.- A un colegio de Francia.

SENÉN.- No temáis perder esta ganga. ElConde no tiene con qué pagarles un buen cole-gio, y la mamá no está por esos gastos, que de-

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jarían indotado su presupuesto. Todo es pocopara ella. Además, la presencia de las niñas ensociedad junto a ella, la envejece. Su obsesión esser joven, o parecerlo.

VENANCIO.- Su... ¿qué has dicho? ¡Vayaunas palabras finas que te traes!

GREGORIA.- (Incomodándose.) Pero ya soncreciditas, jinojo... Algún día tiene que presen-tarlas en la corte, casarlas...

SENÉN.- ¿Casarlas? Dificilillo es... y lopruebo.

GREGORIA.- ¿Cómo no, si son tan monas?

SENÉN.- Les concedo el buen palmito. Perocualquiera carga con ellas, educadas en la ño-ñería, con hábitos y maneras de pueblo, y, porañadidura, pobres..., porque la Condesa estádando aire a la fortuna, y cuando toquen a li-quidar no habrá más que pagarés vencidos,

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cuentas no liquidadas, y el diluvio... Ya lo dijoLuis XV (estropeando el francés): Apré muá, lediluch.

GREGORIA.- (Incomodándose más.) Lamadre será lo que quieran: una feróstica, unapúa extranjera; pero Dorotea y Leonor a ella nosalen, digo que no salen... y lo pruebo también.

VENANCIO.- Son buenísimas, aunque algotraviesas; almas puras, ángeles de Dios, comodice D. Carmelo.

GREGORIA.- Créelo, Senén; las quiero comosi fueran mis hijas, y el día que se las lleven meha de costar algunas lágrimas.

SENÉN.- (Con impertinencia.) ¿Y de ins-trucción, qué tal?

VENANCIO.- Poca cosa les enseña D. Pío, elmaestro jubilado del pueblo. Sobre que él sabe

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poco, no tiene carácter, y las chicas le han to-mado por monigote para divertirse.

GREGORIA.- Todo el día se lo pasan enre-dando. Ya se ve: no están en su esfera, comodice Angulo, nuestro médico.

VENANCIO.- (Repitiendo una frase delDoctor.) Su institutriz es la Naturaleza, su ele-gancia, la libertad, su salón el bosque. Bailan alcompás de la mar con la orquesta del viento.

SENÉN.- (Que se levanta, recordando coninquietud algo que había olvidado.) ¡Buena lahemos hecho!

VENANCIO.- ¿Qué te pasa?

SENÉN.- Que con tanto charlar se me olvidóel encargo del señor Alcalde.

GREGORIA.- ¿Para nosotros?

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SENÉN.- Sí... ¡qué cabeza! Pues que inme-diatamente le llevéis las niñas, para que laCondesa las vea en cuanto llegue.

VENANCIO.- Es natural. Y comerán allí.

SENÉN.- ¿Están en casa?

GREGORIA.- De paseo andan por el bosque.(Mirando hacia la izquierda.) No las veo.

VENANCIO.- Correteando, y de juego enjuego, se habrán ido a media legua de Jerusa.

SENÉN.- ¿Y las dejáis andar solas por elbosque?

GREGORIA.- Solitas van. Todo el mundo lasrespeta.

VENANCIO.- Hay que ir corriendo a bus-carlas.

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SENÉN.- Si queréis, iré yo... ¿No saben to-davía que hoy viene su mamá?

GREGORIA.- No lo saben... ¡pobres hijas!

SENÉN.- Pues yo se lo diré, y las traeré pordelante, como un pavero de Navidad.

VENANCIO.- Las encontrarás, de fijo, bos-que arriba, en el sendero de Polan... Pero mira,chico, no les hagas la corte. Verdad que seríainútil...

SENÉN.- (Con ganas de irse pronto.) ¿Lacorte yo?... ¿Yo, este cura? ¡Señoritas que no vi-ven en su elemento y reúnen todo lo malo, orgu-llo y pobreza...!

GREGORIA.- Están verdes.

SENÉN.- Que las madure quien quiera.¿Decís que bosque adentro?...

VENANCIO.- Vete, y tráelas pronto.

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GREGORIA.- Vivo...(Viéndole partir.) ¡Vayaun pájaro!

VENANCIO.- ¡Vaya un peje!

Escena III

Bosque en las inmediaciones de Jerusa,formado de corpulentos robles, hayas y enci-nas. Lo atraviesa un tortuoso sendero, dondese ven los surcos trazados por los carros delpaís. Por el Norte, formidable cantil de roca yconglomerado, en cuyos cimientos baten lasolas del mar; al Sur cierra el paisaje la espesu-ra de la vegetación; hacia el Oeste serpentea yse subdivide el sendero, atravesando algunascalvas y espesos matorrales.

LEONOR y DOROTEA, niñas de quince ycatorce años respectivamente, lindas, gracio-sas, de tipo aristocrático, la tez bronceada porel aire marino y el sol. Son negros sus ojos,

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rasgados, melancólicos; negro también su ca-bello, peinado al descuido en moño alto. Se loadornan con flores silvestres, que van clavan-do en él como se clavan los alfileres en unacerico. La diferencia de edad, un año y me-ses, apenas en ellas se distingue, y por geme-las las tienen muchos, viendo la semejanza desus rostros, y la igualdad del talle y estatura.Son ágiles, corretonas, traviesas; dos diablillosencantadores. Visten, con sencillez graciosa yelegancia no aprendida, trajecitos claros, cor-tados y cosidos en Jerusa. La modestia da másrealce a su gentileza vivaracha, y les imprimecierta gravedad dulce cuando están quietas.Desde la niñez, su madre, irlandesa, las nom-braba con los diminutivos ingleses NELL yDOLLY, y estos nombres exóticos prevalecie-ron en Madrid como en Jerusa. Las acompañay juega y brinca con ellas un perrito canelo, depelo largo y fino, hocico muy inteligente, raboque parece un abanico. Atiende por Capitán.

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DOLLY.- Estoy cansada; yo me siento. (Serecuesta en el tronco de un roble.)

NELL.- Estoy entumecida; yo quiero correr.(Disparándose en carrera circular, vuelve alpunto de partida.)

DOLLY.- (Mirando a la copa del árbol.)¡Qué gusto poder subir y posarse en una ra-ma!... ¡Nell!

NELL.- ¿Qué quieres?

DOLLY.- Decirte una cosa. ¿Qué te apuestasa que me subo a este árbol?

NELL.- Te desgarrarás el vestido...

DOLLY.- Lo coseré... sé coser tan bien comotú... ¿A que me subo?

NELL.- No está bien. Nos tomarían por chi-quillas de pueblo.

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DOLLY.- (Que suspendiéndose de una ra-ma, se balancea.) Pues ser chiquilla de pueblo oparecerlo, ¿crees tú que me importa algo? Di-me, Nell, ¿andarías tú descalza?

NELL.- Yo no.

DOLLY.- Yo sí. Y me reiría de los zapateros.(Viendo que NELL se sienta y saca un librito.)¿Qué haces?

NELL.- Quiero repasar mi lección de Histo-ria. Ya hemos corrido bastante; estudiemosahora un poquito. Acuérdate, Dolly: ayer, D.Pío te dijo que no sabes jota de Historia antiguani moderna, y en buenas formas te llamó burra.

DOLLY.- Burro él... Yo sé una cosa mejorque él: sé que no sé nada, y D. Pío no sabe queno sabe ni pizca.

NELL.- Eso es verdad... Pero debemos estu-diar algo, aunque no sea más que por ver la

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cara que pone el maestrillo cuando le respon-damos bien. Es un alma de Dios.

DOLLY.- Mejor la pone cuando le damos al-guna golosina, de las que guardamos para Ca-pitán.

NELL.- Anda, ven; estudiemos un poquito.¿Sabes que es un lío tremendo esto de los Reyesgodos?

DOLLY.- El demonio cargue con ellos. Sonciento y la madre... y con unos nombres quepican como las zarzas, cuando una quieremetérselos en la memoria.

NELL.- Ninguno tan antipático y majaderocomo este señor de Mauregato.

DOLLY.- ¡Valiente bruto!

NELL.- Nada: que tenían que echarle ciendoncellas por año para desenfadarle.

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DOLLY.- Para desengrasar, como dice D.Carmelo.

NELL.- La verdad es que la Historia nos traeacá mil chismes y enredos que no nos importannada.

DOLLY.- (Siéntase junto a su hermana. Elperro se echa entre las dos.) Figúrate qué ten-dremos que ver nosotras con que hubiera unseñor que se llamaba Julio César, muy vivo degenio... Ni qué nos va ni nos viene con que lematara otro caballero, cuyo nombre de pila eraBruto... ¿A mí qué me cuenta usted, señora His-toria?

NELL.- Pero, hija, la ilustración... ¿A ti no tegustaría ser ilustrada?

DOLLY.- (Acariciando al perrito.) Ilústratetú también, Capitán. La verdad: me carga lailustración desde que he visto que también seha hecho ilustrado Senén. ¿Te acuerdas de

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cuando estuvo aquí hace dos meses, creyendoque venía mamá?

NELL.- Sí: a cada instante sacaba la EdadMedia, y qué sé yo qué.

DOLLY.- ¡Qué tendremos nosotras que vercon las edades medias o partidas!... Y el mejordía nos salen con que a Cleopatra le dolían lasmuelas.

NELL.- O que a Doña Urraca le salieron sa-bañones.

DOLLY.- Pero, en fin, nos ilustraremos algo,puesto que mamá, en todas sus cartas, nosmanda que aprendamos, que seamos aplicadi-tas.

NELL.- Mamá nos idolatra; pero no nos lle-va consigo. (Con tristeza.) ¿Por qué será esto?

DOLLY.- Porque, porque... Ya nos lo ha di-cho. Como nos criamos tan raquíticas, quiere

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que engordemos con los aires del campo. Yasabe mamá lo que hace.

NELL.- Mamá es muy buena. Pero que ven-ga al campo con nosotras a robustecerse tam-bién.

DOLLY.- Tonta, ¿no le oíste que se espantade engordar, y que lo que quiere ahora es en-flaquecer?

NELL.- Gorda o flaca, mamá es guapísima.

DOLLY.- Sí que lo es... Ya nos llevará consi-go cuando seamos mayores. Yo no tengo prisa.

NELL.- (Rayando la tierra con un dedito.)Como prisa, yo tampoco.

DOLLY.- Me gusta el campo.

NELL.- Y la soledad, ¡qué me gusta!

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DOLLY.- En la soledad piensa una mejorque entre personas.

NELL.- ¡Y esta libertad...!

DOLLY.- (Poniendo en dos patas al perrito.)Yo te digo una cosa: creo que cuanto más salva-jes, más felices somos.

NELL.- Eso no: la civilización, Dolly...

DOLLY.- Me carga la civilización desde queoigo hablar tanto de ella a nuestro amigo elAlcalde, que se ha hecho rico y personaje fabri-cando fideos.

NELL.- (Mordiendo el palo de una floreci-ta.) Salvaje no quiero yo ser... ni civilizada aestilo de D. José Monedero. También te digoque dentro de la civilización puede existir lasoledad que tanto me agrada. ¿A ti no se te haocurrido alguna vez ser monjita?

DOLLY.- ¡Ay, no! Nunca he pensado en eso.

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NELL.- Yo sí, sobre todo cuando nos llevan amisa a las Dominicas. ¡Qué iglesita más mona ymás sosegada! Me figuro yo que de aquellasrejas para dentro hay una paz, una tranquili-dad...

DOLLY.- (Recogiendo piedrecitas.) La reli-gión es cosa bonita... lo mejor entre lo bueno. Elrezar consuela... Pero eso de estar siempre re-zando, siempre, siempre... francamente, hija... Ymetida entre rejas, como están las monjas, nives árboles, ni ves flores...

NELL.- Tonta, si tienen huertas y jardines...

DOLLY.- Pero no ves el mar.

NELL.- ¡Bah!... Veo a Dios, que es más gran-de.

DOLLY.- ¡Si Dios está en todas partes! ¿Cre-es que no está también aquí, oyendo todo loque decimos?

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NELL.- Pero no le vemos ni le oímos noso-tras.

DOLLY.- Hay que mirar bien, Nell, y escu-char callandito. (Pausa. Las dos, silenciosas yun tanto sobrecogidas, exploran con lento mi-rar el horizonte, mar y cielo, y la sombría es-pesura del bosque.)

NELL.- ¿Qué oyes?

DOLLY.- Como un aliento muy grande. ¿Ytú, qué ves?

NELL.- Como una mirada grandísima. (Otrapausa larga. Bruscamente, como quien vuelvesobre sí, se incorpora.) Pero se nos va el tiempocharlando, y no hemos estudiado ni una letra.

DOLLY.- ¡Está el día tan hermoso!

NELL.- Salimos con ganas de leer. Tú dijisteque estudiaríamos en el campo mejor que encasa.

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DOLLY.- Porque allí nos molestaban los be-rridos de Venancio.

NELL.- (Repitiendo una frase de su maes-tro.) ¡Sus, valientes, y a los libros! (Dando a suhermana el manualito de Historia.) Mira, leesen alta voz, y así nos enteramos las dos a untiempo.

DOLLY.- (Toma el libro y levántase de unbrinco.) Dame acá. ¿Sabes lo que se me ocurre?Que conviene que se instruyan también lospájaros... Toda la ciencia no ha de ser para no-sotras. (Lanzando el libro a los aires con fuerteimpulso.)

NELL.- ¿Qué haces, tonta? (El libro, abiertoen el aire y dando al viento sus hojas, describeuna curva, y se detiene al fin en una rama deencina, como pájaro que se posa.)

DOLLY.- Ya lo ves. (El perro se entrega altrajín inocente de cazar moscas.)

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NELL.- ¡Buena la has hecho! ¿Y cómo lo co-gemos ahora?

DOLLY.- De ninguna manera. Los pájaros seenterarán ahora de lo que hicieron D. AlejandroMagno, el señor de Atila y el moro Muza.

NELL.- (Riendo.) ¡Si a los pajaritos todo esoles tiene sin cuidado!

DOLLY.- Como a mí.

NELL.- ¡Vaya un compromiso! ¡Si pasara porahí un chiquillo que se subiera a cogerlo!

DOLLY.- Me subiré yo. (Disponiéndose aencaramarse en la encina.)

NELL.- (Tirándola de la falda.) No, no, quete desnucas.

DOLLY.- Espérate; le tiraré piedras a ver sise atonta y cae. (Hace lo que dice.)

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NELL.- Hay viento... Puede que vuele el li-bro.

DOLLY.- ¡Ay, no, que es muy pesado! (Ti-rando piedras.) A mí, bribón; baja, ven acá. (Elperro cree de su obligación ladrar fuertementeal libro para que baje.)

NELL.- (Sintiendo pasos.) Basta, Dolly. Vie-ne gente... ¡Qué vergüenza! Te tomarán por unadesarrapada del pueblo.

DOLLY.- ¿Y qué me importa?

NELL.- Que te estés quieta. (Mirando a lolargo del sendero.) Aquí viene un señor, unhombre... por el camino que baja de Polan,¿ves?... Mira. (Aparece por entre los robles elCONDE DE ALBRIT, con lento paso.)

DOLLY.- No le veo.

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NELL.- Mírale... Se ha parado al vernos, yallí le tienes como una estatua. No nos quita losojos...

Escena IV

NELL y DOLLY, DON RODRIGO DEARISTA-POTESTAD, CONDE DE ALBRIT,MARQUÉS DE LOS BAZTANES, SEÑOR DEJERUSA Y DE POLAN, GRANDE DE ESPA-ÑA, etc. Es un hermoso y noble anciano deluenga barba blanca y corpulenta figura, lige-ramente encorvado. Viste buena ropa de viaje,muy usada; calza gruesos zapatones y se apo-ya en garrote nudoso. Revela en su empaquela desdichada ruina y acabamiento de unapersonalidad ilustre.

NELL.- (Observándole medrosa.) Es un po-bre viejo... ¿Por qué nos mira así? ¿Nos harádaño?

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DOLLY.- Parece el Santa Closs de los cuen-tos ingleses. Pero no trae saco a la espalda.

NELL.- ¿Sabes que tengo miedo, Dolly?

DOLLY.- Yo también. ¿Será un mendigo?

NELL.- Si tuviéramos cuartos, se los daría-mos... ¡Ay, no se mueve!...

DOLLY.- Y ahora, en nosotras clava losojos...

NELL.- (Palideciendo.) Parece que habla so-lo... ¡Qué miedo!

DOLLY.- (Trémula.) Y no pasa un alma. Sillamamos nadie nos oirá.

NELL.- No nos hará nada, creo yo.

DOLLY.- Lo mejor es hablarle.

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NELL.- Háblale tú... Dile: «Señor mendi-go...»

DOLLY.- Mendigo no es. Parece más bienuna persona decente mal trajeada. (Lánzase elperrillo con furiosos ladridos hacia el CON-DE.)

NELL.- Capitán, ven acá...

DOLLY.- ¡Ay, Nell, yo conozco esa cara!...

NELL.- Y yo también. Yo le he visto en al-guna parte... ¡Ay, ay! (Se juntan las dos, comopara protegerse mutuamente.) Ahora se ade-lanta...Nos hace señas...

DOLLY.- Parece que llora. ¡Pobre señor!...

EL CONDE.- (Con voz grave, avanzando.)Preciosas niñas, no me tengáis miedo. ¿SoisLeonor y Dorotea?

NELL.- Sí, señor: así nos llamamos.

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EL CONDE.- (Llegándose a ellas.) Puesabrazadme. Soy vuestro abuelo. ¿No me co-nocéis? ¡Ay! Han pasado algunos años desdeque me visteis por última vez. Erais entonceschiquitinas, y tan monas... Me volvíais loco convuestra gracia, con vuestra donosura angeli-cal... (Las abraza, las besa en la frente.)

DOLLY.- ¡Abuelito!

NELL.- Yo decía: le conozco.

DOLLY.- Por el retrato te conocemos.

EL CONDE.- Y yo a vosotras por la voz. Nosé qué hay en el timbre de vuestras vocecitasque me remueve toda el alma. ¿Y cómo es quelos dos sonidos me parecen uno solo? Dejadmeque os mire bien: ¿serán iguales vuestras caritascomo lo son vuestras voces?... No, no puedoveros bien, hijas de mi alma. Estoy casi ciego.Vamos, sigamos hacia Jerusa. (Capitán abre lamarcha.)

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NELL.- ¡Qué sorpresa tan agradable, abueli-to! Pues, mira, te tuvimos miedo.

EL CONDE.- ¿Miedo a mí, que os adoro?

DOLLY.- Senén nos dijo anoche que venías;pero no creíamos que llegases tan pronto.

NELL.- ¿Y cómo no has venido en el coche?

EL CONDE.- Me molesta horriblemente eltraqueteo de ese armatoste... y el venir prensa-do entre otras personas groseras y estúpidas...No, no... He preferido venirme a pie, sin máscompañía que la de este palo, que me ha rega-lado un pastor de mis tiempos, a quien en-contré en Polan. ¡Figuraos si será viejo el hom-bre! Era yo un niño, y él un mocetón como uncastillo que me llevaba a la pela por estos mon-tes...

NELL.- ¿Pero vienes de Polan?

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EL CONDE.- Allí pasé la noche, en la cabañade Martín Paz... Luego me he venido pasito apaso por el filo del cantil, recordando mistiempos. ¡Ah!, todos los caminos y veredas deeste país me conocen; conócenme las breñas, lasrocas, los árboles... Hasta los pájaros creo queson los mismos de mi niñez... Esta hermosaNaturaleza fue mi nodriza. No podréis com-prender, niñas inocentes que empezáis a vivir,cuán grato, y cuán triste al mismo tiempo espara mí recorrer estos sitios, ni cuánto padezcoy gozo haciendo revivir a mi paso cosas y per-sonas! Todo lo que me rodea paréceme a míque me ve y me reconoce... y que desde el margrande al insecto casi invisible, todo cuantoaquí vive, se queda en suspenso... no sé cómodecirlo... se para y mira... para ver pasar al des-dichado Conde de Albrit. (Las dos niñas suspi-ran.)

DOLLY.- Apóyate en mi brazo, abuelito.

NELL.- En el mío.

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EL CONDE.- En los dos... Una por cada la-do. Así... Me lleváis como en volandas.

Escena V

NELL, DOLLY; el CONDE; SENÉN, que hapresenciado de lejos, oculto tras un árbol, el

encuentro del abuelo y sus nietas.

SENÉN.- ¡Qué estropeado y qué caído está elviejo león de Albrit!... Hoy por hoy, no me con-viene malquistarme con él. Nunca se sabe dequé cuadrante sopla la suerte. (Viendo avanzarel grupo, se adelanta sombrero en mano.) Se-ñor Conde, bien venido sea, mil veces bien ve-nido, a la tierra de sus mayores. ¡Qué hermosafigura hace Vuecencia en medio de estos dosángeles!

EL CONDE.- (Parándose.) ¿Quién me habla?

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NELL.- Es Senén, papá.

DOLLY.- ¿No te acuerdas?

SENÉN.- Senén Corchado, señor, el quefue... no me avergüenzo de decirlo.... criado delseñor Conde de Laín.

EL CONDE.- ¡Ah, lacayo! (Con súbita cóle-ra, requiriendo el garrote.) ¿Vienes a que te dédos palos?

SENÉN.- (Retirándose.) ¡Señor...!

NELL.- Abuelito, ¿qué haces?

DOLLY.- ¡Si es de casa, si es nuestro amigo!

EL CONDE.- (Reportándose.) Perdonadme,niñas queridas... he confundido sin duda... Y tú,Séneca, Cenón, o como quiera que te llames,perdóname también... te he tomado por otro.Pensé que eras tú el infame que se permitió

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decirme... Ven acá, dame la mano. Tengo elgenio poco sufrido...

SENÉN.- (Dándole la mano.) Siempre fue lomismo Vuecencia.

EL CONDE.- Luego, esta continua disminu-ción de mi vista no me permite distinguir a losbribones de las personas honradas. La ceguerame hace irascible... ¿Y qué tal? Ya recuerdo queme hablaron de ti: sé que estás hecho un hom-bre.

SENÉN.- (Con falsa humildad.) Aunque meiba muy bien en casa del señor Conde de Laín,me dio por abandonar la servidumbre y traba-jar en cualquiera industria o negocio...

EL CONDE.- Muy bien pensado. Así sehacen los hombres. ¿Y qué eres ahora? ¿Zapate-ro?

SENÉN.- Señor, no.

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NELL.- Papá, si es empleado.

DOLLY.- Empleado de Hacienda con tantosmiles de sueldo.

EL CONDE.- Vamos, que tú querías ganardinero a todo trance... El dinero lo ganan,Senén, todos aquellos que con paciencia y finaobservación van detrás de los que lo pierden:fíjate en esto.

SENÉN.- (Inflándose.) La señora Condesame consiguió un destinito...

NELL.- Mamá le ha protegido y le protege,porque es buen muchacho...

EL CONDE.- La Condesa es una gran poten-cia. Nadie le niega nada. Ya sabes tú, picaruelo,a qué aldabones te agarras.

DOLLY.- Aquí donde le ves, papá, es la eco-nomía andando, y mira por su ropa como unamujer.

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EL CONDE.- Séneca, digo Senén, tú pitarás.Y ahora, ¿estás aquí con licencia?

SENÉN.- He venido de Durante para tenerel honor de saludar al señor Conde de Albrit ya la señora Condesa de Laín, que también debede llegar hoy.

NELL.- ¡Que viene mamá! (Despréndenselas dos de los brazos de su abuelo, y saltangozosas.)

DOLLY.- ¡Jesús, qué alegría!

NELL.- Pues no sabíamos nada. ¿Lo sabíastú, abuelito?

EL CONDE.- (Pensativo.) Sí.

DOLLY.- (Volviendo a coger el brazo deALBRIT.) Vamos aprisita.

NELL.- (Inquieta.) Tenemos que arreglar-nos.

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SENÉN.- Las señoritas han de ir al hotel delseñor Alcalde, a esperar a su mamá.

NELL.- ¿Pero va mamá a casa del Alcalde?

DOLLY.- ¿Por qué no viene a la Pardina connosotros, con abuelito? (SENÉN se encoge dehombros.)

EL CONDE.- La Pardina no le parecerá a tumamá bastante cómoda... En fin, no quiero queos detengáis por mí... Vamos, hijas mías.

NELL.- ¡Ah! Se me olvidaba... Amigo Senén,¿querrías hacernos un favor?

SENÉN.- Todo lo que las señoritas quieran.¿Qué es?

NELL.- Subirse a aquel árbol a coger la His-toria.

EL CONDE.- ¡A coger la Historia!

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DOLLY.- El pícaro libro, que se echó a volar.

NELL.- Jugando, lo tiramos al aire.

EL CONDE.- (Gozoso.) Comprendo, sí... Es-tudiáis mirando al cielo... Senén, intrépidoSenén, sube pronto, hijo... Anda, que cuandoeras muchacho ya treparías más de una vezpara coger nidos.

SENÉN.- (Disimulando su disgusto, se qui-ta la americana.) Allá voy.

NELL.- Ten cuidado no se te rompa el traje.

SENÉN.- Que es nuevo... ya lo ven.

DOLLY.- ¡Vaya un alfiler de corbata que tetraes!... Por Dios, no te caigas.

EL CONDE.- No temáis: éste sabe subir yagarrarse bien. Si cae, será porque le tiene cuen-ta.

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SENÉN.- Por ahora, señor Conde, me tienemás cuenta apoyarme bien en las ramas fuer-tes... Ajajá... Ya te cojo, Historia maldita.

DOLLY.- Bájate pronto... (DesciendeSENÉN a las ramas bajas, y se tira de un salto.)

NELL.- (Cogiendo el libro.) Dios te lo pa-gue. Vaya, sigamos.

DOLLY.- ¿No quiere el abuelito entrar por elpueblo?

EL CONDE.- No, no: vamos por el atajo, quenos lleva directamente a la Pardina sin pasar lascalles de Jerusa. No quiero ver gente, y menosjerusanos.

SENÉN.- (Poniéndose la americana.)¡Lástima no haber sabido antes que venía elseñor Conde! El pueblo le habría preparado unbuen recibimiento.

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EL CONDE.- (Con desdén.) ¿A mí?... ¿A míJerusa?... Brrr...

SENÉN.- Habría salido la música, el orfeón...No faltaría el arquito de ramaje, y luego lunchen la Casa Consistorial.

EL CONDE.- Veo que eres un cursi tremen-do. Conozco esos homenajes, que en otro tiem-po, cuando los merecía y estaba en disposiciónde recibirlos, me halagaban, sí. Hoy me haríanel efecto de una burla cruel. Antes de verme tanviejo y tan pobre como ahora, tuve ocasión deapreciar la villana ingratitud de mis compatrio-tas los habitantes del señorío de Jerusa. (Se de-tiene y suspira.) Veinte años ha, la última vezque aquí estuve, los colonos que habían llegadoa ser ¡Dios sabe cómo! propietarios de mis tie-rras, los señoritingos nacidos de mis cocineras,o engendrados por mis mozos de cuadra, merecibieron con frío desdén, que me llenó detristeza y amargura. Dijéronme que la villa sehabía civilizado. Era una civilización improvi-

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sada y postiza, como la levita que compra elpatán en un bazar de ropas hechas.

NELL.- Papaíto, no olvida tu pueblo los be-neficios que de ti ha recibido.

DOLLY.- No los olvida, no. La calle princi-pal de Jerusa se llama de Potestad.

NELL.- La fuente de los cinco caños, junto ala iglesia, se llama del Buen Conde.

EL CONDE.- Sí, Sí, mi abuelo paterno. His-toria, cosas pasadas, que sólo dejan tras sí unletrero, una inscripción... Todo se borra, ¡ay!aun las piedras escritas. Cuando la roña y elmusgo las empuercan, y se han criado en ellascien generaciones de arañas y lagartijas, vieneel progreso, y las manda picar para escribir otracosa... o aprovecharlas en una alcantarilla. Nome quejo, no. Ese es el mundo. Rodamos todoshacia lo infinito.

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SENÉN.- (Enfáticamente.) Jerusa, por másque digan, no puede olvidar que debe su exis-tencia a los Albrit de la Edad Media.

EL CONDE.- (Meditabundo.) Y a mis abue-los y a mí todo lo que en ella es de algún valor.La casa Ayuntamiento, que era el primitivopalacio de los Condes de Laín, fue donada porD. Martín de Potestad, capitán de las galeras deNápoles. La calzada de Verola y el puente so-bre el río Caudo, obra fue de mi madre. Miabuelo materno hizo el hospital y la casa-cuna;y yo traje las aguas riquísimas de Santaorra;levanté el muro de contención que defiende alpueblo de las avenidas del Caudo; fundé y dotéla Hermandad de Pescadores, haciéndolesademás una dársena para abrigo de sus lan-chas; repoblé el monte comunal... sin contarotras mejoras de que ya no me acuerdo. ¿Ycómo pagaron mis paisanos tantos beneficios?Pues cuando me vieron mal de intereses, recar-gaban horrorosamente mis propiedades en to-

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dos los repartos de contribución para obligar-me a vendérselas... Y lo conseguían... En susmanos rapaces está todo.

NELL.- Abuelito, no pienses cosas tristes.

DOLLY.- ¿No estás alegre de vernos y de te-nernos a tu lado?

EL CONDE.- (Deteniéndose para abrazarlasy besarlas con efusión.) Sí, sí, ángeles inocen-tes. Soy feliz con vosotras, y lo demás nada meimporta.

SENÉN.- (Con malicia indiscreta, que resul-ta más antipática por lo pedantesco de la ex-presión.) Y de que no seríamos justos achacan-do a Jerusa el pecado de la ingratitud, tenemoshoy una prueba elocuente, señor Conde, por-que, sabida con antelación la llegada de la se-ñora Condesa de Laín, se le prepara un recibi-miento entusiasta, cual corresponde a quien tangrande fomento ha dado a los intereses mate-

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riales y morales de esta villa. Saldrá el Alcaldea la estación...

EL CONDE.- Y se dispararán cohetes. Todoeso está muy en carácter.

NELL.- (Impaciente.) ¡Cohetes, música...!Vamos, vamos pronto.

DOLLY.- Abuelito, por aquí, si quieres quevayamos derechos a la Pardina.

EL CONDE.- ¿Estamos ya en la loma quellaman la Asomada?

SENÉN.- Sí, señor: de aquí se ve toda la vi-lla; y si Vuecencia quiere dar un vistazo a lapoblación, en dos minutos estamos en la plaza.

EL CONDE.- No, no. Gracias. Por esta otracalleja bajamos a la Pardina. (Deteniéndose ymirando al pueblo, que en aquel punto se vetotalmente, rodeado de arboledas y verdeslomas.) Sí, sí... te conozco, Jerusa; distingo un

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montón de tejados rojos y de ventanales blan-cos... más allá manchas de verde lozano. EresJerusa; te siento bajo mis pies, te huelo al pisar-te... Tu ingratitud me da en el olfato. Hicisteescarnio del que fue tu señor, aplicándole unmote burlesco... Pues ahora, el león flaco de Al-brit, que nada te pide, que para nada te necesi-ta, te manifiesta su desprecio con toda la efu-sión de su alma, no queriendo de ti ni un peda-zo de tierra para sepultar sus pobres huesos.(Volviéndose hacia las niñas.) Si me mueroaquí, que me lleven a enterrar a Polan, o queme tiren al mar.

DOLLY.- Papaíto, no es hoy día de cosastristes.

NELL.- ¡Si estamos muy contentas!

EL CONDE.- (Limpiándose una lágrima.)Sí, sí... Vamos, para que lleguéis a tiempo depresenciar los homenajes a vuestra mamá.

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SENÉN.- Por esta calleja llegamos en un ins-tante a la Pardina.

EL CONDE.- Conozco bien el camino... Eneste sitio, torciendo a la izquierda, dejamos dever el mar. (Parándose a contemplar el Océa-no.) ¡Oh, qué hermosura! Es el amigo de miinfancia.

NELL.- ¡Y qué espléndido, qué azul! Hoy seviste de gala para recibirte.

EL CONDE.- ¿Sabéis por qué gozo tanto enmirarle? Porque le veo... es lo único que distin-go bien, por razón de su magnitud. Desde quevoy perdiendo la vista, hijas mías, mis pobresojos no aprecian bien más que las cosas gran-des... ¡Cuanto mayores son, mejor las veo! Qui-siera que en el mundo fuera todo colosal, in-menso... Lo pequeño, creedlo, me entristece, meenfada... (Se internan en la calleja.)

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Escena VI

Sala baja en la Pardina. En paredes, techo ymuebles, aspecto de venerable antigüedad,

bien conservada.

GREGORIA y VENANCIO

GREGORIA.- (Asomándose a una ventana.)Ya está aquí Capitán... ¡Oh!... allí vienen. (Asus-tada.) ¡Jesús, lo que veo!

VENANCIO.- ¿Qué?

GREGORIA.- ¡El Conde con ellas, el señorConde!

VENANCIO.- Sin duda ha venido a pie porel atajo del bosque. Es gran andarín.

GREGORIA.- ¡Pero qué viejo está! Mira, mi-ra.

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VENANCIO.- (Mirando.)¡Y qué mal trajea-do! Da pena verle... ¡Quien fue siempre la mis-ma elegancia...!

GREGORIA.- ¿Sales a recibirle?

VENANCIO.- (Con prisa.) A escape... Pre-párale café, que de fijo lo pide al entrar...

GREGORIA.- Sí, sí...

VENANCIO.- (Desde la puerta.) Y mandaun recado al señor Cura, que nos dijo que leavisáramos en cuanto el Conde llegase...

GREGORIA.- (Aturdida, sin saber a quéatender primero.) El café... recado al Cura... ¿Yla comida? Voy. ¡Pero si ya están aquí! ¡Jesúsme valga!...

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Escena VII

GREGORIA, el CONDE, las dos niñas,SENÉN y VENANCIO.

GREGORIA.- (Besando la mano al CON-DE.) Bien venido sea mi señor...

VENANCIO.- Y que entre en su casa conbendición.

EL CONDE.- (Con señorial bondad.) Gra-cias, gracias, mis buenos amigos Venancio yGregoria. Me alegro de veros contentos y salu-dables... digo, como veros... (Mirándoles fija-mente.) No, no veo bien más que las cosasgrandes.

VENANCIO.- ¿Se sienta el señor aquí?(Conduciéndole a un sillón de vaqueta, juntoa la mesa de nogal.)

EL CONDE.- Donde quieras.

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NELL.- Y ahora nosotras, abuelito, hemos devestirnos a escape...

EL CONDE.- Sí, sí; no os detengáis.

DOLLY.- Pronto volveremos, papaíto...Vendrá mamá con nosotras... supongo.

EL CONDE.- Sí, sí... (Las besa.) Hasta lue-go...

GREGORIA.- (Dándoles prisa.) Vivo, vivo...Vais a llegar tarde. (Vase GREGORIA con lasniñas.)

SENÉN.- Yo también, con permiso del señorConde, me retiro.

EL CONDE.- Sí, sí... Ve a disparar cohetes...

SENÉN.- Si el señor me necesita...

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EL CONDE.- No... muchas gracias... Y mealegro de que te ausentes... No, no es por nadaofensivo para ti, Séneca... o Senén. ¿Te lo digo?

SENÉN.- Nada que usía me diga puedeofenderme.

EL CONDE.- Pues deseo que te marches,porque... Hijo, gastas un perfume, que marea.Los aromas demasiado fuertes me dan vahí-dos... Dispénsame... (Dándole la mano, y acari-ciando la de SENÉN.) perdóname que te des-pida con una impertinencia.

SENÉN.- (Desconcertado.) Señor... una goti-tas de heliotropo...

EL CONDE.- No he dicho nada... Abur.

SENÉN.- (Aparte, retirándose.) Malas pul-gas trae el león flaco de Albrit.

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Escena VIII

El CONDE y VENANCIO. Larga pausa. ElCONDE inclina la cabeza sobre el pecho y secubre los ojos con la mano. VENANCIO per-

manece en pie, a bastante distancia, con-templándole.

EL CONDE.- (Alzando la cabeza y lleván-dose la mano al pecho, en que siente opre-sión.) ¡Ay, Venancio! La emoción que he senti-do al entrar aquí, no me deja respirar... (VE-NANCIO suspira y calla.) No creí volver a ver-te, casa mía, casa bendita de mis mayores, demi madre... No esperaba recibir en mi alma estaola de vida, formada por los recuerdos, embatede calor y de salud, que al pronto reanima alser caduco; pero después... mata, sí, mata. Lamemoria me abruma, el sentimiento me aho-ga... (Vuelve a pasarse la mano por los ojos.)No debí venir, no, no.

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VENANCIO.- Señor, los recuerdos de laPardina serán gratos para Vuecencia.

EL CONDE.- (Señalando a la derecha.) Enesa alcoba nací yo... En ella nació también mimadre, y en la de arriba murió... No sé si es queme engaña mi poca vista; paréceme que nadaha variado, que los muebles son los mismos...¡Qué ilusión!

VENANCIO.- Poco hemos cambiado. Seconserva todo a fuerza de cuidado y aseo.

EL CONDE.- (Con profunda tristeza.) Aquípasé mi infancia, al lado de mi madre, que en-viudó a los pocos días de mi nacimiento...Heredero de los Condados de Albrit y de Laín,¡cuántas veces, joven, en la plenitud de la vida,y con todo el verdor de las ilusiones fomenta-das por la grandeza de mi linaje; cuántas veces,solo, con mi esposa, o con mis amigos, vine apasar alegres temporadas en la Pardina! Enaquel tiempo tú eras un niño. Tus padres, y

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otros padres de gentes ingratas que andan poresos mundos en diferentes oficios, eran enton-ces mis servidores. En mí veíais al señor, al reyde la Pardina, y hasta cierto punto, al amo detoda Jerusa... Pasó tiempo; creció mi hijo Rafael.Correspondiéronle por muerte de su madre, ysegún el fuero de Laín, este Condado y estacasa... Yo volví a la Pardina: ya no era el señor;mas era el padre del señor, y tú, ya grandecito,y los demás servidores de esta antigua casa, memirabais con respeto, con cariño, con venera-ción. El Conde de Albrit, poderoso todavía, osremuneraba vuestros servicios con la noblelargueza que era en él habitual.

VENANCIO.- Siempre fue Vuecencia elprimer caballero de España.

EL CONDE.- (Con melancólica dignidad,levantándose.) Pues hoy, el primer caballero deEspaña, el generoso y grande, viene a pedirtehospitalidad. Vicisitudes y trastornos que noquisiera recordar, esta revolución crónica que

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hace y deshace los Estados y las familias, y todolo trueca y baraja, te han dado a ti la propiedadde la Pardina. En ella entro yo a pedirte alber-gue, no como señor, sino como desvalido sinhogar, abandonado de todo el mundo. Si me ladas, ya sabes que has de hacerlo por pura cari-dad, no por remuneración ni recompensa. Soypobre; todo lo he perdido.

VENANCIO.- El señor Conde viene siemprea su casa, y nosotros, hoy como ayer, somos suscriados.

EL CONDE.- (Se sienta.) Gracias... Te lo di-go tranquilo y sin ninguna afectación, pues conla realidad no caben juegos de retórica. He lle-gado a los escalones más bajos de la pobreza;pero por mucho que descienda, no he llegadoni llegaré nunca al deshonor. Fuera de la deca-dencia material, soy y seré hasta el último díalo que fui.

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VENANCIO.- Y yo igualmente, hoy comoayer, servidor humilde del señor D. Rodrigo.

EL CONDE.- Te lo agradezco, créeme que telo agradezco en el alma... Pero... bien mirado, estu obligación, y cumples como cristiano. Todolo que eres y todo lo que tienes, me lo debes amí.

VENANCIO.- Sin duda.

EL CONDE.- No haces nada de más en am-pararme... en ver en mí a tu señor, y en respe-tar, no sólo mi nombre y mi historia, sino miancianidad, mis achaques... Las desgracias, hijomío, me han hecho algo quejumbroso, algo im-pertinente. Mi genio altivo se exacerba cada díamás con la pérdida de la vista... No puedo sofo-car mis ímpetus de absolutismo, de personaacostumbrada a mandar.

VENANCIO.- Bien, señor.

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EL CONDE.- Y a ser obedecida.

VENANCIO.- También tengo el hábito de laobediencia... Y ante todo, señor, ¿en qué apo-sento quiere vuecencia dormir?

EL CONDE.- Arriba, en la alcoba que fue demi madre.

VENANCIO.- (Contrariado.) ¿La que da alpasillo grande? La tenemos llena de trastos.

EL CONDE.- Pues sacas los trastos y me me-tes a mí.

VENANCIO.- Señor, es un trastorno...

EL CONDE.- (Sulfurándose ligeramente.)¿Ya empezamos?

VENANCIO.- La hemos convertido en seca-dero: allí colgamos las judías...

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EL CONDE.- (Sulfurándose más.) Pon lasjudías en otra parte. ¿Vale tan poco mi personaque no merece... una molestia insignificante delas señoras hortalizas?

VENANCIO.- (Sin acabar de resignarse.)Bien, señor... Ello es que...

EL CONDE.- ¿Todavía refunfuñas? Debiste,desde que te lo dije, asentir con delicadeza ob-sequiosa. ¿Será preciso que te lo mande?... Porpoco me apuras (golpeando el brazo delsillón.) ¡Oh, triste cosa es para mí ser huéspedde mis inferiores! Venancio, quiero sometermeal destino, quiero olvidarme de mí mismo, y nopuedo, no puedo. La autoridad es esencial enmí. Por Cristo, súfreme o arrójame de mi casa,quiero decir, de la tuya.

VENANCIO.- Eso no... (Viendo venir alCURA.) Ya tiene aquí a su amigo D. Carmelo.

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Escena IX

El CONDE, VENANCIO y el CURA, hom-brachón de buen año; de aventajadas dimen-siones, enormemente barrigudo, sin carecerpor eso de cierta agilidad y soltura de miem-bros. Su cara es arrebolada, su boca risueña,su nariz como pico de garbanzo, sus ojos pi-llines. Usa gafas de un azul muy claro, que sele corren sobre el caballete. Viene a palo seco,es decir, sin balandrán, por ser buen tiempo.Es limpio, y la sarga de su sotana, pulcra yreluciente, ciñe y modela sin arrugas la re-dondez del abdomen, bien atacados todos losbotoncitos que corren desde el cuello hasta lapanza. Un gorro negro alto, con caída de fleco,y paraguas de reglamento, que así le sirve pa-ra el sol como para la lluvia. Entra en la casa yen la habitación presuroso metiendo bulla, yse dirige al CONDE con los brazos abiertos.

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EL CURA.- ¡Carísimo amigo y dueño, D.Rodrigo de mi alma!...

EL CONDE.- (Abrazándole.) ¡Pastor Curiam-bro, ven a mis brazos!... Pero, hijo, ¡qué gordí-simo estás!... No me cabes... ¿ves?, no me ca-bes... Me cuesta trabajo poner en tu espalda laspalmas de mis manos.

EL CURA.- ¡Qué sorpresa tan grata, quéalegría!

EL CONDE.- (Tocándole.) Pero, chico, ¿estuyo todo esto? ¿Es ésta tu barriga, o te hastraído por delante el púlpito de tu iglesia?

EL CURA.- (Riendo.) Es que en esta tierra,Sr. D. Rodrigo, de nada le sirve a uno hacerpenitencia.

EL CONDE.- ¿Penitencia tú? ¡Hombre, quécosa tan rara!... En fin, siempre que des gusto atus feligreses...

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VENANCIO.- (Lisonjero.) Tenernos unpárroco que vale mas que pesa.

EL CONDE.- ¿Y de salud, bravamente? Tucara... (Observándole.) Pues, mira, te veo, teveo bien. ¡Como eres tan grandón! ¡Ah!... Mepermitirás que te tutee, a pesar del tiempotranscurrido.

EL CURA.- (Con modestia suma.) ¡SeñorConde, por amor de Dios!...

EL CONDE.- (Muy cariñoso.) Bien, Carme-lo; bien, Pastor Curiambro. Siéntate a mi lado.¡Cómo corren, ¡ay!, cómo se escabullen los píca-ros años! Tú... a ver si acierto... andarás en loscincuenta.

EL CURA.- Andaba en ellos... dos años ha.

VENANCIO.- Como yo. Somos del mismotiempo.

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EL CONDE.- No podía ser menos. Teníasveintiséis cuando...

EL CURA.- Cuando murió mi padre. A lagenerosidad del señor Conde debí el poderterminar mi carrera de Teología y Derecho.

EL CONDE.- (Con natural delicadeza.)Pues, mira tú, de eso no me acordaba.

EL CURA.- ¡Ah, yo sí!

EL CONDE.- ¿Te acuerdas de aquellas me-rendonas del Soto de Aguillón? Desde enton-ces, te profeticé que serías la première fourchettede l'Espagne.

EL CURA.- (Riendo.) Era un tenedor tre-mendo, sí, sí...

EL CONDE.- ¿Y sigues con la higiénica cos-tumbre de comer copiosamente, y de digerirclavos?

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EL CURA.- Ya no soy ni sombra de lo quefui; pero todavía...

VENANCIO.- Todavía... si el caso llega, nodeja mal puesto el pabellón.

EL CONDE.- ¿Te acuerdas de cuando apos-tabas con Valentín, el escribano de Verola, aquién comía más?

EL CURA.- (Riendo a carcajadas.) Y siemprele gané, siempre.

EL CONDE.- Un día de vigilia..., Venancio,no lo creerás, pero es verdad... le vi comerseuna langosta de este tamaño, entera y verdade-ra, detrás de un arroz con pescado y marisco...y delante de docena y media de torrijas.

EL CURA.- Esos tiempos pasaron.

VENANCIO.- Pero hasta hace poco... yo re-cuerdo el día de la jira en Novoa... su postre eraun queso de bola, enterito.

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EL CONDE.- ¡Lo que yo gozaba viéndolecomer!

EL CURA.- Me tranquiliza sobre ese puntola opinión de San Francisco de Sales, que dice:«Lo que entra por la boca no daña al alma.»

EL CONDE.- Y tenía razón.

Escena X

Dichos; GREGORIA, vestida para salir.Trae servicio de café.

GREGORIA.- Aunque el señor no lo ha pe-dido, como sé que le gusta tanto el café... (Lopone en la mesa.)

EL CONDE.- ¡Oh, qué bien!... Tu previsión,hija mía, es muy de alabar. Carmelo, te sirvo...

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GREGORIA.- Las señoritas están conclu-yendo de arreglarse. En seguida nos iremos.

EL CONDE.- Que no se entretengan; ya seráhora. (Al CURA, sirviéndole azúcar.) A ti tegusta dulzón, si no recuerdo mal.

EL CURA.- ¡Qué memoria tiene usted!

EL CONDE.- No siendo para los favores queme hacen, también la pierdo, como la vista.

GREGORIA.- ¿Se le ofrece algo más al se-ñor?

EL CONDE.- No... Gracias. (Vase GREGO-RIA.)

EL CURA.- (Paladeando el café.) ¿Y qué?...Señor Conde, ¿qué le parecen a usted sus niete-citas? ¿No las había visto después de su regresode América?

EL CONDE.- No.

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EL CURA.- Son angelicales... ¡Y qué lindas,qué graciosas! Se le meten a uno en el corazón...Verlas, tratarlas y no quererlas, es imposible.(El CONDE, ensimismado, calla. Durante lapausa, D. CARMELO le observa.) Dios hahecho en ellas una parejita encantadora, pararegocijo y orgullo de su madre... y de usted.

EL CONDE.- (Como volviendo en sí.) ¿De-cías?... ¡Ah! Sí, son hechiceras las chiquillas.

EL CURA.- (Queriendo sonsacarle el moti-vo de su estancia en Jerusa.) Comprendo laimpaciencia de usted por verlas. Al santo an-helo de conocer a sus nietas y abrazarlas, de-bemos el honor de tenerle en Jerusa...

EL CONDE.- Yo he venido a Jerusa, princi-palmente, por... (A VENANCIO, con autori-dad, pero sin altanería.) Tú...

VENANCIO.- ¿Señor?...

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EL CONDE.- Haz el favor de dejarnos solos.(Vase VENANCIO.)

Escena XI

El CONDE y el CURA.

EL CURA.- Ya me dijo Senén que la Condesay usted se habían citado aquí... (Su solapadacuriosidad quiere apoderarse del pensamientodel CONDE, tomándole las vueltas.) Aquípueden ventilar con toda calma las cuestionesde intereses... (Pausa. El CONDE no dice na-da.) O las cuestiones de otra índole, cualesquie-ra que sean.

EL CONDE.- Volviendo a las niñas, te diré,querido Carmelo, que han producido en mialma una impresión hondísima.

EL CURA.- ¿De alegría?...

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EL CONDE.- Sí... Estas alegrías pronto lasconvierto yo en intensísima tristeza, agobiadocomo me veo por crueles desgracias, persegui-do de pensamientos revoltosos, obra de estafiebre de análisis que traen consigo la experien-cia del mal, el excesivo tesón de mi carácter, losaños, la ceguera misma... Figúrome que no meentiendes, mi buen Carmelo, y has de permi-tirme que por ahora no te diga más.

EL CURA.- Francamente, me he quedado enayunas.

EL CONDE.- (Con humorismo.) ¿En ayunastú?... No lo creo.

EL CURA.- ¿Tienen algo que ver esas triste-zas, que sin duda son nerviosas, con el porvenirde las señoritas?

EL CONDE.- (Rehuyendo entrar en el asun-to.) No sé... Déjame que te diga otra cosa. Miprimera impresión al verlas y oírlas, fue... claro

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que fue excelente, de gran regocijo y orgullo,como has dicho. Creí notar una perfecta conso-nancia, igualdad más bien, en el timbre de susvoces. Como no veo bien, sus rostros me hanparecido como dos reproducciones exactas deun mismo tipo. ¿Serán, por ventura, igualestambién sus caracteres, sus almas?

EL CURA.- (Después de un ratito de per-plejidad.) ¡Oh, no, Sr. D. Rodrigo! Ni son igua-les sus voces, ni sus caras, ni menos sus caracte-res.

EL CONDE.- (Con gran interés.) Pues sien-do distintas, la una será forzosamente mejorque la otra. Dime, tú que las has tratado y vistobien, ¿cuál de las dos es la más inteligente; cuálla de corazón más puro, recto y generoso?...

EL CURA.- Difícil es, a fe mía, la respuesta.Ambas son buenas, dóciles, inteligentes, decorazón hermoso y nobilísimo... algo traviesas,eso sí; pero observantes de la ley del pudor,

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muy firmes en los principios elementales, teme-rosas de Dios.

EL CONDE.- Todo eso es lo que hay en ellasde común: comprendido. ¿Y qué las diferencia?

EL CURA.- Pues discrepan... Verá usted...Dolly toma la iniciativa en las travesuras; Nellparece más inclinadita a las cosas graves, másprevisora... Dolly es una imaginación viva, unavoluntad impetuosa; Nell, una naturaleza re-flexiva, más fija y constante que la otra en susaficiones; Dolly, divagando, muestra pasmosasaptitudes para la vida práctica; Nell, haciendodiabluras, nos deslumbra con destellos deasombrosa inteligencia... ¿Pero qué he de decir-le yo al señor D. Rodrigo, si en cuanto las tratefamiliar y diariamente, usted ha de conocerlasy diferenciarlas mejor que nadie?

EL CONDE.- (Dejándose llevar de su since-ridad.) De eso trato; a eso he venido.

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EL CURA.- ¿Ha venido a...?

EL CONDE.- A estudiarlas, a intentar unanálisis detenido de sus caracteres... Las razo-nes de esto no está bien que las sepas por aho-ra... (Variando de tono.) Oye, Carmelo, ¿porqué no te quedas hoy a comer conmigo? Grego-ria no te tratará mal.

EL CURA.- La conozco... y sé lo que vale.Pero sin perjuicio de tributar a Gregoria en otraocasión los honores debidos, hoy, lo que es hoy,señor Conde de Albrit, se viene usted a mi casa,a hacer penitencia con este cura.

EL CONDE.- Acepto; sí, señor, acepto... ¿Aqué hora?

EL CURA.- A la una y media en punto.

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Escena XII

El CONDE, el CURA; el MÉDICO, joven,pequeñito, de conjunto simpático y mirar in-teligente. Viene de levita y sombrero de copa,

el cual revela en su forma de ser prenda derespeto, usada tan sólo de año en año, en oca-

siones muy solemnes.

EL CURA.- ¡Oh, mediquillo, ven!... (Pre-sentándole.) Salvador Angulo, nuestro médicotitular.

EL CONDE.- (Estrechándole la mano.) Muyseñor mío.

EL MÉDICO.- Vengo a ofrecer mis respetosal Señor de Jerusa y de Polan...

EL CONDE.- (Recordando.) Angulo, Angu-lo... espérese usted...

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EL CURA.- Es hijo de Bonifacio Angulo,aquél que llamaban aquí por mal nombre Ca-chorro, guarda de los montes de Laín.

EL CONDE.- ¡Oh, sí!... Cachorro, hombresencillo y un tanto rudo... servidor fiel... Le re-cuerdo perfectamente. (Le da otra vez la mano,que el MÉDICO le besa.)

EL CURA.- Y no habrá olvidado el Sr. D.Rodrigo que a este chico le costeó la carrera enValladolid.

EL MÉDICO.- Por lo cual, debo al señorConde lo poco que soy y lo poco que valgo.

EL CONDE.- De eso no me acordaba... mipalabra que no me acordaba.

EL CURA.- Pues ha de saber usted... no esporque esté delante... que este chico es una no-tabilidad... pero una notabilidad, en la cienciamédica.

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EL MÉDICO.- Por Dios, D. Carmelo.

EL CONDE.- (Muy cariñoso.) Bien, hijo mío;dame un abrazo. (Le abraza.) Me permitirásque te tutee. No puedo corregir este hábito defamiliaridad desde que entro en Jerusa. (ElMÉDICO asiente con mudas demostracionesde respeto.)

EL CURA.- Y ya, ya sé por qué vienes tan pi-tre, cañamoncito de Jerusa.

EL MÉDICO.- Me han nombrado de la comi-sión que ha de recibir a la señora Condesa deLaín... Dispénseme, señor Conde, si después desaludarle con el debido respeto, me retiro...

EL CURA.- Hijo, no hay prisa todavía.

EL CONDE.- Sí, sí: ve, anda.

EL CURA.- Oye, Salvador. en cuanto se aca-be la función, una vez que el pueblo desfoguesu entusiasmo con un poco de pólvora y cuatro

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berridos, y suene en los aires la última simplezadel discurso que ha de pronunciar D. José Mo-nedero, te vienes corriendito a casa, y tendrás elhonor de comer con el señor Conde y conmigo.

EL MÉDICO.- Bien, bien. ¡Qué honra tangrande!

EL CONDE.- (Con alegría.) ¡Qué feliz co-yuntura para consultarle con toda calma!

EL MÉDICO.- ¿Un padecimiento?

EL CONDE.- No es eso. Tú conoces a misnietecitas; las habrás asistido en alguna dolen-cia.

EL MÉDICO.- Nell y Dolly disfrutan de unasalud enteramente campesina y plebeya. Las hevisitado para indisposiciones sin importancia.

EL CONDE.- Pero que a ti, como perspicazobservador, te habrán bastado para conocer sustemperamentos, qué afecciones prevalecen en

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cada una, qué predisposiciones patológicas semarcan en una y otra naturaleza... porque deseguro habrá diferencia grande en la com-plexión, en la constitución anatómica y fisioló-gica de las dos chiquillas. No sé si me explico.

EL MÉDICO.- Perfectamente. Pero hasta hoyno he tenido ocasión de determinar entre una yotra notorias diferencias.

EL CURA.- En fin, ya tendrán ustedes oca-sión de hablar largo y tendido. (Suena un co-hete.)

EL CONDE.- (Estremeciéndose.) Ya estáaquí.

EL MÉDICO.- (Con mucha prisa.) Ya llega...

EL CONDE.- Anda, hijo, anda.

EL MÉDICO.- Con su permiso... No necesitodecirle... Humildísimo, incondicional servidor...(Suenan más cohetes.)

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EL CONDE.- (Al CURA.) ¿Y tú, no vas,Carmelo?

EL CURA.- Indefectiblemente tengo queasomar las narices por allí. No diga la Condesaque soy descortés...

EL CONDE.- No eche de menos la poblaciónfigura tan culminante en esta clase de ceremo-nias.

EL CURA.- Sí, sí... Me voy. Cuidado, señorConde. A la una y media en punto.

EL CONDE.- No faltaré. De las pocas cosasque me quedan, una es el respeto, la religión dela puntualidad. (Óyese música lejana.)

EL MÉDICO.- Hasta luego.

EL CONDE.- Divertirse... (Vanse el CURA yel MÉDICO.)

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EL CONDE.- (Solo, meditabundo.) ¿Meayudarán éstos en mis investigaciones?... ¿Sepenetrarán del espíritu de rectitud, del senti-miento de justicia con que procedo?... (Condesaliento.) Lo dudo... Viven en ambiente for-mado por las conveniencias, el egoísmo y lahipocresía, y cuando se les habla de la supremaley del honor, ponen cara de asombro estúpido,como si oyeran referir cuentos de brujas. Si nome auxilian, trabajaré yo solo. El viejo Albrit sebasta y se sobra. (Suenan más cerca la música yel rumor popular.) ¡Ah! Ya llega, ya entra enJerusa Lucrecia Richmond... ¡Ya estás aquí, bes-tia engalanada, estatua viva, deshonesta!¡Cuánto deseaba yo esta ocasión!... ¡Tú y yosolos, frente a frente! (Se asoma a una venta-na.) No sé quién es peor: si tú que paseas im-pune por el mundo tu desvergüenza, o un pue-blo servil y degradado que te festeja y te adula.(Óyense campanas.) Repican por ti... y luegotocarán a la oración. (Furioso, gritando en laventana, hacia afuera.) ¡Pueblo imbécil, esa que

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a ti llega es un monstruo de liviandad, una in-fame falsaria! No la vitorees, no la agasajes.Apedréala, escúpela.

FIN DE LA JORNADA PRIMERA

Jornada II

Escena I

Sala baja en la casa del SEÑOR ALCALDEDE JERUSA, D. JOSÉ MARÍA MONEDERO,decorada con lujo barato, en toda la plenitudde la cursilería con dinero. Cubren las paredespaisajes al óleo, de los que en parejas, conmarco y todo, se venden al aire libre en lascalles céntricas de Madrid, obra de artistasdesdichados. Hacen juego con estos mamarra-chos, cromos de cacerías o de revistas navales,

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figuras de bazar, fruslerías bordadas, mil la-borcillas fáciles de mujer, de esas cuya expli-cación y dibujo traen en su sección de recreosútiles los periódicos de modas. Flores de tra-po, en tiestos de cartón, exhalan en los ángu-los su fragancia de cola y tintes descompues-tos. Piano desafinado, musiquero, retratosprendidos en esterillas japonesas, redoma conpeces.

NELL y DOLLY; LUCRECIA, CONDESAVIUDA DE LAÍN. Es mujer hermosa, de trein-ta y cuatro años, del tipo que comúnmentellamamos interesante, mezcla feliz de belleza,dulzura y melancolía; castaño el cabello, elrostro alabastrino, de un perfil elegante, pre-cioso modelo de raza anglo-sajona, recriada enAmérica. Sus ojos son grandes, obscuros, conráfagas de oro, y el mirar sereno y triste, comode tigre enjaulado que dormita sin acordarsede que es fiera. En su talle esbelto se inicia lagordura, fácil de corregir todavía con la orto-

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pedia escultórica del corsé. Viste con elegan-cia traje de luto. En su habla, apenas se perci-be el acento extranjero.

LUCRECIA.- (Abrazando y besando a lasniñas.) Hijas mías, no me harto de besaros.¿Teníais ganitas de verme?

NELL.- Figúrate...

DOLLY.- Hemos venido a la carrera...¡Cuánta gente! Creí que no podíamos entrar, yque nos atropellaban los coches.

LUCRECIA.- ¡Qué fastidio! Vengo a Jerusasólo por ver a mis niñas, y me encuentro coneste horrible entorpecimiento del entusiasmopúblico.

NELL.- Mamá, la gratitud del pueblo...

LUCRECIA.- Creed que he pasado un sofocoy una vergüenza...

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DOLLY.- Te quieren.

LUCRECIA.- Demostraciones tan molestascomo ridículas. ¿Y a mí, por qué me aclaman?...En fin, ya hemos pasado el mal rato de la en-trada triunfal... (Mirándolas cariñosamente.)Estáis muy bien... las caras tostaditas. Eso quie-ro: que se os ponga la tez como de manzanaspardas, señal de salud y de buena sangre...

NELL.- Mamá, tú sí que estás guapísima.

LUCRECIA.- (Besándolas otra vez.) Voso-tras, mis ángeles salvajitos, sí que sois bellas ybuenas, y... (La interrumpe la ALCALDESAentrando de improviso.)

Escena II

Dichas; la ALCALDESA, señora enjuta ymenudita, que no tiene en aquel momentomás preocupación que aparecer fina, y este

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singular estado de su espíritu, con la tirantezconsiguiente, se revela en todos sus actos, ensus palabras melosas, y hasta en los mohinesestudiados de su boca y nariz. Viste bata azul,elegante, que le han enviado de Madrid. Pocodespués de ella entra el ALCALDE, señorónmacizo, sanote y jovial que, al contrario de sumujer, pone todo su esmero en parecer muybruto, dejando al descubierto, desnudo detoda gala retórica, su natural llano y la toscaarmazón de su ser moral. Entiende que loshombres deben ser claros, cada cual mostrán-dose como Dios le ha hecho. De origenhumildísimo, empezó a sacar el pie del lodocon la carretería; trabajó honradamente des-pués en distintas industrias, hasta que hallósu suerte en la fabricación de pastas para so-pa. Su laboriosidad le hizo rico, y la herenciade un tío de América le ascendió a millonario.Viste levita, y su chistera, que usa con fre-cuencia por razón de su cargo, es sin disputala mejor del pueblo. Su esposa cuida de reno-

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var esta prenda con la precisa oportunidadpara que no sea ridícula.

LA ALCALDESA.- (Finísima.) Dispense us-ted, Condesa. Mi esposo y yo hemos tenido queconvencer a los notables del pueblo de que us-ted, por razón de su luto y del cansancio delviaje, no puede recibir a nadie...

NELL.- (Asomándose a la ventana.) Mamá,mamá, si está la plaza llena de gente.

DOLLY.- Quieren que te asomes para dartevivas.

LUCRECIA.- Por Dios, Vicenta, líbreme us-ted de este compromiso... ¡Vivas a mí! Yo nosalgo; no sirvo para eso... Por Dios, que se va-yan, que me dejen. Y lo agradezco en el alma...

LA ALCALDESA.- Las ovaciones populares,por más que sean merecidas, molestan y fasti-

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dian... Jerusa no puede mostrarse ingrata, niolvidar los beneficios que usted le prodigó...

LUCRECIA.- (Aterrada del rumor popular.)¿Qué beneficios ni qué niño muerto? Yo no hehecho nada, absolutamente nada. ¿Pero estánlocos aquí? Créalo usted, Vicenta, me da miedola voz pública.

NELL.- Mamá, que te asomes... Quierendespedirse de ti.

DOLLY.- Hay pueblo y señores... y hasta cu-ras... Mamita, ¿qué te importa que te vitoreen?Mira que si no sales, nos darán los vivas a noso-tras.

LUCRECIA.- Que no salgo, vamos. Vicenta,por Dios, que su marido de usted me haga elfavor de echarles una arenga, diciéndoles... queestoy enferma, y que les agradezco infinito susmanifestaciones... que no las merezco... En fin,él sabrá.

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EL ALCALDE.- (Limpiándose el sudor de lafrente, la levita desabrochada, el chaleco abo-tonado a medias.) Ya, ya se van... ¿Pero qué lecostaba a usted, Condesa, asomarse un poqui-to? Con una inclinación de cabeza cumplía us-ted. Pero, en fin, respeto su repugnancia de laapoteosis. Lo mismo me pasa a mí. Siempre queme ovacionan me echo a llorar, y se me des-compone el vientre.

LUCRECIA.- ¿Pero qué he hecho yo, señorD. José de mi alma, para estos obsequios, esteentusiasmo?

LA ALCALDESA.- Hija, la carretera de For-bes, la estación telegráfica... la condonación...

LUCRECIA.- Me bastó pedírselo al Minis-tro...

EL ALCALDE.- Más que todo eso vale elInstituto de segunda enseñanza, que nos dispu-taban los de Durante. Nada agradecen tanto los

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pueblos, señora mía, como el que les den algoque se le quita al vecino. Cuestión de amorpropio: la entidad pueblo es lo mismo que laentidad persona. Fastidiar al vecino, y caiga elque caiga. Jerusa verá siempre en la ilustreCondesa de Laín una individualidad digna detodos nuestros respetos. Y yo, que llevo el co-razón en la mano, que digo siempre la verdadllana y monda... soy así, muy bruto, muy fran-cote... le aseguro a usted que la queremosaquí... como sabe querer Jerusa; y si lográramosque nos concedieran la Escuela de Comercioque pretenden los de Durante, no le quiero de-cir a usted... La apoteosis que le haríamos re-tumbaría en la China.

LUCRECIA.- (Sonriente.) Yo sí que no vuel-vo de mi apoteosis.

DOLLY.- (Desde la ventana.) Ya, ya se reti-ran.

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NELL.- Parece que van descontentos ¡Ycómo nos miran!

LA ALCALDESA.- No extrañe usted, Con-desa, las vehemencias de mi Marido. Desde quees edil (marcando bien la palabra), no vive. Lafiebre de la cosa pública altera su genio pacífi-co. Verdad que no hay otro que mejor cumpla,ni que sepa consagrarse tan de lleno a los debe-res de un cargo espinoso.

LUCRECIA.- (Por decir algo.) Estos son loshombres, estos son los grandes ciudadanos...

UNA CRIADA.- (Entrando con una bandejade huevos moles.) Esto mandan a la señoraCondesa las monjas Dominicas.

NELL.- (Corriendo a verlo.) ¡Huevos moles!¡Qué ricos!

DOLLY.- ¡Vaya un regalo, mamá!

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EL ALCALDE.- Para que diga usted que nose portan bien las monjitas de mi tierra.

LUCRECIA.- ¡Pobrecillas! Tendré que visi-tarlas.

LA ALCALDESA.- Iremos. Son finísimas.

OTRA CRIADA.- (Entrando con un desco-munal ramo de flores.) De parte de los capata-ces de la Granja modelo...

LUCRECIA.- También tendré que hacerlesuna visita.

EL ALCALDE.- Iremos; sí, señora. Verá us-ted los carneros moruecos, que han traído aho-ra para padres.

LA ALCALDESA.- (Que ha salido un mo-mento, vuelve trayendo una labor de tapiceríay mostacilla.) Mire usted, Lucrecia, lo quemanda la maestra del colegio de niñas.

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NELL.- ¡Ay, qué precioso!

DOLLY.- Mira, mamá. ¿Es un gorro?

LUCRECIA.- No, hija: es un cosy para cubrirlas teteras...

LA ALCALDESA.- (Pesarosa de no haberacertado antes el uso de aquel chisme.) Es unadminículo extranjero. Aquí no lo usamos.

EL ALCALDE.- Tiene usted que visitar el co-legio.

LA ALCALDESA.- ¡Pobre Condesa! Ya lecayó que hacer.

EL ALCALDE.- Y podrá decir que en ningu-na parte del mundo ha visto usted labores tanprimorosas como las que hacen las alumnas delcolegio de Doña Severiana.

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LA ALCALDESA.- Bordan a maravilla... Yalo ve usted... Y allí tiene usted a las chicuelastodo el santo día sobre los bastidores...

EL ALCALDE.- (Mirando su reloj, desco-munal pieza de oro.) Y a todas éstas, Vicenta,son las tantas y no comemos. Mi señora DoñaLucrecia tiene apetito... las niñas están desfalle-cidas. ¿Verdad, Nelita y Dolita, que deseáis sen-taros a la mesa?... y yo... ¿por qué no he de de-cirlo?, estoy ladrando de hambre... Con que...

LUCRECIA.- Me arreglaré un momento.

LA ALCALDESA.- Subamos a mi tocador.Mientras usted se arregla, dispondré que nossirvan la comida.

EL ALCALDE.- Y yo, si la señora Condesame lo permite, voy a librarla de otra lata horro-rosa.

LUCRECIA.- ¿Qué?

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EL ALCALDE.- El orfeón del pueblo quierevenir a cantar durante la comida.

LUCRECIA.- ¡No, por Dios!

EL ALCALDE.- Ahí está el director. Voy aquitárselo de la cabeza...

LUCRECIA.- Sí, sí; que lo agradezco, quesiento mucho...

LA ALCALDESA.- Que está muy fatigadita.Crea usted que no perdemos nada. Desafinancomo perros.

EL ALCALDE.- Y que, motivado al luto, noestá usted para músicas... Ya, ya sabré despa-charles... Y sobre todo, que lo mando yo, ea...(Vase presuroso.)

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Escena III

Tocador de la ALCALDESA.

LUCRECIA, DOLLY y NELL; una criada ex-tranjera que ayuda a vestir a su ama y no

habla; después la ALCALDESA.

LUCRECIA.- ¡Qué descanso! Solas un mo-mento. Prefiero una enfermedad a los entu-siasmos de Jerusa.

NELL.- Mamá, es que te quieren.

LUCRECIA.- Sí, sí: cariños que reclaman lafuga inmediata, como quien escapa de una epi-demia. Es violentísimo tener que mostrar grati-tud ante estas mojigangas.

DOLLY.- Mamá, ten paciencia.

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LUCRECIA.- (Bajando la voz.) Lo mismoque soportar las amabilidades de estos pobrescursis... Son muy buenos, lo reconozco... y lesaprecio verdaderamente. Pero en Jerusa noquiero ver a nadie más que a vosotras.

NELL.- Mamá, ¿cuándo nos llevas contigo?

LUCRECIA.- (Meditabunda.) No sé... Talvez muy pronto. Depende de circunstanciaseventuales...

DOLLY.- (Vivamente.) Mamá, ¿no sabes?Ha llegado el abuelito.

LUCRECIA.- (Disimulando su disgusto,que sólo se trasluce en rápidos destellos desus pupilas rasgueadas de oro.) Ya, ya lo sé...Llegó esta mañana. ¿Y qué? Tan gruñón y de-sabrido como siempre.

NELL.- A nosotras nos quiere mucho.

DOLLY.- Irás a verle...

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LUCRECIA.- Sin duda. Ya sé que hoy comecon D. Carmelo... ¿Y con vosotras ha estadomuy expansivo? ¿Qué hacíais cuando llegó?

NELL.- Le encontramos en el bosque. Prime-ro tuvimos mucho miedo, porque no le co-nocíamos.

LUCRECIA.- Y después de conocerle, más.

NELL.- No, no: el pobrecito no acababa dehacernos cariños. Nos da mucha lástima deverle tan agobiado, viejecito, casi ciego.

LUCRECIA.- Y en el camino del bosque a laPardina, ¿no habló con nadie? ¿No le salió alencuentro alguna persona conocida?

DOLLY.- Sí, mamá: SENÉN.

LUCRECIA.- (Disgustada.) Ya me han dichoque está aquí ese tábano. El tal marea... y pica.Os recomiendo el menor trato posible con él.

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LA ALCALDESA.- (Entrando.) Cuando us-ted quiera.

LUCRECIA.- Ya estoy.

LA ALCALDESA.- (Llevándola a la venta-na, y mostrándole al Alcalde, que en la callehabla con un joven.) Vea usted, Lucrecia, losapuros que pasa mi esposo por defenderla austed de impertinencias. Ese con quien habla esPepito Cea, el periodista de Jerusa, que quierecolarse aquí para celebrar con usted una inter-view.

LUCRECIA.- ¡Una interview!... ¿Pero está lo-co ese hombre?

LA ALCALDESA.- Mire usted... mire usteda José María, más colorado que un pavo... Pare-ce que quiere romperle el bastón en la cabeza...Ahora le coge de las solapas... Al fin parece quele convence.

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LUCRECIA.- ¿Pero qué quiere preguntarmeese tipo, ni qué tengo yo que decirle?

LA ALCALDESA.- Pues nada: a qué horaentró en el tren; si le gustó el paisaje; si le prue-ba bien Jerusa; si quedó contenta de la ovacióno le ha parecido poca, y, por fin, cuál es su acti-tud en el asunto de la Cámara de Comercio, esdecir, si apoyará a raja-tabla en Madrid las pre-tensiones de esta villa.

LUCRECIA.- ¡Dios me ampare!

LA ALCALDESA.- (Mirando.) Ya, ya le hadespachado. Allá va el pobre Cea con vientofresco. Pondrá esta noche las paparruchas quele habrá encajado José María... Que usted adoraal pueblo; que ha venido muy cansada y condolores de reuma, y que se desvivirá por con-seguirnos lo de la Cámara de Comercio, apabu-llando a los de Durante... Ya entra mi marido.Bajemos al comedor.

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LUCRECIA.- (Salen las dos señoras, enla-zadas del brazo; las niñas delante.) Es delicio-so. Pero no me hace ninguna gracia que pongaese majadero la noticia falsa de mi reumatismo.Es una enfermedad que me desagrada más queotras, porque, no siendo grave, hace engordar.

LA ALCALDESA.- (Bajando la escalera.) Esmuchacho fino, y dirá que está usted nerviosa.

LUCRECIA.- ¡Menos mal!

En la puerta del comedor encuentran al se-ñor ALCALDE, que ofrece su brazo a laCONDESA. Sofocado, aunque de buen humor,da cuenta del gracioso quite con que logróevitar la formidable tabarra con que les ame-nazaba el audaz foliculario. Debe decirse, tri-butando a la verdad los honores debidos, quefue excelente y copiosa la comida, feliz com-binación del estilo de fonda y del arte caseroen casa rica; el servicio atropellado y lento,

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pues las pobrecitas criadas no acertaban adesenvolverse en aquel mete-y-saca y quita-y-pon de platos, fuentes y salseras. Sentáronse ala mesa, a más de la CONDESA y sus hijas ylos dueños de la casa, los dos niños de éstos,escolares escogidos que se hallaban en plenaedad del pavo, y eran de lo más desaboridoque en tan lastimosa edad comúnmente se ve.De personas extrañas sólo había una, la quetoda Jerusa conocía por CONSUELITO, deapodo la Solitaria, prima del ALCALDE, viudarica sin hijos, que en investigar vidas ajenasse pasaba mansamente la suya, y era, por tan-to, un viviente archivo de historias, enredos ychismes. Amenizó el señor ALCALDE la co-mida con un jaquecoso disertar sobre las me-joras pasadas, presentes y venideras de Jerusa,y a nadie dejaba meter baza. Pugnaba su es-posa por intercalar observaciones finas enmedio de la gárrula oratoria del buen Mone-dero; pero rara vez vio coronado por el éxitosu laudable propósito. Cuando servían el café

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(que, entre paréntesis, llegó a la mesa malhecho, recalentado y frío), entraron a saludar ala CONDESA el señor CURA, que ya la habíavisto, y SENÉN, que aún no había tenido elhonor de besarle la mano.

Escena IV

Jardín que no necesita descripción, pues yase comprende que es un afectado y ridículoplagio en pequeño del estilo inglés en grande;trazado en curvas, con praderas, macizos, bos-quecillos plantaciones ornamentales de varia-da coloración.

LUCRECIA, NELL y DOLLY, el ALCALDE,la ALCALDESA, sus dos hijos, que no hablan,y peor sería que hablaran; CONSUELITO, elCURA y SENÉN.

Fórmanse grupos distintos que cambian defiguras.

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EL CURA.- (Sentándose con la CONDESA yla ALCALDESA en un banco rústico, de losmuchos que hay en el jardín, alternando conlos civilizados.) Ya comprenderá la señoraCondesa que no he venido esta tarde sólo por elgusto de verla, que siempre es grande, sino...

LUCRECIA.- Ya, ya... Ha comido usted conél... y me trae algún mensaje; recadito por lomenos.

EL CURA.- Dispénseme si le digo que seequivoca. El señor Conde no me ha dado nin-guna comisión ni recado para la Condesa deLaín.

LUCRECIA.- Entonces...

EL CURA.- Lo que yo diga será por cuentamía, por inspiración propia y consejo de amigo.

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LUCRECIA.- (A la ALCALDESA, que seaparta discretamente.) No, no se retire usted,Vicenta. No hablamos nada reservado. Puedeusted oírlo. Siga, Don Carmelo. Mi ilustre papápolítico, como si lo viera, habrá dicho de mí...qué sé yo... horrores espeluznantes.

EL CURA.- No, señora. Ni una sola vez la hanombrado a usted durante la comida.

LUCRECIA.- Permítame el Sr. D. Carmeloque no le crea, con todo el respeto debido. Esusted un santo, que en este instante no dice laverdad... por exceso de virtud. Se dan casos.

EL CURA.- Habló mucho de su hijo muerto,dignísimo esposo de usted; ponderó sus virtu-des, su mérito no común, lloró...

LUCRECIA.- (Que palidece, e intenta des-viar la conversación.) También hablaría de sudesdichado viaje a América. Lo emprendióatraído por la ilusión, por el espejismo de un

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caudal que allí dejó su abuelo el Virrey, y des-pués de mil fatigas y trabajos, sufriendo desai-res y persecuciones, ha vuelto descorazonado ysin una peseta. Al diantre se le ocurre plantarseen el Perú a reclamar las famosas minas deHolgayos, olvidadas durante un siglo.

EL CURA.- También nos habló de eso... y deotras cosas. Demuestra un cariño ardiente a susnietas. Oyéndole hablar de ellas hemos obser-vado Angulo y yo cierta exaltación del afectopaternal, y una tenacidad monomaniaca en elpropósito de estudiar y desentrañar los caracte-res de una y otra... Por la incoherencia con quese expresa, no hemos podido apoderarnos desu pensamiento, si es que alguno tiene. Angulocree más bien que en aquella cabeza hay undesconcierto lastimoso, ideas de grandeza, ide-as de venganza, el orgullo y la miseria, querabian de verse juntos.

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LUCRECIA.- No será extraño que las desdi-chas, amargando su alma, toda soberbia y alta-nería, lleven al buen D. Rodrigo a la locura...

EL CURA.- No diré yo tanto. Sólo apunto laidea de que el señor Conde, por su ancianidad,por su pobreza, por el estado de amargura eirritación de su espíritu, merece y reclama ex-quisitos cuidados, y de esto precisamente quer-ía que hablásemos usted y yo.

LUCRECIA.- Por mí no ha de quedar. Piensodecir a Venancio que si el Conde permanece enla Pardina tenga con él toda clase de miramien-tos, le cuide, le agazaje (5), atienda con delicade-za a sus necesidades. Pero yo dudo que acepteestos beneficios dispuestos por mí. Usted leconoce...

EL CURA.- Sí, y sé que es atrabiliario, des-contentadizo, y que la exaltación de la dignidadle impulsará a rechazar el bien que usted leofrezca.

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LUCRECIA.- (Cruzándose de brazos.) En-tonces, ¿qué debo hacer? Vicenta, dé usted suopinión.

LA ALCALDESA.- (Con finura.) Yo... ¿Quéquiere usted que le diga? Paréceme que no serádifícil encontrar un medio de darle amparodecoroso, digno de su alcurnia, sin que la vi-driosa dignidad de D. Rodrigo se sintiera ofen-dida.

EL CURA.- (Aprobando enfáticamente.)Mucho, mucho... Vicenta, con su talento admi-rable, nos indica el mejor camino. Pues bien: yotengo una idea, que quiero someter al buencriterio de usted...

EL ALCALDE.- (Presuroso, hacia la CON-DESA.) Lucrecia, ahí tiene usted una visita. ElPrior y dos Padres Jerónimos del convento deZaratán vienen a ofrecer sus respetos.

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LUCRECIA.- ¡Ah!... Zaratán... Ya me acuer-do. Di una cantidad para la restauración... yRafael consiguió del Gobierno un dineral paraque estos benditos pudieran instalarse.

LA ALCALDESA.- ¿Están en la sala? Vamosun momento. No tema usted que la fastidien.Son finísimos.

EL CURA.- Vamos allá... ¡Qué oportunidad,qué feliz coincidencia! (Entran en la casa LU-CRECIA, el CURA, el ALCALDE y su señora.)

SENÉN.- (En otro grupo, con NELL y DO-LLY, CONSUELITO y los niños del ALCAL-DE, que no hablan ni a tiros.) ¿Quieren ver lapajarera?

NELL.- Lo que queremos ver es las sortijasque llevas tú en el dedo meñique.

DOLLY.- Son preciosas. Ya podías regalár-noslas.

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SENÉN.- Están a su disposición.

DOLLY.- ¡Truhán! Ya sabes que no las to-maríamos.

SENÉN.- ¿Por qué no? Hagan la prueba.

NELL.- Te morirías de rabia.

CONSUELITO.- Las necesita para deslum-brar a las chicas del pueblo.

DOLLY.- ¿Cuántas novias tienes? Dinos laverdad.

NELL.- Lo menos dos docenas.

CONSUELITO.- Que yo conozca, tres... A míno me lo negarás, pillo, engañador. Te he vistode telégrafos con Delfina, la del confitero; séque te carteas con Amalia Ruiz, y es de domi-nio público que le mandas versitos a ese retacode Hilaria Sevillano, y que ella te envía, con la

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mujer del peón caminero, peras de su huerta.Todo se sabe, amiguito.

SENÉN.- Sí, y lo primero que sabemos esque se deja usted tamañita a La Correspondencia.Todo lo averigua y todo lo trabuca. Para que seentere, no han sido peras, sino abridores.

CONSUELITO.- Y ahora te está preparandouna calabaza de cabello de ángel. Es rica la ni-ña, aunque cargadita de espaldas; pero los pa-dres, que son plateros y conocen el oro falso, note pasan... Tienes liga...

(No se oye lo que contesta SENÉN, porqueNELL y DOLLY, viendo pasar a un sujeto al

través de la verja que da a la calle de Potestad,se abalanzan gozosas a llamarle.)

DOLLY.- ¡D. Pío, Pío, Piito, venga, ven acá!...entra.

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CONSUELITO.- (Dejando a SENÉN con lapalabra en la boca.) ¿Es Coronado, vuestromaestro?

NELL.- (Gritando.) Maestro, maestrillo, en-tra. Mamá quiere verte.

DOLLY.- No seas vergonzoso... ven.

SENÉN.- No entrará ni a tiros. Es muy cortode genio. (Se asoman los cuatro, y ven a unanciano que se aleja calle adelante, y risueñosaluda con la mano.)

NELL.- ¡Pobrecillo!... ¡Le queremos más!...

(Los dos niños del Alcalde se dedican, conperseverancia digna de mejor causa, a untarselas manos de tierra mojada. La Solitaria,viendo salir a los frailes, y a las señoras, queen la verja de la plaza les despiden, corre aguluzmear. Fórmanse nuevos grupos: en un

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lado están el CURA, la ALCALDESA y CON-SUELITO; en otro, el ALCALDE, la CONDE-SA, SENÉN y las niñas.)

CONSUELITO.- (A la ALCALDESA.) ¿Sepuede saber a qué han venido los padricos deZaratán?

LA ALCALDESA.- Visita de parabién, y na-da más. (Al CURA.) La verdad, D. Carmelo,aquí que nadie nos oye: ¿D. Rodrigo le dijo o nole dijo a usted los horrores que supone Lucre-cia?

EL CURA.- (Escurriendo el bulto.) Psch...Exageraciones, monomanías... chocheces.

CONSUELITO.- A esta buena señora no levendría mal mirar un poquito por su reputa-ción... Ella será buena; pero no puede hacerlocreer a nadie.

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LA ALCALDESA.- Chitón, Consuelo. Lucre-cia está en mi casa.

EL CURA.- De todas las historias que porahí corren, descontemos lo que añaden la mali-cia, la envidia, el afán de los chistes, y...

CONSUELITO.- Quite usted todo el jierroque quiera, y siempre quedará lo que es públi-co y notorio.

LA ALCALDESA.- ¿Y quién te asegura queno sea invención?

CONSUELITO.- No creo en las invenciones,ni siquiera en la de la pólvora... Esta Vicenta,cuando se pone a no querer entender las cosas...

LA ALCALDESA.- Indicábamos que podríaser invención...

CONSUELITO.- ¿He inventado yo que estabuena señora no tenía ni pizca de amor a su

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marido... y que le dejó morir como un perro enuna fonda de Valencia?

LA ALCALDESA.- ¡Consuelo, por Dios...!

CONSUELITO.- Hija, en Madrid lo oí... Loschicos de la calle no sabían otra cosa. Bueno:que es mentira. ¿Queréis que diga y sostengaque miente todo el mundo? Pues lo digo: a be-nevolencia nadie me gana. Pero también osaseguro una cosa: en mi fuero interno creo queel Conde de Albrit tiene razón en odiar a sunuera, y lo pruebo, como diría Senén.

EL CURA.- (Riendo.) Recomiéndele usted asu fuero interno que no sea tan malicioso.

CONSUELITO.- Pero no puedo recomendara mis ojos que no vean lo que ven; y han vistoque la cara de la Condesa se queda como elmármol cuando le nombran a su suegro.

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EL CURA.- De mármol blanco. Es que tieneuna tez que ya la quisiera usted para los días defiesta.

CONSUELITO.- Yo no presumo.

EL CURA.- Podía...

LA ALCALDESA.- (Cortando la cuestión.)Basta. Mientras esta señora esté en mi casa, yono tolero...

CONSUELITO.- Claro... pero conste que ellaviene a honrarse a tu casa... no eres tú quien sehonra con recibirla y agasajarla. ¡Pues no le handado hoy poquita ovación!... Y dice que no legustan los vivas... A poco más revienta de or-gullo.

EL CURA.- Señora Doña Consuelito, no abreusted la boca sin decir algo en ofensa delprójimo. Haga caso de mí, que la quiero bien:

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ponga mesura en sus palabras, y enfrene unpoco su curiosidad de las vidas ajenas.

CONSUELITO.- ¿Qué mal hay en saber loque pasa, siendo verdad? La curiosidad es hijade Dios, y de la curiosidad nace la historia queusted cultiva, y nace la ciencia que descubretantas cosas.

EL CURA.- La curiosidad perdió a Eva.

CONSUELITO.- Hay opiniones...

EL CURA.- (Riendo.) Es dogma.

CONSUELITO.- Bueno... lo creo por serdogma, que si no, no lo creía. Una cosa siento,acordándome de lo del Paraíso... Sí, señor, sien-to no haberlo visto yo, para que nadie me locontara.

LA ALCALDESA.- (Viendo llegar a laCONDESA.) Silencio... Aquí viene.

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LUCRECIA.- ¡Pobre Senén! Las chiquillas letraen loco.

(La inopinada presencia del periodista enla verja de entrada exige una nueva interven-ción de la muleta del señor ALCALDE.Preséntase también el director del orfeón. LaALCALDESA se ve precisada a poner coto alos juegos inocentes de sus hijuelos, y acudeal estanque, donde se lavan las manos,mojándose la ropita nueva. NELL y DOLLYllaman a CONSUELITO y al CURA. SENÉN yla CONDESA se encuentran un rato solos.)

LUCRECIA.- (Sentada a la sombra de unamagnolia frondosísima.) Ya sé que has visto aese hombre, que le has hablado.

SENÉN.- (En pie, respetuoso.) Viene de ma-las.

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LUCRECIA.- (Disimulando su miedo.) ¿Yqué me importa? Forzoso es darle algo paraque viva... Me dejará en paz.

SENÉN.- Lo dudo... Como soberbio que es,no querrá limosna; como quisquilloso y camo-rrista, querrá escándalo.

LUCRECIA.- (Trémula.) ¡Escándalo!...¿Qué?... ¿te ha dicho algo?

SENÉN.- (Haciéndose el misterioso.) A mí,no... En Madrid, un amigo mío que vivió enValencia con el señor Conde, me dijo que éste,desde la muerte de su hijo (Dios le tenga en sugloria), no vive más que para un fin: revolver lopasado, los desechos del pasado...

LUCRECIA.- Como los traperos en los mo-tones de basura.

SENÉN.- Revolver para sacar... lo que en-cuentre.

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LUCRECIA.- (Muy inquieta.) Y a ti te haríamil preguntas... Sabe que fuiste mi criado... ylos criados siempre poseen algún secreto... digomal, algún dato de las intimidades de sus amos.

SENÉN.- (Enfáticamente.) En mí tuvo ytendrá siempre la señora Condesa un servidorleal...

LUCRECIA.- Lo sé... Confío en ti.

SENÉN.- Y aunque no me obligaran a la leal-tad los motivos de agradecimiento que mehacen esclavo de la señora, seré fiel y seguro,porque tengo la honradez metida en las entra-ñas...

LUCRECIA.- Lo sé... (Apuradisíma por li-brar su olfato del insoportable perfume deheliotropo que SENÉN despide de su ropa,saca el pañuelo, y se acaricia con él la nariz,fingiendo constipación.)

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SENÉN.- Sirvo a la Condesa de Laín desinte-resadamente en todo aquello que guste man-darme, sea lo que fuere... Pero no olvide la se-ñora que su humilde protegido, el pobre Senén,no merece quedarse a mitad del camino en sucarrera.

LUCRECIA.- (Con hastío y desdén.) ¿Peroqué... quieres más? ¿Solicitas otro ascenso?Ahora es imposible.

SENÉN.- (Quejumbroso.) No es eso. Por laadministración a secas no se va a ninguna par-te.

LUCRECIA.- ¿Pues qué pretendes?... Dilopronto y acaba de una vez. ¿Quieres el arzobis-pado de Toledo o la cruz laureada de San Fer-nando?

SENÉN.- Aspiro a una posición obscura y demucho trabajo, con lo cual podré asegurar misubsistencia en lo que me quede de vida.

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LUCRECIA.- (Impaciente, deseando que sevaya.) Bueno: la tendrás. ¿Es cosa que puedohacer yo?

SENÉN.- Facilísimamente, no dejando pasarla ocasión. Es cosa muy sencilla. Que me nom-bren agente ejecutivo de la cobranza de Dere-chos Reales.

LUCRECIA.- ¿Y eso da dinero?

SENÉN.- ¡Que si da!...

LUCRECIA.- ¿De modo que pidiéndolo alMinistro...?

SENÉN.- Como tenerlo en la mano.

LUCRECIA.- (Levantándose, por huir delperfume y del perfumado.) Si es así, cuentacon ello.

SENÉN.- Permítame la señora un momenti-to...

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LUCRECIA.- ¡Insufrible pedigüeño! ¿To-davía más?

SENÉN.- Se me olvidó decir a la señora quepara desempeñar ese cargo necesito fianza.

LUCRECIA.- (Muy displicente.) ¿Tambiéneso?

SENÉN.- Una fuerte fianza.

LUCRECIA.- (Sofocando su ira.) Yo nopuedo ponértela...

SENÉN.- (Dando un paso hacia ella.) Peroel señor Marqués de Pescara me la facilitarásólo con que la señora se lo diga... o se lo man-de.

LUCRECIA.- ¡Oh!... Esto ya es absurdo... Pi-des cosas difíciles, enfadosas.

SENÉN.- (Dando un paso en seguimientode la CONDESA, que se aleja.) Si la señora no

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quiere molestarse para que yo salga de pobre,no he dicho nada... Se me olvidaba manifestarleque el dinero estará seguro, y el señor Marquéscobrará intereses de la Caja de Depósitos.

LUCRECIA.- (Deseando concluir.) Estábien... Pero es dudoso que yo pueda ver a Ri-cardo...

SENÉN.- (Con seguridad.) Le verá mañanao pasado.

LUCRECIA.- (Con súbito interés,aproximándose a él, sin temor a la fraganciahetiotrópica.) ¿Dónde?... ¿Qué dices?...¿Dónde?

SENÉN.- En Verola, a donde la señora vadesde aquí.

LUCRECIA.- ¿Y cómo lo sabes?

SENÉN.- Cuando lo digo, es porque lo sé... ylo pruebo.

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LUCRECIA.- ¡Él también en Verola!... ¡Ah!,lo sabes por su ayuda de cámara, que es tuprimo. ¿Estás seguro?

SENÉN.- Prométame la señora que si en-cuentra allí al señor Marqués le pedirá la fian-za. Con eso me basta.

LUCRECIA.- (Rehaciéndose, avergonzadade sostener coloquio familiar con un inferior.)Yo veré... Ignoro en qué disposición encontraréa Ricardo.

SENÉN.- (Muy animado.) Prométamehablarle de mi fianza si le encuentra en buenadisposición. Me conformo.

LUCRECIA.- Te prometo no olvidar el asun-to, mirarlo con interés... siempre que tú me ase-gures una lealtad a toda prueba...

SENÉN.- (Con aspavientos de adhesión.)¡Señora!...

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LUCRECIA.- (Tapándose la nariz.) Retíra-te...

SENÉN.- ¿Qué... está la señora constipada?

LUCRECIA.- (Burlona.) No, hombre... Esque usas unos perfumes tan fuertes, que no sepuede estar a tu lado... Vete ya.

SENÉN.- (Turbado.) Pues yo creía... No mo-lesto más... (Saludando a distancia.) Señora...

LUCRECIA.- (Agitando con su pañuelo elaire, para alejar los miasmas olorosos.) ¡Quédesgraciada soy, Dios mío! ¡Tener que soportara ese animalejo, y oírle, y olerle... sólo porque letemo!...

LA ALCALDESA.- (Que vuelve a meter encintura a sus niños.) ¿Qué hace usted, Lucre-cia?

LUCRECIA.- Limpiar la atmósfera de losperfumes que usa este imbécil.

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LA ALCALDESA.- (Riendo.) Sí, sí: tiene in-festada... toda la población.

(Entra en el jardín Capitán, el perrito de laPardina, y corre hacia las niñas, brincando dealegría, y meneando el plumacho que tiene

por cola.)

DOLLY.- (Bajándose para cogerle de las pa-tas delanteras.) Hola, pillo, ¿vienes a ver a tusniñas?

NELL.- ¿Qué trae por aquí el chiquitín de lacasa? Tú no has venido solo, Capitán.

DOLLY.- ¿Con quién has venido?

EL ALCALDE.- (A LUCRECIA.) Ahí tieneusted a Venancio, con un recado del León deAlbrit... Cuidado que no le llamo flaco ni gordo,ni hablo de sus pulgas.

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LUCRECIA.- (Demudada.) Voy... ¿Qué será?(Entra en la casa, acompañada de la ALCAL-DESA.)

EL ALCALDE.- (A CONSUELITO, que ávi-da de noticias se le aproxima.) Esta tarde nopodremos librarnos del orfeón. Ya le he dicho aFandiño que con un par de cantatas nos dare-mos por bien servidos.

CONSUELITO.- Y echarán, aplicándolo a tuamiga, el coro dedicado a Isabel la Católica, quedice: «Salve, matrona excelsa...» (Cantando.)

EL ALCALDE.- El tábano de Cea debiera ce-lebrar su interbú contigo. Pero como estás sor-da, le encargaré que se traiga una trompetilla.

CONSUELITO.- (Amenazándole con suabanico.) ¡Sorda yo!

EL ALCALDE.- Quiero decir que debierasserlo... y muda.

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CONSUELITO.- Eso quisieras tú, para hacermangas y capirotes en el Ayuntamiento.

LUCRECIA.- (Que vuelve de la casa, con laALCALDESA y el CURA.) Mi noble suegro mepide hora y sitio para nuestra entrevista. Hedicho a Venancio que le contestaré esta tarde.

EL CURA.- Me parece bien que no se demo-re el careo. Sea usted humilde si él es orgulloso.Tiene usted la juventud, la fuerza, no sé si larazón... Él es anciano, infeliz... Merece indul-gencia.

LUCRECIA.- (Mirando más al suelo que alos que la rodean.) No sé qué pretenderá... Losabremos mañana.

EL ALCALDE.- Citémosle aquí. Verá ustedcómo conmigo no se desmanda. ¡Leoncitos amí!

LUCRECIA.- (Vacilando.) No sé... no sé...

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CONSUELITO.- Si quiere usted celebrar laentrevista en mi casa, pongo a su disposiciónuna sala hermosísima... Con franqueza. Estaránustedes solitos... Se cierran bien las puertas...

LUCRECIA.- No, gracias... Iré a la Pardina.

EL CURA.- Fije usted la hora, y yo le llevaréel recado.

LUCRECIA.- Mañana, a las diez.

LA ALCALDESA.- (Desconsolada.) ¡Maña-na que pensaba yo llevármela a visitar a lasmonjitas!

EL ALCALDE.- Y el colegio, y la fábrica, y elmatadero, y los casinos de la masa obrera, y elhospital, y el instituto, y las escuelas... Condesa,que espere el león un día más.

LUCRECIA.- No puede ser, mi querido D.José María, porque me voy mañana.

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LA ALCALDESA.- (Con asombro y ciertaindignación, de que participa su esposo.)¿Cómo es eso? ¡Lucrecia, por Dios...!

EL ALCALDE.- (Dando resoplidos.)¡Trómpolis! Eso no es lo tratado.

LA ALCALDESA.- No, hija mía; no lo con-sentimos. Dijo usted que cuatro días.

EL ALCALDE.- Me opongo. Saco la vara.

EL CURA.- Y yo saco el Cristo.

CONSUELITO.- ¡Ingrata! ¡Dejarnos tanpronto!

LUCRECIA.- (Remilgada, suspirando.) Losiento en el alma...

EL CURA.- ¿Pero tan mal la tratamos?

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CONSUELITO.- (Poniendo morros.) Sinduda la tratan mejor en Verola, en el castillo desus amigos los Donesteve.

LUCRECIA.- Compromiso ineludible. Meesperan mañana. Pero no hay que apurarse...volveré.

EL ALCALDE.- (Con grosería.) ¿De veras?¡Cómo nos está tomando el pelo!

LA ALCALDESA.- No, no nos engaña. Vol-verá.

LUCRECIA.- Como que es muy probableque allí determine llevarme a las chiquillas...Francamente, me inquieta un poco dejarlas enJerusa.

EL CURA.- (Frunciendo el ceño.) Tal vez...

NELL.- (Corriendo hacia su madre.) ¡Mamá,el orfeón!

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DOLLY.- ¡El orfeón! Ahí están.

NELL.- (Batiendo palmas.) ¡Qué gusto!

DOLLY.- ¡Qué alegría!

CONSUELITO.- (Cantando bajito.) «Salve,matrona excelsa...»

Escena V

Sala baja en la Pardina.

LUCRECIA, sentada, melancólica, mirandoal suelo; el CONDE, que entra por el foro.

EL CONDE.- Señora Condesa... (Se inclinarespetuosamente. Saluda ella con fría reveren-cia.) Agradezco a usted que haya tenido labondad de concederme esta entrevista, aunquepara merecer yo favor tan grande haya tenido

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que venir a Jerusa. (Toma una silla, y se sientacerca de ella.)

LUCRECIA.- Es obligación sagrada para míacceder a su ruego... aquí o en cualquier parte.Obligación digo: durante algún tiempo me hallamado usted su hija.

EL CONDE.- Pero ya no... Esos tiempos pa-saron... Fue usted, como si dijéramos, una hijaeventual... transitoria, una hija de paso...

LUCRECIA.- (Esforzándose en sonreír paraengañar su miedo.) Y a las hijas de paso... ca-ñazo.

EL CONDE.- Extranjera por la nacionalidad,y más aún por los sentimientos, jamás se identi-ficó usted con mi familia, ni con el carácter es-pañol. Contra mi voluntad mi adorado Rafaeleligió por esposa a la hija de un irlandés esta-blecido en los Estados Unidos, el cual vino aquía negocios de petróleo... (Suspirando.) ¡Fu-

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nestísima ha sido para mí la América!... Puesbien: como todo el mundo sabe, me opuse almatrimonio del Conde de Laín; luché con suobstinación y ceguera... fui vencido. Me handado la razón el tiempo y usted; usted, sí,haciendo infeliz a mi hijo, y acelerando sumuerte.

LUCRECIA.- (Airada, y todavía medrosa.)Señor Conde... eso no es verdad.

EL CONDE.- (Fríamente autoritario.) Seño-ra Condesa, es verdad lo que digo. Mi pobrehijo ha muerto de tristeza, de dolor, de ver-güenza.

LUCRECIA.- (Sacando fuerzas de flaque-za.) No puedo tolerar...

EL CONDE.- Calma, calma. No se acaloreusted tan pronto... cuando apenas he comenza-do...

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LUCRECIA.- Es monstruoso que se me pidauna entrevista para mortificarme, para ultra-jarme. (Afligida.) Señor Conde, usted nuncame ha querido.

EL CONDE.- Nunca... Ya ve usted si soy sin-cero. Mi penetración, mi conocimiento delmundo no me engañaban. Desde que vi a Lu-crecia Richmond la tuve por mala, y si en algohan fallado mis augurios ha sido en que... enque salió usted peor de lo que yo pensaba ytemía.

LUCRECIA.- (Levantándose altanera.) Si es-ta conferencia, que yo no he solicitado, es parainsultarme, me retiro.

EL CONDE.- (Sin alterarse.) Como ustedguste. Si prefiere que lo que tengo que decirlelo diga a todo el mundo, retírese en buen hora.Por la cuenta que le tiene, preferirá sin dudaoírlo sola, por mucho que le desagraden mi vozy mis acusaciones. ¿No es eso? El oprobio de

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que pienso hablarle quedará entre los dos. Noslo repartiremos por igual, sin dejar nada paralos extraños. ¿No es esto mejor que arrojarlofuera, a puñados, sobre la multitud? (La CON-DESA, que vacila entre salir y quedarse, da unpaso hacia su asiento.) ¿Ve usted como no leconviene dejarme con la palabra en la boca?...Así es mejor.

LUCRECIA.- (Angustiada, pasándose lamano por los ojos y la frente.) Sí, sí... Le supli-co la brevedad... Lo que se propone decirme,dígalo pronto, pronto...

EL CONDE.- Es un poquito largo... (Le seña-la el asiento.) ¿A qué tanta prisa? ¡Cuánto me-jor está usted aquí conmigo, oyendo las terri-bles verdades que salen de mi boca, que entregentes aduladoras y embusteras, que pública-mente la festejan, y en privado la denigran!¿Acaso es usted tan candorosa que se paga deesa estúpida farsa de la ovación callejera, y losvivas y los cohetes? Todos los que se han que-

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dado roncos aclamando a la Condesa de Laín,se aclaran la voz contando aventuras galantes,anécdotas maliciosas. Y también digo que, conser usted mala, no lo es tanto como creen yafirman los imbéciles que ayer la victorearon.

LUCRECIA.- (Queriendo serenarse.) ¡Másvale así!... Siempre es un consuelo ser mejor delo que nos creen los amigos.

EL CONDE.- Siéntese usted. Después de oírtantos embustes y lisonjas, no le viene mal oírla voz de la justicia, de la verdad... y oírla conpaciencia cristiana.

LUCRECIA.- ¡Paciencia! Ya ve usted que latengo, aunque no sea tanta como su malicia.Pero no hay que abusar, señor mío; no vea us-ted cobardía en lo que es respeto a la anciani-dad, a los lazos que nos unen y que usted nopuede desconocer, a sus terribles infortunios...

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EL CONDE.- (Con gran abatimiento.) Sí, sí:soy muy desgraciado.

LUCRECIA.- (Envalentonándose al verdesmayar a su enemigo.) Pero usted, Sr. D.Rodrigo, no aprende nunca. Las desgracias, queson lecciones y avisos de la Providencia, domanal más soberbio, y suavizan al más atrabiliario.Esta ley, sin duda, no reza con usted. Franca-mente, yo creí que la pérdida total de su fortu-na y el horrible desengaño de América, aman-sarían su orgullo... Veo que no. El león, caducoy pobre, vuelve a España más fiero.

EL CONDE.- ¿Qué quiere usted?... Dios meha hecho fiero, y fiero he de morir.

LUCRECIA.- (Intentando tomar una posi-ción ofensiva.) Es usted, según creo, el hombrede las equivocaciones, y bien puede decirse quetodo aquello en que pone la mano le sale mal.Le hacen creer que el Gobierno peruano estádispuesto a reconocerle la propiedad de las

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minas de Hualgayos, y se embarca, la cabezallena de viento, discurriendo cómo traerá laenorme carga de millones que allá le teníanmuy guardaditos... Pero la realidad le deparótan sólo desprecios, cansancio inútil, humilla-ciones... Y no teniendo sobre quién descargarsu despecho, se resuelve contra una pobre mu-jer, y la injuria y la maldice.

EL CONDE.- Si al regresar de aquella excur-sión que consumó mi ruina hubiera yo encon-trado a mi hijo vivo, su cariño me habría hechoolvidar mi triste situación. Pero la muerte deRafael, acaecida hace cuatro meses, avivó en míla irascibilidad, despecho si usted quiere, elsabor amargo que en mi alma dejaron las des-dichas... y avivó también el odio a la personaque creo responsable de la infelicidad y de lamuerte de aquel hombre tan bueno y leal.

LUCRECIA.- (Altanera.) ¡Responsable yo desu muerte! Eso es una infamia, señor Conde.

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EL CONDE.- (Con gran entereza.) Mi hijoha muerto... del abatimiento, del bochorno aque le llevaron los escándalos de su esposa. Esolo sabe todo el mundo.

LUCRECIA.- (Airada, levantándose.) Mireusted lo que dice. Se hace usted eco de vilescalumnias. Tengo enemigos.

EL CONDE.- Más que los enemigos, difa-man a Lucrecia Richmond... sus amigos.

LUCRECIA.- (Desconcertada.) Repito que escalumnia.

EL CONDE.- (Levantándose también.) Aho-ra lo veremos... (Con cierta dulzura.) Lucrecia...aún podría suceder que yo me equivocara, quefuese usted mejor de lo que supongo... Esteerror mío lo confirmaría usted, dándome conello una dura lección, si tuviera el arranque deconfesarme la verdad...

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LUCRECIA.- (Aturdida.) ¿La verdad?...

EL CONDE.- Sí... sobre un punto delicadí-simo sobre el cual le interrogaré.

LUCRECIA.- (Medrosa.) ¿Cuándo?

EL CONDE.- Ahora mismo... sí, y con-testándome sin pérdida de tiempo, me propor-cionará el placer inefable de perdonarla. Creausted que al fin de mi vida, quebrantado, triste,moribundo casi, el perdonar es gran consuelopara mí.

LUCRECIA.- (Con terror.) ¡Interrogarme!¿Soy acaso criminal?

EL CONDE.- Sí.

LUCRECIA.- (Luchando con su conciencia,que anhela manifestarse.) Todos somos imper-fectos... No me tengo por impecable... ¿Pero austed... quién le ha hecho confesor... y juez?

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EL CONDE.- Me hago yo mismo... Quiero ydebo serlo, como jefe de la familia de Albrit, yguardador de su decoro.

LUCRECIA.- (Con pánico, queriendo huir.)Esto es insoportable... No puedo más...

EL CONDE.- (Deteniéndola por un brazo.)No, no. No puede usted negarse a responder-me... al menos para demostrarme que no tengorazón, si en efecto no la tuviera y usted pudieseprobarlo. Lo que voy a preguntar es grave, y elacto de preguntarlo yo, de contestarme usted,ha de revestir cierta solemnidad. Ahora no soyyo quien habla: es el marido de la que me escu-cha, es mi hijo, que resucita en mí... (Pausa.)Siéntese usted. (La lleva al sillón.)

LUCRECIA.- (Cayendo desfallecida en elsillón.) Por piedad, señor... Me está usted mar-tirizando.

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EL CONDE.- Perdóneme usted... Es preci-so... Hay que sufrir algo, Lucrecia. No todo hade ser gozar y divertirse. (Pausa. La Condesa,ansiosa, no se atreve a mirarle.) Al llegar aCádiz de mi frustrado viaje, entregáronme unacarta de Rafael, en la cual me manifestaba sudolor, su amargura hondísima. La vida habíaperdido para él todo interés. Hallábase enfer-mo, y en su desesperación no anhelaba curarse.Le consumía el desaliento, la pérdida de todailusión, la vergüenza de ver ultrajado su nom-bre...

LUCRECIA.- (Revolviéndose.) ¡Señor Con-de, por Dios...!

EL CONDE.- Mi hijo vivía separado de suesposa desde el año anterior.

LUCRECIA.- ¿Y quién asegura que fue culpamía?

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EL CONDE.- Yo lo aseguro: por culpa de us-ted.

LUCRECIA.- No es cierto.

EL CONDE.- (Colérico.) No me desmientausted. Calle ahora y escuche. (Recobrando eltono narrativo.) Rafael no me decía nada con-creto. Expresaba tan sólo el estado de su espíri-tu, sin exponer las causas...

LUCRECIA.- (Con viveza.) No decía nadaconcreto. Luego...

EL CONDE.- Pero, a poco de recibir la carta,me dio cuenta detallada de las aventuras de laCondesa de Laín un amigo mío queridísimo,persona de intachable veracidad, que no sólorefería lo que era público y notorio, sino algoque por circunstancias excepcionales tuvo oca-sión de conocer y comprobar; hombre que noha mentido nunca, tan bueno y noble, que alhacerme la triste historia de aquellos escánda-

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los, casi, casi los atenuaba... No necesito nom-brarle. Usted le conoce.

LUCRECIA.- (Aterrada, casi sin voz.) Yo...no.

EL CONDE.- Usted sabe quién es. Y no seatreve, no se atreve a sostener que ha mentido,porque su conciencia, Lucrecia, se sobrepone asu cinismo; y antes dudará usted de la luz quede la veracidad de ese hombre, venerado detodo el mundo, gloria de la magistratura...

LUCRECIA.- (Agarrándose a un clavo ar-diendo.) El hombre más recto puede equivo-carse.... sobre todo si respira un ambiente mal-sano de hablillas y embustes...

EL CONDE.- Sigo. Me refirió todo, todo... esdecir, todo no. Falta algo, tan secreto, que sólousted lo sabe... y usted me lo va a decir.

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LUCRECIA.- (Con angustia de muerte.)¡Qué suplicio, Dios mío!

EL CONDE.- ¡Suplicio! No se acuerda usteddel de su esposo, fugitivo, solo, muriendo demelancolía, sin que ningún cariño le consola-ra... porque yo estaba ausente, y usted, que nole amaba, no hacía más que rebuscar pretextospara apartarse de su lado... Claro que al recibirla carta y al oír los informes de mi amigo, mefaltó tiempo para correr al lado de Rafael. Toméel tren, y sin parar en ninguna parte, me fui aValencia...

LUCRECIA.- ¡Ay de mí!

EL CONDE.- (Con voz lúgubre.) Dos horasantes de llegar yo, mi adorado hijo había muer-to. Agravose su enfermedad en aquellos días.Él no hacía caso... Un tremendo acceso de dis-nea, el espasmo... la muerte. Todo en unascuantas horas... (Llora. Pausa.) Murió en elcuarto de una fonda... vestido sobre la cama...

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mal asistido de gente mercenaria... ¡Jesús... quédolor...!

LUCRECIA.- (Muy conmovida, sollozan-do.) ¡Oh! Señor Conde, aunque usted no lo crea,yo le amaba...

EL CONDE.- (Iracundo, limpiándose laslágrimas.) ¡Mentira! Si le amaba usted, ¿porqué no corrió a su lado al saber que estaba en-fermo?

LUCRECIA.- (Sin saber qué decir.) Porque...no sé... Complicaciones de la vida que no pue-do explicar en breves palabras. Yo...

EL CONDE.- Déjeme concluir... Fácilmentecomprenderá mi desesperación al encontrarlemuerto. ¡No escuchar de sus labios explicacio-nes que sólo él podría darme! Terrible cosa eraperderle; pero más terrible aún verle yerto, frío,mudo para siempre, como le vi yo... y no poderconsolarle, no poder decirle: «cuéntame tus

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martirios, y tu padre te contará los suyos.»(Cruza las manos, sollozando.) ¡Oh, pena in-mensa, agonía lenta de mi vejez, más espantosaque cuantos males en todo tiempo sufrí! Verlecadáver, hablarle sin obtener respuesta, sin quea mis caricias respondiese con un gesto, conuna mirada, con una voz. ¡Y sabiendo yo elinfinito dolor que amargó sus últimos días, verque todo se lo llevaba, todo, al abismo del si-lencio, la muerte, sin darme una parte, un pocode dolor suyo, que era su alma!... (La CONDE-SA, agitada y poseída de profunda emoción,llora, apretándose el pañuelo contra los ojos.)¡Horrible, pavoroso!... Usted no tiene corazón yno sabe lo que es esto. (La ve llorar. Pausa.)¡Qué hermoso sería que en este instante pudié-ramos llorar usted y yo por aquel ser querido!...(La CONDESA da algunos pasos hacia él;están a punto de abrazarse... vacilan... ElCONDE la rechaza secamente.) No... Tú, no...;usted, no.

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LUCRECIA.- Sinceras son mis lágrimas.

EL CONDE.- Naturalmente... Viendo mi pe-na... No es usted de bronce, no es usted unafiera... Pero no, no sostenga que amaba a suesposo; al hombre que se ama no se le engañasolapadamente, pisoteando su honra, y arro-jando al escándalo y a la befa del público sunombre sin tacha. (La CONDESA inclina lacabeza, y fija los ojos en el suelo, no dice na-da.) Al fin calla usted. Ahora, ahora veo a ladesdichada Lucrecia en el único terreno en quedebe ponerse, que es el de la resignación sumi-sa, esperando un fallo de justicia. (Pau-sa.)¿Declara usted que su conducta con mi hijo,al menos en determinadas épocas de su vida,no fue buena?

LUCRECIA.- (Tímidamente.) Lo declaro...Pero algo debo decir en descargo mío...

EL CONDE.- Ya escucho.

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LUCRECIA.- Mis desavenencias con Rafaelson antiguas.

EL CONDE.- Lo sé... Datan de los primerosaños del matrimonio, porque usted, penoso esdecirlo, no hubo de esperar mucho tiempo paralanzarse por mal camino. ¿Lo niega usted?

LUCRECIA.- (Cohibida, abrumada, que-riendo y no queriendo decirlo.) Acusada contanta fiereza, no acierto a buscar razones, quealgunas hay siempre en estos casos, para dis-culparme.

EL CONDE.- Búsquelas usted... pero antes,¿reconoce sus faltas?

LUCRECIA.- (Con gran esfuerzo.) Las reco-nozco. Sería una hipocresía indigna de mí ne-garlas en absoluto. Pero...

EL CONDE.- ¿Pero qué...?

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LUCRECIA.- Digo que Rafael, llevándomedesde el principio, contra mi gusto, a la esferasocial más favorable a la relajación del vínculomatrimonial, contribuyó a perderme. Me virodeada de gente frívola, de aduladores, depersonas sin conciencia...

EL CONDE.- ¡Sin conciencia! Tuviérala us-ted, ¿y qué le importaban los demás?

LUCRECIA.- (Premiosa.) En aquel ambienteno supe o no pude combatir el mal. A mi ladono tenía un censor severo de mi propia debili-dad, un guardián vigilante...

EL CONDE.- Difícil es guardar a la queguardarse no quiere.

LUCRECIA.- (Batiéndose desesperadamen-te.) ¡Oh, señor Conde: si hubiera usted encon-trado vivo a su hijo, si hubiera podido escucharde sus labios la confidencia o confesión quedeseaba... estoy segura de ello, Rafael, que era

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sincero y justo, habría tenido la generosidad, larectitud de decirle: «no sólo es ella culpable; yotambién...!»

EL CONDE.- No lo habría dicho, no.

LUCRECIA.- (Con firmeza.) Creo, como estaes luz, que Rafael, al juzgarme, no habría sidoextremadamente duro.

EL CONDE.- Fue, más que duro, implacable.

LUCRECIA.- ¿En sus últimos momentos?

EL CONDE.- En sus últimos momentos: fíje-se usted en lo que afirmo.

LUCRECIA.- (Con estupor.) Pero si acabausted de decirme...

EL CONDE.- Que le encontré muerto... sí.

LUCRECIA.- Entonces... (Pausa. Ambos semiran.)

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EL CONDE.- Los muertos hablan.

LUCRECIA.- (Con terror.) ¡Y Rafael...! (Vaci-lante entre la incredulidad y un miedo supers-ticioso.)

EL CONDE.- Desesperado, loco, perma-necí... no sé cuántas horas.... ante el cadáver demi pobre hijo, sin darme cuenta de nada que nofuera él y el misterio inmenso de la muerte.Pasado algún tiempo, empecé a fijar mi aten-ción en lo que me rodeaba, en sus ropas, en losobjetos que le pertenecieron, en los mueblesque había usado, en la estancia... (Pausa. LaCONDESA le escucha con ansiosa expecta-ción.) En la estancia había una mesa con varioslibros y papeles, y entre ellos una carta...

LUCRECIA.- (Temblando.) ¡Una carta...!

EL CONDE.- Sí. Rafael estaba escribiéndolaa las tres de la madrugada, cuando se sintiómal. Vino bruscamente la muerte, le atacó con

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furia, ¡ay!... El infeliz llamó; acudieron... Se leprestaron los auxilios más perentorios... Todoinútil... La carta allí quedó medio escrita... Allíestaba, ¡hablando... y viva!, hablando... ¡era él!...La leí sin cogerla, sin tocarla, inclinado sobre lamesa, como me habría inclinado sobre su lechosi le hubiera encontrado vivo... La carta dice...

LUCRECIA.- (Casi sin aliento, la boca seca.)¿Era para mí?

EL CONDE.- Sí.

LUCRECIA.- Démela usted. (El CONDE de-niega con la cabeza.) ¿Pues cómo he de ente-rarme...?

EL CONDE.- Basta que yo repita su conteni-do. La sé de memoria.

LUCRECIA.- No basta... Si me acusa, necesi-to leerla, reconocer su letra...

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EL CONDE.- No es preciso. Yo no miento.Bien lo sabe usted... Principia con un párrafo deamargas quejas que pintan la discordia matri-monial, lo inconciliable de los caracteres. Si-guen estos gravísimos conceptos (repitiéndolospalabra por palabra): «Te anuncio que si no meenvías pronto a mi hija, la reclamaré. Quierotenerla a mi lado. La otra... la que, según decla-ración tuya en la desdichada carta que escribis-te a Eraul, y que pusieron en mi mano susenemigos... no es hija mía... te la dejo, te la en-trego, te la arrojo a la cara... (Pausa silenciosa.)

LUCRECIA.- (Con estupor, que casi es em-brutecimiento.) ¿Eso decía... eso dice...?

EL CONDE.- Esto dice... (Repitiendo conpausa.) «La otra... la que no es mi hija, te la de-jo, te la entrego, te la arrojo a la cara.» Y luegoañade: «Ya sabes que lo sé. No puedes negár-melo... Tengo pruebas.»

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LUCRECIA.- (Buscando una salida.) ¡Prue-bas!... ¡Quiero ver la carta!

EL CONDE.- ¿Duda usted de lo que digo...?

LUCRECIA.- No lo dudo... no sé... Pero lacarta puede ser falsa. La escribiría algún ene-migo mío para vilipendiarme.

EL CONDE.- (Con ademán de sacar la car-ta.) La escribió mi hijo.

LUCRECIA.- (Espantada.) No, no quieroverla... ¡Qué abominación!

EL CONDE.- Luego, usted niega...

LUCRECIA.- (Maquinalmente.) ¡Lo niego!

EL CONDE.- Y yo ¡necio de mí!, esperabaencontrar en usted la suficiente grandeza dealma para revelarme toda la verdad, sin ocultarnada, única manera de obtener el perdón. Lle-vado de este noble anhelo, solicité la entrevista,

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y aspiraba y aspiro a que la infeliz Lucreciacomplete su revelación diciéndome...

LUCRECIA.- (En el colmo del terror.)¿Qué... qué más...?

EL CONDE.- (Con austera frialdad.) Di-ciéndome... cuál de sus dos hijas es la queusurpa mi nombre, la que simboliza y personi-fica mi deshonor.

LUCRECIA.- ¡Infame idea!... No, no es ver-dad.

EL CONDE.- (Repitiendo las graves pala-bras.) «Ya sabes que lo sé... No puedes negár-melo.»

LUCRECIA.- (Decidida a la negativa, y ne-gando con ahínco.) Lo niego... Es falso...

EL CONDE.- ¿Niega usted que hizo... a Car-los Eraul, pintor, muerto hace un año... la graverevelación que ahora le pido?

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LUCRECIA.- (Vivamente, sin poder conte-nerse.) ¿La tiene usted?

EL CONDE.- Luego existe...

LUCRECIA.- (Volviendo sobre sí.) Quierodecir que si la tiene usted, si posee algún papelque me comprometa, será falso... habrán imita-do mi letra.

EL CONDE.- Como no puedo mentir, diréque no poseo ese precioso documento. Lo hebuscado inútilmente entre los papeles de mihijo.

LUCRECIA.- (Respirando.) Todo esto esuna farsa, una impostura, de la cual no culpo anadie... sólo acuso a mi destino.

EL CONDE.- Ya que no satisface usted mianhelo de la verdad, conteste al menos a estaotra pregunta: ¿Ama usted lo mismo a las dosniñas?...

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LUCRECIA.- (Rabiosa, paseándose muyagitada.) No, lo mismo no... digo, sí... a las dosigual... Deseche usted esa torpe idea.

EL CONDE.- Antes hará usted del día nochey de la noche día que conseguir arrancarme dela mente la idea de que lo escrito por mi hijo esla pura verdad. (Con autoridad severa.) Díga-me usted pronto, pronto, cuál de esas dos ado-rables niñas es la falsa... o cuál la verdadera: eslo mismo. Necesito saberlo, tengo derecho asaberlo, como jefe de la casa de Albrit, en lacual jamás hubo hijos espúreos, traídos por elvicio. Esta casa histórica, grande en su pasado,madre de reyes y príncipes en su origen, fe-cunda después en magnates y guerreros, ensantas mujeres, ha mantenido incólume elhonor de su nombre. Sin tacha lo he conserva-do yo en mi esplendor y en mi miseria... Nopuedo impedir hoy, ¡triste de mí!, este casovergonzoso de bastardía legal; no puedo impe-dir que la ley transmita mi nombre a mis dos

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herederas, esas niñas inocentes. Pero quierohacer en favor de la auténtica, de la que es misangre, una exclusiva transmisión moral. Esaserá la verdadera sucesora, esa será mi honor ymi alcurnia en la posteridad... La otra, no. Falsarama de Albrit, la repudio, la maldigo... maldi-go su extracción villana y su existencia usurpa-dora.

LUCRECIA.- ¡Por piedad!... No puedo más.(Cae en el sillón consternada, sollozando.Pausa larga.)

EL CONDE.- Lucrecia, ¿reconoce usted al finla razón que me asiste?... Llora usted... (Cre-yendo que los procedimientos de suavidadserán más eficaces.) Sin duda expongo misquejas con demasiada severidad; sin duda inte-rrogo con altanería... No puedo vencer la fiere-za de mi carácter. Perdóneme usted. (Con dul-zura.) Ahora no mando... no acuso... no soy eljuez... soy el amigo... el padre, y como tal supli-co a usted que me saque de esta horrible duda.

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(La CONDESA calla, mordiendo su pañuelo.)Valor... Una palabra me basta... Después deoírla no he de decir nada desagradable. La ver-dad, Lucrecia, la verdad es lo que salva.

LUCRECIA.- (Que después de horrible lu-cha se levanta bruscamente, y desesperada ycomo loca, recorre la estancia.) ¡Oh, no puedomás!... ¡Un balcón abierto para arrojarme!...Huir, volar, esconderme... Este hombre me ma-ta... ¡Favor!

EL CONDE.- Bueno, bueno... Veo que noquiere usted entrar en razón... ¿No me contes-ta?...

LUCRECIA.- (Con fiereza, con resolucióninquebrantable, parándose ante él.) ¡Nunca!

EL CONDE.- ¿De veras?

LUCRECIA.- (Con más energía.) ¡Nunca!...¡Antes morir!

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EL CONDE.- (Se sienta, calmoso.) Pues loque usted no quiere decirme, yo lo averiguaré.

LUCRECIA.- ¿Cómo?

EL CONDE.- ¡Ah!... yo me entiendo.

LUCRECIA.- Está usted loco... Su demenciame inspira compasión.

EL CONDE.- La de usted, a mí no me inspi-ra lástima. No se compadece a los seres co-rrompidos, encenagados en el mal.

LUCRECIA.- (Iracunda.) Continúa injurián-dome, ¡a mí, a la viuda de su hijo!

EL CONDE.- (Levantándose altanero.) Laque me habla no es la viuda de mi hijo, puesaunque la ley, una ley imperfecta, así lo dispo-ne, por encima de esa ley está la autoridad mo-ral del jefe de la familia de Albrit, que la coge austed, y la arranca, como cosa extraña y pega-

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diza, y la arroja a la podredumbre en que quie-re vivir.

LUCRECIA.- (Furiosa, descompuesta.) ¡Al-brit!... raza de locos... caballería burlesca...honor de bambolla para cubrir la mendicidad.¡Qué sería del viejo león si yo no le amparase!Soy generosa, le perdono sus injurias, y cuidaréde que no muera en un hospital o arrastrandosu melena gloriosa por los caminos.

EL CONDE.- (Con supremo desdén.) Lucre-cia Richmond, quizás Dios te perdone. Yo...también te perdonaría... si pudieran ir juntos elperdón y el desprecio.

LUCRECIA.- (Dirigiéndose a la puerta.)Basta ya. (A las niñas, que entreabren la puer-ta, sin atreverse a entrar.) Podéis pasar.

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Escena VI

NELL y DOLLY, que corren a abrazar a sumadre; tras ellas GREGORIA y VENANCIO.

Poco después el CURA y el MÉDICO.

LUCRECIA.- Prendas queridas, dadme milbesos. (Se besan.)

NELL.- (Observándole el rostro.) Mamita,tú has llorado.

DOLLY.- Estás sofocadísima...

LUCRECIA.- El abuelo y yo hemos evocadorecuerdos tristes.

NELL.- (Mirando al CONDE, que permane-ce sentado, inmóvil.) También el abuelito hallorado. (Se acerca.)

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EL CONDE.- Venid... abrazadme... ¡Os quie-ro tanto! (Las dos acuden a él, y le abrazan ybesan, cada una por un lado.)

LUCRECIA.- (Hablando aparte con GRE-GORIA y VENANCIO.) Le atenderéis, le cui-daréis como a mí misma. Pero no dejéis de vigi-larle siempre, siempre...

DOLLY.- (Al CONDE.) Esta tarde paseare-mos.

EL CONDE.- Sí, sí: no me separaré de voso-tras. Charlaremos, estudiaremos.

NELL.- Nos enseñarás la Aritmética, la His-toria...

EL CONDE.- La Historia... No, esa vosotrasme la enseñaréis a mí. (Entran por el foro elCURA y el MÉDICO; ambos se dirigen a laCONDESA.)

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EL CURA.- ¿Qué tal? ¿Tenemos reconcilia-ción?

LUCRECIA.- (En voz baja.) Calle usted...Encargo mucha vigilancia... (Al MÉDICO.) Y austed, señor Angulo, no me cansaré de reco-mendarle que le observe bien. (Dando a enten-der que padece desvarío mental.)

EL CURA.- Señor Conde... (Le saluda y si-gue a su lado. A bastante distancia se agrupanla CONDESA, el MÉDICO, GREGORIA y VE-NANCIO.)

EL MÉDICO.- Descuide usted... Le observa-remos...

LUCRECIA.- Y a mi regreso dispondré...

EL MÉDICO.- ¿Pero insiste usted en dejar-nos hoy?

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LUCRECIA.- Volveré pronto... (El MÉDICOpasa a saludar al CONDE, y el CURA vuelveal lado de LUCRECIA.)

EL CURA.- (En voz baja a la CONDESA.)No se vaya usted.

LUCRECIA.- Tengo que estar en Verola hoymismo. Es para mí... no sé cómo decirlo... cues-tión de vida o muerte. Adiós.

NELL.- Mamita, ¿te acompañamos a tu casa,o nos quedamos un rato con el abuelo?

LUCRECIA.- Como queráis.

DOLLY.- No, no: decídelo.

LUCRECIA.- Lo que el abuelo disponga.

EL CONDE.- Me parece natural que si vues-tra mamá se va esta tarde, estéis a su lado hastala hora de partir. (Besa a las niñas.) ¡Oh!, no osveo bien, no os distingo; me parecéis una sola...

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EL MÉDICO.- ¿Qué? ¿La vista no anda bien?

EL CONDE.- (Se levanta.) Mal estamoshoy... Toda la mañana he notado una obscuri-dad, una vaguedad en los objetos... (Mirandoen derredor, con ojos que se esfuerzan en ver.)No veo nada... apenas distingo... (Fijándose enla CONDESA que, altanera, le clava la mira-da.) No veo bien más que a Lucrecia... a esa, sí...la veo... allí está... Mi ceguera creciente no mepermite ver más que las cosas grandes... el mar,la inmensidad... y ella es grande... enorme... laveo... como el mar... Es otro mar, un mar de...de... de... (Su voz se extingue. Queda inmóvily rígido. Profundo silencio. Todos se miran.)

FIN DE LA SEGUNDA JORNADA

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Jornada III

Escena I

NELL, DOLLY, D. PÍO CORONADO, sen-tados los tres alrededor de una mesa estudio,donde se ven papeles, tintero, libros de texto.

Es el maestro de las niñas de Albrit un an-ciano de estatura menguada, muy tieso debusto y cuello, y algo dobladito de cintura, laspiernas muy cortas. La expresión bonachonade su rostro no lograron borrarla los años contodo su poder, ni los pesares domésticos contoda su gravedad. Guiña los ojuelos, y al mi-rar de cerca sin anteojos, los entorna, tomandoun cariz de agudeza socarrona, puramentesuperficial, pues hombre más candoroso, puroy sin hiel no ha nacido de madre. Un rastrojode bigote de varios colores, recortado como un

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cepillo, cubre su labio superior. Viste con po-breza limpia anticuadas ropas, recompuestas yvueltas del revés, atento siempre al decoro dela presencia en público.

Maestro de escuela jubilado, desempeñócon eficacia su ministerio durante treintaaños, distinguiéndose además como profesorprivado de materias de la primera y segundaenseñanza. Su defecto era la flojedad delcarácter, y la tolerancia excesiva con la niñezescolar. Sabía el hombre todo lo que sabernecesita un maestro, y algo más; pero con laedad y las inauditas adversidades que le ago-biaban fue perdiendo los papeles, y hasta laafición. Su cabeza llegó a pertenecer al reinode los pájaros; su memoria era una casa ruino-sa y desalojada, en la cual ninguna idea podíaencontrar aposento; todo lo que perdía enciencia lo ganaba en debilidad y relajación delcarácter. En esta situación le designó D.CARMELO para maestro de las niñas de Al-

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brit, teniendo en cuenta tres razones: que si nosabía mucho, no había en Jerusa quien leaventajara; que era honrado, honesto, absolu-tamente incapaz de enseñar a sus discípulascosa contraria a la moral, y, por último, que alaceptarle para aquel cargo realizaba la CON-DESA un acto caritativo. Su bondad, la excesi-va blandura de corazón, eran ya en CORO-NADO un defecto, casi un vicio, por lo cual,lamentándose de sus acerbas desdichas, solíadecir, elevando al cielo los ojos y las palmasde las manos; «¡Señor, qué malo es ser bue-no!»

Al comenzar la escena llevaba ya el maes-tro una hora de inútiles tentativas para intro-ducir en las molleras de sus alumnas los cono-cimientos históricos, aritméticos y gramatica-les.

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DOLLY.- (Dando un golpe en la mesa.)¿Que no sé una palabra? Mejor... Ni falta queme hace.

D. PÍO.- (Apelando a la emulación.) No dirálo mismo Nell, que desea aprender.

NELL.- Sí, señor, digo lo mismo: ni falta queme hace.

D. PÍO.- (Con severidad fingida, que noconvence.) Está bien, muy bien. He aquí dosniñas finas, criadas para la alta sociedad, y quese empeñan en ser unas palurdas.

DOLLY.- Sí, señor: queremos ser palurdas.

NELL.- Salvajes, como quien dice.

D. PÍO.- ¡Anda, salero! ¡Salvajes las herede-ras de los condados de Albrit y Laín!

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DOLLY.- (Tirándole suavemente de unaoreja.) Sí, sí, maestrillo salado. ¿No eres tú muyilustradito?

NELL.- ¿Y de qué te sirve?

DOLLY.- ¡Vaya un pelo que has echado contu ilustración!

D. PÍO.- (Suspirando.) Puede que estéis enlo cierto, niñas de mi alma... Bueno, sigamos.Dolly, otra miajita de Historia... ¡Vamos allá!

DOLLY.- (Apoyando los codos en la mesa yla cara en las manos, le contempla risueña.)¡Piito, qué guapo eres!

D. PÍO.- (Tocando las castañuelas con losdedos.) Señorita Dolly, juicio.

NELL.- Tu cara parece una rosa. Si no fuerasviejo y no te conociéramos, diríamos que tepintabas.

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D. PÍO.- Juicio, Nell... ¡Pintarme yo!

DOLLY.- Dime otra cosa: ¿es verdad quecuando eras pollo hacías muchas conquistas?

D. PÍO.- (Tocando con más rápido movi-miento las castañuelas, que es su manera es-pecial de llamar al orden.) Juicio, niñas. Siga-mos la lección.

NELL.- Nos han dicho que las matabas ca-llando.

DOLLY.- Y que tenías las novias por doce-nas.

D. PÍO.- ¿Novias...? Oh, no: quítenme alláeso... Son muy malas las mujeres.

NELL.- (Pegándole suavemente en el cue-llo.) Peores son los hombres. No hables mal denosotras.

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D. PÍO.- Vaya, que estáis hoy juguetonas ydesatinadas. (Queriendo enfadarse.) ¡Por vidade...! Si no dais la lección, os lo digo con todami alma, os lo juro...

NELL.- ¿Qué?

D. PÍO.- (Deseando enfadarse.) Que me en-fado.

DOLLY.- Ya lo había conocido. Estamostemblando.

NELL.- Toca, toca las castañuelas.

D. PÍO.- (Decidido a tomar la lección.) Or-den, juicio. A ver: decidme algo de Temístocles.

DOLLY.- Sí: el que le cortó la cabeza a unamala mujer, que llamaban la Medusa.

D. PÍO.- (Llevándose las manos al cráneo.)¡Por Dios, por todos los santos de la corte celes-

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tial, no me confundáis la Historia con la Mito-logía!

NELL.- Tan mentira es una como otra.

DOLLY.- Y nos importan lo mismo.

D. PÍO.- ¡Ay, ay, cómo estáis hoy!... ¡Silencio,formalidad! Pronto, referidme los principaleshechos de la vida de Temístocles.

DOLLY.- No nos gusta meternos en vidasajenas.

D. PÍO.- Temístocles, grande hombre de laGrecia, natural de Tebas, vencedor de los lace-demonios. (Corrigiéndose.) ¡Ah!, no... le con-fundo con Epaminondas... ¡Cómo tengo la ca-beza!...

NELL.- ¡Ay, que no lo sabe, que no lo sabe!...

DOLLY.- ¡Vaya con el preceptor de pega!

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D. PÍO.- (Afligido.) Es que me volvéis lococon vuestros juegos, con vuestras tonterías.(Con gravedad.) Así no podemos seguir.

NELL.- Digo lo mismo.

DOLLY.- Queremos ser burras, y salir a losprados a comer yerba.

D. PÍO.- Pero mi conciencia no me permiteengañar a la Condesa, que sin duda cree que osenseño algo, y que vosotras lo aprendéis...

DOLLY.- (Poniéndose las antiparras deCORONADO que están sobre la mesa.) Piito,estamos aburridísimas.

D. PÍO.- (Queriendo recobrar su anteojos.)¡Que me los rompes, hija!

NELL.- Piito salado ¿no sería mejor que nosfuéramos los tres a dar un paseo por la playa?

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D. PÍO.- Está bien, muy bien. ¡Magnífico! ¡Depingo todo el santo día, aun las horas dedica-das a la educación! Muy bonito; sí, señoras,muy bonito... Y heme aquí de figurón, de mo-nigote irrisorio; yo, que soy la ciencia; yo, yo,que estoy aquí para inculcaros...

DOLLY.- Piito, no nos inculques nada, yvámonos.

NELL.- En la playa seguiremos dando lec-ción. Frente al mar, la del viaje de Colón aAmérica.

DOLLY.- Y el paso del Mar Rojo.

D. PÍO.- (Suspirando desalentado.) ¡Ay, quéniñas! ¡No hay quien pueda con ellas! Bueno,pues transijo... Pero antes pasemos un poco deGramática.

NELL.- (Tocando las castañuelas.) ¡Viva Co-ronado!

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DOLLY.- (De carretilla.) La Gramática es elarte de hablar correctamente el castellano...

D. PÍO.- Vamos más adelante. Dolly, dígameusted qué es participio.

DOLLY.- (Flemática.) ¡No me da la gana!

NELL.- Participio... Una cosa que se partepor el principio.

D. PÍO.- (Poniendo el paño al púlpito.)¡Tontas, casquivanas, que no tenéis aquel puntode amor propio que veo yo en otras niñas, ¡Se-ñor!, en otras niñas aplicaditas y formales, queaprenden para lucirse en los exámenes, y paraque a sus padres se les caiga la baba oyéndolas!

DOLLY.- No queremos lucirnos, ni a mamáse le cae ninguna baba... ¡Vaya con el maestrilloeste!

NELL.- Coronadito, si no tienes juicio tepondremos de rodillas.

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D. PÍO.- ¡Anda, salero!... ¿Pero qué trabajo oscuesta retener en la memoria cosas tan fáciles?Luego seréis mujercitas aristocráticas, y cuandovuestra ilustre mamá os lleve a los salones, osvais a lucir, como hay Dios... Figuraos que enlos saraos se habla del participio, y vosotras nosabéis lo que es. ¡Bonito papel harán mis niñas!Dirá la gente: «¿pero de qué monte ha traído laCondesa este par de mulas?» Eso dirán, y sereirán de vosotras, y no os querrán vuestrosnovios.

DOLLY.- Los novios nos querrán aunque nosepamos el participio, ni la conjunción, ni nada.

NELL.- Que seamos bonitas, que seamoselegantes, y verás tú si nos quieren.

D. PÍO.- Sí, sí: lindas borriquitas seréis. Puesyo me planto, señoras mías; ya sabéis que soyatroz cuando me planto; tengo mal genio.

NELL.- ¡Terrible!

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DOLLY.- ¡Ay, qué miedo!

NELL.- (Que, apoyada en la mesa con indo-lencia, le mira burlona.) ¿Sabes, Piillo, que es-toy observando una cosa? Tienes los ojos muybonitos.

DOLLY.- Parecen dos soles... pillines.

D. PÍO.- (Cruzándose de brazos.) Ea, burla-os de mí todo lo que queráis.

NELL.- No es burla, es confianza.

DOLLY.- Es que te queremos, maestrillo,porque eres muy bueno y no tienes malicia.

NELL.- (Acariciándole la barba.) ¡Es unbuenazo este D. Pío! Por eso te hacen rabiar lasniñas de Albrit, que son y serán siempre tusamiguitas...

D. PÍO.- (Embobado.) ¡Zalameras, melosas,carantoñeras!

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DOLLY.- Di una cosa: ¿es verdad que tienesmuchas hijas?

D. PÍO.- (Lanzando un suspiro muy hondoy fuerte. Diríase que lo saca de los talones.)Muchas, sí...

NELL.- ¿Son guapas?

D. PÍO.- No tanto como lo presente.

DOLLY.- ¿Te quieren?

D. PÍO.- (Intentando sacar otro suspirohondo, que se le queda atravesado en el pe-cho, cortándole la respiración.) ¡Quererme...ellas!

NELL.- Me han dicho que no. Si es así, no teimporte, que bien te queremos nosotras.

DOLLY.- ¿Y tú, nos quieres? (D. PÍO hacesignos afirmativos.)

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NELL.- Nos idolatra... Estudiamos cuandose nos antoja, y cuando no, jugamos.

DOLLY.- Y eso haremos hoy: jugar, irnos ala playa.

D. PÍO.- (Vencido.) ¡A la playa!

NELL.- Está un día espléndido. (Mira por laventana.)

DOLLY.- (Tocando las castañuelas.) Y el cielo yla mar nos dicen: «¡Venid, volad, y traed avuestro adorado preceptor!»

D. PÍO.- (Deseando ir, pero no queriendomanifestarlo.) ¿Yo... también yo? ¡Viva la in-disciplina!

NELL.- Vendrás con nosotras, porque si no,Venancio no nos dejará salir ahora. Tú tienesque decirle: «hoy han estudiado tanto, que enpremio de su aplicación las saco a dar una vuel-ta.»

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D. PÍO.- ¡Anda, morena! ¡Vaya, que si la se-ñora Condesa se enterara de cómo cumplo misdeberes profesionales!...

DOLLY.- Lo que quiere mamá es que este-mos siempre a la intemperie, y nos hagamosrobustas como unas aldeanotas.

D. PÍO.- ¡Y qué diría vuestro abuelo!

NELL.- El abuelito nos quiere lo mismo enbruto que pulimentadas.

D. PÍO.- Os adora, sí. Como que sois sus nie-tas. Acompañadle, dadle palique, hacedle mi-mos: también él es niño. Y cuando le oigáis undisparate muy gordo, se lo contáis al señor Cu-ra y al Médico.

DOLLY.- (Enojada.) No dice disparates elabuelo.

D. PÍO.- Ayer me decía que vosotras dos nosois más que una para él...

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NELL.- Y eso, ¿por qué ha de ser disparate,maestrillo?

DOLLY.- Quiere decir...

NELL.- Que el grande amor que nos tienenos iguala, y hace de las dos una sola.

D. PÍO.- Esta chica es un portento.

DOLLY.- Hola, hola; ¿y para mí no hay pi-ropo?

D. PÍO.- ¿Te enfadas, ángel?

DOLLY.- (Riendo.) Está eso bueno. Mi her-mana es un portento... y yo nada.

D. PÍO.- Tú otro portento... ¡Vivan las nenasde Albrit!

NELL.- (Alborotando.) ¡Viva el más sabioprofesor y catedrático de la antigüedad pagana,

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mitológica... y cosmopolita! En fin, ¿nos vamoso qué?

D. PÍO.- (Deteniéndolas.) Esperad. Pareceque viene alguien.

DOLLY.- Siento el vocerrón de D. Carmelo.

D. PÍO.- (Tomando el tonillo profesional.)¡Orden, formalidad!... Pues hemos dado unrepasito a la Gramática, venga ahora un buenjabón a la Historia. Niñas, el Papado y el Impe-rio... A ver...

Escena II

NELL y DOLLY, D. PÍO, EL SEÑOR CURA,VENANCIO

EL CURA.- (Riendo, en la puerta.) Presen-tes, mi general. Yo soy el Papado, y el Imperioes éste. (Entran.)

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VENANCIO.- ¿Cómo vamos de lección?

EL CURA.- ¿Saben, saben mucho estas pica-ruelas?

D. PÍO.- Regular... Hoy, vamos, hoy, no lohan hecho del todo mal.

EL CURA.- No me fío. Este Coronado es lapura manteca. (Saludando a las niñas y acari-ciando sus manos.) ¡Qué monada de criaturas!

VENANCIO.- Muy monas, pero desaplicadi-tas... No quieren más que corretear por el cam-po.

EL CURA.- Mejor... ¡Aire, aire!

VENANCIO.- Y su abuelito, en vez de re-prenderlas para que se apliquen, les dice que laseñora Gramática y la señora Aritmética sonunas viejas charlatanas, histéricas y mocosas,con las cuales no se debe tener ningún trato.

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EL CURA.- ¡Qué bueno!... Si digo que elConde...

VENANCIO.- (A D. PÍO.) ¿Y anoche, cuálfue la tecla que nos tocó?

D. PÍO.- Que no debo introducir más paja enla cabeza de las señoritas, pues lo que les con-viene es educar la voluntad.

EL CURA.- No está mal...

DOLLY.- Por eso a mí no me gusta saber na-da de libros, sino de cosas.

EL CURA.- ¡Brava!

VENANCIO.- ¿Y qué son cosas, señorita?

NELL.- Pues cosas.

DOLLY.- Cosas.

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EL CURA.- (Comprendiendo.) Ya... Pero elarte de la vida ya lo iréis aprendiendo en lavida misma.

VENANCIO.- Y eso no quita que estudien lode los libros, ¿verdad, D. Pío? (El MAESTROhace signos afirmativos.) Tan distraídas estáncon el corretear continuo, que ya Dolly ni si-quiera dibuja.

EL CURA.- ¡Qué lástima!... (A DOLLY.) Yaquellos monigotitos, y aquellas vaquitas, yaquellos... (DOLLY se encoge de hombros.)

NELL.- Ya no dibuja. Le gusta más cocinar.

EL CURA.- ¿De veras?... ¡Oh, serafín de loscielos!

VENANCIO.- A lo mejor se nos mete en lacocina, se pone su delantal de arpillera, y allí latiene usted entre cacerolas, tiznada, hecha unavisión...

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EL CURA.- ¡Divino!

VENANCIO.- ¡Miren que una señorita de laaristocracia, con las manos ásperas y llenas depringue!

EL CURA.- Eso es juego... Pero no está demás saber de todo.... por lo que pueda tronar.¿Y Nell, no cocina?

DOLLY.- A mi hermana le gusta más lavarcristales... mojarse, fregotear, pegar cosas rotas,limpiar las jaulas de los pájaros, y echarles lacomidita.

EL CURA.- También es útil. Bien, bien, niñassaladísimas; seguid estudiando.

NELL.- Es que...

DOLLY.- D. Pío había dicho que... pues hoyhemos trabajado bárbaramente... podíamospasear.

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D. PÍO.- ¡Ah!... permítanme... dije que siacabábamos la Aritmética, saldríamos, y en elbosque les explicaría algo de Geografía.

EL CURA.- Paseen, sí.

VENANCIO.- Pero por el bosque no.

DOLLY.- A la playa. (Las dos se quitan losdelantales.)

VENANCIO.- (Aparte a D. PÍO.) El Condesuele pasear por el bosque. Llévelas usted a laplaya... No se separe de ellas... ¿Se entera de loque le digo?...

D. PÍO.- Sí, hombre. A la playa...

NELL.- (A VENANCIO.) ¿Ha salido ya elabuelito?

VENANCIO.- No; ni creo que salga. Vayanlas señoritas con el maestro.

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NELL.- ¿Y usted se queda, D. Carmelo?

EL CURA.- Sí, hija mía: espero al amigo An-gulo, con quien tengo que hablar.

VENANCIO.- (Mirando por la ventana.) Yaestá aquí.

EL CURA.- Pues bajemos todos. Las niñaspor delante.

DOLLY.- (Que sale la primera, gozosa.) Enmarcha. (Llamando al perrito.) ¡Capitán!

NELL.- (Detrás de su hermana.) ¡Capitán!(Salen los demás.)

Escena III

Sala baja en la Pardina.

GREGORIA, el MÉDICO; después VE-NANCIO, el CURA

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EL MÉDICO.- ¿Cómo es que no ha salidoaún a dar su paseo de la mañana?

GREGORIA.- ¿Yo qué sé?... Todavía le tieneusted en su cuarto. He mirado por el agujero dela llave, y está dando paseos arriba y abajo, conlas manos en los bolsillos.

EL MÉDICO.- ¿Come bien?

GREGORIA.- Regular.

EL MÉDICO.- ¿Sabe usted si duerme?

GREGORIA.- Esta mañana, cuando le entréel desayuno, le dije... con todo el respeto delmundo, claro: «¿Qué tal ha pasado la noche elseñor Conde?» y me contestó: «Bien»; pero enseco, y con un tonillo que, a mi parecer, era lomismo que decir: «Mal».

EL CURA.- ¿Qué? ¿Hay algo de nuevo?

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EL MÉDICO.- Nada. Hoy no le he visto aún.En la conversación que anoche tuvimos, pudeobservar que a la exaltación del orgullo aris-tocrático, añade nuestro D. Rodrigo otra mo-nomanía: la sutileza del honor y de la moralrígida, en un grado de rigidez casi imposible, ysin casi, en las sociedades modernas.

EL CURA.- Lo mismo observé yo en nuestropaseo de ayer tarde. Por cierto que... me hizopasar un mal rato.

EL MÉDICO.- ¿Qué ocurrió?

EL CURA.- Nada... Es que por lo visto gustade pasear solo... Desde que salimos, hube decomprender que le desagradaba mi compañía.Claro que no me despidió de mala manera: subuena educación no se desmiente nunca. Perocon perífrasis ingeniosas, me decía: «Mejor voysolo que mal acompañado». Francamente, creíayo hacerle un favor dándole el brazo, entrete-niéndole con una conversación grata...

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EL MÉDICO.- Pues mire usted, D. Carmelo:en esto no conviene contrariarle. ¿Quiere andarsolo? Pues solo. No, no se cae. En mi opinión,ve bastante más de lo que dice. (A VENAN-CIO.) Lo que puede usted hacer es mandar uncriado que le vigile a distancia...

GREGORIA.- (De mal temple.) En esta épo-ca, Sr. de Angulo, no tenemos a nuestra gentetan desocupada...

VENANCIO.- (Arrancándose.) D. Carmelo,D. Salvador, yo que ustedes diría a la Condesaque su señor suegro estará mejor en otra parte.Y esto no significa que queramos echarle. Esnuestro deber tenerle aquí; hemos sido... fui-mos, como quien dice, sus criados...

GREGORIA.- El cuento es que el Sr. D. Ro-drigo, por haber venido tan a menos, no encajaen nuestras costumbres de gente pobre, ni seacomoda al trato modestito que le damos. Y esnatural: yo me pongo en su caso.

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VENANCIO.- (Rascándose la cabeza.) Hayque mirarlo todo, señores. Con la consignaciónque nos ha señalado la señora no podemoshacer milagros. A un grande de España, pormás que ahora sea chico, no hemos de tenerleaquí como un estudiantón, hartándole de pu-chero, y... vamos, que con tanto extraordinarioy tanta finura de cocina, se nos van nuestrosahorros que es un gusto.

EL CURA.- En efecto...

GREGORIA.- Y, por añadidura, vivimossiempre sobresaltados... Que si sale, que si tar-da, que si le habrá pasado algo... Se necesita unregimiento de criados para servirle y atenderle.

VENANCIO.- Tenemos aquí mucho trajines.Vivimos de nuestro trabajo.

GREGORIA.- Atendemos a la tierra, a lasplantas, al fruto. Hay que mirar a todo.

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VENANCIO.- Al ganado de pelo y de plu-ma.

GREGORIA.- Ahora me tienen ustedes todoel santo día en la cocina; y que no trabajo me-nos con la cabeza que con las manos: ¡Señor,qué pondré hoy!... ¡Si le gustarán las manos deternera!... ¡Si acertaré a freír el filete!... ¡Ay,Jesús!... Y a todas éstas, mis judías sin coger,mis tomates pudriéndose en las ramas... y misgallinas olvidadas...

VENANCIO.- Olvidadas, no, que aquí estoyyo para retorcerles el pescuezo... A este paso,señores míos, pronto liquidará la Pardina.

EL CURA.- Vamos... siempre habéis de serlo mismo... aldeanos que se ahogan, aunquenaden en la abundancia.

EL MÉDICO.- Siempre llorando... y escon-diendo a la espalda las llaves del granero.

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EL CURA.- ¡Avarientos, mezquinos!

VENANCIO.- (Achicándose.) Sr. D. Carme-lo, no hemos dicho nada.

GREGORIA.- (Suspirando.) Sr. D. Salva-dor... ustedes mandan.

EL CURA.- Por lo demás, yo creo tambiénque el pobre león de Albrit estará mejor en otraleonera.

EL MÉDICO.- A ver si ha pensado usted lomismo que yo.

EL CURA.- (Enfatuado.) Tengo una idea...

VENANCIO.- (Adivinando.) Yo tengo tam-bién una idea...

EL MÉDICO.- Llevarle a Zaratán.

EL CURA.- Al convento de Jerónimos.

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VENANCIO.- (Asintiendo con viveza, lomismo que GREGORIA.) Eso, eso.

EL CURA.- Solución que debe ser la mejor,pues se aprueba por unanimidad.

EL MÉDICO.- Allí estará como un príncipe.Falta que los reverendos quieran.

EL CURA.- Deseándolo, querido Salvador,deseándolo. Locos de contento en cuanto lespropuse...

VENANCIO.- ¿Pero habló usted con elPrior?...

EL CURA.- ¡Toma! ¿Creen que soy de losque cuando dan con una feliz idea, la están ru-miando siete meses?... Y no sólo he hablado conel Prior, sino que he escrito a la Condesa...

GREGORIA.- (Viendo, llegar al CONDE.)Cuidadito, que aquí viene.

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Escena IV

El MÉDICO, el CURA, VENANCIO, GRE-GORIA y el CONDE, a paso lento, apoyado ensu palo. Nótase más deterioro y descuido en

su ropa. Avanza muy abstraído, sin pararmientes en las personas que están en la habi-

tación.

EL CURA.- Señor Conde, ¿cómo va ese va-lor?

EL CONDE.- ¡Ah!, pastor Curiambro, ¿estásaquí? No te había visto... (Examinando las per-sonas.) ¿Y este bulto...?

EL CURA.- No es bulto, es nuestro granmédico...

EL MÉDICO.- (Saludándole.) Señor Conde...

EL CONDE.- (Muy afectuoso.) Perdona,hijo... ¡Veo tan poco! Y aquél es Venancio... a

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ese le conozco sin verle. Y Gregoria... Ya estáaquí todo el cónclave... Bien, bien... Antes deque me lo preguntes, médico ilustre, te digoque, fuera de este achaque de la vista, me en-cuentro muy bien... ¡Y qué contento vivo en laPardina! Venancio, Gregoria, sabed que estoycontentísimo, y que tendréis la satisfacción dealojarme por mucho tiempo...

VENANCIO.- Es lo que deseamos...

EL MÉDICO.- ¿Va el señor Conde a dar supaseo?...

EL CONDE.- Si ustedes no disponen otra co-sa... Pero me quedaré un poquito por hacer loshonores a las dignas personas que honran micasa. (Se sienta en el sillón.)

EL CURA.- Mil gracias, señor Conde. Ven-íamos...

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EL CONDE.- Ya me lo figuro: a pasar revistaa la huerta y examinar los tomates, y armar lasgrandes peloteras con Gregoria sobre si sonmejores los de allá o los de acá... (Todos ríen.)

EL CURA.- Los míos son así de gordos.

GREGORIA.- Ya quisiera...

EL CONDE.- Basta de polémicas, y si arroj-áis en esta placentera reunión el tomate de ladiscordia, yo, deferente con el bello sexo, adju-dico el premio a mi patrona... Gregoria, Venan-cio, Dios os colme de prosperidades... a ver sisalís de pobres... (Con ironía sutil.) En ello voyganando, porque de lo que tengáis hijos míos,algo ha de participar siempre este pobre viejo...¿Verdad que sí?...

VENANCIO.- (Secamente.) Sí, señor.

EL MÉDICO.- (Que, sentado a su lado, lepone la mano en el hombro.) ¿Con que bien...?

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EL CONDE.- Pero no de la vista. Cada día senublan más mis ojos.

GREGORIA.- (En un alarde de osadía.) Elseñor se pondría bueno de la vista... y de lacabeza... ¿lo digo?, si no tuviera tan mal genio.

EL CONDE.- ¡Mal genio yo! Si con la volun-tad siempre en guardia he logrado dominarme,y ya no riño, ya no me oiréis gruñir...

VENANCIO.- Nos dice palabras blandas,pero con intención dura... Entre flores escondeel látigo con que...

EL CONDE.- ¿Yo? No, hijo mío. Precisamen-te quería aprovechar esta ocasión para decirteque admiro y alabo tus hábitos de arreglo, y tusgrandes dotes de administrador.

VENANCIO.- (Sobresaltado.) ¿Qué quieredecir Vuecencia?

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EL CONDE.- Que eres un ejemplo digno deser imitado por cuantos manejan intereses pro-pios o ajenos. Así prosperan las casas. Si no eresya rico, Venancio, yo te auguro que lo que po-sees en tomates y berenjenas lo tendrás prontoen peluconas. Carmelo, Salvador, oigan estegolpe: cuando llegué a la Pardina, este buenamigo mío y antiguo servidor puso a mis órde-nes a un muchacho llamado Rogelio, inteligen-te, listo, para que fuese mi ayuda de cámara.Toda mi vida he tenido un servidor de estaclase. Mentira me parecía que pudiera pasarmesin él... Pero me paso, sí, señor, me paso.... por-que ayer me quitaron el criadito, y ya ven...estoy perfectamente.

VENANCIO.- (Mascando las palabras.) Se-ñor, es que... Rogelio...

GREGORIA.- Fue preciso mandarle a traeryerba... (El MÉDICO y el CURA se miran,hablan con los ojos.)

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EL CONDE.- (Con ironía finísima.) Pero,tontos, si no os riño; si me parece bien lo quehabéis hecho... si os lo agradezco, porque asíme vais educando en la pobreza, y enseñándo-me a ser como vosotros, económico, adminis-trativo... No quiero ser gravoso; quiero queprosperéis; y con medidas como ésta claro esque habéis de llegar a ser riquísimos.

VENANCIO.- Señor, díganos las cosas cla-ras.

EL CONDE.- Digo lo que siento. Y otra: tie-nes una mujer que no te la mereces. Esta Gre-goria vale más que pesa, y con su instinto degobernante de casa te ayudará, te empujarápara que subas pronto a la cima de la opulen-cia.

GREGORIA.- (Asustada.) Señor, ¿por qué lodice?

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EL CONDE.- Porque es verdad. ¡Cuántosiento no estar ya en edad de tomaros por mo-delo!

EL CURA.- ¿Pero qué...?

EL CONDE.- Que esta Gregoria, con su artesublime de mujer casera, me ha suprimido mibebida favorita: el buen café.

GREGORIA.- Señor, si se lo llevé esta maña-na.

EL CONDE.- Me serviste un cocimiento deachicoria, recalentado y frío, que... Pero no teriño, no. Si está muy bien. Siempre me daismucho más de lo que merece este pobre viejoinútil, enfadoso... Prosperad, prosperad voso-tros, y que os vea yo llenos de bienestar, desdeel fondo de esta miseria en que he caído.

VENANCIO.- No somos ricos, ni aspiramosa serlo.

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EL MÉDICO.- (Con severidad.) Convieneque se sirva al señor Conde un café muy bueno.Yo lo mando.

EL CURA.- Y yo... Y si no se le da como esdebido, lo haré yo en casa, y se lo enviaré.

EL CONDE.- Gracias... Pero ya veis que nome enfado... Soy pobre, y como a pobre quieroque me traten. Este Venancio, esta Gregoria,que tanto me quieren y no pueden olvidar losbeneficios que de mí han recibido, deseanhacerme a su imagen y semejanza, y que comoellos viva, y como ellos coma, para de este mo-do sujetarme y tenerme siempre a su lado.¿Verdad que es esto lo que anheláis? Pues metendréis. De aquí no me muevo. Estad tranqui-los, que vuestro huésped seré... tendréis Condede Albrit para un rato.

EL MÉDICO.- Seguramente. Estos aires leprueban bien.

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EL CONDE.- (Con gravedad.) No me cuidoyo de los aires, sino de la misión que tengo quecumplir.

EL CURA.- (Receloso.) ¿Aquí precisamente?

EL CONDE.- Aquí... al menos por ahora. (ElMÉDICO y el CURA se sientan junto al CON-DE, uno por cada lado. VENANCIO y GRE-GORIA se retiran y vuelven de puntillas, po-niéndose tras el sillón a escuchar lo quehablan.)

EL MÉDICO.- Pues si el señor Conde quiereoír un consejo de amigo y de médico... demédico más que de amigo, me permitiré decirleque la misión más adecuada a su edad y a susachaquillos es darse buena vida.

EL CURA.- Y no cuidarse de nada y de na-die.

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EL CONDE.- La ancianidad da derecho alegoísmo; pero a mí, pásmense ustedes, me hanrejuvenecido las desgracias, y tras las desgra-cias han venido las ideas a darme vigor. Porunas y otras, yo tengo aún que hacer algo en elmundo. (El MÉDICO y el CURA se miran, co-municándose con los ojos sus impresiones.)

EL MÉDICO.- ¿Sería tan amable el Sr. D.Rodrigo que nos dijera qué misión es esa?

EL CONDE.- Misión que, en cierto modo,tiene cierto paralelismo con la tuya, Salvador, ycon la tuya, Carmelo.

EL CURA.- Tres misiones paralelas.

EL CONDE.- Tú, pastor Curiambro, luchas enel terreno de la moral, disputando almas al pe-cado; tú, Salvador, te bates con la muerte en elterreno físico, tratando de arrancarle los pobrescuerpos humanos; yo combato en la esfera mo-ral contra el deshonor (Pausa. D. CARMELO y

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ANGULO se hacen guiños), que es lo mismoque decir: por el derecho, por la justicia... (Pau-sa. Sonríe benévolamente.) Veo poco, amigosmíos; pero lo bastante para hacerme cargo deque os reís de mí.

EL CURA.- ¡Oh!, no, Sr. D. Rodrigo...

EL CONDE.- Si no me enfado, no. ¡Ay! Elquijotismo inspira siempre más lástima querespeto. Si compadecéis el mío, yo compade-ceré el vuestro: el religioso y el científico...¡Cómo ha de ser! En la relajación a que hemosllegado, el honor ha venido a ser un sentimien-to casi burlesco.

EL CURA.- Reconozcamos, mi señor D. Ro-drigo, que lo han desacreditado los duelistas...

EL CONDE.- Sí, sí, y los nobles presumidos.Aparte de eso, ¿no alcanzáis a ver la relacióníntima del honor con la justicia, con el derechopúblico y privado? No, no la veis... Sin duda

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sois más ciegos que yo... Y decidme ahora, ton-tainas: ¿también os parecen cosa baladí la pure-za de las razas, el lustre y grandeza de losnombres, bienes que no existen, que no puedenexistir sin la virtud acrisolada de las personasque...? (Sus interlocutores callan, observándo-le.) No, no me entendéis. Tú, clérigo, y tú, doc-torcillo, vivís envenenados por los miasmas dela despreocupación actual de ese asqueroso lomismo da, de ese inmundo ¿y qué?

EL CURA.- Comprendemos la idea; pero...

EL MÉDICO.- Es una idea feliz; pero...

EL CONDE.- (Irritándose.) ¡Pero qué!... (Secalma y sonríe con desdén.) Si tuviera tiempo yganas de entretenerme, os explicaría... (Sin-tiendo ruido detrás del sillón.) ¿Quién andaahí? (Descubre a VENANCIO y su mujer.) Ve-nancio, Gregoria, ¿por qué andáis por ahí ace-chando como espías? Venid a mi lado, que loque digo, decirlo puedo y quiero también de-

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lante de vosotros. Ya todos somos iguales. Ve-nid. (Se acercan tímidamente.) Pues decía: a tiy a ti (por el CURA y el MÉDICO), según veo,os importa un ardite que las familias honra-das... y no me refiero sólo a las aristocráticas,sino a toda familia pundonorosa y decente...conserven la limpieza del nombre de la san-gre... (A VENANCIO y GREGORIA.) Y voso-tros, ¿qué pensáis, papanatas? También a voso-tros os tienen sin cuidado las usurpaciones ig-nominiosas de estado civil, nombre, riqueza...(Callan los cuatro, observándole compadeci-dos.) ¡Ah, todos lo mismo: el sabio, el ignoran-te, igualmente ciegos ante el sol de la moralpura, de la verdad! (Bruscamente, levantándo-se.) Me voy... no quiero más conversación, noquiero...

EL CURA.- (Queriendo detenerle.) Pero, se-ñor Conde...

EL MÉDICO.- Señor, aguarde...

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EL CONDE.- (Nervioso, rechazándoles.) Noquiero, no... Me voy... Abur, abur. (Sale.)

Escena V

El CURA, el MÉDICO, VENANCIO, GRE-GORIA

VENANCIO.- (Viéndole alejarse.) Allá va:habla solo, golpea el suelo con su palo.

GREGORIA.- ¿Qué les parece a ustedes?

EL CURA.- A mí, cosa perdida.

VENANCIO.- A mí... peligroso.

EL MÉDICO.- (Más reflexivo que los otros.)No precipitarse a juzgar. Le tengo por uno detantos. El hombre piensa; su idea le invade elespíritu; su voluntad aspira a la realización de

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la idea. Uno de tantos, digo, como usted y co-mo yo, mi querido D. Carmelo.

EL CURA.- ¿No ves la demencia en ese po-bre anciano?

EL MÉDICO.- Veo la exaltación de un sen-timiento, una inteligencia que trabaja sin des-mayar nunca, una voluntad agitándose en elvacío, con fuerza hercúlea que no puede apli-carse...

VENANCIO.- (Desdeñoso.) Estos médicossiempre han de dar a las cosas nombres raros.

GREGORIA.- Para que no entendamos.

VENANCIO.- ¿Es eso locura, o qué es?

EL MÉDICO.- ¿Queréis que os hable con to-da sinceridad, como médico honrado? Pues nolo sé.

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EL CURA.- (Confuso.) ¿Es o no clara la mo-nomanía?

EL MÉDICO.- En toda monomanía hay unarazón.

EL CURA.- (Mirando al techo en busca deuna idea que se le escapa.) Bueno: yo veo...

VENANCIO.- Rascándose el cráneo. Sí: yoveo también...

GREGORIA.- (Más sincera que los demás.)Todos vemos que... Lo diré claro: las barraba-sadas de la señora Condesa han influido en quenuestro D. Rodrigo esté tan perdido del cale-tre...

EL CURA.- Exactamente... De ahí le viene latos al gato.

EL MÉDICO.- Porque... aquí, que nadie nosoye, señores... la Condesa...

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EL CURA.- (Limpiándose sus galas.) Todolo que digas es poco.

VENANCIO.- No siga usted, D. Salvador...La señora...

GREGORIA.- Callamos por respeto; peroello es que la tal Doña Lucrecia...

EL CURA.- (Sonriente.) Chitón...

VENANCIO.- No chistamos...

EL CURA.- (Poniéndose las gafas.) Nos saleal encuentro un caso delicadísimo de la vidaprivada, y ante él cerramos nuestros picos, ynos lavamos nuestras manos. La misión de losque ahora estamos aquí reunidos no es enmen-dar los yerros de la Condesa de Laín, ni tampo-co sacarla a la vergüenza pública. Nuestra mi-sión... (Tosiendo, para tomar luego un tonillooratorio.) nuestra misión, digo, es tan sólo ali-viar, en lo que de nosotros dependa, la triste

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situación física y moral de ese anciano desvali-do, de ese prócer ilustre, verdadero mártir de lasociedad, amigos míos. Y recordando que en laépoca de su poderío y grandeza él nos tendió lamano y fue nuestro sostén, correspondámosleahora con nuestra filial solicitud y cariñosoamparo.

(Demostraciones de asentimiento. Sigue aellas amplísima y a ratos calurosa discusión.Aceptada en principio por los cuatro vocalesla conveniencia de alojar al anciano ALBRITen los Jerónimos de Zaratán, surgen criteriosdistintos acerca de la forma y manera de reali-zar lo que creen benéfica y santa obra. Mien-tras VENANCIO opina que debe conducírseleal monasterio con toda la derechura y senci-llez con que se traslada un buey de éste al otroprado, GREGORIA, más delicada y benigna,propone que los propios monjes vengan porél, y le conviden a una fiesta, y le hagan mu-chas carantoñas hasta llevársele; y una vez

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allí, que le trinquen bien y le pongan ronzalde seda. El MÉDICO, por el contrario, niégasea autorizar nada que trascienda a forzado en-cierro, y sostiene que D. RODRIGO debe en-trar en Zaratán voluntaria y libremente, yquedarse allí sin ninguna violencia, únicamanera de precaver un desorden mental ver-daderamente grave. Y el CURA, hombre conci-liador, que todo lo pesa y mide, se ofrece abuscar una fórmula que sea como resultantemecánica de las diversas opiniones expuestas,y a proponer un procedimiento que a unos y aotros satisfaga. Nómbranle por unanimidadComisión ejecutiva, y como él se pirra por to-do lo que sea dirección y mangoneo, prometedesplegar en el asunto toda su diplomacia, yel hábil manejo con que sabe acometer lasempresas más arriesgadas y dificultosas.

Despídese Angulo para continuar sus visi-tas, y DON CARMELO, con los dueños de lacasa, se dirige al espacioso y bien pobladogallinero de la Pardina. Examinando huevos,

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pollos y echaduras, se pasa parte de la maña-na, y, por último, se convida a comer. GRE-GORIA le aconseja que prefiera la cena, ypropone invitar también al MÉDICO. Aproba-ción unánime.)

Escena VI

Bosque.

EL CONDE.- (Solo, paseando lentamente.)¡Qué hermoso día!... aire manso y tibio, cieloclaro, las nubes replegadas sobre el horizonte,el mar azul, tendido, adormilado... el bosque ensilencio. ¡Qué solemne tranquilidad! El paso delhombre no ensucia este cuadro grandioso ypuro... (Mira hacia el sendero que corta elbosque en dirección a Jerusa, y detiénese, cre-yendo sentir voces.) ¿Vendrán las nenas depaseo? Pareciome oír sus voces lejanas... El co-razón me ha saltado en el pecho... No son ellas,no. Es que el bosque tiene ruidos extraños, mo-

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dulaciones misteriosas que a veces semejanllanto de niños, a veces risotadas de muchachasque anduvieran volando entre el ramaje.(Óyense, en efecto, voces, risas.) ¡Ah! ¿Seránellas? No... son insectos o no sé qué animalu-chos, que remedan la voz humana. (Aparecenmujeres del campo, charlando y riendo.) Porallí vienen... Pero no son ellas. Esas voces ordi-narias no son las de las graciosas niñas de Al-brit. (Pasan las aldeanas y le saludan respe-tuosas; el CONDE contesta con afecto paternalal saludo.) Adiós, hijas; que os divirtáis mu-cho... (Sigue andando.) Ya estoy solo otra vez...No sé qué voz del alma me dice que novendrán por aquí mis chiquillas. ¡Cómo han devenir las pobres, si toda la mañana las tienenencerradas con el preceptor, un simple, a quiense paga para embrutecerlas! Pero no conse-guirán haceros idiotas, ¿verdad, hijas mías?...(Suspirando.) ¡Nell, Dolly! ¿cuál de vosotras esmi nieta, heredera de mi sangre y de mi nom-bre? (Deteniéndose y cruzando las manos,

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dolorido.) Señor, ¿las amo o las aborrezco? Enmi corazón hay plétora de amor a mi descen-dencia. Pero la certidumbre de que una de lasdos, una... no es de ley, me vuelve loco... No, noes esto locura, no puede serlo; esto es razón,derecho, justicia, el sentimiento del honor entoda su grandeza... (Desesperado.) Daría mivida por ellas... las mataría... no sé. (Continúaandando, agitadísimo.) No puedo, no deboconsentir intrusos en mi linaje... Al fuego lahierba mala, traída a mi hogar con engaño, con-trabando del vicio... Esa diabólica mujer no haquerido decirme cuál es la falsa; pero no impor-ta... Verás, verás, infame, cómo yo lo averiguosin ajeno auxilio, sin interrogar a los que segu-ramente conocen tus secretos... Dios me dé unaintensa penetración para desentrañar la verdad;sabré leer la historia de mi deshonra en esaspreciosas caras; y si por mi ceguera no acierto adescifrar los rostros, leeré la invisible cifra delos pensamientos, penetraré en la hondura delos caracteres, y no necesito más, pues los ca-

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racteres son el temperamento, la sangre, el or-ganismo, la casta... Adelante, Rodrigo de Al-brit... Voy a sentarme en aquel altozano delbosque que parece suspendido sobre el mar, yque está siempre seco y bien bañado de sol.(Apresura el paso.) No sé que tengo hoy, queno me canso nada, pero nada. Andaría mis dosleguas como un hombre...

Otra parte del bosque.

(Terreno quebrado, donde escasean losárboles, y abundan los chaparros y arbusteríasilvestre entre las rocas musgosas. Al Norte, elcantil que desciende con rápido declive hastala playa, la cual se extiende limpia y arenosaen toda la profundidad del paisaje. En unapeña que le ofrece cómodo asiento se recuestael anciano, meditabundo, y contempla abs-traído la costa, y el oleaje manso y rumoroso.)

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¡Cómo pica el sol! Turbonada esta tarde...Allá lejos, en la playa, distingo unos bultitosblancos que se mueven... Dios mío, ¿seránellas? (Haciendo anteojo con su puño para vermejor.) Sí, sí... juraría que son ellas... Aquelvagar rápido, aquel vuelo de mariposas... (Consúbita alegría.) Ellas son. Hasta me parece queoigo sus chillidos alegres. (Bajando un poco,entre las peñas.) Y distingo también un bultonegro, una especie de cigarrón que las persi-gue... Es el maestro, el pobre Coronado... ¿Quéharé? ¿Las llamo, les hago una seña con el pa-ñuelo, voy a buscarlas? (Vuelve a sentarse,indeciso.) ¡Dios mío, estas lindas criaturasserían mi encanto, mi gloria, mi consuelo, si nome amargara la vida el convencimiento de queuna de ellas es intrusa, fraudulenta, usurpado-ra! Quiero idolatrarlas; pero antes, urge separarla verdad de la mentira, para poder amar ex-clusivamente a la que lo merezca... ¿Cuál es,cuál de las dos, Señor? (Se golpea el cráneo conel puño cerrado.) Misterio terrible, ¿será posi-

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ble que yo no pueda penetrar en ti...? (Pausa.)¿Qué atracción es ésta que hacia ellas me lla-ma?... Fuerza superior a mi voluntad. No quie-ro ir, y voy... Atracción del enigma, el ansiainmensa del ¡qué será!... (Se levanta.) ¡Ah, pare-ce que me han visto! Creo notar una agitaciónde cosas blancas, como si me saludaran con lospañuelos. Sí, sí: ya percibo sus vocecitas másdulces, más musicales que cuantos sones hayen la Naturaleza... (Gritando.) Sí, sí, Nell, Do-lly; aquí estoy... Ya os había visto... os veo enmedio de la inmensidad... ¿Queréis que baje, osubís vosotras?... (Gozoso.) Ya, ya vienen. Nocorren, vuelan.

Escena VII

El CONDE, NELL, DOLLY, D. PÍO

NELL.- (Cuya voz suena lejos.) ¡Abuelo,abuelo!...

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EL CONDE.- No corráis, hijas, que podéiscaeros.

DOLLY.- (Suena la voz menos lejana.)Abuelo, te vimos, te vimos.

NELL.- (Cerca.) Yo fui la que primero te vi.

DOLLY.- (Más cerca.) No, que fui yo.

EL CONDE.- Yo bajaría; pero este camino,lleno de zarzas, es tan quebrado que temo ca-erme.

NELL.- (Próxima.) No te muevas, que allávamos.

DOLLY.- (Más próxima.) Por esta veredita,Nell.

NELL.- Por aquí. (Llegan a un tiempo lasdos, sofocadas, sin aliento, junto al anciano,que las abraza y las besa.)

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EL CONDE.- ¿Por qué habéis venido tan aprisa? Claro, como sois ángeles, nada os cuestavolar.

NELL.- D. Pío no quería que viniésemos.

DOLLY.- (Sujetándose el cabello, que elviento le ha soltado.) Allá sube como una tor-tuga el pobre viejo... ¡Qué trabajo le cuesta se-guirnos!

EL CONDE.- Sentaos ya, y descansad aquíconmigo.

DOLLY.- ¿Estás ya contento?

EL CONDE.- ¿No lo ves? ¿Por qué me lopreguntas?

NELL.- ¡Como esta mañana estabas de tanmal humor!... (Sorpresa del anciano.) Sí, sí... ycuando entramos a darte los buenos días, nosasustaste.

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DOLLY.- Nos dijiste: «¡Idos; dejadme solo!»

EL CONDE.- No hagáis caso. ¡Es que Grego-ria me había servido tan mal...!

DOLLY.- (Con mimo.) De veras, ¿no estásenfadado con nosotras?

EL CONDE.- Nunca. Os quiero, os idolatro.

NELL.- (Cariñosa.) Y como Gregoria y Ve-nancio te sirvan mal, ya les ajustaremos lascuentas. ¡Vaya...!

EL CONDE.- Niñas mías, la gente pequeña,cuando se hincha de vanidad y coge debajo alos que fueron grandes, es terrible, es peor quelas fieras.

D. PÍO.- (Que llega jadeante, medio muertode fatiga, y se arroja en el suelo.) Señor Conde,saludo a usía. Como soy viejo, no puedo seguira estas criaturas, que tienen alas de mariposa.

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EL CONDE.- ¡Pobre Coronado, cuánto lemarean a usted! ¿Y qué tal? ¿Se han sabido lalección?

D. PÍO.- (Con suprema honradez.) Señor, nipalotada. Me lo puede creer.

EL CONDE.- ¡Habrá picaruelas...!

D. PÍO.- Como usía es tan tolerante, puedodecírselo: hacen burla de la ciencia y de mí.

EL CONDE.- ¡Qué monas! ¡Ángeles divinos!Besadme otra vez, Nell y Dolly, amables borri-quitas. Vuestro D. Pío, que os consiente todaslas travesuras y juega con vosotras cultivándo-os en la ignorancia, demuestra ser un verdade-ro sabio.

NELL.- (Irónica.) Di que queremos sorpren-derle, y aprendemos sin que él lo note.

DOLLY.- (Maleante.) Le hacemos rabiar unpoquito para amansarle el genio, porque este D.

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Pío, aquí donde le ves, tan suavecito, es un ti-gre.

EL CONDE.- No, hijas mías, es un cordero,un santo cordero... ¿No le veis esa cara?... Diosle hizo santo, y su familia le ha hecho mártir.Yo le quiero. Seremos amigos.

D. PÍO.- (Con emoción.) Señor, usía me hon-ra demasiado.

NELL.- (Con lástima.) ¿Y por qué es mártirD. Pío?

DOLLY.- ¿No tiene muchas hijas?

EL CONDE.- Pero no son buenas, como vo-sotras.

NELL.- ¡Ay, pobrecito, cuánto padecerá!

DOLLY.- (Compadecida.) Ya no volveremosa hacerle rabiar.

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EL CONDE.- (Notando, por los hondossuspiros que exhala CORONADO, su disgustode aquella conversación.) No se hable más deeso. Y ahora que nos hemos encontrado y nonecesita usted estar al cuidado de las señoritas,puede irse a descansar, Sr. Coronado.

D. PÍO.- (Tímidamente.) Señor Conde, yo nopuedo dejar a las señoritas, porque el Sr. Ve-nancio me encargó mucho que no les consintie-ra separarse de mí; que con ellas salía y conellas tenía que volver a casa.

EL CONDE.- (Picado.) Ya que no es usted sumaestro, porque ellas no aprenden, le mandana usted que sea su pastor. Pues para pastoreareste rebaño, me basto y me sobro, Sr. Corona-do.

D. PÍO.- No se incomode, señor. Yo no hagomás que cumplir órdenes de Venancio.

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EL CONDE.- (Dominando su ira por hallar-se frente a un ser débil e inofensivo.) ¿Y misórdenes no significan nada para usted? Esabestia mandará en su casa, pero no en mi fami-lia.

NELL.- (Asustada.) Abuelito, por amor deDios, no te incomodes.

DOLLY.- ¡Si D. Pío se va!... ¿Qué tiene quehacer más que lo que tú le mandes?

EL CONDE.- Ya ves cómo no lo hace, y meobligará a decirlo por segunda vez, cuandoestoy acostumbrado a que a la primera se meobedezca.

NELL.- Váyase, D. Pío... Piito, lárgate.

D. PÍO.- (Levantándose perezoso.) SeñorConde, yo creí...

EL CONDE.- (Impaciente, sin poder conte-nerse.) Pronto... Retírese usted.

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D. PÍO.- (Tocando las castañuelas.) Me reti-ro, puesto que lo manda usía con tanto impe-rio... Y si me riñen allá, que me riñan... Lo queyo digo: es malo ser bueno. (Saluda y se aleja.)

Escena VIII

El CONDE, NELL, DOLLY

NELL.- Ya estamos solitos los tres.

DOLLY.- ¡Qué gusto!

EL CONDE.- Los dos, digo, los tres, porquevosotras, ¡ay!, sois dos, aunque a mí me pa-rezcáis una.

NELL.- ¡Que parecemos una!

EL CONDE.- Lo he dicho al revés: sois una,aunque parezcáis dos... No está bien hoy mi

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cabeza... Quiero decir que en vosotras hay algoque sobra.

DOLLY.- ¿Algo que sobra? Ahora lo entien-do menos.

NELL.- (Con agudeza.) Quiere decir el abue-lo que en nosotras, en las dos, no en una sola,hay lo malo y lo bueno.

DOLLY.- Y lo malo es lo que sobra.

EL CONDE.- Y debe quitarse, arrojarse fue-ra.

NELL.- O será que una de nosotras es mala,y la otra buena. (Míranle atentas al rostro.)

EL CONDE.- Quizás...

NELL.- (Generosa.) En ese caso, la mala soyyo y la buena Dolly.

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DOLLY.- (Correspondiendo.) No, no: la ma-la soy yo, que siempre estoy haciendo diablu-ras.

EL CONDE.- (Atormentado de una idea.)Chiquillas, acercaos más a mí; aproximad vues-tros rostros para que os vea bien. (Se ponenuna a cada lado, y él las abraza. Las tres cabe-zas resultan casi juntas.) Así, así... (Mirándolasfijamente y con profunda atención.) No veo,no veo bien... (Con desaliento.) Esta condenadavista se me va, se me escapa cuando más lanecesito... Y por más que os miro, no hallo dife-rencia en vuestros semblantes.

NELL.- Dicen que nos parecemos. Pero Do-lly es un poquito más morena que yo, menosblanca.

EL CONDE.- (Con gran interés.) ¿Y el cabe-llo, lo tenéis negro las dos, muy negro, muynegro?

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DOLLY.- Sí, estrepitosamente negro. El pelocastaño de mamá es más bonito.

EL CONDE.- ¡Qué ha de ser!

DOLLY.- Otra diferencia tenemos. Mi narizes un poquitín más gruesa.

NELL.- Y mi boca más chica que la tuya.

EL CONDE.- ¿Y los dientes?

NELL.- Las dos los tenemos preciosos; no espor alabarnos.

DOLLY.- Pero yo tengo este colmillo un po-quito encaramado... así, como retorcido. Toca,abuelito. (Llevándose a la boca el dedo delCONDE.)

EL CONDE.- Es verdad... colmillo retorcido.

NELL.- Otra diferencia tengo yo: un lunar eneste hombro.

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DOLLY.- Yo tengo dos más abajo, así degrandes.

EL CONDE.- (Preocupado.) ¿Dos?

DOLLY.- Sí, señor: dos que parecen tres.

EL CONDE.- (Soltándolas de sus brazos.)Vuestros ojos, cuando los examino con mi cortavista, me parecen igualmente bellos. Nell, haz-me el favor de mirar bien el color de los ojos detu hermana... Y tú, Dolly, fíjate bien en los deNell. Decidme el color... justo.

NELL.- Los ojos de Dolly son negros.

DOLLY.- Los de Nell son negros; pero losmíos son más.

EL CONDE.- (Con interés ansioso.) ¿Más?¿Los tuyos, Dolly, tienen acaso un viso verde?

NELL.- Me parece que sí... entre verde yazul.

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DOLLY.- (Mirando de cerca los ojos de suhermana.) Lo que tienen los tuyos es rayitasdoradas... Sí, sí, y también algo de verde.

EL CONDE.- Pero son negros. Los de vues-tro papá, mi querido hijo, negros eran como elala del cuervo.

NELL.- Era guapísimo nuestro papá.

EL CONDE.- (Suspirando.) ¿Os acordáis deél?

DOLLY.- ¡Pues no hemos de acordarnos!

NELL.- ¡Pobrecito, cuánto nos quería!

DOLLY.- Nos adoraba.

EL CONDE.- ¿Cuándo le visteis por últimavez?

NELL.- Hace... creo que dos años, cuando sefue a París. Entonces nos sacaron del colegio.

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EL CONDE.- (Vivamente.) ¿Se despidió devosotras?

DOLLY.- Sí, sí. Dijo que volvía pronto, y novolvió más. Después fue a Valencia.

NELL.- Mamá salió también para París, perose quedó en Barcelona. No nos llevó.

DOLLY.- Al volver a Madrid estaba muydisgustada, sin duda por la ausencia de papá.

EL CONDE.- ¿Y en qué le conocíais su dis-gusto?

NELL.- En que se aburría, y estaba siempreen la calle. Nosotras comíamos solas.

EL CONDE.- ¿Y en esa época os trajeronaquí?

DOLLY.- Sí, señor.

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EL CONDE.- (Con dulzura.) Decidme otracosa. ¿Queríais mucho a vuestro papá?

NELL.- Muchísimo.

EL CONDE.- Me figuro que una de vosotrasle quería menos que la otra.

LAS DOS.- (Protestando.) No, no, no... Lasdos igual.

EL CONDE.- (Después de una pausa, cla-vando en ellas sus ojos, que poco ven.) ¿Y cre-éis que él quería lo mismo a entrambas?

DOLLY.- A las dos lo mismo.

EL CONDE.- ¿Estáis bien seguras?

NELL.- Segurísimas. Desde París nos escrib-ía cartitas.

EL CONDE.- ¿A cada una por separado?

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DOLLY.- No; a las dos en un solo papel, ynos decía: «Florecitas de mi alma, únicas estre-llas de mi cielo...» Pero de Valencia no nos es-cribió nunca.

NELL.- Ninguna carta recibimos de Valen-cia. Nosotras le escribíamos, y él no nos contes-taba. (Larga pausa. El CONDE apoya la frenteen sus manos, con las cuales empuña el palo,y permanece un rato en profunda meditación.)

DOLLY.- Abuelito, ¿te has dormido?

EL CONDE.- (Suspirando, alza la cabeza yse frota los ojos.) ¿Queréis que andemos unpoquito?

NELL.- Sí. (Se ponen las dos en pie, le danla mano, y le ayudan a levantarse.)

DOLLY.- ¿A dónde quieres que vayamos?

EL CONDE.- (Indiferente.) Guiad vosotras.

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DOLLY.- Iremos hacia el Calvario y la grutade Santorojo.

NELL.- No nos alejaremos mucho.

EL CONDE.- Nos alejaremos todo lo quequeramos, y volveremos cuando nos dé la ga-na... Parece que sopla viento de turbonada...¿Qué? ¿Se ha nublado el sol?

DOLLY.- Sí, y de aquel lado vienen nubesgruesas. Lloverá.

EL CONDE.- Si llueve, que llueva, y si nosmojamos, que nos mojemos.

DOLLY.- ¿Quieres que te demos el brazo?

EL CONDE.- No, chiquillas, no quiero apri-sionaros. Corred solas y con libertad... Ya esta-mos en sendero franco, y pisamos la finísimaalfombra del bosque sombrío.

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NELL.- (A DOLLY.) ¿A que no me coges?(Se alejan corriendo.)

EL CONDE.- (Hablando solo, desalentado.)Las facciones nada me dicen... (Animándose.)Hablarán los caracteres... Ya se clarean, ya. Nellparéceme más grave, más reposada; Dolly, másfrívola y traviesa... Pero noto que cambian,permutan las cualidades de una y otra, de mo-do que aquélla parece ésta, y ésta, aquélla. Ob-servemos mejor. (Las niñas juegan a cuál corremás.)

DOLLY.- (Que vuelve triunfante, casi sinrespiración.) No me has cogido, no.

NELL.- (Jadeante también.) Que sí... Corroyo más que tú.

DOLLY.- Nunca.

NELL.- Ayer te gané.

DOLLY.- Mentira.

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NELL.- Yo digo la verdad.

DOLLY.- (Picadas las dos.) Ahora no... Esque eres tú muy orgullosa.

NELL.- Abuelo, me ha dicho que miento.

EL CONDE.- Y tú no mientes nunca; no estáen tu natural la mentira.

DOLLY.- Ella me dijo ayer a mí... embustera.

EL CONDE.- ¿Y qué hiciste?

DOLLY.- Echarme a reír.

NELL.- Pues yo no consiento que me diganque miento. (Lloriquea.)

EL CONDE.- ¿Lloras, Nell?

DOLLY.- (Riendo.) Tonterías, abuelo.

NELL.- Soy muy delicada. Mi dignidad porla menor cosa se ofende.

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EL CONDE.- ¡Tu dignidad!

DOLLY.- Lo que tiene es envidia.

EL CONDE.- ¿De qué?

DOLLY.- (Con travesura jovial.) De que to-dos me quieren más a mí.

NELL.- Yo no soy envidiosa.

EL CONDE.- Vaya, Nell, no llores, pues nohay motivo para tanto. Y tú, Dolly, no te rías.¿No ves que la has ofendido?

NELL.- Siempre es así. Todo lo toma a risa.

EL CONDE.- (Para sí.) Nell tiene dignidad.Esta es la buena. (A DOLLY, con un poquito deseveridad.) Dolly, te he mandado que no terías.

DOLLY.- Es que me hace gracia.

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EL CONDE.- (A NELL, acariciándola.) Túeres noble, Nell. En ti se revela la sangre, laraza... Vaya, haced las paces.

NELL.- No quiero.

DOLLY.- Ni yo...

EL CONDE.- Esa risita, Dolly, es un poquitoordinaria.

DOLLY.- (Poniéndose seria.) Bueno. (Súbi-tamente se lanza a la carrera.)

EL CONDE.- (A NELL.) Estoy algo cansado.Dame el brazo.

NELL.- Dolly está sentida... Le has dicho or-dinaria, y esto le llega al alma. ¡Pobrecilla!

EL CONDE.- Dime, hija mía, ¿has notadootra vez en Dolly estos arranques...?

NELL.- ¿De qué?

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EL CONDE.- De naturaleza ordinaria.

NELL.- No, papá... ¡Qué cosas tienes! Dollyno es ordinaria. Creo que se lo has dicho enbroma. Dolly es muy buena.

EL CONDE.- ¿La quieres?

NELL.- Muchísimo.

EL CONDE.- ¿Y no estás incomodada conella porque te dijo que mentías?

NELL.- Yo no... Cosas de nosotras. Reñimos,y en seguida hacemos las paces. Dolly es unángel: le falta sentar un poquito la cabeza. Yo laquiero; nos queremos... ¡Ya tengo unas ganasde abrazarla y decirle que me perdone!

EL CONDE.- (Con júbilo.) ¡Otro rasgo denobleza! Nell, tú eres noble. Ven a mí... (Laabraza.) Y esa loca, ¿dónde está?

NELL.- Ya viene.

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DOLLY.- (Volviendo como una exhalación.)Abuelito, llueve. Me ha caído una gota de aguaen la nariz.

NELL.- (Deseando coyuntura para hacer laspaces.) Y a mí dos.

DOLLY.- Papá, ¿quieres que nos metamosen la gruta de Santorojo? Has hecho mal en notraer paraguas.

EL CONDE.- Es un chisme que no he usadonunca.

DOLLY.- ¡Ya... acostumbrado a andar siem-pre en coche! Pero ahora no tienes más remedioque andar a patita, como nosotras.

EL CONDE.- (Para sí.) Se burla de mí... ¡Quéinnoble!

NELL.- ¡Ay, qué gotas tan gordas!

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DOLLY.- ¡Menudo chaparrón nos viene en-cima!... Abuelito, ¿quieres que vaya a casa encuatro brincos, y te traiga un capote de agua?

EL CONDE.- No. (Para sí.) Ahora quieredesenojarme con sus zalamerías.

NELL.- Nos meteremos en la gruta. Oiremosel eco. (Dirígense por un sendero áspero, entrepeñas y zarzales.)

DOLLY.- Por aquí. Yo iré delante, apartandolas zarzas para que el abuelo no se pinche...¡Ay, ay, qué pinchazo me he dado! (Chupándo-se la herida.)

EL CONDE.- ¿Te has hecho sangre?... Yaves: por traviesa, por correntona.

DOLLY.- Si ha sido por abrirte camino, paraque no te hicieras daño. ¡Así me lo agradeces!

EL CONDE.- Sí que te lo agradezco, tontue-la.

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NELL.- (Que soltando el brazo del anciano,y recogiéndose el vestido para no enganchar-se, se adelanta.) Dolly, da el brazo a papaíto, ytráele con cuidado.

EL CONDE.- (Dejándose guiar por DOLLY,que continúa chupándose el dedito lastima-do.) Chiquilla, ¿de veras te has hecho sangre?

DOLLY.- Poca cosa. La he derramado por ti.Derramaría más: toda la que tengo.

EL CONDE.- (Parándose.) ¿De veras?

DOLLY.- ¡Oh, sí!... Pruébalo... ¡Si pudieraprobarse...!

EL CONDE.- ¿Tanto me amas?

DOLLY.- Más de lo que crees.

EL CONDE.- ¿Me querrás más que tu her-mana?

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DOLLY.- No, más no. Ofendería a Nell si di-jera que ella te quiere menos que yo. Las dossomos tus nietas, y te queremos lo mismo.

EL CONDE.- (Para sí.) Pues esto es noble-za... y de la fina. ¿Resultará ésta la legítima y laotra la falsa?... ¡Dios mío, luz, luz! (Alto.)¿Dónde está Nell?

DOLLY.- Ha dado un rodeo para no engan-charse el vestido. Sabe sortear las púas.

EL CONDE.- ¿Y tú?

DOLLY.- ¿Yo? Tengo la piel mechada y en-durecida de tanto aguijonazo, y una encarna-dura que no la merezco. Mi hermana es másdelicada que yo. Por eso, cuando me has lla-mado ordinaria, dije para mí que tenías razón.

EL CONDE.- (Para sí, aturdido, sin saberqué pensar.) Razón... verdad... duda... proble-ma.

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NELL.- (Desde lejos, mirando hacia atrás.)Dolly, ¿por qué nos has traído por esta vereda?Es la peor.

DOLLY.- ¿Qué sabes tú...? Sigue, sigue, quea la vuelta tienes la entrada de la gruta.

EL CONDE.- Llueve... Vamos a prisa.

NELL.- (Encontrando el paso fácil hacia lagruta.) Que os mojáis... Yo estoy en salvo ya.

EL CONDE.- (Para sí.) Paréceme Nell un po-co egoísta... ¡Qué horrible duda, Señor! ¡Si re-sultará que Dolly es la buena! (Alto.) ¿Llega-mos por fin?

DOLLY.- Abuelo, por aquí... cuidado... Otroescaloncito, otro... (Llueve copiosamente.)

NELL.- (Guarecida en la boca de la cueva.)Os habéis mojado; yo no.

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Gruta de Santorojo.

(Cavidad ancha y profunda en la fragorosapeña. Festonean su boca parietarias viciosas,raíces de árboles cercanos, helechos y plantasmil de variado follaje. El interior se componede masas cretáceas de variado color, con for-mas de una arquitectura de pesadilla. Las con-creciones de la bóveda son como un sueño debizarras magnificencias, labradas en cristal,azúcar y estearina.)

EL CONDE.- (Sentándose en una piedra.)¡Cuántas veces, niño, me he refugiado, comoahora, en esta soberbia estancia natural de San-torojo!

NELL.- ¿Y es cierto que aquí vivió y murióun ermitaño llamado Toronjillo, que hacía mi-lagros?

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EL CONDE.- Es tradición que viene labran-do en la mente popular desde el siglo XIII. Eje-cutorias de la casa de Laín mencionan al santoToronjillo, que desde este balcón amansaba lasolas furibundas con un gesto... Aquí abajo, alpie de la pendiente llena de malezas, bate lamar.

DOLLY.- (Asomándose.) Ya se ven de aquílos espumarajos.

EL CONDE.- ¿Y esto no te da miedo? ¡Si tecayeras...!

DOLLY.- Llegaría al mar en pedacitos así.

NELL.- (Cariñosa.) Por Dios, hermana, no teacerques al abismo.

EL CONDE.- Dolly, no hagas tonterías... Unatarde, siendo Rafael niño, quiso descender poresta escarpa... Al primer salto que dio, ya no

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podía bajar ni subir. ¡Qué susto pasó su madre!¡Nos costó un trabajo subirle!

DOLLY.- ¡Qué trance!...

NELL.- De pensarlo, me da escalofríos.

DOLLY.- Dicen que nuestra abuelita eramuy hermosa... (Se sientan las dos junto alCONDE.)

EL CONDE.- Sí: la figura más arrogante ynoble que podríais imaginar.

DOLLY.- Y que Nell se le parece mucho.

EL CONDE.- (Mirando a NELL.) No sé... noveo bien las facciones de tu hermana.

NELL.- Por el retrato que hay en casa, másse parece a Dolly que a mí.

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DOLLY.- ¡Si fuera verdad! ¡Qué gusto pare-cerme a una señora tan santa y tan... bonita!Abuelo, mírame bien, y haz memoria.

EL CONDE.- Díme que haga vista.

DOLLY.- ¿Me parezco?

EL CONDE.- (Confuso, mirándola de cer-ca.) No sé... No veo...

NELL.- (Que se ha levantado para sentarseen mejor sitio, junto a la roca.) Eso no puededecirlo más que el abuelo.

DOLLY.- Eso no puede decirlo más que elabuelo.

EL CONDE.- (Sobrecogido por la igualdaddel timbre de las voces.) ¿Quién habla?

LAS DOS.- Yo.

EL ECO.- (Repitiendo la voz de NELL.) Yo.

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EL CONDE.- Ese yo me ha sonado como si lopronunciara mi pobre Adelaida, vuestra abue-la.

NELL.- (Riendo.) Es el eco, papá. (Gritan-do.) Conde de Albrit, soy yo.

DOLLY.- (Que corre junto a su hermana ygrita.) Soy yo... yo... (El eco repite la voz deentrambas.)

EL CONDE.- (Tembloroso, y profundamen-te excitado.) Venid aquí... No os apartéis de milado... No hagáis hablar al eco... Me asusta.

DOLLY.- ¿De veras?

NELL.- No creas, a mí también me asusta unpoquitín.

EL CONDE.- (Para sí.) ¡Confusión horri-ble!... «Soy yo», dice la Naturaleza... ¿Y quiéneres tú?... (Reflexionando.) ¿Será Nell la ma-la?... ¿Será Dolly? (Se clava los dedos en el

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cráneo, y permanece un rato en actitud de me-ditación o somnolencia. Un trueno retumba,con formidable sucesión de sonidos pavoro-sos.)

DOLLY.- ¡Jesús, qué miedo!

NELL.- ¡María Santísima!

EL CONDE.- (Vivamente, creyendo hallarun dato.) ¿Cuál de las dos se asusta de los true-nos?

NELL.- Yo.

DOLLY.- Y yo... pero me hago la valiente.No me rinde un poco de ruido.

EL CONDE.- (Para sí.) Carácter entero.

NELL.- Yo no finjo, yo no disimulo la faltade valor. Digo lo que siento. Cualidad de lafamilia, como decía papá.

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EL CONDE.- Es cierto... Ven acá, que yo tebese.

DOLLY.- ¿Y a mí no?

EL CONDE.- También a ti. (Las besa y abra-za.)

NELL.- (Con efusión.) Abuelo del alma, lasniñas de Albrit te adoran.

EL CONDE.- (Asustado.) Por Dios, no grit-éis, no hagáis hablar al eco... Me espanta... no lopuedo remediar.

DOLLY.- ¿Y los truenos no te impresionan?(Retumba otro.)

EL CONDE.- Los truenos, no; el eco, sí. Latempestad corre hacia el Este.

NELL.- Hay una clara. ¿Quieres que nos va-yamos?

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EL CONDE.- (Levantándose.) Sí... La grutame confunde más de lo que estoy... Estas rocasson mi propio cerebro... Siento el eco aquí, co-mo si mis ideas hablasen solas.

DOLLY.- Ahora no llueve. Aprovechemosesta clara, y vámonos. En cinco minutos llega-remos a las primeras casas; y si el aguacero serepite, nos metemos en la casucha de la tíaMarqueza.

NELL.- Bien pensado. Y con cualquiera delos chicos mandamos un recado a la Pardina.

EL CONDE.- Sí, vamos... Llevadme. (Salende la gruta.)

Escena IX

Casa pobre de campo, de un solo piso, deuna sola puerta, con dos ventanuchos tuertos.Sale humo en bocanadas por entre las tejas

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musgosas, que en sus junturas y en las joro-bas del caballete ostentan un jardín botánicoen miniatura, colección lindísima de criptó-gamas y plantas parásitas. Junto a la casa, unhuerto mal cercado de pedruscos, con unalbérchigo desgarbado, un madroño copudo,varios girasoles con sus caras amarillas, atóni-tos ante la lumbre del sol, y unas cuantas colesagujereadas por los gusanos. La fauna consis-te en un cerdo libre, que hociquea en el charcoformado por la lluvia; dos patos, gallinas, ytodos los caracoles y babosas que se quieranponer. Las moscas, huyendo de la lluvia, hanquerido refugiarse en el interior de la casa, ycomo el humo las expulsa, voltejean en lapuerta sin saber si entrar o salir.

Agréganse a la fauna niño y niña, descalzosy con la menor ropa posible, y una vieja cor-pulentísima, mujer de excepcional naturaleza,nacida para poblar el mundo de gastadores, y

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que por su musculatura, en cierto modo gran-diosa, parece prima hermana de la Sibila deCumas, obra de Miguel Ángel.

La MARQUEZA, el CONDE, NELL y DO-LLY; los dos NIÑOS

LA MARQUEZA.- Mira, Gilillo, ¿no es aquélel señor Conde con sus nenas?

NIÑO.- Sí que son... madre, ellos... Cá vie-nen.

LA MARQUEZA.- (Adelantándose a reci-birles.) Señor mi Conde, Dios le guarde. ¡Quiénpensara verle más!... ¿Quiere descansar?

NELL.- Sí: descansaremos un rato.

DOLLY.- No llueve. Madre Marqueza,sáquenos el banquito.

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EL CONDE.- (Muy complacido, mientras laanciana le besa la mano.) Gracias, mujer... ¿Eratu marido Zacarías Márquez?

LA MARQUEZA.- ¡Ay, señor... no me hagallorar recordándomelo!... Hace dos meses queme le quitó Dios...

EL CONDE.- Era más viejo que yo, muchomás. Buen hombre, recio como ninguno para eltrabajo, y honrado a carta cabal.

LA MARQUEZA.- Vea, señor, a qué pobrezahemos llegado desde el tiempo de usía... Enton-ces teníamos hacienda, ganado, y Zacarías traíanapoleones a casa.

EL CONDE.- ¡Ay!, desde aquel tiempo hadado muchas vueltas y sacudidas el mundo, yse han caído algunas torres. Otros conozco yoque eran más ricos que tú, mucho más, y ahorason pobres, más pobres que tú... Y tus hijos,

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¿qué ha sido de ellos? Yo recuerdo unos moce-tones como castillos.

LA MARQUEZA.- En la América están dos...Dicen que ricachones. Los demás se han muer-to. Para mí, muertos todos... Pasó la nube, se-ñor, y se llevó lo bueno, dejándome a mí pararociarlo con mis lágrimas. Estas criaturas sonde mi hija, la Facunda, que enviudó por SanRoque, y en las minas trabaja como una mula.Vivimos en miseria. Dispénseme, señor miConde; pero no tengo nada que ofrecerle.

EL CONDE.- Gracias. Yo tampoco puedodarte más que palabras tristes... el tesoro delpobre. Estamos iguales.

NELL.- Marqueza, yo te voy a traer ropitapara tus nietas.

DOLLY.- Y yo los cuartitos que tengo aho-rrados, para que tú les compres lo que quieras.

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(Se van a jugar con los chicos junto a unostroncos.)

LA MARQUEZA.- Bendígalas Dios... ¡Quépar de pimpollos tiene aquí el buen Conde! Dagloria verlas tan reguapas, tan bien apañadi-tas... ¡Ay, qué vieja soy, y cuánto he visto eneste mundo! El día en que nació el señor Con-desito Rafael, padre de estas nenas, estábamosmi hermana y yo en la Pardina. Las dos leplanchábamos a la señora Condesa. Usía no seacordará...

EL CONDE.- Mi memoria flaquea. ¿Y tú teacuerdas de mi hijo?

LA MARQUEZA.- Como si lo tuviera delan-te. Ya sé que está gozando de Dios.

EL CONDE.- Dime una cosa: ¿se parecen a élmis nietas?

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LA MARQUEZA.- (Mirándolas detenida-mente.) Se parece la señorita Nela. Es la mismacara.

EL CONDE.- ¿Y su hermana?

LA MARQUEZA.- La señorita Dola no... di-go, sí, también tiene la pinta; pero cuando seríe, nada más que cuando se ríe.

EL CONDE.- (Secamente.) Rafael era muyserio...

LA MARQUEZA.- ¡Y qué galán! Tan caba-llero y respetoso que toda Jerusa se quitaba elsombrero cuando pasaba, y hasta la torre de laiglesia parecía como si le hiciera la reverencia.

EL CONDE.- (Que mira y no ve, impacien-te.) Dime, Marqueza, ¿qué hacen ahora las ni-ñas? Oigo sus risotadas; pero no las veo.

LA MARQUEZA.- Juegan con mis chicos...¡Qué bonitas son, y qué afables con el pobre! La

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señorita Nela quiere bailar con mi Narda, y laseñorita Dola y mi Gil están ahora cogiendomoras. Las niñas de la Pardina llevan la alegríapor donde quiera que van. ¡Ay, si el señor lashubiera visto aquí, esta primavera, cuando ven-ían a pintar...!

EL CONDE.- (Sorprendido.) ¡A pintar!...¿Acaso mis nietas son pintoras?

LA MARQUEZA.- Anda, anda... ¿Pues nosabe...? Si pintan como los serafines. Pues en unlibrote grande retrataron toda esta casa, y a mímesma... y hasta el guarro, con perdón, hasta elguarro, tan parecido, que era él en persona.

EL CONDE.- (Excitadísimo, llamando.)Nell, Nell... Ven acá, hija... (Se acerca.) Oye loque dice la Marqueza... (Ésta repite lo del gua-rro.)

NELL.- Yo, no. Es Dolly la que dibuja y haceacuarelitas...

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EL CONDE.- (Llamando.) Dolly... ven... ¿Esverdad esto, Dolly?... (Acércase ésta, sofocada.)¡Qué callado te lo tenías! ¡Tú pintora!

DOLLY.- (Con modestia.) Me dio por hacermonigotes. Aquí veníamos algunas mañanas,por ser éste el sitio más bonito de los alrededo-res de Jerusa.

NELL.- (Que quiere congraciarse con DO-LLY.) Tiene un álbum lleno de apuntes precio-sos.

DOLLY.- No valen nada, abuelito.

NELL.- Di que sí. Pinta y dibuja... ¡Si tuvierafundamento, qué preciosidades haría!

DOLLY.- Quita, quita.

EL CONDE.- (Con profundo interés.)¿Quién te ha dado lecciones?

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DOLLY.- Nadie: lo que sé lo he aprendidoyo solita, mirando las cosas. Me gusta, eso sí, ycuando me pongo a ello no sé acabar.

LA MARQUEZA.- Unos señores que vinie-ron acá una tarde... eran de Madrid, y traíanunas cajas con trebejos y cartuchitos de pintu-ra... vieron lo que hacía la señorita Dola, y sepasmaron...

DOLLY.- (Ruborizada.) No hagas caso,papá.

NELL.- Y dijeron que esta chica, si estudiara,sería una gran artista... sí que lo dijeron. Novengas ahora con farsas.

EL CONDE.- (Con gran agitación, que pro-cura disimular.) ¡Eres pintora, Dolly... y teavergüenzas de serlo! Dime, ¿sientes una afi-ción honda, un gusto intenso de la pintura? ¿Tesale del fondo del alma el anhelo de reproducirlo que ves? ¿Ayúdante los ojos y la mano, y

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encuentras facilidad para dar satisfacción a tusdeseos?

DOLLY.- Facilidad, sí... digo, no... Me gus-ta... Quiero, y a veces no puedo...

EL CONDE.- ¿Y hace tiempo que sientes enti ese ardor, esa fiebre del arte, don concedido ala criatura desde el nacer, que no se aprende,que se trae del otro mundo, de...?

DOLLY.- Me entró la afición... qué sé yocuándo.

NELL.- Desde niña hacía garabatos...

EL CONDE.- Ya me acuerdo. Cinco añostenías, y me quitabas todos los lápices.

LA MARQUEZA.- ¡Ángel de Dios!

EL CONDE.- Y tú, Nell, ¿no dibujas?

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NELL.- ¡Soy más torpe...! No sirvo... noacierto. Me aburro.

EL CONDE.- (Con viveza.) ¡Tú eres pintora,Dolly, tú... tú...! ¡Y te avergüenzas!... Bueno,hijas, seguid jugando. Dejad aquí a los viejosque hablemos de cosas tristes. (NELL y DOLLYse alejan y continúan su juego.)

LA MARQUEZA.- ¡Qué par de serafines! Yapuede el señor estar contento. (El CONDE nocontesta. Mirando al suelo se sumerge en pro-funda abstracción.) ¿Qué tiene, mi señor, queestá tan triste?

EL CONDE.- (Como quien vuelve de un le-targo.) ¡Ay, Marqueza, qué malo es vivir mu-cho!

LA MARQUEZA.- Lleva razón. Mientrasmás se vive, más cosas malas se ven. Digo yo,gran señor, que los niños de pecho ya saben loque hacen al morirse.

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EL CONDE.- (Con tristeza.) ¡Y otros ¡ay!,qué bien harían en no nacer!... Porque despuésde nacidos y crecidos, ya no hay remedio...

LA MARQUEZA.- ¿Y los viejos, qué tene-mos que hacer aquí?

EL CONDE.- Por algo estamos cuando es-tamos.

LA MARQUEZA.- Es verdad: somos tron-cos, que servimos para que las plantas tiernasse agarren y vivan.

EL CONDE.- Tú eres útil, Marqueza. Hoyme has hecho un gran servicio.

LA MARQUEZA.- ¿Yo? (Pausa larga. ElCONDE vuelve a quedarse abstraído, cual sisu espíritu se sumergiera en abismos profun-dos.) Señor... ¿qué le pasa que no habla?

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EL CONDE.- (Después de otra pausa.) Hassido la sibila que me ha revelado lo que yoquería saber. Dios me trajo a tu choza.

LA MARQUEZA.- (Confusa.) ¿Qué dice quesoy?

EL CONDE.- Mis horribles dudas, gracias ati, se han trocado en triste certidumbre...

LA MARQUEZA.- (Creyendo fundado loque se dice del desorden mental del SEÑORDE JERUSA.) ¿Quiere que le dé un vasito devino? Lo tengo blanco y bueno.

EL CONDE.- No, gracias.

LA MARQUEZA.- Lo que tiene mi Conde esdebilidad.

EL CONDE.- Es tristeza, y mi tristeza no sedisipa bebiendo. Es muy honda. A veces el des-cubrimiento de la verdad nos amarga la exis-tencia más que la duda. No sé cuál es más te-

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rrible monstruo, si la madre o la hija, si la dudao la verdad...

LA MARQUEZA.- (Con espontánea filo-sofía, por decir algo.) No se caliente la cabeza,señor... porque, ¿de cavilar, qué sacamos? Elcuento de que las mentiras son verdades y lasverdades mentiras. Todo es dudar, gran señor...Vivimos dudando, y dudando caemos en elhoyo.

EL CONDE.- (Con ingenua indecisión.) ¿Yqué debo hacer yo?

LA MARQUEZA.- Pues dude siempre elbuen padre, y hártese de dudar y de vivir...tomando las cosas como vienen, y vienen siem-pre dudosas.

EL CONDE.- Eres la sibila de la duda. Teagradezco tu filosofía. No sé si podré seguirla.

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NELL.- (Corriendo hacia el anciano.) Abue-lo, vienen a buscarnos.

EL CONDE.- Sí, es Venancio; oigo su rebuz-no. (Aparecen VENANCIO y un MOZO porentre un grupo de castaños.)

Escena X

Los mismos; VENANCIO y un MOZO conparaguas y capotes.

VENANCIO.- Locos buscándole, señorConde... En cuanto vi venir el nublado, sali-mos... Mira por aquí, mira por allá. Nos dicenque en el bosque... nos dicen que en la playa,nos dicen que en la gruta.

EL CONDE.- Es muy de agradecer tu solici-tud. Nos hemos mojado poco. Las chiquillas,tan contentas.

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VENANCIO.- A casa. La humedad no esbuena para usía. Lo ha dicho el médico.

EL CONDE.- (Con humorismo.) Pues si loha dicho el médico... boca abajo. Vamos a don-de quieras. Tú mandas, Venancio.

VENANCIO.- Yo no mando, señor.

EL CONDE.- (Levantándose.) Que sí. Eres elamo, y aquí estamos todos para obedecerte.

DOLLY.- (Displicente.) No necesitamos detu oficiosidad, Venancio. Nada nos pasa, y sa-bemos volver a casa.

EL CONDE.- (Chancero.) Ya lo ves... Te riñeesta mocosa. Chiquilla, no: hay que respetar lasjerarquías... Vaya, pongámonos en marcha,conforme al deseo del señor de la Pardina... Yote digo, Venancio, que hoy has sido muy previ-sor... No, no quiero capote. Supongo que serátuyo... Póntelo tú.

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NELL.- (Dando el brazo a su abuelo.) Yocontigo.

EL CONDE.- Sí... y vayan delante Venancioy la pintora. Adelantaos todo lo que queráis.Esta y yo no tenemos prisa, ni hemos de per-dernos. Adiós, Marqueza. Que prosperes... quevivas muchos años.

LA MARQUEZA.- (Despidiéndoles afec-tuosa.) Vayan con Dios... Señorita Nela, señoritaDola, la Virgen las acompañe.

Escena XI

Comedor en la Pardina.

El CONDE, NELL, DOLLY, el CURA, elMÉDICO, sentados a la mesa; VENANCIO yGREGORIA, que les sirven.

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La cena toca a su fin. El CONDE, en el si-tial, a la cabecera de la mesa, tiene a su dere-cha a NELL; enfrente el CURA, teniendo a suderecha a DOLLY. Entre las dos parejas, elMÉDICO.

EL CONDE.- ¿Qué secretos son ésos, pastorCuriambro? Toda la noche picoteando con Do-lly.

EL CURA.- (Riendo.) ¡Ah!, son cosas nues-tras. La señorita Dolly es muy simpática y ocu-rrente. Yo celebro infinito que el señor D. Ro-drigo haya alterado esta noche la colocación decostumbre, y me haya cedido a una de sus nie-tas...

EL CONDE.- Por variar. Cuando están lasdos a mi lado, me aturden.

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EL CURA.- A mí esta me encanta... ¡Qué pi-co, qué sal!

DOLLY.- Como está tan desganadito, no sécuántas cosas tengo que decirle para hacerlecomer.

EL CURA.- (Riendo.) ¡Si es ella la que nocome, y tengo que partirle la comida en pedaci-tos, y dárselos envueltos en un poco de sermónpara que no me desaire!

DOLLY.- Yo me como el sermón y él los pe-dacitos. Cada uno lo que más le aprovecha.

EL CURA.- (Riendo más fuerte.) ¿Te gustanmis sermones?

DOLLY.- Sí, padre; quiero enflaquecer. (To-dos ríen.)

EL CONDE.- (Deseando volver a un temainterrumpido.) Cuando acabes de reír las gra-

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cias de Dolly, continuaremos lo que hablába-mos de los monjes de Zaratán, y del Prior...

EL CURA.- (Tragando a prisa para poderhablar.) ¡Ah! sí... ahora voy...

EL CONDE.- (Al MÉDICO.) ¿Decís que elPrior desea verme?

EL MÉDICO.- Sí, señor... quieren ofrecer susrespetos a D. Rodrigo de Arista-Potestad, cuyosantecesores fundaron aquel insigne Monasterio.

EL CONDE.- Y lo dotaron espléndidamente.Después vinieron años malos, la exclaustración.Siendo yo niño vi frailes en Zaratán. Desdeaquel tiempo hasta hace poco ha permanecidoel edificio como un panteón en ruinas.

EL CURA.- Hasta que el Conde de Laín, Di-putado por Durante, gestionó que se incluyerauna partida para restauración, y que volvieranlos monjes...

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EL MÉDICO.- No ha tenido poca parte en laresurrección del Monasterio el actual Prior,hombre de gran virtud, de una actividad asom-brosa, conocedor del mundo...

EL CURA.- Como que es de la escuela ro-mana... hombre de mucha sociedad, instruidí-simo. Treinta y tantos años ha estado en lasoficinas De Propaganda Fide.

EL CONDE.- ¿Y cómo se llama ese sujeto?

EL MÉDICO.- Padre Baldomero Maroto...

EL CONDE.- (Festivo.) Baldomero... Maro-to... Pues debiera llamarse con más propiedad.El abrazo de Vergara.

EL CURA.- Eso dice él... y se ríe... Su nombrey apellido no carecen de simbolismo, porque elhombre es el puro espíritu de la conciliación...

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EL MÉDICO.- Enlace entre las ideas que pa-saron y las vigentes, siempre dentro del dog-ma...

EL CURA.- (Con énfasis en el elogio.) Y porsu trato se diría que ha pasado la vida entrearistócratas... ¡Qué finura, qué tacto y delicade-za en la conversación!

EL MÉDICO.- He oído decir que procede deuna gran familia.

EL CONDE.- ¿Es navarro quizás?

EL CURA.- No, señor; malagueño... Es pun-to muy fuerte en heráldica, y cuando se pone ahablar de linajes no acaba. Conoce el Becerrocomo nadie.

EL CONDE.- ¡Ah!... pues sí, me gustaríacharlar con él.

NELL.- (Bajito, al CONDE.) Abuelito, ¿quéBecerro es ese?

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EL CONDE.- Un libro... ya te lo explicaré.

DOLLY.- (Por lo bajo al CURA.) Don Car-melo, ¿qué es el Becerro?

EL CURA.- Ya te lo diré.

NELL.- (A DOLLY.) Un libro. Debe de sercomo un Diccionario.

EL CURA.- (Encomiástico.) ¡Ah!, lo que tie-ne usted que ver, Sr. D. Rodrigo, es el monaste-rio.

EL MÉDICO.- Han hecho maravillas, en elaño y medio escaso que llevan en él.

EL CONDE.- Yo lo he conocido habitado porlos lagartos.

EL MÉDICO.- Pues ahora... ¡qué amplitud,qué comodidad! Luz y ambiente por los cuatrocostados. No hay en toda la provincia lugarmás higiénico.

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EL CONDE.- ¿De veras...?

EL CURA.- Resguardado de los vientos delNorte por el monte de Verola, disfruta de untemple meridional.

EL MÉDICO.- Y la huerta, que propiamentees un extenso parque, rodeado de tapias, mideochenta hectáreas.

EL CURA.- (Hiperbólico.) ¡Oh!, allí verá us-ted toda clase de cultivos, desde el naranjo alalmendro.

EL MÉDICO.- Son agrónomos de primera...Además, tienen vacas holandesas, faisanes, unpalomar con más de quinientos pares, gallinasde famosas razas, colmenas... estanques conriquísimas carpas... y qué sé yo...

EL CONDE.- (Con donaire.) Convengamos,amigos míos, en que esos pobres frailecitos sedan una vida de perros.

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EL MÉDICO.- Ellos trabajan infatigables, esosí, de sol a sol. Por la vida común, por la igual-dad en el disfrute de los dones de la tierra, porel orden y la división del trabajo, vemos en elinstituto religioso de Zaratán como un esquemade las futuras organizaciones sociológicas...

EL CURA.- ¡Ah, ya te lo diré yo...! (Arde enganas de definir el verdadero papel de la Igle-sia en la vida social; pero no conviniéndoleabandonar el asunto que en aquel momentose trata, aplaza discretamente el puntoevangélico-sociológico. NELL y DOLLY atien-den con toda su alma, sin chistar, a la conver-sación de los mayores.)

DOLLY.- (Muy bajito.) D. Carmelo, ¿qué esesquema?

EL CURA.- Es... (Con desdén.) Cosas de es-tos sabios... nada.

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(Las dos niñas, de un lado a otro de la me-sa, con visajes y alguna palabra suelta, se en-tienden, y comentan lo que oyen.)

EL CONDE.- Hermoso será sin duda.

EL CURA.- De mí sé decir que siempre quevoy a Zaratán me dan ganas de ponerme lacogulla y quedarme allí.

EL CONDE.- ¿Por qué no te quedas? Teconvendría, créeme, entablar relaciones con elazadón.

EL CURA.- (Suspirando.) ¡Oh!, sí... Pero nosoy libre. Pertenezco a mis feligreses. Usted sí,Sr. D. Rodrigo; usted sí que debería ser el Car-los V de ese Yuste.

EL CONDE.- (Vagamente, sin mirarles.) Noes mala idea...

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EL MÉDICO.- (Pensando que no es perti-nente manifestar el deseo ni menos el propó-sito de llevarle a Zaratán.) El señor Conde nogustará quizás del excesivo regalo y confort queallí tendría.

EL CURA.- Seguramente no. Los monjes letratarán con demasiado mimo, y el mimo y losagasajos excesivos pugnan con el carácter rudoy llanote del Conde de Albrit.

EL CONDE.- Según y conforme, amigosmíos. (Con sutil malicia.) Antes de resolvernada en este delicado punto, la primera perso-na con quien debo consultar es Venancio, aquien debo generosa hospitalidad... Venancio,acércate. ¿Has oído? Sí, tú todo lo oyes. ¿Qué teparece? ¿Debo ir a Zaratán?

VENANCIO.- (Oportunamente aleccionadopor el MÉDICO y el CURA, contesta todo locontrario de lo que tan ardiente desea.) Señor,en ninguna parte está usía como en su casa.

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EL CONDE.- (Con finísima marrullería.) Yaveis... ¡Cómo he de desairar yo a este hombretan bueno para mí... que me hace la limosnacon cristiana delicadeza!... ¡Ea!, hablemos deotra cosa.

EL CURA.- (Contrariado de que el CONDEdesvíe tan bruscamente la conversación.) Peroesto no es óbice para que el señor Conde recibaal Prior...

EL MÉDICO.- Ni para que le pague la visita.Iremos todos. Yo quiero que se haga cargo de laorganización admirable de Zaratán.

NELL.- (Gozosa.) ¿Iremos, abuelito?

DOLLY.- D. Carmelo... ¿iremos nosotras?

EL CONDE.- (Impaciente por pasar a otroasunto.) Veremos esa maravilla... Gregoria.(Adelántase GREGORIA.) Ven acá, mujer...Quiero felicitarte delante de todos por la exce-

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lente cena que nos has dado. Sin necesidad deque yo te lo advirtiera, te has esmerado estanoche, porque tenemos dos buenos amigos anuestra mesa. Así me gusta. El régimen de so-briedad y economía se guarda, naturalmente,para cuando estamos solos las niñas y yo.

GREGORIA.- (Azorada.) Señor...

EL CONDE.- (Envolviendo su sátira enformas exquisitas.) Yo alabo tu arreglo, y meparece muy bien que, cuando como solo conéstas, no se conozca que eres buena cocinera, nique tu despensa está bien surtida, ni que poseesvajilla elegante y manteles limpios. Decidido adejarme educar por vosotros en la sordidez yen la miseria, que tan bien cuadran a este tristí-simo fin de mi vida, os daría la satisfacción, silo quisierais, de comer con vosotros en la coci-na... (Mutismo enojoso de GREGORIA y VE-NANCIO. Este traga saliva muy amarga. ElCURA y el MÉDICO no saben qué decir.) Yo tefelicito una y otra vez, porque distingues, con

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claro talento, entre mi persona humilde y la demis amigos. Nos debemos a la sociedad. (GRE-GORIA recoge las migajas y el servicio delpostre sin decir una palabra. La procesión vapor dentro. VENANCIO se retira.) Y estoy bienseguro, porque te conozco, de que el café deesta noche será excelente, como tú sabes hacer-lo cuando no estamos en familia, en la santallaneza a que os obligan vuestros escasos recur-sos...

GREGORIA.- (Tragándose la ira.) El Sr. An-gulo toma té, ¿verdad?

EL MÉDICO.- Sí: el café me desvela.

EL CURA.- A mí, no: venga café.

DOLLY.- Lo serviremos nosotras.

NELL.- (Levantándose.) Ponlo en aquellamesita.

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GREGORIA.- (Poniendo el servicio dondese le indica.) Aquí está. (El CURA saca su pe-taca, y da un cigarro al CONDE. Ambos en-cienden. El MÉDICO no fuma.)

EL CONDE.- Chiquillas, servidnos ya.

NELL.- (Vivamente.) Yo le sirvo al abuelo.

DOLLY.- Le sirvo yo.

NELL.- Yo...

DOLLY.- A mí me corresponde.

NELL.- ¿A ti, por qué?

DOLLY.- Porque no me senté a su lado. Dealgún modo se ha de compensar...

NELL.- No me conformo. (Disputan concierto calor sobre cuál servirá al abuelo.)

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EL CURA.- Vaya, no reñir, niñas. ¿Qué másda?

DOLLY.- (Testaruda.) Sí da.

EL MÉDICO.- Pues que lo echen a la suerte.

NELL.- Eso es: dos pajitas.

EL CURA.- Vaya... A la suerte. (Coge rabi-llos de guindas que han quedado en la mesa.)Una pajita grande y otra chica. (Las prepara ylas da al CONDE.) En manos del león de Albritestá la suerte.

EL CONDE.- Sea. Chiquillas, venid, y aquítenéis la solución de vuestro destino. (Van lasniñas, y de los dedos del abuelo cada una sacaun palito.)

NELL.- (Con alegría.) Yo gané. (Muestra lapajita grande.)

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DOLLY.- (Retirándose corrida.) Ha habidotrampa.

NELL.- ¿Qué?

DOLLY.- (Con ligereza, sin saber lo que di-ce.) El abuelo ha hecho trampa.

EL CONDE.-¡Que yo hago trampas!

DOLLY.- Porque no me quiere.

EL CONDE.- (Meditabundo, hablando so-lo.) ¡Qué innoble! No hay duda, es la falsa, lamala, la intrusa. (Las niñas llenan las tazas.)

EL CURA.- ¡Si os quiere a las dos! Dolly, note enfades.

DOLLY.- Yo no me enfado. (Se ríe.)

EL CONDE.- (Para sí.) ¡Se ríe... qué descara-da... después de ofenderme!

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NELL.- (Llevando al abuelo su taza.) Abue-lo... ahí lo tienes como te gusta, amarguito.

EL CURA.- Dolly me sirve a mí. Ya sabes:pónmelo dulzacho.

DOLLY.- Ahí va. Ahora el té para el doctor.

EL CONDE.- (Para sí.) ¡Y aún se ríe!... Care-ce de delicadeza... No le hacen mella los desai-res. Epidermis moral muy gruesa... extracciónvillana. (Alto.) ¿Qué tal os sirve la pintora?

EL CURA.- Divinamente.

EL CONDE.- Siempre juguetona y atrope-llada.

EL MÉDICO.- Señor Conde, un poquito deron. (Ofreciéndole de una botella que acabade traer GREGORIA.) Es riquísimo; le probarábien.

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EL CONDE.- No me sientan bien los alco-holes. Pero si te empeñas... Y parece muy bue-no. (Catándolo.) ¡Qué guardadito lo tenías,Gregoria! Así se hace: estas cosas ricas para lasocasiones.

EL CURA.- (Después de servirse ron.) Aho-ra, chicuelas, un poquito para vosotras.

NELL.- (Retirando su copa.) No, no... ¡quéasco!

DOLLY.- Yo, sí... póngame media copa, D.Carmelo.

EL CURA.- (Riendo.) Te emborrachas unasmiajas, y a la camita.

EL CONDE.- (Para sí, mirándola beber.)¡También eso!... ¡Qué ordinaria! ¡Buena diferen-cia de esta mía, que en todo revela su origennoble!... (Bebe de un trago, y al instante sientedesvanecimiento en su cabeza.)

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EL MÉDICO.- (Observando que cierra losojos, y articula palabras ininteligibles.) ¿Qué...qué es eso?

EL CONDE.- Nada... se me va un poco lacabeza... Ya te dije... los alcohólicos... (Se con-funden sus ideas; aléjase la realidad; ve a loscomensales y a sus nietas como sombras es-fuminadas, y oye sus voces como un murmu-llo distante de hojas secas que arrastra el vien-to.)

EL CURA.- Parece que se aletarga.

EL MÉDICO.- (Sacudiéndole suavemente elbrazo.) Sr. D. Rodrigo...

NELL.- Está fatigado. (Llamándole.) ¡Abue-lito!

EL CONDE.- (Volviendo en sí, y pasándosela mano por los ojos.) Lo he soñado.

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DOLLY.- ¡Pero si no has tenido tiempo desoñar nada! Ha sido un instante.

EL MÉDICO.- Medio minuto.

EL CONDE.- (Mirando detenidamente atodos.) Lo he soñado... ¡Qué imitación tan per-fecta de la realidad!

DOLLY.- (Asustada.) ¿Qué dices?

EL CONDE.- Le he visto.... como ahora teveo a ti.

NELL.- ¿A quién?

EL CONDE.- A tu padre... Entró por aquellapuerta. No le veíais, yo sí... Acercose a la mesa,y se sentó junto a Dolly... sin decir nada... A mísólo miraba. (Vuelve a pasarse la mano por losojos. DOLLY, medrosa, no acierta a pronun-ciar palabra alguna. VENANCIO y GREGO-RIA espían desde la puerta.)

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NELL.- (Abrazándole.) Papaíto, debes reti-rarte... Estás rendido.

EL CURA.- Sí, sí: a la cama.

EL MÉDICO.- Vamos. (Dispuesto a llevár-sele, le coge del brazo.) Sr. D. Rodrigo, a dor-mir.

EL CONDE.- (Levantándose con dificultad,ayudado de NELL y de ANGULO.) No tengosueño ya... Pero, pues tú lo quieres, Nell, va-mos... Tú mandas, hija mía...

NELL.- Señores, mi abuelito les pide permi-so para retirarse.

EL CURA.- Sin cumplidos... ¡No faltaba más!

EL MÉDICO.- (Viendo que el CONDE suel-ta su brazo.) ¿No quiere que le acompañe a sudormitorio?

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EL CONDE.- No es preciso. Gracias, queridoSalvador. Estoy bien... muy bien. Carmelo,buenas noches.

DOLLY.- (Despidiéndose del CURA y delMÉDICO.) Buenas noches. (Va tras de su abue-lo, que, apoyado en NELL, avanza lentamentehacia la puerta.)

EL CONDE.- (Volviéndose hacia ella brus-camente.) No vengas. (Con displicencia.)Acompaña a estos señores. Aprende a sercortés. (Pausa.)

(Retíranse despacio el CONDE y NELL.DOLLY vuelve al centro de la estancia, se

sienta, apoya en la mesa los codos, la cara enlas palmas de las manos.)

EL CURA.- ¿Qué tienes, chiquilla?

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EL MÉDICO.- También la marea el ron.

DOLLY.- (Sollozando.) El... abuelo... no mequiere.

Escena XII

Dormitorio del CONDE. Es de noche. Unalamparilla de aceite, puesta en una rinconera,alumbra la estancia; la luz es chiquita, tímida,llorona, un punto de claridad que vagamentedibuja y pinta de tristeza los muebles viejos,las luengas y lúgubres cortinas del lecho y delbalcón. Profundo silencio, que permite oír elmugido lejano del mar como los fabordonesde un órgano. El viento, a ratos, gime, rascán-dose en los ángulos robustos de la casa.

El CONDE, solo. (Después de un sueñobreve y profundo, se viste precipitadamente, yse sienta en el borde de la cama.) Bien despier-

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to estoy, no puedo dudarlo... En vela, parécemeque duermo; dormido, veo y toco la realidad.¿Qué es esto? Tan cierto como esa es luz, yo vi aRafael entrar en el comedor, acercarse a la pe-queña y... La primera vez no hizo más que mi-rarme... movimiento, ninguno: no tenía brazos.La segunda vez, Rafael tenía brazo derecho ymano... nada más que un brazo y una mano.No sé qué arma era la que llevaba. Sólo sé queasí, así.... de un golpe, mató a Dolly. La pobreniña no dijo ¡ay! Murió calladita y risueña...como un ángel, cumpliendo la ley del destino,que ordena que las hijas paguen las culpas delas madres... (Tratando de despejarse, da algu-nos pasos.) Sueño ha sido; mas no debemosdespreciar los sueños como obra caprichosa delos sentidos, ni creer que éstos, al dormirnos, sesueltan, se embriagan, se dan a la imitaciónburlesca y desenfrenada de los actos normalesdictados por el juicio... No, no son los sueñosun Carnaval en nuestro cerebro. Es que... bienclaro lo veo ahora... es que el mundo espiritual,

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invisible, que en derredor nuestro vive y seextiende, posee la razón y la verdad, y por me-dio de imágenes, por medio de proyecciones delo de allá sobre lo de acá, nos enseña, nos ad-vierte lo que debemos hacer... (Se pasea vaci-lante, sin guardar la línea recta en sus idas yvenidas.) ¡Cómo suena esta noche la mar! ¡Yyo, durmiendo, creía que ese bum-bum eran misronquidos! ¡Y es el mar el que ronca! (Detiéne-se a escuchar.) ¡Qué silencio en la casa! Todosduermen: las niñas también, ignorantes de queurge expulsar a la intrusa. Ley de justicia es. Nohe inventado yo el honor, no he inventado laverdad. De Dios viene todo eso; de Dios vienetambién la muerte, fácil solución de los conflic-tos graves. Tiene razón Laín: el que usurpa,debe morir, debe ser separado... Rafael y yoseparamos, apartamos lo que por fraude se haintroducido en el santuario de nuestra familia.(Coge maquinalmente su palo, por costumbrede andar con él.) Esto es más claro que la luz.Siempre lo has dicho, Albrit; siempre lo has

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dicho. La causa de que las sociedades estén tanpodridas, la causa de que todo se desmorone esla bastardía infame... el injerto de la mentira enla verdad, de la villanía en la nobleza... Tú lohas dicho, Albrit; tú debes sostenerlo. Albrit...

(Sale de su cuarto cautelosamente, y ten-tando las paredes avanza por un largo pasillo.La claridad de la luna le permite llegar sintropiezos insuperables hasta una puerta, porcuyos resquicios se filtra la luz. Es el cuartodonde duermen NELL y DOLLY. Aproxímase,procurando evitar todo ruido, y aplica el oídoa la cerradura.)

No duermen... Parece que rezan. Oigo con-fusas sus dos voces, que no son más que una.(Con súbita emoción afectiva.) ¡Oh, Dios! ¡Sime parece que las amo a las dos; que no puedosepararlas en mi amor; que la falsa se agarra ala verdadera y se hace con ella una sola perso-

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na...! Esto no puede ser; esto es una cobardía...Albrit, mira quién eres: la justicia, la verdadestán en tu mano... ¡Oh!, ahora distingo mejorlas voces... (Poniendo toda su alma en el oído.)No, no hay cántico de ángeles que iguale a susvocecitas... No rezan; ahora hablan. Nell pareceque quiere consolar a Dolly... Oigo mi nombre...«el abuelo...» Dolly solloza... Sin duda se afligeporque la reñí, porque le manifesté despego,diciéndole que no viniera conmigo, como decostumbre. (Con desesperación muda.) ¡Señor,Señor, haz quelas dos sean legítimas!... Pero niDios, con todo su poder, puede impedir queDolly sea falsa... La denuncia su carácter villa-no... es el contrabando infame introducido enmi casa por esa ladrona de mi honor... (Asalta-do de una idea terrible, se clava en el cráneolas uñas de la mano derecha.) ¡Y si las dos sonfalsas, si las dos son...! (Pone la mano en lapuerta, con intención de abrirla suavemente.Espantado de sí mismo, se aleja.) No, no, Al-brit; tú no puedes, no sabes... no sirves para la

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ejecución de estas obras crueles, por más quesean justas... (Volviendo a la puerta.) ¿Y de quémodo se amputa y arroja la maleza, si una leytorpe, inicua, ampara el fraude? (Nueva indeci-sión. Su voluntad, turbada, gira rápidamente aimpulsos de un huracán.) ¡Pobrecitas, se asus-tarán si entro tan a deshora!... Y Nell me dirá...de seguro me lo dirá... «Abuelo, no mates aDolly.» Tú lo has dicho también, Albrit; tú lohas dicho: «Todo ser humano que tiene vidadebe vivir.» Dios se la dio... nosotros no debe-mos quitársela... (Se aleja pausadamente.) Has-ta podría ser... sí... podría suceder que la espú-rea, que es Dolly, fuera buena... buena y espú-rea, ¡qué sarcasmo!... ¡Así anda el mundo, asíanda la justicia!... Pero de eso no tenemos culpalos pobres mortales: es el de arriba quien tienela culpa, el que permite la rareza extravagantede que salga buena la falsa... (Avanza. En mi-tad del pasillo es sorprendido por VENAN-CIO.)

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Escena XIII

El CONDE, VENANCIO; después, GRE-GORIA y criados

VENANCIO.- (Con malos modos.) ¿Por quéestá levantado el señor Conde?

EL CONDE.- (Arrogante.) Porque quiero...¿Quién eres tú para interrogarme en esa formadescortés?

VENANCIO.- Nada tiene que hacer usía aestas horas en los pasillos oscuros, rondandocomo alma en pena.

EL CONDE.- Si tengo o no tengo que hacer,eso no es cuenta tuya.

VENANCIO.- (Con autoridad.) Entre usíaen la alcoba.

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EL CONDE.- ¡Lacayo!... ¿te atreves a man-darme?

VENANCIO.- Me atrevo a guardar el ordenen mi casa, y a no permitir...

EL CONDE.- (Furioso.) Vil... vete de mi pre-sencia.

VENANCIO.- Estoy en mi casa.

EL CONDE.- (Que devora su ira, apretandolos dientes y los puños.) ¡En tu casa, sí!... Peroeso no es razón para que te insolentes con tuseñor.

VENANCIO.- No hay señor que valga. A mísólo me manda una persona, la señora Condesade Laín.

EL CONDE.- (Con intenso coraje reconcen-trado.) Es cierto... Eres un villano que dice laverdad... y yo estoy aquí de limosna... Pues

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bien: quiero mandar un recado a tu ama, digní-sima reina de tal vasallo.

VENANCIO.- ¿Qué?

EL CONDE.- Un mensaje de gratitud... (Conrápida acción enarbola el palo, y con la fuerzaque le imprime su insensata cólera, lo descar-ga sobre la cabeza de VENANCIO, sin darletiempo a esquivar el golpe. Es palo de ciego,palo nocturno. Formidable acierto.) Toma... Demi parte.

VENANCIO.- ¡Ay!... ¡Maldito viejo!

GREGORIA.- (Que acude en paños meno-res; tras ella, dos criados con un farol.) ¡Suje-tarle!... Ese hombre está loco.

EL CONDE.- (Cuadrándose fiero.) ¡Villanos,al que se atreva a poner la mano en el león deAlbrit, al que manche estas canas, al que toque

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estos huesos, le mato, le tiendo a mis pies, ledespedazo!

(Inmóviles y mudos, no se atreven a llegara él. Dirígese Albrit impávido a su estancia, y

penetra en ella sin mirarles.)

VENANCIO.- (Mientras se restaña con unpañuelo la herida, de que brota sangre.) ¡Ence-rradle, encerradle! (Un criado da vuelta a lallave y la quita.)

FIN DE LA JORNADA TERCERA

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Jornada IV

Escena I

Terraza en la Pardina

GREGORIA, disponiendo la mesa para ser-vir al CONDE su desayuno; VENANCIO, conla cabeza vendada; SENÉN, que entra por el

fondo con una maletita en la mano.

SENÉN.- Aquí me tenéis otra vez.

VENANCIO.- (Abrazándole.) Senén de to-dos los demonios, te juro que me alegro de ver-te.

GREGORIA.- Muy pronto has vuelto de Ve-rola.

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VENANCIO.- ¿Qué?... ¿traes instruccionesde la Condesa?

SENÉN.- Sí... lo primero, que me alojéisaquí... Descuidad: os molestaré muy poco.

GREGORIA.- Te pondremos en el cuartitode arriba.

VENANCIO.- Próximo al del Conde. Sinduda la señora quiere que nos ayudes a quitarlelas pulgas al león.

GREGORIA.- ¡Y qué pulgas, Senén!

SENÉN.- (Fijándose en la venda de VE-NANCIO.) Ya, ya llegó a Verola la noticia de tudescalabradura. Una caricia de la fiera.

VENANCIO.- (Renegando.) ¡Que unoaguante esto!

SENÉN.- Es un viejo de cuidado. A los se-senta años conserva los músculos de acero de

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sus buenos tiempos, y la voluntad de bronce.No hay quien le amanse. Te digo que más quie-ro verme ante un tigre hambriento que ante elConde de Albrit irritado.

VENANCIO.- (Dando patadas.) Pues yo lejuro que de mí no se ríe. Un hombre libre, quevive de su trabajo y paga contribución, no estáen el caso de sufrir esas arrogancias de figurónde comedia.

SENÉN.- Poco a poco, Venancio. La señoraCondesa me encarga te diga que... tengas pa-ciencia.

VENANCIO.- ¿Más paciencia, jinojo?

SENÉN.- Y que sigáis guardándole las con-sideraciones que se le deben por su rango, porsus desgracias, sin perjuicio de vigilarle...

GREGORIA.- Y si nos mata, que nos mate.

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VENANCIO.- Por si acaso, desde ayer le vi-gilo... con un revólver.

SENÉN.- Calma... (Receloso, mirando.)¿Vendrá por aquí?

GREGORIA.- Me ha mandado que le sirva eldesayuno en la terraza.

SENÉN.- Pues le espero.

VENANCIO.- ¿También traes instruccionespara él?

SENÉN.- No; pero necesito... sondearle. Yasabéis: soy muy largo, me pierdo de vista. Conque... me tenéis de huésped.

GREGORIA.- (Cogiendo la maleta.) ¿Vienesa tu cuarto?

SENÉN.- Luego. Me atrevo a suplicar a misimpática patrona que en el cuidado de esta

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maleta ponga sus cinco sentidos. La quiero co-mo a las niñas de mis ojos.

VENANCIO.- ¿Qué traes ahí?

GREGORIA.- Pues pesa, pesa...

SENÉN.- Es mi relicario. Recuerdos, cositasque sólo para mí tienen interés. Y juro por mihonor, que no la estimaría más si la trajera llenade brillantes del tamaño de almendras. En fin,Gregoria, usted me responde de ese tesoro.

VENANCIO.- (Mirando por la derecha.) Elleón viene.

GREGORIA.- Voy por el café.

Escena II

VENANCIO, SENÉN, el CONDE, GREGO-RIA

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EL CONDE.- Buenos días... Hola, Senén,¿qué traes por aquí?

SENÉN.- ¿Qué ha de traer el pobre más quelas ganas de dejar de serlo?

EL CONDE.- Y con las ganas, la decidida vo-luntad de enriquecerte. Eres joven; tienes estó-mago de buitre, epidermis de cocodrilo, tentá-culos de pulpo: llegarás, llegarás... ¿Y tú, Ve-nancio?... ¿Cómo va esa herida? Vamos, hom-bre, no es para tanto. Poco mal y bien quejado.Ya estarás bien.

VENANCIO.- Todavía, todavía... El señortiene un genio imposible.

EL CONDE.- Sí, sí... Y tú crees que la miseriadebe ser mordaza y grillete para este geniomaldito que me ha dado Dios. No sé, no sé:gran domadora es la pobreza; pero soy yo muybravo. Me propongo contenerme dentro de lahumildad y sumisión; pero llega un momento

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de prueba... un insensato que con frase agresivame ofende, echándome al rostro mi humillantemiseria, y entonces... ¡ay!, no soy dueño de mí,pierdo la cabeza...

GREGORIA.- (Poniendo en la mesa el ser-vicio de café, que se compone de piezas delatón y loza ordinaria.) Aquí tiene, señor.

EL CONDE.- (Sentándose.) Pero no tardo enrecobrar mi serenidad de persona bien nacida yeducada; vuelvo a sentir la hidalga benevolen-cia con que he tratado siempre a los inferiores,y... ya tienes al león aplacado, y pesaroso de sufiereza...

VENANCIO.- Pensara el señor esas cosasantes de levantar el palo...

EL CONDE.- Es mi manera de aleccionar alos que quiero bien... En fin, Venancio, hoy,como ayer, te pido que me perdones. Yo no tefaltaré... pero has de guardarme, fíjate bien en

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esto, la consideración que me debes... (ASENÉN.) ¿Quieres café?

SENÉN.- Mil gracias, señor Conde. Medesayuné con aguardiente y buñuelos en elparador.

EL CONDE.- (Examinando el servicio conrepugnancia.) ¿Pero qué servicio es éste?

GREGORIA.- (Para sí.) Fastídiate, viejo re-gañón.

EL CONDE.- ¿Qué habéis hecho de la cafete-ra y del jarrito de plata en que me servisteisestos días?

VENANCIO.- Mandamos que los limpiaran,y...

GREGORIA.- Y para no hacer esperar al se-ñor...

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EL CONDE.- ¿Y aquellas tacitas de porcela-na fina...? En fin, con tal que el café esté bue-no... (Se sirve.) ¿Lo has hecho tú?

GREGORIA.- Con muchísimo cuidado... Ve-remos si hoy está a su gusto.

EL CONDE.- (Probándolo.) ¿Qué es esto?(Con asco.) ¡Agua indecente de achicoria... yrecalentada... y fría!... Vamos, las sobras delcafé de anoche, que ya era malo adrede... (Co-giendo el pan y tratando de partirlo.) ¿Y dedónde habéis sacado esta piedra que me daispor pan?... Con ser tan duro, no lo es tanto co-mo vuestros corazones.

VENANCIO.- Culpa del panadero, señor...

EL CONDE.- Culpa de vuestra sordidez vi-llana. (Les arroja el pan.) Echad esto a vuestrosperros, y dadme a mí lo que para ellos tenéis,pues de fijo les dais trato mejor que a mí. Guar-dad esta preciosa vajilla, no se os deteriore, no

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se os desgaste en mi servicio. (Arroja al suelotodas las piezas de loza y latón.) ¡Queréis abu-rrirme, queréis hacerme imposible la vida! Alúltimo pastor de cabras, al último mendigo quellegara con hambre a vuestra puerta, le haríaisla limosna sin humillarle. ¿Por qué, ingratos,me humilláis a mí?

VENANCIO.- (Que aterrado, lo mismo queGREGORIA, no sabe por dónde salir.) Se ser-virá otra vez... Nosotros...

EL CONDE.- (Con arrogancia.) No quiero.Me quedaré en ayunas.

SENÉN.- Eso no. Mandaré traerlo del café...

EL CONDE.- No te molestes. (A VENAN-CIO y GREGORIA, con majestuosa indigna-ción.) No tenéis ni un destello de generosidaden vuestras almas ennegrecidas por la avaricia;no sois cristianos; no sois nobles, que tambiénlos de origen humilde saben serlo; no sois deli-

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cados, porque en vez de dar un consuelo a migrandeza caída, la pisoteáis; vosotros que en elcalor, en el abrigo de mi casa, pasasteis de ani-males a personas. Sois ricos... pero no sabéisserlo. Yo sabré ser pobre, y puesto que convuestras groserías me arrojáis, me iré de estacasa, en que no hay piedra que no llore las des-gracias de Albrit.

SENÉN.- (Con afectada gravedad y adula-ción.) Los deseos de la Condesa son que seprodiguen al señor todas las atenciones quemerece por su categoría...

EL CONDE.- Ya lo veis: esa mujer liviana ysin pudor es más cristiana que vosotros, y másgenerosa y delicada.

VENANCIO.- (Turbadísimo, tragándose laira.) La Condesa no puede mandarme... yo...digo, la Condesa es mi señora... dueña de to-do...

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GREGORIA.- (Vivamente.) De la Pardinano.

VENANCIO.- La Pardina es mía.

EL CONDE.- (Arrogante.) Sea de quien fue-re, y en tanto que decido si me quedo o me voy,no quiero veros. Idos de mi presencia.

VENANCIO.- (Dudando.) Decídalo pronto,porque...

EL CONDE.- (Despidiéndoles con gesto deautoridad.) Pronto.

VENANCIO.- (Saliendo con GREGORIA.)Sufrámosle un día más, un solo día.

GREGORIA.- Y es mucho... ¡jinojo!

Escena III

El CONDE y SENÉN

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EL CONDE.- (Serenándose.) Siéntate aquí,Senén... Tengo que hablar contigo.

SENÉN.- (Con fatuidad, sentándose.) Nadamás temible que esta plebe hinchada, señor;estos patanes hartos de bazofia, que porquehan logrado reunir cuatro cuartos se atreven amedirse con las personas comilfot...

EL CONDE.- La villanía es perdonable; laingratitud, no... En mi cuarto había un lavabobastante bueno, muy cómodo para mí. Ayer melo han quitado esos viles, poniendo una palan-gana de latón de este tamaño, como las que hayen los asilos...

SENÉN.- (Afectando indignación.) ¡Quéatrocidad!

EL CONDE.- Parece que escogen las serville-tas y manteles más sucios para ponerlos en mimesa. Saben que me gusta la mantelería lim-pia...

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SENÉN.- Pues, como he dicho, traigo ins-trucciones precisas de la Condesa... ¡Oh!, creausía que si se entera de estas infamias, sepondrá furiosa.

EL CONDE.- Sí. Me odia, como yo a ella; pe-ro no desconoce que mi persona exige atencio-nes, respetos...

SENÉN.- ¡Qué duda tiene...!

EL CONDE.- Y aunque obra suya es segu-ramente la intriga que se traen Carmelo y elDoctor para arreglarme una jaula en los Jeró-nimos...

SENÉN.- (Haciéndose de nuevas.) ¡Oh!, nosé... no tengo noticia...

EL CONDE.- Pues sí: desde ayer andan demucho trasteo conmigo. Yo les calo la inten-ción... y me hago el tonto... Pero dejemos esto,

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Senén, que de cosa más grave y de mayortranscendencia para mí quiero hablarte.

SENÉN.- Ya escucho.

EL CONDE.- (Receloso.) ¿Nos oye alguien?

SENÉN.- Nadie, señor. Estamos solos.

EL CONDE.- Estos miserables se ponen enacecho tras de las puertas, oyendo lo que sehabla.

SENÉN.- (Examinando las puertas.) Nadienos oye. Puede hablar el Excelentísimo Sr. D.Rodrigo de Arista-Potestad.

EL CONDE.- Dudo mucho que seas bastanteafecto a mi persona para responder a todo loque te pregunte.

SENÉN.- Usía debe contar siempre con miadhesión incondicional... (dándose importan-

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cia) como cuento yo con que el señor Conde noha de pedirme nada contrario a mi dignidad.

EL CONDE.- (Asombrado.) ¡Tu dignidad!...Dispénsame: creí que no la habías adquiridoaún... Ya sé que estás en camino de adquirirla...vas muy bien... llegarás.

SENÉN.- Señor Conde de Albrit, aunquehumilde, yo... me parece.

EL CONDE.- Nada, nada. Ya no te hago laspreguntas.

SENÉN.- ¡Ah!, puede usía interrogarme contoda confianza. (Queriendo familiarizarse.)Señor Conde... de usía para mí... (Se atreve aponerle la mano en el hombro.) Entre amigos...

EL CONDE.- No, no, porque si salimos aho-ra con que hay dignidad, o esta dignidad esincorruptible o es venal... En el primer caso,

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Senén, no me dirás nada... en el segundo... Soypobre y no podré cotizarla en lo que vale.

SENÉN.- (Afectando seriedad.) Creo quenos hallaríamos en el primer caso.

EL CONDE.- Pues, hijo... (despidiéndole).Adiós.

SENÉN.- (Queriendo provocarle a la inter-rogación, para conocer su pensamiento.) Si elseñor Conde me lo permite, diré una palabra.Usía quiere preguntarme... algo referente a suhija política, en el tiempo en que tuve el honorde servirla.

EL CONDE.- Y cuando aún no habías echa-do dignidad.

SENÉN.- La eché después... Y ahora, sin fal-tar al respeto que debo a usía, tengo el senti-miento de manifestarle que por gratitud, porestimación de mí mismo, por mil razones, no

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puedo en manera alguna revelar secretos queno me pertenecen.

EL CONDE.- (Con vivo interés.) No se tratade secretos... que quizás no lo sean para mí.Quiero tan sólo informaciones exactas acerca deuna persona...

SENÉN.- Ya...

EL CONDE.- Íntimamente relacionada...

SENÉN.- Comprendido.

EL CONDE.- El pintor Carlos Eraúl. Tú es-tuviste a su servicio algún tiempo, al dejar el demi hijo; tú... (Con ardor.) Senén, por lo que másquieras, por la memoria de tu madre, revélamecuanto sepas.

SENÉN.- (Con pujos de delicadeza.) Sr. D.Rodrigo, por todos los gloriosos antepasadosde usía, le ruego que nada me pregunte, puesantes perdería la vida que responderle.

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EL CONDE.- (Con intenso afán.) Dame almenos alguna luz... sin ofender a nadie, sinfaltar a los respetos que debes a tu ama. Dime:ese hombre era de baja extracción.

SENÉN.- (Secamente.) Sí.

EL CONDE.- Hijo de un pobre vaquero de laganadería de Eraúl, en Navarra. (SENÉN res-ponde afirmativamente con la cabeza.) El cual,despedido por mala conducta, se metió a con-trabandista. (Con triste humorismo.) Carlos, elhijo, también despuntó por el contrabando...

SENÉN.- ¡Oh, no...!

EL CONDE.- Sé lo que digo... Su geniopictórico le abrió camino. Fuera de la educaciónartística, que se debió a sí mismo y al estudiodel natural, era un ignorante, un bruto...

SENÉN.- Poco menos.

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EL CONDE.- Ni alto ni bajo, moreno, de ojosnegros... vigoroso... voluntad potente. (SENÉNafirma.) Su apellido era Vicente, pero él firma-ba con el nombre de ganadería: Eraúl.

SENÉN.- Exacto.

EL CONDE.- Le conoció Lucrecia en una deesas rifas o kermessas que organizan las señoraspara...

SENÉN.- (Interrumpiéndole.) Basta, señorConde. No sé nada más.

EL CONDE.- (Imperioso.) Responde.

SENÉN.- (Inflado como un sapo.) No sé na-da. Usía no me conoce.

EL CONDE.- (Rabioso.) Te conozco, sí. Tudiscreción no es virtud; es... cobardía, servilis-mo, complicidad. No eres el hombre digno quecalla la culpa ajena; eres el esclavo, obediente alos halagos o al látigo del amo que le compró.

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(Apostrofándole con solemne acento.) ¡Maldí-gate Dios, villano! Que la luz que me niegas, ati te falte. ¡Que enmudezca tu voz para siempre,que cieguen tus ojos! ¡Que vivas sin poseer laverdad, rodeado de tinieblas, en eterna y terri-ble duda, palpando en el vacío, tropezando enla realidad!... ¡Que busques la justicia, el honor,y encuentres mentira, infamia, dentro de unvacío tan grande como tu imbecilidad!... (Condesprecio.) Vete, vete; no te acerques a mí.

SENÉN.- (A distancia.) ¡Demonio!... Saca lasuñas el león... ¡Hola, hola!... (Vuelve el CONDEa su asiento. Entra NELL con un servicio decafé, elegante, en bandeja de plata.) ¡Ah!...señorita Nell!... (Ofreciéndose a tomar de sumano la bandeja.) Deme acá.

NELL.- No, no... ya puedo.

SENÉN.- (Aparte a la niña.) Cuidadito conél... Está de malas. (Vase.)

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Escena IV

El CONDE, NELL; después, DOLLY.

EL CONDE.- ¡Ah! Nell... ¿qué traes ahí?

NELL.- ¿Cómo habíamos de consentir queno te desayunaras? Hemos reñido a Gregoria.

EL CONDE.- ¡Oh!, ¡qué ángel!... A ver... ¡Oh,esto sí que es bueno!... recién hecho... ¡qué aro-ma!... Dios te bendiga.

NELL.- No merezco yo las bendiciones, sinoDolly, que es quien te lo ha hecho.

EL CONDE.- Pero la idea habrá sido tuya.(Se sirve.)

NELL.- No quiero engalanarme con plumasajenas. La idea fue de ella... Se ha puesto furio-sa... Y a Venancio, le ha echado una buena pe-luca.

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EL CONDE.- ¡Atrevidilla!

NELL.- Le gusta cocinar... y sabe... ¿Qué talestá?

EL CONDE.- Riquísimo... ¿Dices que Dollysabe cocinar?

NELL.- Le gusta. Quiere aprender. Puesahora está preparando un guisote, y luego tehará fruta de sartén. Verás qué bueno.

EL CONDE.- ¡Qué criatura! Dile que venga.

NELL.- Cree que estás enfadado con ella, yno se atreve a venir.

EL CONDE.- (Imperioso.) Que venga, digo.

NELL.- (En la puerta de la casa, llamando.)A Dolly, que venga. Dolly, ven... Dice que noestá enfadado.

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DOLLY.- (Con mandil de arpillera, reman-gados los brazos.) Abuelito, con esta facha noquería presentarme a ti.

EL CONDE.- Ven... no seas tonta... Gracias,chiquilla, por el excelente café que me hashecho.

DOLLY.- Y si me dejase Gregoria, te haríaun arroz... que te chupabas los dedos.

EL CONDE.- (Sonriendo benévolo.) Bien,bien... Vaya, posees el genio de dos artes muydifíciles: la pintura y la culinaria.

DOLLY.- (Haciendo una graciosa reveren-cia.) Para servir a usía, señor Conde.

NELL.- Mientras nosotras estemos aquí, note faltará nada papaíto.

EL CONDE.- (A DOLLY.) Pues aplícate, hija,aplícate, y serás una excelente cocinera. Quizás

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te conviene más de lo que tú crees. ¿Y Nell, noguisa?

NELL.- ¡Ay!, yo no sirvo para eso. Me da re-pugnancia... Además, no sé; vamos, que no megusta.

EL CONDE.- Cada cual según su tempera-mento.

DOLLY.- (Sonriendo.) Esta es tan finústica,que para fregar un plato, es preciso que el platoesté limpio.

NELL.- (Riendo.) Esta es tan a la pata llanaque no lava las cosas sino cuando están muysucias.

DOLLY.- Claro.

EL CONDE.- Cada cual, chiquillas, es comoes, y no puede ser de otra manera. ¡Y yo que noveía diferencia entre vosotras! Ahora, no sóloos distingo, sino que os considero con absoluta

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desigualdad. Ya separo vuestros caracteres,separo vuestras voces, separo vuestras almas...Sois el día y la noche, el alfa y la omega... la...No, no os digo lo que pienso, pobrecitas; no meentenderíais.

Escena V

El CONDE, NELL y DOLLY, el CURA; des-pués D. PÍO

EL CURA.- La paz sea en esta casa.

EL CONDE.- Curiambro; buenos días... Yobien, ¿y tú?

EL CURA.- Pasando... Ya me enteré... Ve-nancio y Gregoria se han llevado un medianoréspice. No se repetirá el disgusto; yo se lo ase-guro al noble león de Albrit.

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EL CONDE.- El león de Albrit, que no temelas fieras, pero siente repugnancia por las ali-mañas inferiores, tendrá que buscar otra cueva.

EL CURA.- A propósito de cuevas, el Priorde Zaratán, que, entre paréntesis, quedó ayerencantadísimo de la exquisita cordialidad conque usted le recibió, nos invita hoy a tomar unbocadillo en su Monasterio.

EL CONDE.- ¿A mí también?

EL CURA.- A usted principalmente. IremosMonedero, Angulo y yo, en calidad de séquito,de cortesanos o chambelanes de Vuestra Señor-ía, por no decir majestad.

EL CONDE.- Gracias... Pues no me opongo.A cortesía nadie me gana. Visitaré gustoso elMonasterio.

EL CURA.- (A NELL, que le hace señas.) No,si vosotras no vais. No queremos estorbos.

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Además, Vicenta Monedero, por mi conducto,os invita a comer en su casa, y a pasar allá latarde.

EL CONDE.- ¿La Alcaldesa?

EL CURA.- Celebra su fiesta onomástica...Allí tendréis a toda la juventud florida de Jeru-sa.

DOLLY.- Lo siento... Mejor me estaba yo to-do el día en mi cocinita.

NELL.- ¡Tonta, si el abuelo no ha de comeraquí!

EL CONDE.- ¿Cómo no?

EL CURA.- Segura mente, los señores frailesno nos soltarán a dos tirones. Me figuro el con-vitazo que habrán dispuesto, algo así como lasbodas de Camacho, o los festines de Lúculo. Ea,chiquillas, hoy secuestro al león. Yo cuidaré deque no se aburra lejos de vosotras.

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DOLLY.- Malditas ganas tengo yo de festejo.

NELL.- (Gozosa.) Sí que iremos. Nos diver-tiremos mucho.

EL CURA.- Nell es más sociable que Dolly...(A DOLLY.) Pero, tonta, ¿no te avergüenzas deque te vean tiznada?... ¡Uy!, ¡cómo apestas acebolla!

DOLLY.- Mejor. Pues a usted bien le gustaque le den comiditas buenas... y bien se rego-dea y se relame.

EL CURA.- Veremos lo que te dura esa ven-tolera de los afanes domésticos... (Mira alCONDE como pidiéndole su parecer; pero D.RODRIGO, profundamente abstraído, noatiende a la conversación.)

EL CONDE.- (Con una idea fija.) Cada cual,según es...

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D. PÍO.- (Con timidez, desde la puerta.)¿Dan permiso?

EL CURA.- Adelante, gran Coronado.

DOLLY.- Hoy no hay lección, Piito. Tengomucho que hacer.

NELL.- ¡Qué gracia! El juego de las comidi-tas. (Al CURA.) Pues hoy me da a mí por estu-diar de firme, ea.

EL CURA.- ¡Bravísimo!

NELL.- (Con estímulo de amor propio.)Quiero aprender, quiero instruirme. La igno-rancia me avergüenza, y empieza a estorbarme.Hoy estudiaré por las dos. ¿Te gusta, abuelito?

EL CONDE.- (Divagando.) Cada una, segúnsu natural...

D. PÍO.- (A NELL.) ¿Vamos?

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DOLLY.- Yo, a mis cacerolas.

NELL.- Y yo, a darle la jaqueca a D. Pío.

EL CURA.- Y yo, a ponerme de acuerdo conel Alcalde sobre la hora a que hemos de salir.(Dando su mano al CONDE.) Vendremos porusted.

EL CONDE.- Hasta luego, hijo.

EL CURA.- (A las niñas.) Cuando terminen,la una sus lecciones, la otra su trajín, prepáren-se para la fiesta de Vicenta. Que os pongáisbien guapas, ¿eh?... Cuidado, chiquillas, querepresentáis en el mundo la gloria, la nobleza,la tradicional elegancia de Albrit.

DOLLY.- Bueno, bueno. Estamos enteradas.(Se detiene, esperando que el abuelo le digaalgo.)

EL CONDE.- Dolly...

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DOLLY.- (Presentando su mejilla.) Abueli-to...

EL CONDE.- (Besándola.) No estoy enfada-do contigo. ¿Y tú conmigo?

DOLLY.- Lo estuve... pero ya pasó... (Vasegozosa.)

EL CONDE.- (Tomando el brazo de NELL.)Nell, aguarda... Quiero asistir a tu lección.Llévame, hija mía.

(Entran en casa seguidos de D. PÍO.)

Escena VI

Dormitorio del CONDE

El CONDE, que entra; DOLLY, barriendo.

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EL CONDE.- ¿Qué haces, chiquilla?

DOLLY.- Ya lo ves: arreglándote la leonera.¿No has reparado que esa bribona de Gregoria,ni limpia aquí, ni barre?... Toda la casa la tienecomo una tacita de plata, menos esta alcobatuya, que debiera ser el sagrario...

EL CONDE.- Hija mía, como no veo bien...

DOLLY.- Te digo que la maldad de esta gen-te me subleva... Entérate de lo que he dispues-to. Entre la Pacorrita y yo hemos traído el lava-bo bueno, que esos indinos quitaron de aquípara ponerlo en nuestro cuarto. Luego te mu-daremos la cama, poniéndola en aquel rincón,para que estés más resguardadito del aire queentra por las rendijas de la ventana.

EL CONDE.- (Embelesado.) ¡Admirable! ¿Ya ti se te ha ocurrido todo eso?

DOLLY.- Todito ha salido de esta cabeza.

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EL CONDE.- (Besándola.) ¿Y has acabadoya tus guisotes?

DOLLY.- Como te vas a comer con los frai-les, he suspendido lo que tenía preparado parahoy. Pero mañana te haré una cosa muy rica,que a ti te gusta mucho.

EL CONDE.- (Se sienta; la abraza.) Eres unángel... Lo uno no quita lo otro. Cabe en lohumano que seas lo que eres... y al propiotiempo criatura inocente, buena... quizás rema-tadamente buena. ¿Verdad que sí?

DOLLY.- Pero tú no me quieres.

EL CONDE.- (Confuso.) Sí te quiero. Esque...

DOLLY.- No vayas a creerte que hago yo es-tas cosas porque me quieras. Pégame, y haré lomismo. Las hago porque es mi deber, porquesoy tu nieta, y no puedo ver con calma que a un

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caballero como tú, poderoso en otro tiempo ydueño de toda esta comarca, le desatiendangentes groseras, que no valen lo que el polvoque llevas en la suela de tus zapatos.

EL CONDE.- (Con viva emoción.) Deja quete bese una y mil veces, criatura. ¿Con que tú...?

DOLLY.- Y a esos indecentes, que no seacuerdan de la miseria que tú les remediaste, nide que crecieron, yerbecitas chuponas, en eltronco de Albrit; a esos puercos, arrastrados,canallas, les estaría yo dando en la cabeza conel palo de esta escoba, hasta que aprendieran arespetar al que honra su casa sólo con pisar enella.

EL CONDE.- (Empañada la voz por la emo-ción.) ¡Y tú... tú piensas eso!

DOLLY.- Y lo digo... y lo hago...Esta noche,cuando vuelva del convite, te arreglaré toda laropa, que la tienes bien destrozadita. Esa pánfi-

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la de Gregoria no da una puntada en tu ropa.Fíjate en la de Venancio, que parece un Duque.

EL CONDE.- (Cruza las manos y la con-templa extático, tratando de estimular la vi-sión en sus ojos enfermos.) ¡Y lo haces por mí,por mí!

DOLLY.- (Se sienta a su lado, la escoba en-tre las manos.) Sabiendo que me quieres menosque a Nell. Reconozco que Nell lo merece másque yo, porque es más fina... y además tan bue-na...

EL CONDE.- (Algo perturbado.) Pero a ti...a ti te quiero también. Dime la verdad: ¿te in-comodaste porque no te dejé subir conmigo?

DOLLY.- ¡Vaya con el desprecio que me hashecho... dos noches seguidas! La primera vez,D. Carmelo y el Médico, que cenaron aquí, meconsolaban... Pero anoche... ¡ay!, me entró tal

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tristeza, que no pude dormir, y los ratos quedormí tuve sueños muy malos.

EL CONDE.- ¿Qué soñaste? A ver si lo re-cuerdas.

DOLLY.- (Con emoción un tanto picaresca.)Pues soñé... Primero soñé que tú eras malo...¡Ya ves qué desatino! Después soné que entrabaen nuestro cuarto mi papá... con una cara tantriste, tan triste... y se llegaba a mi cama, y medaba muchos besos...

EL CONDE.- Antes iría a la cama de Nell...

DOLLY.- Ni antes ni después... Yo soñabaque Nell no dormía en mi cuarto. Ya ves, otrodesatino.

EL CONDE.- ¿Y no te dijo nada tu papá?

DOLLY.- Sí: algo me dijo, juntando su caracon la mía; pero no puedo acordarme: de eso sí

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que no me acuerdo... ¡Luego hablaba tan bajito,tan bajito...!

EL CONDE.- Es lástima...

DOLLY.- (Con donaire.) No hagas caso. Loque soñamos es todo mentira, ilusión.

EL CONDE.- No aseguro yo tanto. Mi vejezresulta más candorosa que tu infancia. Yo creoen los sueños.

DOLLY.- ¡Pues cuando tú lo dices...! (El an-ciano cae en profunda meditación. DOLLY leobserva cariñosa, esperando que reanude laconversación.) ¿Qué tienes, papaíto? ¿Por quéestás triste?

EL CONDE.- Hija mía, tu charla inocente, tuingenuidad, tu alma, que sale con tu voz, y ale-tea en tus resoluciones, hacen en mí el efecto deun tremendo huracán... ¿no entiendes?... sí, de

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un huracán que me envuelve, me arrebata, mearroja en medio de la mar...

DOLLY.- ¡Abuelo...!

EL CONDE.- (Levantándose, consternado.)Sí: aquí me tienes forcejeando en medio de esteoleaje de la duda. Una onda me trae y otra melleva... y yo... ahogándome sin morir en estainmensidad negra y fría... ¡Oh, no puedo vivir,no quiero vivir!... Señor, o la verdad o la muer-te... No te asustes, niña querida. Son arrebatosque me dan. Tras esta duda quizás venga lacertidumbre que deseo, que pido a Dios contoda mi alma; certidumbre que no será la queperdí: será otra, qué sé yo... (Con intensa ter-nura.) Dolly, ¿dónde estás? Ven a mí; suelta laescobita y abrázame. (La abraza estrechamentey la besa llorando.) Si eres tú, porque lo eres...si no, porque... no sé por qué... porque sí... no losé.

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Escena VII

El CONDE, DOLLY, el CURA

EL CURA.- (En la puerta.) Pero, señor leónde Albrit, ¿se olvida de que abajo estamos es-perándole?

EL CONDE.- (Limpiándose las lágrimas.)Voy... Perdona... me entretuvo esta chiquilla.

EL CURA.- (Dando prisa.) No nos sobrará eltiempo.

DOLLY.- Adiós, abuelito. Toma tu palo y elgabán. (Le da ambas cosas.) El día está bueno.Te divertirás mucho.

EL CONDE.- (Resignado, dejándose llevar.)Adiós, hija mía. Quieren que vaya a Zaratán...Pues a Zaratán. Hasta la noche.

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Escena VIII

Monasterio de Zaratán (Jerónimos).

Hállase situado en un fértil llano, con lige-ra inclinación y corriente de aguas hacia elMediodía. Lo resguardan de los vientos sep-tentrionales el verde muro de una selva es-pesísima, y la fortaleza de un monte, estriba-ción de la sierra que por el Este se extiende enescalones hasta la mar. Rodeándolo frondosasarboledas de sombra, adorno y fruto, y tierrasde cultivo y pasto, cerradas por tapia o setosvivos, en extensión considerable.

La construcción románica de la iglesia y departe del convento aparece bastardeada, y enalgunos puntos ridículamente sustituida porhorribles superfetaciones del pasado siglo, deuna imbecilidad que causa enojo y tristeza. Enel frontis de la iglesia, en distintas puertas yventanas, campea el escudo de Albrit, león

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rampante con banderola en la garra, y el lema:Potestas Virtus.

No lejos de la fachada de la iglesia, separa-do de ella por anchurosa calle de chopos vie-jos, podados, llenos de jorobas y arrugas, estáel portalón de ingreso. Es una plazoleta malpavimentada de losetones verdinegros y res-baladizos, que fuera de él se extiende, se parael coche que conduce al CONDE DE ALBRIT ysu acompañamiento. Sale toda la Comunidada recibirle, con el Prior a la cabeza.

El CONDE DE ALBRIT, el CURA, el MÉDI-CO, el ALCALDE, el PRIOR y monjes.

Es el PADRE MAROTO varón tosco y agra-dabilísimo, con sesenta años que parecen cin-cuenta; ni bajo ni flaco, ni gordo, admirable-mente construido por dentro y por fuera, conequilibrio perfecto de músculos, hueso y cua-

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lidades espirituales. La ingeniosa Naturalezasupo armonizar en él, como en ninguno, lapotente estructura corporal con la agudeza delentendimiento. Su índole nativa de organiza-dor y gobernante en todo se revela; pero revis-te tan hábilmente de dulzura y gracia el bácu-lo de su autoridad, que ni siquiera duelen losestacazos que suele aplicar a los díscolos de sucorto rebaño. Sin su energía, actividad y me-timiento prodigioso, el fénix de Zaratán nohabría renacido de sus cenizas.

EL CONDE.- (Muy afectuoso, contestandocon exquisita urbanidad al saludo de bienve-nida que en el portalón le dirige el PRIOR.)Me anonada usted, señor Prior, saliendo a reci-birme con la dignísima Comunidad... Vamos,que esto es hacer de mí un Emperador CarlosV.

EL PRIOR.- Para nosotros, imperio ha sido lacasa de Albrit, y las glorias de Zaratán se con-

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funden en la historia con la grandeza de lasPotestades. (Entran en la calle de chopos joro-bados; detrás, respetuosamente, el séquitocivil y frailuno.)

EL CONDE.- (Con tristeza.) ¡Oh, grandezasdesplomadas!... Albrit y Laín no son ya másque polvo y ruinas. (Pausa solemne.) Y agra-dezco más los honores que en esta ocasión seme tributan, porque veo en ellos un absolutodesinterés. Señor Prior de Zaratán, el últimoAlbrit no puede corresponder a tan noble aga-sajo con ninguna clase de beneficios. Es pobre.

EL PRIOR.- Nosotros también. En los tiem-pos que corren, no hay más riquezas que lavirtud y el trabajo, y más vale así.

EL CONDE.- (Parándose con intento deadmirar las hermosas campiñas que a un ladoy otro de la chopera se ven.) Admirable culti-vo. Esta santidad agricultora es un encanto... yun gran progreso, el único progreso verdad.

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EL PRIOR.- Trabajamos porque Dios lomanda. Dios quiere que no cultivemos sólo elcielo, sino la tierra; la tierra, que es el comple-mento de la fe.

EL CONDE.- Y, como la fe, la tierra no en-gaña. Ella nos alimenta vivos; muertos nos aco-ge...

(Entran en el convento, y pasan a una salacuadrilonga, en cuyas paredes se ven rastrosde un fresco decorativo, que borroso asomapor entre los remiendos de yeso. La sillería esmoderna y ordinaria, porque los monjes notienen para más. El PRIOR hace al CONDE lapresentación de los Padres más ancianos, omás significados por sus talentos. El uno esnotable por su facultad oratoria; el otro des-punta en la agronomía; aquél es teólogo in-signe; esotro, arquitecto. No falta el organistani el veterinario, que al propio tiempo es algocanonista, y muy buen castrador de colmenas.

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Terminadas las presentaciones, el PRIORquiere obsequiar al CONDE y acompañamien-to con un Málaga superior, que le han enviadode su tierra para celebrar. Acéptalo el CONDEcon galantería y D. CARMELO con júbilo. Sir-ve un lego y catan todos el finísimo licor.)

EL ALCALDE.- (Repantigado en un sillón.)¡Compadres, vaya una vida que se dan ustedes!

EL CURA.- (Repitiendo.) ¡Bendita sea la ce-pa que da este caldo! Debe de ser la que plantóNoé.

EL MÉDICO.- (En voz baja, a un fraile conquien platica.) Conviene que vea y aprecie lasexcelencias de Zaratán bajo el punto de vista dela vida orgánica y de las comodidades, porque,como buen aristócrata, se inclina al sibaritismo.

EL ALCALDE.- (A un monje que despuntaen la agronomía.) Dígame, compañero, ¿de

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dónde demonios han sacado ustedes la simien-te de esa remolacha forrajera que he visto enalgunos tablares?

EL FRAILE.- (Con acento italiano.) Es deLombardía, y también el grano turco.

EL ALCALDE.- ¿Qué es eso?... ¡Ah!... elmaíz... Buenas cañas. Me han de dar ustedesunas mazorcas. Pues ¿y la alfalfa? Dan ganas decomerla... También quiero simiente... Yo noando con repulgos; soy muy francote... barropara adentro... Verdad que también doy cuantotengo... el corazón inclusive... (Pasando junto alCONDE.) Señor D. Rodrigo, yo que usía, fran-camente, me dejaría ya de hacer el caballeroandante, y me vendría a vivir con estos compa-dres, que me parece... vamos... que no lo pasanmal.

EL PRIOR.- (Que, descuidándose a veces,emplea los tratamientos italianos.) ¡Oh!... si

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monseñor viviera con nosotros, nos honraríaextraordinariamente.

EL CURA.- (Repitiendo.) Yo... se lo he di-cho... ¡las veces que se lo he dicho!... Pero noquiere hacerme caso... Él se lo pierde.

EL PRIOR.- Eccellenza, otra copita.

EL CONDE.- No... Muchísimas gracias.

EL MÉDICO.- No puede desechar el recelode que en Zaratán carecería de libertad. ¿Ver-dad, señores, que aquí estaría tan libre como ensu casa?

EL PRIOR.- Viviría en la más hermosa yabrigada celda que tenemos; comería lo quemás fuese de su agrado; se pasearía de largo alargo por nuestros plantíos y praderas, y estaríadispensado de asistir a los oficios, y de ayunosy penitencias. Si esto no es buena vida, que metraigan al que descubra otra mejor.

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EL CURA.- (Repitiendo.) Su edad exige cui-dados exquisitos, que aquí tendría como enninguna parte.

EL CONDE.- (Con afabilidad.) Señoresmíos, yo agradezco infinito su solicitud, y mesiento orgulloso del afecto que me demuestran,deseando tenerme en su compañía. Lo agradez-co en el alma; pero no puedo acceder a sus no-bles deseos, no y no. Y rechazo la oferta, no pormí, sino por la Comunidad, por lo mucho quela quiero, la respeto y la admiro.

EL MÉDICO.- (Aparte a un fraile.) ¡Viejomás marrullero!...

EL ALCALDE.- Veremos por dónde sale.

EL CONDE.- Estoy bien seguro de que losseñores monjes, a los pocos días de alojarmeaquí, no me podrían aguantar, y renegarían dehaberme traído. Créanlo: tengo un genio impo-sible.

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EL PRIOR.- ¡Eccellenza... por Dios...!

EL ALCALDE.- (Volviendo al grupo distan-te.) ¡Zorro de Albrit, remolón, pamplinero, siacabarás por venir aquí y tomar lo que te den,aunque sean sopas!

EL CONDE.- Sí, soy inaguantable. Cuandono ha podido domarme el infortunio, ¿quiénme domará?

EL PRIOR.- (Echándose a reír y palmeteán-dole en el hombro.) Yo... sí, monseñor, yo...¡También suelo gastar un geniecillo!...

EL CURA.- (Repitiendo.) La dulzura, el tac-to, el don de gentes del Padre Maroto, son unagarantía de concordia... Vivirán en santa paz.

EL CONDE.- Además, hay otro inconve-niente. En mi vejez triste no puedo vivir sinafectos; me moriría de pena si no pudiera tener

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a mi lado a mis nietecillas, una de ellas por lomenos, la que escogiera yo para mi compañía.

EL ALCALDE.- (En voz alta.) Pues que lastraigan. Es lo único que falta en Zaratán paraque esto sea completo: un par de niñas...

EL PRIOR.- ¡Ah!, eso no. Aquí no puedenvivir mujeres. Las señoritas le escribirían confrecuencia.

EL CURA.- (Repitiendo, sin beber, yaplicándose, con finura, la palma de la mano ala boca.) Ya se iría jaciendo. Y alguna vez podr-ían las niñas venir a visitarle.

EL CONDE.- (Un poco molesto.) Que no meconformo. ¿Cuántas veces he de decirlo?

EL PRIOR.- Sí, sí... No se hable más.

EL CONDE.- (Con fina marrullería.) Nodesconozco la fuerza de las razones expuestaspara convencerme. Ni quiero que vean ustedes

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en mí un hombre terco, atrabiliario y desagra-decido... No, Prior; no, amigos míos. Mal geniotengo; pero de las tempestades de mis nerviossuele surgir el juicio sereno y claro. Hermoso esZaratán, simpáticos y agradabilísimos el Prior ysus dignos cofrades. ¿Quieren tenerme porcompañero y amigo? No digo que sí; no digoque no... No debo aparecer ingrato, ni tampocoansioso de un bien que no merezco.

EL PRIOR.- (Repitiendo los palmetazosafectuosos.) ¡Si al fin, monseñor, hemos de co-mer juntos muchos potajitos... y nos hemos depelear aquí... como buenos hermanos!

EL ALCALDE.- (Dando resoplidos.) ¡Si digoque...!

El MÉDICO y el CURA cambian una mira-da de satisfacción. Propone el PRIOR enseñarla sacristía, y dar un paseo por la huerta antesde comer, y a todos les parece idea felicísima.Aunque el buen ALBRIT ve poco, se presta

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con galana urbanidad a que le muestren proli-jamente las imágenes, los ornamentos, losvasos sagrados. El pobre señor, en obsequio alos bondadosos frailes, hace como que lo vetodo, y con discreta lisonja de buena sociedad,todo lo admira y alaba, hasta que el PRIOR,abriendo un estuche, saca de él un cáliz y se loenseña, diciéndole: «Esta hermosa pieza esdonación de la CONDESA DE LAÍN.» Inmúta-se el anciano, y después de preguntar a MA-ROTO si celebra en la hermosa pieza, y de res-ponderle el fraile que sí, suelta un terno... ytras el terno una denominación que es escán-dalo y azoramiento de todos los que cercaestán. Hace el PRIOR como que no ha oídonada, y siguen.

Se sirve la suculentísima y abundante co-mida en una salita próxima al refectorio,mientras come la Comunidad, y sólo asisten aella, a más de los forasteros, el PRIOR y unmonje anciano, el más calificado de la casa.

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Muéstrase, desde la sopa al café, decidor yjovial el buen PRIOR, arrancándose a contarsalados chascarrillos andaluces de buena ley;y el CONDE, aunque con pocas ganas de con-versación, y como atacado de tristeza o nostal-gia, se esfuerza en cumplir la tiránica ley decortesía, riendo todos los chistes incluso losdel Alcalde, el cual, después de un imperti-nente disputar sobre cosas triviales, barre parasu casa, sosteniendo la supremacía de las pas-tas españolas para sopa entre todas las delmundo, incluso las italianas. Termina despo-tricando contra el Gobierno, porque no prote-ge la industria nacional recargando fuerte-mente en el Arancel... ¡el fideo extranjero!

De sobremesa, propone el PRIOR un agra-dable plan para la tarde: siesta, el que quieradormirla; después, paseo hasta la casa de la-bor de abajo, que es la más interesante; visitaa los corrales, establos y cabañas, y, por fin,solemnes vísperas con órgano, Salve, etc.

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Escena IX

Coro de la iglesia conventual de Zaratán.

El PADRE MAROTO, en la silla prioral. Asu lado el CONDE DE ALBRIT. Siguen a dere-cha e izquierda los monjes, ocupando con susvenerables cuerpos más de la mitad de la si-llería. En el centro, frente al facistol, los canto-res. No hay verja que separe el coro de la igle-sia, que es tenebrosa, sepulcral, cavidad cuyoslímites y contornos se deslíen en un misterio-so ambiente, tachonado por las luces de loscirios. En el fondo lejano se adivina, más quese ve, el altar mayor, disforme carpintería ba-rroca y estofada. A la derecha un órgano pe-queño, nuevecito, de excelente son. Toca conmaestría el mismo fraile italiano que anteshablaba de la simiente de alfalfa y remolachaforrajera.

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EL CONDE.- (Que sin darse cuenta de ello,entrelaza y confunde su rezo con sus medita-ciones.) Señor de los cielos y la tierra, ilumína-me, dame la verdad que busco... No muera yosin conocerla... Que acabe mi vida con mis du-das horribles... Padre nuestro que estás... Creí quela falsa es Dolly, y la legítima Nell... y ahoracreo lo contrario: Dolly es la buena, Nell la ma-la, la intrusa... Señor, que no prevalezca en mifamilia la usurpación infame... El pan nuestro...

EL CORO.- Recordare Domine quid accideritnobis... Intuere et respice opprobrium nostrum.

EL CONDE.- No me tengas, Señor, sobre es-ta zarza de las dudas... Me revuelco en ella, ymi cuerpo es todo una llaga... Dame la verdad,y que la verdad sea puerta para entrar en lamuerte... Líbrame del oprobio de mi nombre, yaparta de mi descendencia el deshonor.

EL CORO.- Haereditas nostra versa es ad alie-nos, domus nostrae ad extraneos...

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Suena con dulcísimos acordes el órgano.Encantado de oírle, el CONDE se inclina hacia

el PRIOR para elogiar el instrumento y lashábiles manos que lo tocan.

EL PRIOR.- ¡Excelente organito!... Regalo desu hijo de usted, el señor Conde de Laín, quenos lo mandó de París. La carta en que meanunciaba este obsequio fue la última que de élrecibí.

EL CONDE.- (Que desvaría un poco, afec-tado de la solemnidad del lugar y ocasión y dela lúgubre poesía que allí emana de todas lascosas.) Pues me lo había figurado... Como ape-nas veo, mi oído tiene una sutileza extremada,y en esos dulces acentos escuché la propia vozde mi pobre Rafael resonando en la iglesia...¡Desdichado hijo mío! ¿Verdad, P. Maroto, quemi hijo merecía mejor suerte? Pero la felicidadno es para los buenos. (El PRIOR contesta concabeceos, por no creer que es ocasión de largas

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conversaciones, y continúa rezando. Pasatiempo. La placidez del sitio, la suave tempe-ratura, el monótono canto, determinan en elviejo ALBRIT una sedación dulcísima, y re-costándose sobre la derecha en el amplio si-tial, se adormece. A ratos se despabila, y per-dida la noción de la realidad, olvidado dedónde está, dirige al PRIOR palabras que esteestima de una incongruencia absoluta. Enaquel sopor, cuyas intercadencias no es posi-ble apreciar, ve y oye el desdichado prócerextrañísimas cosas. Si al despertar tiene algu-nas por disparates, otras quedan en su mentecomo verdades incontrovertibles. No puededudar que su hijo Rafael se aparece en el coro,viniendo de la iglesia, vestido de monje, yavanzando lentamente se llega a su padre, y lehabla... Bien seguro está de que le dice algo, ymás le dijera si su imagen no desapareciesesúbitamente como una luz que el viento apa-ga.)

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EL PRIOR.- ¿Qué dice el señor D. Rodrigo?

EL CONDE.- Me parece que hablo claro... Lafalsa es Nell. Me lo dice quien lo sabe... (Ente-ramente despabilado.) ¡Ah!... perdone usted...No he dicho nada. Estas cosas no deben decirse.(Mira en torno suyo, y nada ve. Pero advierteque han cesado los cánticos, y que el oficio haconcluido. La Comunidad se retira.)

EL PRIOR.- (Levantándose.) Eccellenza...hemos terminado nuestro rezo. Tome usted mibrazo, y saldremos.

EL CONDE.- (Apoyado en el brazo delPRIOR.) Es hermoso poseer la verdad...

EL PRIOR.- Cuando se posee.

EL CONDE.- Yo la tengo.

EL PRIOR.- Verdades hay, amigo mío, queno merecen que las poseamos. Vale más la du-

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da que ciertas verdades. Lo que hay que teneres fe.

EL CONDE.- También la tengo. A ella meacojo, y de ella tomo mi energía para esta bata-lla con la espantosa duda... (Con grande extra-ñeza.) Pero dígame, ¿dónde se meten Carmeloy el Alcalde y el Médico de Jerusa? No les sien-to. ¿Es que están todavía examinando carnerosy vacas?

EL PRIOR.- (Retardando la contestación,que supone ha de ser penosa para el anciano.)Pues D. Carmelo...

EL CONDE.- ¿Es que duerme aún la siestapara empalmar mejor la comida con la merien-da? Me asombra que el Alcalde, que es tan bea-to... por dar ejemplo a las masas, como él dice...no haya venido a las vísperas.

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EL PRIOR.- (Arrancándose, por aquello de«el mal camino andarlo pronto».) Señor Condede Albrit, esos señores se han vuelto a Jerusa.

EL CONDE.- (Parándose en firme, erguido.El estupor contiene aún el estallido de su ira.)¡Se han vuelto a Jerusa...!

EL PRIOR.- (Resuelto.) Esos caballeros pien-san, como yo, que el señor Conde debe perma-necer aquí.

EL CONDE.- (Airado.) Me han traído conengaño, me dejan con perfidia... se van... Meencierran como a una bestia dañina... ¡Me po-nen en manos del carcelero, que es usted, laComunidad... Zaratán maldito!

Escena X

Atrio de la iglesia. Alameda. Portalón.

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El CONDE, el PRIOR; algunos monjes, quea distancia se mantienen observando la esce-

na, prontos a intervenir en ella, si lo ordena elSuperior con seña o simple mirada.

EL PRIOR.- Yo ruego al ilustre Albrit que sesosiegue, y que vea en esto un acto sencillísimo,dictado por la amistad, por el afecto que todosle profesamos.

EL CONDE.- ¡Encerrarme traidoramente,como a un loco, como a un criminal!

EL PRIOR.- (Empleando la persuasión ybuenos modos, que estima más eficaces.) Ecce-llenza, considere que está en su casa... ¿No dicenada a su espíritu la paz de este santo instituto?Cuantos aquí vivimos con sagrados al serviciode Dios y al trabajo de la tierra, somos sus ami-gos, no sus carceleros.

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EL CONDE.- Estimo la buena intención, se-ñor mío; pero a mí no se me enjaula, atentandoinicuamente a mi libertad.

EL PRIOR.- ¿Y para qué quiere usted esa li-bertad más que para calentarse los sesos, aco-metiendo empresas ideológicas en busca deuna luz que no ha de encontrar? (Queriendoacariciarle.) Créame a mí, que soy su amigo.Estos señores dejan a mi cuidado al león de Al-brit, y yo respondo de que, pasada esta eferves-cencia de amor propio, monseñor nos lo agrade-cerá. Mi orden me manda acoger al desvalido,y practicar en todo caso las obras de Misericor-dia.

EL CONDE.- (Decidido a partir.) Muy bien.La novena dice: «No encerrar al prójimo contrasu voluntad...» Dígame usted por dónde se sa-le.

EL PRIOR.- (Dominándose, y persistiendoen los procedimientos de dulzura.) Por segun-

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da vez, Sr. D. Rodrigo, le invito a considerarque es locura oponerse a esta santa reclusión,dispuesta por la familia, patrocinada por losamigos, aconsejada por la Facultad... En ningu-na parte tendrá monseñor la paz, la tranquilidady los bienes materiales que aquí le prodigare-mos sin tasa.

EL CONDE.- (Cada vez más colérico.) Mal-digo a la familia, maldigo a los amigos, a laFacultad y a este endiablado laberinto de Za-ratán, donde quieren que yo me vuelva loco...Pronto, señor Prior, mande usted que me fran-queen la salida. (Avanza con paso resuelto porla alameda de chopos jorobados.)

EL PRIOR.- (Tras él, suplicante.) Reflexioneusía, señor Conde; considere que ofende a Diosrenegando de este santo recogimiento, en quela Religión y la Naturaleza le ofrecen descansoy paz...

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EL CONDE.- (Revolviéndose furioso.) Nome hable usted de religión... Aquí no la quie-ro... ¡aquí, donde tendría que oír las misas quedice usted con ese cáliz!... (Con ligera inflexiónhumorística, que chisporrotea en medio de suindignación.) Del cáliz nada tengo que decir,porque está consagrado... ¡Qué culpa tiene elpobre cáliz!... ¡Pero la misa... usted... esa tal!...No, no quiero vivir en Zaratán, no quiero estarpreso... ¿Ni quién esa cuál para encerrarme amí?... Me encierra porque no haga públicas susignominias... ¡Y el Prior de Zaratán es sucómplice; el Prior de Zaratán dice misa en sucáliz; el Prior de Zaratán se presta a ser mi car-celero para que no hable, para que no investi-gue, para que no descubra la verdad odiosa!...Pero no les vale, no, porque ahora mismo, se-ñor D. Maroto o señor don Diablo, va usted amandar que me abran aquella puerta, quejamás, jamás ha de volver a abrirse para elConde de Albrit.

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EL PRIOR.- (Ya cargado, con fuertes ganasde meter mano al prócer, y hacerle entrar enrazón por el procedimiento más expedito.)Señor Conde, que ya me va faltando la pacien-cia.

EL CONDE.- ¡La salida... pronto, la salida!

EL PRIOR.- (Apretando los puños.) Le digoa usted que conmigo no se juega. Albrit es unniño, y como a tal habrá que tratarle. A los ni-ños mañosos se les sujeta y se les... (Acércansevarios frailes, a quienes el PRIOR ha hechoseña. El CONDE, que en sus tiempos ha sidoun excelente boxeador, se prepara de puños ybrazos, dando a entender su propósito deromper cráneo o clavícula, si hay alguien tanosado que ponga la mano en su ancianidadvenerable.)

EL CONDE.- (Con bravura caballeresca.)Abusas tú, Prior, de la desigualdad de nuestrasfuerzas, y porque me ves solo pretendes aco-

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quinarme. Pero yo te aseguro que si me venceel número, no será sin que caiga al suelo algunode estos bigardones, y bien podría suceder queel que caiga no se levante más.

EL PRIOR.- (Aunque no ha boxeado nunca,es hombre de empuje; sus puños cerradosigualan a la maza de Fraga, y los músculos desu brazo compiten en elasticidad y fuerza conel acero. La actitud guerrera del anciano lesaca de quicio, y su primer impulso es darcuenta de él, sin ayuda de sus cofrades.) Ahoralo veremos. ¡Leoncitos a mí!...

EL CONDE.- (Ciego de ira, poniéndose enguardia.) ¡Aquí te espero!

(Rodean los frailes al PRIOR, haciéndolever con gestos y palabras expresivas la incon-veniencia de emplear la fuerza. Basta un mo-mento de reflexión para que así lo comprendaMAROTO; se domina; encuéntrase en la pose-

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sión plena de sus facultades perfectamenteequilibradas; se ríe de sí mismo, se ríe delCONDE con más lástima que menosprecio, ymanda que se le abra la puerta.)

EL CONDE.- ¡Ah! Se me obedece al fin...Abierta la jaula, el león recobra su libertad...¡Ay del que quiera sujetarle! (Sale presuroso, yse aleja con tal viveza, sacando bríos de suspiernas cansadas, que su rápido andar parecemilagroso.)

EL PRIOR.- (Rodeado de los frailes, viéndo-le partir.) ¡Pobre demente! Te ofrecemos el des-canso y lo rehúsas; te damos el olvido de lopasado, y prefieres revolver las escorias in-mundas de tu deshonrada familia. Rechazasnuestra dulce compañía por correr tras unenigma cuya solución no has de encontrar... no,no la encontrarás, porque Dios no lo quiere...(Hablando para sí.) No, no lo quiere; yo, únicomortal que sabe la verdad, no puedo decírtela,

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y aunque pudiera, menguado y díscolo viejo,no te la diría... (Alto.) Mirad, mirad cómo corre.Ni una sola vez ha mirado para atrás. La inse-guridad de su paso denuncia el tumulto de susideas...

UN FRAILE.- Toma la dirección del Páramo.

EL PRIOR.- Quiere ir como hacia la mar.

OTRO FRAILE.- Hacia el cantil de Santorojo.

EL PRIOR.- Dios ataje sus pasos si van enbusca de la muerte. Recémosle un Padrenues-tro. (Rezan.) Ya no se le ve... Cae la tarde, her-manos; vámonos a cenar en paz y en gracia deDios.

Escena XI

Meseta árida, en la cual no crecen más quecardos y aliagas. A trechos, rocas de singularesformas que parecen cuerpos a medio salir del

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suelo arenoso. Termina la planicie por el Nor-te bruscamente, como si la tajaran de un golpecon arma formidable. Allí está el filo del can-til, colosal muralla que del mar se eleva, enalgunos sitios con declive de peñas escalona-das, en otros con una verticalidad espantable,terrorífica. La altura varía, por la desigualdadde la rasante en la meseta; pero en ningunaparte deja de ser tal, que difícilmente la so-porta sin vértigo la mirada. Sube de lo pro-fundo el murmullo hondo y persistente de lamar, dando testarazos en la base del cantil.Anochece. El cielo es tempestuoso.

EL CONDE.- (Solo, andando lenta y des-compasadamente, fatigado ya de la carreraque emprendió en su fuga de Zaratán.) Ya melo decía el corazón... Carmelo, el Mediquillo, yese Alcalde que envenena a media Humanidadcon sus fideos falsíficados, han vendido susconciencias a la infame. ¡Hechuras mías habían

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de ser! Yo les favorecí, ellos me crucifican, meescarnecen, quieren enjaularme. ¡Dios mío, lasveces que le he matado el hambre a ese PepilloMonedero, cuando venían inviernos crudos yno podía trajinar con sus caballerías!... Con elvino que me ha robado, cuando me traía lastercerolas de Villarán, se podría emborracharCarmelo, cuyo vientre es una bodega... Al pa-dre de ese mediquejo le libré de presidio, cuan-do las talas de Laín. Era un hombre que siem-pre que Rafael o yo pasábamos por su lado, seponía de rodillas, y teníamos que darle de palospara que se levantara... Y ahora ¡ay!... ¡Genera-ción ingrata, generación descreída y que nadarespetas, generación parricida, pues devoras elpasado, y menosprecias las grandezas que fue-ron! El honor, la pureza de los nombres, ¿quéson para estos menguados, que se pasan la vidahociqueando en el suelo, para recoger el peda-zo de pan que la suerte les arroja? Son de vistabaja, y no ven el cielo, ni el sol que nos alum-bra... Y ahora, recobrada mi libertad, voy detrás

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de mi idea, como los Reyes Magos tras de laestrella que les guió al pesebre, en que acababade nacer la verdad. (Detiénese, un tanto sobre-cogido del espantoso estruendo de la mar enaquel sitio. Retumba el suelo. Las olas, enpleamar, penetran en tortuosas cavernas, y serevuelven con furia en las profundidades te-nebrosas.) ¡Cómo brama! Mal vino trae estanoche el agua... Y allá, el reventar de la ola sue-na como cañonazos... Desde este borde distingoel tremendo salivazo de espuma cuando lo es-cupe para arriba... ¡Hermoso, sublime! (Con-tinúa andando, no sin dificultad, porque va decara al viento, que sopla del Oeste en rachasviolentísimas.) Vaya con el aire... hay que po-nerle la proa sin miramientos, y cortarlo con lacabeza, después de bien asegurado el sombre-ro. De nada me sirve el palo... ¡Qué soledad! Oyo no veo absolutamente nada, o no pasa almaviviente por estos sitios... ¿Quién demonios,quién que no sea el estrafalario Albrit, este locoenjaulable, se ha de arriesgar por el horrible

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páramo en noche tempestuosa? (El viento lehace girar sobre sí mismo; tiene que acudircon ambas manos al sombrero; el palo se lecae.) Hola, hola, ¿esas tenemos, señor vienteci-to? Pues ahora nos veremos las caras. Primerose cansará usted que yo. Recojo mi palo, y ade-lante. Potestad me llamo: no hay quien me rin-da. (Es ya noche cerrada, noche lúgubre, decielo revuelto, invadido de negras nubes velo-ces, que corren hacia el Este, montando unassobre otras, acometiéndose... Por entre susvellones deshilachados, se deja ver, a ratos, laluna creciente, despavorida, que con su livi-dez ilumina el Páramo, y da siniestro relieve alos peñascos esparcidos, los cuales semejanaquí gatos en acecho, allí esfinges egipcias,más adentro esqueletos de ballenas.) Vaya...parece que afloja la racha. No podía ser menos.¡Vientecitos a mí...! Adelante... (Sorprendido deoír una voz, que parece humana.)¿Qué voz esesa? Si no es que el viento se da a la imitacióndel graznido de los hombres, ha sonado una

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voz. (Parándose, para oír mejor.) Sí, hasta pa-rece que oigo mi nombre... No, no: es el viento,que sabe pronunciar la última sílaba: brit...brit... (En dirección contraria a la que lleva elCONDE, avanza un hombre; pero como anda afavor del viento, más bien parece que vuela.Lo que en tan extraño sujeto aparenta alas sonfaldones de un largo abrigo. Pasa veloz juntoal CONDE. Se para no sin gran esfuerzo, lellama... vuelve a llamarle.)

Escena XII

El CONDE; D. PÍO, sin sombrero, que le hasustraído el huracán; lleva bufanda al cuello,que se enrosca y desenrosca a cada instante;

levitón largo, que se le pone por montera; lospantalones arremangados.

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EL CONDE.- (Con voz firme.) ¿Quién es...quién me llama? Si es el viento... perdone, her-mano, no llevo suelto.

D. PÍO.- (Que se ve obligado a agarrarse alCONDE para no caer.) Soy yo, señor. ¿No meha conocido? Soy Pío, el profesor de las niñas.

EL CONDE.- ¡Ah! Coronado... Acabáramos.¿Y qué traes por estos sitios tan amenos, ennoche tan deliciosa?

D. PÍO.- En el momento de encontrar a usíabuscaba mi sombrero, que arrebató el viento.

EL CONDE.- Pues no es fácil que te lo de-vuelva. Si temes constiparte sin sombrero, pon-te el mío. En verdad, no me sirve más que deestorbo...

D. PÍO.- Gracias, señor Conde. Estamos en elpeor sitio. Agarrémonos bien el uno al otro, yvámonos a lugar más abrigado y seguro... Por

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aquí, señor... (Se agarran y se internan, aleján-dose del cantil.)

EL CONDE.- Por lo visto, las revueltas delPáramo te son familiares.

D. PÍO.- Si es mi paseo favorito. Esta sole-dad, esta aridez, este ruido de la mar me ena-moran. Llega para mí un momento, al terminarel día, en que me hastían de tal modo las per-sonas, que me arrimo a los animales; pero mehastían también los domésticos, y busco lacompañía de los lagartos, de los saltamontes,de los cangrejos, y de todo lo que más se dife-rencia de nosotros.

EL CONDE.- Comprendo tu odio al génerohumano, infeliz Pío. Dícenme que eres muydesgraciado en tu casa.

D. PÍO.- (Llevándole a un sitio resguardadodel viento.) Sí, señor. Más de una vez he veni-

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do a estos cantiles con el propósito de arrojar-me por el más empinado. Pero...

EL CONDE.- Te ha faltado valor.

D. PÍO.- (Candoroso.) Sí, señor... Me faltanánimos. Esta noche misma llegué decidido, tandecidido, que ya me estaba viendo cenado porlos peces; pero en el momento crítico...

EL CONDE.- ¡Matarse, qué locura! Hay queluchar, luchar sin desmayo para aniquilar elmal.

D. PÍO.- (Con tristeza.) ¡Ah!, eso no es paramí. Luche quien pueda. Yo no sirvo; nací paradejar que todo el mundo haga de mí lo quequiera. Soy un niño, señor Conde, y no un niñode raza humana, sino de la raza ovejuna; soyun cordero, aunque me esté mal en decirlo.Nací sin carácter, y sin carácter he llegado aviejo. Permítame que me alabe. Soy el hombremás bueno del mundo; tan bueno, tan bueno,

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que casi he llegado a despreciarme a mí mismo,y a futrarme, con perdón, en mi propia bondad.

EL CONDE.- Y tuya es una frase que correcomo proverbial en Jerusa: «¡Qué malo es serbueno!»

D. PÍO.- Porque de la bondad me vienen to-das mis desgracias... parece mentira. En mí noencuentro fuerza para hacer daño a ningún ser,llámese mosquito, llámese mujer u hombre.Donde yo estoy, está el bien, la verdad, elperdón, la dulzura... y llueven sobre mí lasdesdichas como si mi bondad fuera un espigónde metal que atrae el rayo... Señor, he llegado aun extremo tal de sufrimiento, que ya no puedomás; quiero arrojar por ese cantil el fardo de mibondad, que es mi vida. Mi vida, o sea mi bon-dad, ya me enfada, me apesta, me revuelve elestómago... ¡Váyase a los profundos abismos,bendita de Dios!

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EL CONDE.- Ten paciencia, Pío. Si eres tanbueno, Dios te dará tu merecido... Pero sihemos de charlar, desahogando en la confianzay amistad recíprocas las penas de uno y otro,no será malo, bendito Coronado, que me llevesa un sitio cómodo donde pueda sentarme. Pormi nombre te juro que estoy cansado.

D. PÍO.- (Guiándole.) Precisamente llega-mos a un recodo donde estaremos a cubiertodel vendaval. Entre estas peñas enormes, queparecen dos formidables canónigos con sussombreros de teja, he descabezado yo mis sue-ñecitos algunas noches que he dormido fuerade casa. Aquí podemos sentarnos, sobre estalimpia arena llena de caracolitos, y hablar todolo que nos dé la gana. (Se sientan.)

EL CONDE.- Dime, Pío: ¿al fin se murió tumujer?

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D. PÍO.- (Tocando las castañuelas.) ¡Al fin!,sí, señor. Dos años hace ya que el infierno laquiso para sí.

EL CONDE.- ¡Cuánto habrás padecido, po-bre Coronado! De veras te digo que no hay enla sociedad vicio más desorganizador ni depeores consecuencias que la infidelidad conyu-gal; y cuando ese atroz delito trae el falsea-miento de la ley del matrimonio y el fraude dela sucesión, no hay palabra bastante dura paraanatematizarlo. Pues bien: aquí donde me ves,yo estoy en el mundo para combatir y anularlas usurpaciones de estado civil, producidaspor el desacuerdo entre la Ley y la Naturaleza.Nuestros legisladores no han tenido valor paraabordar este problema. Yo lo tengo. He decla-rado la guerra a la impureza de los nombres, ya todas las ilegitimidades producidas por elinfame adulterio.

D. PÍO.- (Embobado.) Ya... ¿Y qué hace elseñor Conde para...?

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EL CONDE.- Por de pronto, descubrirlausurpación... sacarla a la vergüenza pública...¿Te parece poco? (D. PÍO, ensimismado, nodice nada.) Pero no hablemos ahora de miscuitas, sino de las tuyas. Tu mujer, según creo,te dejó un mediano surtido de hijas.

D. PÍO.- (Secamente, mirando al suelo.)Seis...

EL CONDE.- Que son seis arpías, según secuenta.

D. PÍO.- (Con aflicción.) Llámelas usía de-monios o fieras infernales, pues arpías es poco.No me tienen ningún respeto, ni viven nadamás que para martirizarme.

EL CONDE.- ¡Y lo aguantas! Tu bondad, po-bre Coronado, raya en lo inverosímil, porque sino miente el vulgo... permíteme que te hablecon una franqueza que resulta tan extremadacomo tu bondad... tus hijas... no son tus hijas...

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D. PÍO.- (Después de una pausa.) Señor, porduro que sea declararlo, yo... En efecto, tan cier-to como ésta es noche, esas hijas... no me perte-necen.

EL CONDE.- Y si de ello estás tan seguro,¿cómo las tienes contigo?

D. PÍO.- Por ley de la costumbre, que es lagran encubridora de las perrerías que hace labondad. Desde que nacieron las tengo a milado. Me quito el pan de la boca para dárselo aellas... Las he visto crecer, crecer... Lo peor esque de niñas me querían, y yo... ¿para qué ne-garlo?... las he querido, casi las quiero, no lopuedo remediar... (ALBRIT suspira.) No tengovergüenza, ¿verdad, señor Conde? No soy dig-no de hablar con un caballero como usía.

EL CONDE.- Eres un desgraciado, y yoquiero que seamos amigos. Dime otra cosa: esastarascas, ¿permanecen solteras?

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D. PÍO.- Dos casaron con los primeros la-drones del pueblo. A una la abandonó el mari-do, y está otra vez en mi casa: empina el codo, yme dice las cosas más indecentes que se le pue-den decir a un hombre. María y Rosario tienenpor novios a dos perdidos: el uno barbero, elotro muy dado al matute. Esperanza es loca porlos hombres, y se va tras ellos por las calles ycaminos, sin reparar que sean soldados, amola-dores o titiriteros, y Prudencia, la más chica, meha salido un poquito bruja. Echa las cartas, curapor salutaciones... y roba todo lo que puede.

EL CONDE.- (Con piadosa lástima.) No co-nozco otro ser más dejado de la mano de Dios.Sobre tu bondad caen todas las maldiciones delCielo. ¿Cómo en tantos años no has tenido undía, una hora de entereza de carácter, paraechar de tu lado a esas hembras espúreas que teconsumen la vida?

D. PÍO.- No me pida el señor Conde quetenga carácter, que es como pedir a estas peñas

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que den uvas y manzanas. Soy bueno; me reco-nozco el mejor de los hombres. En un puntoestá que uno sea un santo o un mandria. Mimujer, que de Satanás goce, me dominaba; mehacía temblar con sólo mirarme. Yo hubieratenido valor delante de una docena de tigres;delante de aquel monstruo no lo tenía. Tangrande como mi paciencia era su liviandad. Metraía los hijos; nacían en casa. Yo le decía ver-dades como puños; pero no me escuchaba.¿Qué había de hacer yo con las pobres criatu-ras, ni qué culpa tenían ellas? ¡No las había detirar en medio de la calle! Crecían, eran gracio-sas, se dejaban querer. El tiempo me alargaba labondad, y yo era más bueno cada día... y medejaba ir, me dejaba ir... Nunca tuve resolu-ción... Mañana será otro día, decía yo, y, enefecto, señor, todos los días, en vez de ser otros,eran los mismos... El tiempo es muy malo, escomo la bondad... Entre uno y otro hacen estasmaldades que no tienen remedio.

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EL CONDE.- (Meditabundo.) Buen Pío, tufilosofía resulta dañina; tu bondad siembra demales toda la tierra.

D. PÍO.- Déjeme que siga contándole, paraque acabe de despreciarme. Lo que sufro conesas culebronas a quienes llamo hijas no haypalabras para decirlo. Ellas me pegan, ellas meinsultan, ellas me matan de hambre; ellas gozancon mis dolores, con mi vergüenza... ¡Qué ma-las, qué malas son! Cada una es un demonio, yjuntas el Infierno. Y que no me vale huir de micasa y abandonarlas, porque salen desaforadasa buscarme, y me cogen, y me llevan por fuer-za, y me besuquean y hacen mil carantoñas.Tengo el corazón tan blando, que cuando veollorar a alguien soy un río de lágrimas. Puescuando alguna se pone mala, ¡si viera usía loinquieto y apenado que estoy! Nada, que mefalta tiempo para correr a casa del médico, a labotica...

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EL CONDE.- Eres cosa perdida. Vas alabismo, buen Coronado.

D. PÍO.- (Agitadísimo.) Lo sé, señor Conde...Por eso pido a Dios que me lleve pronto al Cie-lo, porque allí, lo que es allí... supongo quepodrá uno ser tierno de corazón y de voluntadsin perjudicarse... allí puede uno ser todo amor,sin que le descalabren, le pellizquen y le apo-rreen.

EL CONDE.- El Cielo, sí. Para ti no hay otrositio. Aquél es tu mundo, y no debiste, no, Co-ronado, no debiste venir a éste.

D. PÍO.- (Con desesperación.) ¿Pero acasoyo me he traído?

EL CONDE.- Si no te has traído, puedes vol-verte cuando quieras. Ahora comprendo larazón y excelente lógica de tus propósitos desuicidio.

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D. PÍO.- (Con efusión.) Me suicido porquesoy un ángel, y nada tengo que hacer en estemundo.

EL CONDE.- (Indicando la dirección delcantil.) Es verdad... Vete pronto al tuyo, al Cie-lo. Por hacerme compañía no te entretengas.

D. PÍO.- (Que, sintiendo frío en la cabeza,se la cubre con el pañuelo, y anuda las puntasbajo la barba.) Si quisiera el señor Conde pres-tarme su pañuelo para sonarme, pues el míome lo he puesto por la cabeza...

EL CONDE.- Hijo, sí; tómalo y suénate todolo que quieras... Me parece que debemos conti-nuar andando, porque nos enfriamos. Yo estoyaterido.

D. PÍO.- Como el señor Conde guste.(Levántase y le da la mano.) El viento afloja;ahora se descubre la luna.

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EL CONDE.- (Andando los dos del brazo.)Pues en este momento, mi buen Coronado, seme ocurre una idea que puede ser tu salvación.Tú te librarás de todo mal a que tu bondad teha traído, y yo tendré el gusto de producir en tiel único bien que has disfrutado en tu vida.

D. PÍO.- (Algo inquieto.) ¿Qué idea es esa,Sr. D. Rodrigo?

EL CONDE.- Pues muy sencillo. Tú no tie-nes valor para lanzarte de este mundo al otro.El valor que a ti te falta, a mí me sobra. Te aga-rro, te arrojo por el cantil, y al llegar abajo yaeres cadáver y se han acabado tus sufrimientos.(Pausa.)

D. PÍO.- (Que se rasca la cabeza, metiendola mano por debajo del pañuelo.) Es una ideaexcelente. Por mi parte, no me opongo... Alcontrario... Lo único que temo es que la muerteno sea muy rápida...

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EL CONDE.- ¿Pero qué estás diciendo? Mo-rirás en menos de cinco segundos. No, no en-contrarás muerte mejor, ya emplees arma, ve-neno, o el ácido carbónico. Muerte instantánea,súbita entrada en la felicidad, en el Paraíso, deque nunca debiste salir. Si no me engaño, esta-mos en una parte del cantil que ni de encargo.Aquí la cortadura es vertical, la altura vertigi-nosa... Con que...

D. PÍO.- (Algo alelado.) Sí, sí... Pero ahoracaigo en otro inconveniente, y éste sí que esgrave, gravísimo, señor Conde. Como alguiennos habrá visto venir hacia acá, fácil es que acu-sen a usía de mi muerte; y le metan en lacárcel... y causa criminal al canto, por homici-dio, con nocturnidad, alevosía... No, no, señorConde. ¡Cómo había yo de consentirlo!

EL CONDE.- Nadie nos ha visto, ni es lógicoque sospechen de mí... Decídete: ya ves quéfácil, ahora... ¿Oyes la mar que brama, comopidiendo que le arrojen algo con que entrete-

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nerse?... Pero hay más, carísimo Pío: figúrate túel chasco que se llevarán tus hijas cuando veanque ya no tienen a quién martirizar, que se lesha escapado la víctima... ¡ja, ja!... Se revolveránunas contra otras, y furiosas, tirándose de lospelos, se enzarzarán con uñas y dientes...

D. PÍO.- (Riendo.) Sí, sí... y a ver quién lesmantiene el pico... ¡Y que van a rabiar poco esasbribonas cuando yo me vaya! ¡Y con qué júbiloles diré yo desde allá: «Fastidiaos ahora,grandísimas puercas...!» Por supuesto, créameel Sr. D. Rodrigo, al recibir la noticia de que meha tragado la mar, llorarán... porque, en mediode todo, me quieren... a su modo.

EL CONDE.- Y tú a ellas también. Remachastu bondad con el tremendo deshonor de amar-las. Para poner fin a tanta ignominia es preci-so... (Le agarra fuertemente por la cintura.)

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D. PÍO.- (Riendo, para disimular su temor.)Otro día, señor Conde, otro día... Esta noche meencuentro algo destemplado.

EL CONDE.- (Soltándole.) Como tú quieras.

D. PÍO.- (Alejándose del cantil.) No pode-mos, no podemos tomar esa determinación sinque yo escriba un papel en que diga que su-cumbo de motu proprio.

EL CONDE.- Bien. No está de más hacer lascosas con la preparación y formalidad debidas.

D. PÍO.- (Gravemente.) Otra noche, despuésde disponerlo todo muy bien, nos reuniremosaquí.

EL CONDE.- Pues mira, ahora me alegro deque se quede la función para otra noche, por-que así podrás darme algunas informacionesacerca de mis nietas... Dime: ¿en dónde estamosya?

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D. PÍO.- Cerca del Calvario, en el lindero delbosque.

EL CONDE.- Pues al pie de la cruz echare-mos otra sentada... Me harás el favor de decir-me...

D. PÍO.- Todo lo que el señor Conde quiera.(Despéjase un poco el cielo, y a la claridad dela luna andan los dos ancianos con menoslentitud. Llegan al Calvario, y se sientan en lameseta de granito que sustenta las cruces.)

EL CONDE.- Muy bien estamos aquí...Hablemos de Nell y Dolly. Dime, ante todo: ¿túte sientes con el saber, con la suficiencia necesa-ria para instruir a mis nietas? ¿Te reconocesverdadero maestro de lo que ellas ignoran?

D. PÍO.- Señor Conde, yo...

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EL CONDE.- Nada, nada: deja a un lado elamor propio, y respóndeme. Olvídate de quiénsoy y de quién eres. Somos dos amigos.

D. PÍO.- (Olvidando las categorías.) Puesamigo Albrit, diré a usted... digo a usía que, tancierto como ese astro es luna, yo no sé una pa-labra de nada. Sabía, sí, sabía mucho, aunqueme esté mal el decirlo; pero las desgracias mehan desconcertado horriblemente el magín. Mimemoria es un desván lleno de telarañas. Suboa él en busca de mi sabiduría, y sólo encuentroretazos deshechos, trastos inútiles... Y como soyhombre de conciencia, más de una vez le hedicho a D. Carmelo que busque otro preceptorpara las niñas... Una sola ciencia, o arte másbien, conservo en mi caletre. Es lo único que mequeda en esta dispersión tristísima de mis co-nocimientos.

EL CONDE.- ¿Qué es?

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D. PÍO.- Pues la Mitología. Todo lo he olvi-dado, menos el admirable y poético simbolismode los griegos... Es raro, ¿verdad? ¿Y a qué de-bo atribuir que se agarre a mi entendimiento ladichosa Mitología? Pues lo atribuyo a que enella todo es falso. En conciencia, señor Conde,yo declaro que no puedo enseñar a las niñasmás que dos cosas: la reforma de letra, por Tor-ío, y la fábula mitológica.

EL CONDE.- Ya no tendrás que enseñarlesnada, bendito Coronado... Y ahora, vamos a miasunto: tú que las has tratado íntimamente, túque has vivido en contacto con sus inteligenciasen capullo, con sus corazones virginales, dime:¿cuál de las dos te parece más noble, más mo-ralmente bella, más digna de ser amada?

D. PÍO.- (Meditabundo.) No es tan fácil de-terminar...

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EL CONDE.- Porque iguales no han de ser.En la Naturaleza no hay dos seres enteramenteiguales.

D. PÍO.- Igualdad, en efecto, no hay. Los ca-racteres son distintos. Vaya usted a saber sisalen al padre, a la madre, o a los abuelos...

EL CONDE.- Yo quiero que designes la me-jor. Figúrate que una ley ineludible te obliga atomar una y a sacrificar la otra. (D. PÍO semuestra sorprendido y confuso.) Hazte cuentade que no hay más remedio, de que no puedesevadir el dilema terrible.

D. PÍO.- (Rascándose la cabeza.) ¡Vaya uncompromiso! Pues si la cosa es tan por la tre-menda, si no hay más solución que escogeruna... (Decidiéndose, tras larga vacilación.)Pues... con todas sus travesurillas, con toda suinquietud diablesca, y, si se quiere, desvergon-zada, la preferida es Dolly.

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EL CONDE.- ¿Y en qué te fundas para tupreferencia?

D. PÍO.- (Lleno de confusiones.) No sé...Hay algo en Dolly que me parece superior acuanto vemos en el mundo. O mucho me equi-voco, señor de Albrit, o la engendraron losángeles.

EL CONDE.- (Gozoso de encontrar unaafirmación.) Mi Rafael era un ángel. Soy de tuopinión con respecto a Dolly, agudísimo Coro-nado. Veo que tu inteligencia sabe penetrar enla razón y fundamento de las cosas. Y me figu-ro que tu juicio se funda en observaciones...

D. PÍO.- (Con inocencia angelical.) Sí, se-ñor... también. Cuando estuvo aquí toda la fa-milia dos años ha, observé en el señor Conde deLaín la misma preferencia.

EL CONDE.- (Excitado.) ¿De veras?... ¿Quéme dices?

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D. PÍO.- Cuando paseaban, que era las másde las tardes, Dolly iba colgadita del brazo desu papá.

EL CONDE.- ¡Oh, Coronado ilustre, quéconsuelo me das!

D. PÍO.- (Apoyándose en la rodilla de AL-BRIT.) Y Nell del de su madre. D. Rafael idola-traba a Dolly.

EL CONDE.- ¿Dices que hace dos años?

D. PÍO.- Y antes lo mismo. Después no vol-vió por aquí.

EL CONDE.- (Animadísimo.) Pío, gran Pío,abrázame. La concordancia de tus ideas con lasmías me llenan de júbilo.

D. PÍO.- (Con desaliento.) El señor Conde esfeliz. Sus nietas le adoran y le dan mil consue-los. Yo, en cambio, tengo el Infierno en mi casa.

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EL CONDE.- (Gozoso.) Respira, hijo. Tus in-fortunios concluirán pronto, gracias a mí, y tehartarás de bienaventuranza, y tu bondadpodrá explayarse, ser eficaz, y servir de ejem-plo en el Cielo mismo.

D. PÍO.- (Sorprendido de la animación desu amigo.) Parece que está contento el señorConde.

EL CONDE.- Sí... ¡Siento en mí una alegría...!Me río de pensar en la cara que pondrán Gre-goria y Venancio cuando me vean entrar. Estanoche cenarás conmigo.

D. PÍO.- (Suspirando.) Bueno: así entrarémás tarde en casa. Cuando llegue a las tantas, ycenado, será ella.

EL CONDE.- Te acompaño, ¿quieres?, y ar-mados los dos con buenas estacas, daremos unrecorrido a las bribonas de tus hijas.

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D. PÍO.- (Contagiado del humor festivo delCONDE.) Por Saturno, padre de los dioses,señor, que eso sería un lindo paso. Pero, ¡ay,cómo se vengarían después las muy perras!

EL CONDE.- (En vena de hilaridad.) ¡Y esebon vivant de Carmelo, y el Médico, que creenhaberme dejado preso en los Jerónimos, figúra-te la cara que pondrán...!

D. PÍO.- (Tocando las castañuelas.) Sí, sí: es-tará bueno el sainete.

EL CONDE.- (Impaciente.) Vamos, vamos,que ya es hora de que nos riamos tú y yo, paradesenmohecer nuestros espíritus, quitándonoslas murrias de esta noche lúgubre... BenditoCoronado, padre general de los pelmazos,compendio de todos los males que acarrea labondad, ya mereces la alegría... Vena a mi ca-sa...

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(Se agarran del brazo, y apoyándose el unoen el otro, se dirigen con incierto paso a la

Pardina.)

Escena XIII

Comedor en la Pardina.

VENANCIO, GREGORIA, SENÉN, dispo-niéndose a cenar; después el CONDE y D. PÍO.

GREGORIA pone la mesa.

VENANCIO.- Me parece mentira que este-mos libres de ese estafermo insoportable.

GREGORIA.- ¡Ay qué descanso! Ya vivimosotra vez en la gloria. Cenaremos tranquilos, ynos acostaremos dando gracias a Dios.

SENÉN.- ¿Y estáis bien seguros de que seconformará con el encierro?

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GREGORIA.- Y si no se conforma, que llamea Cachán.

VENANCIO.- Dice D. Carmelo que se quedódormidito en el coro. Pues como se desmande yquiera escabullirse, no faltará quien le sujete;que el Prior de Zaratán no es hombre de mielescomo nosotros, y las gasta pesadas. (Óyese lacampana de la puerta.)

GREGORIA.- (Temblando.) ¡Jesús me valga!

VENANCIO.- Ha sonado la campana... Al-guien entra... (Se asoma a la ventana.) Será JoséMaría...

SENÉN.- (Que también se asoma.) ¡Quéchasco, si fuera Albrit!...

GREGORIA.- (Trémula.) Si me parece quehe oído su voz diciendo: «¡Ah de casa!»

VENANCIO.- No puede ser... (Mirandoafuera.) ¡Rayos y jinojos, él es!

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GREGORIA.- Será un alma del otro mundo...

SENÉN.- Se ha escapado el león...

EL CONDE.- (Entrando; tras él D. PÍO, que,distraído, conserva su pañuelo a la cabeza.) Sí,aquí está la fiera... Soy yo, mis queridísimosGregoria y Venancio; el propio Albrit, vuestroseñor que fue, después vuestro huésped. (Dirí-gese con calma al sillón que suele ocupar.) Yme acompaña mi buen amigo D. Pío Coronado,a quien veis en esa extraña facha porque el airele privó de su sombrero.

D. PÍO.- (Con timidez, quitándose el pa-ñuelo.) Perdón les pido... Me retiraré si estorbo.

EL CONDE.- Aquí no estorba nadie... (AVENANCIO y GREGORIA.) Ya comprenderéisque no vengo a pediros nuevamente hospitali-dad. Con vuestras groserías me arrojasteis de laPardina. No veáis en mí al pobre importunoque, despedido cien veces, cien veces vuelve.

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No: no entro en vuestra casa; entro en la casade mis nietas, a quienes necesito ver esta noche.

VENANCIO.- Señor... yo no he arrojado ausía... Es que se creyó que estaría mejor en losJerónimos.

EL CONDE.- ¡Al diablo tú y los Jerónimos!

GREGORIA.- La santa Virgen nos ampare.

SENÉN.- (Queriendo meter su cucharada.)Lo que quiere decir el señor Conde es que...

EL CONDE.- (Impaciente.) Lo que quierodecir es que necesito ver a mis nietas pronto.¿Dónde están? ¿Por qué no han salido a reci-birme?

GREGORIA.- Ha olvidado el señor que lasconvidó la señora del Alcalde.

EL CONDE.- (Severo.) Que vayan a buscar-las inmediatamente. (GREGORIA y SENÉN se

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ofrecen a traer a las niñas.) No, de ti no mefío... Tampoco tú eres de fiar... D. Pío, hágameel favor de traerme a Nell y Dolly.

SENÉN.- (Lisonjero.) Iré yo también, paraque vea usía con qué solicitud ejecuto susórdenes. (Vanse SENÉN y D. PÍO.)

VENANCIO.- (Haciendo de tripas corazón.)El señor querrá tomar algo.

GREGORIA.- Como no contábamos con us-ía, nada hay preparado.

EL CONDE.- Os lo agradezco. Cuando ven-gan mis nietas decidiré. Tú, Venancio, me harásel favor de ir a la Rectoral, y decir a Carmeloque deseo verle esta noche.

VENANCIO.- El señor cura estará cenando...

EL CONDE.- Eso no es cuenta tuya. Haz loque te digo.

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VENANCIO.- Bien, señor.

GREGORIA.- ¿Y a mí qué me manda usía?

EL CONDE.- Que puedes irte a tus quehace-res. Deseo estar solo. (Apoyando en la mano sucabeza, quédase meditabundo.)

GREGORIA.- (A su marido, que, al retirar-se, amenaza con un gesto furtivamente alCONDE.) ¡Por Dios, Venancio...!

VENANCIO.- ¡Otra vez en mi casa...! Yo tejuro que mañana no habrá en la Pardina másque un león... el de piedra, que está en el escu-do. (Se van.)

Escena XIV

Jardín y casa del ALCALDE. Al llegarSENÉN y D. PÍO, ven y admiran el jardín,iluminado con farolitos de colores colgados delos árboles. En la sala baja, cuyas ventanas

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están abiertas, suena el cascabeleo del piano.Óyense desde la calle alegres risotadas, cantosjuveniles y pataditas de baile.

La ALCALDESA, SENÉN; después NELL;mucha y diversa gente, pollas y chicarrones de

la localidad.

SENÉN.- (Hablando con la ALCALDESA enla puerta de la sala baja, que está de bote enbote.) Sí, señora, que vayan al momento. Nosha mandado a D. Pío y a mí con esta comisión.Al maestro le he dejado en el jardín como unpalomino atontado. Esta y no otra es la razónde que vengamos a turbar el regocijo de su fies-ta monocrástica.

LA ALCALDESA.- (Sofocando la risa.)Onomástica, Senén.

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SENÉN.- (Sin dar su brazo a torcer.) EnMadrid lo decimos de varios modos. Decimostambién fiesta morganática.

LA ALCALDESA.- Bien, hombre, no riña-mos por una palabra... Pero no acabo de creerque el león se haya escapado de la espléndidajaula de Zaratán. Cuando lo sepa José María,¡bueno se pondrá! ¡Y D. Carmelo tan confiadoen que el Prior se daría sus mañas para retener-le!

SENÉN.- Me inclino a creer que no hay quienpueda con Albrit. Para su soberbia no se haninventado jaulas ni barrotes fuertes.

LA ALCALDESA.- Te advierto que las chi-cas no saben nada de esta conspiración paraenjaular a su abuelo.

SENÉN.- Conviene que lo ignoren.

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LA ALCALDESA.- Es un dolor que ese viejoextravagante las llame en lo mejor de la fiesta.¡Están tan divertidas las pobres! Lo que hangozado esta tarde no puedes figurártelo. Entra,y tomarás un dulce y una copa. (SENÉN da lasgracias, y trata de ganar terreno dentro de lasala; pero el apretado gentío se lo impide.)Está esto imposible... Pues sí: ahora se ve que aestas infelices niñas de Albrit les gusta la socie-dad, y que para la sociedad han nacido. Dapena verlas hechas unos saltamontes, del bos-que a la playa y de la playa al bosque, cuandosu centro, su atmósfera, como quien dice, es labuena sociedad, el dar broma con decoro, y eldivertirse lícitamente. Esta tarde lo hemos vis-to. ¡Virgen, lo que han picoteado con Manolo ySerafín, los de la confitería! Ellos son saladísi-mos, llenos de picardía, eso sí; pero elegantitos.Estudian en Madrid.

SENÉN.- (Introduciéndose más.) Les conoz-co.

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LA ALCALDESA.- Van a los estrenos, fre-cuentan las reuniones, saben de memoria todaslas tonadillas del género chico, montan en bici-cleta...

SENÉN.- Son chicos muy simpáticos... Alláveo a Dolly de conversación tirada con el ton-taina de Tomasín, el del Registrador. Como hayDios, que le está tomando el pelo.

LA ALCALDESA.- ¿Esa? Es capaz de tomár-selo al lucero del alba.

SENÉN.- Procure usted, Doña Vicenta,echármelas para acá, y si no puede usted a lasdos, cójame a la que pueda... que ya es tarde yel león debe de estar impaciente, sacudiendo lasmelenas. (Intérnase VICENTA. NELL, rom-piendo por entre el gentío, sofocada, fulguran-tes los ojos de la batahola del baile y de laexcitación de tanto charloteo, va en busca delantiguo criado de su casa.)

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SENÉN.- Señorita Nell, aquí estoy.

NELL.- ¡Vaya un fastidio, Senén! ¡Qué poconos dura el contento! ¿Por qué no nos deja elabuelito cenar aquí? ¿Se ha puesto malo?(SENÉN deniega.) Pues nos iremos. Espérateun poquito... A ver dónde está Dolly.

SENÉN.- (En tono de protección.) ¡Es lásti-ma que las señoritas no disfruten de la socie-dad!... Pero, según mis informes autorizados,pronto se les acabará el aburrimiento y la soser-ía de este destierro de Jerusa.

NELL.- (Con vivo interés.) «Según tus noti-cias», has dicho... Ah, Senén, tú has estado enVerola. ¿Hablaste con mamá?

SENÉN.- (Haciéndose el discreto.) Vine estamañana de Verola. Los vientos que allí correnson que la señora Condesa, cuando regrese aMadrid, no dejará a sus hijas en esta villa pro-vinciana.

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LA ALCALDESA.- (En alta voz, en mediode la sala, dando palmadas.) Aquí no se cabe,señoritas y caballeros. Al jardín, a mi jardín,que para eso os lo he iluminado a la veneciana.

(Salida impetuosa de la muchedumbre ju-venil de ambos sexos, y de las personas mayo-res. La juventud se precipita, toma la delante-ra a los viejos, y se desborda fuera del recinto,ávida de mayor y más fresco espacio en queproducir su actividad bulliciosa; la oleadapasa junto a SENÉN, pero no le arrastra.)

NELL.- (Que permanece en la sala, conte-niendo su afán de correr también hacia eljardín.) Dime pronto. ¿Te habló mamá? ¿Nosllevará consigo? (SENÉN afirma.) ¿Pero es ver-dad, o suposiciones tuyas? ¿Vuelve mamá poraquí?

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SENÉN.- Seguramente. Dentro de unosdías... Hay allí mucha grandeza, marqueses yduques.

NELL.- ¿Y eso qué...?

SENÉN.- (Como quien recela decir lo quesabe.) La señora no podrá... En fin, no sé. Esodepende...

NELL.- (Inquieta.) Habla pronto; dime loque sepas, o me voy.

SENÉN.- No podré comunicar nada a la se-ñorita si no tiene un poquitín de paciencia.(NELL quiere conducirle al jardín.) Mejorhablamos aquí. Ya ve la señorita que nos hemosquedado solos.

NELL.- (En quien por el momento puedemás la curiosidad que el anhelo de divertirse.)Bueno: pues aquí me estoy.

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SENÉN.- Por esta noche, me limito a consig-nar... y esta es noticia adquirida en los centrosoficiales... que la señora Condesa ha decididopresentar a sus niñas en sociedad.

NELL.- Tú me engañas, Senén maldito. ¡Oh!Pues si eso fuera verdad, y acertaras... vamos,te regalaría yo muy pronto un alfiler de corbatamejor que ese que llevas... ¿Hablas en broma?

SENÉN.- (Radiante de fatuidad.) Hablo contoda la seriedad propia de mi carácter. Y si laseñorita me promete guardar secreto, le diréotra cosa. Pero ha de asegurarme que esto nosaldrá de entre los dos. ¿Palabra?

NELL.- Palabra... y el alfiler si resulta que nome engañas. (SENÉN remusga, haciéndose derogar.) Maldito, habla de una vez... Vamos, nosé qué te haría.

SENÉN.- Queda entre los dos... No fasti-diar... Pues... quieren casar a la señorita...

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NELL.- (Vivamente, poniéndose muy en-carnada.) ¡A mí!

SENÉN.- A usted... con el primogénito delos Duques de Utrech... Ya sabe: PaquitoUtrech, Marqués de Breda... lleva ese títulohace seis meses. ¡Vaya un partido! ¡Rico él, ele-gante él, guapo él!...

NELL.- (Afectando incredulidad y conte-niendo la risa, para que no le salga al rostro elcontento, que, no obstante, sale a borbotones.)¡Vaya unos embustes que te traes! Quita allá...¿tú crees que yo soy tonta?... No me digas esascosas si no quieres que te...

LA ALCALDESA.- (Llamando desde eljardín.) ¡Nell, Nell!

NELL.- Aquí estamos... Voy. (Corre aljardín, y SENÉN tras ella.)

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LA ALCALDESA.- Hija, no sé dónde se hametido tu hermana. Hace un momento estabaaquí...

NELL.- (Llamando.) ¡Dolly!

SENÉN.- Vámonos pronto. (Preguntando enlos corros, se averigua que DOLLY hablabamomentos antes con D. PÍO, y... no se sabíamás.)

NELL.- Se habrá ido con él.

SENÉN.- Sin duda. En la Pardina la encon-traremos. (Despídese NELL y sale con SENÉN,a punto que entra el señor ALCALDE, bufan-do. Viene de la sesión del Ayuntamiento, queha sido borrascosa. Sus colegas le han hechoel desaire de rechazar la moción, por él pre-sentada, para que a la calle de Potestad se lecambie el nombre, llamándola Calle del SigloXIX.)

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Escena XV

Comedor en la Pardina.

El CONDE, en la propia actitud en quequedó al final de la escena XIII. Llegan suce-sivamente DOLLY, con DON PÍO, NELL, conSENÉN; VENANCIO y GREGORIA, el CURA,

el ALCALDE.

EL CONDE.- (Oyendo ruido.) Ya vienen.

DOLLY.- (Entrando presurosa.) ¡Abuelito demi alma... aquí, tan solito, y nosotras de fiesta!

EL CONDE.- (Besándola.) Alma mía, paré-ceme que hace un siglo que no te veo.

D. PÍO.- (Sofocadísimo.) En cuanto le dijeque usía la llamaba, le faltó tiempo para echar acorrer.

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EL CONDE.- ¡Hija querida!

D. PÍO.- Ni siquiera se despidió de Doña Vi-centa. Me ha traído ¡ay!, como si viniéramos aapagar un fuego.

EL CONDE.- ¿Y Nell?

DOLLY.- Por no detenerme no me cuidé debuscarla entre el tumulto.

D. PÍO.- Ya me parece que llega.

NELL.- (Entrando, seguida de SENÉN.) Al-brit... ¿qué ocurre? ¿Qué le pasa al primer caba-llero de España, mi ilustre abuelo? (GREGORIAy VENANCIO aparecen por el fondo.)

EL CONDE.- (Sorprendido del lenguaje ce-remonioso que usa NELL.) Chiquilla, desdeque no nos vemos has estudiado más de lo quecreí... has adelantado prodigiosamente en laciencia del mundo.

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NELL.- ¿Has paseado mucho...?

DOLLY.- (Acariciando al abuelo.) Demasia-do... ¡Pobrecito! ¡Cómo habíamos de permitirtal infamia si la hubiéramos sabido!

NELL.- (Sorprendida.) ¿Pues qué ocurre?(Entra el CURA, un tanto cohibido. No sabe aquién dirigirse primero, si a las niñas o alCONDE.)

DOLLY.- D. Carmelo te lo dirá.

EL CURA.- Niñas mías, podéis creer que alllevarle a Zaratán nos guiaba el deseo de apo-sentarle dignamente. Creía y sigo creyendo...

EL CONDE.- (Que sale generosamente a ladefensa del CURA.) No te apures, Carmelo,por sincerarte. Estas tontuelas no están bienenteradas. Todo se reduce a que me llevasteis adar un paseo en coche, y yo tuve la humorada

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de volverme a pie en compañía del buen Coro-nado.

EL ALCALDE.- (Que entra presuroso, dan-do resoplidos.) Me lo temía, sí... me lo temía. Elseñor Conde se nos ha vuelto un chiquillo...

EL CURA.- (Animándose con el refuerzodel ALCALDE.) Y desconoce el grandísimobien que hemos querido hacerle.

EL ALCALDE.- (Con petulancia.) ¡Vamos,que fugarse del Monasterio! No he visto otra...¡Desmentir así su respetabilidad!

EL CONDE.- (Con jovialidad desdeñosa.)Amigo Monedero, no es lo mismo hacer fideosque encerrar leones.

EL ALCALDE.- (Quemado.) En una y otracosa, Sr. de Albrit, me tengo por hombre quesabe su obligación.

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EL CONDE.- No la sabe muy bien cuandotan mal le ha salido esta tentativa.

EL CURA.- (Interviniendo pacíficamente.)Permítame, señor Alcalde...

EL ALCALDE.- (Echando roncas.) Digo yrepito que sé mi obligación, y que no necesitoque nadie me enseñe a sujetar a los que no de-ben estar sueltos.

EL CONDE.- (Con desprecio.) No te conoz-co... No puedo ver en esas arrogancias al buenPepe Monedero, servidor que fue de mi casa,cuando aquí, siguiendo las tradiciones de misanta madre, consagrábamos parte de nuestrahacienda al socorro de los desvalidos.

EL ALCALDE.- (Desconcertado.) Pues si us-ted me desconoce, le diré...

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EL CONDE.- No te empeñes en ello. No teconozco. Sobre que no veo bien, la ingratituddesfigura los rostros...

DOLLY.- No sea usted ingrato, D. José Mar-ía.

EL ALCALDE.- (Reventando de vanidad.)Haga usted entender a su señor abuelo que soyel Alcalde de Jerusa.

DOLLY.- (Estallando en ira, con gallardafiereza.) Pues al Alcalde de Jerusa, y al Cura deJerusa, y a todos los alcaldes y a todos los curashabidos y por haber en el mundo, les digo yoque es una oficiosidad inicua lo que han queri-do hacer con mi abuelo...

EL CURA.- ¿Pero tú...?

EL ALCALDE.- ¡Esta mocosa...! Usted...

DOLLY.- (Creciéndose a cada palabra.) Sí,señor, yo... yo misma. Han faltado al respeto

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que merece el noble desvalido, el anciano, elpadre de Jerusa, el que no debiera entrar enestos valles y en este pueblo sin que antes laspiedras se levantaran para bendecirle, y hastalos árboles se arrodillaran para adorarle... ¿Porqué queréis privarle de libertad? No padecemás locura que el cariño que nos tiene; y si losque se han criado a su sombra le menospreciano le ultrajan, aquí estamos nosotras, sus nietas,para enseñar a todo el mundo la veneraciónque se le debe.

EL CONDE.- (En pie, cruzando las manos.La emoción le ahoga.) ¡Señor, Señor, ella es... esla mía...! Su noble fiereza lo declara... (Vuélvesea CORONADO, que está junto a él.) Esta, es-ta... la mía.

EL CURA.- (Que ha permanecido junto aNELL.) Cálmate, hija mía: tratábamos de mejo-rar su situación...

EL ALCALDE.- ¡Vaya un geniecillo!

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NELL.- (Corriendo al lado del CONDE.)Abuelito querido, sosiégate. Creyeron que enZaratán tendrías mejor albergue que aquí... Yno me parece mala idea, francamente, porque sinosotras nos vamos con mamá...

EL CONDE.- (Con dulzura un poco seca,sin rechazar sus caricias.) Sí: tú, tú puedesmarchar cuando quieras.

NELL.- (Sin comprender.) Se acabó la cues-tión... Ahora descansas... Antes se te dispondrála cena. Dolly, démosle de cenar.

EL CURA.- Podría venir a mi casa...

DOLLY.- ¡Pero si está en la nuestra!

EL CURA.- Dígolo porque... Bien sabéis quelas desavenencias de estos días han creado cier-ta incompatibilidad entre el señor Conde y Ve-nancio...

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NELL.- ¡Incompatibilidad! Estamos en nues-tra casa.

VENANCIO.- (Adelantándose, seguido deGREGORIA.) Perdone la señorita. Las señori-tas, lo mismo que el señor Conde, están en micasa.

NELL.- (Acobardada.) Es verdad; pero...

DOLLY.- ¿Qué dices...?

VENANCIO.- Digo que, a pesar de todo, poresta noche le alojaremos y le serviremos.

DOLLY.- (Con brioso arranque.) ¿Cómo seentiende? Por esta noche! Por esta y por todaslas noches del mundo, mientras nosotras este-mos aquí. La casa es tuya, es verdad; pero so-mos tus amas nosotras, mi hermana y yo: so-mos tus amas, ¿lo entiendes bien? A excepciónde esta huerta, las tierras que cultivas y quetienes en arrendamiento casi de balde, o en

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administración, nuestras son, nuestras. Somoslas herederas de la casa de Laín, y tú, Venancio,y tú, Gregoria, servís a mi abuelo, no por cari-dad, que caridad está visto que no tenéis, sinoporque yo os lo mando, ¿lo entendéis bien?, yoos lo mando... (Repite el concepto con firmeautoridad.)

VENANCIO.- La que manda... es...

GREGORIA.- La señora Condesa.

DOLLY.- (Altanera.) Silencio. A disponer lacena... (A GREGORIA.) Tú a la cocina... de ca-beza... El Conde de Albrit vive con sus nietas.No nos tenéis de limosna... Cenará aquí, cena-remos los tres aquí (Da un fuerte golpe en lamesa), en esta mesa. Dormirá en su aposento,que para eso se lo arreglé yo misma esta tarde.Y si no queréis ir a la cocina, iré yo... Y si habéisdescompuesto la alcoba, irá Nell a arreglarla...Pronto, vivo... (A VENANCIO y GREGORIA.)A poner la mesa... Señores, se les convida.

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EL ALCALDE.- (Con desvío.) Gracias.

EL CURA.- Pero, chiquilla, tú...

DOLLY.- Yo... Me basto y me sobro. Nietasoy de mi abuelo.

EL CONDE.- (Con inmensa ternura y entu-siasmo, abrazándola.) ¡Sí, sí!... ¡Sangre mía,corazón de Albrit!

FIN DE LA JORNADA CUARTA

Jornada V

Escena I

Sala baja en la Pardina.

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El CONDE, sentado; el MÉDICO, que entraa visitarle, y se sienta a su lado.

EL MÉDICO.- ¿Qué tal, señor Conde? ¿Hapasado usted mala noche?

EL CONDE.- Malísima... Insomnio, ideaslúgubres, ideas de exterminio; cosa nueva enmí, pues aunque de genio impetuoso y autori-tario, nunca hice mal a nadie. Al contrario, miruina proviene del...

EL MÉDICO.- (Interrumpiéndole.) Ya lo sé:del altruismo desordenado, de no saber conte-nerse en la generosidad y protección a todobicho viviente.

EL CONDE.- (Con amargura.) He cultivadola ingratitud. En el jardín de mi vida, las rosasque planté se me han convertido en zarzales, yentre ellos... no faltan culebras.

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EL MÉDICO.- (Pulsándole.) Tenemos queenfrenar los nervios, y, sobre todo, cerrar lallave, el grifo de la ideación, demasiado afluen-te.

CONDE.- Facilillo es eso... ¡Tasarle a uno lasideas o medírselas con cuenta-gotas!

EL MÉDICO.- Todo depende de que ustedtrate de contener su vida cerebral en los límitesde lo presente, de lo práctico, y, si se quiere, delo prosaico. ¿Me explico?

EL CONDE.- Sí, hijo, sí. Entiendes porpoesía la idea exaltada del honor, de la justicia.Es un rodeo parabólico para evitar el empleo dela palabra locura. (El MÉDICO deniega, risue-ño.) ¡Y queríais curarme con la prosa de Za-ratán!

EL MÉDICO.- (Cortando todo motivo deexcitación.) No se hable más de eso. Considére-lo usted como una broma. Y si me apura, le diré

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que nos equivocamos... en el procedimiento, seentiende... (El CONDE intenta decir algo; peroANGULO, que considera peligroso aquel te-ma, le quita la palabra cortésmente.) ¡Sí... lalibertad, la preciosa libertad!... Estamos con-formes... Ahora explíqueme por qué le encuen-tro hoy más desanimado y caviloso que otrosdías.

EL CONDE.- ¿Pero estás en Belén? ¿Ignorasque Lucrecia ha vuelto de Verola... y que vienede mal talante, y con la malvada intención dellevarse a las niñas?

EL MÉDICO.- En su buen juicio, no desco-nocerá usted que las señoritas necesitan otroambiente, otra sociedad...

EL CONDE.- (Afligidísimo.) ¡Privarme delúnico consuelo de mi vida! No, no lo consiento,no puedo consentirlo. (Airado, golpea el brazodel sillón.) Me opongo, me opondré resuelta-mente, y por cualquier medio, al inicuo mono-

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polio que esa perversa quiere hacer del cariñofilial.

EL MÉDICO.- Sosiéguese... Ya trataremos dearreglarlo.

EL CONDE.- Sí, sí... ¡Buenos arregladoressois vosotros! ¡Qué amigos me han salido enesta tierra, donde creí haber arrojado a manosllenas simiente de bendiciones!... ¡Pero qué re-medio!... No puedo hacer que las piedras sevuelvan amigos.

EL CURA.- (Entrando, jovial, de rondón.)¿Qué... qué dice? ¡Ya nos está poniendo de hojade perejil! (El CONDE le mira y calla.) ¿Quéocurre por aquí? Me dicen que el señor Condedesea verme...

EL CONDE.- Sí, Carmelo... Caigo, me hun-do, y en mi desolación me agarro a lo único queencuentro: a las piedras, a vosotros.

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EL CURA.- Comprendido: se agarra a lofirme, a lo que seguramente le sostendrá.

EL CONDE.- (Con tristeza.) No sois buenos,no... (El CURA sonríe y hace señas al MÉDI-CO.) Pero no está el tiempo para disputas,Carmelo. No eres bueno, pero te necesito.

EL CURA.- (Risueño.) Quiere decir que soyun mal necesario.

EL CONDE.- (Impaciente por entrar en ma-teria.) Dos palabras: te perdono lo de Zaratán, ya ti también, Angulo. Olvido la pasada broma,a condición...

EL CURA.- A condición de que hagamoscomprender a la Condesa que es una triste gra-cia arramblar con las niñas.

EL CONDE.- (Dolorido.) Es inicuo, cruel...

EL CURA.- Pero como a Lucrecia no le faltanmotivos razonables para presentar a sus hijas

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en sociedad, a las manifestaciones que lehagamos en el sentido que pretende nuestroarrogante león de Albrit, contestará mandán-donos a paseo. La cosa es tan lógica, tan senci-lla, tan racional...

EL CONDE.- (Vivamente.) Vete a verla,Carmelo; vete allá...

EL CURA.- ¡Si de allá vengo! Pero no haquerido recibirme. Ni las moscas pasan a verla.Según me ha contado Vicenta, viene la condesade Laín en un estado moral lastimoso. Algo haocurrido en Verola que la contraría, que la afli-ge profundamente. ¿Qué ha sido? Lo ignora-mos. Dicen que está abatidísima, los ojos en-cendidos de tanto llorar, y la pena que agobiasu alma la desahoga con los pobres pañuelos,haciéndolos trizas con los dientes.

EL CONDE.- (Con hondo interés.) ¿Y quécreéis vosotros? ¿Ese estado de su ánimo seráfavorable o adverso a lo que yo pretendo?

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EL MÉDICO.- Antes de responder, sepamosla causa de ese duelo.

EL CONDE.- Sea lo que quiera, tú, pastor Cu-riambro, vuelves allá. Le dices que vas de partemía...

EL CURA.- ¿De parte del león?... Razón máspara que me dé con la puerta en los hocicos.

EL CONDE.- No lo creas. Vas como repre-sentante de Albrit, para proponerle una tran-sacción o componenda.

EL CURA.- Ya me figuro. Puesto que se dis-putan las dos niñas... a dividir. Es un juicio har-to más fácil que el de Salomón.

EL MÉDICO.- Partes iguales. No está malpensado.

EL CONDE.- (Con gran viveza.) Ni puedeconcebirse solución más práctica y elemental.

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Una para ella, otra para mí... Pero es condiciónprecisa que yo escoja la mía.

EL CURA.- Sí, sí. Con proponérselo nadaperdemos. Falta que se ponga al habla, y queyo pueda hoy dedicar mi tiempo a estos nego-cios. Señor Conde, esta noche predico.

EL CONDE.- Ya tendrás tu sermón bien gui-sado... Preséntate a Lucrecia... pero pronto... Note descuides.

Escena II

El CONDE, el CURA, el MÉDICO y DOLLY

DOLLY.- (Quitándose el sombrero.) Aquíme tienen otra vez.

EL CURA.- ¿Y tu mamá, está mejor?

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DOLLY.- Un poquito más sosegada. (AlCONDE.) Como no podemos atender a las doscasas a un tiempo, hemos determinado partir-nos.

EL CONDE.- (Con alborozo.) ¿Os partís?...De eso hablábamos, hija mía.

DOLLY.- Allá se queda Nell con mamá, y yome vengo a la Pardina para cuidarte a ti.

EL CONDE.- ¿Lo veis? Su grande inteligen-cia, sin ninguna sugestión de mi parte, percibey pone en ejecución la componenda lógica.

EL CURA.- Yo dudo que...

EL CONDE.- (Inquietísimo.) ¿Dudas?... Oh,Carmelo, no me quites la esperanza, no aumen-tes mi congoja. ¿Te ríes?

EL CURA.- Sr. D. Rodrigo de mi alma, ni hedicho nada, ni me he reído, ni haré más quecumplir fielmente sus órdenes. Vuelvo allá.

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EL CONDE.- (Desconcertado, variando depensamiento.) No, no vayas; aguarda... Sí, sí,vete y dile...

EL CURA.- ¿En qué quedamos?

EL CONDE.- (Decidiéndose.) En que vas.Pero te limitas a anunciarle que yo la visitaréhoy mismo para tratar con ella de un asunto defamilia. Cosas tan delicadas no puedo fiarlas anadie. Tete à tete la pantera y el león, yo pro-pondré...

EL CURA.- Y puede que la convenza, sí, se-ñor... Hay panteras razonables. (Se aparta yhabla con DOLLY.)

EL MÉDICO.- (Despidiéndose.) Luego vol-veré. Supongo que seguirá usted en la Pardina.

EL CONDE.- De ningún modo. No me fal-tará hospitalidad en cualquiera de las casas delabor, o de las cabañas que fueron mías. En

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Forbes, en Polán y Rocamor, todos mis anti-guos colonos están deseando que el viejo Albritllegue a su puerta, pidiéndoles un pedazo depan y un albergue humilde. Verdad que enninguna de estas casas hallaré las comodidadesde la Pardina. Pero no me importa; prefieroguarecerme en la última choza de pastores asoportar aquí la estolidez egoísta de estos in-gratos. A otra parte con mis huesos. Iré depuerta en puerta, con la esperanza de encontrarun corazón noble, un alma cristiana...

EL CURA.- Bueno; pues... ya vendré con larespuesta.

EL CONDE.- Aquí te aguardo.

EL MÉDICO.- Hasta luego.

EL CURA.- (Aparte al MÉDICO, retirándoseambos.) Al fin, nuestra pobre fiera apencarácon Zaratán.

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EL MÉDICO.- ¡Sí es lo mejor!

EL CURA.- ¡Lo único, señor, lo único! (Salenhablando.)

DOLLY.- Abuelito, tengo que decirte unacosa. Que te quiero mucho, mucho.

EL CONDE.- (Con viva ternura, abrazándo-la.) ¡Corazón grande!

DOLLY.- Y vas a saber otra cosa.

EL CONDE.- (Poniendo el oído.) ¿Es tam-bién secreta?

DOLLY.- (Amorosa.) Sí, muy reservada...Que no se entere nadie. Quiero seguir tu suerte.Si pasas trabajos, yo también... Si vas de puertaen puerta, como dices, también yo... Yo contigo,siempre contigo.

EL CONDE.- (Con intensa emoción.) ¡Señor,qué alegría!... ¡Compensación hermosa de mis

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infortunios! Todo lo que padecí, quebrantos defortuna, humillaciones, pérdida de seres queri-dos, se contrapesa con este inmenso galardónde tu cariño, que Dios me da sin yo merecerlo...(Abrazándola y besándola con efusión.) ¿Puesqué merezco yo, que nada soy, que nada valgoya?... Dios da la bienaventuranza en esta vida,ya lo veo... a mí me la da. No necesita uno mo-rirse, no, para entrar en el Cielo... (Pausa.)

DOLLY.- En la prosperidad o en la desgra-cia, abuelito, tu Dolly no te abandonará.

EL CONDE.- (Con majestuosa solemnidad,levantándose.) Y yo, por el nombre de Albrit,por los gloriosos emblemas de mi casa, por to-dos y cada uno de los varones insignes y de lassantas mujeres que de ella salieron, asombro yorgullo de las generaciones; por la concienciadel honor y de la verdad que Dios puso en mialma, por Dios mismo, juro que antes me haránpedazos que arrancar de mi lado a la que esluz, consuelo y gloria de mi vida.

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Escena III

Jardín del ALCALDE

El ALCALDE, en zapatillas, con batín devistosos cordones, como un húsar; la ALCAL-

DESA, el CURA, SENÉN.

EL CURA.- (Que acaba de entrar.) Aquí otravez; mas ahora no vengo por mi cuenta. Mensa-jero soy, amigo...

EL ALCALDE.- Ya, ya... alguna nueva leona-da.

LA ALCALDESA.- ¿Pero qué quiere esehombre?

EL ALCALDE.- (En jarras.) Ya me va car-gando a mí ese fantasmón, que, después detodo, no es más que un desagradecido, puesbien podía mirar que, enchiquerándole en Za-

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ratán, le dábamos más de lo que merece la poli-lla de sus pergaminos... Agradezca que da conun hombre de mi pasta... (No se refiere a la desopa.)

EL CURA.- Amigo mío, hay que respetar lasgrandezas caídas.

EL ALCALDE.- Pues digo... ¡los moños quese puso anoche, María Santísima!...

LA ALCALDESA.- Hijo, como no somosaristócratas...

EL ALCALDE.- Y hay más. Bien sabía el ve-jete que ayer celebrábamos tu fiesta monástica...

LA ALCALDESA.- Onomástica.

EL ALCALDE.- Y ni un recado de atención,ni una fineza... Pues digo, la niña segunda, esaDolly, ha heredado el tupé y la caballería an-dante o cargante de todos los Albrites y Laínesdel obscurantismo. ¿Pues no se me subió a las

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barbas la muy mocosa? ¡Si la hubieras oído,Vicenta!... Y todo ello cuando acabábamos deatracarla de dulces y de atenciones, aquí, en tufiesta numismática.

LA ALCALDESA.- Ono... mástica.

EL ALCALDE.- (Bufando.) Lo mismo da...Sacan ahora unas palabras que le vuelven a unoloco... Acabaremos por tener que hablar porseñas.

EL CURA.- Lo de anoche, mi querido Mo-nedero, ha perdido su interés con la vuelta re-pentina de la Condesa en ese estado de tribula-ción que ustedes me pintaron esta mañana.

EL ALCALDE.- Lo que yo digo a ésta: me-nudo jollín habrán armado en Verola los du-ques y marqueses...

EL CURA.- (A la ALCALDESA.) ¿Y no seespontanea con usted, no le cuenta...?

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LA ALCALDESA.- Ni una palabra.

EL ALCALDE.- Este tunante de Senén debede saber algo. Pero ahora, desde que ha dadoen tener bouquet, como el vino de Burdeos, senos ha vuelto tan reservadillo, que ni con saca-corchos se le destapa la boca. (Los tres miranhacia un cenador, cubierto de madreselvas, encuyo interior está SENÉN, sentado, tristón,mirando al suelo.) Tú, funcionario, ven acá... ote voy a poner en mi jardín de estatua de laHacienda pública esperando un ministro.

LA ALCALDESA.- Desde las ocho de la ma-ñana le tiene usted ahí, esperando audiencia dela que fue su ama.

SENÉN.- (Destemplado, acercándose.) Yahe dicho que no sé nada.

EL ALCALDE.- No negarás que estuviste enVerola.

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EL CURA.- ¿Qué personas de viso había enel castillo de Donesteve?

SENÉN.- Anda, anda... ¿quién las puedecontar?

EL ALCALDE.- ¿A que no faltaba el Mar-qués de Pescara?

SENÉN.- Llegó el lunes, y con él los duquesde Utrech y sus hijos, y el martes otros, yotros...

EL CURA.- ¿Viste a la Condesa?

SENÉN.- Sí, señor... Cuatro minutos nadamás.

EL CURA.- ¿Qué cara tenía?

SENÉN.- La de siempre: la bonita.

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EL CURA.- (Riendo.) Pues si no nos das másnoticias debemos decirte que nos devuelvas eldinero.

EL ALCALDE.- Este es muy cuco y no secompromete.

LA ALCALDESA.- (Viendo entrar en eljardín a CONSUELITO con medio palmo delengua fuera.) Aquí viene Consuelito, y en lacara le conozco que no ha perdido el tiempo.Trae comidilla.

EL ALCALDE.- Con tal que no sea fiambre...

Escena IV

Los mismos; CONSUELITO

CONSUELITO.- (Gozosa.) Ya estoy de vuel-ta, y con las alforjas bien repletas.

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EL CURA.- ¿La de la espalda?

CONSUELITO.- Las dos... Sois unos man-drias, que aguantáis, sin rascaros la comezón dela curiosidad. Yo no puedo: o averiguo lo queno sé, o reviento.

EL ALCALDE.- ¿Sabes algo, maestra?

CONSUELITO.- ¿Cómo algo?

EL CURA.- Y algos.

CONSUELITO.- No me ofendáis suponien-do que sé las cosas a medias. No: ConsueloBriján, o las ignora por entero, o las sabe decabo a rabo; y todo, todito lo que pasó ayer enVerola lo conoce ya... y vosotros... ni palabra...y estáis rabiando porque yo os lo cuente: dedonde resulta que sois tan curiosones como yo;pero hipócritas al propio tiempo, porque osregaláis con la fruta que buscan los que llamáischismosos... ¡Ay, dejadme que me siente!... es-

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toy cansadísima... he venido volando para con-taros... No, no: punto en boca. Ahora me vengode los hipocritones, negándome a darles la go-losina... (Gozándose en la ansiedad de los quela rodean.) No, no: no digo nada. Sois más fis-gones que yo, y más ávidos del escándalo ajenoque yo... Mira, mira los ojos chispos del Alcaldi-llo... Y el curita... cómo se relame esperando eldulce... Pues me callo... Soy muy discreta... Nome gusta meterme en vidas ajenas. (Con énfa-sis cómico.) Es pecado; es falta de caridad, dedelicadeza... Cada cual se las arregle para bus-car la comidilla, que a mí mi trabajito me hacostado sacarla de las entrañas de la tierra.¡Ahora se fastidian, se fastidian!

EL ALCALDE.- Vaya, no marees, y dinos loque sepas.

EL CURA.- ¿Pero cómo puede usted saber...?¿Acaso tiene espías en Verola?

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EL ALCALDE.- Los tiene en todas partes.Son corresponsales que le escriben, y hasta leponen telegramas.

CONSUELITO.- Espías, no; pero tengo mirepresentación en Verola. ¿Cómo no, habiendoallí tanta gente gorda de la que da que hablar, yestando además Lucrecia, que por sí se basta yse sobra para dar materia a setenta correspon-sales?

LA ALCALDESA.- Pues suelta la sin hueso.Abre la espita. ¿Qué ha ocurrido?

CONSUELITO.- (Sin poder contenerse.)Una bronca fenomenal. Lucrecia ha reñido conel Marqués de Pescara, el cual, en una entrevis-ta que tuvieron en la estufa, debió de insultar-la... ¡Cosas tremendas, señores, que ponen lospelos de punta! ¡Qué tal habrá sido la gresca,que de ella resultó desafío...!

EL CURA.- Dios nos asista.

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CONSUELITO.- La conducta del de Pescarano le pareció bien al Duquesito de Malinas...Que si esto, que si lo otro, que patatín y quepatatán. Salieron desafiados para la frontera,donde a estas horas se habrán disparado el unoal otro la mar de tiros.

LA ALCALDESA.- Pero la causa, el por quéde toda esa zaragata...

EL ALCALDE.- Vete a saber. Probablementecelos...

CONSUELITO.- Algún motivo daría Lucre-cia para que el Marqués echara los pies poralto.

SENÉN.- (Vivamente.) No habrá sido laCondesa quien ha dado el motivo, sino el Mar-qués, que hace tiempo venía faltando...

EL CURA.- ¡Ah!, tunante; luego tú sabes...Permítame la señora Doña Consuelo Briján que

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ponga en cuarentena todo ese folletín de LaCorrespondencia que acá nos trae...

CONSUELITO.- Mis informaciones, Sr. D.Carmelo, son siempre competentemente autoriza-das, y proceden...

EL CURA.- De chismes de lacayos o marmi-tones.

EL ALCALDE.- Eso no: el corresponsal demi prima en Verola es un punto que sabe suobligación.

LA ALCALDESA.- (Riendo.) Tadea, la plan-chadora de los Donesteve.

EL ALCALDE.- Y que no se descuida. Largaunas cartas de seis pliegos, llenos de garabatos,que parecen una alambrera. Ésta sola los en-tiende.

CONSUELITO.- Y que no se le escapa nada.Antes de la gresca, los Donesteve y Lucrecia

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habían concertado casar a Nell con el marquesi-to de Breda, primogénito de Utrech.

EL CURA.- Buena boda. ¿Y a Dolly?

CONSUELITO.- Seguían los tratos para apa-labrarla con el hijo segundo.

EL ALCALDE.- Eso se llama barrer paraadentro.

LA ALCALDESA.- ¿Y qué más?

CONSUELITO.- La noticia gorda, la bombafinal... ¡Ah!, esa no te la digo si no me la pagasen lo mucho que vale.

LA ALCALDESA.- (Riendo.) ¿Qué quierespor ella?

CONSUELITO.- Me has de dar el tarro dedulce de coco con batata que recibiste ayer de laconfitería. Ya sabes que me muero por el coco.

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EL CURA.- (A carcajadas.) Golosa había deser.

EL ALCALDE.- Está bueno. ¡Que le den eldulce por las mentiras!

CONSUELITO.- (Poniendo morros.) Pues sino me lo dan, no hay caso. No suelto una pala-bra.

LA ALCALDESA.- Hija, no: lo que es el co-co, no lo catas...

CONSUELITO.- Pues no cataréis vosotros lamiel que tanto os gusta... ¿Ves, ves al curitacómo se relame?...

EL CURA.- (Riendo.) Vicenta, dele usted eltarro, ¡por San Blas!, porque si no se lo dan, nohabla; y si no habla, revienta.

LA ALCALDESA.- Bueno; le cederé la mi-tad.

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CONSUELITO.- Anda, cicatera... Pues la no-ticia es que a Lucrecia le dieron como unos sieteataques espasmódicos seguiditos.

EL ALCALDE.- Bah, bah...

CONSUELITO.- Espérate... Y se tiró de lospelos, y se abofeteó a sí misma, diciéndose porsu propia boca muchas más abominaciones quehan dicho de ella las bocas de los demás.

EL CURA.- Principio de arrepentimiento.

CONSUELITO.- Como que reconocía quepor haber sido ella tan alegre de cascos pasanestas trifulcas. Y consternada, medrosa del In-fierno, volvió los ojos a la verdad, y... vamos,que se le ocurrió confesarse. (Estupor general.)

EL CURA.- (Oficiosamente, a la ALCAL-DESA.) Pásele usted recado, Vicenta. Dígaleque estoy a sus órdenes.

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CONSUELITO.- Tarde piache. Desde Verolamandó un propio a Zaratán.

EL ALCALDE.- Sí, hombre... Hace dos años,se confesó también con Maroto. Por cierto quedijimos: «Ya no volverá a las andadas». Pero alpoco tiempo... ¡trómpolis! Lo que hacen estas:vaciar de pecados viejos la conciencia, parahacer hueco, y poder ir estibando los pecadosnuevos.

EL CURA.- (Desconcertado.) Pero entendá-monos: ¿mandó aviso a Maroto anunciándoleque ella iría a Zaratán, o le suplicaba que fueseél a Verola?

CONSUELITO.- La carta no lo puntualiza.Está escrito en una postdata, momentos antesde salir el peatón.

EL ALCALDE.- Bueno; y después de todo,¿qué nos importa? La especie de la confesiónapenas vale un cuarto kilo de dulce.

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EL CURA.- (Cejijunto.) Sí vale, sí... En fin,Vicenta, hágame el favor de decir a la Conde-sa...

LA ALCALDESA.- Al momento voy. (Entraen la casa.)

EL ALCALDE.- (Oyendo la campana queanuncia entrada de visitante por la puertaprincipal del jardín, al lado opuesto de la ca-sa.) ¿Quién entra?

SENÉN.- (Que ha corrido a enterarse.) ¡D.José, D. José!...

EL ALCALDE.- ¿Quién es?

SENÉN.- El Prior de Zaratán.

EL ALCALDE.- Que pase a la sala... ¡Y mecoge en zapatillas!...

EL CURA.- (De mal talante.) Yo le recibiré.

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Momentos de confusión. El PADRE MA-ROTO y el cogulla que te acompaña son reci-bidos por D. CARMELO. Preséntase luego elALCALDE; baja la ALCALDESA; median lascortesías usuales. Sube el PRIOR a la estanciade la CONDESA. Salen nuevamente al jardínlos demás personajes, entre ellos el MONJE, aquien anuncia MONEDERO que el señorPRIOR y la compañía comerán en su casa.Alega D. CARMELO mejor derecho y signifi-cación, que los Monederos reconocen. Des-pués, CONSUELITO entretiene con amenocoloquio al MONJE.

LA ALCALDESA.- Yo espero que despuésde la confesión recibirá a los amigos.

EL CURA.- (Displicente.) ¡Y si no los recibe,qué le hemos de hacer...! Yo predico esta noche.Comenzamos la novena de la Esperanza, y en-tre repasar el sermón y vestir un poquito la

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iglesia, se me va el día... Me parece que nopodré volver.

EL ALCALDE.- ¿Y las niñas?

LA ALCALDESA.- Nell estaba con sumamá... ¿Pero no sabes?... Dolly se ha vuelto ala Pardina, sin decirnos nada. La Condesa meencarga que la mande venir inmediatamente.Quiere que las dos estén a su lado.

EL ALCALDE.- Lo que digo: es loca esa chi-cuela. Anda, Senén; vete a la Pardina y te latraes. Dile que lo manda su mamá, y que tam-bién lo mando yo, el Presidente del Ayunta-miento. Ya le bajaremos los humos a esa leonci-ta...

La confesión dura cinco cuartos de hora,determinados reloj en mano por CONSUELI-TO y D. CARMELO. Este se lleva a su casa alos dos frailes, que resuelven quedarse en

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Jerusa hasta el día siguiente, porque el PRIORtiene que solventar asuntos varios en el Ayun-tamiento. Alégrase de esta detención el CU-RA, para que puedan oír y apreciar su sermónde aquella noche dos teólogos insignes.

Vuelve SENÉN de la Pardina con la incum-bencia de que DOLLY no quiere salir de allí, yque ha hecho burla del ALCALDE y de suvara, lo que saca de quicio a MONEDERO. Lecalma su esposa con el razonamiento de quees muy natural que la chiquilla desee comercon su abuelo por última vez. Transige D.JOSÉ MARÍA, asegurando que a la tarde, oviene la fierecilla, o va él a buscarla con laGuardia Civil. SENÉN, que no se da por ven-cido con los repetidos desaires de la CONDE-SA, se va a su casa, prometiendo volver alplantón a primera hora de la tarde. Es de losque se imponen por el terror.

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A la una comen LOS MONEDEROS conNELL y CONSUELITO. A LUCRECIA se lesirve en su cuarto. Dan las dos, las tres...

Escena V

Sala en casa del ALCALDE

La ALCALDESA; el CONDE, que acaba deentrar; después NELL

LA ALCALDESA.- (Aturdida.) Ya me figu-ro, señor Conde de Albrit, a qué debo el honorde verle en mi casa.

EL CONDE.- Deseo hablar con Lucrecia. Yno sé con qué palabras solicitar de usted la be-nevolencia que necesito por esta libertad, poresta osadía de mal gusto con que llego a su ca-sa.

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LA ALCALDESA.- ¡Oh, señor Conde...!

EL CONDE.- Es que su esposo de usted y yono hacemos buenas migas. Anoche hemos cru-zado algunas palabras un tanto mordaces... Siel Sr. Monedero me arroja de su casa lo llevarécon paciencia... (La ALCALDESA, sin saberqué decir, hace con ojos y boca diferentesmuecas y monerías.) Ya no me importa. En elconflicto en que me veo, la dignidad, ¿qué digodignidad?, la vergüenza, no significa nada paramí. Voy derecho a mi objeto con cara insensi-ble, y mi objeto es...

LA ALCALDESA.- (Recobrando su aplo-mo.) Ver a Lucrecia, sí.

EL CONDE.- Y me atrevo a rogar a ustedque haga comprender a su amiga que sólo memueve a molestarla la necesidad imprescindi-ble de tratar con ella, sin recriminaciones, ungrave asunto de familia.

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LA ALCALDESA.- Yo se lo diré. No dudeusted que hablaré a mi amiga con vivo interés.

EL CONDE.- Gracias, millones de gracias,señora mía. Carmelo quedó en proporcionarmela entrevista; mas sin duda sus ocupaciones selo han impedido. Cansado de esperarle, des-hecho, ardiendo en impaciencia, no he podidorefrenar mi temperamento ejecutivo, y arros-trando el disgusto del señor Alcalde, aquí metiene usted...

LA ALCALDESA.- (Decidida a emplear unlenguaje extremadamente fino.) Abrigo la es-peranza de ser afortunada en la misión queusted me confía. Pero no puedo evitar al señorConde la molestia de esperar un ratito, porqueLucrecia, que ha venido malísima, en un estadonervioso imposible, ¡ay qué pena!, ha podido alfin conciliar el sueño. La verdad, no me atrevoa despertarla.

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EL CONDE.- (Alardeando de paciencia.)Aguardaré todo lo que usted quiera: tres díascon sus noches, si fuese preciso. Para mí no esmolestia esperar. Si para usted no lo es tener aeste pobre viejo en su casa, aquí me estoy, sen-tadito, hasta que mi ilustre nuera se digne me-jorar de sus nervios, y acuerde recibirme.

NELL.- (Entrando con timidez.) Abuelito,hasta ahora no me habían dicho que estabasaquí.

EL CONDE.- (Besándola.) Hija mía, vengo aver a tu mamá.

NELL.- ¡Oh, cuánto sufre la pobre! Yo teruego que no hables con ella más que un ratito.Y si pudieras dejar la conversación para maña-na, mejor.

EL CONDE.- Mañana... ¡ah!, estoy muy vie-jo. Los viejos no pueden esperar tanto.

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NELL.- Lo he dicho pensando que sería lomismo para ti. (El abuelo le da suavemente enla mejilla.) Porque mañana no estará mamá endisposición de que nos marchemos.

EL CONDE.- ¿Tienes prisa?

NELL.- Ninguna. Lo que tengo es una penitade dejarte... ¡qué pena! Pero yo te aseguro, tedoy mi palabra, ¿me crees?... de que siempreque podamos vendremos a verte.

EL CONDE.- (Con profunda tristeza.) ¡Ojosque te vieron ir...!

LA ALCALDESA.- En buena lógica, debe-mos suponer, y aun afirmar, que vendrán.

EL CONDE.- ¡Ah! Cuando os encontréis enese mundo que ha de aprisionaros con sus milatractivos y seducciones, no os acordaréis delviejo Albrit, a quien dejáis en Jerusa aposenta-do de limosna.

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NELL.- (Abrazándole.) Papaíto de mi alma,no digas que te olvidamos, porque me enfadarécontigo. Ni yo ni Dolly podemos olvidarte. Lasdos te queremos lo mismo. Te escribiremoscartitas, y tú a nosotras también, pidiéndonoslo que te haga falta. ¿Qué quieres, qué deseas?

EL CONDE.- Por el momento, que despiertetu mamá.

NELL.- ¡Si está despierta! Apenas ha dormi-do veinte minutos.

LA ALCALDESA.- Pues voy allá, oficiandode introductora de embajadores.

EL CONDE.- Sí, señora, vaya usted... Se loagradeceré toda mi vida. (Vase la ALCALDE-SA.)

NELL.- (Mirando al jardín.) Desde esta ma-ñana, tenemos aquí a ese cataplasma de Senéncon la pretensión de que mamá le reciba.

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EL CONDE.- Por lo visto, hay cola. Senén yyo nos encontramos en igual situación de solici-tantes de audiencia; pero como yo estoy endesgracia, pobre viejo que soy, y regañón inso-portable, verás cómo tu madre atiende a eselacayo antes que a mí. Tu abuelo será el último,lo verás... No me importa, no. Ya dijo nuestroSeñor: «Los últimos serán los primeros». Sea-mos humildes, aunque, la verdad, se necesitagran violencia y abnegación grande para po-nerse en fila detrás de Senén. (Vuelve la AL-CALDESA y suplica al CONDE que aguardeun ratito, pues antes recibirá LUCRECIA a unpostulante importuno.) ¿No te lo dije?

LA ALCALDESA.- No: si es porque se vayade una vez, y quitarnos de encima esa mosca.

EL CONDE.- Bueno. Vaya delante la mosca.Luego pasará el moscardón... (Siente subir aSENÉN.) Ya sube ese hombre. Dios le dé lo queno tiene: la santa concisión. (Asómase a lapuerta el ALCALDE, que, como ha vuelto a

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ponerse las zapatillas, puede aproximarse sinhacer ruido. Contempla con burlona sonrisa alCONDE.)

Escena VI

Gabinete alto en la misma casa.

LUCRECIA, recostada en un sofá con gatu-na indolencia, sin corsé, suelto y en desordenel cabello. Su rostro desmejorado, y el cente-lleo insano de sus bellos ojos, son el rastro dela furiosa tempestad; SENÉN, que, respetuoso,

permanece en la puerta.

LUCRECIA.- (Impaciente y altanera.) Pasa ycierra... Pero no te acerques. Quédate ahí. Tra-erás, como siempre, tus endiablados perfumes.

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SENÉN.- Dispense la señora... He puesto miropa al aire...

LUCRECIA.- (Desdeñosa.) No te aproxi-mes... ¿Qué quieres? Dímelo pronto. Ya ves quémala estoy.

SENÉN.- (Con falsa humildad.) Ya debe su-poner la señora que vengo a...

LUCRECIA.- Aquello no ha podido ser.

SENÉN.- Ya lo sé. Han nombrado a otro. Poreso digo que vengo a quejarme.

LUCRECIA.- (Con acritud.) ¡A quejarte! ¿Dequé? Pues eso me faltaba. ¿Crees que tengo yoen mi mano los destinos, las fianzas, y todo esoque ambicionas?

SENÉN.- (Sacando las uñas.) La señora noha conseguido la fianza, que era lo principal,porque no ha querido. Teniendo la fianza, la

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plaza es lo de menos. Ya tenemos otra vacantede agente ejecutivo.

LUCRECIA.- ¿Y cómo había de conseguir yola fianza?

SENÉN.- (Tragando saliva.) Ya, ya sé que alseñorito Ricardo no podía pedírsela... No seenfade la señora: yo me pongo en lo razona-ble... A D. Ricardo no era posible... Pero conque la señora hubiera dicho al Duque deUtrech: «Señor Duque, quiero...»

LUCRECIA.- (Interrumpiéndole.) ¿Pero dedónde sales tú? En ese mundo de tu ambiciónridícula se pierde, por lo visto, toda noción dela realidad. Está bien: yo no tengo más quehacer que importunar a todos mis amigos, pi-diendo fianzas para este gaznápiro.

SENÉN.- (Escondiendo las uñas.) Sí, ya sé...la señora no puede... ¡Qué le hemos de hacer!Es difícil... y además, ¿quién soy yo para que la

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señora se moleste por mí? No, no lo pretendo.Los servicios que he prestado a la Condesa deLaín, mi lealtad a toda prueba, ¿qué valen?

LUCRECIA.- (Con arrogancia.) Tus serviciosbien pagados están. Ea, me canso ya de con-templaciones. Senén, no te debo nada.

SENÉN.- (Erizándose el pelo.) Bueno... seacomo la señora dice. Yo me callo. Eso he hechoyo toda mi vida, callarme; y de tanto callar, meveo tan atrasado en mi carrera... de tanto callar,sí, señora; y si quieren que lo pruebe, lo pruebo.

LUCRECIA.- Tu silencio me importa ya tanpoco, que no doy nada por él... No me tienecuenta.

SENÉN.- (Agachándose para dar el salto,los verdes ojuelos centelleando.) Eso quieredecir que la señora en nada estima mi fidelidad,esta fidelidad de perro, que no tiene igual... y lopruebo.

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LUCRECIA.- Lo que estás probando tú es mipaciencia.

SENÉN.- (Acobardado nuevamente, sinatreverse más que a desenvainar las uñas desus patas delanteras.) No molesto más. Aun-que la señora me da este pago, yo no le haréningún perjuicio. Pero, en justicia, bien podríadesquitarme. Como soy tan caballero, me heperjudicado por guardarle la consecuencia, porponer arrimos a su decoro, por custodiarle lossecretos, por tapar la boca de todos los quehablaban de ella... lo que la señora no debieraoír... (En su cobardía, no hace más que enseñarlos colmillos, y tirar levemente la zarpa.) Va-mos, que ni por su madre haría ningún hombrelo que yo he hecho. De suerte que si la señoradice que no le importa...

LUCRECIA.- No me importa. Vete pronto.

SENÉN.- Pues bien puedo jurar que a mí meimporta menos.

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LUCRECIA.- Bastante tiempo he sufrido aeste animalucho siniestro, con sus garras clava-das en mí. Ya no más. Si no sales pronto, lla-maré para que te arrojen a escobazos.

SENÉN.- No alborote, no alborote, que espeor.

LUCRECIA.- (Furiosa, tirando de la campa-nilla.) ¿Cómo que es peor? ¡Trasto, si no tevas...! (Entran precipitadamente una CRIADA,la ALCALDESA, después el ALCALDE.)

SENÉN.- (Turbado por la rabia.) Si no digonada; si yo... si es que...

LUCRECIA.- Por favor, arrójenme de aquí aeste hombre, y a su paso vayan echando ácidofénico.

EL ALCALDE.- (Con un castañeteo de len-gua, como el que se emplea para despedir a unperro.) ¡Eh... tú...!

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SENÉN.- (Al salir, todo uñas, bufando.)Ácido fénico... Por donde ella vaya... hace másfalta... y lo pruebo.

Escena VII

LUCRECIA, el ALCALDE, la ALCALDESA,después NELL.

LA ALCALDESA.- Hija, si llego yo a sospe-char esto, cualquier día le dejo pasar.

LUCRECIA.- (Tranquilizándoles.) No; si esmejor así. Se me ha resuelto un absceso; me hesacado una muela, que me dolía horriblemente.

EL ALCALDE.- Pues digo, lo que le espera austed ahora, mi querida Lucrecia.

LA ALCALDESA.- ¡Ah!, el león... Hija mía,no he podido evitarlo... ¿Qué había de decirle?

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EL ALCALDE.- Pues muy claro: que llamaraa otra puerta. ¡Ah!, si soy yo quien le recibe...

LUCRECIA.- (Sorprendiendo a todos consu inesperada serenidad y alegría.) ¿Queréisque os diga la verdad? Pues mi ilustre suegro,que me inspiraba un pavor horrible, ya no... Esraro... Vamos, que ya no le temo.

NELL.- (Entrando a la carrera.) Mamita, pormás que le digo al abuelo que mañana, insisteen que ha de verte hoy.

LUCRECIA.- Hoy, sí...

LA ALCALDESA.- ¿Le digo que...?

LUCRECIA.- (A NELL.) Ve tú, hija, y suél-tame al león. (Sale NELL gozosa, y se precipitapor la escalera.)

EL ALCALDE.- Nos pondremos todos enguardia detrás de esa puerta, ¡trómpolis!, y encuanto oigamos el menor rugido...

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LUCRECIA.- (Con locuacidad nerviosa.) Noes necesario... ¿No me ven tan tranquila? Mesiento ahora muy bien, despejada, casi alegre, ycon ganas de ver a mi papá político, y de pasar-le la mano por la melena... Es que mi espíritu seha refrescado, soy otra... aire nuevo en mí.(Óyese el tardo paso de ALBRIT en la escalera,y la vibrante voz de NELL.) El león sube. ¡Po-bre viejo!... Ya, ya está aquí... Ya llega... Déjen-me sola con él.

EL ALCALDE.- Por aquí. (Vanse por lapuerta de la alcoba.)

Escena VIII

LUCRECIA, el CONDE

EL CONDE.- Siento infinito molestar a unapersona que, según me dicen, no está bien desalud.

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LUCRECIA.- (Que permanece en pie.) Mesiento mejor. Tome usted asiento.

EL CONDE.- ¿Y usted en pie?

LUCRECIA.- (Un tanto cohibida.) Como porencanto se me ha quitado la pereza. Ya sabeusted que estos arrechuchos nerviosos... la epi-demia de las señoras... de improviso nos aco-meten y de improviso también se nos pasan.

EL CONDE.- (Suspicaz.) Lo celebro mucho.

LUCRECIA.- Enfermamos como heridas delrayo, y basta una vibración del aire para poner-nos buenas. De la espantosa crisis sólo me que-da cierta alegría interna, y un deseo ardientísi-mo, irresistible...

EL CONDE.- (Suspenso.) ¿Qué...?

LUCRECIA.- El deseo de besarle a usted lamano... (Se arrodilla y le besa la mano una y

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otra vez.) y de pedirle perdón por las injuriasque aquel día triste le dirigí.

EL CONDE.- (Queriendo levantarla.) Lu-crecia... ¿qué es esto?... (Por un momento creeque es burla; pero no tarda en advertir la sin-cera emoción de la dama.)

LUCRECIA.- Mi única pena es que ustedsospechará quizá... que le engaño.

EL CONDE.- No, no; creo que es verdad...

LUCRECIA.- (Que se levanta, enjugandosus lágrimas.) Necesito explicar a usted cómoha venido esta crisis... sacudimiento moral, re-volución de todo mi ser... (Se sienta. Su len-guaje es cortado, febril.) Los temblores de tie-rra trastornan el suelo... Una catástrofe horribleen mis sentimientos me ha trastornado a mí, meha hecho morir y revivir en menos de dosdías... ¿Es esto nuevo? Yo creo que no. Ha ocu-rrido mil veces... Fácilmente lo comprenderá

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usted... Un desengaño de los que anonadan... laperfidia de un hombre... tempestades del almaque todo lo destruyen y todo lo iluminan. Midolor ha sido como un incendio entre las rui-nas... He visto mi conciencia... la he visto. Ya séque no debo ser la que he sido, y estoy decididaa ser otra.

EL CONDE.- ¡Bendito desengaño, benditaconvulsión del alma, que trae el arrepentimien-to!

LUCRECIA.- Pero el arrepentimiento, lo re-conozco, necesita probarse. Por eso digo: «Es-pere usted y verá...»

EL CONDE.- (Gozoso.) Pues lo veremos... ypronto... Si el arrepentimiento es verdad, nos lodirán los hechos.

LUCRECIA.- Y aguardando confiada loshechos, he querido dar a mi enmienda una san-ción soberana, una garantía que asegure mi

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convicción y la de los demás. (Pausa.) Hoy heconfesado con el Padre Maroto.

EL CONDE.- (Gratamente sorprendido.)¡Ah!... ya me dijo la niña que estuvo aquí elPrior... Mas no sospeché...

LUCRECIA.- No tenía sosiego, no podía vi-vir mientras no descargara mi alma de la horri-ble balumba... ¡Qué alivio, qué consuelo!

EL CONDE.- Me da usted una grandealegría... Por de pronto, ¡qué situación tan dis-tinta de aquélla... la última vez que hablamosen la Pardina!

LUCRECIA.- En efecto, yo he variado radi-calmente.

EL CONDE.- Yo también.

LUCRECIA.- ¿Usted? ¡Ah!, sí, se ha despeja-do su razón, y ya no piensa en hacerme las te-

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rribles preguntas que en aquella conferencia mehizo.

EL CONDE.- Mi razón no ha estado nuncaturbada. ¿Y por qué no había de repetir yo enesta ocasión la pregunta que usted llama terri-ble? Ya no lo es. Su estado de conciencia facilitala respuesta, que sería la confirmación de loque sospecho, de lo que sé... porque al fin, Lu-crecia, he podido descubrir...

LUCRECIA.- (Con serena frialdad.) Hoy nopuedo incomodarme, señor Conde. No abuseusted de que estoy desarmada...

EL CONDE.- Incomodarse..., ¿por qué?

LUCRECIA.- Porque viene usted a removeren mi corazón heces muy amargas, a trastornarde nuevo mi espíritu, queriendo penetrar losmisterios más profundos del alma y de la Natu-raleza... Eso, señor mío, eso que aun de noso-tras mismas quisiéramos recatar, porque el

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pensarlo sólo nos avergüenza, eso, a que nodoy nombre, porque si lo tiene yo lo ignoro...(con solemnidad) ya lo he dicho a Dios, único aquien debo decirlo... Y crea usted que, paraexpresarlo, he tenido que violentar mi voluntadde un modo espantoso. Todo el que no sea Dioses un extraño, es un profano, sin derecho nin-guno a recibir declaración tan grave. Ni unapalabra más. (Pausa.)

EL CONDE.- (Gravemente.) Sea. Ni una pa-labra más. Reconozco la extremada delicadezadel asunto, y no puedo menos de respetar elsosiego reparador en que hoy se halla su espíri-tu. No insisto. Ni es justo que la martirice exi-giéndole una manifestación dolorosa, toda vezque lo que usted había de decirme... ya lo sé.

LUCRECIA.- (Desconcertada.) ¡Que lo sabe!

EL CONDE.- Sí. (Pausa. Ambos se miran.)

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LUCRECIA.- Pues si lo sabe, es más genero-so no preguntármelo.

EL CONDE.- (Muy tranquilo.) Es verdad. Ageneroso no me gana nadie. Ahora convieneque haga usted alarde de hidalguía, Lucrecia. Sile satisface que crea yo en su arrepentimiento,empiece usted por ser magnánima, aceptandola proposición que voy a hacerle.

LUCRECIA.- ¡Proposición!

EL CONDE.- No he venido a otra cosa. Suconformidad con mi deseo establecerá la con-cordia inalterable de nuestras almas... En suma,quiero que partamos el bien que Dios nos hadado: las niñas. Una para usted, la otra para mí.

LUCRECIA.- (Con profunda intención, quedisimula.) ¡Para usted!... (Pausa.) ¿Cuál?

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EL CONDE.- Acceda usted a la partición, ydespués escogeré. ¿A las dos quiere usted lomismo?

LUCRECIA.- Lo mismo: son mis hijas.

EL CONDE.- Yo no puedo decir lo propio:las dos no son mis nietas.

LUCRECIA.- (Con temor.) Otra vez la tre-menda interrogación.

EL CONDE.- Otra vez, y siempre... Lléveseusted a una de las dos, y déjeme a mí la otra, laque yo quiera.

LUCRECIA.- ¡Dejarla aquí, en poder de us-ted, y sola con usted! Señor Conde de Albrit,eso es imposible. Además, me hace falta elamor de mis hijas.

EL CONDE.- (Fríamente.) Y a mí el de minieta. Tengo derecho a ese consuelo.

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LUCRECIA.- Hoy es indispensable que lasdos estén a mi lado, por muchas razones. Nosólo debo atender a su porvenir, sino a la saludde mi alma, a mi corrección, en una palabra.Como las plantas necesitan aire y luz, yo nece-sito el cariño de esas dos criaturas, que fundiréen un solo cariño.

EL CONDE.- (Vivamente.) No son igualespara usted.

LUCRECIA.- (Con firmeza.) Lo son... Otravez clava usted los ojos de su alma en lo quepara usted será siempre tremendo enigma...Son iguales, y si no lo fuesen, yo haré que losean. Por nada de este mundo me separo deellas.

EL CONDE.- (Con desconsuelo.) ¿Y yo...?

LUCRECIA.- En ninguna situación será elConde de Albrit un extraño para mí. Nell yDolly vendrán conmigo a verle... en la tempo-

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radita de verano... y usted, como ahora, a lasdos las querrá por igual... por igual. Esa es con-dición indispensable para la concordia de nues-tras almas, de que usted me hablaba. Dejemosel misterio allá, ante Dios que lo ve, y atengá-monos a la realidad... convencional, a la reali-dad de la ley.

EL CONDE.- (Con arranque.) No... ¡Malditasea la ley...! La Naturaleza...

LUCRECIA.- ¡La Naturaleza, no... la ley!

EL CONDE.- (Encrespándose.) No, no.Abomino de una ley infame. Quiero a mi nieta;me pertenece, la reclamo, y usted me la dará.

LUCRECIA.- A mí me pertenecen las dos:las he llevado en mi seno.

EL CONDE.- (Con desesperación, claván-dose en el cráneo los dedos de ambas manos.)

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¡Triste de mí! Lucho con la ley, lucho con lamadre... contienda imposible...

LUCRECIA.- (Con tesón, levantándose.) Yni como madre, ni como tutora puedo acceder alo que mi padre político pretende.

EL CONDE.- ¿Será usted capaz de rechazarmi proposición, de desairarme, de negar lo quepide el infortunado Albrit?

LUCRECIA.- Con grandísima pena me veoprecisada a negarlo. Mis hijas son mis hijas. Aellas les conviene el calor maternal, y a mí elcariño y la presencia continua de entrambaspara vivir en paz con Dios, y asegurarme larectitud de mi alma. La una es mi deber, la otrami error. Mi conciencia necesita los dos testi-gos, las dos presencias, para que yo pueda te-ner siempre entre mis brazos, sobre mi corazón,mis buenas y mis malas acciones.

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EL CONDE.- (Atribulado.) Y entre mis bra-zos y en mi corazón, la soledad, el horrible vac-ío. (Levantándose, altanero.) No, no, Lucrecia,no me conformo... Por Dios, no me lance usteda la desesperación.

LUCRECIA.- Sea usted razonable.

EL CONDE.- (Suplicante.) Sea usted gene-rosa.

LUCRECIA.- Soy madre...

EL CONDE.- (Exaltándose.) Soy abuelo, soyviejo... Necesito familia, amor.

LUCRECIA.- En mí y en mis hijas lo tendrá.(Con una idea feliz.) Última palabra: véngaseusted con nosotras.

EL CONDE.- ¡Con usted... con las dos!¡Nunca!

LUCRECIA.- ¡Loca obstinación!

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EL CONDE.- (Brioso.) Entereza, sentimientodel honor.

LUCRECIA.- Demencia.

EL CONDE.- Si es demencia, maldita sea larazón.

LUCRECIA.- Yo arreglaré la vida de usted...yo...

EL CONDE.- (Inflexible.) Sin lo que pido,sin mi nieta, no quiero nada.

LUCRECIA.- No tardará el viejo Albrit enrenegar de esa independencia, impropia de suedad y de su situación. Acójase a mí, o su vejezserá muy triste.

EL CONDE.- Nada me arredra... nada temo.Lo mismo me importa la vida que la muerte.(Implorando.) Lucrecia, por última vez...

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LUCRECIA.- No insista usted... Se cansa envano...

EL CONDE.- Bien: no diré nada más. Ni estáen mi carácter extremar la súplica... Lucrecia,adiós para siempre.

LUCRECIA.- Eso es locura.

EL CONDE.- (Trémulo, balbuciente.) Sí, sí...y los locos pacíficos... cuando no se les da loque piden, hacen lo que yo... se van. Mas nosaldré sin decir a usted que no veo, que no tocoel cambio moral que debía ser resultado de suarrepentimiento. No. Lucrecia Richmond essiempre la misma... Confesada y sin confesar, lamisma siempre... No creo que la haya perdona-do Dios... ¡No la ha perdonado, no la ha perdo-nado, no, no!... (Sale con vivísima agitación. Sesiente su paso inseguro por la escalera. Bajaagarrándose al pasamanos. LUCRECIA, muyagitada, cae en el sofá llorosa. Acuden presu-rosos a ella MONEDERO y su esposa.)

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Escena IX

LUCRECIA, el ALCALDE, la ALCALDESA;después NELL

EL ALCALDE.- ¿No lo decía yo? ¿Ha sacadola zarpa?... Si estoy por bajar, y aplacarle unpoquito los humos.

LUCRECIA.- No, no... ¡Pobre viejo!... Es muysensible que no pueda yo acceder a lo que pre-tende. Dejarle. (Atendiendo al ruido de lospasos.) ¿Se caerá en la escalera? Vicenta, mandeusted que le acompañe alguien. (Sale la AL-CALDESA a dar órdenes.)

EL ALCALDE.- De veras, ¿no se ha des-mandado?

LUCRECIA.- No... Debemos compadecerle,cuidar de él con todo el cariño del mundo.

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LA ALCALDESA.- (Que ha visto alejarse alCONDE.) El pobrecito llora... Parece que nopuede tenerse en pie. Pero se resiste a que leacompañe un criado. Quiere andar solo.

LUCRECIA.- Solo... ¡Qué dolor! ¡Triste an-cianidad!... (Sintiendo perturbado su espíritu.)¡Oh, Dios mío!, ¿dónde está la paz que diste ami alma? Ese hombre me la quitó... Es el agita-dor de mi conciencia... ¡Otra vez el tumulto enmi mente... otra vez la ansiedad, el temor, laduda!... (Consternada, alza los brazos, echa lacabeza hacia atrás, cierra los ojos.)

LA ALCALDESA.- ¿Otra vez mal, amigamía?

EL ALCALDE.-.- Que venga el médico.

LA ALCALDESA.- Al instante.

LUCRECIA.- Los dos... Que vengan los dosmédicos. Quiero ver al Prior... Que vuelva.

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EL ALCALDE.-.- (Oficiosamente.) Mandadrecado a la Rectoral: allí estará.

LUCRECIA.- (Agitadísima.) Sí... yo no quie-ro ser mala; no quiero padecer... quiero curar-me. Se renueva la herida. Meteré la mano enella, y si duele, que duela; y si con el dolor seme acaba la vida, que se acabe. ¿Dónde está mihija? Nell, alma mía. (Entra NELL y se arrojaen sus brazos llorando.) Ven, abrázame. ¿Ver-dad que no te separarás de mí, que no quieressepararte de mí?

NELL.- (Con emoción infantil.) Nunca,nunca.

Escena X

Calle de Potestad, callejón del Cristo. Ano-chece.

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El CONDE, que avanza con lentitud, vaci-lante, tentando las paredes; después, D. PÍO.

EL CONDE.- Ya lo veo, ya lo veo; es lo únicoque veis, ojos míos... que estoy de más en elmundo. ¡Pobre Albrit, tu vida termina...! «Im-posible, ha dicho esa mujer, imposible...» Y eseimposible cierra todo espacio a la esperanza...Ya no hay esperanza... Vida, te acabaste; alma,vete de aquí... El monstruo me ha negado miconsuelo, me roba el único bien de mi tristevejez... Señor, Dios mío, ¿qué delito he cometi-do para caerme en este abismo de desolación?...¡No poder estrechar entre mis brazos a mi hija,a mi Dolly, retoño preciosísimo de mi raza, flornueva de una familia que no debe extinguir-se!... ¡Y se la lleva... se las lleva a las dos, quizáspara envilecerlas!... Porque no creo en su arre-pentimiento, no. Se siente abrumada por lasterribles consecuencias de sus pecados... le due-le el mal... y cuando el pecado duele, el pecador

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llora... Sus clamores quieren decir dolor, opre-sión, empacho del vicio; mas no quieren decirarrepentimiento. Cuando el glotón se indigesta,maldice la comida; pero pasa el mal y vuelve acomer... No creo en tu enmienda, diablo hartode carne, ni creo que te haya perdonado Dios...No, a Dios no le engañas... ni tampoco al viejoAlbrit... ¿Verdad, Señor, que no la has perdo-nado? (Detiénese bajo un farol y vuelve losojos al cielo.)

D. PÍO.- (Parado en la acera de enfrente,contemplándole.) ¡Albrit!

EL CONDE.- ¿Quién me llama? Conozco esavoz; es voz familiar.

D. PÍO.- (Acercándose.) Soy Coronado, tuamigo... quiero decir el amigo de usía. (Leabraza.)

EL CONDE.- ¡Ah!, mi único amigo quizás...Ven, acompáñame. ¿En dónde estamos? Mi

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Jerusa también se vuelve contra mí, y me tras-torna con el cariz nuevo de sus calles reforma-das.

D. PÍO.- (Guiándole.) Por aquí. Si va usía ala Pardina, entremos por el callejón del Cristo.

EL CONDE.- No sé a dónde voy... ¿Es denoche ya?

D. PÍO.- Sí, señor. Júpiter está encendiendolos faroles.

EL CONDE.- ¿Quién es Júpiter?

D. PÍO.- El farolero, señor. Se llama Jove,Pepe Jove, y yo por broma le llamo Júpiter,aunque más le cuadraría Baco, porque es elprimer borracho de Jerusa.

EL CONDE.- (Abismado en sus reflexio-nes.) ¡Noche triste, más triste que aquella enque nos reunimos en el Páramo! No hay huma-

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no juicio que pueda discernir esta noche cuál delos dos es más desgraciado.

D. PÍO.- ¡Ah, señor!, ahora y siempre, Coro-nado se lleva la palma. Y lo comprendería elseñor Conde, si ver pudiera las magulladuras ycardenales de mi cara, donde esas condenadashan escrito esta tarde, con sus uñas, la maldadde sus corazones.

EL CONDE.- ¿Qué me dices?

D. PÍO.- Me han insultado, clavándome susgarras en el rostro; me han herido en la cabezacon una palmatoria... me han tenido todo el díasin comer. Gracias que en casa de un amigo medieron estos pedazos de pan...

EL CONDE.- ¿Y no las matas? Si malo es serbueno, peor es no ser hombre.

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D. PÍO.- (Con desprecio de sí mismo.) Al-brit amigo, yo no soy hombre... yo no sé lo quesoy.

EL CONDE.- Mátalas.

D. PÍO.- ¿Matar yo?... Ni un mosquito ha re-cibido la muerte de mi mano. Que las espachu-rre Dios si quiere... Y usía, señor D. Rodrigo,tenga la dignación de acabar conmigo esta no-che, porque ya no puedo más, ya no aguantomás. Coronado no ha de ver salir el sol de ma-ñana, porque ese sol significaría más vida; sig-nificaría luz, aire, sonido, y yo quiero... ver lastinieblas, oír el silencio. (Pateando con deses-peración.)

EL CONDE.- Así me gusta. ¿De modo queestás decidido?

D. PÍO.- Tan decidido, que todo lo he dis-puesto. Escribí la carta, en la que digo que anadie se culpe de mi muerte, y no me he vesti-

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do de limpio, porque esas bribonas me hanempeñado la ropa... ¿Pero qué me importa laropa, si esta noche he de acabar? Ahora iba yoen busca de usía para que me cumpliera loofrecido.

EL CONDE.- (Cogiéndole por un brazo ysacudiéndole con nerviosa fuerza.) Sí... lo haré,lo haré con toda el alma... Me siento esta no-che... no sé... me siento criminal.

D. PÍO.- No será un crimen, sino favor.

EL CONDE.- (Con gran vehemencia.) Sí...morirás, Pío; caerás rodando por el cantil... an-tes de llegar al fondo del abismo, te harás pe-dazos. Morirás, sí. El hombre extremadamentebueno debe morir. Es una planta viciosa, esté-ril... Sí, bendito Coronado: verás con qué graciay con qué denuedo te arrojo a la sombría in-mensidad como si lanzara una pelota. Aún ten-go vigor para eso y para mucho más...

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D. PÍO.- (Tocando las castañuelas.) Ahoramismo, si usía quiere...

EL CONDE.- No, ahora no. Tengo que ver ami Dolly, a mi adorada Dolly... quiero darla elúltimo adiós, comérmela a besos... sí, lo que sellama comérmela... Abur, Coronado, no mesigas. Puedo andar solo.

D. PÍO.- Espero a Vuecencia...

EL CONDE.- En el Páramo.

D. PÍO.- Más seguro será en las Tres Cruces,al extremo de la calleja que sube a Santorojo, ala entradita del bosque.

EL CONDE.- Bueno... Iré. Déjame ahora.

D. PÍO.- ¿No quiere usía que le acompañe?

EL CONDE.- No... ya estoy cerca.

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D. PÍO.- Todo seguido. Allí se ve una luz: esla Pardina... Adiós.

EL CONDE.- Hasta luego. (Renqueando, sepierde en la obscuridad. Después de verleentrar en la Pardina, D. PÍO se aleja.)

Escena XI

Habitación del CONDE en la Pardina.

El CONDE, VENANCIO, GREGORIA; des-pués SENÉN.

VENANCIO.- (Que entra y ve al CONDErevolviendo en su maleta.) ¿Qué hace el señorConde?

EL CONDE.- Ya lo ves: recojo algunos pape-les que deseo llevar siempre conmigo.

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GREGORIA.- (Alarmada.) ¿A dónde vausía?

EL CONDE.- A donde a vosotros no os im-porta. ¿Por qué no viene Dolly? Dos veces la hemandado llamar.

VENANCIO.- Ahora vendrá.

EL CONDE.- Pues voy a donde quiero. Avosotros os bastará saber que os dejo en paz.

VENANCIO.- (Premioso, rascándose la ca-beza.) Me alegro de que el señor Conde facilitela separación, porque yo vengo a decir a Vue-cencia... que... que no puede seguir en mi casa.

GREGORIA.- Nada más que por el caráctersoberbio del señor Conde... que por lo demás...

EL CONDE.- Sí: mi carácter altanero no seaviene con el vuestro, tan suave, tan pacífico.

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VENANCIO.- Por lo cual he determinadoque Su Excelencia se aloje en donde guste, fue-ra de mi casa... Por esta noche puede quedarse;pero mañana...

EL CONDE.- (Con dulzura, resignado ycalmoso.) Esta noche misma: no te apures. Túte quedas en tu Pardina, y yo me voy... a dondeme acomode. No hablemos más. Al fin y a lapostre, tengo que agradeceros la hospitalidadque me habéis dado.

VENANCIO.- Nada tiene Vuecencia queagradecernos. Lo que me duele es que nohayamos podido hacer buenas migas.

EL CONDE.- Las migas hacedlas vosotros...y que os aprovechen... Os pido el último favor.Traedme a Dolly. Los minutos que paso sinverla me parecen siglos.

VENANCIO.- Vamos.

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EL CONDE.- (Sintiendo ruido en la puerta.)¡Ah!, ella es...

SENÉN.- (Entrando.) Soy yo, señor...

EL CONDE.- ¡Maldito seas! (Exaltado.) ¡Quevenga Dolly, que venga al instante!

SENÉN.- (Aparte a VENANCIO y GREGO-RIA.) Dejadle conmigo. No hará nada, y en to-do caso, yo sabré ponerle como un guante.

(Se van GREGORIA y VENANCIO.)

Escena XII

El CONDE, SENÉN; después GREGORIA

EL CONDE.- (Receloso, altanero.) ¡Ah!... tedejan aquí, como de guardia, por temor de queyo...

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SENÉN.- No, señor: vengo... porque es de to-do punto indispensable que hable dos palabrascon usía.

EL CONDE.- ¿Conmigo?... ¿Palabritas tú?No: tú vienes a vigilarme. Creen que voy a pe-gar fuego a la casa... No, Senén; yo no hago mala nadie. (Óyense gritos lejanos de DOLLY,llorando, pidiendo socorro.) ¡Oh!, ¿qué eseso?... ¡Dolly grita... llama! ¿Es su voz... o estoyyo loco y no sé lo que escucho?... Infames, ¿quéhacéis a mi hija, a mi Dolly? (Furioso, se preci-pita hacia la puerta. Cesan las voces.)

SENÉN.- (Cortándole el paso.) Deténgaseusía. Ya no puede evitarlo.

EL CONDE.- ¿Qué?

SENÉN.- Que se la llevan. (Mira por la ven-tana.) Ya, ya salen con ella. (Corre ALBRIT a laventana.)

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EL CONDE.- ¡Bandidos, ladrones! (Vuelve ala puerta.)

SENÉN.- (Sujetándole.) Deténgase, y óiga-me un instante. (Cierra la puerta y quita lallave.)

EL CONDE.- (Amenazante.) ¿Qué haces?...¡Me encierras!

SENÉN.- (Agitadísimo.) Una palabra, señorConde, una sola, y usía comprenderá que quie-ro prestarle un gran servicio... Yo le explicaré...

EL CONDE.- Pronto.

SENÉN.- La niña... Su madre la mandó lla-mar; no quiso ir... Ha venido el Alcalde contoda su fatuidad, y con una pareja de la Guar-dia Civil, y se la ha llevado.

EL CONDE.- (Fuera de sí.) Ábreme esepuerta, o te mato ahora mismo. Ciego, aún ten-go vigor para defenderme, para defender el ser

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amado. Ábreme te digo. (Coge una silla, deci-dido a estrellársela en la cabeza.)

SENÉN.- (Trémulo.) Abriré... pero antes...quiero deshacer el grave error de usía.

EL CONDE.- Habla... pronto.

SENÉN.- Usía, movido del honor, ha pre-tendido descorrer el velo, señor; descorrer elvelo...

EL CONDE.- Acaba.

SENÉN.- (Sudando la gota gorda.) El velo¡ay!, para descubrir la verdad, el endiabladosecreto de la familia.

EL CONDE.- Sí.

SENÉN.- Y usía no ha visto nada.

EL CONDE.- Sí he visto.

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SENÉN.- Lucrecia no ha querido decir a supadre político la verdad... Ese secreto, señorConde, no lo posee más que un hombre en elmundo, y ese hombre soy yo.

EL CONDE.- ¡Tú!

SENÉN.- Yo, que lo oculté, y ahora lo revelo.La hija falsa, la hija espúrea... es Dolly.

EL CONDE.- (Aterrado.) ¡Oh!... No, no... ¡Túmientes! (Poseído súbitamente de un furortrágico.) Lacayo vil, tú mientes, y yo... ahoramismo (Se arroja sobre él, clavándole ambasmanos en el cuello), ¡te ahogo, rufián! (Force-jean. El CONDE, aunque anciano, es muchomás vigoroso que SENÉN; le arroja al suelo, yoprimiéndole con el peso de su cuerpo, leacogota.) ¡Villano, serpiente!... te mato, te aho-go, te aplasto. (Breve y formidable lucha.)

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SENÉN.- (Que al fin, con gran trabajo, lo-gra desasirse del CONDE.) ¡Qué furor!... ¡Asípaga mi servicio! Tengo pruebas.

EL CONDE.- Tus pruebas son falsas.

SENÉN.- Ahora lo veremos.

EL CONDE.- ¡Falsario, traidor! Dolly es misangre.

SENÉN.- (Trémulo, descompuesto el rostroy el cabello, registrándose los bolsillos.) Aquí,aquí la verdad, señor... Tan verdad como quehay Dios. (Saca un paquetito de papeles.)

EL CONDE.- Venga. (Arrebata el paqueteque muestra SENÉN, lo deshace, abre un plie-go, intenta leer aproximándose a la luz.) Noveo... no veo... (Con desesperación.) ¡Dios mío,luz a mis ojos; quiero luz!... Este hombre meengaña.

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(Llaman a la puerta. Óyese la voz de GRE-GORIA.)

SENÉN.- Aguarde un poco.

EL CONDE.- (Consternado, indeciso.) Noveo... Toma, toma tus papeles... (Se los da, yluego los retira.) No... léemelo tú... pero no meengañes.

GREGORIA.- (Golpeando la puerta.)Abrir... Abre, Senén.

EL CONDE.- ¡Qué importunidad!

SENÉN.- (Recogiendo sus papeles de ma-nos del CONDE.) Luego los veremos.

EL CONDE.- (A GREGORIA, que siguellamando.) ¿Qué demonios quieres? (GREGO-RIA dice dentro algo que ALBRIT no entiende.SENÉN aplica su oído a la cerradura.)

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SENÉN.- Dice que han traído una carta de laCondesa.

EL CONDE.- ¿Para mí?... Venga pronto.(Abre SENÉN. Entra GREGORIA y da una car-ta al CONDE, que la abre con temblorosa ma-no.) No veo... (A SENÉN, dándosela.) Léemelatú.

SENÉN.- (Leyendo, alumbrado por el farolque trae GREGORIA.) «Señor Conde, por con-sejo de mi confesor, he autorizado a este pararevelar a usted la verdad que desea saber. -Lucrecia.»

EL CONDE.- ¿Dice eso?

GREGORIA.- (Examinando la carta.) Eso di-ce.

EL CONDE.- Basta.

SENÉN.- El Prior está en la parroquia.

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EL CONDE.- (Disparado.) Corro allá.

Escena XIII

Iglesia parroquial de Jerusa, situada al Nor-te de la villa. Es irregular, conjunto inarmóni-co de nobles vestigios, y de restauraciones yenmiendas de fementido gusto. En el costadode Poniente, conserva un bello pórtico romá-nico rodeado de poyos de piedra, muy cómo-do para los que van a esperar la misa, o versalir la gente. La puerta, que por allí da ingre-so a la nave lateral, es gótica, pintada de ocre,y sus gastadas esculturas, con las repetidasmanos de cal, parecen obra de pastelería. Enun ángulo del pórtico hay una puertecilla, dearco rebajado, que conduce a la sacristía. Endiversas partes del edificio se ve el escudo deLaín: banda de cuarteles y un águila explaya-da con el lema en el pico: Decor vinxit. El in-terior ofrece escaso interés.

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Como primera noche de novena de NuestraSeñora de la Esperanza, hay sermón, que pre-dica D. CARMELO, y Manifiesto. Asisten alpiadoso acto los DOS MONJES de Zaratán,ocupando los sitiales del presbiterio, en queantaño se sentaban los Condes de Laín y seño-res de Jerusa, y hogaño son para las autorida-des y personas de viso. Ha querido D. CAR-MELO deslumbrar al PRIOR, prodigando lasluces con ayuda de las señoras piadosas de lavilla. Cortinas de terciopelo baratito, ramos dedalias y guirnaldas de follaje, completan lavistosa decoración.

Prevalece en Jerusa una costumbre que elprogreso no ha podido destruir, y consiste enque las mujeres usan, para ir a la iglesia, unasmantellinas o caperuzas de franela, blancas,en forma de saco abierto por un lado, y ribe-teado de estambre de color, con una motita enel vértice. Este tocado, que ha resistido valien-temente a las anuales acometidas de la moda,

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es extremadamente gracioso y pintoresco, y daa las multitudes un aspecto medieval. Úsanlotambién las señoras principales, distinguién-dose por la finura de la franela y la mayor galadel adorno, comúnmente de seda.

Sube al púlpito D. CARMELO, y enjaretaun sermón pesadito, recamado de retóricas desimilor, y el indispensable latiguillo de latina-jos al final de cada período. Óyenlo con granrecogimiento los feligreses, sin entender pa-labra, lo que les aumenta la devoción, que tiraun poquito a somnolencia.

El CONDE, SENÉN, en la iglesia, fatigadosdel plantón y del kilométrico discurso.

EL CONDE.- (De mal talante.) Salgamos; es-to es insoportable.

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UN HOMBRE DE PUEBLO.- (Abriendo pa-so al PRÓCER.) ¿Por qué no sube usía a su si-tial, en el presbiterio? Por la sacristía puedepasar sin apreturas.

EL CONDE.- Gracias, amigo... me voy fuera.Se ahoga uno aquí con tanto calor y tanta re-tórica. (Salen y esperan. Ambos permanecensilenciosos. El CONDE da espacio a la ansie-dad de su espíritu paseándose.)

SENÉN.- (En el camino de la Pardina a laiglesia, le ha contado algo de las ocurrencias yzaragata de Verola, sin que el CONDE de-muestre interés alguno.) Pues, señor, D. Car-melo lo ha tomado con gana. ¡Vaya una correade sermón que se ha traído!

EL CONDE.- Es pesadísimo. Todos estosque comen mucho hablan sin término. El cho-rro de palabras les facilita la digestión... ¡Y noes floja contrariedad para mí! ¿Pero esto, Diosmío, no se acaba nunca?... Sin duda Carmelo

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quiere lucirse con el Prior, y no cae en la cuentade que el pobre fraile estará tan aburrido comonosotros.

(Pasa tiempo. Como todo tiene fin en estemundo, se acaba el sermón carmelino. Óyensemodulaciones de órgano, cantos... Media horamás, y empieza a salir la gente. Retírase AL-BRIT al ángulo del pórtico, para dar paso a lamultitud, y en esto sale por la puerta de lasacristía NELL, acompañada de CONSUELITOy de una criada del ALCALDE. Lleva la niñade Albrit caperuza de franela, que le da aspec-to de figura gótica arrancada de las vitelas deun misal antiguo. Su rostro, de hermosas líne-as, adquiere distinción severa. Caen sobre sushombros los pliegues de la tela con supremaelegancia.

Antes que vea NELL a su abuelo, SENÉNllama la atención de este sobre la aparición dela niña. Se estremece ALBRIT de sorpresa y

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emoción; la busca con su mirada incierta.NELL le ve al fin, y corriendo hacia él, le cogelas manos y en ellas da sonoros besos. Alaproximarse la señorita, SENÉN se escabulle.)

Escena XIV

El CONDE, NELL, CONSUELITO

NELL.- Abuelito mío, ¿tú también aquí?¿Por qué no has pasado? Arriba, junto al altar,tienes tu silla.

EL CONDE.- ¡Nell, qué hermosa estás! Teveo; veo la caperuza blanca...

CONSUELITO.- (Oficiosamente.) Esta esuna de las que usó su abuelita Adelaida, Con-desa de Albrit. La conservo yo como recuerdohistórico.

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EL CONDE.- (Con arrobamiento.) Nell, veotu rostro. Una aureola de nobleza y majestad lorodea...

NELL.- (Sorprendida de la emoción del an-ciano.) Albrit... ¿por qué me miras así? ¿Por quétiemblan tus manos?... ¿Lloras?

EL CONDE.- (Siente hondamente removidasu alma. En ella entra una ola impetuosa. Es elconvencimiento de que tiene entre sus manoslas de la legítima sucesora de Laín y Albrit.)Hija mía, tu presencia me causa tanto regocijocomo orgullo. Te reconozco. Eres mi descen-dencia, la continuidad gloriosa de mi sangre.¡Rama florida de Arista-Potestad, Dios te ben-diga!

NELL.- (Apenada, atribuyendo las palabrasdel anciano a desconcierto de su razón.) Abue-lo querido, ¿por qué has venido tan solo?

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CONSUELITO.- (Radiante de oficiosidad.)¿Pero no hay en la Pardina quien le acompañe?

EL CONDE.- Mejor estoy solo. Y tu herma-na, ¿cómo no ha venido contigo?

NELL.- Mamá me ha mandado a la iglesia,encargándome que rece por ella y por ti.

EL CONDE.- Y harás bien en rezar... por ellamás que por mí.

NELL.- No ha querido que venga Dolly,porque está un poco mañosa.

CONSUELITO.- (Que rabia por hablar.)Como que fue preciso traerla a la fuerza de laPardina.

NELL.- La pobrecita quería estar más tiempocontigo. Mañana iremos las dos a verte.

EL CONDE.- (Muy agitado.) No vayáis, novayáis, porque no me encontraréis.

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NELL.- ¿Pues a dónde te vas?

EL CONDE.- (Velada la voz por la emo-ción.) Sucesora de Albrit, futura marquesa deBreda... ya sé... ya lo sé... sigue tu camino llenode luz, y déjame en el mío tenebroso.

NELL.- (Confusa.) Papaíto, ¿qué razón haypara tanta tristeza? ¡Si te queremos lo mismo!Yo te aseguro que vendremos a verte, y que nosenfadaremos con mamá si no nos trae.

EL CONDE.- No os traerá... ¿Y para qué?¿Qué soy yo? Un despojo miserable... El viejotronco muere; pero quedas tú, gallardísimoárbol nuevo, que perpetuará mi nombre y miraza.

NELL.- (Con mayor ternura.) Abuelo mío, sitanto me quieres, ¿por qué no haces lo que yodigo, lo que yo te mando? Eres un niño, y losque te aman deben... no digo mandarte... esono... dirigirte. ¿Me permites que te dirija?

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EL CONDE.- Marquesa de Breda, tú man-das.

NELL.- (Envaneciéndose.) Pues si algunaautoridad tengo sobre ti, oye lo que te digo, yhazlo, hazlo por Dios... Acepta el recogimientode Zaratán.

EL CONDE.- (Lastimado en lo más vivo.)Adiós, Nell... Vete con tu madre.

NELL.- En Zaratán estarás muy bien.

CONSUELITO.- (Metiendo su cucharada.)Como un príncipe, como un emperador.

NELL.- Vendremos a verte.

EL CONDE.- Adiós, Nell... (Se retira tamba-leándose.) ¿El Prior dónde está?

NELL.- (Gozosa, creyendo que su abuelobusca al Prior para tratar con él de su retiro enZaratán.) En la sacristía... Por aquí.

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CONSUELITO.- (Cogiendo a NELL de lamano y llevándosela.) Niña, vámonos... Ya lehas dicho lo que debías decirle. ¡Pobre anciano!Es, en verdad, un niño... demente.

NELL.- ¡Qué pena, Dios mío!... (Llamándo-le.) ¡Abuelo, abuelo!...

CONSUELITO.- Déjale ya... El león arrogan-te y fiero entra en la sacristía. No dudes quenuestro buen Prior le armará una bonita tram-pa... Verás, verás cómo cae... (Confundidasentre la multitud, se alejan de la parroquia.)

EL CONDE.- (Que, tentando la pared, logracoger la puerta y se precipita en las salas queconducen a la sacristía.) ¡Horrible, horrible! Nisiquiera ha manifestado el deseo de vivir en micompañía... Ni siquiera me ha dicho, como sumadre: «Vente con nosotras». Lo que quiere esencerrarme... Esto es dar con el pie al ser inútil,al ser caído, que estorba... La duda, oh Dios, measalta otra vez; la duda sopla otra vez en mi

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alma como huracán, y de las pavesas que seiban apagando levanta llamaradas... No, no esésta la legítima, no puede serlo. Todos me en-gañan... Nell no tiene corazón; su frialdad des-deñosa desmiente la noble sangre. No es, noes... (Gritando.) ¡Padre Maroto! ¡Prior de Za-ratán! (Tropezando se abre camino. Un mona-guillo le conduce. El PRIOR sale a su encuen-tro. Cambian algunas palabras. Para hablar asolas, se encierran en el camarín de la Virgen.)

En la confusión del gentío que se retira,SENÉN busca al CONDE dentro y fuera de laiglesia. Sospechando que estará en la Rectoral,corre hacia ella por un atajo. En la obscuridadse desvía; encuéntrase con un seto que le cortael camino; creyendo abreviar saltándolo, subea unas piedras, pega un brinco y cae en unmontón de estiércol.

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scena XV

Calle del Buen Conde, que conduce de laiglesia a la subida del Calvario.

El CONDE, que anda como un ebrio, trope-zando en el desigual piso; un HOMBRE DEL

PUEBLO, la MARQUEZA.

EL CONDE.- (Viendo venir un bulto.) Buenhombre, ¿por dónde se va al Infierno?

EL HOMBRE DEL PUEBLO.- (Que no cono-ce al CONDE.) ¿Tabernas? Por aquí no las hay.(Sigue su camino.)

EL CONDE.- ¿No hay un rayo del cielo queme haga ceniza? Nell es la verdadera; la falsa esDolly, Dolly, ¡la que me quiere más! ¡Vanidadesdel mundo, grandezas del honor, con qué mue-ca tan horrible me miráis! (Parándose ante un

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machón de pared que permanece vertical en-tre montones de ruinas.) ¿Quién va? ¿Eres tú,Senén? Lo que me dijiste es verdad. Tu revela-ción traidora resulta verdadera. Es verdad. Ma-roto no miente. ¿Ves qué burla?... Mis ideas mepersiguen, no ya como águilas voraces, quequieren picotearme el cerebro, sino como coto-rras charlatanas, que con su graznido, semejan-te al habla de hombres afeminados, se mofande mí...¡Maldito rufián, déjame! Eres una babo-sa perfumada... hueles horriblemente... y tucontacto da frío... No me toques.

(Avanza; pasa junto último farol de Jerusapor aquella parte; sube por el sendero queconduce al Calvario. En dirección contraria

viene una mujer del pueblo, corpulenta y des-carnada, que no es otra que la anciana Sibila aquien llaman la MARQUEZA. Lleva una cesta

al brazo.)

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LA MARQUEZA.- (Parándose y recono-ciéndole.) ¡Señor, mi Conde, por aquí solito aestas horas!

EL CONDE.- ¿Quién eres? Soy Albrit, elúltimo Albrit de la línea masculina. ¿Tú, quiéneres? (La anciana se nombra.) ¡Ah!, la Marque-za... Sibila de Jerusa, aquí me tienes. Ya no du-do: luego no existo... Esto que ves en mí, no esla persona de Arista-Potestad: es su esqueleto.No te asustes: los esqueletos no hacen daño.Asustan por el chocar de los huesos, por el mi-rar burlón de sus ojos vacíos... pero nada más.

LA MARQUEZA.- Señor, ¿qué le pasa?¿Qué disparates dice? Voy a la Pardina con estacesta de caracoles que me ha encargado el Sr.Venancio. ¿Quiere algo para allá? ¿Por qué nose viene conmigo?

EL CONDE.- ¿Yo a la Pardina?... ¿Has vistoa las niñas de Albrit? ¡Qué feas son!... repug-nantes como gusanos venenosos. La legítima no

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me quiere: me manda al manicomio. Dolly, queme ama, no es mi nieta. Es hija de un pintorvicioso y grosero... linaje de contrabandistas enel Alto Aragón. (Riendo sarcásticamente.) Di-me, Sibila, ¿dónde está el hoyo más hondo debasura y lodo para meterme, y hacer en él micama eterna? Como escarabajo, allí labraré lanueva casa de Albrit, toda inmundicia.

LA MARQUEZA.- Buen señor, no piense co-sas malas.

EL CONDE.- Vete, déjame. Si ves a Venan-cio, le dices que me arrodillo ante su radianteimbecilidad... Adiós, Sibila, adiós. (Se alejadando tumbos. La anciana sigue su camino.)

Escena XVI

Calvario de Santorojo. Tres cruces en un al-tozano.

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El CONDE, D. PÍO

D. PÍO.- (Viéndole subir.) Albrit, hijo mío,¿qué horas son éstas de venir? Ya me cansabade esperarte... digo, de esperar a usía.

EL CONDE.- ¿Quién me llama? Eres tú, ex-celso Coronado, mi amigo del alma. Gran filó-sofo, dame la mano: no puedo ya con mis hue-sos, que pesan como barras de plomo.

D. PÍO.- (Dándole el brazo.) Subamos unpoco más, y nos sentaremos en la grada de lasTres Cruces. ¿Qué tal? Yo vengo decidido...Como tenía mucha hambre, me he traído estospedazos de pan.

EL CONDE.- Dame un poco. También yo es-toy desfallecido, hijo. Es cosa poco higiénicamatarse con hambre.

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D. PÍO.- Claro, tomando algún alimento po-demos aguardar hasta la madrugada, hora lamás propicia...

EL CONDE.- Te arrojo a ti, y después yo.

D. PÍO.- No, usía no; no lo consiento. Mesublevo; no hay trato.

EL CONDE.- (Comiendo pan.) Bueno; puesjuntos, en amor y compaña.

D. PÍO.- (Muy apurado.) Usía no. Mire queaviso, y vienen los celadores. Arrójeme a mí,según lo tratado, y váyase usía tranquilo a sucasa.

EL CONDE.- ¿Sabes que es amargo tu pan?

D. PÍO.- (Suspirando.) Lo que amarga es laboca.

EL CONDE.- Soy todo amargura, y másdesgraciado que tú. ¿Sabes una cosa? Mis nie-

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tas, que yo adoraba, se diferencian poco de tushijas. Con buenas palabras, Nell me ha arañadoel rostro. Espinas de rosas rasguñan lo mismoque espinas de zarza... Y con todo, Nell es milegítima descendencia: lo sé por testimonioirrecusable. Dolly, que me ama, no es mi des-cendencia; es una intrusa, la cría infame de latraición, que con fraude se introdujo en mi casa,y se escondió entre los brocados de Albrit.

D. PÍO.- (Asustado.) Señor, mire lo quehabla.

EL CONDE.- Y yo quiero que me digas... an-tes de caer al abismo, lanzado por mí... quieroque me digas, gran filósofo: ¿qué piensas tú delhonor?

D. PÍO.- (Lleno de confusiones.) El honor...pues el honor... Yo entendía que el honor era...algo así como las condecoraciones... Se dicetambién honores fúnebres, el honor nacional, elcampo del honor... En fin, no sé lo que es.

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EL CONDE.- Hablo del honor de las fami-lias, la pureza de las razas, el lustre de losnombres... Yo he llegado a creer esta noche... yte lo digo con toda franqueza... que si del honorpudiéramos hacer cosa material, sería muybueno para abonar las tierras.

D. PÍO.- Y criar la hermosa lechuga y el ricotomate. Para semilleros, he oído que no haynada como la gallinaza y palomina.

EL CONDE.- Y para la hortaliza social, paraeste mundo de ahora, nacido sobre acarreos, lamejor sustancia es la ignominia, la impureza ymezcolanza de sangres nobles y sangres viles...Quedamos en que tú no aciertas a decirme loque es el honor, ni te has encontrado nunca esaalimaña en tus excursiones filosóficas. (Se sien-tan al pie de las cruces. La noche está plácida,y la luna, en creciente avanzado, platea el cie-lo y la mar, y baña en dulce claridad la tierra.)

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D. PÍO.- (Aguzando el entendimiento.) Puesel honor... Si no es la virtud, el amor al prójimo,y el no querer mal a nadie, ni a nuestros enemi-gos, juro por las barbas de Júpiter que no sé loque es.

EL CONDE.- (Con triste sonrisa.) Ya salescon tu Mitología... Por cierto que en la fábulamitológica no figura para nada el honor: losdioses hacían el amor a las hijas del pueblo, asícomo las diosas se enamoriscaban de cualquierpastor de cabras.

D. PÍO.- Como que no había más aristocraciaque la hermosura.

EL CONDE.- Pues mira, sería bueno queahora, después de bien estrellados y deshechoscontra las rocas, nos convirtiéramos tú y yo endioses o semidioses mitológicos.

D. PÍO.- Aunque fuera cuartos de dioses.Nos pondrían en el séquito de Neptuno. (Un

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escalofrío mortal atraviesa todo su cuerpo, y loestremece desde la nuca al tobillo.) ¡Abuelo,qué fría estará la mar!...

EL CONDE.- Mejor. Así, fresquitos y biendesmenuzados, seremos más del gusto de lospeces.

D. PÍO.- (Sintiendo un intenso pavor.) Eshorrible... ¿Y qué hace uno en el estómago delpez?

EL CONDE.- (Con lúgubre humorismo.) Loque haría probablemente Jonás en el vientre dela ballena: aburrirse... Porque no se dice quellevara periódicos que leer, ni baraja para hacersolitarios.

D. PÍO.- (Dando diente con diente.) Yo mefiguro que cuando llegue a lo hondo del cantil,ya no estaré vivo... Y así es mejor, Albrit. No legusta a uno padecer, ni aun en el momentocrítico de poner fin a sus padecimientos... Espe-

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remos a la madrugada, hora en que no pasa poraquí alma viviente. Hasta media noche, hay elpeligro de que algún pescador rezagado pase,nos vea, y nos denuncie... (Descubriendo unbulto lejano.) ¡Ah!, por allí viene alguien.

EL CONDE.- Será un vagabundo... quizá unanimal; que en las noches claras, como en díasde brillante sol, suelen confundirse los cuadrú-pedos con las personas.

D. PÍO.- (Observando atentamente.) Es unamujer. (Pausa. En el silencio grave de la noche,suena como vibración intensa de la atmósferala voz de Dolly gritando: ¡Abuelo!)

Escena XVII

El CONDE, D. PÍO, DOLLY

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EL CONDE.- (Despavorido, agarrándose aD. PÍO.) ¡La voz de Dolly!... ¡Será una racha deviento!... Dios mío, ¡qué extraña sensación!

D. PÍO.- Pues, sí, me parece que es Dolly.(Poniéndose en pie y llamando.) Niña, esta-mos aquí.

EL CONDE.- ¡Dolly! ¿Pero qué...?, ¿se abrela tierra y me traga?

DOLLY.- (Andando hacia las cruces, sin co-rrer, porque cojea un poco, como si le dolieraun pie.) ¡Abuelito querido... lo que me ha cos-tado encontrarte! ¿Sabes? Me escapé de casa.Corrí a la Pardina, y en la puerta me encontré ala Marqueza con una cesta de caracoles, y medijo que te había visto subir hacia el Calvario.(Acercándose.) ¿Pero qué haces? ¿Vuelves lacara? (El CONDE se agarra tan fuertemente aD. PÍO, que parece querer estrujarle.)

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D. PÍO.- Cuenta, niña... Hemos oído mal.¿Dices que te escapaste?

DOLLY.- Tuve que saltar por la verja... Melastimé un pie... A Monedero se le antojó po-nerme presa en su despacho, porque dije amamá que a todo trance quiero quedarme enJerusa con el abuelo, y vivir siempre con él...¡Ay, lo que he corrido!

EL CONDE.- (Con estupor terrorífico.) Veola ignominia, veo la sublimidad, no sé lo queveo... ¿Se hunde el cielo, se acaba el mundo, oqué pasa aquí?

DOLLY.- (Acongojada.) Papaíto, ¿por quéno miras a tu Dolly?... ¿Qué dices?... ¿Ya noquieres a tu Dolly?

EL CONDE.- (Desconcertado.) Eres mioprobio... Dolly... ¿por qué me amas?

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DOLLY.- ¡Vaya una pregunta! (Acariciándo-le.) Ya te dije esta mañana en la Pardina que tuDolly no se separará nunca de ti... A donde túvayas, voy yo... Váyase Nell con mamá; yoquiero compartir tu pobreza, cuidarte, ser lahijita de tu alma.

EL CONDE.- (Con grandísima agitación.)¡Oh, Dolly, Dolly!...

DOLLY.- ¿Qué tienes?...

EL CONDE.- Parece que me ahogo... Es queDios me abre el pecho de un puñetazo, y semete dentro de mí... Es tan grande, tan gran-de... ¡ay!, que no cabe...

DOLLY.- Si Dios entra en tu corazón, allí en-contrará a Dolly con su patita coja... Abuelo,abuelo mío, cuando todos te abandonan, yo soycontigo. (Le abraza y le besa.)

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EL CONDE.- (Alelado.) Cuando todos medesprecian, tú eres conmigo... El mundo enteropisotea el tronco de Albrit, y Dolly hace en él sunido.

DOLLY.- Sí que lo haré... De veras digo quesi no me llevas en tu compañía a donde quieraque vayas...

EL CONDE.- (Vivamente.) Si no te llevo,¿qué?

DOLLY.- Me moriré de pena.

EL CONDE.- (Elevando hacia el cielo laspalmas de sus manos.) Señor, ¿qué es esto?¿Tal monstruosidad es obra tuya? ¿Qué nombredebo dar a esta cosa espantable y enorme quellena mi alma de gozo?... Del seno del cataclis-mo salen para mí tus bendiciones... Ya veo quede nada valen los pensamientos, los cálculos yresoluciones del ser humano. Todo ello esherrumbre que se desmorona y cae. Lo de de-

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ntro es lo que permanece... El ánima no se oxi-da.

D. PÍO.- (Con hermosa ingenuidad.) Señor,¿hacia qué parte de los cielos o de los abismoscae el honor? ¿En dónde está la verdad?

EL CONDE.- (Abrazando a DOLLY.) Aquí...(Como quien vuelve de un desvanecimiento.)Dime, amigo Coronado, ¿he dicho muchos dis-parates? Porque siento que vuelve a mí larazón. Esta chiquilla, trastornándome, me havuelto a mi ser, y yo, trepidando, recobro miequilibrio. Ya ves... Todos me desprecian; ellasola me ama y consagra a este pobre viejo suflorida juventud.

DOLLY.- (Besándole.) Albrit, ¿quién tequiere?

EL CONDE.- Tú sola.

DOLLY.- No te llamaré Albrit, sino Abuelo.

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EL CONDE.- Sí, sí: me gusta ese nombre...¡Es tan dulce! Puedes darle el sentido que quie-ras.

D. PÍO.- (Con unción.) Dios es el abuelo detodas las criaturas.

EL CONDE.- Por eso es tan grande. La eter-nidad, ¿qué es más que el continuo barajar delas generaciones? Y ahora, Pío, gran filósofo, site dan a escoger entre el honor y el amor, ¿quéharás?

D. PÍO.- (Sollozando.) Escojo el amor... elamor mío, porque el ajeno lo desconozco. Na-die me ha querido. Lo juro por la laguna Esti-gia.

EL CONDE.- ¡Eres tan infeliz como yo di-choso, pobre Pío!... (Con resolución, incor-porándose.) Vámonos.

D. PÍO.- ¿A dónde?

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EL CONDE.- A pedir hospitalidad a cual-quiera de mis antiguos colonos. Son pobres;pero a Dolly no le importa la pobreza.

DOLLY.- Con mi cariño te haré yo rico.

EL CONDE.- (Con ardiente júbilo.) Coro-nado, ¿has oído esto?

D. PÍO.- Oigo a Dolly... Ángeles he visto yoen sueños; pero siempre mudos. Ahora hablan.

EL CONDE.- Vámonos... Pío, te nombro miamigo, te hago la síntesis de la amistad. Ven,síguenos.

D. PÍO.- (Señalando el cantil.) Pero...

EL CONDE.- Estás lucido. ¡Matarme yo, quetengo a Dolly! ¡Matarte a ti... que me tienes amí! Ven, y esperaremos a morirnos de viejos.

D. PÍO.- Escondámonos en cualquier aldea.

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EL CONDE.- Dios nos protege. (A DOLLY.)¿Está cojito mi ángel? Ven a mis brazos. Pesaspoco, y yo aún tengo vigor para cargarte. (Latoma en brazos.) Vámonos primero hacia Ro-camor. Allí espero encontrar almas compasivas.

Huyen hacia Occidente. D. Pío, conocedorde los senderos y atajos, va delante guiando. Aratitos, Dolly, por no cansar al abuelo, se des-prende de los brazos de él y anda. Desaparecenen las lomas que separan el término de Jerusadel de Rocamor. En la aldea de este nombre, yen una pobre casa de labor, les da generosa ycordial hospitalidad un matrimonio dedicado ala cría de carneros y vacas; gente sencilla; unpar de viejos honradísimos y joviales, que allíhabían nacido, y allí moraban desde tiempoinmemorial; restos nobilísimos, olvidados ya,del poderoso Estado de Laín. Amanece.

Al filo del mediodía, llega la pareja de laGuardia civil con una carta de la Condesa. Do-

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lly la lee. Dice así: «Señor Conde, puesto que ustedquiere a Dolly, y Dolly le quiere, doy mi consenti-miento para que viva en su compañía, por sus días.Y que éstos sean muchos desea ardientemente su hija-Lucrecia».)

D. PÍO.- (Entre los helechos, filosofando.)¿El mal... es el bien?

FIN DE LA NOVELA

Santander (San Quintín), Agosto-Septiembre de1897.