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* Per l’elenco dei Settori Scientifico-Disciplinari (SSD) si veda il D.M. del 4 Ottobre 2000, Allegato A “Elenco dei Settori Scientifico –Disciplinari” reperibile sul sito del Ministero dell’Università e della Ricerca al seguente indirizzo: http://www.miur.it/atti/2000/alladm001004_01.htm
UNIVERSITÀ DEGLI STUDI DI VERONA
DIPARTIMENTO DI ROMANISTICA
DOTTORATO DI RICERCA IN LETTERATURE STRANIERE E SCIENZE DELLA LETTERATURA
CICLO XX
TITOLO DELLA TESI DI DOTTORATO
METALITERATURA Y CULTURA POSMODERNA
REALIZZATA IN COTUTELA CON L’UNIVERSITÀ DI GRANADA
S.S.D. L-LIN/05 Coordinatori: Per l’Università di Verona Prof./ssa Anna Maria Babbi Firma __________________________ Per l’Università di Granada Prof./ssa Firma __________________________ Tutori: Per l’Università di Verona Prof./ssa Silvia Monti Firma __________________________ Per l’Università di Granada Prof. Álvaro Salvador Jofre Firma __________________________
Dottorando: Dott. Ivan Caburlon Firma _______________________
Editor: Editorial de la Universidad de GranadaAutor: Ivan CaburlonD.L.: GR 3149-2009ISBN: 978-84-692-5190-4
Metaliteratura y cultura posmoderna
Índice
Introducción 1
Primera parte 7
1.1. Metaficción y metaliteratura 9
1.1.1. Historia abreviada del concepto de metaficción 9
1.1.2. Metaficción ante litteram. Un aparte: la autoconciencia en el
Don Quijote
28
1.1.3. Conclusión 40
1.2. Metaficción y Posmodernidad 41
1.2.1. La dificultad de definir (en) la Posmodernidad 41
1.2.2. La metaficción como producto posmoderno 57
Segunda parte 63
2.1. Realidad, ficción y lenguaje 65
2.1.1. Introducción 65
2.1.2. El fantástico metalingüístico de Juan José Millás 67
2.1.3. Ricardo Piglia: La mujer-máquina y sus creaciones
metanarrativas
84
2.1.4. Conclusión 101
2.2. La autoficción como práctica metaliteraria 103
2.2.1. Introducción 103
2.2.2. Javier Cercas y sus dobles 109
2.2.3. Los «malentendidos» de Javier Marías 123
2.2.4. Enrique Vila-Matas: el gran ventrílocuo 136
2.2.5. Conclusión 150
2.3. La perspectiva «meta» en la interpretación de la historia 155
2.3.1. Introducción 155
2.3.2. Javier Cercas entre novela y periodismo 160
2.3.3. La Historia en La ciudad ausente de Ricardo Piglia 169
2.3.4. Conclusión 173
Conclusiones 175
Bibliografía 177
1
Introducción
Este estudio nace de mi interés hacia cierto tipo de producción artística – tanto
en el ámbito literario como en otras formas expresivas – caracterizada por un marcado
grado de autorreflexividad, autoconciencia e inclinación hacia el juego, los enigmas y
las estructuras laberínticas. Este tipo de arte, que desde hace unas décadas se suele
definir «metafictivo», se reconoce por una pujante necesidad de romper con los códigos
formales tradicionales para anular la convencional suspensión de incredulidad, con el
objetivo de suscitar, en el destinatario de la obra, una reflexión crítica sobre la obra
misma y su propio mundo fenomenológico. En la práctica literaria, la variedad de
recursos metafictivos utilizados puede llevar a resultados muy distintos. Quedando en el
ámbito de la metanovela (sin considerar por lo tanto el metateatro o la metapoesía), las
estrategias más utilizadas incluyen las rupturas de los planos diegéticos, la novela «de»
y «en» la novela, la combinación de géneros – ensayo crítico literario, autobiografía,
narración histórica, cuento fantástico, reflexión filosófica, etcétera – y los recursos
paródicos e intertextuales. Lo que necesariamente caracteriza la metanovela es,
entonces, la voluntad del autor de dificultar al lector una lectura inocente del texto,
recordándole constantemente la naturaleza artificiosa del texto con el intento subyacente
de estimular una reflexión sobre la función y los mecanismos de la literatura y, por
ende, de la realidad.
A pesar de que el conjunto de los recursos metafictivos no es exclusivo de la
contemporaneidad, no se puede ignorar el auge que éste ha tenido en las últimas
décadas, tanto en la literatura como en el cine, la pintura, la fotografía y cualquier otra
forma de arte o forma de comunicación, popular o culta. Coincidiendo con la llamada
«posmodernidad», la difusión de la prospectiva «meta» puede así ser interpretada como
una forma expresiva portadora de un significado que va más allá del simple juego
formal. Éste será el objetivo principal de este trabajo, o sea, analizar la metaficción
intentando individuar los factores sobre los cuales se funda su sintonía con la cultura
posmoderna.
2
La primera parte de este trabajo incluye una introducción teórica y metodológica
que analiza tanto las formulaciones críticas acerca de la metaficción, como el concepto
multifacético de «posmodernidad». El primer capítulo presenta un recorrido a través de
los principales aportes críticos que, a lo largo de los últimos cuarenta años, han
intentado definir e interpretar el fenómeno metafictivo, empezando por los estudiosos
angloamericanos, con el estudio Philosophy and the form of fiction de 1970 de William
Gass, hasta llegar a los más recientes trabajos en ámbito hispánico, como los de Orejas
(2003) y Juan-Navarro (2003). Gracias a la labor teórica llevada a cabo paralelamente
en diferentes ámbitos académicos se ha llegado a comprender cómo la metaliteratura es
un fenómeno esencialmente dúplice, dependiendo de la óptica bajo la cual se decida
analizarla.
Desde un punto de vista sincrónico, la metaficción constituye una tendencia
literaria imprecisa, desigual y fundamentalmente posmoderna, que hace propios los
experimentalismos de las décadas anteriores aunándolos con un retorno al «placer de
narrar» que, especialmente en los años ochenta, se percibe claramente en varias
literaturas nacionales. Entendida de esta manera, la metaficción se perfila como un
género literario autorreferencial y autoconsciente, surgido a partir de la elaboración de
las teorías post-estructuralistas sobre el lenguaje y los cambios culturales de la segunda
mitad del siglo XX. La metanovela sería entonces un medio que, a través de la
trasgresión sistemática de los pactos de lectura tradicionales y la anulación de la
suspensión de la incredulidad, se utiliza principalmente para estimular la reflexión sobre
la percepción de la realidad del hombre contemporáneo.
Vista con un enfoque diacrónico, en cambio, la metaficción resulta ser un amplio
y heterogéneo conjunto de estrategias estilísticas a disposición de los escritores de toda
época literaria ya desde los orígenes de la escritura. Desde este punto de vista, obras tan
lejanas como La lozana andaluza o Hamlet se pueden clasificar igualmente como
metafictivas por algunos de los recursos utilizados por sus autores. Se incluye también,
como cierre de este capítulo, un rápido aparte sobre la más célebre metanovela de la
tradición española, el Don Quijote de Cervantes, con la intención de subrayar la
extraordinaria complejidad y riqueza de recursos metaliterarios presentes en esta obra,
realizada casi cuatro siglos antes de toda teorización sobre la metaficción.
3
El segundo capítulo pretende reconstruir el debate intelectual que se ha
producido en torno a los conceptos de «posmodernidad» y «posmoderno» (o
«posmodernismo») a partir de la década de los setenta. Debido, entre otras razones, a la
falta de distancia temporal que separa a los observadores de los fenómenos observados,
se subraya en primer lugar el carácter movedizo de cualquier definición de estos
términos. A pesar de esta provisionalidad terminológica, se puede afirmar que hoy en
día empieza a delinearse una concepción generalmente compartida de lo que es la
posmodernidad. Este término designa una época histórica – que algunos fechan a partir
del final de la Segunda Guerra Mundial, otros de los acontecimientos de 1968 –
caracterizada por la definitiva expansión del modelo consumista/capitalista, tanto a
nivel económico como social y cultural. Este crecimiento ha comportado un avance
tecnológico y científico que ha modificado el estilo de vida y la misma concepción de la
realidad, y ha sido acompañado por la crisis de los fundamentos filosóficos e
ideológicos sobre los que se basaba la concepción del mundo aproximadamente hasta la
mitad del siglo XX. En el ámbito artístico, el concepto de posmodernismo fue empleado
inicialmente en relación a la arquitectura y ha pasado a utilizarse de forma más amplia
para indicar una tendencia, común a todas las artes de la época posmoderna, hacia la
combinación de elementos y medios heterogéneos y hasta contradictorios, el uso
paródico e irónico del pasado, la autorreflexividad y el recurso a estrategias formales
aptas a romper la suspensión de incredulidad y los códigos del arte tradicional, tanto
modernista como realista.
Sin comentar por entero la extensa bibliografía que desde los años setenta hasta
hoy se ha medido con la tarea de elaborar una definición de lo posmoderno, he preferido
presentar sólo algunas de las aportaciones más significativas, teniendo en cuenta
aquellos elementos que han influido de alguna forma en el desarrollo y auge de la
metaficción de nuestra época. Por lo tanto, me he detenido en las teorías sobre la
posmodernidad surgidas en ámbitos sociológicos (como las de Lyotard, Baudrillard y
Jameson) para echar luz sobre el contexto cultural, social y económico que caracteriza
esta etapa histórica. También se comentan las reflexiones sobre el lenguaje llevadas a
cabo por los teóricos post-estructuralistas, como Derrida y Foucault, para evidenciar la
toma de conciencia alcanzada en todos los ámbitos del saber después del
reconocimiento del carácter fluctuante del signo lingüístico. Finalmente, he tenido en
4
cuenta el aporte crítico de Umberto Eco relativo al carácter irónico de la «actitud» y el
arte posmodernos, gracias al cual se ha podido superar el nihilismo y el vacío
evidenciados por los teóricos de la posmodernidad más pesimistas. El juego, la parodia
y la intertextualidad se incorporan así en esa caja de herramientas que la metaficción
utiliza tanto en sus procedimientos como en la elección de temas.
En la segunda parte de este estudio, dividida a su vez en tres capítulos,
descendiendo de la teoría a la práctica he escogido un número restringido de novelas
publicadas en el espacio de los últimos veinte años, para someterlas a un análisis textual
que logre evidenciar la relación entre instancias metafictivas y posmodernidad.
El primer capítulo de esta segunda parte está dedicado al tema del lenguaje y en
él se analizan dos novelas, El orden alfabético (1998) de Juan José Millás y La ciudad
ausente (1992) de Ricardo Piglia. Estas dos novelas demuestran cómo las teorías
lingüísticas, inauguradas por Ferdinand de Saussure y continuadas por el
estructuralismo y luego el post-estructuralismo, han influido sobre el imaginario
narrativo de algunos escritores posmodernos. En ambos textos se encuentran traspuestas
al mundo de la ficción las especulaciones relativas a la construcción discursiva de la
realidad. Si, por un lado, Millás utiliza un registro más lúdico y despreocupado y se
limita a estimular una reflexión sobre la plasticidad del lenguaje y su condición de
cemento de la realidad, Piglia, por otra parte, se detiene más en los traumas de su país,
revelando la doble capacidad del lenguaje de intervenir sobre la realidad: como arma de
represión al servicio del poder y como instrumento incontrolable de lucha contra el
mismo poder establecido.
El segundo capítulo reflexiona sobre la autoficción, otro fenómeno literario muy
en auge en la posmodernidad, pero raramente considerado por los teóricos de la
metaficción. Este género narrativo, que se funda sobre la trasgresión de los pactos de
lecturas autobiográfico y fictivo, ha sido utilizado, entre otros, por tres escritores
españoles contemporáneos, Javier Cercas, Javier Marías y Enrique Vila-Matas. En las
obras analizadas – Soldados de Salamina (2001) y La velocidad de la luz (2005) de
Cercas, Todas las almas (1989) y Negra espalda del tiempo (1998) de Marías, El mal de
Montano (2002) y París no se acaba nunca (2003) de Vila-Matas –, los autores
demuestran un evidente impulso narcisista a hablar de sí mismos. Cercas, Marías y
5
Vila-Matas, cada uno con su estilo personal, construyen sus narradores/protagonistas de
una forma deliberadamente ambigua, confiriéndoles algunas veces sus propios nombres,
a veces dejándolos anónimos, atribuyéndoles sus propias obras literarias y haciéndoles
vivir sus propias experiencias, tanto profesionales como de la vida privada. Todas estas
novelas, por lo tanto, empujan al lector hacia un vacío interpretativo, pues no permiten
descifrar el pacto de lectura que permanece ambiguo a lo largo de todo el texto.
Autobiografía y novela de ficción se entremezclan aprovechando los recursos
metafictivos de la «novela de la novela», como en Cercas y Marías, o utilizando el
pastiche metaliterario como en Vila-Matas, poniendo al descubierto las ansiedades
existenciales propias de los autores – y hombres – posmodernos.
El tercer y último capítulo trata de la metaficción historiográfica, un género
narrativo así bautizado por Linda Hutcheon y caracterizado por una mezcla de
autorreflexividad narrativa y reflexión historiográfica. Este tipo de novela deriva sus
bases teóricas de la filosofía del lenguaje del siglo XX, responsable de haber corroído la
confianza en la posibilidad de representar la realidad a través de la palabra. Sirviéndose
de este concepto, teóricos como el norteamericano Hayden White han proclamado, a
partir de los años setenta, la imposibilidad para la historiografía de reconstruir una
versión creíble del pasado, debido a la arbitrariedad del lenguaje y a la subjetividad de
cualquier punto de vista sobre los acontecimientos históricos. La metaficción
historiográfica se vale de estas consideraciones para constituirse como género narrativo
propio, en el cual el objetivo principal del narrador es declarar la dificultad o
incapacidad de la reconstrucción del pasado. Mezclando hechos históricos en una
narración declaradamente de ficción, como hace Javier Cercas en Soldados de Salamina
y La velocidad de la luz, el autor conduce al lector al interior de una investigación sin
soluciones. Los narradores/protagonistas de estas novelas relatan sus experiencias
detectivescas centradas sobre algunos episodios históricos, detallando la escasa
fiabilidad de sus fuentes, los vacíos en las informaciones y la necesidad de inventar lo
que no se puede averiguar. Un ejemplo peculiar de metaficción historiográfica es La
ciudad ausente, de Ricardo Piglia, en la cual es particularmente pujante la necesidad de
relatar las circunstancias históricas de Argentina. En esta obra, el autor pone el acento
sobre el poder de la ficción en la divulgación de la historia, en especial cuando los
medios tradicionales se encuentran silenciados por la censura. La metaficción
6
historiográfica de Piglia, por lo tanto, se mueve en dos direcciones: por un lado no
olvida la naturaleza discursiva de la historia, denunciando las manipulaciones
lingüísticas que los absolutismos cumplen sobre la realidad, pero, al mismo tiempo, este
autor recuerda cómo, a través de la ficción y la capacidad creadora de la palabra, se
pueden superar las barreras impuestas por el poder y dar a conocer una realidad
histórica muy concreta y tangible.
7
Primera Parte
9
1.1 Metaficción y metaliteratura
1.1.1. Historia abreviada del concepto de metaficción
Jerry Klinkowitz says that self-reflexive fiction can be fun,
I would answer that it had better be fun. It has to be.
When it isn’t fun, it is as dead as any kind of writing that has ever appeared
– deader, perhaps.
Robert Scholes, Fabulation and Metafiction
Los estudiosos coinciden en atribuir al crítico y escritor norteamericano William
H. Gass la acuñación del término «metaficción», aparecido por primera vez en su
artículo «Philosophy and the form of fiction», publicado en 1970 en The Philosopher-
Critic.1 En este escrito Gass, citando como ejemplos obras de Jorge Luis Borges, John
Barth y Flann O’Brien; fijaba su atención en una modalidad novelesca capaz de
vehicular, junto al deleite estético, un pensamiento filosófico, en una época en la cual el
agotamiento o la muerte de la novela aparecían a diario en la discusión literaria. Este
tipo de textos representaban, para el escritor norteamericano, una posibilidad para
superar la crisis de la novela, entendida como forma pasiva y mecánica de
entretenimiento. Para esta clase de textos acuñó el término de «metaficción»,
prefiriéndolo al de «antinovela» con el que solía referirse al nouveau roman francés de
una forma algo peyorativa [Ródenas de Moya 2005: 43]. De esta manera, Gass dio
origen a un afortunado concepto que en los años sucesivos no dejará de difundirse
aplicándose a los más distintos ámbitos artísticos, como la pintura, la fotografía, el
teatro o el cine, y que llegará a influir incluso en otros lenguajes, como por ejemplo el
de la publicidad.
También de 1970 es el ensayo de Robert Scholes «Metafiction again», aunque
será en 1979 cuando este autor publique Fabulation and Metafiction, texto en el que
desarrolla el tema con más detenimiento. Tomando como punto central de sus
1 Entre los muchos textos que consideran a William Gass como padre del neologismo véanse los de Orejas [2003: 30], Ródenas de Moya [2005: 43], Soberano-Morán [2003: 14], Ommundsen [1993: 14], Christensen [1983: 9], Currie [1995: 21], Waugh [1984: 2].
10
razonamientos la intrincada relación entre realidad y ficción, asunto desde el que
arranca la mayoría de las discusiones en torno a la metaficción, Scholes relacionaba la
práctica metafictiva con la imposibilidad de llegar a una definición satisfactoria del
concepto de realidad. En la base de esta dificultad, subrayada por las teorías
estructuralistas y post-estructuralistas, estaría la naturaleza arbitraria del lenguaje,
material compositivo tanto de la realidad como de la ficción. La conciencia de esta
condición, junto con la importancia que tiene la psicología a partir del siglo XX, serán
algunos de los factores determinantes en el derrumbamiento de los discursos
decimonónicos positivista y realista:
Now positivism and realism itself are fading and losing their hold on the minds of
men. Instead of being The Way, they now just seem a way. They seem like dogma,
and tired old dogma at that. Furthermore, psychology […] is moving from social
science toward philosophy; for the deeps of the psyche are an invisible world also,
one which modern men accept with the same unquestioning faith once reserved for
the invisible world of Christianity. Freud and Jung together have presented the
modern writer with a new scheme of the invisible world which cries out for
allegorization.
[Scholes 1979: 52]
Scholes delineaba así algunos de los rasgos de la condición – que ya podemos
llamar «posmoderna» – del hombre del siglo XX, con el objetivo de justificar la
proliferación de textos autorreferenciales en las últimas décadas.
Según la interpretación del fenómeno metafictivo aportada por este autor, una
nueva generación de «fabuladores» (entre los cuales menciona a los norteamericanos
John Barth, Kart Vonnegut, Robert Pynchon) tendría el encargo de reparar al error,
cometido por el nouveau roman, de encomendarse sólo a la habilidad estilística y al
virtuosismo formal en la tarea de entretener a los lectores. De ahí la estricta relación
entre metaficción y «fabulación» que caracteriza la narrativa de las últimas décadas, en
la que estos dos elementos se han fusionado y que ha sabido valerse de todas las
técnicas aptas para dificultar la tradicional suspensión de incredulidad, pero sin
renunciar al placer de la narración [Cifre Wibrow 2005: 53]. La metaficción constituye
entonces, según Scholes, el instrumento necesario para superar los viejos códigos
11
narrativos, asimilando todas las perspectivas de la teoría literaria dentro del mismo
proceso de escritura de un texto ficticio [Scholes 1979: 114].
Estas consideraciones, a pesar de haber sido elaboradas en el contexto literario
norteamericano, describen también la situación literaria de España. Aquí, en efecto, la
tendencia conocida a partir de los años sesenta como «experimentalismo» literario,
inaugurado con Tiempo de silencio (1962) de Luis Martín Santos, duró solamente poco
más de una década, hasta que se recuperó el «placer de contar historias» característico
de la literatura producida a partir de la época de la Transición.2 Esta vuelta a la
«fabulación» comportó también en España la preferencia de estilos y argumentos
narrativos más ligeros que, sin renunciar por completo a la renovación formal – como
veremos en la segunda parte de este trabajo –, dedicarán más atención a los gustos del
público y privilegiarán el aspecto ameno de la lectura.
Volviendo a las consideraciones de Robert Scholes, tanto su interpretación de la
tendencia metafictiva como la de William Gass están de acuerdo en considerar la
metaficción como la respuesta que la literatura ha encontrado para salir de la crisis de
representación en la que había desembocado el antirrepresentacionismo de la década
anterior [Cifre Wibrow 2005: 53]. Como afirma Scholes:
Fabulation, then, means not a turning away from reality, but an attempt to find
more subtle correspondences between the reality which is fiction and the fiction
which is reality. Modern fabulation accepts, even emphasizes, its fallibilism, its
inability to reach all the way to the real, but it continues to look towards reality.
[Scholes 1979: 7-8]
Es interesante anotar cómo la autorreferencialidad literaria, interpretada por
muchos como una señal de crisis, se convirtió así en poco tiempo en la posible solución
a la alarmante «muerte de la novela». Como señala Patricia Cifre Wibrow, tanto Ihab
Hassan, con The Literature of Silence (1967), como John Barth, en «The Literature of
Exhaustion» (1967), habían expresado su preocupación ante el agotamiento de la
2 Entre las novelas experimentales más conocidas se pueden recordar: Don Juan (1963) y La saga/fuga de
J.B. (1972) de Gonzalo Torrente Ballester, Señas de identidad (1966), Reivindicación del Conde don
Julián (1970) y Juan sin tierra (1975) de Juan Goytisolo, Volverás a Región (1967) y Un viaje de
invierno (1972) de Juan Benet, El mercurio de José María Guelbenzu y Si te dicen que caí (1973) de Juan Marsé y Larva (1983) de Julián Ríos.
12
literatura y consideraban la escritura autorreferencial como una forma de
autocancelación estética, de autodestrucción, o como el último respiro de la novela antes
de su desaparición. Sin embargo, ambos críticos tuvieron que reconocer, poco años más
tarde, las potencialidades de la metaficción y modificaron sus anteriores evaluaciones
pesimistas. Hassam relacionó así la autorreferencialidad con la emergencia de una
nueva estética posmoderna, mientras Barth reconoció su importancia en la ruptura de
los códigos del realismo tradicional considerándola como un posible «nuevo comienzo»
para la literatura [Cifre Wibrow 2005: 54].
De todas formas, desde los años 70 hasta hoy en día, la crítica ha seguido
analizando, comentando y clasificando los textos metafictivos que en las literaturas de
todos los países occidentales se han ido produciendo con entusiasmo. El concepto
acuñado por William Gass no tardó en ser retomado por otros críticos y se convirtió en
el objeto de numerosas interpretaciones y reelaboraciones, satisfaciendo el férvido
espíritu clasificatorio que los teóricos literarios han demostrado en las últimas décadas,
como muy bien resume Francisco Orejas:
Por citar sólo algunos ejemplos de una auténtica babel terminológica, se ha
hablado y habla de metanovela, antinovela, aliteratura, metatexto, intertextualidad,
hipertextualidad o de literatura en segundo grado. De novela reflexiva,
autorrepresentacional, autoconsciente, autogenerativa, escriptiva, autotemática,
autofágica, narcisista, ensimismada o de creacionismo experimental. Se han
empleado conceptos como metanarración, duplicación interior, literatura del
agotamiento, autocrítica de la escritura, mise en abyme, récit speculaire o texto-
espejo, abysmal fiction, autofiction, self-begetting novel, surfiction…
[Orejas 2003: 22]
En realidad, esta multiplicación de neologismos referidos al fenómeno
metafictivo se debe ante todo a la dúplice interpretación de su naturaleza: es decir como
género literario bien específico y relacionado con la cultura posmoderna, o como gran
contenedor de recursos estilísticos a disposición de los autores de todas las épocas
históricas. Por lo tanto, cada uno de los términos propuestos por los críticos se distingue
del otro según la mayor importancia que éstos le han concedido a uno u otro aspecto
formal o semántico del discurso metafictivo.
13
En 1975, por ejemplo, Robert Alter se concentraba, en su ensayo Partial Magic.
The Novel as a Self-Conscious Genre, en el aspecto autoconsciente de la metaficción
proponiendo el concepto de self-conscious novel: «A self-conscious novel, briefly, is a
novel that systematically flaunts its own condition of artifice and that by doing so
probes into the problematic relationship between real-seeming artifice and reality»
[Alter 1975: x]. Definiendo el Don Quijote como la primera novela autoconsciente,
Alter traza una historia de la novela occidental suponiendo la existencia de dos
tradiciones paralelas, una «seria», centrada en la representación de situaciones morales
en un contexto social, y otra «lúdica», en la cual las cuestiones se abordan a través del
juego con la estructura misma del texto. El primer tipo de literatura corresponde a la
escritura mimética en la cual la ilusión referencial no se rompe, la segunda, en cambio,
se relaciona con la literatura autoconsciente que revela al lector su propia naturaleza de
artificio [Ródenas de Moya 2005: 44]. La concepción de Alter se basa de este modo en
la idea de que la autorreflexividad se convierte en la función dominante cada vez que el
realismo llega a su punto más bajo. Evitando así el vínculo entre metaficción (o novela
autoconsciente) y posmodernidad, este crítico reconoce la importancia de la reflexividad
en la novela durante las etapas más tempranas de su desarrollo, añadiendo como
ejemplos algunos escritores del siglo XVIII como Sterne, Fielding y Diderot, y también
subraya cómo este rasgo se eclipsó completamente durante el siglo XIX, cuando el
realismo se impuso como modalidad narrativa dominante. Sucesivamente, afirma Alter,
en la primera parte del siglo XX la experimentación modernista – refiriéndose al
modernismo literario inglés – «no disturbó» la función del realismo, obedeciendo a la
lógica del realismo psicológico más que a la reflexividad. Solamente más tarde, con
escritores como Beckett, Nabokov y Barth, la ficción volvió con decisión hacia la
autorreflexividad, coincidiendo con la época de la posmodernidad.
A pesar de que la lección de Alter obtuvo muchos consensos, recibió también
alguna crítica. Wenche Ommundsen, por ejemplo, señalaba en su texto Metafictions?
(1993), los puntos débiles de la lectura de Alter, afirmando que:
Apart from the emphasis on metafiction’s repudiation of realism, the model is most
typically characterised by the various restrictions imposed on the genre of what
Alter calls self-conscious fiction. Realist fiction is denied its self-conscious
dimension: Alter discusses at length possible contenders from the nineteenth
14
century (Melville, Thackeray), only to dismiss them. Even more problematically,
he excludes modernist writers such as Conrad and Woolf. In order for a text to be
classified as a metafiction, he argues, reflexivity must e a dominant, not an
intermittent tendency, and it must be clearly and overtly stated.
[Ommundsen 1993: 20-21]
A continuación, este estudioso señalaba cómo la excesiva atención hacia el
aspecto reflexivo del texto narrativo demostrada por algunos de los primeros teóricos de
la metaficción, como Alter y Scholes, podía fácilmente llevar a una concepción
fundamentalmente elitista, narcisista y apolítica de la literatura. La reflexividad se
convertiría así, dice Ommundsen, en la señal del abandono, por parte de la ficción, de
los valores humanísticos relacionados con el realismo y de la pérdida de los vínculos
vitales con la historia, la realidad, la verdad [Ommundsen 1993: 84].
Estrictamente relacionada con la lectura de Robert Alter es la teoría que Linda
Hutcheon desarrolla en su texto Narcissistic Narrative, The Metafictional Paradox
(1980), donde expone su definición de metaficción, la cual: «is fiction about fiction, that
is, fiction that incluyes within itself a commentary on its own narrative and/or linguistic
identity» [Hutcheon 1980: 1]. En su análisis del fenómeno metafictivo, la estudiosa
canadiense comparte con Alter la voluntad de separar la autoconciencia narrativa de la
posmodernidad como época histórico-cultural, aunque advierte que sería ingenuo negar
el hecho de que la metaficción constituye, en efecto, una práctica dominante en el
contexto contemporáneo. Sin embargo, Hutcheon rechaza en este ensayo la idea de que
la metaficción es una tradición distinta de la representada por la novela mimético-
realista y la considera como una reelaboración de ese paradigma. En su interpretación,
distingue así entre «mimesis of product» y «mimesis of process», donde el primer tipo,
característico del realismo tradicional, supone que el lector identifique los productos
imitados (personajes, acciones, ambientaciones) y, para otorgarles su valor literario,
reconozca la similitud de aquellos con la realidad empírica. La «mimesis of process», en
cambio, es propia de la escritura metafictiva y enfoca su atención hacia el proceso
creativo de la escritura, el cual se convierte en el objeto mismo de la imitación. Además,
le confiere al lector un papel más activo que en la mimesis «del producto» en cuanto
éste tiene que aceptar también la responsabilidad del acto de descodificar implícito en la
lectura, ya que la novela no busca solamente proveerle un orden y un significado que
15
descifrar, sino que le requiere también la conciencia de su papel y actividad como co-
creador del texto [Hutcheon 1980: 38-39]. Esta estudiosa subraya así la importancia de
la teoría de la recepción, o reader-response criticism, formulada por Jauss ya a finales
de los años sesenta, y afirma que si en la escritura metafictiva el objeto «imitado» es el
proceso mismo de la creación, esto no altera de ningún modo la esencial naturaleza
mimética de la novela: «Metafiction is still fiction, despite the shift in focus of narration
from the product it presents to the process it is. Autorepresentation is still
representation» [1980: 39]. Sin embargo, puntualiza Ommundsen a este propósito, el
concepto de mimesis no puede tener el mismo sentido tanto en la escritura metafictiva
como en la de molde realista, en cuanto los textos reflexivos en realidad no imitan sus
propios procedimientos, sino que los examinan, poniendo al descubierto exactamente
aquellas convenciones y mecanismos que nos permiten recibir el texto como mimético
[Ommundsen 1993: 47].
En Narcissistic Narrative, Linda Hutcheon aporta además otras distinciones
dentro de la categoría de los textos narcisistas: diferencia entre narraciones que son
diegéticamente autoconscientes y textos que reconocen su constitución lingüística. Cada
una de estas dos modalidades se puede presentar de forma abierta o explícita (overt), o
de forma encubierta o implícita (covert), dando lugar a una clasificación final
cuaternaria [1980: 7]. La utilidad final de dichas categorizaciones, sin embargo, ha sido
cuestionada, en cuanto el hecho de reconocer la existencia de ciertas modalidades
implícitas de autorreferencia acaba por autorizar cualquier lectura arbitraria que se
obstine en considerar un determinado relato como metaficcional y, en consecuencia,
implica que la metaficcionalidad depende de la intención y la habilidad argumentativa y
retórica de cada lector. [Ródenas de Moya 2005: 45-46].
Los estudios de Linda Hutcheon, como A Theory of Parody (1985), A Poetics of
Postmodernism (1988) y The Politics of Posmodernism (1989), siguen estando entre los
más citados al tratar de la metaficción, pero fue sobre todo el concepto de
historiographic metafiction, formulado por la estudiosa canadiense a partir de A Poetics
of Postmodernism, el que le otorgó una indiscutible notoriedad en el ámbito de la teoría
literaria. Con este término – sobre el que volveré en otro capítulo de este trabajo –,
Linda Hutcheon bautizaba esa forma narrativa que, en su opinión, era la más
paradigmática de la posmodernidad, o sea un tipo de relato caracterizado por una
16
combinación de autoconciencia narrativa y reflexión historiográfica. La metaficción
historiográfica, género en auge desde finales de los años sesenta, constituye la versión
posmoderna de la tradicional novela histórica y se distingue por su condición de relato
de ficción, en el cual la reflexión sobre la naturaleza discursiva y subjetiva de la
narración histórica se funde con la conciencia de la incertidumbre epistemológica
causada por la arbitrariedad del signo lingüístico.
Bajo el impulso de un marcado fervor clasificatorio, otras interpretaciones del
fenómeno metafictivo se sucedieron durante los años setenta y ochenta, dando lugar a
fórmulas más o menos afortunadas, como las de surfiction, acuñada por el
norteamericano Raymond Federman, y la de reflexive novel de Michael Boyd.
En el mismo año en que Robert Alter publicaba su Partial Magic, el escritor y
teórico Raymond Federman escribía Surfiction: Fiction Now and Tomorrow (1975), un
ensayo en el cual reflexionaba sobre la tendencia para él más significativa de la novela
actual: la intrusión del narrador en el texto y en el acto de narrar. En línea con otros
críticos, Federman sugería que, a pesar del agotamiento de las fórmulas realistas
convencionales, la tanto anunciada muerte de la novela estaba todavía lejana.
Rechazando el término utilizado en forma peyorativa de «narrativa experimental», con
el cual se solía referirse a obras como las de Beckett, Borges, Cortázar o Calvino, este
autor proponía el concepto de surfiction:
For me, the only kind of fiction that still means something today is that kind of
fiction that tries to explore the possibilities of fiction: the kind of fiction that
challenges the tradition that governs it; the kind of fiction that constantly renews
our faith in man’s imagination and not in man’s distorted version of reality – that
reveals man’s irrationality rather than man’s rationality. This I call SURFICTION.
However, not because it imitates reality, but because it exposes the fictionality of
reality.
[Federman 1975: 7]
Recogiendo abiertamente la herencia del Surrealismo y subrayando al mismo
tiempo la función del lenguaje en la producción del significado y en la construcción de
la realidad, Federman denomina «surficción» al tipo de narrativa que revela el carácter
ficticio de la realidad. Sin limitarse a inventariar un repertorio de obras o a historiar una
17
corriente literaria, este escritor describe y auspicia con fervor la difusión de un nuevo
tipo de narrativa – que podemos incorporar en la modalidad de la metaficción –, capaz
de revolucionar el uso del lenguaje, las formas y los contenidos literarios.
Otra denominación es la de reflexive novel, propuesta por Michael Boyd en The
Reflexive Novel: Fiction as Critique (1983). Este estudioso analiza distintas obras de
autores como Conrad, Woolf, Joyce, Beckett y Nabokov con la intención de evidenciar
el carácter reflexivo de un tipo de narrativa en neta oposición a la pretensión mimética –
denominada negativamente «mimetic fallacy» – de la escritura tradicional [1983: 34].
Para Boyd, la novela reflexiva se ocupa de examinar el proceso mismo de la escritura,
concentrándose sobre sus propios mecanismos con el objetivo de distanciarse del
proyecto de representar un mundo imaginario. Más en concreto, la novela reflexiva se
presenta como un producto híbrido entre ficción y crítica literaria y privilegia como
objeto de estudio la relación entre realidad y ficción: «It would be a species of criticism
in fictional form. Call it metafiction. Or call it reflexive novel, the novel about the novel
– onanistically or perhaps incestuously using its own imaginative energy to sustain
itself» [Boyd 1983: 23].
A pesar de no ofrecer un aporte muy original en el debate en torno a la
metaficción, trabajos como los de Federman y Boyd demuestran el entusiasmo que este
género literario generó en esos años y la voluntad generalizada de proponer nuevas
etiquetas para denominarlo. En efecto, la dificultad de encasillar la práctica metaficticia,
subrayada por muchos en más ocasiones, se debe a la naturaleza oscilante de un
fenómeno caracterizado por la riqueza y la heterogeneidad de sus estrategias formales y
por los argumentos epistemológicos implicados. Por esta razón, muchos de los autores
que se han interesado en la escritura metafictiva han decidido privilegiar uno u otro
aspecto de esta tendencia narrativa, ofreciendo ópticas de estudio muy distintas entre
ellas y llegando a conclusiones muy variadas.
Steven G. Kellman, por ejemplo, proponía el concepto de self-begetting novel, o
«novela autogeneradora», en un texto publicado en 1980 titulado precisamente The Self-
Begetting Novel. Con este término, este estudioso restringió el concepto de metaficción,
análogamente a como hizo Alter con su «novela autoconsciente», dejando a un lado las
cuestiones relativas a la relación entre ficción y crítica, o entre ficción y realidad y
limitándose a describir el recurso narrativo de la novela dentro de la novela. En este tipo
18
de narración, el lector es testigo de la transformación del protagonista en escritor y
comprende que la novela que escribe éste es la misma que está leyendo:
The self-begetting novel […] projects the illusion of art creating itself […]. It is an
account, usually in first-person, of the development of a character to the point at
which he is able to take up his pen and compose the novel we have just finished
reading. Like an infinitive recession of Chinese boxes, the self-begetting novel
begins where it ends.
[Kellman 1980: 3]
Este tipo de estrategia narrativa – que será utilizada, por ejemplo, en las novelas
de Javier Cercas que analizaré en la segunda parte de mi trabajo –, constituye solamente
uno de los muchos recursos con los que la escritura metaficcional cuenta. Por esta
razón, el estudio de Kellman no ofrece una interpretación del fenómeno metafictivo en
su complejidad.
Lo mismo se puede decir del texto que Margaret Rose había publicado un año
antes: Parody/Metafiction: An Análisis of Parody as a Critical Mirror of Writing and
Reception of Fiction (1979), ampliado años más tarde en su más conocido texto Parody:
Ancient, Modern, and Post-modern (1993), en el cual la autora analiza con
exhaustividad la parodia como forma de metaficción, tomando en cuenta teorías
literarias estructuralistas y post-estructuralistas como la deconstrucción y la teoría de la
recepción. El trabajo de Rose intenta explicar el uso y el significado de la parodia a lo
largo de la historia literaria:
While ancient concepts and uses of parody related to it to applications which were
both meta-fictional and comic, but without the theories of the meta-fictional and
the intertextual developed in this century to explain and extend that function,
modern theories of parody have seen it reduced to the burlesque, so that, while its
use in meta-fiction continued, it was largely unrecognised as parody there.
Continuing this modern division of the comic or burlesque parody from the meta-
fictional or general parody, late-modern theories of parody from the 1960s and
after have tended to emphasise either the powerlessness or the nihilistic character
of its comic factors, or its meta-fictional or intertextual aspects, but not both the
comic understood as something positive and the meta-fictional or the intertextual at
19
the same time. What have been called post-modern theories of parody in this work
[…] return to it, at the very least, both its humour and its meta-fictional complexity,
and in contrast to the modern separation of the meta-fictional parody from the
comic.
[Rose 1993: 272]
Otra publicación, no dedicada específicamente a la metaficción, pero que ha
influido también en las teorías sobre este fenómeno, es el ensayo de Lucien Dällenbach
Le récit spéculaire (1977), mejor conocido en la versión inglesa The Mirror in the Text
(1989), sobre la mise en abyme. Dällenbach analiza la historia de este procedimiento en
la pintura y en la literatura, desde el Hamlet de Shakespeare, a Van Eyck, Velázquez
hasta autores como Samuel Beckett y los del nouveau roman francés. Utilizando
también el concepto de «relato especular» y «texto espejo», Dällenbach explica que
tanto la denominada «obra dentro de la obra» como la «duplicación interior» pertenecen
a la misma categoría de la mise en abyme, que define como «any aspect enclosed within
a work that shows a similarity with the work that contains it» [1989: 8] y sucesivamente
como «any internal mirror that reflects the whole of a the narrative by simple, repeated
or «specious» (or paradoxical) duplication» [1989: 36]. El autor diferencia así varios
tipos de duplicaciones y además divide la mise en abyme en otras subclases teóricas
(fictiva, textual, del enunciado, de la enunciación, del código, trascendental), que sin
embargo no comentaremos en este trabajo. Lo que nos interesa ahora es, otra vez,
reconocer la riqueza terminológica y conceptual involucrada, de una forma u otra, en la
interpretación de la práctica metafictiva.
Para concluir este recorrido a través de las numerosas aproximaciones de la
crítica literaria al concepto de metaficción, mencionaré otro texto muy acreditado: o sea,
Metafiction: The Theory and Practice of Self-Conscious Fiction (1984) de Patricia
Waugh, en el cual a esta tendencia narrativa se le aplica la siguiente definición:
Metafiction is a term given to fictional writing which self-consciously and
systematically draws attention to its status as an artefact in order to pose questions
about the relationship between fiction and reality. In providing a critique of their
own methods of construction, such writings not only examine the fundamental
20
structures of narrative fiction, they also explore the possible fictionality of the
world outside the fictional text.
[Waugh 1984: 2]
Patricia Waugh, más que incorporar nuevos elementos, resume, analiza y evalúa
críticamente en su análisis las definiciones propuestas por los autores anteriores,
ofreciendo un soporte teórico exhaustivo sobre el fenómeno metaficticio. Apoyándose
en las teorías de Foucault, Lyotard y Derrida, esta estudiosa empieza sus
consideraciones recordando cómo, en el transcurso de las últimas décadas, existe una
mayor conciencia de la función del lenguaje en la construcción y el mantenimiento de
nuestra idea de la realidad. Debido al hecho de que el lenguaje se reconoce hoy como un
sistema independiente, autorreferencial y capaz de generar sus propios significados, es
inaceptable suponer que éste refleje pasivamente un mundo coherente, objetivo y de
significación unívoca. Las relaciones entre realidad fenoménica y lenguaje, por tanto, se
han revelado complicadas, problemáticas y reguladas exclusivamente por convenciones.
Por esta razón, escribe Waugh, los conceptos que incluyen en sí el prefijo «meta» se han
convertido en medios necesarios para explorar la conexión entre un sistema lingüístico
arbitrario y el mundo al que aparentemente se refiere. En el ámbito de la ficción, en
cambio, el uso de «meta» se requiere para explorar la relación entre el mundo de la
ficción y el mundo fuera de la ficción [Waugh 1984: 3]. Este tipo de discurso será
objeto de mi interés en otro capítulo de este trabajo, en el que analizaré dos novelas
donde el tema del lenguaje como material constitutivo de la realidad estará a la base de
la narración.
Patricia Waugh continúa su razonamiento diferenciando entre una
autorreferencialidad moderna, asociada a la idea de conciencia, y una metaficción
postmoderna, asociada al interés por la ficción. Su ensayo se coloca así entre aquellos
textos que interpretan la metaficción como un fenómeno típicamente posmoderno, a
pesar de que esta estudiosa reconoce que la práctica metafictiva es, en efecto, un rasgo
implícito en el género de la novela ya desde sus orígenes:
To draw exclusively on contemporary fiction would be misleading for, although
the term ‘metafiction’ might be new, the practice is as old (if not older) than the
21
novel itself. What I hope to establish during the course of this book is that
metafiction is a tendency or function inherent in all novels.
[Waugh 1984: 5]
A pesar de esta consideración, Waugh incluye en su análisis principalmente
autores contemporáneos como Barth, Beckett, Cortázar, Calvino, Nabokov, Spark y se
sirve de un conjunto de fundamentos teóricos específicamente posmodernos a la hora de
interpretar el significado de esta tendencia. Formula, por ejemplo, su conocida
expresión «prisonhouse of language», para referirse a las limitaciones impuestas por el
lenguaje y subraya la crisis cultural en la que el hombre occidental ha caído en la época
contemporánea, caracterizada por la inseguridad cultural, el relativismo, la
insatisfacción hacia los valores y poderes establecidos. Waugh coloca de esta manera la
metaficción en un contexto posmoderno, para reconocerle después un valor constructivo
y de reacción positiva a dicha crisis.
Metaficional deconstruction has not only provided novelists and their readers with
a better understanding of the fundamental structures of narrative; it has also offered
extremely accurate models for understanding the contemporary experience of the
world as a construction, an artifice, a web of interdependent semiotic systems. […]
Novelists and critics alike have come to realize that a moment of crisis can also be
seen as a moment of recognition: recognition that, although the assumptions about
the novel based on an extension of a nineteenth-century realist view of the world
may no longer be viable, the novel itself is positively flourishing.
[1984: 9]
Comparando la ficción posmoderna con la de períodos anteriores, en particular
con el Modernism inglés y el realismo, Patricia Waugh evidencia la función que la
literatura metaficcional puede cumplir como crítica social de las estructuras sociales
contemporáneas. Gracias a su capacidad de analizar los medios expresivos y examinar
la relación entre formas ficticias y realidad social, los autores de metaficciones han
podido atestiguar cómo el lenguaje «cotidiano» aprueba y sostiene dichas estructuras, a
través de un continúo proceso de naturalización en el que las formas de opresión son
construidas por medio de representaciones aparentemente inocentes. La metaficción,
22
afirma Waugh, «converts what is sees as the negative values of outworn literary
conventions into the basis of a potentially constructive social criticism» [1984: 10-11].
La lectura de Patricia Waugh se acerca en algunas partes a la interpretación que
Inger Christensen había avanzado ya unos años antes en The Meaning of Metafiction
(1981). Esta estudiosa sugería que la metaficción tenía que considerarse como tal
cuando la intención del novelista fuera la de comunicar un mensaje, más que la de
preocuparse por mostrar su brillantez técnica. Después de evidenciar la falta de interés
por la literatura del siglo XIX hacia la escritura autorreferencial, Christensen llevaba a
cabo un análisis comparativo entre el Tristram Shandy de Sterne y las obras de algunos
escritores del siglo XX (Barth, Nabokov y Beckett), con el objetivo de evidenciar las
similitudes y las diferencias existentes entre el significado implícito en el uso de los
recursos metafictivos en las dos distintas épocas. Según Christensen, la escritura de
Sterne parece fundarse sobre una visión de la realidad cristiana, que él no quiere
cuestionar, y su ficción constituye un medio para escapar y mitigar los males del
mundo, más que representar una alternativa. En el siglo XX, en cambio, los escritores
de metaficciones describen una realidad caracterizada por los conflictos y la
inestabilidad, y demuestran una confianza cada vez más reducida sobre el papel del
narrador y sobre la posibilidad de ser comprendidos por el mundo.
William Gass suggests that the metafictionist creates his own universe intact with
narrator and reader because he sees the actual world crumbling around him […].
But not all of the metafictionists succeed so well in escaping from the world into
metafiction […]. It may be that metafiction for the 20th century writers represents a
way of escape, but it generally does not work so well for them as it did for Sterne.
[Christensen 1983: 155]
La interpretación de Christensen, por un lado, tiene el mérito de subrayar la
importancia del significado intrínseco en la elección de determinados recursos
estilísticos, pero al mismo tiempo tiende a considerar solamente los aspectos más
nihilistas de la cultura posmoderna, sin tener en cuenta todos aquellos elementos lúdicos
y más despreocupados que caracterizan mucha metaliteratura del siglo XX. Sin
embargo, hay que recordar que en 1981 la general vuelta al «placer de la narración» aún
no representaba una tendencia bien establecida.
23
Por lo que se refiere a la narrativa española, sólo muy recientemente se ha
comenzado a publicar textos dedicados al tema de la metaficción. Sin embargo, existen
algunos estudios tempranos, que Francisco Orejas menciona en su reconstrucción del
panorama teórico sobre este tema [2003: 65-66]. Indica, por ejemplo, un estudio
publicado en 1958, Interior Duplication and the Problem of Form in the Modern
Spanish Novel de Leon Livingstone como precursor en la materia. En este ensayo,
ampliado e incluido en Tema y forma en las novelas de Azorín en 1970, Livingstone, en
su análisis de la crisis de la novela española a partir de la Generación del 98, subraya
cómo la necesidad de replantear las formas novelescas se manifiesta cada vez que una
crisis afecta la historia literaria. En su trabajo, este autor se ocupa del recurso de la
duplicación interior, sirviéndose de ejemplos literarios y pictóricos para demostrar la
presencia de esta técnica en distintas épocas, países y formas artísticas y trae como
ejemplo el Don Quijote, que define una «novela tridimensional» y «multiforme»
Después de Livingstone, otros críticos demostraron interés por la literatura
española, como el ya citado Robert Alter que, en su Partial Magic (1975), aportaba
asimismo una lectura de la obra cervantina, considerándola como la novela iniciadora
de la metaficción. Casi diez años más tarde, el hispanista Robert Spires publicaba un
trabajo sobre la novela española contemporánea titulado Beyond the Metafictional
Mode: Directions in the Modern Spanish Novel (1984). En este estudio, Spires dividía
la novela española de posguerra en dos categorías según el uso que en ellas se hacía del
lenguaje. Este autor identifica de esta manera una novela neo-realista (o «ficción
reportaje»), que se sirve del lenguaje referencial y cuyo máximo ejemplo encuentra en
El Jarama (1956) de Sánchez Ferlosio, y una «nueva novela» (o metaficción), en la que
se pasa del lenguaje referencial a uno auto-referencial y cuyo comienzo Spires sitúa con
la publicación de Tiempo de silencio (1962) de Luis Martín-Santos [Orejas 2003: 35].
Sin recurrir con insistencia al término de metaficción, prefiriendo el de «modo
metafictivo», este autor explica su categorización considerando la ficción reportaje
como una forma narrativa que apunta casi directamente a una realidad extratextual,
comprobable a través de referentes documentalmente verificables. Al contrario, el modo
metafictivo estaría más cercano a la teoría novelística y apuntaría directamente a la obra
misma, sin olvidar su carácter ficticio.
24
Pasando más específicamente a la teoría de la metaficción desarrollada en
España, ésta se reconoce deudora de las indagaciones llevadas a cabo por la crítica
angloamericana. Gonzalo Sobejano fue el primer autor en hablar de metaficción, en un
artículo publicado en la revista Ínsula que se titulaba La novela poemática y sus
alrededores (1985). Este autor, que había utilizado anteriormente términos como
«autocrítica de la escritura» o «reflexión autocrítica sobre el proceso de escribir» – por
ejemplo en el artículo Ante la novela de los años setenta (1979), publicado en la misma
revista –, denomina «novela poemática» un tipo de texto más próximo al poema, dentro
del cual inserta también la metanovela. En su interpretación de esta forma narrativa,
Sobejano se remite a la definición de Patricia Waugh y la sobrepone a conceptos como
novela reflexiva, o antinovela, refiriéndose al hecho de que la metaficción se caracteriza
por abandonar la suspensión de incredulidad tradicional a favor de la descripción de la
«aventura de la escritura». En 1989 Sobejano vuelve sobre este tema de forma más
amplia publicando Novela y metanovela en España, otra vez en la revista Ínsula. En esta
ocasión, el crítico español se refiere abiertamente al trabajo de otros autores
angloamericanos, como Gass, Hutcheon, Waugh y Spires. Sin entrar en el mérito de su
análisis, que reelabora en forma personal los conceptos ya presentados hasta ahora, la
contribución de Sobejano resulta importante por ser la primera voz española en describir
con detenimiento la tendencia metafictiva.
Desde entonces hasta hoy en día, las publicaciones en lengua española dedicadas
a la metaficción, producida tanto en España como en otras literaturas nacionales, han
crecido en número y en espesor científico, incluso en las revistas literarias y en los cada
vez más frecuentes seminarios y congresos dedicados a este tema.3 Sin mencionar aquí
todos los estudios que la crítica ha dedicado a la metaficción española y dejando a un
lado también los ensayos dedicados específicamente a uno u otro autor en particular, me
limitaré a señalar los trabajos más recientes y significativos, con el objetivo de repasar
las definiciones de la metaficción elaboradas en el ámbito cultural español.4
3 También fuera de España, el interés hacia la metaficción en lengua española sigue dando frutos. Para citar sólo dos ejemplos, la asociación italiana AISPI ha dedicato a este asunto un congreso en 2006, titulado «Metalinguaggi e metatesti. Lingua, letteratura, traduzione», mientras tendrá lugar en Bamberg (Alemania) un «Primer Coloquio Internacional sobre Metaficción: (Meta) Escrituras hispánicas», en junio de 2009. 4 Entre las muchas publicaciones sobre la narrativa metafictiva que no hallarán en el presente trabajo una mención especial, señalo las de Villanueva [1989, 1990], Mainer [1992], Gil Casado [1990], Encinar
25
Entre los volúmenes publicados en los últimos años, destaca el trabajo, ya
mencionado, de Francisco Orejas, La metaficción en la novela española contemporánea
(2003), que representa un esfuerzo notable por reconstruir la historia de esta forma
narrativa y de la crítica sobre ella, además de ofrecer un exhaustivo inventario de
reseñas de metanovelas españolas publicadas en las últimas décadas. En este trabajo,
Orejas propone su propia definición de metaficción en la cual se percibe cierta cautela
en la elección de las palabras, debido al peso de la herencia terminológica representada
por más de treinta años de tentativas por clasificar la metaficción:
Obras de ficción (fundamentalmente en prosa, de carácter narrativo) escritas a
partir de los años sesenta (lo que no significa que la tendencia haya surgido en ese
momento), que exploran los aspectos formales del texto mismo, cuestionan los
códigos del realismo narrativo (en ocasiones, sirviéndose de ellos) y, al hacerlo,
llaman la atención del lector sobre su carácter de obra ficticia, revelando las
diversas estrategias de las que el autor se sirve en el proceso de la creación
literaria. Sus aspectos más destacados son la autoconsciencia, la
autorreferencialidad, la ficcionalidad y la hipertextualidad.5
[Orejas 2003: 113]
Del mismo año es Metaficción española en la posmodernidad, de Antonio
Sobejano-Morán que, después de presentar su resumen de las teorías sobre lo
posmoderno y la metaficción, expone su propia clasificación de las instancias
metafictivas. Esta subdivisión, que en efecto desecha la formulación de una definición
sintética, me parece muy acertada en cuanto demuestra cómo la crítica literaria más
reciente se ha dado cuenta, después de décadas de reflexiones, de que la metaficción es
un fenómeno muy amplio y heterogéneo. Ésta recoge múltiples estrategias narrativas,
implica meditaciones de carácter filosófico, epistemológico, histórico y hasta social,
posee además una doble naturaleza, o sea, la de modalidad narrativa común a todas las
historias literarias y la de tendencia narrativa más específicamente contemporánea. La
clasificación propuesta por Sobejano-Morán tiene en cuenta la instabilidad propia de
esta modalidad literaria y, sin resultar demasiado dispersiva, recoge y describe un
[1990], Castro [1991], Dotras [1994], García [1994], Pulgarín [1995], Santiago Navarro [1998], Chang Lee [2005]. 5 La cursiva es del autor.
26
amplio abanico de posibilidades. Partiendo de la función que desempeña el recurso
metaficticio en el texto, este estudioso distingue entre instancia reflexiva,
autoconsciente, metalingüística, especular e iconoclasta.
La primera se caracteriza por la presencia de una voz, la del narrador o de uno
de los personaje, que explícita una reflexión crítica o teórica «sobre las convenciones
narrativas que intervienen en la construcción de la novela en curso o de otras novelas»
[2003: 23]. La función autoconsciente, en cambio, se realiza cuando los personajes del
mundo novelado se reconocen como identidades fictivas, cuando una de las voces
narrativas o un lector fictivo reflexionan sobre el papel que desempeñan en la ficción, o
cuando los sistemas de significación textual revelan abiertamente su naturaleza fictiva.
A través de esta trasgresión de los planos diegéticos6, se produce el efecto de que
también la realidad del lector real no es más que otra ficción [24].
La instancia metalingüística «teoriza explícitamente sobre los sistemas de
significación, o cuando hace ostentación de su identidad lingüística» [24]. Esto puede
materializarse por medio de comentarios críticos sobre las limitaciones del poder
referencial de la lengua o a su naturaleza de sistema arbitrario, o también cuando la
lengua se exhibe como tal y se convierte en mensaje principal. Sobejano-Morán incluye
como ejemplos de esta modalidad aquellas metaficciones en las que la lengua se
encierra en un juego lingüístico (formación de palabras inexistentes, paradojas
gramaticales, etcétera) que apunta al absurdo de la comunicación y a una reconstrucción
de la metafisica del logocentrismo [25]. Dentro de esta categoría insertamos El orden
alfabético (1998) de Juan José Millás, obra que analizaremos en la segunda parte de
nuestro trabajo.
La función especular propuesta por Sobejano-Morán es equiparable a la
reduplicación interior o mise en abyme que ya hemos comentado anteriormente y puede
manifestarse en distintos grados, según los niveles de repetición que se pueden producir.
Puede incluir la simple «novela en la novela», hasta obras que involucran incluso la
realidad empírica del lector, incitando éste a reflexionar sobre el carácter
6 A pesar de no existir oficialmente en castellano, este término, derivado del vocablo griego diégesis, suele utilizarse con frecuencia en el ámbito de la narratología. Si la diégesis es el mundo de la narración, con sus reglas y coherencias internas, ésta puede incluir en sí misma diferentes niveles, en los cuales distintas entidades cumplen sus funciones, como por ejemplo el narrador, los protagonistas y a veces el mismo autor o el lector del texto.
27
predeterminado del mundo en el que vive. Sobejano-Morán incluye dentro de esta
categoría también la parodia y la intertextualidad, en cuanto representan unas formas
narrativas que reflejan o se sirven de un modelo textual con distintos fines e indica a
título de ejemplos obras como El Conde Lucanor, La lozana andaluza y el Don Quijote
[26-27].
La última instancia identificada por este crítico, la iconoclasta, ocurre cuando la
metaficción «acarrea consigo algún tipo de subversión o violación narrativa, y
normalmente entraña el desafío a una lógica racional cartesiana» [27]. Debido a la
elasticidad de esta definición, Sobejano-Morán añade otra subdivisión dentro de esta
misma categoría, distinguiendo entre funciones paradójicas, juegos con la voz narrativa,
violaciones de niveles ontológicos y violaciones en la presentación física del libro.
Tanto Orejas como Sobejano-Morán no dedican en sus definiciones una
mención particular a la metaficción historiográfica (aunque sí hablan de este género en
otras partes de sus análisis) y quizás esto pueda considerarse una pequeña limitación en
sus descripciones, que sin embargo resultan muy exhaustivas. Precisamente a este
género narrativo, Santiago Juan-Navarro había dedicado, un año antes, su estudio
Postmodernismo y metaficción historiográfica: una perspectiva interamericana (2002),
en el que analizaba esta peculiar forma de metaficción relacionada con la indagación
histórica. En esta obra, Juan-Navarro expone las reflexiones filosóficas llevadas a cabo
por los teóricos posmodernos sobre la cuestión historiográfica, pasando después al
análisis de algunos de los autores (Carlos Fuentes, Ishmael Reed, Julio Cortázar) que
han utilizado esta forma narrativa.
De 2004 es Metaliteratura. Estructuras formales literarias, de Jesús Camarero,
un texto en el que el autor analiza «científicamente» la práctica metaliteraria y sus
técnicas. Camarero desarrolla su reflexión basándose sobre la idea del texto como
estructura y utiliza las herramientas ofrecidas por disciplinas como la semiótica, la
hermenéutica textual, la literatura comparada, la filosofía del lenguaje y la narratología,
para conducir al lector a través de un recorrido entre las diversas estructuras y
problemáticas formales metaliterarias, tal como la poesía textual, la escritura
matemática, la crisis de la referencia o la escritura-laboratorio.
Otra publicación reciente es el volumen Metaliteratura y metaficción. Balance
crítico y persperctivas comparadas (2005), número 208 de la revista Anthropos, que
28
recoge una serie de contribuciones con el objetivo de presentar un balance crítico sobre
la situación de los estudios sobre la metaficción, incluyendo además algunos ensayos
dedicados a otras formas artísticas en las cuales las estrategias metafictivas son
utilizadas con regularidad (como en el cine, teatro, cómic y música).
Otro estudio que consideramos muy interesante y completo, y con el cual vamos
a cerrar este recorrido entre los trabajos críticos, es la monografía de Manuel Alberca El
pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción (2007) dedicado a un
género narrativo, la autoficción, que por su naturaleza se puede incluir sin dudas en la
categoría metafictiva, a pesar de que los estudios más conocidos que hemos mencionado
hasta ahora no se ocupan de ella. La autoficción se caracteriza por ser una mezcla entre
autobiografía propia y novela de ficción, traicionando de esta manera ambos pactos de
lectura y jugando, como suele hacer toda metanovela, con los límites entre ficción y
realidad. Sirviéndose como ejemplos de obras literarias principalmente españolas, el
ensayo de Alberca ofrece un panorama de la historia de este género narrativo híbrido y
recapitula la teoría literaria que ha intentado describirlo desde que apareció el término
en 1977, acuñado por el escritor francés Doubrovsky.
1.1.2. Metaficción ante litteram. Un aparte: la autoconciencia en el Don Quijote.
– Y de mí – dijo Sancho –; que también dicen
que soy yo uno de los principales presonajes della.
– Personajes, que no presonajes, Sancho amigo – dijo Sansón.
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha
Gracias a los numerosos estudios que se han ocupado y siguen ocupándose de la
metaficción, desde «Philosophy and the form of fiction» de William Gass hasta los
innumerables artículos que aparecen casi a diario en las revistas internacionales, hoy es
generalmente aceptado el carácter ambivalente de la escritura metafictiva. A pesar de
que se siga denominando «metaficción» a una tendencia novelística típicamente
posmoderna, en general se reconoce también la importancia que los recursos
metaliterarios han tenido en obras narrativas pertenecientes a épocas y áreas geográficas
29
distintas. Ya desde los años setenta, muchos de los críticos que se han ocupado del
asunto, a pesar de examinar en sus ensayos principalmente obras contemporáneas,
mencionan textos como Hamlet de Shakespeare, o Tristram Shandy de Lawrence
Sterne, como ejemplos de metaficciones avant la lettre. Junto a un análisis de tipo
sincrónico, hoy se considera también necesaria una lectura diacrónica ya que, como
afirma Patricia Cifre Wibrow,
Son innumerables las obras en cuyo interior aparece más o menos sutilmente
inscrita la conciencia de la propia literariedad, porque desde siempre los escritores
han buscado la forma de llamar la atención sobre las particularidades de su
lenguaje y a lo largo de los siglos han ido desarrollando toda una serie de recursos
que les permiten expresar las preocupaciones relativas a su quehacer.
[Cifre Wibrow 2005: 56]
También Francisco Orejas recuerda que la metaficción contemporánea no puede
analizarse sólo como fenómeno específico de la posmodernidad, sino que hay que
enfocarla también desde una perspectiva histórica, «como hito o jalón en una tan
dilatada como heteróclita secuencia temporal que no puede dejar de considerarse si se
pretende llevar a cabo un estudio riguroso de tal corriente literaria» [Orejas 2003: 183].
En efecto, si el fenómeno metafictivo se puede interpretar como una forma de reacción
a una crisis de las formas tradicionales de representar la realidad, en la historia literaria
hubo varios momentos en los cuales se cuestionaron las fórmulas empleadas hasta
entonces y que por consiguiente dieron lugar a experimentos e innovaciones formales.
Ya en la literatura griega antigua se utilizaban estrategias narrativas que hoy se
incluyen sin duda dentro de la categoría metafictiva. Juegos intertextuales, multiplicidad
de voces narrativas, narraciones enmarcadas y mise en abyme, aparecían ya en obras
como el Dafnis y Cloe de Longo Sofista, en las obras de Esquilo, Eurípides, Aristóteles,
Sócrates, Platón, Homero, Ovidio, Apuleyo, hasta llegar en épocas más cercanas a las
novelas de ciclo artúrico o al teatro del Siglo de Oro español o al de William
Shakespeare [Orejas 2003: 184-196].
Limitándonos al ámbito de la literatura española, Sobejano-Morán incluye, por
ejemplo, El libro de buen amor (1343) de Juan Ruiz entre aquellas obras metafictivas
caracterizadas por el juego con las voces narrativas, recordando como «al final de la
30
fábula sobre el sabio griego y el bellaco romano, se hace explícito que es el libro el que
habla y el que interpela al lector real para sugerirle que él, el texto, está abierto a una
pluralidad de lecturas» [Sobejano-Morán 2003: 28]. También en El conde Lucanor
(1335) de don Juan Manuel, cada uno de los «exenplo» aparece encuadrado por la
diégesis narrativa que protagonizan el conde Lucanor y Patronio y, por un plano
narrativo, el de los versos de la moraleja final de don «Johán», que engloba los dos
planos narrativos anteriores [Sobejano-Morán 2003: 26]. Francisco Orejas, en cambio,
se remonta al siglo XIII, para mencionar las Cantigas de Santa María de Alfonso X el
Sabio, en las cuales se relata cómo el propio rey, gravemente enfermo, es curado
milagrosamente cuando colocan sobre su cuerpo precisamente el texto de las Cantigas
[Orejas 2003: 64].
En la Lozana andaluza (1528), de Francisco Delicado, asistimos a la ruptura de
los planos diegéticos, cuando el personaje de Rampín encuentra a su propio autor en el
Mamotreto XVII, anticipando lo que haría Unamuno en Niebla unos cuantos siglos
después:
AUTOR. […] Estando escribiendo el pasado capítulo, del dolor del pie dejé este
cuaderno sobre la tabla, y entró Rampín y dijo: «¿Qué testamento es éste?»
Púsolo a enjugar y dijo: Yo venía a que fuédeses a casa […].
RAMPÍN. […] ¿Queréis venir? Que todo el mal os quitará […].
AUCTOR. No quiero ir, que el tiempo me da pena; pero decí a la Lozana que un
tiempo fue que no me hiciera ella esos arrumacos, que ya veo que os envía ella, y
no quiero ir porque dicen después que no hago sino mirar y notar lo que pasa, para
screbir después, y que saco dechados. ¿Piensan que si quisiese decir todas las cosas
que he visto, que no sé mejor replicallas que vos, que ha tantos años que estáis en
su compañía? Mas soyle yo servidor como ella sabe, y es de mi tierra o cerca
d’ella, y no la quiero enojar. ¿Y a vos no’s conocí yo en tiempo de Julio segundo
en Plaza Nagoya, cuando sirvíedes al señor canónigo?
RAMPÍN. Verdad decís, mas estuve poco.
[Delicado 1990: 87-89]
En tiempos más recientes, y exactamente en ese siglo XIX generalmente
considerado como dominio exclusivo del realismo, la novela española contó con
31
escritores que continuaron practicando la autoconciencia narrativa, como Pedro A. de
Alarcón, Fernán Caballero, Juan Valera y Benito Pérez Galdós.
En particular, la obra de este último autor ha sido analizada por Assunta Polizzi,
en una monografía titulada El proceso metafictivo en el realismo de Pérez Galdós
(1999), donde se evidencian los recursos metaliterarios presentes en novelas como La
sombra (1871), El amigo Manso (1882), La incógnita (1889), Realidad (1889) y El
caballero encantado (1909). También Sobejano-Morán señala en su ensayo algunos
elementos metaficticios en la obra del escritor canario, en particular en El amigo Manso,
Misericordia (1897) y La de bringas (1884).
Cuando en 1605 apareció el Don Quijote de la Mancha, muchas de las técnicas
metanarrativas empleadas en esta obra no constituían una novedad. Al contrario, como
acabamos de recordar, ya eran aplicadas en distintos ámbitos artísticos, donde los
códigos formales se trasgredían con regularidad. A pesar de estas consideraciones, es
con la publicación de la obra de Cervantes que podemos fechar el nacimiento de la
primera metanovela, como afirma también Ana M. Dotras en su texto La novela
española de metaficción (1994), afirmando que el Quijote constituye el punto de inicio
de una doble trayectoria: la de la novela moderna y, precisamente, la de la metanovela
[Dotras 1994: 11].
En esta obra, que asombra por la modernidad con la cual el autor desarrolla la
psicología de sus personajes, o enfrenta temas como el perspectivismo y los límites
entre realidad y ficción, también el uso de los recursos metaliterarios parece responder a
una plena conciencia de renovación estilística. Todos los aspectos propios de la
escritura metafictiva que Francisco Orejas recapitula en su estudio – autoconciencia,
autorreflexividad, ficcionalidad, hipertextualidad –, junto con los principales
procedimientos que caracterizan esta modalidad narrativa – «novela de la novela»,
narración enmarcada, relatos intercalados, recursos paródicos e hipertextuales, ruptura
de los códigos formales –, aparecen en la obra de Cervantes que, exactamente por esta
razón, constituye el mejor ejemplo de metaliteratura ante litteram en la historia literaria
española.
Entre los recursos metaliterarios utilizados por Cervantes, que sin embargo no
voy a comentar ahora, hay que mencionar la intertextualidad, en forma de referencias
32
explícitas o implícitas, más o menos paródicas a otros textos o géneros literarios (libros
de caballería, novela picaresca, poesía, literatura científica, etcétera); la presencia de
narraciones, poemas, cartas intercaladas; la multitud de voces narrativas; la crítica
literaria incorporada en la narración; las digresiones de carácter moral-retórico-
didáctico, como el discurso sobre las armas y las letras; las consideraciones de orden
político o histórico, la presencia en la narración de personajes históricos novelizados
(como Ginés de Pasamonte o el bandolero Roque Guinart) o de personajes literarios que
dedican poemas laudatorios a don Quijote. De todos estos recursos o técnicas me limito
a comentar aquí la autoconsciencia de los personajes y del mismo narrador dentro de la
obra cervantina, valiéndonos también de la experiencia pirandelliana representada por
Sei personaggi in cerca d’autore (1921), con el objetivo de buscar similitudes entre
obras tan lejanas cronológicamente, pero muy parecidas por otras razones.
– ¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera
historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando
llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?: «Apenas
había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las
doradas hebras de sus hermosos cabellos, […] cuando el famoso caballero don
Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo
Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel». Y
era la verdad que por él caminaba; y añadió diciendo:
– Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas
mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas,
para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quien quiera que seas, a quien
ha de tocar el ser cronista de esta peregrina historia, ruégote que no te olvides de mi
buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras!
[Cervantes 1997a: 98]
Ya desde las primeras páginas la novela de Cervantes se presenta como un relato
metafictivo, en el que el protagonista tiene la seguridad de que sus aventuras serán
objeto de una futura narración y, además, le propone a su imaginario cronista una
posible manera para comenzar el texto. Con estas palabras – proféticas por la
importancia que efectivamente asumirá el mito del don Quijote en el imaginario cultural
mundial – el protagonista dialoga directamente con Cervantes, ofreciéndole al lector una
33
primera multiplicación de planos diegéticos, muy parecida a la que acontece en la obra
de Pirandello, donde los personajes buscan a un autor que los traslade a un texto escrito.
A lo largo de la primera parte de la novela, don Quijote manifiesta más veces la
seguridad o el deseo de que sus aventuras entren a formar parte del corpus literario de
los antiguos caballeros andantes. Es un personaje que parece rechazar su entidad ficticia
y que pugna para afirmar su identidad, su existencia, y lo hace saliendo de la página,
cogiendo la pluma de su creador y dibujándose a si mismo. También Sancho Panza,
condicionado por su amo, ambiciona el estado de personaje literario, imaginando que
alguien escribirá su historia: « sé decir que, si se usa en la caballería escribir hazañas de
escuderos, que no pienso que se han de quedar las mías entre renglones» [1997a: 282].
Pero es en la segunda parte de la novela, publicada diez años después, donde
Cervantes perfecciona su juego metaliterario, en el momento en que los personajes son
informados de la aparición de un libro que narra sus aventuras, es decir, la primera parte
del Don Quijote escrita por Cervantes en 1605. En el segundo capítulo Sancho informa
su amo:
Me dijo que andaba ya en libros la historia de vuestra merced con nombre del
Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a mí en ella
con mi mesmo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con
otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado, cómo
las pudo saber el historiador que las escribió.
– Yo te aseguro, Sancho – dijo don Quijote –, que debe de ser algún sabio
encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre nada de lo
que quieren escribir.
[1997b: 44]
Al saberse protagonistas de un libro, don Quijote y Sancho alcanzan otro nivel
de autoconciencia. Como afirma Ana M. Dotras, Cervantes crea un mecanismo
especular a través del cual don Quijote y Sancho se observan a sí mismos reflejados en
el espejo de la ficción. Si la figura observada en el espejo es el personaje ficticio, el que
se encuentra enfrente tiene que estar dotado de existencia real. De esta forma, los
personajes son ficticios y reales al mismo tiempo, hecho que los sitúa, paradójicamente,
dentro y fuera de la ficción. Tienen conciencia de sí mismos y creen estar en control de
34
su propia situación, hecho que crea una impresión de independencia, de autonomía de
los personajes [Dotras 1994: 45].
A pesar de estas consideraciones, la reacción del protagonista denota cierta
perplejidad: «Pensativo además quedó don Quijote […] y no se podía persuadir a que
tal historia hubiese, pues aún no estaba enjuta la cuchilla de su espada la sangre de los
enemigos que había muerto» [1997b: 46]. El Caballero de la Triste Figura no exulta,
como hubiera sido normal suponer. La noticia de la publicación del libro ha cogido el
Caballero de la Triste Figura desprevenido y, en lugar de expresar una previsible y
justificada satisfacción, reacciona con desconfianza. Si quisiéramos forzar un poco
nuestra interpretación, podríamos decir que don Quijote parece sospechar o ser
consciente de su condición de entidad ficticia (además de no ser un verdadero caballero
andante) y al ser informado de la publicación de un verdadero libro manifiesta su
desconcierto. La escritura, considerada como un acto sagrado que funda la realidad,
permite el pasaje desde el mundo de la imaginación al mundo real. Las aventuras de don
Quijote circulan impresas en todos sitios y podríamos imaginar, satisfaciendo nuestra
fantasía interpretativa, que el personaje ahora dudara secretamente de su propia
condición ficticia y llegara a creerse más real de lo que imaginaba antes de que su libro
apareciera.
A pesar de los siglos que separan Cervantes de Pirandello, no me parece
demasiado arriesgado comparar otra vez las dos obras. En el texto del autor italiano los
personajes no aceptan la representación que de ellos hacen los actores, considerándola
inadecuada. En el Quijote, los dos protagonistas manifiestan la misma preocupación
hacia la verosimilitud de los retratos que el historiador Cide Hamete ha compuesto a
partir de sus aventuras y la confrontación entre caballero y escudero «reales» y sus
clones de papel constituye un tema esencial en el desarrollo de la novela. Don Quijote y
Sancho, de hecho, exponen más veces sus reservas sobre el «sabio» historiador y su
obra que delata públicamente la locura de uno y la simpleza del otro.
Desconsolóle pensar que su autor era moro, según aquel nombre de Cide, y de los
moros no se podía esperar verdad alguna; porque todos son embelecadores,
falsarios y quimeristas.
[1997b: 46]
35
Temo que en aquella historia que dicen que anda impresa de mis hazañas, si por
ventura ha sido su autor algún sabio mi enemigo, habrá puesto unas cosas por
otras, mezclando con una verdad mil mentiras, divertiéndose a contar otras
acciones fuera de lo que requiere la continuación de una verdadera historia.
[1997b: 88]
Cervantes dedica el tercer y el cuarto capítulo de la segunda parte de la novela a
la conversación entre don Quijote, Sancho y Sansón Carrasco sobre la calidad y el grado
de fidelidad a los hechos del libro que los concierne. Este momento constituye también
una ocasión para dar explicaciones, a través de las mismas palabras de los personajes,
sobre las incoherencias presentes en la primera parte de la novela. Cervantes ironiza
sobre las críticas recibidas a causa del empleo de narraciones enmarcadas (en particular,
el cuento intercalado El curioso impertinente) [1997b: 51-52], y sobre la falta de
claridad en torno a algunos puntos de la historia (como a propósito del conocido
episodio del robo del rucio) [1997b: 54]. Cervantes utiliza sus personajes para
defenderse de las críticas recibidas, explotando en pocas páginas todos los recursos que
caracterizan la metaficción: autoconciencia de los personajes y del autor, crítica
literaria, intertextualidad, autorreflexividad, autoironía.
Quisiera yo que los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos
escrúpulosos, sin atenerse a los átomos del sol clarísimo de la obra de que
murmuran, que si aliquando bonus dormitat Homerus, consideren lo mucho que
estuvo despierto por dar la luz de su obra con la menor sombra que pudiese, y quizá
podría ser que lo que a ellos les parece mal, fuesen lunares que a las veces
acrecientan la hermosura del rostro que los tiene, y, así, digo que es grandísimo el
riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad
imposible componerle tal, que satisfaga y contente a todos los que le leyeren.
[1997b: 54]
El juego metaliteario de comparaciones entre personajes «reales» y sus versiones
literarias se complica aún más en la novela cuando toman la palabra aquellos personajes
que, después de haber leído el texto de Cide Hamete, hacen sus comentarios y se
relacionan con don Quijote y Sancho según lo que han leído sobre ellos. La experiencia
de los dos protagonistas en la corte de los duques constituye el eje de la segunda parte
36
de la novela y se construye a partir de la idea que los nobles se han hecho de los
protagonistas después de haber leído el texto que los retrata. En efecto, el desarrollo
narrativo de la segunda parte del Quijote se funda en gran medida en la existencia del
texto de 1605 y en la lectura que de ése han hecho los personajes que ahora rodean al
caballero y su escudero, viniendo a constituir de esta forma un ejemplo perfecto de lo
que se denomina «novela de la novela».
La publicación de la segunda parte del Don Quijote de Avellaneda, en 1614, le
proporciona a Cervantes la ocasión para ampliar y complicar el juego metaficcional en
su «verdadera» segunda parte. En el capítulo LIX don Quijote y Sancho se enteran de la
aparición de un nuevo texto que narra su historia:
– Por vida de vuesa merced, señor don Jerónimo, que en tanto que trae la cena
leamos otro capítulo de la Segunda Parte de don Quijote de la Mancha.
Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oído alerto
escuchó lo que dél trataban, y oyó que el tal don Jerónimo referido respondió:
– ¿Para qué quiere vuesa merced, señor don Juan, que leamos estos disparates si el
que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es
posible que pueda tener gusto en leer esta segunda?
– Con todo eso – dijo el don Juan –, será bien leerla, pues no hay libro tan malo
que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en este más desplace es que pinta a
don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.
[1997b: 541]
De este momento en adelante Cervantes se preocupa de afirmar su paternidad del
personaje y de desacreditar el texto apócrifo, llegando a modificar el curso de la historia
en la última parte de la novela. Los dieciséis capítulos que concluyen la narración giran
esencialmente entorno al texto de Avellaneda, que se convierte a su vez en un
protagonista de la novela cervantina. Anticipando las típicas situaciones de las
metanovelas más recientes, Cervantes retrae a un don Quijote en el acto de hojear el
libro que narra su propia historia, rechazando los contenidos por no ser auténticos. Lo
mismo sucede cuando, después de haber cambiado el destino de su viaje para desmentir
el texto apócrifo que lo veía en Zaragoza, don Quijote visita una imprenta de Barcelona,
en la cual otra vez aparece la Segunda Parte del escritor aragonés:
37
– Ya yo tengo noticia deste libro – dijo don Quijote –, y en verdad y en mi
conciencia que pensé que ya estaba quemado y echo polvos por impertinente; pero
su San Martín se le llegará como a cada puerco; que las historias fingidas tanto
tienen de buenas y deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y
las verdaderas tanto son mejores cuanto son mas verdaderas.
[1997b: 579]
Si a la noticia de la publicación de la primera parte de su historia había
manifestado su preocupación en torno a la veracidad de los hechos narrados, ahora don
Quijote reconoce inmediatamente la falsedad de la obra apócrifa y ataca al texto y a su
autor por mentirosos, mientras que considera ahora con más simpatía la obra original
del historiador Cide Hamete.
Otra vez don Quijote se enfrenta con un problema de identidad, pero esta vez no
se trata de trazar los límites entre la ficción y la realidad, ya que estos dos planes se han
duplicado a su vez. Hacia el final de la novela los dos protagonistas encuentran a Álvaro
Tarfe, uno de los personajes del texto de Avellaneda, a través del cual se enteran de la
efectiva existencia de otro don Quijote y otro Sancho, conocidos personalmente por
Álvaro Tarfe y en realidad muy distintos de ellos. Don Quijote reacciona ante la noticia
con un patético intento de reafirmar su identidad, convenciendo al personaje de
Avellaneda para que declare oficialmente que él es el verdadero don Quijote de la
Mancha [1997b: 644]. Esta multiplicación de identidades produce en el protagonista
una inseguridad existencial que lo obliga a buscar constantemente la confirmación de su
identidad y el reconocimiento por parte de quienes lo rodean. El Caballero de la Triste
Figura ha perdido todo su orgullo y determinación después de una serie ininterrumpida
de fracasos empezada con su primera salida. Su identidad ha sido cuestionada y
debatida en distintas ocasiones, en un juego de espejos que lo ha llevado cerca de la
esquizofrenia. Solo y desilusionado, don Quijote reconocerá su locura ante la muerte,
momento en el cual los planos de la realidad y la imaginación volverán a su sitio. Sin
embargo, y a pesar de que la hora de la muerte representa su último destello de lucidez,
don Quijote no podrá afirmar «Yo sé quién soy» [1997a: 125] con la misma audacia de
antes.
38
Miguel de Cervantes, con una imaginación y técnica que hace palidecer las más
laboriosas metaficciones posmodernas, ha creado un personaje que posee una
autoconciencia parcial de su ser, pero al mismo tiempo no le ha concedido la posibilidad
de acceder a la solución de sus dudas existenciales. El personaje se ha convertido en una
víctima de los juegos literarios de su autor, que le ha obstaculizado voluntariamente la
comprensión del mundo, en parte ficticio y en parte real, en el que lo ha puesto.
Volviendo a la pieza teatral de Pirandello, también los seis personajes no tendrán otro
remedio que someterse a la dramatización que el Autor creará a partir de la narración de
su tragedia familiar y aceptar la actuación de sus propios dobles «en carne y hueso».
Para concluir estos apuntes sobre la autoconciencia de los personajes en el Don
Quijote, merece la pena añadir un comentario sobre el recurso a una pluralidad de voces
narrativas, estrategia elegida por Cervantes para relatar la historia de los protagonistas
desde múltiples puntos de vista, dejando al mismo tiempo al lector en un estado de
confusión permanente. Hay un primer autor, Cide Hamete, un segundo autor anónimo y
un traductor; a ellos se añaden los comentarios de la gente, fuentes históricas oficiales y
algunos manuscritos. Entre los recursos que pertenecen al conjunto de las técnicas
metaliterarias, el uso de distintas voces es quizás uno de los más antiguos empleados. A
menudo los escritores han sentido la necesidad de utilizar algunas máscaras tras las
cuales ocultarse, con el objetivo de protegerse de sus propias creaciones o con la
intención de atribuirles un realismo mayor. En el Don Quijote, sin embargo, Cervantes
no quiere ocultarse tras esa multitud de narradores, al contrario busca concientemente
un efecto opuesto. La continua interrupción del relato dificulta la suspensión de
incredulidad, de manera que al lector no se le permite ensimismarse por completo en la
narración, ni olvidar que lo que tiene en las manos es una obra de ficción. Los
narradores participan en esta operación en distintos niveles, a través de frecuentes
comentarios, puntualizaciones, digresiones, referidas a la historias de los personajes o
directamente a la composición del texto, con intención de autocrítica o manifestando
una actitud narcisista. El resultado es que el lector está obligado a fijarse
constantemente en quién se oculta tras la página.
Si esto no fuera suficiente, y considerando que a lo largo de toda la novela
Cervantes habla de sí mismo a través de sus personajes, que se refieren continuamente
al «sabio historiador», basta con recordar que en la primera parte del Don Quijote se
39
encuentran diseminados en el texto elementos autobiográficos que revelan la presencia
de Cervantes. En la biblioteca de don Quijote, por ejemplo, aparece La Galatea:
Pero, ¿qué libro es ese que está junto a él?
– La Galatea de Miguel de Cervantes – dijo el barbero.
– Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado
en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo y
no concluye nada. Es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la
enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega, y, entretanto que
esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.
[1997a: 138]
En el capítulo XL, Cervantes reaparece recordando su experiencia como
prisionero de los Turcos: «solo libró bien con él un soldado español llamado tal de
Saavedra» [1997a: 530]. Hacia el final de la primera parte se encuentra en una maleta,
junto con el manuscrito de El curioso impertinente, la Novela de Rinconete y Cortadillo
[1997a: 611], mientras que la Tragedia de Numancia aparece fugazmente en el capítulo
XLVIII [1997a: 621]. En la segunda parte de la novela, estas autocitas serán sustituidas
por las continuas referencias al texto de 1605, pero, de una manera u otra, Cervantes
manifiesta el deseo de afirmar su presencia detrás de la obra y, gracias a un constante
juego literario, hace que su creación hable constantemente de él. Este tipo de juego
literario – que coincide con las estrategias típicas de la autoficción, como veremos más
adelante – pertenece también al abanico de los recursos metafictivos y nos servirá ahora
para intentar formular una conclusión quizá algo aventurada.
Si podemos afirmar que los personajes de la novela existen en un mundo
ficticio, que don Quijote es un ser ficticio que cree verdaderas otras historias ficticias,
pero al mismo tiempo busca un reconocimiento como entidad real a través de la
escritura, al otro lado Cervantes, escritor real, es también consciente del poder de la
escritura y busca su autoafirmación insertándose, bajo diferentes máscaras, en su propia
ficción. Recurriendo a la definición que Linda Hutcheon formula respecto a la escritura
metafictiva, podríamos decir que Cervantes obedece a un deseo narcisista entrando
personalmente en su ficción. Toda la novela cervantina constituye un juego con los
límites entre realidad y ficción, donde, entre otras cosas, autor y personaje construyen
40
un diálogo menos invisible de lo que cabría esperar en el cual, sin encontrarse
directamente, hablan el uno del otro, ambos guiñando un ojo hacia el lector.
1.1.3 Conclusión
La teoría literaria ha dedicado en las últimas décadas muchas páginas a la
tentativa de definir, catalogar e interpretar la metaficción. Sin olvidar el hecho de que
ésta constituye un fenómeno existente en la literatura ya desde sus comienzos, los
especialistas más citados han enfocado su atención principalmente hacia la narrativa
contemporánea. Sin embargo, los presupuestos estilísticos y filosóficos que producen la
escritura metafictiva no son exclusivos de nuestros tiempos. Tanto el debate sobre
realidad y ficción, sobre la relación entre lenguaje y mundo fenoménico, como la puesta
en discusión de fórmulas narrativas pertenecientes a la «Tradición», a la búsqueda de
innovaciones estilísticas, o la necesidad de experimentar y jugar con los instrumentos
artísticos, se repiten en la historia occidental del arte desde hace milenios.
En este capítulo, por lo tanto, hemos intentado recapitular los logros de los
esfuerzos teóricos más recientes, pero al mismo tiempo hemos querido añadir nuestra
particular contribución para demostrar la validez de la práctica metafictiva en épocas
ajenas al exuberante fervor teórico-crítico típico de la contemporaneidad, sirviéndonos
de una obra que seguirá siendo un modelo ejemplar de metaficción para los escritores de
cualquier época histórica o lugar geográfico.
41
1.2 Metaficción y Posmodernidad
1.2.1. La dificultad de definir (en) la Posmodernidad
Posmodernismo.
1. m. Movimiento cultural que, originado en la arquitectura, se ha extendido a
otros ámbitos del arte y de la cultura del siglo XX, y se opone al funcionalismo y al
racionalismo modernos.
Posmodernidad.
1. f. Movimiento artístico y cultural de fines del siglo XX, caracterizado por su
oposición al racionalismo y por su culto predominante de las formas, el
individualismo y la falta de compromiso social.
Posmoderno, na.
1. adj. Perteneciente o relativo al posmodernismo.
2. adj. Partidario de este movimiento intelectual, literario o artístico. U. t. c. s.
R.A.E. Vigésima segunda edición
Empezar este capítulo con las definiciones que el Diccionario de la Real
Academia Española propone para estos tres términos es una forma de evidenciar la
dificultad que se presenta a la hora de aclarar lo que estos conceptos designan.
Si en el ámbito internacional es hoy generalmente aceptada una idea, aunque
fluctuante y sujeta a probables futuras rectificaciones, de lo que significa
postmodernism, en los países de habla española la palabra posmodernismo conlleva
alguna dificultad añadida. Este término había aparecido ya en 1934, cuando Federico de
Onís, en su Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932), así
denominaba a un conjunto de corrientes literarias posteriores y contrarias al
Modernismo, un movimiento artístico de origen hispanoamericano que se había
desarrollado entre finales del siglo XIX y principios del XX, encabezado por el poeta
42
Ruben Darío.7 El diccionario de la Real Academia, sin embargo, no menciona esta
acepción del término y se limita a formular una definición prácticamente idéntica a la de
posmodernidad, exceptuando la referencia a la arquitectura. De esta forma, demuestra
cómo se ha producido un claro desplazamiento semántico, por asimilación al inglés, por
medio del cual la palabra posmodernismo ha pasado a significar esa corriente artística y
estética que se considera consecuencia directa de la posmodernidad. También por lo que
se refiere al término «posmoderno», utilizado como adjetivo y como sustantivo, la Real
Academia olvida especificar que éste no indica sólo un «partidario» del
posmodernismo, sino que se suele utilizar también como sinónimo tanto de
posmodernismo como de posmodernidad. Si es verdad que, en la práctica, se privilegia
el vocablo posmodernidad a la hora de hablar de la época, mientras que posmodernismo
y posmoderno parecen más aptos para indicar el movimiento artístico y cultural, los tres
términos han llegado a considerarse casi sinónimos, y muchos críticos empiezan sus
estudios explicitando sus preferencias personales.8
Otra aclaración necesaria concierne la palabra modernismo, ya que el concepto
de posmodernismo (o postmodernismo) implica la presencia de una sucesión
cronológica. Según el diccionario antes citado, la definición de modernismo designaría,
además de la corriente poética fundada por el poeta nicaragüense, también un
movimiento religioso de finales del siglo XIX y comienzos del XX que «pretendió poner
de acuerdo la doctrina cristiana con la filosofía y la ciencia de la época». Puesto que
estas dos acepciones no nos interesan, consideraré la última que este diccionario ofrece:
«especialmente en arte y literatura, afición a las cosas modernas con menosprecio de las
antiguas». Esta interpretación muy restringida y genérica no tiene en consideración la
abundancia de ensayos filosóficos, históricos y literarios que se han prodigado para
definir lo que se entiende por modernismo, y por modernidad.
7 Para mayores detalles sobre las tempranas apariciones del término «posmodernismo» en contextos ajenos al de este trabajo, véanse, entre otros, los estudios de Lozano Mijares [2007: 33-36] o Ceserani [1997: 29-30]. 8 Por ejemplo, Lozano Mijares explica que en su trabajo «se utilizará siempre el sustantivo posmodernismo y el adjetivo posmodernista» y que «se utilizarán indistintamente los adjetivos posmoderno y posmodernista siempre que se apliquen a entidades de referencia artística […] ya que ambos remiten, en último término, a la posmodernidad como episteme. Es decir, novela posmoderna significa texto narrativo cuyas características son consecuencia de la episteme posmoderna; y novela
posmodernista, texto narrativo perteneciente al posmodernismo, o sea, a la consecuencia de la episteme posmoderna en el arte». [Lozano Mijares 2007: 8-9].
43
Si siempre el mismo diccionario define secamente la modernidad como
«cualidad de moderno», en el estudio de Lozano Mijares se afirma que:
La modernidad, cuyo inicio suele situarse en torno a 1789, es la episteme que aúna
los presupuestos filosóficos de la Ilustración y del racionalismo cartesiano, la base
social del estado burgués centralizado y democrático, y el fundamento científico
del progreso y de la tecnociencia y el capitalismo. Sus claves son: la importancia de
lo científico-técnico, la ideas de sujeto y de tiempo lineal, la necesidad de ruptura y
la búsqueda de lo nuevo.
[Lozano Mijares 2007: 67]
A continuación, esta estudiosa afirma que la modernidad no es en realidad un
concepto unívoco y, sirviéndose de las distinciones hechas por Matei Calinescu, aporta
más definiciones para distinguir los conceptos de modernidad, modernismo,
modernización y vanguardia. Nos quedaremos con la de modernidad, que sería el
«paradigma social, económico y cultural de un momento histórico concreto», y la de
modernismo, «paradigma estético general de la episteme moderna» que, sin embargo,
«no tiene por qué coincidir con ella en sus planteamientos» [Lozano Mijares 2007: 70-
71].
John Butt, en cambio, se adentra más en el ámbito literario y ofrece su
interpretación en un artículo titulado «Modernismo y Modernism», publicado en un
estudio titulado ¿Qué es el Modernismo? Nueva encuesta, nueva lecturas [1993], sobre
el significado que el término inglés Modernism tendría normalmente en la crítica
literaria de todas las lenguas europeas, con excepción de la española. Sirviéndose de la
definición del Diccionario del Pensamiento Moderno de Bullock & Stallybrass, Butt
define el modernismo como una tendencia internacional que aparece en la poesía,
ficción, drama, música, pintura, arquitectura y otras artes occidentales de finales del
siglo XIX. En esta tendencia confluyen movimientos como el simbolismo, el
impresionismo, el fauvismo, el cubismo, el post-impresionismo, el futurismo, el
constructivismo, el imagismo, el dadaísmo y el surrealismo entre otros, caracterizados
por un fuerte contenido formal y estético. Esta corriente artística post-realista y
experimental podría considerarse como un intento de defender el ámbito de lo estético
contra las presiones intelectuales, sociales e históricas que lo amenazaban [Butt 1993:
44
39]. Butt añade que, de todas formas, el término no deja de ser tan impreciso como
cualquier etiqueta literaria. Debido a su carácter genérico, por ejemplo, suele utilizarse
también para indicar un grupo de escritores, predominantemente de lengua inglesa, que,
sin pertenecer ni a las vanguardias ni al simbolismo, aprovecharon de algunas de sus
técnicas a lo largo de los primeros cuarenta años del siglo XX. Entre ellos, T. S. Eliot,
James Joyce, Ezra Pound, Virginia Woolf. Este tipo de narrativa, a la que a menudo los
críticos literarios hacen referencia para establecer una definición de literatura
posmoderna, se caracterizó por la búsqueda de nuevas técnicas y temas narrativos y
poéticos para renovar las fórmulas decimonónicas, como el flash-back o el flujo de
conciencia, el utilizo de tramas no lineares, el uso de símbolos y el influjo del
psicoanálisis, la atención hacia los mitos y la antropología. En su artículo, John Butt
continúa avanzando su opinión sobre la naturaleza específicamente «hispánica» del
problema terminológico relativo al modernismo:
El hecho fortuito de que la lengua castellana diera el nombre más bien impreciso de
«modernismo» a un movimiento literario que, en otras lenguas europeas,
probablemente se hubiera llamado «simbolismo», ha impedido que el hispanismo
use el término «modernismo» con un sentido mucho más esclarecedor e
iluminante, el de Modernism o Modernismos, y ha ocultado la filiación de
Modernist del modernismo hispánico. De haberse introducido el término
Modernism en la crítica literaria hispánica, hubiera podido servir para denominar
todo el replanteamiento de la relación entre experiencia y lengua literaria que
caracterizó a la literatura castellana del período 1895-1936. Pero el temprano uso
de la palabra «modernismo» en la crítica hispánica para denominar lo que no es
más que un primer componente del Modernism, ha dado como resultado el que no
exista en el léxico castellano, por lo menos en el léxico crítico-literario, un
equivalente del inglés Modernism, del alemán Modernismos, del ruso Modernizm o
del francés Modernisme. No hay nada, por consiguiente, en la lengua castellana que
nos induzca a identificar el fenómeno del Modernism literario castellano, a pesar de
que el notable florecimiento de las letras españolas asociado con el modernismo y
con las primeras décadas del siglo XX bien pudiera considerarse como parte
integrante del Modernism europeo.
[Butt 1993: 40-41]
45
La interpretación de Butt, sin embargo, puede ser criticada en cuanto parece no
tener en cuenta las distinciones entre los movimientos finiseculares y las corrientes
estéticas de vanguardia. De hecho, puede considerarse un error metodológico utilizar el
término modernism para señalar un continuum que iría desde las últimas dos décadas
del siglo XIX hasta los años 30 del siglo XX, arrastrando la evolución general de los
discursos artísticos en Europa a la particular y excéntrica de Inglaterra. Por esta razón
sería más correcto, por lo que se refiere al estudio de la literatura hispánica, no emplear
el término de modernismo en el sentido de la crítica anglosajona, sino el de modernidad.
De todas formas, la dificultad de definir el modernismo y la modernidad, o por
lo menos de delimitar las muchas posibles versiones, se refleja también en el análisis del
posmodernismo ya que, tampoco en este caso, es posible alcanzar una definición
unívoca, debido tanto a la multiplicación terminológica de las últimas décadas, como a
la propia naturaleza inestable del fenómeno que se intenta describir. Casi la totalidad de
los críticos que se han dedicado a este argumento, en efecto, coincide en evidenciar la
dificultad que implica esta operación. En uno de los estudios más recientes y completos
sobre el posmoderno, Postmodernism and the Contemporary Novel (2002), el editor
Bran Nicol afirma, por ejemplo, que el concepto de posmodernismo es el más
problemático en la crítica cultural contemporánea por el hecho de que aparece en las
más variadas disciplinas, en las cuales ha sido utilizado en distintas maneras. Después
de afirmar que el problema en hallar una fórmula unívoca se debe al hecho de que el
objeto que se quiere analizar es inestable y se modifica según el contexto en el que
viene discutido, Nicol afirma que «it is almost standard practice for introductions to
postmodernism to begin with the rather paradoxical assertion that postmodernism is
impossible to introduce satisfactorily» [2002: 1]. También Linda Hutcheon había
afirmabado en 1989 que:
Any attempt to define the word will necessarily and simultaneously have both
positive and negative dimensions. It will aim to say what postmodernism is but at
the same time it will have to say what it is not. Perhaps this is an appropriate
condition, for postmodernism is a phenomenon whose mode is resolutely
contradictory.
[Hutcheon 1989: 1]
46
Mientras que Brian McHale, pocos años después declaraba:
No doubt there “is” no such “thing” as postmodernism. Or at least there is no such
thing if what one has in mind is some kina of identifiable object “out there” in the
world, localizable, bounded by a definite outline, open to inspection, possessing
attributes about which we can all agree.
[McHale 1992: 1]
En realidad, parte del problema reside en la contemporaneidad de lo que se está
analizando, hecho que determina inevitables evoluciones del objeto mismo y la falta de
distancia crítica por parte de los observadores que no podemos, objetivamente,
individualizar y valorar todos los matices implicados.
A pesar de eso, sólo muy recientemente parece haberse estabilizado un general
consenso – e incluso cierto cansancio y aburrimiento – sobre lo que significa este
concepto o, por lo menos, éste habría empezado a perder su capacidad de producir
nuevas e importantes definiciones. «Posmodernismo» es hoy en día un término más o
menos estable en el discurso crítico, aceptado y utilizado en múltiples ámbitos con
significados y matices no siempre unívocos. Sin embargo, estos significados tienen
todos como denominador común la presencia de una actitud autorreflexiva y una
conciencia irónica relacionadas con el cambio cultural ocurrido en la sociedad
occidental en la segunda parte del siglo XX. Antes de entrar más en profundidad en los
detalles, con el objetivo de evidenciar aquellas características del posmodernismo que
de una forma u otra han influido y siguen influyendo en la escritura metafictiva, merece
la pena recordar, sin pretensión de exhaustividad, algunos de los numerosos estudios
que han marcado el debate intelectual sobre este asunto en los últimos cuarenta años.
Como señalaba la definición de posmodernismo de la Real Academia citada a
principio de este capítulo, recordaré que entre los primeros usos de este concepto el que
tuvo más fortuna fue el relacionado con la arquitectura. En 1977, Charles Jencks
publicó The Language of Post-Modern Arquitecture, texto que representa el
reconocimiento de la arquitectura posmoderna y demuestra que éste fue el primer arte
que tuvo conciencia de sí mismo como perteneciente a la episteme posmoderna.
Siguiendo el deseo de romper con la arquitectura moderna, que buscaba la adecuación
de la forma y la función, la eliminación de cualquier elemento decorativo inútil en una
47
óptica racionalista, el nuevo estilo posmoderno quería rehumanizar la arquitectura a
través de elementos decorativos y populares, y referencias históricas. De esta forma, se
consiguió preservar, recuperar y reconvertir edificios confiriéndoles incluso usos
distintos de los originales. La construcción se convirtió en arte y fantasía, más que en
empresa utilitaria, y se caracterizó por la cita de elementos sacados de otras épocas o
lugares. Esta estética fue presentada por arquitectos europeos y norteamericanos durante
la Bienal de Venecia de 1980, y las polémicas que desde ese momento se sucedieron
sobre la superación de las formas artísticas anteriores no tardaron en difundirse hacia
otros ámbitos culturales:
El término posmodernidad emigró rápidamente de la arquitectura y pasó a designar
simultáneamente un estilo estético, una situación cultural, una condición
económica y una actitud política, todo ello envuelto en una polémica sin
precedentes y apoyado por un fenómeno fundamental para el cambio de episteme:
la expansión del nuevo pensamiento filosófico francés, también llamado
postestructuralista, en Estados Unidos y gran parte del mundo occidental
[Lozano Mijares 2007: 43]
Entre los exponentes del «pensamiento filosófico francés», cuyos trabajos
tuvieron mucha importancia en la formulación de las teorías posmodernas de las
academias norteamericanas, los principales fueron Foucault, Derrida, Lyotard y
Baudrillard, a pesar de que ninguno de ellos había utilizado la palabra «posmoderno» a
lo largo de los años setenta (el primero fue Lyotard que, en 1979 y después de un viaje a
América, escribió La Condition posmoderne).
En cuanto a las teorías de Foucault, desarrolladas en Folie et déraison (1965),
Les Mots et les choses (1970), L’Arquéologie du savoir (1972) y Naissance de la
clinique (1973), fueron recibidas con entusiasmo en los ambientes intelectuales
americanos. En la universidad de Berkeley, por ejemplo, nació una escuela crítica, el
New Historicism, a partir de algunas ideas del filósofo francés sobre el control
institucional de las diversas formas históricas del discurso [Ceserani 1997: 55]. Foucault
introdujo además su concepto de «episteme», considerada como una forma histórica de
organización de la experiencia y de construcción de la subjetividad, un orden racional
basado en el lenguaje que hace de intermediario entre los códigos de una cultura y sus
48
esquemas perceptivos, un sistema de conocimiento que es a la vez un límite de la
experiencia posible [Foucault 1970]. Foucault distinguió entre episteme renacentista,
clásica y moderna describiendo los mecanismos típicos de cada una y cómo éstas han
condicionado las formas de percepción y del pensamiento, con una atención particular
en la relación entre poder y lenguaje.
Por lo que se refiere a Derrida, su importancia se debe a su oposición en contra
del estructuralismo lingüístico clásico. Este filósofo invitó a reevaluar el «significado»
respecto al «significante» pero, sobre todo, llamó la atención sobre la inestabilidad del
significante y la potencialidad dinámica del proceso de significación. Introduciendo el
concepto de différance, Derrida subrayaba la multiplicación sin fin, o «diseminación»
de los significados y, al mismo tiempo, ponía en discusión la tradición metafísica
occidental basada sobre una confianza ingenua en la posibilidad de identificar un
fundamento del conocimiento. Su texto fundamental, Grammatologie (1967), fue
traducido al inglés en 1977 y se convirtió en la base del deconstruccionismo, un método
crítico según el cual las obras literarias tenían que analizarse a través de una
descomposición del lenguaje para buscar los significados ocultos entre las mallas de las
palabras. Las teorías postestructuralistas de Foucault y Derrida, a pesar de no utilizar el
concepto de posmoderno, constituyeron una base filosófica que las muchas reflexiones
sucesivas no pudieron ignorar.
Volviendo al debate desarrollado en torno a la posmodernidad, uno de los
ensayos más influyentes es La condition postmoderne (1979), de Jean-François Lyotard,
en el cual su autor introduce el concepto de gran récits, o métarécits – en castellano
«metanarraciones», «metarrelatos» o «grandes relatos» –, para indicar todos aquellos
discursos producidos con el objetivo de legitimar todas las creencias, ideologías y
filosofías a la base de la cultura occidental a partir de finales del siglo XIX.9 En La
posmodernidad (explicada a los niños) (1986), Lyotard explica:
Los «metarrelatos» a que se refiere La condición posmoderna son aquellos que han
marcado la modernidad: emancipación progresiva de la razón y de la libertad,
9 A pesar de la cercanía terminológica entre estos conceptos – «metarrelatos» y «metanarraciones» – y el tema central de este estudio – metaficción y metaliteratura –, éstos serán utilizados sólo en la acepción Lyotardiana, de momento que ya han entrado a formar parte del bagaje crítico común en la discusión sobre el posmoderno. No existe ninguna relación, por lo tanto, entre «metarrelato» y metacuento, o «metanarrción» y metanovela.
49
emancipación progresiva o catastrófica del trabajo (fuente de valor alienado en el
capitalismo), enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la
tecnociencia capitalista, e incluso, si se cuenta al cristianismo dentro de la
modernidad (opuesto, por lo tanto, al clasicismo antiguo), salvación de las criaturas
por medio de la conversión de las almas vía el relato crístico del amor mártir.
[Lyotard 1986: 29]
Este estudioso efectúa un análisis de la epistemología de la cultura posmoderna,
llegando a condensar su interpretación de esta «condición» bajo una fórmula muy
sintética: «simplificando al máximo, se tiene por ‘posmoderna’ la incredulidad con
respecto a los metarrelatos» [Lyotard 1991: 4].
Según Lyotard, las metanarraciones habían funcionado de forma similar a los
mitos y, durante la anterior época moderna, habían tenido la función de legitimar las
instituciones y las prácticas sociales y políticas, las legislaciones, las bases éticas y las
maneras de pensar. En nuestra sociedad postindustrial, el metarrelato ha perdido su
credibilidad a causa de los acontecimientos históricos, económicos y sociales que han
caracterizado nuestros tiempos. En especial modo los desastres de la Segunda Guerra
Mundial, el derrumbamiento del modelo comunista, el impacto de la prosperidad
capitalista que valoriza el disfrute individual de bienes y servicios y el auge de la
tecnología que ha puesto el acento sobre los medios más que sobre sus fines han
contribuido a deslegitimar la fe en el progreso, la libertad y los valores sobre los que se
apoyaba el optimismo occidental. Conceptos como la Ilustración o el Marxismo, el
progreso positivista de la historia o la posibilidad de la libertad serían, según Lyotard,
ideas obsoletas ante el progreso tecnológico ocurrido especialmente en el ámbito de los
medios de comunicación y la informática. Los metarrelatos habrían perdido su
capacidad de representar la sociedad posmoderna, la cual, sin embargo, se caracteriza
por la abundancia de nuevos «microrrelatos». Si, en efecto, la teoría de Lyotard ha
recibido algunas observaciones por ser en apariencia contradictoria, en cuanto podría
considerarse como un nuevo metarrelato en la historia del declive de los metarrelatos,
en realidad Lyotard declara, en La condición posmoderna, el declive de unos cuantos
metarrelatos y no pone en duda la capacidad de producir nuevas narraciones
legitimantes. Otra crítica que ha recibido Lyotard se refiere a los supuestos nihilismo y
neoconservadurismo que caracterizan sus teorías, en el sentido de que su oposición a la
50
modernidad implicaría un rechazo de los avances de la razón y de la civilización
occidental. Sin embargo, el teórico francés no oculta en su análisis de la sociedad
posmoderna la esperanza de que la situación pueda cambiar. A través del arte, la
escritura y la reflexión sobre la historia de la modernidad tiene que desarrollarse una
resistencia contra la tecnociencia y la uniformización impuesta por los medios de
comunicación.
También Jean Baudrillard coincide con Lyotard en la convicción de que las
sociedades occidentales consumistas y capitalistas han entrado en un nuevo período
histórico que se caracteriza por la desaparición de las estructuras y los referentes
fundamentales de la sociedad moderna. Y también este sociólogo reconoce como causa
de este proceso el impacto de los medios de comunicación de masas y los sistemas de
información. Un año antes respecto a Lyotard, Baudrillard había publicado Cultura y
simulacro (1978), un ensayo en el cual afirmaba que lo real había desaparecido a favor
de las apariencias y los simulacros, los cuales habrían suplantado sus referentes
reconstruyéndolos en una versión artificial:
Todo el sistema queda flotando convertido en un gigantesco simulacro – no en algo
irreal, sino en simulacro, es decir, no pudiendo trocarse por lo real pero dándose a
cambio de sí mismo dentro de un circuito ininterrumpido donde la referencia no
existe.
[Baudrillard 1984: 10]
La diferencia entre ficción y realidad, escribe Baudrillard, ha sido deconstruida
por mano del capital, que fue el primero en anular las distinciones entre lo verdadero y
lo falso, el bien y el mal, y sustituirlas por la ley del intercambio. La posmodernidad,
entonces, representaría la consecuencia cultural del capitalismo avanzado y, desde un
punto de vista social, se caracterizaría por la disolución de las clases sociales y la
muerte del individuo, incapaz de poseer una distancia crítica suficiente ante el continuo
bombardeo de signos. El resultado es el predominio de una masa homogénea, carente de
juicio y fácilmente manejable por las redes de poder, las cuales establecen la distinción
entre realidad e irrealidad según su conveniencia. También Baudrillard, por lo tanto,
subraya el papel fundamental de la tecnología, en cuanto a través de ésta se determina
esa anulación entre realidad e irrealidad, en la cual lo artificial se convierte en más real
51
que lo real mismo y donde el consumo produce las necesidades, controla los deseos,
crea discursos sobre el mundo de manera que nuestras ideas sobre la realidad dependen
de cómo ésta sea descrita.
A lo largo de los años siguientes, también la visión apocalíptica de Baudrillard
recibió numerosas críticas a causa de su nihilismo. Si Remo Ceserani escribió a
propósito de este teórico que «è divenuto immaginoso come uno scrittore di romanzi
cyberpunk, metafisico e astratto, lugubre nelle sue rappresentazioni della storia»
[Ceserani 1997: 61], Manuel Alberca avanza una crítica general de la posición de
Baudrillard juntándolo con los teóricos franceses citados anteriormente:
Figuras como Foucault, Derrida o Baudrillard negaban al individuo la posibilidad,
no digo ya de emanciparse, sino simplemente de luchar, incluso de vivir. Pues en
unos casos ejecutaron y en otros certificaron la muerte del hombre. El relativismo
nihilista dejaba sus análisis y sus propuestas filosóficas faltos de la menor puerta o
ventana para entrever un escenario presente o futuro diferente por el que atisbar
alguna salida que pudiera concebir una posibilidad de trasformar el mundo,
corroborando así la idea de Lyotard que había decretado el final de los grandes
relatos idealistas o materialistas del siglo XIX, calificándolos de pura ficción. Lo
real resultaba tan reducido en los diseños ideológicos posmodernos que la
experiencia del mundo no era posible o se convertía en un sucedáneo a la medida
del deseo y de sus necesidades sentimentales. Y lo que es peor, se entendió esto no
sólo como normal sino como deseable y satisfactorio.
[Alberca 2007: 40]
A distancia de treinta años, sin embargo, la interpretación sociológica nihilista
de Baudrillard resulta, desafortunadamente, bastante acertada para describir situaciones
que no se alejan demasiado del mundo imaginado por George Orwell ya en 1948,
cuando escribía su 1984.
Otro de los mayores teorizadores sobre la posmodernidad es Frederic Jameson,
un crítico declaradamente marxista que, sirviéndose de teorías y metodologías
elaboradas en otros ámbitos, como la lingüística, la semiótica, la sociología de la cultura
o la historia de las ideas, concentra sus teorías en los «modos de producción»,
considerando en especial manera los fenómenos culturales como la mercantilización del
arte, la masificación de los consumos estéticos, la reutilización publicitaria de las
52
experimentaciones vanguardistas con los lenguajes. En 1982 Jameson pronunció su
primera conferencia sobre la posmodernidad en el Whitney Museum of Contemporary
Arts. Esta contribución, aparecida dos años más tarde en la revista inglés «New Left
Review», se convirtió en el primer capítulo de un voluminoso libro titulado
Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism (1991). La reflexión de este
autor sobre el fenómeno posmoderno empieza con la comparación entre la producción
artística posmodernista y modernista. Según Jameson, con la llegada de la
posmodernidad se verifica un vaciamiento de las funciones de las vanguardias y una
revisión de los cánones de la modernidad. Las producciones posmodernas de John
Cage, Andy Warhol, Philip Glass y Michael Show, por ejemplo, representan la reacción
contra las formas establecidas del modernismo clásico de artistas como Pound, Eliot,
Joyce, Proust, Stravinsky, Le Corbusier. A continuación, Jameson pone como
fundamentos del arte posmoderno el derrumbamiento de la distinción entre cultura de
elite y cultura de masas, llevado a cabo a través de la incorporación de textos
paraliterarios en las obras artísticas. Añade además, como elementos característicos de
esta época, la colonización de la naturaleza por parte de la cultura y la prepotente
comercializazión de la misma, que ha llevado a la exaltación ideológica del mercado, la
alianza entre éste y los medios de comunicación, la identidad entre los productos y sus
imágenes y la abolición de cualquier distancia crítica [Ceserani 1997: 81-82].
Acogiendo en su reflexión las ideas de Baudrillard, Lyotard y Ernest Mandel sobre el
«capitalismo tardío», Jameson considera la posmodernidad como la última de las
revoluciones de la tecnología, empezadas con la primera revolución industrial de fines
del signo XVIII. Así, el posmodernismo sería la expresión estética de una realidad
social, económica y cultural dominada por las leyes del capitalismo, un arte que, a
diferencia del modernismo, no se opone subversivamente al sistema, sino que obedece a
las necesidades de éste y halla su máximo representante en el arte norteamericano
globalizado.
Según Jameson, la forma artística más representativa de la posmodernidad es el
pastiche, que define como «parodia neutra, parodia que ha perdido su sentido del
humor» [Jameson 1982: 170]. Esta forma artística se funda sobre la idea de la muerte
del autor, la imposibilidad de la mímesis realista, la pluralización del lenguaje y el
decaimiento del concepto de realidad. Para este autor, la función del arte en la
53
posmodernidad se limita a expresar el fracaso de lo nuevo y el fin de la estética
individual, a través de la utilización del pasado y de los «simulacros». La
posmodernidad es también «esquizofrénica», debido a su naturaleza inestable, en la cual
el presente tiene escasa conexión con el pasado y donde no hay ningún futuro
concebible en el horizonte [Jameson 1982: 177].
Entre los teóricos y escritores que se han ocupado de lo posmoderno, Umberto
Eco se sitúa entre quienes han sabido evaluar de forma positiva las posibilidades del arte
producido en esta época. En su Postille al «Nome della rosa» (1983), considerado hoy
una especie de manifiesto de la poética posmoderna, Eco proponía considerar lo
posmoderno como una «categoría espiritual» estilística parecida al manierismo,
caracterizada por constituir una especial forma de reacción al peso del pasado a través
de los instrumentos de la citación y de la ironía:
La risposta postmoderna al moderno consiste nel riconoscere che il passato, visto
che non può essere distrutto, perché la sua distruzione porta al silenzio, deve essere
rivisitato: con ironia, in modo non innocente. Penso all'atteggiamento post-
moderno come a quello di chi ami una donna, molto colta, e che sappia che non
può dirle «ti amo disperatamente», perché lui sa che lei sa (e che lei sa che lui sa)
che queste frasi le ha già scritte Liala. Tuttavia c'è una soluzione. Potrà dire:
«Come direbbe Liala, ti amo disperatamente». A questo punto, avendo evitata la
falsa innocenza, avendo detto chiaramente che non si può più parlare in modo
innocente, costui avrà però detto alla donna ciò che voleva dirle: che la ama, ma
che la ama in un'epoca di innocenza perduta. Se la donna sta al gioco, avrà ricevuto
una dichiarazione d'amore, ugualmente. Nessuno dei due interlocutori si sentirà
innocente, entrambi avranno accettato la sfida del passato, del già detto che non si
può eliminare, entrambi giocheranno coscientemente e con piacere al gioco
dell'ironia… Ma entrambi saranno riusciti ancora una volta a parlare d'amore.
Ironia, gioco metalinguistico, enunciazione al quadrato. Per cui se, col moderno,
chi non capisce il gioco non può che rifiutarlo, col post-moderno è anche possibile
non capire il gioco e prendere le cose sul serio. Che è poi la qualità (il rischio)
dell’ironia.
[Eco 1984: 39]
54
Eco sugiere en su interpretación que el posmodernismo no es un estilo típico de
una época específica de la historia cultural. Al contrario, ésta sería una actitud que se
puede encontrar en diversos períodos, cada vez que lo «moderno» – después de intentar
destruir el pasado – se da cuenta de que no puede seguir adelante sin caer en el silencio.
Por esta razón hay que volver a enfrentarse con el pasado a través de la ironía, una
forma paradójica de utilizar el lenguaje para decir algo nuevo reconociendo al mismo
tiempo las deudas con el pasado. Por lo tanto, la reflexión de Umberto Eco demuestra
que, a pesar de las crisis de los fundamentos filosóficos y artísticos tradicionales de la
cultura occidental, es todavía posible la creación artística. La idea del arte posmoderno
como pastiche o collage de citas ya no tiene el mismo valor que le atribuía Jameson, o
sea el de parodia que ha perdido el sentido del humor. Al contrario, según Eco, sería
propio de la ironía el funcionar como complemento de esa actitud que Peter Sloterdijk
definió como «razón cínica», aquella característica típica del hombre contemporáneo de
seguir actuando en cierta manera (generalmente poco apreciable) aun siendo consciente
de las persuasiones ideológicas, culturales o económicas que se mueven tras cada
acción. Si en el arte posmoderno, sobre todo cuando se encuentra relacionado con los
aspectos más populares de la cultura, existe una autoconciencia que se manifiesta a
través de una intertextualidad «sin vergüenza» utilizando el collage y la cita, esta falta
de originalidad es también acompañada por una irónica conciencia de cuánto nuestras
vidas están manipuladas e incluso construidas por los medios de comunicación, las
ideologías y las prácticas discursivas.
Intentando resumir, entonces, es posible individualizar principalmente dos
ópticas distintas en la interpretación de la posmodernidad. Por un lado estudiosos como
Jameson, Lyotard o Baudrillard denuncian el peligro de la separación entre lo real y lo
ficticio (representado por los «simulacros» o la virtualización de cada vez más aspectos
de nuestras vidas), utilizando en la descripción de la condición posmoderna términos
como esquizofrenia, histeria o paranoia. Esta interpretación se funda en una visión
fuertemente crítica de la situación socio-económica de la cultura occidental y pone en
primer plano los avances tecnológicos e informáticos y los excesos del sistema
capitalista y consumista. La ruptura ontológica entre realidad y ficción se considera, por
55
lo tanto, como un resultado intencionalmente perseguido a través del uso del lenguaje y
el progreso científico puesto al servicio de los juegos del poder.
Por otro lado, como demuestra Eco – y como también hará Linda Hutcheon
considerando la metaficción historiográfica como la forma narrativa más paradigmática
de la escritura posmoderna – es posible evaluar positivamente la autoconciencia que el
hombre contemporáneo ha alcanzado en la posmodernidad. También gracias a esos
mismos medios de comunicación que hoy posibilitan la búsqueda de informaciones
sobre cualquier ámbito de estudio en prácticamente todo el mundo (con las debidas
limitaciones, por supuesto), el hombre posmoderno ha alcanzado un mayor
conocimiento de los mecanismos de la base de la cultura, las ideologías, en suma, de la
naturaleza discursiva de las prácticas humanas. El arte posmoderno refleja esta mayor
conciencia desde una perspectiva lúdica: a través del collage y el pastiche se
entremezclan diferentes medios comunicativos, el serio con lo cómico, la innovación
con lo antiguo y se revisita el pasado en clave irónica. Si, por un lado, la actitud
posmoderna demuestra que el hombre contemporáneo no ha «mejorado» desde un punto
de vista moral o ético (por ejemplo, sigue votando presidentes que mienten
abiertamente, o comprando productos inútiles anunciados con publicidades
patentemente exageradas o falsas), por otra parte constituye una novedad en la historia
cultural occidental debido a la difusa autoconciencia de estos mecanismos. Abrir un
debate sobre la aceptación de este funcionamiento por parte de la sociedad que, aun
sabiéndose terreno de juego para medios de comunicación y multinacionales que van
sustituyéndose a los gobiernos, continúa disfrutando con televisores de plasma y
autofichándose en los más conocidos social networks, no es objetivo de este trabajo.
Lo que sí se quiere subrayar, antes de analizar las relaciones entre
posmodernidad y metaficción, es la naturaleza heterogénea y difícilmente clasificable
del fenómeno posmoderno, en especial desde cuando los términos «posmodernismo»,
«posmodernidad» y en particular al forma adjetival «posmoderno/a» han salido de los
ambientes académicos para aparecen a diario en discusiones sobre cualquier tema. Se
habla de posmoderno en todas las artes, todos los ámbitos de la cultura, la política, la
economía y la ciencia, recurriendo cada vez a conceptos – positivos o negativos según
la intención – como indeterminación, discontinuidad, incoherencia, pluralidad,
diversidad, ambigüedad, individualización, fragmentación. Esta inflación del término
56
posmoderno ha llegado al punto que se utiliza de una forma tan generalizada que ya se
empieza a dudar de la existencia del fenómeno mismo. Intentando simplificar, Bran
Nicol propone su propia definición de posmoderno, centrándose solamente en su
carácter autoconsciente:
Postmodernism can be regarded as a mode of cultural awareness informed by the
conviction that everything is, in fact, cultural; that is, nothing in life – nationalism,
value systems, identity, history, even reality – is natural or given. Rather,
everything is constructed, mediated, put there by someone for a particular reason.
[Nicol 2002: 3-4]
En realidad, el hecho mismo de intentar definir la posmodernidad constituye
una paradoja. Si aceptáramos como verdaderos muchos de los nuevos «metarrelatos»
sobre la época contemporánea (la indeterminación del signo lingüístico, la crisis de la
realidad frente a la irrealidad, la muerte del sujeto, el relativismo cultural, etcétera)
llegaríamos a un punto muerto desde el cual sería imposible fijar una definición de lo
posmoderno. El arte y la filosofía contemporáneos, en efecto, al destruir la confianza
sobre la capacidad de representar la realidad nos han privado también de un
metalenguaje idóneo para intentar describir lo que es la misma posmodernidad. Esto,
obviamente, en el caso en que tomáramos «en serio» la efectiva existencia de una
posmodernidad.
57
1.2.2. La metaficción como producto posmoderno
No ha habido época que no se haya sentido “moderna”
en un sentido excéntrico, y que no haya creído encontrarse
ante un abismo inminente. La conciencia desesperada y lúcida
de hallarse en medio de una crisis decisiva es algo crónico en la humanidad.
Todo tiempo aparece ante sí mismo como tiempo inexorablemente nuevo.
La “modernidad”, sin embargo, es distinta en el preciso sentido
en que lo son distintos aspectos de un mismo caleidoscopio.
Walter Benjamín, Libro de los pasajes.
Ya ha sido subrayado más veces que el término metaficción no es un sinónimo
de literatura posmoderna. Patricia Waugh, por ejemplo, afirma que «although
metafiction is just one form of post-modernism, nearly all contemporary experimental
writing displays some explicitly metafictional strategies» [Waugh 1984: 22],
evidenciando de esta manera el carácter «atemporal» de los recursos metaliterarios.
Aunque Waugh se refiere, en esta afirmación, a la narrativa contemporánea, lo mismo
vale para otras épocas, en las cuales las estrategias metafictivas han aparecido con cierta
regularidad tanto en las obras literarias como en otras manifestaciones artísticas.
Además, es suficiente recordar que en la mayoría de los estudios monográficos sobre lo
posmoderno no suele dedicarse mucha atención a la metaliteratura (con la excepción de
aquellos ensayos que toman ésta como punto de partida – como sucede en el presente
trabajo). Sin embargo, es innegable que entre posmodernidad y metaficción existe una
afinidad conceptual que no es posible ignorar a la hora de avanzar una interpretación
sobre el valor que esta modalidad narrativa tiene en la literatura contemporánea, de
manera que tanto la óptica sincrónica como la diacrónica se revelan adecuadas para
sacar algunas consideraciones sobre este fenómeno.
Entre los elementos que se suelen asociar a la estética y a la filosofía
posmoderna, muchos pueden igualmente trasladarse al campo del análisis de la
expresión metafictiva, tanto en la literatura como en el cine, la pintura, la fotografía e
incluso la música. Entre ellos, repito, destacan la autorreflexividad y la autoconciencia,
la confusión ontológica entre los planos de la realidad y de la irrealidad (o ficción), la
inseguridad del hombre contemporáneo provocada por el derrumbamiento de sus grand
58
récits, la desconfianza hacia el lenguaje y todos sus derivados, la ambigüedad, el
nihilismo acompañado por una actitud lúdica y desacralizadora. Todos estos
ingredientes forman parte del imaginario tanto posmoderno como metafictivo.
Tomando, por ejemplo, la desconfianza hacia el lenguaje surgida a partir de las
teorías post-estructuralistas, ésta constituye un estímulo determinante en el debate sobre
la posmodernidad e influye de igual modo en la reflexión literaria y crítica, imponiendo
un replanteamiento de estructuras y significados. Después de Derrida y Foucault, la
conciencia de la naturaleza arbitraria del lenguaje y la crisis de la relación entre
significante y significado han puesto en claro el carácter discursivo de la realidad y su
«vulnerabilidad», debido a las instrumentalizaciones que se pueden verificar
manipulando el propio lenguaje. Además, si aceptamos lo que afirma Heidegger, o sea,
que no es el hombre que utiliza el lenguaje, sino que es el lenguaje mismo el que habla a
través del hombre, es fácil hacerse una idea de la dimensión del bagaje conceptual a
disposición de los escritores posmodernos. De ahí la centralidad del tema del lenguaje
en la metaliteratura, sobre todo en relación a su condición de material constitutivo de la
realidad.
Pero no sólo la filosofía del lenguaje ha proporcionado estímulos a este tipo de
representación. El concepto de realidad y su contraposición al de ficción o irrealidad,
que representa el argumento mayormente explotado en cualquier tipo de expresión
metafictiva,10 ha encontrado alimento también en otras disciplinas, incluso en las
científicas. Si ya desde comienzos del siglo XX el psicoanálisis ofrecía un amplio
abanico de argumentos a todos aquellos escritores que querían sondear los límites entre
realidad e irrealidad – bajo la forma del sueño, la subconciencia y el doble –, también el
relativismo cultural contribuyó a derretir las convicciones sobre las cuales el hombre
occidental había construido su predominancia global, recordándole que su construcción
mental del mundo (que desafortunadamente no se ha quedado sólo en «mental») no era
más que una de las posibles. Además, las seguridades espirituales que las religiones
seguían proclamando durante siglos se vieron puestas en tela de juicio en el contexto
10 Limitándome al cine, y para dar solamente unos pocos ejemplos, merecen ser recordadas las brillantes películas The Purple Rose of Cairo (1985) y Deconstructing Henry (1997) de Woody Allen, la comercialísima Be Cool (2005) de Gary Gray, la saga de ciencia ficción Matrix (1999-2003) de los hermanos Wachowsky, o las más recientes experimentaciones Inland Empire (2006) de David Lynch y Slipstream (2007) de Anthony Hopkins. En el ámbito español recuerdo la película La mala educación
(2004) de Pedro Almodóvar.
59
consumista, capitalista y tecnológico de la posmodernidad. A todo esto se añadió la
crisis de la ciencia contemporánea que, a lo largo del siglo XX tuvo que reconocer sus
propios límites. Sin entrar en el mérito de asuntos que se alejan del argumento de este
trabajo, considérense tan sólo los siguientes ejemplos: el concepto de entropía
procedente de la Termodinámica, que introduce en la ciencia el concepto de desorden y
admite la imposibilidad de predecir de manera determinista los acontecimientos; la
teoría del caos, que, en las Matemáticas se ocupa de todo lo que es impredecible, no
lineal, afirmando que en determinados sistemas naturales pequeños cambios en las
condiciones iniciales conducen a enormes discrepancias en los resultados. También los
teoremas de la incompletidud de Kurt Gödel demostraron que las Matemáticas no
constituyen sistemas completos en sí mismos y, por último, la física cuántica sigue
constituyendo un enigma para la ciencia contemporánea. Como afirma Ester Díaz en un
artículo titulado La Posmodernidad y la ciencia (2005):
Tanto a nivel micro como macroscópico, las ciencias de la naturaleza se van
liberando de una concepción estrecha de la realidad que niega la multiplicidad en
nombres de leyes universales inmutables Se van liberando, así mismo, de una
racionalidad cerrada (sujeta sólo a los principios lógicos y la confrontación
empírica) […]. En la posmodernidad, la ciencia acepta la instantaneidad, la
diversificación y la inestabilidad propia de las partículas con trayectorias
imprevisibles, la evolución biológica, la expansión del universo, el caos, las
catástrofes, la entropía, las estructuras disipativas y los procesos sociales. Pero en
esta irreversibilidad temporal y en esta multiplicidad de conductas no se niega, por
cierto, la posibilidad de procesos reversibles y determinables, como los estudiados
en ciencia moderna. Sin embargo, asistimos a la alegría sacrílega de no explicar
más lo bajo por lo alto, lo cambiante, por lo inmóvil, lo fugaz por lo eterno.
También en ciencia se acabaron las ideologías. Nos dimos cuenta que la
producción científica no responde a verdades ahistóricas, sino a prácticas y
discursos humanos, demasiado humanos.
[Díaz 2006]
Todos estos elementos, que en efecto demuestran la validez de lo que Lyotard
afirmaba en su ensayo de 1979 sobre el derrumbamiento de las metanarraciones,
constituyen el bagaje conceptual sobre el que se apoyan las instancias metafictivas en la
60
posmodernidad. Estas reflexiones, engendradas en ámbito heterogéneos, se encuentran
generalmente implícitas e incorporadas directamente en las obras artísticas
posmodernas. Si es verdad que la humanidad ha tenido siempre la conciencia de hallarse
en medio de una crisis decisiva y definitiva, como afirma Walter Benjamin, es también
indudable que nunca como en las últimas décadas la narrativa se había obsesionado
tanto con la ruptura de los planos diegéticos intentando recordarle al lector la
precariedad y provisionalidad de su mundo fenomenológico.
En la misma línea se inserta la metaficción historiográfica, que Linda Hutcheon
considera como la fórmula más representativa de la escritura posmoderna. Este género
literario, combinación de autoconciencia narrativa y reflexión historiográfica en auge
desde finales de los años sesenta, lleva al ámbito narrativo la reflexión sobre la
ambigüedad del lenguaje y la subjetividad de cualquier reconstrucción histórica.
Sustituyendo a la tradicional novela histórica, la metaficción historiográfica renuncia a
la intención de reconstruir un fragmento del pasado a través de la objetividad para
concentrarse en evidenciar la dificultad – o imposibilidad – de llevar a cabo esta
operación.
Otro factor determinante de la condición posmoderna es el nivel de
globalización, virtualización y digitalización que han alcanzado los medios de
comunicación de masas en las últimas décadas. La realidad, recordando las palabras de
Baudrillard, se ha convertido en un simulacro, en la cual se ha difuminado el concepto
de originalidad de la obra de arte. La producción artística posmoderna se basa
esencialmente sobre el collage y el pastiche, la intertextualidad salvaje y el reciclaje
irónico de otras obras. Añadiendo a este panorama los conceptos de «muerte del sujeto»
y «muerte del autor», originados en ámbitos post-estructuralistas, no será difícil llegar a
imaginar la condición psicológica en la cual se encuentran los autores de novelas
contemporáneas. No sólo tienen que enfrentarse con un sistema mediático que fagocita
cualquier producto para convertirlo en mercancía y que absorbe con excesiva rapidez
los intentos de crearse y mantener el estatus de artista durante más de una temporada,
también tienen que enfrentar y resolver su propia muerte, declarada en 1967 por Roland
Barthes. En mucha narrativa posmoderna, y sobre todo en ese subgénero denominado
«autoficción» – a mitad entre obra autobiográfica y texto de ficción –, los autores han
confesado sin rémoras sus propias inseguridades intelectuales, han abierto las puertas de
61
sus talleres para describir las dificultades que implica la profesión de narrador, han
intentado acercarse a sus lectores haciéndolos partícipes de sus dudas y ansiedades. Así
que las instancias metafictivas de la «novela de la novela» y «novela en la novela»,
utilizadas también en épocas literarias pasadas, cobran un nuevo significado a través de
la condición posmoderna en la cual se encuentran sus autores. Escribir una novela en la
cual el narrador/protagonista relata su dificultad para escribir la misma novela que el
lector tiene en sus manos, por ejemplo, aparte de no constituir ya un recurso muy
novedoso, se puede interpretar como la necesidad de los autores de buscar la intimidad
y la complicidad de sus lectores, las cuales se han perdido a causa de la dispersión
comunicativa en la época de los mass media, y también como una forma de reivindicar
su propio estatus artístico e intelectual.
El escritor posmoderno de metaficción, concluyendo, ha sabido hacerse
intérprete de las ansiedades de su época sirviéndose de un medio expresivo capaz de
unir la reflexión filosófica y el gusto por el juego con el lenguaje y la tradición. En
palabras de María Antonieta Pereira:
Por ser perseguido por un pasado que lo aprovisiona y aprisiona y por el secreto
del futuro, la supervivencia del escritor depende de los residuos que sea capaz de
reaprovechar para construir la diferencia, o el porvenir de la ficción.
Necesariamente, ese lenguaje que se pone en el espacio de la inexactitud debe
sufrir de tartamudeos, vacilaciones, repeticiones.
[Pereira 2001: 43]
62
Segunda parte
65
2.1. Realidad, ficción y lenguaje
2.1.1. Introducción
Il n'y a pas de hors-texte
Jacques Derrida
Como señala María Antonieta Pereira, el mundo occidental y cristiano recurre al
verbum para describir su origen. La fuerza, el caos y la energía primordiales encuentran
una posibilidad de representación a través de la palabra, que encarna la idea misma de
Dios y que confiere al hombre la explicación de sí mismo y del mundo. Según esta
interpretación, el ser humano ocupa un lugar privilegiado, siendo constituido a imagen y
semejanza de la divinidad precisamente porque hace uso del lenguaje del que está
hecho. Sin embargo el lenguaje mismo, símbolo de perfección, lleva en sí la paradoja de
su inexplicabilidad, la falta de un metalenguaje que penetre su naturaleza.
Ese verbum que genera todo es abstracción pura: necesita habitar entre nosotros
para que su gloria se torne perceptible. De esa manera, como es imposible decir
algo concreto sobre el origen, se usa la metáfora de la palabra que llena el vacío
del comienzo con otro vacío: el del propio significante. Intentar decir lo indecible
llevó al Occidente a un proceso metafórico de substitución de totalidades, en el
cual la elección de la palabra como un absoluto que crea todo instala la paradoja de
un mundo construido sobre la relatividad de los signos. Aquello que puede ser
vaciado simboliza lo inefable que es la totalidad: como en toda cosmogonía,
elementos aparentemente distantes se cierran en círculo para configurar la armonía
del tiempo homogéneo, perfecto y mítico de la fundación. […] Teniendo como
soporte fundamental los conceptos griegos de logos y biblos, las ideas latinas de
parábola y textum y la concepción hebrea de qabbalah, nuestra civilización se
desarrolla como una extensa narrativa repleta de auto-referencias y sumisa al poder
de la palabra, hecho que favorece la imaginación, la ficción, el invento.
[Pereira 2001: 21-22]
66
Desde siempre la naturaleza del lenguaje ha ocupado una posición privilegiada
en la reflexión filosófica, desde Demócrito, Platón y Aristóteles hasta los nominalistas
de la Edad Media, desde los ingleses Bacon, Hobbes y Locke hasta Leibniz, Vico y Von
Humboldt, limitándonos a mencionar algunos del los nombres más célebres. Sin
embargo, es a lo largo del siglo XX cuando este asunto ha tomado una importancia
predominante. Como recuerda Ugo Volli, toda la filosofía del siglo XX es filosofía del
lenguaje:
Nel Novecento l’essere è linguaggio. Non più dio, non più anima; non più mondo,
non più spirito, soprattutto non più semplice presenza: linguaggio, significazione,
scrittura dunque rimando ad altro da sé. […] Wittgenstein e Heidegger, il
neopositivismo e lo strutturalismo, il freudismo teorico e la semiotica, la logica e
la fenomenologia: tutte queste posizioni e questi interessi sono assai diversamente
fondati su un pensiero del linguaggio. La filosofia del Novecento comprende
l‘uomo all’interno del linguaggio, sulla base del linguaggio e in definitiva come
linguaggio; e proprio attraverso tale comprensione pone la sua domanda radicale
sull’essere, si interroga sulla struttura della realtà. Si trova così di fronte
immediatamente il problema della sua stessa costituzione linguistica, dei limiti
linguistici del mondo, del rapporto fra linguaggio e realtà.
[Volli 1991: 54]
Con su célebre afirmación, «no hay nada fuera del texto», Jacques Derrida sella
el fin de la «metafísica de la presencia», esa fe en la existencia de una realidad absoluta
fuera del lenguaje que constituiría la base del sistema lingüístico y de la determinación
del significado, creencia sobre la que, sostiene el filósofo francés, se habría fundado el
pensamiento occidental a partir de Platón [Derrida 1969]. Paralelamente, si es verdad
que desde del post-estructuralismo en adelante la confianza en la capacidad del lenguaje
para representar el mundo ha perdido credibilidad, éste constituye no obstante la
herramienta indispensable e ineludible para cualquier reflexión sobre la situación
humana. El hombre se encuentra así esclavo de su misma palabra, en vilo entre
incomprensibilidad, mistificación y silencio,1 consciente de su propia incapacidad para
interpretar una realidad huidiza, despojada de los grands récits, aquellas
1 Condicíon que Fredric Jameson resume con la expresión «prison-house of language» [Jameson 1972].
67
interpretaciones de la historia sobre las que se apoyaban las ideologías dominantes del
siglo XX y que garantizaban cierta estabilidad del sistema cultural occidental [Lyotard
1991: 69].
La relación entre lenguaje y existencia, los mecanismos de producción del
significado y el concepto mismo de realidad han sobrepasado en las últimas décadas los
límites de la reflexión puramente filosófica para convertirse en estímulo, y a veces
incluso en asunto principal, para mucha literatura no propiamente filosófica. La afasia, o
en general la incapacidad comunicativa, se ha convertido en el siglo XX, en
«condizione necessaria dell’operare artistico, come stato inevitabile e soprattutto come
obiettivo desiderabile di una ‘politica’ destrutturante della letteratura e dell’arte» [Volli
1991: 107-108].
En la hoy comúnmente llamada época posmoderna se ha difundido una narrativa
que, en el intento de interpretar la realidad o de denunciar su incomprensibilidad, ha
abandonado definitivamente el dogma de la mimesis para explorar con audacia los
nuevos territorios ofrecidos por la proclamada instabilidad del signo lingüístico. Si
algunas veces los autores llevan la narración a resultados nihilistas, rindiéndose delante
de la imposibilidad de la comunicación y encontrando en el silencio la única meta
posible – y la obra del irlandés Samuel Beckett constituye un ejemplo apropiado –, en
otros casos sobreviven el gusto por el juego con la palabra y la necesidad de ironizar
sobre los dramas existenciales del hombre – y del escritor – posmoderno.
2.1.2. El fantástico meta-lingüístico de Juan José Millás
Juan José Millás nació en Valencia en 1946 y ya en 1952 se trasladó con su
numerosa familia a Madrid, ciudad en la que ha vivido la mayor parte de su vida. A
finales de los años sesenta empezó la carrera de Filosofía en la universidad franquista,
pero la abandonó al tercer año. Millás se ha dedicado a las más variadas profesiones,
desde marionetista, interino en una caja de ahorros, a empleado en el gabinete de prensa
de Iberia, mientras empezaba su carrera de escritor.
Su primera novela, Cerbero son las sombras (1975) obtuvo el premio Sésamo. A
lo largo de los siguientes treinta años Millás ha publicado numerosas obras, entre las
68
cuales destacan las novelas: Visión del ahogado (1977), El jardín vacío (1981), Papel
mojado (1983), Letra muerta (1983), El desorden de tu nombre (1986), La soledad era
esto (Premio Nadal, 1990), Volver a casa (1990), Tonto, muerto, bastardo e invisible
(1995), El orden alfabético (1998), No mires debajo de la cama (1999), Dos mujeres en
Praga (Premio Primavera, 2002), Hay algo que no es como me dicen (2004), Laura y
Julio (2006), El mundo (Premio Planeta, 2007).
A su trabajo de novelista, Millás ha añadido una intensa actividad como
periodista – galardonada con el premio Francisco Cerecedo en 2005 –, obteniendo un
gran éxito gracias a su sutileza y originalidad al tratar temas de actualidad, a su
compromiso social y a la calidad de su estilo. Escribe actualmente en El País donde
publica sus «articuentos», género literario personal a mitad entre el cuento y el artículo,
en los que historias cotidianas o acontecimientos sacados de los noticiarios de España o
del resto del mundo se pueden transformar, a través de la imaginación, en una manera
para mirar la realidad de forma crítica. Entre las colecciones de cuentos, artículos y
articuentos que ha publicado destacan: Primavera de luto (1989) Algo que te concierne
(1995), Cuerpo y prótesis (2001), Articuentos (2001), Cuentos de adúlteros
desorientados (2003), Hay algo que no es como me dicen (2004).
En sus cuentos, Millás intenta representar la realidad desvelando sus
mecanismos ocultos en contraposición con lo irreal, esfuerzo que predomina también en
sus novelas. Ambientadas principalmente en los barrios de Madrid, entre cuyas calles
grises los personajes se mueven intentando escapar del aislamiento, de la soledad y de la
incapacidad de comunicación, las historias de Millás ponen en escena situaciones
extraordinarias, que a veces se acercan al fantástico, como desapariciones o mundos
paralelos y que casi siempre llevan a sus protagonistas a la locura, la depresión o el
crimen. Uniendo su habilidad periodística en la descripción de los detalles de la vida
cotidiana con las ansiedades típicas de las novelas contemporáneas, Millás indaga con
insistencia los confines entre realidad y ficción, ahonda en la psique humana sin
renunciar a su peculiar sentido del humor y a su sensibilidad social y humana.
Millás ha sido nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Turín en
2006 y por la Universidad de Oviedo en 2007.2
2 La extensa obra narrativa de Millás ha sido objeto de algunos estudios monográficos, como los de Gutiérrez [1992], Knickerbocker [2003] y Sobejano [1995], y de numerosos ensayos y artículos dedicados a sus novelas, publicados en diversas revistas, entre los cuales: Anastasio [2004], Cara [1996,
69
El orden alfabético (1998) es un ejemplo muy representativo de cómo la
reflexión sobre la construcción de la realidad a través del lenguaje llega a constituir el
asunto privilegiado de una novela muy entretenida y atractiva para un público no
acostumbrado a este tipo de especulación intelectual. La originalidad de este texto, que
emplea con éxito los tradicionales recursos de la narración fantástica – la coexistencia
de mundos paralelos, el sueño, la alucinación, el tema del doble, la presencia de objetos
mediadores – para producir el efecto perturbador típico de esta modalidad literaria,
reside en el hecho de que en la novela, el Unheimlich freudiano procede de un juego
aparentemente despreocupado con el lenguaje y con su capacidad para fundar la
realidad. El orden alfabético puede ser interpretado como una metáfora en llave irónico-
fantástica de la intricada relación entre lenguaje y mundo físico.3
La primera parte de la novela se desarrolla a través de la narración en primera
persona de Julio, un chico de catorce años que se encuentra obligado a estar en la cama
a causa de una tonsilitis aguda que le produce fiebre muy alta. En el transcurso de su
enfermedad, Julio permanece en un estado de constante y aparentemente lúcido
duermevela, durante el cual realiza continuos viajes entre dos distintos niveles de la
realidad, adentrándose en un espacio onírico, en un mundo paralelo en apariencia
idéntico al conocido, que presenta de inmediato los signos de lo perturbador:
Alcancé un salón que, sin dejar de ser también el de mi casa, parecía diferente,
porque la mesa, las sillas y la enciclopedia poseían el brillo atenuado característico
de la existencia espectral. […] Pensé que las cosas tenían dos existencias
simultáneas y que había conseguido penetrar en la segunda.
[17-18]
Tuve la impresión de que algo anormal estaba sucediendo en el interior de la
normalidad, como cuando te encuentras en una habitación con las luces
desplazadas de los lugares habituales, o percibes algo raro en otro sin ser capaz de 2000], Csuday [2003], Cuadrat [2005], González Landa [1992], Gutiérrez [1997], Knickerbocker [1997, 1998, 2000], Maurel [2006], Ruz Velasco [1999]. Sobre su producción cuentística y periodística véase: Andrés-Suárez [2005], Csikós [2006], Ródenas de Moya [2006], Wells [2005]. También se han publicado algunas entrevistas al autor, como las de Beilin [2001, 2004], Cabañas [1998], Marco [1988], Rosenberg [1996], Saavedra [1999]. 3 Por lo que concierne a El orden alfabético, esta novela no ha sido muy analizada por la crítica. Sólo he conseguido averiguar la existencia de un artículo, el de Anastasio [2001].
70
advertir que lleva el jersey al revés. Yo estaba instalado en el revés de la realidad,
así que percibía sus costuras y conocía los mecanismos por los que unas piezas
estaban unidas a otras.
[59]
El efecto extrañante nace de la cohabitación de dos mundos parecidos pero no
iguales y de la mirada con la que el protagonista observa esta segunda realidad,
fijándose en los mínimos detalles de cada objeto o acción insignificante, como la
conformación de un tenedor, o los flujos de movimiento del aire en la respiración
humana. Esta capacidad descriptiva, que recuerda las modalidades estilísticas del
existencialismo, se une a las lúcidas reflexiones que Julio delinea sobre la coexistencia
de los dos mundos en los que se desarrolla la narración. Si inicialmente el protagonista
parece justificar sus viajes atribuyéndolos a su capacidad imaginativa: «no había
olvidado que en realidad estaba enfermo y había llegado hasta allí a través de una de las
puertas imaginarias que tenía en la cabeza» [19], sucesivamente afirma que
Se me ocurrió la idea de que alguien había dado la vuelta a la realidad, como a un
calcetín, y que ahora vivíamos en el lado de afuera, el más luminoso, sin haber
dejado por eso de existir en el de dentro, que es donde yo tenía fiebre, mi padre
quería aprender inglés y mi abuelo se moría en la habitación de un hospital. […]
Comprendí, en fin, que las cosas sucedían al mismo tiempo a un lado y otro de la
vida, pero que no todo el mundo tenía el privilegio de darse cuenta de ello.
[23-24]
Ya desde las primeras páginas, la novela de Millás ejemplifica la definición
todoroviana del género fantástico, en cuanto la indecisión entre explicación racional y
aceptación de lo extraordinario nunca se resuelve en el texto. La situación de
cotidianidad desde la que arranca la novela y la narración en primera persona dejan al
lector la posibilidad de elegir cómo interpretar lo que Julio cuenta, que puede
convertirse en el delirio de un adolescente enfermo o en la crónica de un evento
anómalo.
Lo que sin embargo nos interesa mayormente para los fines de nuestro discurso
es el aspecto meta-lingüístico interno en El orden alfabético. Ya desde las primeras
71
páginas el joven protagonista muestra una marcada preocupación hacia cuestiones
lingüísticas, al declarar que la «falta de acuerdo permanente entre el mundo
enciclopédico y la existencia real constituyó una de las preocupaciones más fuertes de
mi infancia» [15]. Esta fascinación peculiar hacia la naturaleza del lenguaje se hace
cada vez más patente y original hasta el punto en que las palabras adquieren
características propias del mundo físico y, a través de la imaginación de Julio, se
convierten en objetos sólidos y palpables: «advertí que había dicho seis palabras, porque
las fui contando a medida que salían de su boca, y no sólo contándolas, sino oliéndolas
porque mi olfato había adquirido un desarrollo formidable. Tenían el mismo olor que
los caramelos que se pegaban a las muelas» [19].
Lo que inicialmente es «materialización» de la palabra, evoluciona de repente en
«animalización» de la escritura, llevando la narración hacia el género maravilloso.
Durante uno de los viajes del protagonista en el «revés de la realidad», la palabra escrita
toma improvisadamente vida propia: los libros, junto a cualquier tipo de papel que lleva
traza de escritura, se animan de repente y vuelan fuera de las ventanas como pájaros en
fuga, causando el caos general en la escuela donde se desarrolla la acción. Si en uno de
los dos lados de la realidad el protagonista se encuentra en la cama con tonsilitis, en el
otro es testigo de una cadena de acontecimientos prodigiosos que afectan toda la
humanidad. La narración en primera persona transmite la curiosidad y despreocupación
de Julio frente a un hecho incomprensible que al principio le divierte, y al mismo
tiempo, la sensación de impotencia y angustia sufrida por el mundo de los adultos frente
a la catástrofe causada por la huída de los libros, a través de los comunicados de los
noticiarios televisivos que Julio refiere constantemente:
El ministro de Defensa […] relató que en su ministerio había tenido que dar
órdenes de disparar contra una Historia del Ejército de cincuenta tomos por atacar
a un grupo de oficiales que bloqueaba las ventanas de la biblioteca. La noticia se
ilustraba con las imágenes de un conjunto de gruesos libros cosidos a balazos y
totalmente descuadernados en el suelo de lo que parecía un cuartel.
[36]
Los informes televisivos, como las voces callejeras, ocupan un papel esencial en
la historia y, a través de ellos, se desahoga la capacidad imaginativa del autor en la
72
descripción de situaciones paradójicas provocadas por la desaparición de la escritura y
por las molestias causadas por los salvajes pájaros de papel. Además, proporcionan al
periodista Millás la ocasión para dar prueba de su vena satírica, sobre todo cuando los
noticiarios pasan de un tono de inquietud inicial a verdaderos boletines de guerra, en los
cuales la preocupación por la seguridad nacional ocupa un papel de primer orden y las
torpes tentativas puestas en marcha por las instituciones militares para contener la
catástrofe son narradas rozando la parodia.
Vivificando la palabra escrita, el autor recupera además el tema del animal
fantástico. Siempre a través de los ojos de un muchacho curioso, describe los
comportamientos y las costumbres de las bandadas de frágiles seres de papel que
pueblan los cielos del mundo paralelo de Julio, llegando a suscitar en el lector aprensión
en torno a sus posibilidades de supervivencia. El lenguaje se ha vuelto orgánico,
vulnerable y mortal, hasta el punto en que los niños juegan a construir palabras con las
letras podridas procedentes del los cadáveres de los pájaros de papel encontrados en la
calle.
La situación en el «revés de la realidad» se agrava ulteriormente cuando algunas
palabras empiezan a desaparecer del lenguaje humano.
Estábamos viendo la televisión, cuando el locutor, a propósito de una noticia, trató
de decir la palabra mesa sin conseguirlo. Incrédulo, retrocedió para coger la frase
desde el principio con idénticos resultados. Al final, después de otros intentos que
no hicieron sino aumentar su confusión, sustituyó la palabra ausente con una pausa
suspensiva. […] Las risas de mi madre y mías hicieron aparecer por el pasillo a mi
padre, que preguntó qué nos pasaba.
– Que no consigue decir la palabra (…) – respondí yo sin que tampoco a mí me
saliera.
Aquello era un disparate, pero ni siquiera mi madre logró articularla. [...] Daba la
impresión de haberse desprendido de nuestro vocabulario dejando en su lugar un
vacío incomprensible.
[67]
Lo que inicialmente es motivo de hilaridad se convierte gradualmente en razón de
angustia y miedo. Incapaces de soportar el desconcierto provocado por la imposibilidad
73
de nombrar algunos objetos comunes, los habitantes de este mundo paralelo se libran
también físicamente de aquellas que ahora son consideradas entidades inutilizables,
cuya existencia será progresivamente borrada también de la memoria. Lo que no se
puede pronunciar deja de existir: es la afirmación del poder demiúrgico de la palabra
que confiere existencia al mundo; en términos saussurianos, si el significante se
disgrega también el significado desaparece, la realidad privada del lenguaje se hunde en
la nada, porque las palabras «eran ventanas por las que te asomabas a la realidad.
Gracias a la existencia de un verbo en pasado o en futuro, las cosas desaparecidas
continuaban durando y las que no habían llegado comenzaban a suceder» [131]. Millás
juega en cada página con la palabra, analiza las funciones y las estructuras lingüísticas
como un biólogo con su microscopio, secciona la gramática tomando en préstamo
términos de la etología e incluso de la gastronomía.
El adjetivo, pese a su aparatosidad, me parecía algo insípido, aunque al morderlo
producía un ruido excitante, como una lámina de caramelo. El sustantivo era sin
duda el rey. Te llenaba la boca con su olor ya antes de empezar a masticarlo y al
romperse por la presión de los dientes liberaba más jugos de los que parecía
contener. Así como el sabor del verbo podía evocar el de una víscera (el hígado de
ternera, quizá), el del sustantivo estaba más cerca de las sensaciones que producen
las frutas al contacto con la lengua […]. Los artículos y las preposiciones no
sabían a nada, pero al colocarlos entre los dientes y presionar se rompían como las
pipas de girasol. […] El adverbio emanaba el olor acre característico de algunas
vísceras encargadas de filtrar los humores corporales, y las conjunciones tenían
también algo de fruto seco.
[132]
Incluso los conceptos morales y los sentimientos pierden su valor en el momento
en que faltan los vocablos para nombrarlos, y eso acelera ese proceso de animalización
del ser humano, ese viaje al revés hacia la descivilización empezado con la remoción
del concepto de «mesa».
Los salones de las casas se hicieron de súbito más grandes y teníamos que comer
sujetando los platos con una mano mientras manejábamos con la otra el tenedor,
74
en una postura un poco humillante. Mi padre le comentó por lo bajo a mi madre
que aquello le parecía el principio de un proceso de animalización.
[72]
Sin moverse de su cama, Julio sigue viajando entre dos mundos y cuenta los
hechos con una despreocupación que, unida a la percepción alterada del tiempo y del
espacio debida a los efectos de la fiebre, sugiere al lector una interpretación racional
respecto a la naturaleza de esta crónica visionaria. De hecho, resulta espontáneo
reconocer en lo que estamos leyendo la alucinación de un niño enfermo, aunque sin
duda es más apasionante dejarse transportar por la narración en el «revés de la realidad»
y aceptar un pacto de lectura más fascinante que nos sumerge en el género fantástico.
La habilidad de ironizar de Millás hace que incluso la descripción de los hechos
más perturbadores sea causa de sonrisa para el lector, como en el momento en que Julio
confiesa su amor a Laura, una chica de su escuela con la que logra relacionarse
solamente cuando se encuentra en la segunda realidad. Es en esta circunstancia cuando
la gradual disolución del lenguaje llega a su culminación, con la desaparición de una de
las letras del alfabeto.
- Te quieo, Laua.
Asombrado por esta pérdida repentina de la R, repetí la frase con idénticos
resultados:
- Te quieo, Laua.
- ¿Te pasa algo? - preguntó.
- No consigo ponunciá esa leta que está ente la E y la O de te quieo o entre la U y
la A de Laua.
Laura se rió y apartándome un poco con las manos dijo:
- Déjate de bomas.
En ese instante comprendimos que se nos acababa de caer la R del abecedario y
nos dio miedo continuar hablando porque nos sentíamos ridículos cada vez que
tropezábamos con una palabra que tenía esa letra. Por mi parte, antes de iniciar una
frase, la repasaba toda entera para sustituir por otras parecidas las palabras con R.
Y Laura hacía lo mismo, de manera que la conversación resultaba extremadamente
lenta y agobiante. Por fin, desafiando al ridículo, dije:
- Sólo queía decite que te quieo.
75
La maldita R estaba en todas partes.
[80]
Este «malestar» afectará también a las otras letras del abecedario en un proceso
irreversible de desintegración de la realidad. Todas aquellas palabras, que ahora se
encuentran amputadas de alguna consonante o vocal, reflejan su mutilación sobre
aquellos objetos cuyos nombres incluyen dichas letras. Una radio, convirtiéndose en
«adio», produce interferencias al escucharla; los rapaces, trasformados en «apaces»
pierden su agresividad; una pera, convertida en «pea» es un fruto seco y amargo. Con la
pérdida de algunos fonemas también el aspecto físico de las personas sufre una lenta
metamorfosis debida a la alteración de los nombres de algunas partes anatómicas:
Los observé [mis padres] con detenimiento y vi que además de un gesto general de
cansancio había algo distinto en su expresión: quizá una caa no pudiese ser igual
que una cara. El cambio más apreciable se había producido en la frente, que ahora
era una fente y tal vez por eso estaba un poco hundida respecto a su forma anterior.
Corrí al cuarto de baño, me miré en el espejo y vi que también en mi rostro había
un punto de extrañeza. Las orejas, transformadas en oejas, habían perdido con la R
algún pliegue y ahora eran mucho más planas que antes.
[96]
Hacia el final de la primera parte de la novela el Unheimlich se manifiesta con
mayor fuerza y con los rasgos que les son más típicos, cuando el protagonista empieza
finalmente a manifestar signos de inquietud y preocupación respecto al destino de esa
«otra» realidad. El tono de la narración se vuelve más hosco, mientras las caras de las
personas queridas se deforman, la comunicación regresa hacia un estado primitivo y los
hogares se vuelven irreconocibles. La disolución de la realidad causada por la
degradación del lenguaje produce además una sensación de «desplazamiento»
geográfico. Las calles pierden su capacidad para conducir a los sitios habituales y se
crean en el ambiente peligrosas deformaciones y fisuras. Millás describe la
metamorfosis del ambiente utilizando el lenguaje típico de la narración perturbadora:
habla de una «desagradable sensación de inexistencia» [80], de un «desajuste pequeño,
ilocalizable, pero patente» [101], de calles que empiezan a «desrealizarse» [81] y a
76
padecer de un «grado de indeterminación» [82]. La ciudad, ahora reducida a un
«conjunto vaporoso» [81], tiene un aspecto inquietante, una «inconcreción fantasmal»
[81] no fácilmente localizable. Describe así una realidad sin R, una «ealidad» habitada
por seres «cuyos párpados rígidos evocaban la mirada inquietante de algunos reptiles»
[101].
La situación seguirá degenerando ante los ojos de Julio hasta alcanzar el horror.
En los mercados empieza la venta clandestina de residuos lingüísticos en putrefacción:
letras, palabras, locuciones que una muchedumbre grotesca busca ávidamente
intentando frenar de alguna forma el proceso de su propia «animalización» sin
conseguirlo. Los seres humanos descienden en la escala evolutiva volviendo a
expresarse con gruñidos y convirtiéndose en tristes y espantadas criaturas que se
alimentan escondidas en cubiles deshechos.
En una de las bolsas de la estancia, formada por lo que en otro tiempo había sido
un dormitorio, vi a un muchacho de mi edad convirtiendo a escondidas el adjetivo
cremoso en el sustantivo crema: primero separó la raíz de la palabra del resto del
cuerpo introduciendo una uña en la articulación, y luego taponó la herida con una
A que extrajo del bolsillo. El resultado fue una crema espesa, de aspecto inmundo,
que se le escurría entre las manos, y que él lamió con avaricia, chupándose cada un
de los dedos y recogiendo del suelo un par de gotas.
[155]
La primera parte de la novela concluye durante uno de los regresos del
protagonista a la vida real. Julio no puede evitar sentirse responsable del destino de su
mundo personal paralelo e intenta reconstruir un mapa de la realidad apelando,
necesariamente, al lenguaje. La enciclopedia del padre, punto de referencia recurrente y
determinante dentro de la novela, reviste el papel de objeto-mediador del cuento
fantástico. Es el instrumento mágico que conecta los dos mundos, representa el Verbo y
el poder creador del lenguaje. Utilizando el único criterio que, aunque arbitrario, parece
tener un sentido, Julio viaja dentro de la enciclopedia y reconstruye, una letra a la vez,
el orden universal.4
4 Considero necesaria una mínima referencia, en cuanto a coincidencias temáticas y estilísticas, a la metanovela La historia interminable del escritor alemán Michael Ende, publicada en 1979. En esa novela
77
Tomé una A, y la coloqué con mucho cuidado en la esquina superior izquierda de
la primera página. Pretendía construir ese nicho ecológico o ecosistema llamado
diccionario, a partir del cual, pensaba yo, se reconstruiría la vida, aunque fuera una
vida totalmente alfabética […]. Coloqué, pues, la A, y al poco se fue formando
debajo de ella una columna de palabras en la que pronto aparecieron ábaco,
abadía, aberración, aborto y antropófago. Comprendí que la realidad procedía del
estallido de la A, y supe que si era capaz de permanecer allí hasta que se
completara el proceso vería aparecer de nuevo los bolígrafos, los calcetines, los
cinturones, las cucharas, las mesas…
[160]
En la primera parte de la novela, Millás se sirve de las potencialidades emotivas
del género fantástico y, también gracias a su escritura ligera e irónica, logra empujar
incluso el lector más ingenuo hacia una reflexión sobre las potencialidades de la
palabra, hacia una mayor conciencia lingüística. Este texto nos dice que sin palabras, sin
lenguaje el mundo no existe, que «no hay nada fuera del texto», retomando la citación
de Derrida. Por esta razón El orden alfabético es un original ejemplo de metaliteratura
en cuanto el texto reflexiona sobre su propio cemento constitutivo y en el cual un
público más avisado reconoce entre sus páginas las ansiedades post-estructuralistas
concernientes a la indeterminación del signo lingüístico. Si tanto arte posmoderno ha
insistido sobre la dificultad de la comunicación debida al hecho de que las palabras han
perdido su cohesión con los objetos, en la novela de Millás de alguna manera se pone en
escena, para resolverla, esta crisis, restableciendo la perdida equivalencia entre
significante y significado. El milenario debate filosófico sobre la relación entre palabras
se encuentra el tema del mundo paralelo fantástico amenazado por un proceso de erosión «La Nada». A través de la ruptura del plan diegético, el protagonista, un niño dotado de una férvida imaginación, consigue entrar en la novela que está leyendo – titulada a su vez La historia interminable –, que narra la historia del mundo de Fantasía. Este libro mágico se desdoblará contando los acontecimientos en las dos realidades – el recurso utilizado por Ende de utilizar dos tintas distintas está bien logrado –, que acabarán uniéndose hacia el final de la historia, cuando el joven protagonista tenga la responsabilidad de salvar ambos mundos confiriéndole un nuevo nombre a la emperatriz de Fantasía, es decir, gracias al poder creador de la palabra y de la imaginación. Entre otros detalles en la novela de Ende, destaca el de comenzar cada capítulo con cada una de las letras del alfabeto, desde la A a la Z, así como el interesante episodio que describe un juego de dados cuyas caras llevan inscritas también las letras del alfabeto. Estos dados eran utilizados por los antiguos emperadores que habían perdido el lenguaje y que, una vez perdida la razón, construían con ellos palabras, frases e incluso todas las historias posibles.
78
y realidad física del mundo es solucionado gracias a la intervención salvadora de la
Enciclopedia, encarnación del conocimiento humano y del orden lingüístico.
En la segunda parte de la novela el plano diegético cambia y el lector se da cuenta
de que todo lo leído hasta ahora constituye el relato del mismo protagonista ya adulto:
«Julio terminó de relatar imaginariamente aquellos sucesos fantásticos a una mujer real
que comía sola al otro extremo de la cafetería» [165]. Julio ha dejado de viajar en el
«revés de la realidad», pero está todavía dotado de una extraordinaria capacidad
imaginativa que le permite seguir viviendo con una percepción alterada de la realidad,
con una reafirmada fascinación en materias lingüísticas:
- Te gusta ir al grano, ¿eh?
- Ir al grano – repitió él –: frase hecha, o deshecha, según se mire. Quiere decir
centrarse en lo esencial y dejar de lado lo superfluo; lo que se hace al separar el
grano de la paja tras la recolección del trigo.
Teresa fingió cara de asombro, como si se encontrara frente a una manifestación
portentosa de la naturaleza. Julio continuó:
- Te diré otras formas convencionales de ir: a contracorriente, al bulto, de la ceca a
la Meca, de picos pardos, por lana, sobre ruedas, viento en popa. Irse a pique, de la
lengua, con la música a otra parte, por los cerros de Úbeda y, con perdón, ir de
culo.
[211]
El protagonista creado por Millás posee una extraordinaria capacidad de analizar
minuciosamente cada palabra, cada frase con un resultado literario extrañante y al
mismo tiempo preñado de ironía. El papel que la descripción del ambiente ocupa en las
novelas tradicionales es aquí desempeñado por la representación imaginaria de un
mundo literalizado. El paisaje de El orden alfabético está formado por palabras y
significados lingüísticos que poseen la materialidad y los matices de objetos y
panoramas.
Si en la primera parte del texto el género fantástico se acercaba al maravilloso,
ahora se aproxima mayormente al «extraño». La compleja psicología del protagonista se
muestra a través de la narración en tercera persona, y la posibilidad de interpretar las
79
alucinaciones del personaje como eventos realmente anómalos se ve redimensionada a
favor de una explicación racional, la de la perturbación psíquica. Millás, sin embargo,
no ofrece tampoco en esta segunda parte una respuesta definitiva aunque en realidad,
determinar si Julio es esquizofrénico o no, es una tarea de poca importancia en relación
con nuestro estudio.
El efecto perturbador emerge ahora con particular intensidad a través del tema del
doble. Ya en la primera parte de la novela, el protagonista poseía la capacidad de
desdoblarse para desplazarse de un lado al otro de la realidad y a menudo le costaba
reconocer su propia imagen reflejada en los espejos:
Percibí sobre la planta de mis pies la presión de otras plantas de dimensiones
idénticas, como si hubiera otro cuerpo también echado boca arriba al otro lado de
un espejo invisible. […] Entonces adiviné que aquellos pies eran también los míos,
pero en la versión del otro lado. El otro y yo nos movíamos como imanes que
corren paralelos por las dos caras de una superficie, y en los puntos donde ésta era
más delgada casi nos podíamos tocar. Cerré los ojos y en unos segundos, apenas
sin esfuerzo, pasé de un cuerpo a otro.
[64]
Me observé y tardé unas décimas de segundo en reconocerme: estaba muy delgado
y me había crecido el pelo, o lo tenía tan alborotado que producía esa impresión.
Alrededor de los ojos podían verse dos círculos de color oscuro, y aunque era yo
quien miraba parecía otro.
[85]
Al levantarme del sillón para cambiar de tomo, pasé por delante del espejo del
aparador y durante una fracción de segundo no me reconocí, aunque era yo, sin
duda.
[147]
En la segunda parte de la novela son principalmente los otros personajes los que
presentan los caracteres del doble: el padre del protagonista, afectado de una trombosis
que le ha dejado la parte derecha del cuerpo paralizada, es siempre descrito como un ser
compuesto:
80
Estaba lúcido con la mitad del cuerpo hábil, aunque se trataba de una lucidez
extravagante que se manifestaba en la intensidad de su mirada impar y en la
posición reflexiva de la comisura derecha de los labios. Producía el efecto de que
toda su personalidad se hubiera acumulado en una de las mitades del cuerpo,
otorgándole a esa fracción de sí mismo una capacidad de penetración poco común.
[213]
La jefa de redacción del periódico donde trabaja Julio tiene una cicatriz que le
atraviesa la cara y que le confiere dos expresiones faciales distintas, a las cuales se
añade una tercera cuando los dos lados son mirados simultáneamente. El efecto
perturbador reaparece en las descripciones de esos rostros multiplicados con las
inquietantes facciones monstruosas.
La narración se desarrolla en torno a la solitaria vida de Julio, marcada por la
insatisfacción y los escasos contactos humanos. Esta situación deprimente es
compensada por la férvida imaginación del protagonista, que le permite seguir creando
mundos paralelos y personajes inexistentes – como por ejemplo una mujer y un hijo –
con los cuales interactuar. La incapacidad de comprender el significado de la realidad y
de la existencia lleva a Julio a confundir lo real con lo imaginario y eso se convierte en
un pretexto para diálogos en los que el absurdo se une al discurso metaficcional:
- No estaba pensando en ti, sino en alguien real.
- ¿Ya estás otra vez con eso?
- Sí.
- No hay nadie lo suficientemente real como para hacerse cargo de esas cosas,
créeme.
- Yo he conocido a una mujer real, aunque invisible […].
- Pues a mí se me ve mucho, pero llevas razón: no estoy segura de existir.
- Eso es lo que pasa, que lo real deviene en invisible, mientras que lo ficticio está
tratado de tal modo que se puede tocar con las manos […].
- ¿Pero tú estás tan mal como aparentas? – preguntó ella […].
- En realidad, se trata de un malestar leve, aunque continuo, como el expresado por
el gemido de una puerta que no encajara bien. Más que un dolor, tendríamos que
hablar de desajuste.
81
[251-253]
La importancia del lenguaje es fundamental también en la segunda parte de El
orden alfabético, en cuanto constituye la última conexión con la racionalidad y el
mundo real. Julio y su padre enfermo evitan el abismo de la locura gracias al salvavidas
de la palabra. Un diccionario de sinónimos y antónimos, otro de modismos y refranes y
un curso de inglés con manual y casete revisten el papel de verdaderos personajes en la
narración. Millás teje páginas enteras con los diálogos procedentes de las consultas de
estos instrumentos lingüísticos.
Le pidió que buscara los antónimos de escribir, pero Julio no encontró ninguno.
- Esa palabra no tiene antónimos, papá.
- Pues lo que me ocurre a mí precisamente es que se me ha desescrito la mitad del
cuerpo, míralo, y ahora se me desescriben las cosas de la cabeza.
- En sentido figurado, sí, pero sería imposible desescribir una novela, o desescribir
un artículo.
Trató de concebir un mundo en pleno proceso de desrealización, donde habría
periódicos en cuyas redacciones los trabajadores se afanaran en desescribir las
noticias del día, mientras los novelistas, en sus buhardillas, desescribían los
grandes relatos de la historia. Imaginó una entrevista en la televisión con el
desescritor de Madame Bovary o de La metamorfosis.
[241-242]
El aparecer de episodios metanarrativos no hace sino confirmar la pertenencia de
esta novela al género fantástico típico del siglo XX, que no gravita en torno al encuentro
improviso con lo espantoso, sino que la inquietud es originada por el desquiciamiento
de la realidad a través del juego lingüístico.5 La categoría de «neofantástico» propuesta
por Jaime Alazraki [2003] en relación a la escritura de Julio Cortázar – autor que ha
ejercido una indudable influencia sobre Millás – resulta especialmente apropiada para
encuadrar la novela objeto de nuestro análisis, también por la reacción que el
protagonista manifiesta frente a los eventos excepcionales. Los dos planos – realidad e
5 «Il tema dell’autoriflessività del discorso narrativo ha finito per trasferire il fantastico sul piano linguistico, facendogli abbandonare la vena visionaria propria dell’800 e ponendolo come esperienza dei limiti stessi del linguaggio. Ha finito insomma per sovrapporre l’inquietudine del fantastico all’inquietudine della scrittura» [Rimondi 2002: 14]
82
irrealidad – resultantes de la fractura en el interior de la normalidad no son puestos en
relación conflictiva, al contrario, son aceptados por el personaje como equivalentes.6
Cuando Julio es informado por el hospital de que su padre ha entrado en coma mientras
estaba escuchando el casete de su curso de inglés y que sus últimas palabras fueron
«I’m sorry», lo más natural que se le ocurre es escuchar la misma cinta con el objetivo
de encontrar a su padre dentro de los diálogos para salvarlo de una eventual muerte «en
inglés». La capacidad visionaria de Julio le permite penetrar en la convencional
situación puesta en escena por las voces grabadas:
Lo cierto es que ahora, viendo aquel ambiente tan agradable, le daba pena
arrancarlo de ese idioma al que tanto culto había rendido a lo largo de su vida.
Seguramente, no podría decir mucho más allá de ¿Has visto mis cigarrillos?,
¿Dónde está mi periódico?, Muchas gracias, etcétera, pero en ese mundo tan
sencillo tampoco era necesario saber más: quizá incluso la afasia era una conquista
moral.
Mientras le daba vueltas a todas estas cosas, entró en escena Peter, que tendría su
edad […]. En esto, alguien […] se asomó a la puerta del salón y dijo: I am sorry.
Julio detuvo la cinta y abrió los ojos sobresaltado. Ahí estaba su padre. Rebobinó
un poco para contemplar de nuevo su entrada en escena, pero al presionar el botón
de puesta en marcha se oyeron unos sonidos ininteligibles, compuestos de
consonantes nada más, como si la frase en curso hubiera sufrido una violenta
contracción, e inmediatamente el aparato enmudeció. Presionó la tecla stop con
desesperación, abrió el casete atropelladamente y comprobó que la cinta, como la
realidad, estaba arrugada, formando una pelota junto a la cabeza de grabación. La
desdobló con cuidado advirtiendo que las entrañas del aparato se habían tragado
una buena parte, y al intentar recuperarla tirando de ella se partió.
Casi al mismo tiempo, sonó el teléfono y una voz neutra, al otro lado, le comunicó
que su padre acababa de morir.
[281-282]
6 El mismo mecanismo ha sido subrayado por Cecilia Graña en referencia a la narración fantástica femenina: «La sobriedad discursiva de parte de los narradores de estos relatos hace que un hecho que ha trasgredido una ley natural sea contado como si la ruptura o la infracción a la norma no hubiese ocurrido pero, a diferencia de la narración maravillosa (que establece un pacto de lectura particular ente narrador y narratario en el que ambos aceptan como real el mundo de las hadas, por ejemplo), los relatos fantásticos femeninos suponen algún personaje o, en última instancia, un lector virtual bien insertado en el mundo racional y consciente» [Graña 2002: 14].
83
La paradójica conclusión del episodio, que recuerda muchos de los cuentos de
Cortázar, por muy angustiosa no constituye un evento «anormal» en la óptica del Julio,
mientras para el lector de la novela, todavía incapaz de descifrar el pacto de lectura
propuesto por el texto, representa un enigma imposible de resolver.
Otro viaje en los meandros de la enciclopedia cierra El orden alfabético. Después
de la muerte del padre, el protagonista se encomienda nuevamente al poder del libro y
de la palabra a la búsqueda del significado de la existencia y de un lugar donde poder
finalmente encontrar la paz interior. Julio se refugia otra vez en el orden alfabético y
atraviesa las muchas voces que forman la enciclopedia como si fueran regiones o
habitaciones de una realidad más nítida y ordenada. Bajo la voz «hombre», donde una
muchedumbre homogénea se mueve como un líquido espeso sin dirección precisa, Julio
decide detenerse, convencido de haber encontrado por fin su destino. En este espacio
onírico, el protagonista se sienta en un banco y charla con un desconocido que, igual
que él, está esperando:
-¿Qué haces aquí? – preguntó el desconocido.
-Espero una voz que me nombre y me rescate de esta situación tumultuosa. ¿Y tú?
- Yo también.
[…] se oyó un fragor procedente del orden temático, o lógico, situado fuera de la
enciclopedia, y ambos supieron que había llegado una vez más el fin de los
tiempos. El tomo en el que se encontraban sufrió un par de movimientos bruscos, y
luego se quedó quieto, como un avión tras superar una turbulencia. Julio respiró
hondo y trató de imaginar el momento en el que aquella multitud de la que
formaba parte saliera de la enciclopedia, como los animales prehistóricos
abandonaron el mar, para fundar de nuevo la realidad.
[292-293]
La conclusión metanarrativa de El orden alfabético, con los dos personajes
sentados en metafísica espera de una intervención superior, recuerda, aunque sin
compartir el sentido de nihilismo y afásica impotencia, la última escena de Waiting for
Godot e insiste significativamente sobre ese tema que es la llave de la novela y, más en
general, del imaginario literario de Juan José Millás, es decir la posibilidad de
manipular y estructurar la realidad a través del lenguaje y de la imaginación. El autor
84
español ofrece entonces un ejemplo de esa «terza strada» identificada por Remo
Ceserani como característica del uso del lenguaje en la modalidad fantástica, que
consiste en el crear una nueva y distinta realidad a través de la palabra.7
El efecto de extrañamiento es generado en esta novela por una «excesiva
conciencia» de los mecanismos subterráneos del lenguaje y de sus potencialidades
encubiertas, devueltas a la superficie a través del análisis al microscopio cumplido con
gran fineza por el autor. Todos los elementos de la literatura fantástica – el doble, los
mundos paralelos, los animales fantásticos, los objetos mediadores, el sueño, la
alucinación – giran alrededor del lenguaje, de sus caracteres inquietantes y sus poderes
salvadores. El orden alfabético es una metanovela metáfora de la exégesis del mundo,
que reflexiona sobre la naturaleza lingüística de la realidad, en este texto Millás da
cuerpo a los fantasmas de la palabra, que se hace ella misma protagonista de la
narración y medio para desenvolverla.
2.1.3. Ricardo Piglia: La mujer-máquina y sus creaciones metanarrativas
El lenguaje mata
Ricardo Piglia, La ciudad ausente
Ricardo Piglia nació en Adrogué (Buenos Aires) en 1941. En los años sesenta
estudió Historia en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata,
formación que marcará de forma relevante su modalidad literaria en cuanto a temas y
procedimientos narrativos. Su primera publicación es La invasión (1967), un libro del
relatos que ganó el premio literario Casa de las Américas. En 1975 apareció Nombre
falso, otro libro de relatos, mientras que su primera novela es Respiración artificial
(1980), obra que ha consagrado a su autor entre los más importantes de la literatura 7 Fra la concezione tradizionale della «transitività» del linguaggio […] e quella, che sarà diffusa in alcune correnti estreme del simbolismo, della «intransitività» del linguaggio […], il modo fantastico sceglie una terza strada, quella delle potenzialità creative del linguaggio […]. Todorov mette in rilievo questo aspetto quando identifica nel procedimento di attualizzazione e presa alla lettera di una metafora uno degli elementi generativi della letteratura fantastica. […] Il modo fantastico utilizza sino in fondo le potenzialità fantasmatiche del linguaggio, la sua capacità di caricare di valori plastici le parole e formarne una realtà […]. Utilizzata in termini narrativi, divenuta procedimento narrativo, la metafora può consentire quegli improvvisi passaggi di soglia e di frontiera che sono caratteristica fondamentale della narrativa fantastica» [Ceserani 1996: 78].
85
argentina de las últimas décadas y con la cual ha alcanzado el reconocimiento
internacional. En esta novela, escrita en Argentina desde una situación histórica muy
problemática – cuatro años después del golpe militar –, Piglia busca un estilo y un
lenguaje que reflejen la situación represiva, la restricción a la actividad cultural y al
mismo tiempo, por medio de una codificación particular, eviten las mallas de la censura.
Respiración artificial de hecho se inserta plenamente en el debate postmoderno tocando
los problemas más esenciales de la literatura y de la filosofía de finales del siglo XX. En
1986 publica Crítica y ficción, una recopilación de entrevistas y ensayos sobre la
escritura. De 1988 es Prisión perpetua, que incluye dos novelas cortas y en 1992
publica La ciudad ausente, novela que, junto al compositor Gerardo Gandini, ha
adaptado para el teatro en forma de ópera musical y que fue estrenada en el Teatro
Colón de Buenos Aires en 1995. En 1997 recibe otro reconocimiento con el Premio
Planeta a la novela Plata quemada y en 1999 publica otro trabajo ensayístico, Formas
breves, mientras su última publicación, El último lector, es de 2005.
Entre sus otras actividades Piglia ha dirigido la colección de narrativa policial
Serie Negra de la editorial Tiempo Contemporáneo, ha coordinado grupos de
investigación sobre literatura argentina y ha escrito guiones y adaptaciones para el cine.
Su trabajo como crítico literario incluye ensayos sobre Arlt, Borges, Sarmiento,
Macedonio Fernández, Faulkner, Kafka, Joyce y varios otros. Piglia ha residido en los
Estados Unidos enseñando en las universidades de Harvard y Princeton, donde trabaja
también hoy en día como profesor de literatura latinoamericana.8
La ciudad ausente, en poco menos de 160 páginas, encierra un mundo de
extraordinario valor literario. Es una novela que se desarrolla con el ritmo del género
policíaco, teñida con las atmósferas y los temas de la ciencia ficción; es también una
caja china de microrrelatos y un espejo de la sangrienta historia política argentina, es
asimismo un texto que reflexiona sobre la naturaleza del lenguaje, en torno a los límites
entre realidad y ficción y sobre el poder de la creación literaria. En La ciudad ausente
Piglia teje además una red intertextual en la cual aparecen referencias, homenajes,
8 Sobre la obra de Piglia existe una amplia bibliografía crítica, en la que destacan algunos textos monográficos: Bratosevich [1997], Canaparo [1998], Fornet [2005], Pereira [2001] y un abundante corpus de artículos y ensayos, entre los cuales: Alfieri [2005], Alí [2001], Barra [1991], Cittadini [1991], Kefala [2005]. Entre las entrevistas publicadas recuerdo las de Beilin [2004] y Roffé [2001].
86
alusiones a las obras de Poe, Joyce, Borges, Artl, Bioy Casares, Villiers de l’Isle-Adam
entre otras,9 pero en esta novela sobre todo predomina la figura de Macedonio
Fernández, escritor y filósofo argentino, cuya vida es novelizada en el libro y constituye
el pretexto para el desarrollo de la trama.10
El protagonista es Junior, un periodista que investiga en un Buenos Aires
alucinado y agobiante – que recuerda la ciudad imaginada por Ridley Scott en Blade
Runner – sobre una misteriosa máquina que produce relatos, los cuales estarían en la
base de una subterránea resistencia opuesta a un poder represivo. La narración se
desarrolla en La ciudad ausente como un hipertexto, donde la indagación del
protagonista se confunde entre las voces de personajes ambiguos y confluye en los
mismos cuentos de la mujer-máquina, que nos revela, gracias a sus creaciones, su propia
historia. Junior es quién tiene que descifrar los mensajes fragmentados ocultos en los
relatos y, con la ayuda de excéntricos personajes, se acercará cada vez más a la solución
del enigma, que sin embargo permanece ambigua e huidiza. La máquina es en realidad
Elena de Obieta, la mujer de Macedonio Fernández, muerta en 1920 y que, después de
su fallecimiento, el escritor convirtió en una Eva Futura, gracias a la ayuda de un amigo
ingeniero, para preservarla de la muerte y el olvido. A partir de entonces Elena,
transformada en una Sheherezada cibernética, sigue produciendo cuentos reelaborando
sus memorias personales, ecos literarios y la cruda historia argentina. Relatos que un
gobierno opresivo intenta reprimir en cuanto potencialmente subversivos y peligrosos
para el orden establecido. Sin embargo la máquina ya no puede ser desactivada y sus
creaciones se difunden clandestinamente a través de la ciudad, llegando a intervenir
sobre la realidad misma.
Sería muy interesante analizar los variados temas propuestos por La ciudad
ausente, como el de la ciudad-monstruo moderna, el de los autómatas y el de la
9 «la novela misma es una máquina de leer el sistema literario argentino. En el museo aparecen personajes, objetos, escenas que constituyen el repositorio histórico, iconográfico y simbólico de la literatura nacional: la daga de Juan Moreira; la partida al desierto de Martín Fierro; el suicidio de Erdosain en el vagón de un tren, al final de Los lanzallamas de Arlt; la rosa de cobre del mismo personaje en Los siete locos; el Tape Burgos de Don Segundo Sombra; Macedonio tocando la guitarra en una pensión de Tribunales. Pero el sistema se ramifica infinitamente en las referencias laterales a Eugenio Cambaceres, Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges, los viajeros ingleses, y a las tradiciones de lectura y traducción de la cultura argentina: James Joyce, Italo Svevo, Albert Camus, Hermann Broch, Virginia Wolf, Edward Morgan Forster, Henry James, Edgar Allan Poe...» [Corrado 2001]. 10 Entre los estudios dedicados a La ciudad ausente menciono: Avelar [1995], Berg [1996], Cisneros [2006], Corrado [2001], Filer [2000], Iglesia [1996], Page [2004], Pereira [1999], Romano Thuesen [1994], Williams [2001].
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inteligencia artificial, o bien los aspectos que hacen del texto una novela política e
histórica, junto con el rico entramado intertextual que entrelaza literatura, filosofía y
ciencia; también el tema de la mujer se presenta en sus múltiples facetas: alcohólica,
psicópata, afásica, suicida, mecánica, hasta mujer diosa generadora de narraciones y
realidades. Pese a la importancia de todos estos aspectos, nos detendremos únicamente
en el asunto de nuestra reflexión, es decir el del lenguaje y su poder demiúrgico, que
tantas páginas ocupa en la novela de Piglia, pues está presente en todos los momentos
de reflexión en el texto y al mismo tiempo tiene un papel fundamental en la trama.
Ya desde las primeras páginas, cuando todavía no ha arrancado el relato en torno a
la investigación de Junior, aparece una primera anécdota, en la que Renzi (personaje
alter ego de Piglia que aparece en otras novelas como Respiración artificial y Plata
quemada) cuenta a sus colegas de la redacción, donde trabaja también Junior, cómo en
su juventud había conocido a Lazlo Malamüd, un crítico y profesor de literatura
húngaro, el mayor experto centroeuropeo del Martín Fierro de Hernández. Renzi cuenta
que este intelectual extranjero, refugiado en la Argentina para evitar la dominación rusa
en Hungría, había recibido una oferta de trabajo como profesor en la universidad a
condición de que enseñara en español, lengua que no podía hablar a pesar de su
exhaustivo conocimiento del Martín Fierro. Renzi le impartía, a través de la
universidad, clases de español en el intento de ayudarlo a conseguir el puesto que le
había sido ofrecido. El breve relato de Renzi constituye, en poco más de una página, un
primer acercamiento a la cuestión del lenguaje y a su relevancia en los mecanismos de
la novela. «Hablaba conmigo en un idioma imaginario, lleno de erres guturales y de
interjecciones gauchescas. A media lengua trataba de explicarme la desesperación que
le producía verse condenado a expresarse como un chico de tres años» [16]. La
impotencia lingüística padecida por Malamüd revela en este primer microrrelato la
atención de Piglia hacia la importancia de la palabra como instrumento decisivo para
conseguir una posición dentro de la jerarquía social, algo que puede permitir o negar el
acceso al poder. Además, la lengua híbrida empleada por el profesor húngaro reproduce
en una mise en abyme el funcionamiento de la máquina de contar y, en fin, de la novela
misma.
88
– No más – dijo –. Una vida desgraciada. Yo no merece tanta humillación. Viene
primero el juror después la melancolía. Vierten lágrimas los ojos, pero su pena no
alivia.
Siempre pensé que ese hombre que trataba de expresarse en una lengua de la
que sólo conocía su mayor poema, era una metáfora perfecta de la máquina de
Macedonio. Contar con palabras perdidas la historia de todos, narrar en una lengua
extranjera.
[17]
El encuentro del protagonista con la máquina no tardará mucho en producirse,
gracias a las informaciones que le proporcionan primero una misteriosa mujer que lo
contacta telefónicamente, luego otra mujer alcohólica prisionera en un hotel y
finalmente el coreano Fuyita, guardián del museo donde está encerrada la máquina de
Macedonio. En el capítulo titulado El Museo,11 más cuentos producidos por la máquina
se entrelazan con la narración de la visita de Junior a los salones donde se exponen
materiales de distinta naturaleza sacados de los relatos de la máquina. Entre ellos, Junior
reconoce también la reproducción de la habitación del hotel en la que había estado poco
antes:
En una sala lateral estaba la pieza del Majestic y el ropero donde la mujer había
buscado el frasco de perfume. Lo asombraba la fidelidad de la reconstrucción.
Parecía un sueño. Pero los sueños eran relatos falsos. Y éstas eran historias
verdaderas. Cada uno aislado en un rincón del Museo, reconstruyendo la historia
de su vida.
[49]
11 Este capítulo constituye otra de las innumerables referencias intertextuales en La ciudad ausente, esta vez a la obra del mismo Macedonio Fernández, Museo de la novela de la Eterna. Texto fundamental en la producción del escritor argentino y publicado póstumo, Museo de la novela, ha sido definido una «novela collage» por su fragmentariedad y complejidad. En ella Fernández aúna novela, cuento, poesía, reflexión filosófica y crítica literaria. Anticipando textos de Borges, Calvino y Cortázar entre otros, esta obra presenta un experimentalismo metanarrativo absolutamente moderno que desestabiliza el trabajo interpretativo del lector, llamado en primera persona como personaje del texto. En Museo de la novela también el espacio-tiempo es destruido y la estructura narrativa rechaza cualquier relación con el esquema clásico de presentación, nudo y desenlace – es suficiente recordar la presencia de más de treinta prólogos –. Es un texto que avanza ansioso, tendiendo trampas al lector y desestabilizando los conceptos de real e irreal, a través del lenguaje y del humor, una obra filosófica que sin duda ha dejado muchas huellas en la escritura de Ricardo Piglia.
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A través del juego metaficcional, que se repite a lo largo de toda la novela, el autor
deja abiertas múltiples posibilidades interpretativas: la realidad en la que se mueve
Junior y hasta la misma novela pueden leerse como otros cuentos más de la máquina.
Según la lectura de Joanna Page, es posible, además, ver implícita en la novela la
siniestra posibilidad de que incluso la máquina de contar y sus relatos sean ellos mismos
historias generadas por el Estado con el objetivo de pacificar a sus ciudadanos,
ofreciendo la ilusión de una metanarración ética y espiritual en la que sobrevivir [Page
2004: 257].
La superposición de los planos diegéticos y la presencia de las múltiples voces
narrantes que se funden en el texto hacen que no siempre sea posible distinguir quién
está relatando los sucesos, como cuando se describe el nacimiento de la máquina:
Primero habían intentado una máquina de traducir. El sistema era bastante sencillo,
parecía un fonógrafo metido en una caja de vidrio, lleno de cables y de magnetos.
Una tarde le incorporaron William Wilson de Poe para que lo tradujera. A las tres
horas empezaron a salir las cintas de teletipo con la versión final. El relato se
expandió y se modificó hasta ser irreconocible. Se llamaba Stephen Stevensen. Fue
la historia inicial. […] Queríamos una máquina de traducir y tenemos una máquina
transformadora de historias. Tomó el tema del doble y lo tradujo. Se las arregla
como puede. Usa lo que hay y lo que parece perdido lo hace volver transformado
en otra cosa. Así es la vida. […] La clave, dijo Macedonio, es que aprende a
medida que narra. Aprender quiere decir que recuerda lo que ya ha hecho y tiene
cada vez más experiencia. No hará necesariamente historias cada vez más lindas,
pero sabrá las historias que ha hecho y quizá termine por construirles una trama
común.
[41-42]
Utilizando elementos de la biografía de Macedonio Fernández, Piglia erige el
núcleo narrativo de su novela. En 1920 Elena de Obieta muere y desde entonces el
escritor filósofo lo abandona todo, desde la profesión de abogado hasta a sus hijos, que
quedarán al cuidado de abuelos y tías, para comenzar una vida errante y ascética en la
que, en un interminable duelo, escribe obsesivamente sobre la muerte de su esposa. En
la novela de Piglia, Macedonio hace un pacto fáustico para preservar el alma de la
mujer, construyendo así la Eterna, un aparato para traducir que se convierte en
90
máquina de contar. Sin embargo, lo que Macedonio no prevé es que ella le sobrevivirá
después de su muerte, quedándose sola a la espera infinita de su esposo, contando
historias interminablemente. En eso, se dice en la novela, Fernández fue «como Dante
y como Dante construyó un mundo para vivir con ella. La máquina fue ese mundo y
fue su obra maestra» [46].
El papel del lenguaje en el desarrollo de la trama es fundamental y tangible
hasta el punto en que se convierte en el eje central de una búsqueda, a la vez fantástica,
científica y mitológica, de una lengua adánica primigenia que recuerda mucho la
gramática universal concebida por Chomsky. Según la teoría generativista del célebre
lingüista, existe un mecanismo cerebral innato, un «órgano del lenguaje», que permite
a la especie humana aprender y utilizar el lenguaje de forma instintiva. Asimismo, en
la novela de Piglia se dice que «todo lo que los lingüistas nos han enseñado sobre el
lenguaje está también en el corazón de la materia viviente. El código genético y el
código verbal presentan las mismas características. A eso lo llamamos los nudos
blancos» [71]. Los nudos blancos, zonas de condensación que como mitos «definen la
gramática de la experiencia», constituyen el objeto de atención por parte de una
autoridad opresora que intenta controlarlos o desactivarlos a través de sus neurólogos,
mientras al otro lado una resistencia clandestina, estimulada por la actividad de la
máquina de Macedonio, intenta remontarse hasta el origen del lenguaje.
En el caparazón de las tortugas se dibujaban los signos de un lenguaje perdido. Los
nudos blancos habían sido, en el origen, marcas en los huesos. El mapa de un
lenguaje ciego común a todos los seres vivos. El único rastro de ese idioma
original eran los signos dibujados en el caparazón de las tortugas marinas.
Sombras y formas prehistóricas grabadas en esas placas de hueso. Grete amplió las
fotos y las proyectó en la pared. La serie de figuras eran el fundamento de un
idioma pictográfico. A partir de esos núc1eos primitivos, se habían desarrollado a
lo largo de los siglos todas las lenguas del mundo. Grete quería llegar a la isla,
porque con ese mapa iba a ser posible establecer un lenguaje común. En el pasado
todos habíamos entendido el sentido de todas las palabras, los nudos blancos
estaban grabados en el cuerpo como una memoria colectiva.
[80]
91
Entre los muchos relatos creados por la máquina de Macedonio intercalados en la
novela, dos en particular abordan el tema de la palabra y su función de imprescindible
herramienta para establecer y mantener el contacto con la realidad. El primero se titula
La Nena y cuenta otra historia de afasia e incapacidad lingüística, en la que la
protagonista Laura es una niña que pierde gradualmente la facultad de expresarse:
La preocupaban continuamente las maquinarias, sobre todo las bombitas eléctricas.
Las veía como palabras, cada vez que se encendían alguien empezaba a hablar.
Consideraba entonces a la oscuridad una forma del pensamiento silencioso. […]
En ese momento empezó a tener dificultades con el lenguaje. Perdió la capacidad
de usar correctamente los pronombres personales y al tiempo casi dejó de usarlos y
después escondió en el recuerdo las palabras que conocía. […] El lenguaje de
Laura poco a poco se iba volviendo abstracto y despersonalizado. Al principio
nombraba correctamente la comida; decía “manteca”, “azúcar”, “agua”, pero
después empezó a referirse a los alimentos en grupos desconectados de su carácter
nutritivo. El azúcar pasó a ser “arena blanca”, la manteca, “barro suave”, el agua,
“aire húmedo”. Era claro que al trastocar los nombres y al abandonar los
pronombres personales estaba creando un lenguaje que convenía a su experiencia
emocional. Lejos de no saber cómo usar las palabras correctamente, se veía ahí
una decisión espontánea de crear un lenguaje funcional a su experiencia del
mundo.
[53-54]
El padre de Laura decide abandonar la clínica del doctor Arana (personaje que
reaparece sucesivamente en otro cuento), donde la niña estaba sometida a un
tratamiento eléctrico, para curar a su hija personalmente entrando en su mundo verbal,
primero con la ayuda de un profesor de canto, pensando que «la música era un modelo
abstracto del orden del mundo» [54] y después a través de la narración de relatos breves.
El padre de Laura empieza a leerle siempre el mismo cuento en sus diferentes versiones
literarias, esperando que las frases entren en la memoria de su hija como bloques de
sentido, de modo que «el argumento era un modelo único del mundo y las frases se
convertían en modulaciones de una experiencia posible» [56]. Al final Laura consigue
construir un lenguaje propio a partir de la estructura circular de la historia y con las
92
palabras aprendidas, llegando a comunicar con su padre, hasta empezar a contar ella
misma la historia.
Otra vez Piglia ofrece un relato que reproduce el mecanismo de la novela. Como
una caja china, la narración repite su esquema y al mismo tiempo proporciona al lector y
al detective Junior elementos que se añaden a los demás indicios para descifrar la
intriga. La Nena representa otra versión de la máquina de Macedonio, que desde la nada
del silencio recoge elementos lingüísticos y narrativos y los hace propios para construir
otro mundo, otra realidad y otra forma comunicativa compuesta por los fragmentos de
lo que ya existe.
La ciudad ausente constituye un ejemplo paradigmático de lo que acontece en la
literatura de la postmodernidad. Después de la «crisis del lenguaje», de la «muerte del
autor» y de la «muerte de la novela», lo que el autor contemporáneo puede hacer para
seguir escribiendo es recoger los fragmentos de la tradición literaria pasada y reconstruir
un mundo con renovada conciencia intertextual y capacidad de componer mosaicos y
redes de significados que un lector avisado tiene que interceptar y reconocer. A través
de la ironía y de la citación, la literatura posmoderna recobra su lugar y restablece su
papel de generador de significados y propulsor de reflexiones adaptadas a una situación
cultural fragmentada como la contemporánea.
La Isla, el segundo de los cuentos mencionados, es sin duda el que más
abiertamente plantea cuestiones lingüísticas, además de ser el relato más largo entre los
que están insertados en el texto – 17 páginas en una novela de 160 –. Este cuento, que
nuevamente alude a otras narraciones, entre las cuales La invención de Morel de Adolfo
Bioy Casares y, de forma más patente, al Finnegans Wake de Joyce, constituye otra de
las numerosas mise en abyme del núcleo narrativo de la novela, es decir la creación de
una mujer-máquina. Esta vez es un personaje llamado Nolan quien, después de
naufragar en la isla y para tratar de vencer la soledad, construye un grabador de doble
entrada «con el que era posible improvisar conversaciones usando el sistema de los
juegos lingüísticos de Wittgenstein» [130]. El aparato, que almacena las palabras de
Nolan y las reelabora, será programado por el náufrago de manera que actúe como una
mujer con la que hablar y entre los dos, irremediablemente, nacerá el amor. Sin
embargo, después de unos años, Nolan se suicida dejando su creación sola y
93
desesperada. Será descubierta por los sucesivos habitantes de la isla, que la encontrarán
sobre una piedra lamentándose por la pérdida de su amado.
Este episodio cubre la dimensión de leyenda mitológica, de mito pasado fundador
de la peculiar realidad de la isla, colonizada en tiempos lejanos por familias de
desterrados, exiliados políticos y perseguidos por las autoridades, procedentes de
Irlanda, Inglaterra, Rusia y otros países. Boas, único hombre que ha conseguido visitar
la isla y volver para contar lo que ha visto, describe un lugar donde las lenguas cambian
continuamente:
“El lenguaje se transforma según ciclos discontinuos que reproducen la mayoría de
los idiomas conocidos (registra Turnbull). Los habitantes hablan y comprenden
instantáneamente la nueva lengua, pero olvidan la anterior. Los idiomas que se han
podido identificar son el inglés, el alemán, el danés, el español, el noruego, el
italiano, el francés, el griego, el sánscrito, el gaélico, el latín, el sajón, el ruso, el
flamenco, el polaco, el esloveno, el húngaro. Dos de las lenguas usadas son
desconocidas. Pasan de una a otra, pero no las pueden concebir como idiomas
distintos, sino como etapas sucesivas de una lengua única.” Los ritmos son
variables, a veces un idioma permanece semanas, a veces un día. Se recuerda el caso
de una lengua que se mantuvo quieta durante dos años. Después se sucedieron
quince modificaciones en doce días.
[120]
En la isla donde el lenguaje se transforma sin parar, los antepasados evocan una
época en la que, al contrario, las palabras «se extendían con la serenidad de la llanura»
[118], en la que no se perdía el sentido y el lenguaje no se ramificaba en «mutaciones
interminables y significaciones perdidas» [118], borrando la memoria de los hombres,
incapaces de retener las lenguas en las que habían fijado sus recuerdos. En esa época
adánica las generaciones «heredaban los mismos nombres para las mismas cosas y
podían legarse documentos escritos con la certeza de que todo lo que escribían sería
legible en los tiempos futuros» [127].
La vida en la isla es inevitablemente caracterizada por los efectos de los
imprevisibles cambios lingüísticos. Los habitantes creen que los ancianos se encarnan
en los nietos y en esa teoría han fundado la lingüística histórica, es decir, piensan que la
94
naturaleza de la lengua depende de los residuos del pasado que se acumulan en cada
generación, renovando el recuerdo de las lenguas muertas. Los cambios de la lengua
afectan la comunicación entre pasado y presente, debido a que toda la documentación
escrita pierde su comprensibilidad. Las parejas pueden amarse en una lengua y ser
hostiles en la sucesiva, los poetas pueden perder su fama y capacidad creadora al
cambiar el lenguaje en una cadena de siempre nuevos clásicos, todos inevitablemente
olvidados al siguiente cambio: «Todas las obras maestras duran lo que dura la lengua en
la que fueron escritas. Sólo el silencio persiste, claro como el agua, siempre igual a sí
mismo» [121]. Sólo hubo un caso de un hombre que había conocido dos idiomas al
mismo tiempo y es descrito como un místico profeta que soñaba y escribía palabras y
frases comprensibles sólo para él, recogidas y conservadas en los archivos de la isla.
En la isla las creencias populares y la ciencia son dominadas por la lengua y sus
oscilaciones: si por un lado la tradición cree que el lenguaje se modifica en las noches
de luna llena, por el otro «la lingüística científica no acepta ninguna relación entre los
fenómenos naturales, como las mareas o los vientos, y las mutaciones del lenguaje»
[122]. La lingüística es la ciencia más desarrollada y cuenta con proyectos para fijar un
diccionario de las variantes futuras de las palabras, que en la práctica se convierte en un
manual de adivinación, mientras que:
Todos los intentos de construir una lengua artificial se han visto perturbados por una
experiencia temporal de la estructura. No han podido construir un lenguaje exterior
al lenguaje de la isla, porque no pueden imaginar un sistema de signos que persista
sin mutaciones. Si a + b es igual a c, esa certidumbre sólo sirve un tiempo, porque
en un espacio irregular de dos segundos ya a es –a y la ecuación es otra. La
evidencia vale lo que tarda una proposición en ser formulada. En la isla, ser rápido
es una categoría de la verdad. En esas condiciones, los lingüistas del Area-Beta del
Trinity College alcanzaron lo que parece imposible: casi fijan en un paradigma
lógico la forma incierta de la realidad. Definieron un sistema de signos cuya
notación se transforma con el tiempo. Es decir, inventaron un lenguaje que muestra
cómo es el mundo, pero que no permite nombrarlo. Hemos logrado establecer un
campo unificado, le han dicho a Boas, ahora sólo nos falta que la realidad incorpore
al lenguaje alguna de nuestras hipótesis.
[126]
95
En un estilo plenamente borgesiano, Piglia construye un relato fantástico y
absurdo que juega con los recursos de la lingüística para desconcertar al lector. La
relación entre palabra y realidad es desvinculada en un cuento que, sin disimular una
propensión irónica, refleja la instabilidad de todo sistema de significación basado en la
arbitrariedad del lenguaje. Hasta el mito de la creación es reelaborado en la isla en
términos lingüísticos, fijado en un fragmento escrito en la lengua primigenia de la isla,
derivado directamente de la mujer-máquina de Nolan.
El fragmento llamado Sobre la serpiente, dice Boas que era así: “Empezó la época
de los grandes vientos. Ella siente que le arrancan el cerebro y dice que su cuerpo
está hecho de tubos y conexiones eléctricas. Habla sin parar y a veces canta y dice
que me lee el pensamiento y sólo pide que yo esté cerca y que no la abandone en la
arena. Dice que es Eva y que la serpiente es Eva y que nadie en los siglos de los
siglos se ha atrevido a decir esa verdad tan pura y que sólo María Magdalena se lo
dijo al Cristo antes de lavarle los pies. Eva es la serpiente, la mutación interminable,
y Adán está solo, siempre ha estado solo. Dice que Dios es la mujer y que Eva es la
serpiente. Que el árbol del bien y del mal es el árbol del lenguaje. Recién cuando se
comen la manzana empiezan a hablar. Eso dice ella cuando no canta”.
[128]
En la isla la única fuente escrita es el Finnegans Wake, considerado un libro
sagrado porque siempre puede ser leído, independientemente de las mutaciones
lingüísticas, por el hecho de estar «escrito en todos los idiomas» [132]. En La ciudad
ausente el autor rinde homenaje al escritor irlandés y encaja en su novela uno de los
textos más enigmáticos de la literatura del siglo XX atribuyéndole poderes mágicos y
los rasgos de texto religioso, leído en las iglesias de la isla como una Biblia. De forma
parecida, Millás llevaba a cabo la misma operación en El orden alfabético, en cuyas
páginas la enciclopedia asumía el papel de texto sagrado fundador de la realidad
gracias a su poder lingüístico y clasificatorio. En el relato de Boas sobre su viaje a la
isla se cuenta como para los habitantes el Finnegans Wake «reproduce las
permutaciones del lenguaje en escala microscópica. Parece un modelo en miniatura del
mundo. A lo largo del tiempo lo han leído como un texto mágico que encierra las
96
claves del universo y también como una historia del origen y la evolución de la vida en
la isla» [132].
En este cuento, Piglia subraya la estricta relación entre pertenencia lingüística e
identidad nacional. Los isleños sufren por la falta de una patria común debido al hecho
de no tener una estabilidad del lenguaje, viven en un presente esquizofrénico, sin
memoria histórica ni capacidad de concebir un futuro, y por eso perciben la nación
como un concepto puramente lingüístico. Como subraya María Antonieta Pereira en su
análisis de la novela, los habitantes de la isla, privados de una identidad nacional, de un
estado fuerte, son llevados a no reconocerse dentro de la categoría pueblo [Pereira
2001: 198-203].
Así, en “La isla”, ciertos conceptos que forman parte de la tradición cultural de
Occidente –ciudadano, pueblo, nación, patria, Estado- son desestabilizados por
otras concepciones, nacidas en una sociedad post-moderna y multicultural. Al
presentar diferencias con relación al discurso tradicional, La ciudad ausente
tematiza el momento en que una nueva posibilidad de organización social
establece una angustiadora encrucijada para los hombres. Cuestionar el modelo de
nación hegemónica y excluyente implica correr el riesgo de la desintegración, del
fraccionamiento de la geografía, de la alteración retrospectiva de las narrativas
fundadoras, de la fragmentación del tiempo. Los personajes de la isla, al identificar
nación y lenguaje con la volubilidad del río Liffey, […] intentan simultáneamente
el desarrollo de mecanismos de preservación de la tradición que se les escapa.
[Pereira 2001: 202-203]
Según esta interpretación, La isla se convierte en metáfora de la inquietud
postmoderna causada por la ruptura de las metanarraciones lyotardianas y por la
incapacidad de constituir nuevos modelos sociales y culturales alternativos. El hombre
contemporáneo se descubre perdido ante la fragmentación lingüística y cultural
características de la era de la globalización, empeñado en la operosa tarea de
mediación entre la salvaguardia – y superación – del pasado y de la tradición y la
búsqueda de nuevas posibilidades en el campo literario, filosófico, político, social,
científico, artístico o comunicativo.
97
Siguiendo la misma línea, Joanna Page afirma que el texto de Piglia hesita entre
el auspicio de una utopía post-nacional, de una red de intercambios sociales y
culturales marcada por heterogeneidad lingüística y, por otro lado, el reconocimiento
nacido de una sensibilidad post-dictatorial de la importancia de la memoria, de la
identidad y de la comunidad [Page 2004: 355]. Además Page subraya que si bien la isla
constituye un refugio sin control exterior a sus habitantes y al lenguaje mismo, el
hecho de que imponga una existencia vaciada de la memoria y de la identidad impide
que esta condición se pueda considerar utópica y ni siquiera neutral, al contrario
«Piglia’s utopia appears rather too similar to his version of dystopia: the clinic, the
place of repression. There, operations are carried out by the authorities to produce a
situation in which ‘nadie parecía tener recuerdos propios’» [Page 2004: 354].
Lo que sin duda emerge con intensidad a lo largo de toda la novela es la atención
hacia la naturaleza del lenguaje como instrumento de poder y, al mismo tiempo, como
medio para subvertir el orden establecido. Eje central de La ciudad ausente es la
presencia de un Estado represivo que impone su visión de la realidad e intenta
controlar y arrestar cualquier intento de perturbar el sistema. Piglia describe con tonos
orwellianos la actividad de un régimen mentiroso y cruento, que «conoce todas las
historias de todos los ciudadanos y retraduce esas historias en nuevas historias que
narran el Presidente de la República y sus ministros. La tortura es la culminación de
esa aspiración al saber, el grado máximo de la inteligencia institucional» [143]. En más
ocasiones afloran en el texto las atrocidades de la historia argentina, hecha de torturas,
desaparecidos, fosas comunes; horrores que circulan clandestinamente en la ciudad
gracias a los relatos de la máquina de Macedonio, como La grabación o Los nudos
blancos, y que desenmascaran un poder fundado en el «Estado mental, […] que es
nueva etapa en la historia de las instituciones» [144], una realidad imaginaria
perpetrada por el poder que moldea las percepciones de los ciudadanos, para que todos
piensen e imaginen como el estado quiere.
La inteligencia del Estado es básicamente un mecanismo técnico destinado a
alterar el criterio de realidad. Hay que resistir. Nosotros tratamos de construir una
réplica microscópica, una máquina de defensa femenina, contra las experiencias y
los experimentos y las mentiras del Estado.
98
[142]
Por eso la quieren desactivar. Primero, cuando vieron que no la podían desconocer,
cuando se supo que hasta los cuentos de Borges venían de la máquina de
Macedonio, que incluso estaban circulando versiones nuevas sobre lo que había
pasado en las Malvinas; entonces decidieron llevarla al Museo, inventarle un
Museo, compraron el edificio de la RCO y la exhibieron ahí, en la sala especial, a
ver si la podían anular, convertirla en lo que se llama una pieza de museo, un
mundo muerto, pero las historias se reproducían por todos lados, no pudieron
pararla, relatos y relatos y relatos.
[144-145]
Como recuerda Joanna Page en su trabajo, los gobiernos contemporáneos derivan
su poder no sólo a través de la posesión de los medios de producción y de
comunicación, sino también gracias al control sobre el «código significante». Eso
quiere decir que el poder, además de determinar cuáles versiones de la verdad son
«reales» y cuáles «falsas», tiene como interés primario también el mantenimiento del
monopolio sobre el principio que permite tales distinciones. De ahí que cualquier
resistencia que quiera combatir el sistema necesite desafiar el control sobre ese código,
más que denunciar la versión del estado como falsa, porque de esta forma seguiría
utilizando las mismas distinciones impuestas desde arriba [Page 2004: 347].
Eso es lo que hacen los relatos de la máquina en La ciudad ausente: no intentan
ofrecer una verdad alternativa a la oficial, sino que resisten al control del estado,
ocupando una posición que no se puede definir ni «verdadera» ni «falsa». Según la
interpretación de Page, hasta cuando la máquina produce ficción como tal, el estado
acepta su existencia reservándole una especie de museo literario, aprovechando el
efecto de «revalidación» de lo real resultante de la institucionalización de la ficción.
Pero, en el momento en que la mujer-máquina empieza a incorporar material sacado
del mundo real en sus historias, anulando la distinción entre realidad y fantasía, la
autoridad cierra el museo e intenta desactivarla [Page 2004: 348]. Entonces, como
afirma María Antonieta Pereira, la reiteración de narrativas, la recuperación de los
residuos de una tradición amenazada por el olvido y el imaginar utopías lingüísticas
«constituyen estrategias de resistencia a la brutalidad represiva que silencia a la polis»
99
y la creación literaria «configura un arma que impone movimiento contra la parálisis
provocada por los discursos dominantes» [Pereira 2001: 23].
Si bien parece contradictorio que en la novela también se afirme que la narración
es un «arte de vigilantes» y que «la policía y la denominada justicia han hecho más por
el avance del arte del relato que todos los escritores a lo largo de la historia» [158], eso
sirve para demostrar como el lenguaje es en realidad un arma de doble filo, que
permite subyugar pero al mismo tiempo rebelarse y subvertir el orden establecido a
través de la narración. Es al mismo tiempo un instrumento de dominio y de lucha, que
difícilmente se deja amansar y subyugar, como se lee hacia el final de La ciudad
ausente:
Ahora dicen que la han desactivado, pero yo sé que es imposible. Ella es eterna y
será eterna y vive en el presente. Para desactivarla tendrían que destruir el mundo,
anular esta conversación y la conversación que sostienen quienes quieren
destruirla. Ella es como ese río que fluye, manso, en el atardecer. Aunque uno no
esté en él, el río igual sigue su andar quieto. No van a poder detener lo que ha
comenzado antes de que ellos comprendieran lo que estaba sucediendo. Soy Emil
Russo, dijo. Ellos piensan que tengo una réplica, pero no soy yo quien tiene una
réplica, existen otras réplicas, ella produce historias, indefinidamente, relatos
convertidos en recuerdos invisibles que todos piensan que son propios, ésas son
réplicas. Esta conversación, por ejemplo. Su visita al Majestic, la mujer que bebe
indefinidamente de un frasco de perfume, la muchacha en la cárcel. No hace falta
que usted se vaya de la isla, esta historia puede terminar aquí. La realidad es
interminable y se transforma y parece un relato eterno, donde todo siempre vuelve
a empezar. Sólo ella sigue ahí, igual a sí misma, quieta en el presente, perdida en
la memoria. Si hay un crimen, ése es el crimen. Ya no tiene imágenes, en el
recuerdo sólo hay palabras, el aletear quieto de los pájaros, las voces de la noche.
Le voy a mostrar el Archivo y usted va a comprobar que el relato es infinito.
[154]
El poder del relato es extraordinario, a lo largo de toda la novela esta idea se
repite constantemente, el lenguaje y sus derivados engendran la realidad, que está
constituida de palabras, de conceptos. Otro filósofo de la contemporaneidad, Foucault,
había subrayado la intrínseca relación entre poder, prácticas discursivas y lenguaje y en
100
La ciudad ausente, como en muchas novelas – entre las cuales no se puede olvidar
1984 de Orwell –, se insiste sobre esta concepción. Resulta muy significativo, para
comprender la visión de Piglia sobre la relación entre lenguaje y política, lo que el
mismo autor afirma en una entrevista realizada por María Antonieta Pereira en 1996,
en la cual expone su opinión sobre la importante función del crítico literario:
Yo creo que el crítico tiene un lugar en esta sociedad donde el lenguaje cada vez
más está siendo manipulado por el estado y normalizado y uniformado por las
instituciones que manejan la opinión pública. Me parece que los críticos y los
lingüistas, y todos los que se ocupan de la letra escrita y de la lectura, tienen un
lugar político importante hoy, porque son aquellos que van a poder descifrar y
resistir a esos lenguajes absolutamente falsos y manipulados que circulan, donde la
información está siempre alterada.
Por lo tanto, está la capacidad de descifrar y de leer lo que no se ve a primera vista,
de la cual la crítica literaria es el ejemplo más refinado, porque lee discursos
complejísimos como son los discursos de la literatura y construye a partir de ella
las redes de significación. […] No me parece nada raro que el mayor crítico de la
sociedad contemporánea sea Chomsky, que es un lingüista. Porque es un lingüista,
tiene esa posición política que tiene. Es un gran intelectual que está enfrentado con
todo el sistema de tergiversación de la información, pero es un hombre que está
muy adiestrado en el manejo y en la captación de los sistemas de significación.
Entonces me parece que los críticos literarios también tienen que cumplir esa
función y que grandes críticos, como Benjamin, han sido grandes lectores del
funcionamiento verbal de la sociedad.
[Pereira 2001: 249-250]
Para concluir, La ciudad ausente es una obra metaficcional por lo que se refiere a
los recursos estilísticos, como la mise en abyme, la ruptura de planos diegéticos o el
inagotable juego intertextual, pero sobre todo es una novela metalingüística en la que
aparecen muchas de las preocupaciones de la Edad Contemporánea en lo que concierne
a la naturaleza del lenguaje, sus fallos comunicativos por un lado y su poder de
manipulación por el otro, las intersecciones entre realidad y ficción, las deudas y los
antagonismos con la tradición y el pasado, la meditación sobre la responsabilidad de la
escritura y de la literatura en el establecimiento de las sociedades actuales y futuras.
101
Por eso, como apunta Joanna Page, el trabajo de Piglia se coloca tanto en la reciente
historia y cultura argentinas tanto como en el discurso del postmodernismo
internacional. Según esta estudiosa, el antiautoritarismo postmoderno, su exploración
de la ausencia y el fracaso de las metanarraciones serían curiosamente aptos para la
expresión de la reciente experiencia socio-política argentina, la cual ha producido,
entre otras cosas, una desilusión profunda con respecto a las promesas de la
modernidad y la literal ausencia de millares de desaparecidos [Page 2004: 359].
La ciudad ausente constituye por tanto un puente entre ese movimiento cultural
«extranjero», en cuanto principalmente europeo y norteamericano, que es el
posmodernismo, y la peculiar tradición cultural argentina marcada por su historia
política y social, permitiendo una lectura que por un lado no olvida la óptica
interpretativa postcolonial y al mismo tiempo se proyecta hacia la producción literaria
más innovadora del panorama intelectual global.
2.1.4. Conclusión
El orden alfabético y La ciudad ausente nos han permitido averiguar cómo las
preocupaciones en materias lingüísticas han llegado a interesar al mundo de la ficción
novelesca contemporánea. Los recursos metanarrativos presentes en estos textos y la
trasgresión de los tradicionales pactos de lectura imposibilitan una lectura ingenua y
unívoca de los textos, impiden la «suspensión de incredulidad» y no hacen sino
impulsar la reflexión por parte del lector que, lejos de ensimismarse en la trama, es
obligado a una constante actividad interpretativa del texto. La necesidad de meditar
sobre la esencia de la realidad y sus posibles intersecciones/dependencias con la
irrealidad y sobre el fundamental papel del lenguaje en cualquier tipo de análisis de la
existencia, emerge en ambas novelas con matices y resultados distintos. Si Millás
parece jugar con la palabra, que se vuelve orgánica, convertida en cemento vivo de la
realidad, al otro lado Piglia construye un texto complejo y comprometido, donde el
lenguaje es amenazador y huye de cualquier forma de control por parte del ser humano.
El orden alfabético se desarrolla ágil y risueño aprovechándose de la ligereza del género
fantástico mientras nos recuerda implícitamente las teorías de Ferdinand de Saussure y
102
se apropia de las incertidumbres del postestructuralismo en relación a la inestabilidad
del signo lingüístico. La onírica (o psicótica) experiencia de Julio demuestra que la
realidad, como las ideas, están hechas con palabras, que sin el lenguaje el hombre no
puede existir. En La ciudad ausente el mismo concepto es llevado a cabo empleando las
modalidades de la novela policíaca, la ciencia ficción y la novela política. Junto con el
lenguaje, también la narración asume el papel de protagonista en un texto, en el que los
personajes humanos resultan todos secundarios respecto a la máquina de contar,
verdadera propulsora y núcleo de La ciudad ausente, con su capacidad de metabolizar la
tradición literaria y la realidad para unificarlas en nuevas narraciones. En las páginas de
Piglia se agitan ecos filosóficos de Chomsky y Foucault, las palabras tienen otra vez la
capacidad de modelar la realidad, pero al mismo tiempo se quiere recordar que quien
posee el monopolio sobre el lenguaje tiene también la facultad de ocultar y disimular lo
que por supuesto no está hecho de palabras, como la violencia y la muerte.
103
2.2. La autoficción como práctica metaliteraria
2.2.1 Introducción
El concepto de autoficción no constituye una novedad en el ámbito de la
terminología crítica sobre el género autobiográfico. Nace de la pluma del escritor y
crítico francés Doubrovsky que, en 1977, intentaba rellenar los huecos vacíos en la
reflexión teórica del crítico Philippe Lejeune, desarrollada dos años antes en el famoso
ensayo El pacto autobiográfico (1975). El objetivo de Lejeune era el de delimitar el
territorio propiamente autobiográfico, distanciándolo de otras formas narrativas
limítrofes, en particular de la novela autobiográfica.
Por lo que concierne al género autobiográfico, y teniendo en cuenta los
elementos que lo diferencian de la autoficción de los que hablaremos más adelante,
destaca lo que Lejeune ha postulado sobre este tipo de escritura, es decir que la
autobiografía «no es cuando alguien dice la verdad de su vida, sino cuando dice que la
dice» [cit. en Alberca 2007: 66]. Esto significa que, según Lejeune, en la exégesis de un
texto autobiográfico no se pone en discusión el hecho que un autor pueda omitir,
olvidar, confundir o incluso mentir sobre su propia vida en el momento de escribir, sino
que lo importante a la hora de determinar si un texto pertenece o no a dicho género es el
pacto de lectura propuesto al lector, que en este caso suele manifestarse explícitamente a
través de inequívocos elementos paratextuales. Resumiendo, un texto autobiográfico
debe responder a un doble principio: de identidad (el autor es explícitamente el mismo
protagonista del texto) y de veracidad (lo que se cuenta en el texto se toma por
verdadero); sin embargo, es necesario subrayar que si el mismo autor no respeta,
involuntaria o voluntariamente, este último principio, eso no comporta automáticamente
que esté escribiendo una obra de ficción.
Colindante con la autobiografía, pero ya situada en el mundo de la ficción, se
encuentra la novela autobiográfica, a la que muchas veces los escritores han recurrido
para hablar de sí mismos de forma enmascarada, pues en estos textos el narrador no
tiene el mismo nombre que el autor o se presenta como anónimo. Este género literario,
muy común a partir del siglo XIX, se desarrolla como un juego intelectual en el que el
104
lector tiene que descubrir los elementos autobiográficos que el autor ha diseminado en
la narración. Como explica Manuel Alberca en su excelente trabajo sobre la autoficción,
para que una novela pueda etiquetarse como autobiográfica es necesario que entre autor
y lector exista un acuerdo, más o menos implícito o explícito, que permita al lector
percibir la historia que se cuenta como una proyección, encubierta o disimulada, de la
vida y personalidad del autor. Es entonces un tipo de narración que esconde y revela al
mismo tiempo, en la cual el autobiografismo resulta evidente pero donde, al mismo
tiempo, el lector no está autorizado a juzgarla como una verdadera autobiografía.
Consecuentemente, para que este juego literario pueda funcionar, es imprescindible que
el lector conozca la biografía del novelista, sin la cual no le sería posible determinar el
nivel de autobiografismo presente en el texto [Alberca 2007: 99]. Como veremos más
adelante, mucho de lo que acabo de decir vale también para la autoficción, aunque hay
algunas diferencias que impiden la equivalencia entre estas dos modalidades literarias,
como por ejemplo la identidad nominal del narrador.
A veces elegida por el gusto por el juego intelectual, en otros casos utilizada por
pudor, para sustraerse del juicio público o, en épocas de rigor moral o político, para
evitar reproches o consecuencias más desagradables, la novela autobiográfica ha
permitido a sus autores expresarse sobre temas incómodos o muy personales, les ha
consentido criticar, denunciar, reivindicar o simplemente confesar, sin tener que
comprometer su identidad, dejando al lector la tarea de descubrir dónde el autor se
esconde detrás de las páginas.
Si en la novela autobiográfica «el autor se encarna total o parcialmente en un
personaje novelesco, se oculta tras un disfraz ficticio o aprovecha para la trama
novelesca su experiencia vital debidamente distanciada mediante una identidad nominal
distinta a la suya» [Alberca 2006: 116], la autoficción nace exactamente de aquella
modalidad híbrida, no considerada en el análisis de Lejeune, en la cual el protagonista
de un texto de ficción tiene el mismo nombre que su autor. Como decíamos
anteriormente, fue Doubrovsky quien, desafiando la contradicción que reside entre
autobiografía como crónica de lo real y literatura de ficción, acuñó este neologismo,
síntesis de la unión de dos géneros literarios: «una ficción, de acontecimientos y de
hechos estrictamente reales» en la cual confluyen verdaderas experiencias personales e
imaginación, y donde el narrador se revela, o parece ser, el autor mismo:
105
Autobiographie? Non, c’est un privilège réservé aux importants de ce monde, au
soir de leur vie, et dans un beau style. Fiction, d’événements et de faits strictement
réels ; si l’on veut, autofiction, d’avoir confié le langage d’une aventure à
l’aventure du langage, hors sagesse et hors syntaxe du roman, traditionnel ou
nouveau. Rencontres, fils des mots, allitérations, assonances, dissonances, écriture
d’avant ou après la littérature, concrète, comme on dit musique. Ou encore,
autofriction, patiemment onaniste, qui espère maintenant partager son plaisir.
[Doubrovsky 1977: contraportada]
La autoficción constituye entonces un espacio de límites inciertos, incluido entre
la autobiografía propiamente dicha y aquel enorme corpus literario constituido por la
novela autobiográfica. Ocupa así una posición ambigua gracias a la cual difícilmente se
deja encasillar como género autónomo y, como suele pasar con muchos neologismos en
el ámbito crítico-literario, rehúye una definición conclusiva que tome en cuenta las
múltiples variantes en las que puede manifestarse. Acogiendo la definición que Alberca
propone en su trabajo, y que resume sus características principales, la autoficción es
«una novela o relato que se presenta como ficticio, cuyo narrador y protagonista tienen
el mismo nombre que el autor» [2007: 158]. Sin embargo, a una definición tan simple y
clara, el mismo autor añade sucesivamente una propuesta clasificatoria que fragmenta la
autoficción en subclases menores – autoficción biográfica, autobioficción y autoficción
fantástica – de las que hablaremos más adelante.
Entrando más en detalle, la autoficción se presenta como una novela, es decir
como una obra de ficción, pero al mismo tiempo aparenta ser una historia
autobiográfica, a través de la identidad nominal, explícita o implícita, del
narrador/protagonista con el autor del texto. Esta coincidencia de identidad, que al
mismo tiempo sugiere de manera confusa que el personaje es y no es el autor del texto,
produce un efecto de desorientación en la expectativa del lector, que se encuentra
incapacitado para reconocer el pacto de lectura que el autor deja intencionalmente
ambiguo. A diferencia de la autobiografía, donde el nombre del autor en la portada,
acompañado de otros elementos paratextuales como el título, el prólogo, etc., garantizan
cierta seguridad en la interpretación del texto, en la autoficción este mecanismo no
funciona. La aparente transparencia autobiográfica choca con la igualmente explícita
106
etiqueta de novela bajo la cual se suelen catalogar estos textos. Por esta razón la
autoficción es un género o modo narrativo que se propone simultáneamente como
ficticio y real, que juega confundiendo al lector y que lo empuja hacia un trabajo
interpretativo muy a menudo sin salida. La ruptura de los tradicionales pactos de lectura
se convierten en el mecanismo central de muchas novelas autofictivas que exigen un
lector activo y atento, invitado implícitamente por el texto a confrontar los hechos
narrados con la biografía real del autor, llegando hasta el punto de improvisarse
detective rastreando entrevistas y reseñas en Internet y revistas literarias. Sin embargo,
en muchos casos sus autores no ofrecen, o incluso escamotean, las informaciones
necesarias para llegar a una resolución satisfactoria de las incógnitas de la historia, que
queda inevitablemente suspendida entre las fronteras de lo real y lo ficticio.
La ambigüedad sobre la que se basa el funcionamiento del pacto de lectura
autoficticio suele ser de dos géneros: paratextual y textual. El primer tipo se produce al
clasificar como «novela» una autobiografía a través del paratexto, y suele utilizarse para
«dignificar» una narración real aprovechando del mayor prestigio que la literatura
ficticia goza respecto a la autobiográfica [Alberca 2007: 175]. La ambigüedad textual,
en cambio, es más profunda y deriva de la construcción narrativa del texto. Suele
manifestarse en formas distintas: cuando en el texto aparecen hechos, personajes o
informaciones de tipo autobiográfico – por ejemplo nombres, fechas, obras publicadas –
que el lector puede averiguar fuera del texto y que confieren al texto novelesco un «aura
de verdad»; o cuando resulta imposible comprobar la veracidad de algunos datos o
hechos narrados, que podrían ser indistintamente inventados o reales, y por eso es
posible llegar a una solución interpretativa; o finalmente, cuando hechos o personajes
claramente ficticios, que se reconocen como imposibles, se ven mezclados con los
comprobados biográficamente, invalidando la credibilidad de la narración [Alberca
2007: 177-8].
Si el pacto autoficticio adquiere su naturaleza ambigua gracias a unos cuantos
mecanismos fundamentales, es asimismo posible reconocer dentro de la misma
categoría diferentes subclases de autoficciones, basándonos en la proporción variable de
los contenidos ficticios y reales que la componen. Eso es lo que hace Alberca al
individuar tres tipos de novelas: autoficción biográfica, autobioficción y autoficción
fantástica.
107
La autoficción biográfica se desarrolla a partir de la vida del escritor, que resulta
ligeramente transformada al trasladarse a la esfera ficcional, pero sin perder su
evidencia biográfica, dejando los elementos ficticios en segundo plano. La invención es
a veces tan débil que se limita a la denominación novelesca del relato y a unos pocos
episodios inventados incluidos en el texto. La perplejidad originada en la lectura de
estas novelas genera frecuentes malentendidos, llevando a veces a los lectores – o a los
críticos – a creer que están leyendo una autobiografía real o una novela autobiográfica, a
pesar de que estos dos pactos de lectura responden a estrategias narrativas distintas. Lo
que se propone la autoficción autobiográfica es conseguir, a través de la ilusión
novelesca, un efecto de verosimilitud parecido a lo que se produce en los relatos
autobiográficos auténticos, pero bajo la denominación de novela [Alberca 2007: 182-
183].12
También en las autoficciones fantásticas el punto de partida puede ser la
autobiografía del autor, pero en este caso lo más relevante es el material fruto de la
invención. Con un mínimo conocimiento de la biografía del autor, el lector de estos
relatos se da cuenta enseguida de la naturaleza ficticia de los hechos narrados, y los
elementos autobiográficos son transfigurados en una historia que sin dificultad se
reconoce como irreal. En esta modalidad autoficcional, el autor se sitúa como el héroe
de su historia, pero deja evidente que los sucesos narrados nunca le han ocurrido
[Alberca 2007:190]. En la autoficción fantástica el autor libera su imaginación para
inventar una vida alternativa que no ha vivido, jugando con el lector sin la pretensión de
que éste la reciba como verdadera.13
El último tipo de autoficción, la autobioficción, se caracteriza por su
equidistancia con respecto a los dos pactos tradicionales (el autobiográfico y el
novelesco), y fuerza al máximo la hibridación y mezcla de los géneros. Aprovechando
otra vez de las palabras de Manuel Alberca, estos textos
12 Manuel Alberca menciona en su trabajo algunos autores que han utilizado esta modalidad narrativa, como Manuel Vicent, Felipe Benítez Reyes, Francisco García Pavón. En particular dedica su atención al análisis de las novelas La otra Sonia (1987) de Sonia García Soubriet y Escenas de cine mudo (1994) de Julio Llamazares. 13 Cómo me hice monja (1993) de César Aira, Finalmusik (2007) de Justo Navarro y algunas novelas de Francisco Umbral, como Las ánimas del purgatorio (1982) y El hijo de Greta Garbo (1982), son los ejemplos de autoficción fantástica incluidos en la monografía de Alberca.
108
No son ni novelas ni autobiografías, o son ambas cosas a la vez, sin que el lector
pueda estar seguro (mientras las lee) en qué registro se mueve, ni tampoco está
facultado en ciertos pasajes para determinar dónde empieza la ficción y hasta dónde
llega lo autobiográfico.
[Alberca 2007: 194-195].14
Los elementos ficticios y autobiográficos conviven en una simbiosis donde la
experiencia personal del autor contribuye a la construcción de una obra de ficción
personal; donde lo real y biográfico apuntalan la imaginación, y lo ficticio enriquece y
alimenta la narración, dejando el lector en una situación de incertidumbre sin solución.
Como veremos a continuación, valiéndonos de algunas novelas españolas
recientes como ejemplos, la autoficción hace propios muchos recursos metaliterarios
que, además de justificar su inclusión en este trabajo, la sitúan en el amplio abanico
formado por aquellas novelas reconocidas como típicamente posmodernas. Además, la
práctica autoficticia asume un papel paradigmático en el contexto cultural posmoderno
por sus temáticas, en cuanto refleja el individualismo y la fragmentariedad del sujeto
típicos de la edad contemporánea. Indiscutible indicadora del difuso narcisismo propio
de muchos escritores posmodernos, la autoficción atestigua la existencia de una
inseguridad intelectual que se explicita a través de la necesidad irrefrenable de sus
autores de captar la atención del público hacia sí mismos como individuos, más que
como simples artífices de un texto. Desde un punto de vista más amplio, la autoficción
subraya la actitud posmoderna hacia la superposición de los planos reales y ficticios,
juega con la ruptura de los pactos de lectura tradicionales, utilizando la ironía para
estimular reflexiones entorno a las potencialidades de la escritura, al papel de la
narración en la construcción de la identidad y, más en general, de la historia. A través de
sus espejismos y ambigüedades, la autoficción constituye así una variante posmoderna
de la autobiografía.
Dejando a un lado las cuestiones teóricas relativas al concepto de autoficción
que han surgido después de la publicación de los textos de Lejeune y Doubrovsky,
intentando restringir o expandir los elementos distintivos propios de este género, o bien
14 Entre los ejemplos señalados por Alberca hay La tía Julia y el escribidor (1977) de MarioVargas Llosa, Paisajes después de la batalla (1982) de Juan Goytisolo, Penúltimos castigos (1983) de Carlos Barral y La velocidad de la luz (2005) de Javier Cercas, que analizaremos con detenimiento más adelante.
109
defendiendo o refutando la modernidad y originalidad de esta práctica literaria,15 me
detendré sobre la peculiaridad caracterizadora de este género literario híbrido: la
deliberada trasgresión por parte del autor de los pactos de lectura autobiográfico y
novelesco con el objetivo de producir un efecto de desorientación y de perplejidad
interpretativa en el lector, obligándolo a dudar, a lo largo de todo el texto, tanto de la
veracidad de los hechos narrados como de la identidad del narrador. A través del
análisis de algunas obras de tres escritores españoles, Javier Cercas, Enrique Vila-Matas
y Javier Marías, intentaremos demostrar la existencia de una estricta conexión existente
entre práctica autoficticia, metaliteratura y ansiedades posmodernas.
2.2.2. Javier Cercas y sus dobles
Hijo de un veterinario rural, Javier Cercas nació en la localidad de Ibahernando
(Cáceres) en 1962 y a los cuatro años se trasladó con su familia a Gerona. En 1985 se
licenció en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona y dos años
después viajó a Estados Unidos, donde trabajó en la Universidad de Illinois en Urbana
hasta 1989, experiencia que reaparecerá con insistencia en casi la totalidad de su obra
narrativa. En Estados Unidos compuso su primera novela, El inquilino (1989), posterior
a un libro de cuentos El móvil (1987), aunque ambos textos pasaros desapercibidos en el
mercado editorial. Después de volver a Cataluña en 1989, obtuvo una cátedra como
profesor de literatura española en la Universidad de Gerona donde trabaja actualmente.
Otro elemento biográfico que, como se verá más adelante, tendrá cierta relevancia por
lo que concierne a nuestra reflexión es que Cercas está casado y tiene un hijo.
En 1997 publicó El vientre de la ballena, pero fue en 2001 cuando Cercas se
convirtió en escritor de éxito internacional gracias a su tercera novela, Soldados de
Salamina, obra que fue elogiada en un artículo de Mario Vargas Llosa16 y apreciada
también por John Maxwell Cohetes, George Steiner y Susan Sontag. Esta novela recibió
15 Como los trabajos de Jacques Lecarme y Bruno Vercier (1982), Gerard Genette (1993), Marie Darrieussecq (1996), Philippe Gasparini (2004), Vicent Colonna (1989 y 2004), Philippe Vilain (2005), todos analizados en el texto de Alberca [2007]. Sólo señalo que el término «autoficción» apareció por primera vez en España en 1996, donde no tuvo mucha fortuna en cuanto a atención y análisis hasta muy recientemente, según lo que comenta Alberca [2007: 148-49]. 16 Artículo aparecido en El País el día 3 de septiembre 2001, consultable en Internet: http://www.elpais.com/articulo/opinion/sueno/heroes/elpepiopi/20010903elpepiopi_46/Tes/#
110
diversos galardones – entre ellos el premio Salambó –, fue adaptada para el cine con una
película de éxito dirigida por David Trueba y ha sido llevada también al teatro en 2007
por Joan Ollé y Julie Sermon.17 La última novela de Cercas se titula La velocidad de la
luz (2005) y también ha tenido un amplio reconocimiento nacional e internacional.
Junto a su actividad de novelista, Cercas colabora habitualmente en la edición
catalana y del suplemento dominical del diario El País, se ha ocupado de crítica
literaria, con ensayos como La obra literaria de Gonzalo Suárez (1994) y ha hecho
traducciones al castellano de varios textos, como Guadalajara (1997), Ochenta y seis
cuentos (2003) y Splassshf (2004) de Quim Monzó y de obras de H. G. Wells. Es
además autor de un libro de artículos, Una buena temporada (1998), y otro de crónicas,
Relatos reales (2000).
Su trabajo ha obtenido distintos reconocimientos, como el premio Salambó
(2001) antes citado, el Grinzane Cavour de narrativa (2003), el premio de la Crítica de
Chile, el Ciutat de Barcelona, el Ciudad de Cartagena, el segundo premio Librero
(2001) y la Medalla de Extremadura (2005). Su obra ha sido traducida a más de veinte
lenguas.18
Soldados de Salamina y La velocidad de la luz son dos novelas que, por lo que
se refiere a los temas tratados y a las reflexiones y conclusiones que sus protagonistas
expresan sobre ellos, se pueden adscribir plenamente a ese género literario que Linda
Hutcheon ha denominado metaficción historiográfica. En ambos textos, la investigación
histórica cubre un papel fundamental: sobre un episodio de la guerra civil española en
Soldados de Salamina y sobre la guerra de Vietnam en La velocidad de la luz. Sin
embargo dejaremos este aspecto para la siguiente parte de este capítulo, dedicada a la
metaficción historiográfica, mientras nos ocuparemos ahora de los elementos
17 Esta versión, estrenada en el Teatro Romea de Barcelona el 14 de abril 2007, ha dejado prácticamente intacto el texto literario de Cercas, siendo una especie de lectura dramática. Para más detalles sobre este espectáculo señalo el dossier consultable en Internet: http://www.bitoproduccions.com/images/Fotos/soldados_doss_cast.pdf 18 La atención de la crítica literaria hacia la narrativa de Cercas se ha concentrado en particular modo sobre su novela Soldados de Salamina, a la cual están dedicados varios artículos y ensayos, entre los cuales menciono: Ellis [2005], Grohmann [2005], Satorras Pons [2003], Richter [2005], Saval [2007], Valdés [2007], Yushimito del Valle [2003]. A la obra de Javier Cercas están dedicados también otros artículos, como los de Lluch Prats [2006] y algunos capítulos en los textos de Amago [2006], Alberca [2007]. Entre las entrevistas concedidas por el autor, señalo las de Castañeda [2003] y Serna [2006].
111
autofictivos que caracterizan las dos novelas y de cómo Javier Cercas construye a sus
protagonistas.
Soldados de Salamina se divide en tres partes: la primera relata las
circunstancias personales en las cuales se encuentra el narrador y protagonista, su
consiguiente decisión de escribir la novela que tenemos en nuestras manos y refiere sus
reflexiones en torno a las dificultades encontradas para recoger las informaciones
necesarias. La segunda parte de la novela, titulada Soldados de Salamina, narra el
dramático episodio protagonizado por Rafael Sánchez Mazas, ideólogo y propagandista
de la Falange, que consiguió escapar y sobrevivir a uno de los últimos fusilamientos
masivos de la guerra civil española, en el cual un remanente de tropas republicanas, en
retirada hacia la frontera francesa ante el triunfo nacionalista, había decidido fusilar a un
grupo de presos franquistas. Gracias a un anónimo soldado republicano que, descubierta
su fuga y después de haberlo localizado en el bosque, le perdona la vida y le permite
continuar su huida, Sánchez Mazas se refugia en un bosque donde le ayudarán algunos
campesinos de la región recordados como «los amigos del bosque». Es un estilo que se
aproxima al tradicional registro historiográfico – sin renunciar a cierto aire novelesco en
el que no pasan desapercibidas las tendencias ideológicas del narrador –, Cercas utiliza
la narración en tercera persona, en la que ocasionales intrusiones del
narrador/protagonista indican los problemas relativos a la interpretación de las fuentes
utilizadas y señalan dónde se ha visto obligado a inventar algunos detalles de la historia.
La última parte de la novela se desarrolla a partir de la insatisfacción del narrador hacia
su reconstrucción de los hechos narrados en Soldados de Salamina y cuenta su sucesiva
investigación con el objetivo de averiguar la identidad del misterioso soldado que le
perdonó la vida a Sánchez Mazas, búsqueda que quedará resuelta sólo en parte y que
servirá para subrayar la condición discursiva y progresiva de la historia humana [Amago
2006: 149-150].
Al lado de la reconstrucción histórica existe pues otro argumento importante en
Soldados de Salamina, denominador común que caracteriza la mayoría de las obras de
Javier Cercas – como La velocidad de la luz, que analizaremos después –, es el proceso
mismo de su escritura, lo cual coloca Soldados de Salamina entre aquellas metanovelas
que narran la historia de su propia creación y en las que se recurre a los expedientes y
temas más reiterados de la escritura metafictiva, como el diseminar en el texto
112
digresiones de carácter literario y el recurso a la «novela de la novela», que se construye
a la vez que la narración prosigue:
Decidí que, después de casi diez años sin escribir un libro, había llegado el
momento de intentarlo de nuevo, y decidí también que el libro que iba a escribir no
sería una novela, sino sólo un relato real, un relato cosido a la realidad, amasado
con hechos y personajes reales, un relato que estaría centrado en el fusilamiento de
Sánchez Mazas y en las circunstancias que lo precedieron y lo siguieron.
[2001: 52]
Al día siguiente, apenas llegué al periódico fui al despacho del director y negocié
un permiso.
- ¿Qué? – preguntó irónico –. ¿Otra novela?
- No – contesté, satisfecho –. Un relato real.
Le expliqué qué era un relato real. Le expliqué de qué iba mi relato real.
- Me gusta – dijo –. ¿Ya tienes título?
- Creo que sí – contesté –. Soldados de Salamina.
[2001: 74]
El texto avanza sobre sí mismo y coincide perfectamente con la noción acuñada
por Kellman, que él sugería como alternativa a la de «metaficción», de «self-begetting
novel», o «novela autogeneradora», bajo la cual agrupa esas novelas que tienen como
argumento la historia de su misma escritura.19 El narrador de Soldados de Salamina no
renuncia en ningún momento a comentar su trabajo investigativo, a reflexionar sobre
sus dudas en el avance del texto, en un estilo que se mueve entre periodístico, histórico
y autobiográfico. El pacto de lectura propuesto por Soldados de Salamina parece así
arraigar en el ámbito de lo real y es sostenido por la explícita intención del narrador de
escribir un «relato real», y no una obra de ficción, mientras nos deja entrar en su taller
de escritor/periodista:
19 «The Self-Begetting Novel […] is an account, usually first-person, of the development of a character to the point at which he is able to take up his pen and compose the novel we have just finished reading. Like an infinitive recession of Chinese boxes, the self-begetting novel begins where it ends» [Kellman cit. en Orejas 2003: 40].
113
Terminé de escribir Soldados de Salamina mucho antes de que concluyera el
permiso que me habían concedido en el periódico. […] Éste consistía en escribir
una suerte de biografía de Sánchez Mazas que, centrándose en un episodio en
apariencia anecdótico pero acaso esencial de su vida – su frustrado fusilamiento en
el Collell –, propusiera una interpretación del personaje y, por extensión, de la
naturaleza del falangismo […]. Por descontado, yo suponía que, a medida que el
libro avanzase, este designio se alteraría, porque los libros siempre acaban
cobrando vida propia, y porque no se escribe acerca de lo que se quiere, sino de lo
que se puede; también suponía que, aunque todo lo que con el tiempo había
averiguado sobre Sánchez Mazas iba a constituir el núcleo de mi libro, lo que me
permitía sentirme seguro, llegaría un momento en que tendría que prescindir de
esas andaderas, porque – si es que lo que escribe va a tener verdadero interés – un
escritor no escribe nunca acerca de lo que conoce, sino precisamente de lo que
ignora.
Ninguna de las dos conjeturas resultó equivocada, pero a mediados de febrero, un
mes antes de que concluyera el permiso, el libro estaba terminado. Eufórico, lo leí,
lo releí. A la segunda relectura la euforia se trocó en decepción: el libro no era
malo, sino insuficiente […]. Corregí a fondo el libro, reescribí el principio y el
final, reescribí varios episodios, otros los cambié de lugar. La pieza, sin embargo,
no aparecía; el libro seguía estando cojo.
[2001: 143-144]
Vi mi libro entero y verdadero, mi relato real completo, y supe que ya sólo tenía
que escribirlo, pasarlo a limpio, porque estaba en mi cabeza desde el principio
(«Fue en el verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por
primera vez del fusilamiento de Sánchez Mazas») hasta el final, un final en el que
un viejo periodista fracasado y feliz fuma y bebe whisky en un vagón restaurante
de un tren nocturno […].
[2001: 209]
En cuanto al objeto principal de nuestra reflexión, el pacto autoficticio, en
Soldados de Salamina se establece ya en la primera página de la novela, cuando el
narrador afirma:
114
Tres cosas acababan de ocurrirme por entonces: la primera es que mi padre había
muerto; la segunda es que mi mujer me había abandonado; la tercera es que yo
había abandonado mi carrera de escritor. Miento. La verdad es que, de esas tres
cosas, las dos primeras son exactas, exactísimas; no así la tercera. […] En 1989 yo
había publicado mi primera novela; como el conjunto de relatos aparecido dos
años antes, el libro fue acogido con notoria indiferencia, pero la vanidad y una
reseña elogiosa de un amigo de aquella época se aliaron para convencerme de que
podía llegar a ser un novelista y de que, para serlo, lo mejor era dejar mi trabajo en
la redacción del periódico y dedicarme de lleno a escribir.
[2001: 17]
Una rápida hojeada a la contraportada del libro, donde se encuentra la habitual
información biográfica del autor, nos permite comprobar la coincidencia de algunos
datos – la fecha de la primera novela publicada, la existencia de un libro de relatos
anterior y la ocupación como periodista –, que parecen autorizar una interpretación
autobiográfica de la novela en nuestras manos. Sin embargo, una lectura atenta del texto
revela como, en la página siguiente, el protagonista afirma que «acababa de cumplir
cuarenta años» [18], refiriéndose a algunos hechos acaecidos en el verano de 1994,
información en evidente discordancia con la real fecha de nacimiento de Cercas – 1962
–, y que ya sería suficiente para invalidad un pacto de lectura autobiográfico del texto
sin tener que confrontar las demás informaciones sobre sí mismo que el narrador
esparce en la novela con la real biografía de Javier Cercas autor.
El juego autoficticio sigue pocas páginas después, cuando el narrador copia el
texto de un artículo suyo sobre la guerra civil española, que se convierte en el punto de
partida de la investigación en Soldados de Salamina. Este artículo, titulado Un secreto
esencial, apareció realmente, firmado por Javier Cercas, en la edición catalana de El
País del 11 de marzo de 1999, y se encuentra también incorporado en la recopilación de
artículos Relatos reales (2000).
Estos detalles, que sólo un lector activo e interesado en averiguar la naturaleza
autobiográfica del relato fuera de la novela puede desenmascarar, asumen un valor más
determinante en la recepción del texto cuando la homonimia entre autor en carne y
hueso y el periodista/escritor del texto se hace explícita en el momento en que el
115
protagonista, ya avanzada la tercera parte de la novela, encuentra al escritor Roberto
Bolaño, a su vez convertido en personaje, para hacerle una entrevista:
- Oye, ¿Tú no serás el Javier Cercas de El móvil y El inquilino?
- El móvil y El inquilino eran los títulos de los dos únicos libros que yo había
publicado, más de diez años atrás, sin que nadie salvo algún amigo de entonces se
diera por enterado del acontecimiento.
[…]
- Del primero no me acuerdo muy bien – reconoció al cabo –. Pero creo que había
un cuento muy bueno sobre un hijo de puta que induce a un pobre a cometer un
crimen para poder terminar su novela, ¿verdad? – Sin darme tiempo a asentir de
nuevo, añadió –: En cuanto a El inquilino, me pareció una novelita deliciosa.
[2001: 145-146]
La identidad nominal, que aquí aparece por primera vez, y las obras citadas y
comentadas por Bolaño empujan otra vez, y de manera más persuasiva, el lector hacia
una interpretación autobiográfica del texto. Es irónico que el mismo Roberto Bolaño, en
un artículo sobre Soldados de Salamina, escribirá:
Aquí aparece un personaje nuevo, un tal Bolaño, que es escritor y chileno y vive en
Blanes, pero que no soy yo, de la misma manera que el Cercas narrador no es
Cercas, aunque ambos son posibles e incluso probables.
y más específicamente sobre el narrador de la novela:
Es un tal Javier Cercas que evidentemente no es el Javier Cercas que yo conozco y
con el que suelo tener conversaciones sobre los temas más peregrinos del mundo.
El que yo conozco está casado, tiene un hijo y su padre aún vive.
[Bolaño, 2001]
En su reseña, Bolaño desenmascara la estrategia narrativa de Cercas, operación
que hubiera sido imposible para cualquier lector no dispuesto a recurrir a instrumentos
exteriores a la novela, como la biografía del autor o las entrevistas por él concedidas, en
116
las cuales el tema de la identidad del narrador está siempre inevitablemente en el centro
de la discusión.20
En La velocidad de la luz (2005), Cercas repite y refuerza el mecanismo
autoficcional, poniendo en escena un anónimo protagonista que otra vez comparte con
el autor experiencias de vida y publicaciones. La trama se desarrolla sobre vertientes
paralelas: por un lado el narrador evoca su experiencia juvenil en una universidad
estadounidense: «Fue hace mucho tiempo y fue en Urbana, una ciudad del Medio Oeste
norteamericano en la que pasé dos años a finales de la década de los ochenta» [2005:
15], que otra vez acerca el protagonista del texto a su autor real; sucesivamente el
protagonista detallará la historia de su éxito literario y de las trampas que le tendió la
notoriedad, aportando muchos detalles que contribuirán a reforzar la naturaleza
autoficticia del texto.
Por lo que se refiere a la primera parte de la novela, el narrador dedica sus
memorias a su amistad con un excombatiente de la guerra del Vietnam, Rodney Falk,
cuyas experiencias dramáticas se convierten en el pretexto para escribir la novela que
tenemos en nuestras manos. El personaje de Rodney, que Cercas admite haber creado a
partir de una persona realmente conocida en su permanencia en EEUU,21 encarna la
figura del perdedor americano, atormentado por su pasado y por el sentido de culpa por
haber participado en una ignominiosa operación militar durante la guerra, que, incapaz
de encontrar alivio ni perdón, acabará con sus angustias sólo por medio del suicidio. El
anónimo protagonista de la novela intenta, a lo largo del texto, escribir la historia de
Rodney, y La velocidad de la luz es precisamente esa novela, que se autogenera de la
misma forma que Soldados de Salamina:
20 Véase por ejemplo la entrevista hecha por Justo Serna en 2006, titulada El narrador y el héroe.
Conversación con Javier Cercas, consultable en Internet: http://www.ojosdepapel.com/Index.aspx?article=2422&r= 21 «My novels come from obsessions or, better said, from perplexities. I usually start off with an image, which in the case of Soldados, is that of a man who must kill another but doesn’t. In La velocidad, the image is much simpler: a Vietnam veteran whom I actually met while working at the University of Illinois at Urbana, was sitting on a bench, watching some kids play ball. I asked myself: ‘What does that man’s look hide? What is he doing there?’ That image, which refers to Rodney Falk’s character, was the starting point of the novel». Entrevista hecha al autor por Carlos Rodríguez Martorell en 2005. http://www.criticasmagazine.com/article/CA631486.html (16/10/2008)
117
Y fue entonces cuando no sólo supe el final exacto de mi libro, sino también
cuando hallé la solución que estaba buscando. Eufórico, con la última cerveza se la
expliqué a Marcos. Le expliqué que iba a publicar el libro con un nombre distinto
del mío, con un seudónimo. Le expliqué que antes de publicarlo lo reescribiría por
completo. Cambiaré los nombres, los lugares, las fechas, le expliqué. Mentiré en
todo, le expliqué, pero sólo para mejor decir la verdad. Le expliqué: será una
novela apócrifa, como mi vida clandestina e invisible, una novela falsa pero más
verdadera que si fuera de verdad. Cuando terminé de explicárselo todo, Marcos
permaneció unos segundos en silencio, fumando con expresión ausente; luego se
tomó de un trago el resto de cerveza.
- ¿Y cómo acaba? – preguntó.
Abarqué de una mirada el bar casi vacío y, sintiéndome casi feliz, contesté:
- Acaba así.
[2005: 303-304]
De la misma manera que en Soldados de Salamina, también aquí las
contradicciones sobre la naturaleza real y ficticia del texto producen una trasgresión
constante de los pactos de lectura convencionales: «novela falsa», «novela apócrifa» y
«relato real» son conceptos que se entremezclan continuamente en la obra de Cercas,
desorientando el lector en su búsqueda de una interpretación unívoca del texto. Si bien
la historia de Rodney se percibe sin dificultad como el fruto de la invención del escritor,
lo que más estimula la curiosidad y el interés del lector es la identidad del narrador, que
se cruza con la del autor de una forma muy convencedora, mientras la novela avanza en
su tercera parte, en la que la historia de Rodney se desliza en segundo plano, a favor de
los acontecimientos vividos por el narrador.
Aproximándose más al género autobiográfico, La velocidad de la luz continúa
relatando los sucesos que afectaron la vida del narrador, una vez terminada su
experiencia en Estados Unidos y haber vuelto a España. Varios detalles acercan
inevitablemente el protagonista de la novela a su autor: la ciudad de Gerona como
ambientación, sus nuevas ocupaciones como profesor universitario y colaborador en un
periódico, y en particular las continuas referencias a su producción literaria. El
inquilino, por ejemplo, aparece más veces en la historia y constituye además el referente
de conversaciones de carácter literario entre los personajes:
118
Ya he dicho que en mi novela de Urbana había un personaje semideshauciado cuyo
aspecto físico excéntrico estaba inspirado en el aspecto físico de Rodney, y en
aquel momento recordé que, mientras escribía la novela, a menudo imaginé que, en
el caso improbable de que la leyera, Rodney no dejaría de reconocerse en él.
[…]
- ¿Qué profesor? ¿Qué novela?
- ¿Qué novela va a ser? – contestó Rodney –. El inquilino. ¿Olalde soy yo o no?
- Olalde es Olalde –improv isé –. Y tú eres tú.
- […] No me vengas con el cuento de que una cosa son las novelas y otra la vida
[…]. Todas las novelas son autobiográficas, amigo mío, incluso las malas. Y en
cuanto a Olalde, bueno, yo creo que es lo mejor del libro. Pero, la verdad, lo que
más gracia me hace es que me vieras así.
[2005: 168]
Nos encontramos así ante una novela autoficcional que remite a otra novela,
subrayando a su vez el pacto autoficticio de aquélla, en un juego de autocitas y
ambigüedades que se superponen y que desorientan al lector en su trabajo interpretativo.
Pero serán sobre todo los pormenores en torno a la publicación de «una novela que
giraba en torno a un episodio minúsculo ocurrido en la guerra civil española» [2005:
153], cuyo éxito editorial constituye el motor desencadenante de los acontecimientos de
La velocidad de la luz, a consolidar la naturaleza autoficticia de este texto. De hecho, la
narración desarrolla, paralelamente a la historia de Rodney, la crónica de los sucesos
nefastos que el anónimo protagonista ha sufrido como consecuencia de la fama
obtenida, casi quince años después de su estancia en Estados Unidos, gracias a la
enorme popularidad obtenida con la publicación de ese texto que, aunque su título no se
mencione, tiene todas las características de la novela «real» de Cercas Soldados de
Salamina.
Como si durante el verano los periodistas se hubiesen puesto de acuerdo para no
leer más que mi novela, de repente empezaron a convocarme para hablar de ella
periódicos, revistas, radios y televisiones; como si durante el verano los lectores se
hubiesen puesto de acuerdo para no leer más que mi novela, de repente empezaron
a llegarme noticias alborozadas de mi editorial según las cuales las ventas del libro
se habían disparado. Omito los pormenores de la historia, porque son públicos y
119
más de uno los recordará todavía; […] en menos de un año se hicieron quince
ediciones del libro, se vendieron más de trescientos mil ejemplares, estaba en vías
de traducción a veinte lenguas y había una adaptación cinematográfica en curso.
Aquello era un triunfo sin paliativos, que nadie en mis condiciones se hubiera
atrevido a imaginar ni en sus delirios más desatinados, y el resultado fue que de un
día para otro pasé de ser un insolvente escritor desconocido, que llevaba una vida
apartada y provinciana, a ser famoso, tener más dinero del que sabía gastar y verme
envuelto en un frenético torbellino de viajes, entregas de premios, presentaciones,
entrevistas, coloquios, ferias del libro y fiestas literarias que me arrastró de un lado
para otro por todos los confines del país y por todas capitales del continente.
[2005: 190-191]
Motivado por esta patente referencia a la exitosa obra de Cercas, el lector de La
velocidad de la luz se sentirá legitimado a identificar otra vez al narrador con el autor
mismo del texto, mientras la historia avanza relatando el desastre personal en el que ha
caído el protagonista a partir de la fama conseguida. El narrador cuenta como,
envenenado por esa improvisada notoriedad, ha empezado a llevar una vida desastrada,
marcada por el abuso de alcohol, el exceso de dinero y una conducta sexual
desordenada, llegando a traicionar a su mujer y a sus amigos.
El éxito y la fama empezaron a envilecerme enseguida. Alguien dice que quien
rechaza un elogio es porque quiere dos: el que ya le han hecho y aquel al que la
modestia mentirosa del elogiado obliga con su rechazo. Yo aprendí muy pronto a
reclamar más elogios, rechazándolos, y a ejercer la modestia, que es la mejor forma
de alimentar la vanidad; también aprendí muy pronto a fingir la fatiga y el disgusto
de la fama y a inventar pequeñas desgracias que atrajeran la compasión y
ahuyentaran la envidia. […] Nada me complacía más en secreto que codearme con
los ricos, los poderosos y los triunfadores, ni que exhibirme a su lado. La realidad
no parecía ofrecer resistencia (o sólo ofrecía una resistencia ínfima comparada con
la que ofrecía antes), de manera que, de un modo vertiginoso, todo cuanto antes
había deseado parecía hallarse ahora a mi alcance, y poco a poco todo cuanto antes
tenía un sabor ahora empezó a resultarme insípido.
[2005: 192-193]
120
En su texto sobre la autoficción, Manuel Alberca nos recuerda, a propósito de
esta novela, como la historia narrada «se corresponde con bastante exactitud con un
episodio de la vida del autor, que probó en grandes cantidades y en extrema intensidad
las mieles y acíbares del éxito que le sobrevino por la excepcional acogida de crítica y
público de su novela Soldados de Salamina» [Alberca 2007: 200]. De hecho, la
construcción autoficticia de Cercas es muy convincente y cualquier lector desprovisto
de algún conocimiento acerca de la vida privada del autor puede ser empujado por el
texto hacia una lectura pseudo-autobiográfica, a pesar de que Cercas lo ponga en
guardia en más ocasiones a través de las palabras del protagonista, expresando de esta
manera su propia poética autoficcional:
Le expliqué que lo único que tenía claro en mi novela era precisamente la identidad
del narrador: un tipo exactamente igual que yo que se hallaba exactamente en las
mismas circunstancias que yo. «¿Entonces el narrador eres tú mismo?», conjeturó
Rodney. «Ni hablar», dije […] «Se parece en todo a mí, pero no soy yo».
Empachado del objetivismo de Flaubert y de Eliot, argumenté que el narrador de
mi novela no podía ser yo porque en ese caso me hubiera visto obligado a hablar de
mí mismo, lo que no sólo era una forma de exhibicionismo o impudicia, sino un
error literario, porque la auténtica literatura nunca revelaba la personalidad del
autor, sino que la ocultaba.
[2005: 62]
La mezcla de elementos tan heterogéneos y contradictorios impide discernir
hasta dónde llega la identificación entre autor y personaje y dónde, al contrario,
comienza el distanciamiento. Por esta razón, Alberca incluye La velocidad de la luz en
la categoría de la autobioficción, caracterizada por una equidistancia entre pacto
autobiográfico y novelesco. La historia de Rodney Falk se convierte así en un pretexto
gracias al cual Cercas teje su autoficción, imaginándose una posible vida alternativa
para sí mismo y ofreciendo al lector una imagen fragmentada de su personalidad. Como
un rompecabezas, La velocidad de la luz sugiere las pistas para su solución y al mismo
tiempo las oculta; la cohabitación y mezcla de realidad e imaginación, junto con las
numerosas referencias a novelas precedentes del autor crean un mecanismo de cajas
chinas que requiere un trabajo activo por parte del lector.
121
De hecho, la novela casi logra convencer de que existe una identidad entre autor
y narrador, a pesar de las incoherencias hasta ahora mencionadas. Sin embargo, en la
narración de la caída moral y del fracaso personal del protagonista, será la naturaleza
dramática de algunos de los eventos, narrados por éste con todo detalle (la infidelidad
conyugal y la consecuente muerte trágica de su mujer y su hijo), lo que llevará al lector
a dudar de la veracidad de los hechos. Y no tanto porque Javier Cercas utilice la
ambigüedad o la autoironía como estrategias narrativas – como veremos más adelante
en el caso de Enrique Vila-Matas –, sino, al contrario, a causa del efecto desconcertante
producido por la improbable lucidez con la que el autor estaría novelizando episodios
autobiográficos de tal carga trágica. Así que la aceptación implícita de un pacto de
lectura autobiográfico se vuelve ahora difícilmente admisible por razones de carácter
externo, de orden emotivo y moral, más que a causa de incoherencias internas al texto.
La eventualidad de una coincidencia entre autor y narrador produce en este caso
exactamente lo que Alberca ha definido como «una inestabilidad en la recepción del
relato de tal calibre que resulta inquietante» [Alberca 2007: 128].
Sólo gracias a la capacidad salvadora de la escritura, el protagonista de la novela
conseguirá salir del pozo de la autodestrucción, y la trágica historia del amigo Rodney,
que acaba suicidándose, se convierte en el argumento del libro que le permitirá
redimirse, por supuesto titulado La velocidad de la luz. Como Soldados de Salamina,
también esta novela pone en escena la narración de su propia escritura y a través de este
proceso Javier Cercas reflexiona sobre el poder redentor de la literatura. Este tema se
desarrolla también en las numerosas páginas dedicadas a los diálogos entre el aspirante
a escritor protagonista y Rodney, en las cuales las digresiones sobre temas literarios,
autores – como Hemingway o Pinter –, o sobre la escritura en general, subrayan la
importancia y la función de la literatura y del arte como espejos de la realidad en la
sociedad actual:
Todo el mundo mira la realidad, pero poca gente la ve. El artista no es el que
vuelve visible lo invisible: eso sí que es romanticismo, aunque no de la peor
especie; el artista es el que vuelve visible lo que ya es visible y todo el mundo mira
y nadie puede o quiere ver. Más bien nadie quiere ver. Es demasiado desagradable,
a menudo es espantoso, y hay que tener los huevos muy bien puestos para verlo sin
cerrar los ojos o sin echar a correr, porque quien lo ve se destruye o se vuelve loco.
122
[…] Quiero decir que la gente normal padece o disfruta la realidad, pero no puede
hacer nada con ella, mientras que el escritor sí puede, porque su oficio consiste en
convertir la realidad en sentido, aunque ese sentido sea ilusorio; es decir, puede
convertirla en belleza, y esa belleza o ese sentido son su escudo. Por eso digo que
el escritor es un chiflado que tiene la obligación o el privilegio dudoso de ver la
realidad, y por eso, cuando un escritor deja de escribir, acaba matándose, porque no
ha sabido quitarse el vicio de ver la realidad pero ya no tiene un escudo con que
protegerse de ella.
[2005: 69]
Las dos metanovelas de Javier Cercas proponen en definitiva un pacto
autoficcional que llega a dos resultados distintos. En Soldados de Salamina la identidad
nominal entre autor y narrador tiene una función menos significativa, siendo más «un
recurso al servicio de la construcción de la novela» [Alberca 2007: 201], que sirve casi
sólo como pretexto para contar la historia y añadir una apariencia de verdad histórica,
instaurando al mismo tiempo un sutil juego de ambigüedades con el lector. En La
velocidad de la luz, en cambio, el personaje posee la identidad (a pesar de la anonimia)
y las experiencias vividas por el autor y este hecho, lejos de ser un resorte superficial en
la historia, constituye el centro de la reflexión narrativa sobre lo que puede representar
el éxito público como fracaso personal. Todos los elementos fácilmente reconocibles
como ficticios, como por ejemplo la muerte de la esposa y del hijo, tienen la función de
impedir una errónea lectura autobiográfica del texto, sin embargo, no impiden percibir
como el autor se muestra de manera real, profunda e íntima en el texto. Significativas
son las palabras que el mismo Javier Cercas escribe en la introducción a sus Relatos
reales (2000), en las que emerge como el mismo acto de la escritura, ficticia o no,
comporta, entre otras cosas, la reinvención de sí mismo:
Si no ando equivocando, escribir consiste, entre otras cosas, en fabricarse una
identidad, un rostro que al mismo tiempo es y no es el nuestro, igual que una
máscara. De hecho, máscara es lo que persona significa en latín y, como se dice en
una de estas crónicas […] la máscara es lo que nos oculta, pero sobre todo lo que
nos revela. En mi caso, esa identidad – ese yo que soy yo y no soy yo al mismo
tiempo – no es, a qué engañarnos, demasiado original.
[Cercas 2000: 7:8]
123
2.2.3. Los «malentendidos» de Javier Marías
Las novelas Todas las almas (1989) y Negra espalda del tiempo (1998) de Javier
Marías ejemplifican más que otras la paradoja a la que puede llevar la complejidad de
descifrar un texto de autoficción.
Hijo del filósofo Julián Marías, este autor nació en Madrid en 1951 y pasó parte
de su infancia en Estados Unidos con su familia. Vuelto a España, recibió una
educación liberal en el Colegio Estudio y en 1968 se matriculó en Filología Inglesa en
la Universidad Complutense de Madrid, donde se licenció en 1973. Antes de empezar
su carrera de escritor, el joven Marías colaboró con su sobrino y primo, los cineastas
Jesús y Ricardo Franco, en la traducción y redacción de guiones. En 1970, durante una
larga permanencia en París, escribió su primera novela Los dominios del lobo, publicada
el año siguiente y, regresado a España, conoció a Juan Benet, que se convirtió en amigo
y figura clave en su vida personal y literaria. Marías se trasladó después a Barcelona
donde trabajó como consultor para la editorial Alfaguara.
En 1977 empezó a escribir para periódicos y revistas, como El País y El
semanal, al mismo tiempo que dedicaba mucha energía a la actividad de traductor de
clásicos de la literatura inglesa, como Hardy, Conrad, Yeats y Stevenson. En 1978
vertió al castellano el Tristram Shandy de Sterne, obteniendo el Premio Nacional de
Traducción.
Otras novelas juveniles del autor son Travesía del horizonte (1972), El monarca
del tiempo (1978) y El siglo (1983). Siempre en 1983, Marías se trasladó a la
Universidad de Oxford, donde impartió clases de Literatura Española y Teoría de la
Traducción a lo largo de dos años, experiencia que estará en la base de la redacción de
Todas las almas. En el mismo periodo, en el otoño de 1984, dio clases durante un
semestre sobre el Don Quijote en el Wellesley College en Estados Unidos. Su actividad
académica prosiguió en España entre 1987 y 1992, época en la que impartió clases de
Teoría de la Traducción en la Universidad Complutense de Madrid.
En 1986 publicó la novela El hombre sentimental y, en 1988, Todas las almas,
obra que analizaremos con detenimiento en las páginas siguientes y que, en 1996, ha
conocido una adaptación cinematográfica a cargo de Gracia y Elías Querejeta, titulada
El último viaje de Robert Rylands y rechazada por el autor. A ellas siguieron otras dos
124
novelas que obtuvieron un gran éxito tanto de público como de crítica, Corazón tan
blanco (1992) y Mañana en la batalla piensa en mí (1994), y algunas recopilaciones de
relatos breves Mientras ellas duermen (1990), Cuando fui mortal (1996) y de artículos
Pasiones pasadas (1991), Vida del fantasma (1995).
En 1998 apareció Negra espalda del tiempo, novela estrictamente relacionada
con Todas las almas, en la que el autor une ficción, autobiografía y ensayo con la
intención de aclarar algunos equívocos surgidos de las interpretaciones erróneas de su
novela de 1989 como un roman à clef. En la misma obra Marías cuenta la historia del
Reino de Redonda, un islote caribeño, entre lo legendario, real y ficticio, del que el
autor acababa de convertirse en soberano con el nombre de Xavier I, tras la abdicación
de Jon Wynne-Tyson, y como consecuencia de los efectos generados por su anterior
novela Todas las almas, como veremos más adelante.
La última y ambiciosa obra narrativa de Javier Marías es Tu rostro mañana, en
la cual reaparecen algunos de los personajes de Todas las almas. La novela, que se
extiende por más de 1.500 páginas ha sido publicada en tres tomos: Fiebre y lanza
(2002), Baile y sueño (2004) y Veneno y sombra y adiós (2007).
La narrativa del autor madrileño ha sido galardonada con un imponente número
de premios literarios: Premio Herralde (1986), Premio Ciudad de Barcelona (1989),
Premio de la Crítica (1993), Prix L’Oeil et la Lettre (1993), Premio Rómulo Gallegos
(1995), Premio Fastenrath (1995), Prix Femina Étranger (1996), Premio Nelly Sachs
(1997), IMPAC International Dublin Literary Award (1997), Premio Letterario
Internazionale Mondillo-Città di Palermo (1998), Premio Comunidad de Madrid a la
creación artística (1998), Premio Internazionale Ennio Flaiano (2000), Premio Grinzane
Cavour (2000), Premio Internacional Alberto Moravia de narrativa extranjera (2000),
Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes (2003), Premio Salambó al mejor libro
de narrativa (2003), Premio José Donoso de las letras (2008), Premio Internazionale
Cittá di Alassio (2008). Además, Javier Marías fue elegido miembro de la Real
Academia Española en 2006.22
22 La obra narrativa de Javier Marías ha sido objeto de algunos estudios monográficos, como los de Andres-Suárez y Casas [2005], Berg [2008] y de Cuñado [2004]. Además sus novelas han sido analizadas en numerosos artículos y ensayos publicados en revistas internacionales entre los cuales: Alberca [2005], Faber [2003], García de León [2004], Giovannini [2005], Grohmann [2002], Jiménez [2005], Rodríguez Fisher [2004], Seenmeijer [2005]. En particular a Todas las almas, Manuel Alberca [2007] dedica un capítulo de su texto a esta novela, mientras Negra espalda del tiempo es analizada en un artículo de
125
En Todas las almas (1989), novela que se desarrolla en forma de un memorial,
un anónimo narrador/protagonista relata su experiencia juvenil como profesor de
literatura española en la Universidad inglesa de Oxford. La evocación de esos tiempos
pasados empieza cuando el personaje ya lleva unos años de nuevo asentado en Madrid y
tiene una vida y una posición social estables, pues mientras tanto se ha casado, tiene un
hijo y goza de una situación económica favorable. Todas las almas describe,
principalmente, el mundo académico oxoniense, sus habitantes, sus vicios, sus
cualidades y sus secretos, desde la óptica de un joven extranjero que posee una mirada
alegre e irónica y que no ahorra su tono cínico y sarcástico a la hora de describir las
excentricidades del pequeño y elitista escenario de la célebre universidad, como por
ejemplo en la sagaz descripción de las muy solemnes y aparatosas cenas académicas –
llamadas high tables – en las cuales participó. También cuenta su relación amorosa
secreta, que el lector sabe ya desde el comienzo del texto que no tendrá futuro, con una
de las profesoras, Clare Bayes, que está casada y tiene un hijo.
Otro hilo argumental que se desarrolla en la novela es la reconstrucción de la
inquieta biografía del no muy conocido – pero real – escritor inglés John Gawsworth
que, después de una vida aventurera durante la cual llegó a ser rey de la minúscula isla
de Redonda, acabó de mendigo en la misma ciudad de Oxford, donde murió en 1970. El
narrador conduce su investigación, entre búsquedas bibliográficas e históricas, sobre
este excéntrico personaje, del cual alega incluso dos fotos, descubriendo al final que el
destino de Gawsworth estaría ligado a la propia historia familiar de Clare. Javier Marías
mezcla de esta manera ficción y realidad, en cuanto el protagonista de la novela
sospecha que Gawsworth – personaje sacado de la realidad – podría haber sido el
misterioso amante de la madre de Clare – siendo esta última un personaje ficticio-.
Además, fascinado e incluso obsesionado por la historia del escritor inglés, el
protagonista llegará a profetizar para sí mismo un destino similar al de Gawsworth,
presagiando que su vida pueda de algún modo tomar los mismos derroteros que la del
aventurero objeto de su investigación. Todos estos elementos asumirán un significado
aun más interesante y paradójico en la novela Negra espalda del tiempo.
Ibáñez Ehrlich [2004] y en algunos capítulos de los libros de Amago [2006] y Orejas [2003]. Entre las entrevistas publicadas menciono las de Fontana [2005], Solanes [2008] y Villoro [2002].
126
La naturaleza autoficticia de la primera novela, porque de novela se trata aunque
posee todos los elementos para parecer una autobiografía, surge de las coincidencias
entre los datos biográficos del autor recogidos en la solapa de la edición y las
experiencias narradas por el protagonista. Incluso en la presentación de la primera
edición de Anagrama, el editor clasificaba ambiguamente el texto: «Todas las almas
parece un relato autobiográfico; o parece, mejor dicho, un falso relato autobiográfico, lo
cual le permitiría ser un relato autobiográfico verdadero sin parecerlo. En la duda, lo
mejor es considerarla una novela» [cit. en Alberca 2007: 135].
En Todas las almas el autor teje su red de ambigüedades ya desde la primera
página, donde el narrador se presenta de forma poco clara:
Tengo que hablar […] de mi estancia en la ciudad de Oxford. Aunque el que habla
no sea el mismo que estuvo allí. Lo parece, pero no es el mismo. Si a mí mismo me
llamo yo, o si utilizo un nombre que me ha venido acompañando desde que nací y
por el que algunos me recordarán, o si cuento cosas que coinciden con cosas que
otros me atribuirían, o si llamo mi casa a la casa que antes y después ocuparon
otros pero yo habité durante dos años, es sólo porque prefiero hablar en primera
persona, y no porque crea que basta con la facultad de la memoria para que alguien
siga siendo el mismo en diferentes tiempos y en diferentes espacios. El que aquí
cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquel que lo vio y al que le ocurrió, ni tampoco
es su prolongación, ni su sombra, ni su heredero, ni su usurpador.
[Marías 1989: 8-9]
A pesar de que el narrador esté subrayando con estas palabras el efecto
distanciador del tiempo en la evocación del pasado, su identidad se vuelve
inevitablemente borrosa y de límites inciertos, mientras Marías guiña el ojo al lector
advirtiéndole de la ambigüedad latente en su narración. El hecho de que, ya avanzada la
historia, el narrador nos cuente de su situación presente, desde la cual está rememorando
su experiencia en Inglaterra, revela al lector más atento las discrepancias entre la
biografía real de Javier Marías y la de su protagonista:
Ahora ya no vivo solo ni en el extranjero, sino que me he casado y vivo en Madrid
otra vez. Tengo un hijo. Ese hijo es aún muy pequeño, no habla ni anda ni por
supuesto tiene memoria, todavía no lo comprendo, no sé cómo ha llegado a
127
suceder, me parece impropio de mí, extraño y ajeno, aunque vive con nosotros
noche y día, no se ha ausentado un minuto desde que nació y para él no habrá fecha
de caducidad.
[1989: 127]
En efecto el autor no está casado ni tiene hijos, pero estos elementos el lector
tiene que averiguarlos solo, a través de biografías o reseñas localizables con facilidad en
Internet. De esta forma se confirmaría cómo la autoficción instaura un juego entre lector
y autor, donde el primero es empujado implícitamente por el segundo a descubrir las
pequeñas trampas esparcidas en la narración, las cuales contribuyen a enriquecer el
texto con más niveles interpretativos. Javier Marías se sirve conscientemente de la duda
como elemento fundamental en su narración, disponiéndolo todo de manera que la
identificación entre autor y protagonista se produzca de forma incierta y fragmentaria.
En apariencia, pues, la narración autoriza una lectura autobiográfica que, sin embargo,
sería simplificadora y crédula y otorgaría estatuto de veracidad también a todo lo que en
el texto es ficticio. Al mismo tiempo, ignorar las coincidencias biográficas entre autor y
narrador y negar el carácter híbrido del texto llevaría a un análisis superficial,
comportando una pérdida de profundidad y significado en la interpretación de los
hechos narrados. La incertidumbre en la cual Marías dejó a sus lectores en relación a la
ambigua identidad del narrador de este texto fue causa de muchos equívocos que
llevaron a consecuencias incluso paradójicas, a las cuales el autor tuvo que dedicar una
nueva novela: Negra espalda del tiempo (1998).
Publicada ocho años después de Todas las almas, esta obra muy conocida y
comentada de Marías, considerada por el mismo escritor una «falsa novela», es en
realidad una refinada metanovela y, más específicamente, una novela sobre otra novela:
un relato ficticio cuyo argumento principal es un relato real, es decir Todas las almas, y
donde otra vez el autor confunde los límites de las aguas sobre los límites entre ficción
y realidad, pues, tampoco en este texto existe un pacto de lectura unívoco. La intención
primaria declarada por el autor de Negra espalda del tiempo es la de frenar los
equívocos suscitados a partir de la publicación de Todas las almas. La naturaleza
metaliteraria de esta novela reside también en la estructura misma del texto, que no
tiene una trama definida y avanza por digresiones dedicadas sobre todo a cuestiones
128
literarias, sino también a acontecimientos íntimamente ligados a la autobiografía del
escritor. Marías cuenta episodios de su propia familia, como cuando recuerda a su
hermano pequeño fallecido a los tres años y medio, escribe de su actividad de docente
universitario, comenta sus gustos literarios y su pasión por las incursiones en librerías
de viejo en la busca de libros extravagantes. Aparecen entre las páginas sus amigos
escritores, como el fallecido Juan Benet, Álvaro Pombo, el crítico Francisco Rico y
habla también de sus «enemigos», como el editor Jorge Herralde, cuyo nombre sin
embargo no aparece explícitamente, o Elías y Gracia Querejeta, responsables de la
adaptación cinematográfica de Todas las almas. En Negra espalda del tiempo prosigue
también la narración de las biografías de personajes excéntricos, como John
Gawsworth, Hugh Oloff de Wet o Wilfrid Ewart, históricamente reales, pero retratados
en el texto de una forma que parecen más ficticios que los personajes imaginarios.
Aparece incluso un Francisco Franco dibujado con sagaz ironía en una surreal
conversación con el mismo De Wet. En la novela se relata además como el autor llegó a
ser nombrado a su vez rey de la isla de Redonda, poseída por «su personaje»
Gawsworth años atrás, caprichosa coincidencia que asombra incluso al mismo autor.
Realidad y ficción se cruzan insistentemente en este texto híbrido, que también
se preocupa de «expresar la visión de la experiencia del novelista, constituye un ejemplo
de exploración del propio proceso creador y es un texto autoconsciente que no oculta su
condición de artificio» [Orejas 2003: 425]. Gran parte de la novela está, en efecto,
dedicada a la tarea de escribir, dejando entrar al lector en el taller del autor, el cual se
desvía a menudo en digresiones de carácter literario:
Creo no haber confundido todavía nunca la ficción con la realidad, aunque sí las he
mezclado en más de una ocasión como todo el mundo, no sólo los novelistas, no
sólo los escritores sino cuantos han relatado algo desde que empezó nuestro
conocido tiempo, en ese tiempo conocido nadie ha hecho otra cosa que contar y
contar, o preparar y meditar su cuento, o maquinarlo. Así, cualquiera cuenta una
anécdota de lo que le ha sucedido y por el mero hecho de contarlo ya lo está
deformando y tergiversando, la lengua no puede reproducir los hechos ni por lo
tanto debería intentarlo […].
[17]
129
Debido a su carácter enigmático, y a pesar de la presencia de frecuentes
advertencias dirigidas al lector poco avisado como la del párrafo apenas citado, Negra
espalda del tiempo dio lugar a alguna dificultad de interpretación por lo que se refiere a
la elección de un pacto de lectura apropiado. En relación a la misma abertura de esta
novela, por ejemplo, Samuel Amago subraya su marcada ambigüedad, sugiriendo que
en efecto el narrador está más interesado en crear una impresión de indeterminación,
que en aclarar la situación:
Indeed, if the narrator were truly interested in making a confident assertion that
fiction and reality occupy two separate ontological fields, certainly he might have
been less equivocal in his choice of words. He could have begun, for example, by
saying, “I have never confused fiction with reality”. The accumulation of adverbs
that surround the main verb “confundir” – no, todavía, and nunca – serve to do
exactly that: to confound and perhaps confuse the reader.
[Amago 2006: 132]
De hecho, la condición ambigua de Negra espalda del tiempo obligó su autor a
intervenir más veces en el debate generado en torno a la naturaleza su novela:
No son memorias, no es un libro autobiográfico en sentido estricto. No sería
tampoco una novela propiamente dicha, aunque creo que se lee más como novela
que otra cosa. Me extraña esa posible perplejidad, porque se supone que los críticos
son gente lo bastante preparada como para enfrentarse a un libro que se sale de los
géneros tradicionales.
[cit. en Orejas 2003: 424]
Este texto resulta paradigmático, por lo que se refiere a la modalidad de escritura
autofictiva, en cuanto nace de la exigencia de aclarar los equívocos originados por la
errónea identificación entre narrador y autor en su anterior trabajo, Todas las almas.
El principio de este relato, eso lo sé, está fuera de él, en la novela que escribí hace
tiempo, […]en los dos años que pasé en la ciudad de Oxford enseñando como un
impostor entretenidas materias más bien inútiles en su Universidad y asistiendo al
transcurso de aquel tiempo convenido.
130
[Marías 2006: 19]
De todas mis novelas hay una […] que invitó a sospechar que cuanto se contaba en
ella tuviera su correspondencia en mi propia vida, […] esa novela titulada Todas
las almas se prestó también a la casi absoluta identificación entre su narrador sin
nombre y su autor con nombre, Javier Marías, el mismo de este relato, en el que
narrador y autor sí coincidimos y por tanto ya no sé si somos uno o si somos dos, al
menos mientras escribo.
Todas las almas fue publicada por una editorial de cuyo nombre es mejor no
acordarse en marzo o abril de 1989, hace ya ocho años […], y bastaba mirar la
solapa de la edición primera, con unos escuetos datos biográficos sobre el autor,
para saber que yo había enseñado en la Universidad de Oxford durante dos cursos,
entre 1983 y 1985, al igual que el narrador español del libro, si bien aquí no se
mencionaban fechas. Y es cierto que ese narrador ocupa el mismo puesto que
ocupé yo en mi propia vida o historia de la que guardo recuerdo, pero eso, como
muchos otros elementos de esta y de otras novelas mías, era sólo lo que suelo
llamar un préstamo del autor al personaje. Poco de lo que en el libro se cuenta
coincide con lo que yo viví o supe en Oxford, o sólo lo más accesorio y que no
afecta a los hechos […].
[24]
El éxito editorial de la «novela de Oxford», como la define Marías, y su
sucesiva traducción a varias lenguas había contribuido a que los lectores, algunos
críticos y los mismos colegas que el autor había conocido realmente durante su estancia
en la prestigiosa universidad británica en cualidad de docente cumplieran una operación
de misreading, identificando autor con narrador y, en consecuencia, los mismos
personajes del libro, muy a menudo descritos con mordaz ironía, con las personas en
carne y hueso pertenecientes al mundo académico de Oxford. Todas las almas actúa así
como una especie de hipotexto de Negra espalda del tiempo, donde el «verdadero»
Marías, que esta vez se expone con su nombre propio explícito, se preocupa de relegar
al protagonista y los demás personajes de su novela al mundo de la ficción.
Ningún personaje tenía su paralelo en nadie existente o que hubiera existido, y más
en concreto que ninguno era el retrato o caricatura de ninguno de mis colegas
131
ingleses de entonces […]. Pero en realidad lo que yo asegure o declare no tiene por
qué ser creído, aunque haya una confiada e injustificable tendencia a creer lo que
los autores afirman respecto a sus libros. […] Lo que yo no podría ni puedo es
demostrar que los hechos de la novela no me sucedieron a mí en mi vida, como es
siempre imposible demostrar que uno no ha hecho algo o cometido un delito si se
parte del supuesto contrario.
[34]
La paradoja que emerge en la lectura de Negra espalda del tiempo consiste en el
hecho de que esta novela tiene como objetivo el de subrayar el carácter ficticio, o mejor
autoficticio, de otra novela, pero esta operación se lleva a cabo a través de un texto que
puede considerarse tan ficticio como el precedente. Así que, a pesar de que la intención
del autor sea de aclarar cualquier malentendido, el texto deja abiertas más posibilidades
interpretativas: como dice el mismo Marías, lo que el autor dice «no tiene por qué ser
creído» y la naturaleza de Negra espalda del tiempo no es menos ambigua que la de
Todas las almas. Ambos textos no son nada más que novelas y, no obstante puedan
parecer autobiografías, uno más que el otro, transgreden ambos pactos y dejan
irresueltas las expectativas del lector.
Ya en 1987 Marías había publicado algunas consideraciones relativas al género
autobiográfico, en un artículo en el que se preocupaba de asegurar que su novela
juvenil, Los dominios del lobo, no pertenecía a dicho género literario. En aquella
ocasión el escritor manifestaba abiertamente su propia atracción hacia la escritura
autoficcional y, aunque no utilizaba este término, trazaba algunas de las peculiaridades
de esta modalidad literaria, que se convertiría para él en un programa de trabajo.
El autor presenta su obra como obra de ficción, o al menos no indica que no lo sea;
es decir, en ningún momento se dice o se advierte que se trate de un texto
autobiográfico o basado en hechos "verídicos" o "verdaderos" o "no inventados".
Sin embargo, la obra en cuestión tiene todo el aspecto de una confesión, y además
recuerda claramente al autor, sobre el cual solemos tener alguna información, sea
en el propio libro, sea fuera de él [...] creo que es en esta delicadísima fórmula
donde se encuentra la posibilidad de acometer la empresa que, como antes dije,
cada vez me tienta e interesa más a pesar de mis comienzos y de mi novela
132
primera, que la eludió tan tajantemente: abordar el campo autobiográfico, pero sólo
como ficción.
[Marías 1987: 68-69]
Después de la publicación de Todas las almas, Marías había publicado otro
artículo, titulado significativamente Quién escribe (1989), donde el autor se preocupaba
nuevamente de distanciar su propia identidad de la del protagonista de la novela.
Como expliqué en un artículo de 1989 que titulé ‘Quién escribe’, el narrador sin
nombre de Todas las almas, a quien si mal no recuerdo sólo se llama ‘nuestro
querido español’ o ‘el caballero español’ en boca de otros personajes, a su regreso a
Madrid tras sus dos años de falso exilio o emigración privilegiada en Oxford
aparecía casado con una mujer llamada Luisa, y padre de un recién nacido habido
con ella, lo cual es demostrable que no era mi situación ni mi caso ni me ha
sucedido. […] Ese sólo detalle impedía la identificación absoluta del narrador con
el autor, y por lo tanto de cualquier otro personaje con nadie real que yo hubiera
conocido o tratado durante mi estancia. El resto de lo que el narrador relataba podía
haberme ocurrido a mí, o haber sido yo testigo de ello.
[33]
Evidentemente el artículo no produjo el efecto deseado por el escritor, hasta el
punto que juzgó necesaria la redacción de una nueva novela, Negra espalda del tiempo.
En ella Marías se convierte así en cronista y nos relata todos los pormenores en torno a
la construcción de su novela de Oxford y de lo sucedido después de su publicación. Nos
dice cuáles de los personajes de la novela se inspiraban en algunas personas reales,
cuáles, en cambio, eran mero fruto de su invención y nos refiere las reacciones de
quienes quisieron verse retratados en ellos. Enmascarando astutamente los nombres,
Marías nos explica hasta dónde personajes y personas se parecen o difieren. Nos cuenta
de quién acogió con entusiasmo la publicación de la novela y de quién, en cambio,
reaccionó con ingenuo fastidio; o de cómo en el ambiente oxoniense se llegó a buscar e
identificar erróneamente a una ignara profesora con el personaje femenino que en la
novela tenía una relación adulterina con el protagonista. Otro capítulo narra en tono
irónico cómo el autor intentó convencer al amigo Francisco Rico, catedrático de la
Universidad de Barcelona, académico de la Lengua e insigne crítico literario, a prestar
133
su figura en la creación de uno de los personajes de Todas las almas, el profesor del
Diestro, y de cómo el famoso filólogo, a quien en esta segunda novela se le pinta como
muy quisquilloso, concertó con Marías los detalles de esta posibilidad. Se cuenta
incluso la absurda situación en la cual un profesor inglés verdadero se indicó
erróneamente como «fallecido» en el Boletín de la Asociación Internacional de
Galdosistas, a causa de la muerte ficticia de su supuesto alter ego en la novela de
Marías y también de cómo una pareja de ancianos libreros ingleses se identificó con la
que se describe en la novela, llegando incluso a ofrecerse como actores para la película
que los Querejeta estaban a punto de realizar. Otro divertido episodio cuenta como unas
estudiantes de la Universidad de Madrid preguntaron al autor por su mujer e hijo –
ficticios, como ya hemos visto – después de leer la novela:
Una joven me preguntó solícita y sin que mediara transición para hacerlo:
- ¿Qué tal el niño?
- ¿Qué niño? – dije yo con sorpresa.
La alumna tenía desparpajo.
- Qué niño va a ser, el suyo. […]
- ¿El mío? – dije ahora con alarma. Aún no caía en la cuenta –. ¿Qué niño mío?
¿Tengo un niño? Créame que es la primera noticia.
Se animaron entonces a intervenir las otras, quizá al sentirse defraudadas, quiero
decir víctimas de un fraude.
- Pero si lo cuentas en tu novela, la que acaba de salir – protestaron como si
exhibieran una garantía.
[37]
Al mismo tiempo Marías asegura, en Negra espalda del tiempo, la real
existencia del personaje de John Gawsworth, «que a muchos lectores pareció más
novelesco y ficticio, pura invención a la manera de Kipling, pura fábula mía» [29], y
continúa la narración de su biografía, cruzándola con las de otros personajes como
Hugh Oloff de Wet y Wilfrid Ewart. La historia de Gawsworth acabará ligándose con la
del mismo Marías, en cuanto ambos escritores se convirtieron en los improbables reyes
de la deshabitada isla caribeña de Redonda. El primero hasta 1970 y el segundo desde
1997, tras la abdicación de su anterior dueño, Jon Wynne-Tyson, que confirió el título a
134
Marías, bajo el nombre de rey Xavier I, después de leer Todas las almas. El autor,
cuarto rey del reino, otorgó además títulos nobiliarios, formando una corte compuesta
por una gran cantidad de personajes de las artes y las letras, entre ellos Pedro
Almodóvar, Arturo Pérez-Reverte, Francis Ford Coppola, Antonia Susan Byatt,
Umberto Eco, Francisco Rico, George Steiner. Convocó incluso un premio anual y creó
la editorial Reino de Redonda, contribuyendo así a perpetrar un absurdo e increíble
juego literario.
La maquinaria construida por Javier Marías en este texto produce una sensación
de alguna manera opuesta a la suscitada en Todas las almas, donde los personajes
ficticios, debido a las coincidencias biográficas entre autor y narrador, parecían también
reales. Ahora, al contrario, el autor se esfuerza de recolocar aquellos mismos individuos
en carne y hueso, víctimas o culpables de apresuradas identificaciones, al mundo real y
de restablecer el orden entre realidad y ficción, aunque el resultado de esta tarea es que,
por más que se esfuerce en convencernos, la realidad que emerge de las páginas parece
incluso más novelesca que la de sus novelas. Así que tampoco las numerosas fotos,
imágenes y mapas que aparecen entre las páginas de la novela logran convencer al
lector de la veracidad de la narración, que acaba por considerarlos también ficticios o
difícilmente creíbles, a causa de los esfuerzos exagerados del autor por garantizar su
autenticidad.
Negra espalda del tiempo es un relato que, lejos de aclarar, confunde aún más
las expectativas del lector en cuanto el carácter enigmático es una constante en el texto.
El autor busca la complicidad del lector menos ingenuo y finge un pacto de lectura
autobiográfico, que a pesar de todo, permanece ambiguo, indescifrable. Como comenta
Francisco Orejas en su enciclopédico texto sobre el género metaficticio:
La identificación entre autor y narrador es algo común, en especial cuando nos
enfrentamos a un relato retrospectivo en prosa narrado en primera persona y
determinadas marcas paratextuales acentúan o crean esa ilusión de identidad. En
Negra espalda… Javier Marías se sorprende por el hecho de que muchos lectores
hayan llegado a conclusiones de esta naturaleza. […] Pero la glosa paratextual de la
novela parece instalarse en una deliberada ambigüedad que lleve a un lector
convencional a creer que no se está hablando de una persona real y de un personaje
ficticio, sino de una única persona, el autor […].
135
[Orejas 2003: 429]
Aunque Orejas no utiliza el término de autoficción, las dos novelas de Javier
Marías, estrictamente relacionadas entre ellas, constituyen un ejemplo paradigmático de
este tipo de escritura. Negra espalda del tiempo, de manera especial, se ofrece
aparentemente al lector como una «guía a la lectura» de Javier Marías, sin embargo está
preñada de ambigüedad e ironía, y no proporciona un informe atendible a quienes
quieran encontrar las respuestas en torno a lo que es real y lo que no lo es en la narrativa
de este autor. Las consecuencias de esta ambigüedad llevan al lector a dudar de las
palabras del autor en ambos textos, a pesar de la insistencia con la cual el escritor
subraya el carácter ficticio del protagonista de Todas las almas e intenta legitimar una
lectura autobiográfica de Negra espalda del tiempo.
Incluso la conversión del narrador de la novela de Oxford en el protagonista de
Tu rostro mañana, la trilogía que Marías publica entre 2002 y 2007, donde el escritor lo
bautiza como Jaime Deza, parece un intento más de querer invalidar la naturaleza
autobiográfica de Todas las almas y de corregir retroactivamente sus confusas
interpretaciones. Sin embargo, esta operación no resulta convencedora, «pues, una vez
metido en este mundo de pistas falsas y de sospechas, dar nombre a un personaje
anónimo casi quince años después, más parece un intento de borrar huellas que vendría
a confirmar la interpretación autobiográfica de Todas las almas más que a refutarla»
[Alberca 2007: 248].
Concluyendo, Negra espalda del tiempo y Todas las almas constituyen un
ejemplo de las trampas que la escritura autoficticia puede tender, tanto a sus autores,
que a veces quedan enredados en sus propias ambigüedades, como a los lectores,
empeñados en el desafío de descifrar un pacto de lectura inestable. De manera
particular, Negra espalda del tiempo constituye un divertido rompecabezas, una «falsa
novela» – o «falsa metanovela», como sugiere Orejas [2003: 433] –, en la que el autor y
la escritura constituyen el fulcro mismo de la narración, donde una vez más se funden
realidad, ficción, autobiografía y discurso sobre la literatura.
136
2.2.4. Enrique Vila-Matas: el gran ventrílocuo
Enrique Vila-Matas pertenece a ese grupo de narradores españoles que, sobre
todo a partir de la muerte de Francisco Franco, contribuyó a reincorporar España a la
modernidad europea a través de una literatura técnicamente sofisticada y sensible a los
recursos y temas más propiamente posmodernos. Nació en 1948 en Barcelona, ciudad
en la cual reside actualmente, y donde estudió derecho y periodismo. Su primera novela,
Mujer en el espejo contemplando el paisaje, escrita durante su servicio militar en
Melilla, se publicó en 1973 y, al año siguiente, Vila-Matas se fue a vivir a París,
autoexiliándose del estado franquista para buscar un entorno de mayor libertad
intelectual y creativa. En esa época, instalado en un apartamento que le alquiló la
escritora Marguerite Duras, subsistió realizando pequeños trabajos como periodista y
escribió la novela La asesina ilustrada, publicada en 1977. Esta fase de su biografía está
en la base, como veremos, de la redacción de París no se acaba nunca (2003), pseudo-
autobiografía de aquella experiencia. Después de dos años en París, Vila-Matas volvió a
España, donde se ocupó de cine, llegando a dirigir dos películas cortas y escribiendo
crítica cinematográfica para la revista Destino.
En 1980 publicó otra novela, Al sur de los párpados, mientras en 1982 apareció
una colección de cuentos, Nunca voy al cine. Siguieron dos novelas en las que el autor
sitúa la literatura misma en el centro de la narración: Impostura (1984) e Historia
abreviada de la literatura portátil (1985). Este último texto se desarrolla como un
puzzle metaliterario, en el cual se narra sobre una sociedad secreta internacional – los
«Shandys» – formada por personalidades como Tristan Tzara, Valery Larbaud,
Lawrence Sterne, Maurice Blanchot, Man Ray, Paul Klee, que tiene como objetivo la
abolición de todas convenciones artísticas. Gracias a esta irónica novelita, ignorada por
la crítica española, Vila-Matas obtuvo su primer reconocimiento a nivel internacional y
sobre todo en América Latina, hacia donde también viajó varias veces a partir de la
mitad de los años ochenta, entrando en contacto con jóvenes escritores.
En 1988 publicó Una casa para siempre, novela en la cual varias historias se
conectan entre sí a través de la voz de un ventrílocuo, y en 1991 apareció otra colección
de cuentos, Suicidios ejemplares, en los cuales la escritura viste un papel salvífico ante
la locura y el suicidio. En 1992 publicó El viajero más lento, una recopilación de
137
anotaciones de carácter literario sobre Kafka, Nabokov, Conrad, Pessoa y otros,
aparecidas originalmente en periódicos y revistas españolas e hispanoamericanas.
Sucesivamente publica Hijos sin hijos (1993), otra colección de cuentos, y la novela
Lejos de Veracruz (1995). Del mismo año es El traje de los domingos (1995), una
recopilación de reseñas literarias, mientras en Para acabar con los números redondos
(1997), Vila-Matas recoge cincuenta y dos relatos biográficos sobre autores como
Flaubert, Virginia Wolf, Borges y Guy de Maupassant. En 1997 publica Extraña forma
de vida y, en 1999, El viaje vertical. En esta novela, Vila-Matas escribe otra vez sobre
el poder terapéutico de la literatura, narrando la historia de un hombre y de su viaje en
busca de una cultura literaria que nunca había tenido debido a la dictadura de Franco.
Ficción y realidad se mezclan con tonos a veces humorísticos y a veces trágicos, como
en las digresiones sobre la guerra civil.
Bartleby y compañía (2000), es una combinación de ensayo y ficción sobre los
escritores olvidados por la historia literaria occidental. El narrador intenta redactar una
especie de antología, de crear un canon de autores que agrupa bajo la etiqueta de
«literatura del No», contagiados por el «síndrome de Bartleby», una pulsión negativa,
una atracción por la nada que les impide seguir escribiendo y los obliga a renunciar a la
literatura. La narración se desarrolla a través de ochenta y seis notas a pie de página que
comentan un libro invisible y que cuentan las más variadas excusas en relación al
abandono de la escritura por muchos autores conocidos. Vila-Matas habla así de la
desconfianza en el lenguaje, la crisis de la literatura contemporánea, la inutilidad de los
modelos narrativos y estéticos tradicionales, los desvíos de la crítica, pero también
reivindica la necesidad de reinventar la literatura empezando por esa pulsión negativa
representada por la «literatura del No».
Después de Desde la ciudad nerviosa (2000), otra colección de artículos,
ensayos, tributos y anotaciones, Vila-Matas publicó El mal de Montano (2002), obra
que analizaremos en detalle más adelante y en la que se mezclan novela, ensayo,
autobiografía en un estilo fragmentario y laberíntico. El mal de Montano es también una
obra metaliteraria, como la práctica mayoría de la producción de Vila-Matas, por lo que
se refiere a recursos estilísticos y por el hecho de que la literatura misma constituye
siempre el argumento privilegiado de toda narración. Otro texto que será analizado en
este capítulo es París no se acaba nunca (2003), en el cual el autor noveliza su
138
experiencia parisina como joven aspirante a escritor y donde la naturaleza autoficcional
del texto se muestra abiertamente.
Más recientemente Vila-Matas ha publicado la novela Doctor Pasavento (2005),
en la que aborda los temas de la escritura, la desaparición y la soledad, y con la cual
cierra la trilogía metaliteraria sobre las patologías de la escritura, empezada con
Bartleby y compañía y continuada con El mal de Montano.
Otras colecciones de ensayos y cuentos son El viento ligero en Parma (2004),
Exploradores del abismo (2007), Y Pasavento ya no estaba (2008), mientras su última
publicación es Dietario voluble (2008), un texto donde el autor catalán utiliza otra vez
su fórmula personal y experimentada, borrando las fronteras entre ficción, ensayo y
biografía, componiendo una especie de diario literario, una guía que desvela la
estructura de su obra y que combina experiencias de lectura y de vida.
Enrique Vila-Matas es actualmente uno de los narradores españoles más
elogiados por la crítica nacional e internacional y su obra ha sido traducida a más de
veinte idiomas. Entre los premios que le han sido otorgado se cuentan el premio Ciudad
de Barcelona y Rómulo Gallegos (2001), el Prix du Meilleur Livre Etranger y el
Ferndando Aguirre-Libralire (2002), el Premio Herralde, el Nacional de la Crítica y el
Prix Medicis-Etranger (2003), el Premio del Círculo de Críticos de Chile (2003), el
Premio Internacional Ennio Flaiano (2006), el Premio Real Academia Española (2006)
y el Premio Elsa Morante (2007). Es además caballero de la Legión de Honor de
Francia y miembro fundacional de la extravagante Orden del Finnegans.
Sus obras mezclan con originalidad e ironía ensayo, crónica periodística y
novela dando lugar a un tipo de literatura fragmentaria y metaficcional típicamente
posmoderna. Culturalismo, hibridismo y parasitismo literario (así denominado por el
propio autor) caracterizan el universo narrativo de sus textos, donde un narrador que se
identifica con el autor es siempre inevitablemente protagonista.23
23 La bibliografía sobre Enrique Vila-Matas hasta 2003 ha sido recopilada por Rebeca Martín y Fernando Valls en ocasión del Grand Séminaire dedicado a este autor y celebrado en la Universidad de Neuchâtel en diciembre de 2002. Este congreso ha dado lugar al volumen editado por Andres-Suárez y Casas [2004]. La misma obra bibligráfica de Martín y Valls ha aparecido, puesta al día, en otro volumen importante dedicado al autor catalán a cura de Margarita Heredia [2007]. Entre los muchos artículos sobre Vila-Matas, recuerdo los de Masoliver [1993], Trelles Paz [2005], Sánchez [2005], Corral [2006], Solanes [2007]. Entre las entrevistas señalo las de Beilin [2000], Gamero [2000], Gándara [2002], Pàmies [2003] y Rodrigo [2004].
139
Hablar de El mal de Montano (2002) no es fácil. El universo literario que se
encuentra en esta novela es tan rico y variado, que comentarlo en unas pocas páginas
resulta complicado y la tentación de desbordar fuera de nuestro tema – la autoficción –
es demasiado fuerte. El mal de Montano es una metanovela laberíntica y fragmentaria,
en cuyo esqueleto descompuesto Enrique Vila-Matas mezcla e inmediatamente
transgrede varios géneros literarios. Es un texto multiforme que se mueve entre novela,
autobiografía, diario, ensayo y pura divagación literaria, un diccionario enciclopédico
que se transforma en una inverosímil relación para una conferencia y en una aun menos
probable confesión pública. Realidad y ficción se superponen continuamente, a pesar de
que el mismo autor declare en una entrevista que «El mal de Montano está en la línea de
Bartleby, es decir, entre el ensayo y la ficción y trata de la relación entre esos mundos,
aunque no participa de ese fenómeno actual de las letras españolas de mezclar ficción y
realidad» [Azancot: 2002]. Vila-Matas, tanto en esta novela como en toda su obra,
escribe desorientando al lector e incapacitándolo para descifrar un pacto de lectura que
cambia página tras página.
Las primera parte de la narración se desarrolla a través del estrafalario diario –
que de una marcada forma autoconsciente va tomando el aspecto de novela – de un
crítico literario «enfermo de literatura» que sólo puede vivir desde las páginas del los
libros y cuyos pensamientos están inevitablemente contaminados por citas y recuerdos
literarios. Su hijo Montano, al contrario, es un escritor que sufre a causa de un «mal» de
alguna manera opuesta, un bloque creativo.
Y aquí estoy yo ahora, peor que cuando salí de Barcelona, más enfermo tras haber
vivido el asfixiante encuentro entre un padre y un hijo heridos, con distintas
cicatrices, por la maldita literatura: uno (Montano) queriendo seguramente volver a
ella, a la literatura; el otro, deseando olvidarla al menos por unos días, pero sin por
el momento lograrlo, es más, empantanado para colmo en el comienzo de algo así
como una narración un tanto literaria y encima escribiéndola en su diario.
[22]
El protagonista cuenta de su enfermedad libresca, sus viajes terapéuticos a las
islas Azores, en compañía de su mujer Rosa y del grotesco Tongoy, donde concibe en
140
secreto un proyecto de salvar el mundo de los enemigos de la literatura, convirtiéndose
en un peripatético héroe quijotesco.
Imaginé mi nombre y apellidos evocando, dentro de unos años, el recuerdo brutal
de una crisis de la literatura que la humanidad habría superado […] gracias a mi
heroica conducta, Quijote lanza en ristre contra los enemigos de lo no literario.
Y es más, imaginé también o, mejor dicho, tuve el más extraño pensamiento que
jamás ha tenido un loco en este mundo y me dije que […] sería a partir de aquel
momento conveniente y necesario, tanto para el aumento de mi honra como para la
buena salud de la república de las letras, que me convirtiera yo en carne y hueso en
la literatura misma, es decir, que me convirtiera en la literatura que vive amenazada
de muerte a comienzos del siglo XXI: encarnarme pues en ella e intentar
preservarla de su posible desaparición reviviéndola, por si acaso, en mi propia
persona, en mi triste figura.
[62-63]
El esquema metaficticio de este texto se duplica en su segunda parte, cuando la
«novela de la novela», ese diario que «se me podía convertir, movido por un impulso
misterioso, en el arranque de una historia que exigiría lectores y no quedar oculta entre
las páginas de este diario íntimo» [21], se convierte en «novela en la novela», donde un
segundo narrador toma en sus manos las riendas de la narración para establecer un
nuevo pacto de lectura, que parece acercarse más al género autobiográfico:
No he perdido de vista […] El mal de Montano, la nouvelle que terminé de escribir
en Faial después de un polvo salvaje, la nouvelle en la que se entrelazan la ficción
con mi vida real. Hay en El mal de Montano bastante de autobiográfico pero
también mucha invención.
No es cierto, por ejemplo –casi no es necesario decirlo-, que Rosa sea directora de
cine. Rosa –como muchos de mis lectores ya saben- es agente literaria y, por
encima de todo, no nos hemos casado ni por lo civil, no hemos tenido hijos,
tampoco los hemos tenido con terceros. De modo que Montano no existe.
Quien sí existe es Tongoy, que es, en efecto, un actor que vive en París y es algo
famoso en Francia e Italia, no tanto en España. […] La aviadora Margot Valerí, en
cambio es alguien que no existe, está inventada por mí y cualquier parecido con un
ser real es pura coincidencia. No inventé cuando dije que Tongoy, Rosa y yo
141
habíamos viajado juntos el mes pasado a las Azores. […] Imagino que no es
necesario que diga que no soy crítico literario, sino un narrador de amplia y
conocida trayectoria. Esto es tan cierto como que en Faial terminé mi nouvelle y, al
regresar de las islas, tuve la idea de darle un giro a este diario y convertirlo por un
tiempo en un breve diccionario que contara nada más que verdades sobre mi
fragmentada vida y mostrara mi lado más humano y, en definitiva, me aproximara
más a mis lectores: un diccionario cuyas entradas vendrían dadas por los nombres
de los autores de diarios personales […] que, al reforzar con sus vidas mi
autobiografía, me ayudarían a componer un retrato más amplio y curiosamente más
fiel de mi verdadera personalidad […].
[106-107]
En este largo fragmento, muy significativo por lo que se refiere al pacto
autofictivo, el narrador deja entrar al lector en su taller literario y, con aparente
sinceridad, le cuenta cómo ha concebido El mal de Montano. Añade detalles en torno a
su vida y a la de sus conocidos, a su condición de escritor célebre, alegando además
incisos como «casi no es necesario decirlo», «como muchos de mis lectores ya saben»,
«imagino que no es necesario que diga», reforzando así la impresión de realidad de sus
palabras. En algunos aspectos, el texto se acerca a Negra espalda del tiempo, gracias a
esta operación de poner en pie una pseudo-autobiografía, que sin embargo no convence
o no quiere convencer, a pesar de – o debido a – la tenaz insistencia con la cual el
narrador quiere atribuir estatuto de veracidad a cuanto relata.
¡Mi vida! Le sentará bien verse reducida a un diccionario breve, que voy a escribir
pensando en el lector, pensando en el derecho que tiene éste a conocerme mejor.
Saturado de tanto mezclar la invención con lo autobiográfico y crear así textos de
ficción, quisiera yo ahora que el lector conociera mucho mejor mi vida y
personalidad, no esconderme detrás de mis textos de creación. […] En esta tarde de
abril en Barcelona me hago el firme propósito de no esconderme detrás de tanto
texto de ficción y decirle algo al lector sobre mí mismo, ofrecerle algunas
informaciones verdaderas sobre mi vida.
[107-108]
142
Sin embargo, el lector acostumbrado a la escritura de Vila-Matas sabe que las
trampas están detrás de cada palabra y no puede dejarse engañar, a pesar de las muchas
coincidencias reales, biográficas y bibliográficas, entre narrador/es y autor en carne y
hueso. La novela sigue uniendo la historia personal de este segundo protagonista y de
sus viajes a Chile con una especie de diccionario enciclopédico, donde detalla las más
variadas anécdotas sobre sus autores favoritos – Gide, Kafka, Valery, Gombrowicz,
Pessoa y muchos otros – que recurrieron al diario como forma narrativa. Todo esto
asumirá mayor sentido en la tercera parte de El mal de Montano, en la cual de repente
todo el texto se revela como preparado para una improbable conferencia, dictada en
Budapest, sobre el diario, que el narrador expone en directo frente al público húngaro:
Juzgo orientador decirles que venir a este Museo de Literatura de Budapest me
obligó en Barcelona a interrumpir la novela que estoy escribiendo en torno
precisamente al tema de los diarios personales de los escritores […], pero pienso
continuarla con lo que hoy suceda aquí, con lo que ocurra a lo largo de esta
conferencia. Ustedes, por lo tanto, son personajes de mi diario novelado y deben
permanecer atentos y bien despiertos a todo lo que pasa y hacen, pues en cualquier
momento puede repercutir en sus vidas.
[209]
En el curso de su desordenada charla, el protagonista hará incluso una pública
revelación acerca de su vida conyugal que, de una forma algo similar a la del narrador
de La velocidad de la luz, donde éste relataba la muerte de su mujer e hijo, desestabiliza
cualquier posible lectura autobiográfica del texto:
Tengo un presentimiento, una teoría, la Teoría de Budapest: En este preciso
instante, sabiendo ellos que estoy aquí con toda seguridad dando esta conferencia,
Rosa y el monsieur [Tongoy] se están acostando juntos. […] Pero no teman,
señoras y señores, no voy a romper en llanto ni a lanzar un grito de dolor cósmico,
ni a derrumbarme sobre este pupitre […]. Un extraño sentido de la profesionalidad
me indica que debo seguir adelante con mi conferencia. Y así lo hago.
[229]
143
El mal de Montano, constituye un complejo mosaico de materiales varios que
Vila-Matas mezcla sin aparente lógica. A pesar de que resulta evidente que esta novela
no puede ser considerada una autobiografía, es sin embargo posible reconocer muchos
elementos que están realmente sacados de las experiencias del autor, aunque no todos
ellos son tan visibles como en los casos de Javier Cercas y Javier Marías. A título de
ejemplos, mencionaré algunas coincidencias que emergen confrontando la narración con
algunas anécdotas que el mismo escritor cuenta en el curso de las muchas entrevistas
que ha concedido.
En El mal de Montano aparecen, con los títulos debidamente modificados,
algunas obras del autor catalán, principalmente Bartleby y compañía, que se asoman al
texto muchas veces: «El año pasado, sin ir más lejos, me sirvió [este diario] para
refugiarme en él cuando quedé trágicamente bloqueado como escritor tras publicar
Nada más jamás, mi libro sobe los escritores que renuncian a escribir» [109]. Hablando
de sus propias inquietudes literarias, y acercándose abiertamente a su protagonista, el
autor afirmaba en una entrevista que:
Con Bartleby y Compañía ya me pasó lo mismo: al escribir sobre mi obsesión por
los que dejan de escribir, por poco, cuando publiqué el libro, dejo de escribir para
siempre; tuve que irme al lado opuesto, al tema de los enfermos literarios como
Montano (de los que lo viven todo en literatura y quieren escribir todo el rato) para
poder empezar otro libro.
[en Gándara: 2002]
Este transvase de la inquietud intelectual del autor a sus personajes contribuye a
reforzar la impresión de autobiografismo de las novelas de Vila-Matas. Otra vez en
relación a la escritura de El mal de Montano, el autor expresa en la misma entrevista
esta simbiosis entre autor/narrador:
Sin duda he escrito sobre este mal (el de Montano, así lo llamo yo) para intentar
quitarme de encima mi obsesión exagerada por los libros. No sabría decirle si, tras
terminar y publicar El Mal, ha perdido intensidad ese mal, es decir, mi obsesión por
lo literario, pero algo rebajada la obsesión sí ha quedado, de eso estoy seguro.
[en Gándara: 2002]
144
En otras ocasiones el autor ha contado algunas anécdotas personales que se
revelan ser la fuente inspiradora de algunas páginas del texto objeto de nuestra atención:
«Me acuerdo del día de Navidad de 1962 que nevó en el patio de la casa familiar y yo
pensé que era la decoración navideña de mi madre. Desde entonces, lloro cuando se
acerca la Navidad» [en El Mundo: Encuentro Digital].24 La misma escena se repite en
El mal de Montano:
.
En tal día como hoy, hace treinta y nueve años, un 25 de diciembre de 1962, tuvo
lugar la Gran Nevada sobre Barcelona. Es uno de los recuerdos más importantes
de mis primeros años de vida. En la mañana de aquel día apareció nevado el patio
de la casa de mis padres y yo no podía creérmelo y en un primer momento pensé
que formaba parte de la decoración navideña de mi madre.
[286]
También por lo que se refiere a la creación de los personajes, como Tongoy,
cuyo apellido «real» en la novela es Kertész, Vila-Matas ha detallado en otra entrevista
como llegó a darle ese nombre, acreditando incluso – siempre que queramos fiarnos de
lo que él dice en las entrevistas – la veracidad de su viaje a Budapest:
El año pasado fui a Budapest con Eduardo Mendoza, Rodrigo Fresán y Andrés
Neuman. Leí mi “Teoría de Budapest” (que forma parte de la novela también) y
recuerdo que nos presentaba un escritor callado, que permaneció en una esquina, y
que no fue, claro está, la estrella de aquel encuentro. Le veíamos de vez en cuando
reírse, pensábamos que era un hombre feliz. Me pareció, eso sí, amable, amistoso,
discreto y tímido. Se llama Imre Kertész y acaba de obtener el premio Nobel. Sin
saber que le esperaba ese futuro resplandor, debido a que buscaba un apellido judío
en Budapest para mi libro, le convertí en personaje de la novela, una especie de
Nosferatu, un chileno que es el mejor amigo del narrador y que se llama Felipe
Tongoy y que es el hombre más feo del mundo y cuyo verdadero apellido resulta
ser... Kertész.
[en Azancot: 2002]
24 http://www.elmundo.es/encuentros/invitados/2002/12/568/
145
El mismo procedimiento, explica el narrador principal de El mal de Montano, lo
ha utilizado en la creación del personaje de Aline, mujer de Montano, nombre que él
habría tomado de una persona «real» mientras asistía a una conferencia dada por una
«señora de edad» [117], llamada Aline Roubaud.
Más detalles: autor y narrador comparten el hecho de haber vivido en París en
1974, la ocupación cómo críticos literarios escribiendo reseñas por los periódicos, los
viajes a las islas Azores e incluso la «fama de bebedor», que emerge durante una
entrevista al autor [en El Mundo: Encuentro Digital].
Así que, resumiendo, El mal de Montano tiene todos los elementos para
considerarse un texto autoficticio, a pesar de la constante ironía y fragmentariedad que
destruyen un cualquier intento de interpretar el texto de manera tradicional. El narrador
de la novela insiste sobre la veracidad de lo que está contando, obteniendo en cambio el
efecto contrario de invalidar lo que asegura. El lector avisado reconoce, a veces
fácilmente, otras, sólo gracias a minuciosas investigaciones que Vila-Matas se esconde
tras su personaje, que asume las semblanzas de un títere, o de una máscara. La
confusión de identidades es una constante en la obra de Enrique Vila-Matas, autor que
no se ha cansado de repetir que la literatura para él no es otra cosa que la manera de
inventarse otras vidas posibles, de construirse un doble. Utilizando sistemáticamente el
collage de citas y el laberinto, para dibujar un universo literario donde él se reconoce
como un «ladrón de frases ajenas», un «parásito literario», este escritor interpreta de
forma ejemplar el modus operandi posmoderno. A través del juego metaliterario, la
ironía y la ambigüedad, Vila-Matas aparece y desaparece entre las páginas como un
transformista, sugiere la coincidencia entre autor y narrador sin satisfacer la curiosidad
de aquellos lectores que quieren establecer lo que es real y lo que, en cambio, es fruto
de invención.
Tal vez lo que he hecho es ir apoyándome en citas de otros para ir conociendo
mi exiguo territorio propio de un subalterno con algunos destellos vitales y al
mismo tiempo descubrir que nunca llegaré a conocerme mucho a mí mismo –
porque la vida no es una unidad con un centro, “la vida” decía Nietzsche, “ya no
reside en la totalidad, en un Todo orgánico y completo”-, pero en cambio podré ser
muchas personas, una pavorosa conjunción de los más diversos destinos y un
conjunto de ecos de las más variadas procedencias: un escritor tal vez condenado,
146
tarde o temprano –obligado por las circunstancias del tiempo que le ha tocado
vivir-, a practicar, más que el género autobiográfico, el autoficticio, aunque para
que me llegue la hora de esa condena cabe esperar que me falte mucho, de
momento estoy enzarzado en un entrañable homenaje a la Veracidad, metido en un
esfuerzo desesperado por contar verdades sobre mi fragmentada vida, antes de que
tal vez me llegue la hora de pasarme al terreno de la autoficción, donde sin duda, si
me queda otra salida, simularé que me conozco más de lo que en realidad me
conozco.
[123-124]
En muchos aspectos semejante a El mal de Montano, París no se acaba nunca
(2003) vuelve a presentar los clichés típicos del escritor catalán: divagación crítico-
literaria, memoria autobiográfica, evocación de episodios de la vida de célebres artistas
y escritores del pasado; realidad y ficción se funden en un pastiche metaliterario donde
una vez más es la escritura a constituir el epicentro de la narración. De la misma manera
que El mal de Montano, aunque con una estructura narrativa que fluye de manera más
lineal, también esta novela se disfraza de conferencia, esta vez sobre la ironía, en la cual
el narrador alter ego de Vila-Matas evoca sus propios exordios de escritor bohemio en la
París de los años setenta. El texto se desarrolla así a través de las memorias
autobiográficas del narrador/autor y cuenta las razones que lo empujaron, siendo un
joven aspirante a escritor, a trasladarse de Barcelona a la capital francesa; describe sus
andanzas como joven emigrante, sus relaciones con los parisinos y los emigrantes allí
conocidos, su aventuras amorosas, su aprendizaje literario al amparo de la escritora
Marguerite Duras que, además de alquilarle generosamente una buhardilla, le ayudó en
la dificultosa tarea de componer su primera novela, La asesina ilustrada. El narrador
describe su imaginario viaje literario siguiendo las huellas de Hemingway, cuando
estuvo a su vez en París, y de muchos otros escritores y, finalmente, cuenta su regreso a
España una vez acabada su novela.
En línea con la mayoría de los textos de Vila-Matas, las evocaciones librescas
ocupan también aquí gran parte de la narración y tampoco en la redacción de París no
se acaba nunca Vila-Matas ha resistido al impulso metaficticio de componer una
«novela de la novela»:
147
Entonces le conté que estaba preparando una conferencia de tres días en la que
revisaba irónicamente los años que pasé en París. «¿Y hablas todo el rato de mí?,
dijo. «Bueno, sí», le contesté, «pero sobre todo de la ironía, de París, de
Hemingway, de Marguerite Duras, y de cómo escribí mi primer libro.» Nuevo
silencio. «O sea, que es una conferencia que tendrá algo de autobiografía de la
bohemia y de tus años de aprendizaje literario en París», dijo de repente. «Pues sí»,
le contesté, «aunque aprender no aprendí mucho.» «Tiene su gracia», dijo,
«también una autobiografía es una ficción entre muchas posibles.» Siguió otro
silencio. «Pero procura», añadió, «ser lo más verídico que puedas, que se te pueda
ver a ti de verdad. Y a mí, si es posible, de mentira.»
[103-104]
Como se deduce de este párrafo, también París no se acaba nunca se desarrolla
utilizando la fórmula de la autoficción, colocándose en el espacio ambiguo que se
encuentra entre pacto ficticio y pacto autobiográfico. El mismo autor ha explicado
abiertamente, en su página oficial de Internet, el origen de esta novela, utilizando sin
embargo tonos y términos que, por su carácter contradictorio, desvelan la naturaleza
vacilante del texto:
Aparentemente, la revisión irónica de los dos años de mi juventud que pasé en
París tratando de repetir la experiencia de vida bohemia y literaria del Hemingway
de París era una fiesta. En realidad, un intento de darles a mis lectores alguna
noticia verdadera sobre mí. Pero todo esto disfrazado bajo la idea de que el libro es
un fragmento de la novela de mi vida en el que todo es verdad porque todo está
inventado, pues a fin de cuentas un relato autobiográfico es una ficción entre
muchas posibles.
[http://www.enriquevilamatas.com/biografia.html]
La principal diferencia entre esta novela y El mal de Montano reside en el hecho
de que esta vez, a pesar de las explícitas ambigüedades, el texto parece acercarse de
manera más convincente al pacto autobiográfico tradicional. Las muchas coincidencias
entre las experiencias narradas por el protagonista y las realmente vividas por el autor
(entre las más obvias: fecha y lugar – París en 1974 –, la estancia en la buhardilla de
Marguerite Duras, la redacción de La asesina ilustrada) hacen que no sea prácticamente
148
posible distinguir dónde Vila-Matas está novelizando y dónde está realmente
rememorando. También en sus comentarios sobre este texto, incitado inevitablemente
por la curiosidad de los entrevistadores, Vila-Matas no se abstiene de relatar los
pormenores de su personal experiencia en París durante esos años, reforzando la validez
autobiográfica de los hechos trascritos en su novela:
Creo que me dediqué a escribir para no tener que quedarme en Barcelona. El
elemento inicial fue el azar, ya que, al visitar a Adolfo Arrieta y Javier Grandes en
París, me encontré con Marguerite Duras, que era amiga de ellos y me alquiló
inmediatamente, sin que yo me atreviera a rechistar, una buhardilla de su
propiedad. Añádase que estábamos en 1974, y que Barcelona era, en efecto, una
ciudad siniestra. La conjunción de tener casa en París y no en Barcelona me llevó a
la idea de escribir una novela. Con el tiempo, me he dado cuenta de que fui a París
a escribir mi primera novela pero no aprendí nada. Miento: aprendí a escribir a
máquina y ese consejo que dio Raymond Queneau a Marguerite Duras y que ella
me dio a mí: " Escriba y no haga nada más". Y así me ha ido. La novela hay que
verla como la historia de cómo se escribe un primer libro, de qué manera tan
chapucera, con cuántas trampas. También me apetecía reírme de las novelas
clásicas de la experiencia, de formación de un escritor.
[en Pàmies: 2003]
En la misma entrevista, el autor revela también cómo el libro realmente nació de
una conferencia que le invitó a pronunciar la Fundación Luis Goytisolo, por la cual el
autor había leído entonces numerosos ensayos sobre el tema de la ironía, «Pero de
pronto viajé a París en el verano del año pasado y, sin darme cuenta, comencé a ironizar
en voz alta sobre mi pasado en esa ciudad. Eso me llevó a convertir la conferencia en
una narración irónica sobre aquellos años» [en Pàmies: 2003]. En consecuencia, por
mucho que el autor catalán diga en su novela – y lo repita hasta el agotamiento en las
entrevistas – que «también un relato autobiográfico es una ficción entre muchas
posibles», el lector de París no se acaba nunca no puede prescindir de la marcada
naturaleza autobiográfica del texto, a pesar de las recurrentes ambigüedades y
advertencias que narrador y autor repiten y que sirven solamente para evitar una
definitiva identificación entre autor y personaje.
149
Por esta razón París no se acaba nunca parece encajar en la categoría que
Alberca ha denominado «autoficción biográfica», es decir en ese grupo de relatos en los
cuales el autor disfraza su propia autobiografía bajo la etiqueta de novela y donde, en
realidad, los elementos inventados constituyen una parte mínima en la mezcla de los
elementos narrativos. Es posible adivinar, bajo esta estrategia, una voluntad de
dignificar un relato real, por su naturaleza considerado menos atractivo, gracias al
prestigio que la literatura ficticia goza con respecto a la literatura «real». Y en efecto,
quizás en medida mayor que en otros textos suyos, Vila-Matas revela, en París no se
acaba nunca, una incontenible necesidad de hablar de sí mismo y de sus exordios como
escritor; deseo plenamente justificable, pero que en este relato se quiere enmascarar
bajo la etiqueta de ficción. Vila-Matas cede a la tentación narcisista de confeccionar una
novela en torno a su propia experiencia de autor y lector – hasta el punto de recaer,
según mi personal opinión, en la repetitividad y en la monotonía que caracterizan a
veces la narración – y, en lugar de concebir historias y personajes ad novo, prefiere
reinventarse a sí mismo como personaje. De ahí que no sorprende lo que Manuel
Alberca escribe sobre el autor catalán:
El objetivo de hacerse invisible tras la propia identidad es una de las metas de Vila-
Matas en sus relatos, propósito que parece haber logrado al convertirse él mismo en
personaje novelesco, pues, si es cierto lo que asegura su editor Jorge Herralde,
Enrique Vila-Matas, que firma así sus libros desde sus comienzos, se llama en
realidad Enrique Vila Matas. Según Herralde, hace tiempo, al introducir entre el
apellido paterno y el materno un guión, convirtió su verdadero nombre en una
eficaz máscara, en la que se funden simbólicamente la genealogía del padre y de la
madre, dando como resultado una nominación nueva.
[Alberca 2007: 206]
150
2.2.5. Conclusión
La razón por la cual he decidido analizar seis novelas en el espacio de un solo
capítulo, en lugar de comentar la modalidad narrativa personal de un autor, radica en mi
intención de evidenciar mejor una tendencia literaria general cada vez más difundida en
la literatura española, que consiste en el unir ficción autobiográfica y estrategias
metaliterarias con el objetivo de elaborar un tipo de novelas autorreflexivas capaces de
atraer también a un público de lectores «no especializados», es decir no necesariamente
acostumbrados a manejar cotidianamente un exhaustivo bagaje crítico-literario.
A pesar de que el concepto de autoficción es relativamente reciente, el objeto al
que se refiere, en sus distintas variantes, no es un producto literario propiamente nuevo,
si consideramos que la novela picaresca española y hasta el Libro de buen amor se
pueden con razón considerar como importantes precursores de esta modalidad
literaria.25 Si consideramos la trayectoria que la presencia del autor en su propia obra ha
tenido en la historia literaria, veremos que ésta empieza en épocas lejanas (véanse obras
como el Quijote, o Los sueños quevedianos) y se consolida a partir del Romanticismo y
las revoluciones burguesas europeas, cuando se aflojó la tradicional resistencia de
carácter estético y moral que mal veía la presencia del autor en su propia obra.
Sucesivamente, se acentuó con la novela autobiográfica decimonónica, llegando hasta el
siglo XX, cuando la figura del autor comenzó a convertirse en el objeto principal de su
propia escritura, fenómeno que interesó también las demás manifestaciones artísticas y
que llevó a las primeras obras autoficticias.26
Un paso atrás en la preponderancia de la figura del autor en su obra se dio a
finales de los años sesenta y durante la década siguiente, a partir de cuando el teórico
francés Roland Barthes formuló, en 1968, el concepto de «muerte del autor». Esta
noción tuvo gran influencia en el fervor cultural de aquella época y contribuyó al
nacimiento del deconstruccionismo de algunos años después. El asimismo célebre
25 Alberca considera El lazarillo de Tormes (1554) como la «primera novela española del yo» [2007: 82]. Esta anónima autobiografía fingida, fue leída por sus contemporáneos como una verdadera autobiografía, debido al hecho de que en esos tiempos era habitual la escritura memorial y confesional. Según Alberca, esos lectores se dejaron engañar a causa del contexto social y cultural en el que vivían, del mismo modo en que hoy nos podría engañar un texto como La velocidad de la luz o Soldados de Salamina. 26 Entre los precursores del género autoficticio del siglo XX, Alberca incluye Unamuno, con obras como Niebla (1914) y Cómo se hace una novela (1927), Azorín, Manuel Azaña, Sender, mientras entre los hispanoamericanos menciona a Darío, Borges y Vargas Llosa.
151
concepto de «desaparición del sujeto», también elaborado durante los años sesenta por
Jacques Lacan en el psicoanálisis y por Jean Baudrillard en la sociología, reforzó de
igual manera la idea de la supuesta muerte de la figura del autor. Desde este momento,
el individualismo pasó a ser considerado negativamente, mientras en cambio se
consagraba el triunfo de lo anónimo y colectivo, como en el caso del nouveau roman, y
el lector se convirtió en co-autor del texto, a través de la teoría de la recepción y del
deconstruccionismo. En España, cuya situación cultural no era comparable con la
francesa, se desarrolló sin embargo un tipo de experimentalismo que presentaba un
rechazo parecido hacia el subjetivismo y la autoridad del autor. Fue Foucault quien,
interrogándose sobre la función del autor, favoreció una «resurrección» de éste, aunque
desprovisto de la autoridad y de los privilegios que había tenido antes. Así,
Si Barthes había puesto al descubierto la importancia del lector y de su
subjetividad, Foucault recupera la importancia del autor para impedir la
incontrolada proliferación de sentidos sobre sus textos por parte de la crítica y de
los lectores. En la época actual ha vuelto el individualismo pero esta vez no está
alimentado por ideologías y al mismo tiempo somos conscientes de aquellas
doctrinas y podemos leer en los textos la presencia, en cualquier forma que sea, del
autor. Así que si por un lado la deconstrucción rechazaba el autor ahora sabemos
que lo necesitamos para la interpretación del texto, aunque según la noción
foucaultiana, la presencia del autor en el texto no asegura la vida del sujeto como
persona. De esta situación a la declaración de imposibilidad teórica de la
autobiografía falta poco.
[Alberca 2007: 26-27]
Desde la desaparición del autor, proclamada hace unas décadas, hemos pasado
en la actualidad a una situación exactamente contraria: la figura del autor ha vuelto a
ocupar un lugar de primer plano, elemento omnipresente y necesario para la
contextualización de cualquier obra artística. Este fenómeno, en la base de la
proliferación del género autofictivo, se adscribe plenamente a ese fervor cultural
germinado del cambio social e histórico característico de la posmodernidad.
Por lo tanto, retomando el discurso desarrollado en la primera parte de este
trabajo, el derrumbamiento de los grandes sistemas ideológicos, basados sobre un
152
concepto de colectividad, sobre los que se apoyaba la cultura occidental del siglo XX
(los grand récits, repitiendo el concepto de Lyotard) ha determinado un desplazamiento
del punto de vista hacia un predominante individualismo, cuyos efectos no han dejado
indemne el mundo artístico y literario. Como se ha dicho anteriormente, el arte
posmoderno se funda sobre dos denominadores comunes: el nihilismo, que por un lado
rechaza el sistema y los valores culturales del pasado, y el ludismo, instrumento – o
refugio, según el punto de vista – con el que se ha reaccionado a la crisis cultural. Estas
dos facetas caracterizadoras de la cultura contemporánea ratifican la trayectoria que ha
llevado del renovado auge del género autobiográfico en todas las literaturas occidentales
– que, a pesar de la difusa creencia en la imposibilidad de la autobiografía, goza de
buena salud –, a la práctica autoficticia. Si ya sabemos que la desconfianza en la
capacidad del lenguaje para representar la realidad, el escepticismo hacia conceptos
como objetividad y verdad, el reconocimiento de la fragmentariedad y superficialidad
de la cultura contemporánea y de sus medios comunicativos de masas han comportado
una generalizada ficcionalización de la realidad, ahora habrá que añadir que, en nombre
de esta condición, todo parece posible, incluso la construcción y reconstrucción
constante del yo. En este nuevo orden cultural, que Alberca ha denominado
«capitalismo de la ficción», «la vida misma […] resulta ficcionalizada y en
consecuencia liberada de lo que se consideraban ortopedias impositivas y de los
consiguientes pesos del deber y la verdad» [Alberca 2007: 41].
Resulta fácil, entonces, hallar una explicación al auge de la literatura metafictiva
y autofictiva, y también de ese cine y de ese arte que emplean los mismos recursos con
frecuencia significativa. Una sociedad que se rige sobre una visión fracturada del yo,
donde el individualismo imperante asume una marcada impronta narcisista, o neo-
narcisista, ha favorecido un tipo de producción artística en la cual el sujeto posmoderno,
en crisis, escindido y dubitativo, juega a multiplicarse en diversas y contradictorias
imágenes. Contemporáneamente, la figura del autor acaba por perder su naturaleza
heroica, volviéndose más banal y a veces patética:
La figura del personaje escritor, que aparece con frecuencia en los relatos de estos
últimos años, resulta en ocasiones la imagen de un creador improductivo y parásito,
un misántropo de frágil personalidad y de autocaracterización grotesca y
denigratoria, cuando no se conforma con la mediocridad del oficinista o burócrata
153
que gestiona con ombliguismo autista su carrera literaria. […] este tipo de
personaje consagra la figura de un creador que ha abolido prácticamente la
dimensión colectiva de su obra para limitarse a la intimidad sentimental y
complaciente. Nada, pues, de rasgos heroicos o egregios, el personaje escritor
predominante en estos relatos se puede describir como de un narcisismo raquítico.
O como el narrador de Vila-Matas sentencia de manera irónica en una frase que
corrobora una vez más lo que vengo diciendo: «Llevamos una vida muy pobre los
escritores».
[Alberca 2007: 24]
De tal manera se presentan los protagonistas de muchas de las novelas que
hemos analizado en este capítulo, como los dobles de Javier Cercas, o los varios
enfermos literarios creados por Vila-Matas. Así que narcisismo y aparente humildad se
mezclan a menudo en el género autoficticio, en el que muchos autores ofrecen una
imagen degrada y humillada de sí mismos con la intención de acercarse más al lector y
buscar su complicidad e interés.
En su exhaustiva análisis del fenómeno autoficticio, Alberca avanza otras
explicaciones: por un lado se pregunta hasta qué punto esta práctica narrativa esconde
una declaración de no responsabilidad, gracias al manto protector de la ficción, con la
cual retraerse del riesgo de contar sin máscaras lo que puede resultar incómodo [77]; al
mismo tiempo subraya el hecho de que, a través de la confusión o mezcla de ficción y
realidad propia de este género, sus autores contribuyen, justamente por medio de dicha
oposición, a reforzar por contraste los principios ontológicos y pragmáticos que
distinguen esos dos ámbitos [48]. Algo similar afirma Justo Navarro, al recordar que:
Así como, según Coleridge, hay ficciones que logran «esa voluntaria y
momentánea suspensión de la incredulidad que constituye la fe poética», la
autoficción nos llama a neutralizar nuestra capacidad de ser crédulos. La
autoficción es una apelación a suspender nuestra tendencia a la credulidad. Nos
recuerda valiente y alegremente que puede ser mentira la realidad que nos
presentan los dueños, fabricantes y administradores de la realidad.
[en Alberca 2007: 16]
154
Otra posible lectura del fenómeno autoficticio consiste, en mi opinión, en
considerar esta modalidad narrativa como síntoma de la inseguridad del escritor-
intelectual moderno, afanado en la tarea de preservar su propio estatus cultural, de
reivindicar su propio papel en una sociedad global y masificada donde la novela «seria»
parece perennemente en peligro de extinción a causa de los «enemigos de la literatura»,
calcando una expresión de El mal de Montano. El escritor del siglo XXI, sofocado por
la mercantilización del libro, entre fenómenos como Harry Potter y El código da Vinci,
busca de alguna forma de hablar de sí, de llamar la atención sobre su persona y de
dignificar su oficio, intenta reconquistar el interés colectivo y para conseguirlo
aprovecha el fuerte elemento de atracción que ofrece el juego metaliterario.
Aceptando esta hipótesis, la novela autoficticia podría interpretarse como una
válvula de desahogo a disposición del escritor, que por un lado le permite expresar
abiertamente sus propias ansiedades existenciales o profesionales y por el otro le
proporciona un medio con el cual atraer la atención del gran público, encauzándola
hacia un tipo de literatura más «culta» – que incluye especulación ensayística crítico-
literaria, reflexión filosófica o indagación histórica – tradicionalmente reservada a un
estrecho circuito de lectores, todo esto a través de un género literario autocelebrativo
donde no se encuentran personajes en busca de autor, sino autores que aspiran al estatus
de personajes.
155
2.3. La perspectiva «meta» en la interpretación de la historia
2.3.1 Introducción
The past really did exist. The question is:
how can we know that past today – and what can we know of it?
Linda Hutcheon
El fervor intelectual relacionado con la posmodernidad, que ha interesado en
todas las esferas de los estudios humanísticos, no ha dejado indemne el ámbito de la
historiografía, que ha sido sacudida tanto en sus metodologías como en la naturaleza de
sus mismos propósitos. Las reflexiones y desarrollos que han tenido lugar en la teoría
literaria, la lingüística y la filosofía han planteado nuevos problemas a la indagación
histórica, la cual ha tenido que reconsiderar la idea positivista del historiador como
científico, o como simple testigo de los eventos que lo rodean. Los conceptos
divulgados por las teorías postestructuralistas sobre la naturaleza del lenguaje han
modificado nuestra concepción de la realidad, subrayando la esencia lingüística de
cualquier interpretación del mundo. En consecuencia, también la actividad de
reconstrucción del pasado y de la memoria ha tenido que ser reformulada bajo una
nueva óptica. En efecto, si la conexión entre lenguaje y realidad es arbitraria e inestable,
como se sigue repitiendo desde Ferdinand de Saussure en adelante, del mismo modo
cualquier tentativa de explicar e interpretar el pasado a través de la palabra tendrá
inevitablemente las mismas debilidades inmanentes en cualquier discurso humano.
En la misma dirección se mueven las consideraciones de Michel Foucault, el
cual ha subrayado la fundamental relevancia de las relaciones de poder y de las sutiles
ideologías, implícitas en las estructuras lingüísticas, en el análisis de la historia. En su
ensayo Nietzsche, la genealogía, la historia (1971), el filósofo establecía una oposición
entre historia tradicional e historia «efectiva», desenmascarando la inocencia
epistemológica del historiador empirista, tradicionalmente representado como un
buscador de verdad. El conocimiento, entendido como fuente de poder, representa el
real objetivo de la indagación histórica y pone en segundo plano la búsqueda de la
Verdad. Foucault desconfía de aquellos relatos de la historia que de alguna forma
156
intentan ocultar su esqueleto interpretativo e ideológico con el objetivo de ofrecer una
impresión de transparencia mimética. En cambio, propone un método histórico
genealogista, que se basa en el rastreo sistemático de las diferencias y que privilegia las
discontinuidades y las perspectivas múltiples. Reconocer la importancia del momento
presente en la atribución de un sentido al hecho histórico es fundamental en la
indagación histórica, que ya no puede declararse imparcial, universal, objetiva. Así que
la historiografía no debe rechazar el sistema de su propia injusticia, al contrario,
La historia será «efectiva» en la medida en que introduzca lo discontinuo en
nuestro mismo ser. Dividirá nuestros sentimientos; dramatizará nuestros instintos;
multiplicará nuestro cuerpo y lo opondrá a sí mismo. No dejará nada debajo de sí
que tendría la estabilidad tranquilizante de la vida o de la naturaleza, no se dejará
llevar por ninguna obstinación muda hacia un fin milenario. Cavará aquello sobre
lo que se la quiere hacer descansar, y se encarnizará contra su pretendida
continuidad. El saber no ha sido hecho para comprender, ha sido hecho para hacer
tajos.
[Foucault 1971: 6]27
Otra reflexión de fundamental importancia dentro del discurso posmoderno en
relación con la filosofía de la historia contemporánea, es la formulada por Hayden
White, aparecida en su ensayo más conocido Metahistory: The Historical Imagination
in Nineteenth-Century Europe (1973). Tomando como presupuesto la idea de que la
obra histórica es una estructura verbal cuya forma sigue los dictados de la prosa
narrativa, el historiador estadounidense basa su teoría – que ha sido objeto de muchas
críticas – en la consideración de que el historiador es un narrador y todo acto de escribir
constituye un acto poético. Para White, forma y contenido son lo mismo y el realismo
histórico característico de los historiadores decimonónicos, principal objeto de sus
especulaciones, no es más que una forma particular de poética. En su argumentación,
White distingue entre «sucesos» y «hechos», donde los primeros serían los
acontecimientos del pasado antes de ser procesados textualmente por el historiador, que
los interpreta según los criterios vigentes en la comunidad a la que pertenece,
27 E-book consultado en internet: Nietzsche, la genealogía, la historia. http://www.scribd.com/doc/2465731/Foucault-Michel-Nietzsche-La-Genealogia-La-Historia
157
convirtiéndolos finalmente en «hechos». La transformación de los sucesos en hechos
históricos supone el paso del ámbito objetivo de la realidad empírica a la esfera
subjetiva de las prácticas discursivas contenidas en el documento histórico final. De la
misma manera, White diferencia los conceptos de «crónica», que constituye la
disposición de los acontecimientos en el orden cronológico en que han acaecido, e
«historia», en la cual el historiador elabora las crónicas, cargando cada suceso de un
significado añadido en cuanto parte de un relato personal. En la historia, pues, la
subjetividad del narrador tiene un papel substancial, ya que éste elige y dispone los
acontecimientos a su placer, persiguiendo todas las estrategias típicas de un proyecto
narrativo. Las teorías de White fueron acogidas con entusiasmo en muchos
departamentos de literatura y muy criticadas, o ignoradas, en el ámbito de la
historiografía. De todas maneras, a pesar de ser una interpretación de la narración
histórica demasiado restrictiva y tachable de revisionismo histórico en sus variantes más
extremas, no se puede ignorar la importancia que las teorías de Hayden White han
tenido en el panorama intelectual de las últimas décadas.
Dejando a un lado las especulaciones filosóficas en torno a la historiografía y
volviendo al ámbito literario, merece la pena recordar cómo la novela histórica, cuyo
origen se remonta a principios del siglo XIX en la época romántica, fue desde su
nacimiento objeto de ataques por parte de historiadores y críticos literarios, debido a su
naturaleza híbrida, o «impura», caracterizada por una mezcla de ficción e historia. En la
siguiente época del realismo decimonónico, la concepción del mundo estuvo dominada
por la idea de la existencia de una realidad objetiva adecuadamente descriptible por
medio del lenguaje y manipulable a través de los conocimientos y habilidades del ser
humano. El modelo positivista influyó tanto sobre las formas artísticas como sobre la
filosofía, la ciencia, la economía. Fue durante las primeras décadas del siglo XX, con el
modernismo de marco angloamericano, cuando se dio el primer paso atrás y se empezó
a poner en duda muchas de las certidumbres del hombre occidental, entre las cuales
estaba el dogma de la mimesis en el ámbito artístico, considerado hasta entonces
sagrado.
Solamente hacia finales de los años 60, la novela histórica comenzó a gozar de
un renovado auge, colocándose dentro de un fenómeno más general, la metaficción, que
en aquel periodo y en los años siguientes representaba una reacción contra el elitismo
158
modernista y el realismo. Adscribiéndose al panorama cultural posmoderno, gran parte
de la novela histórica contemporánea se diferencia de su predecesora del siglo XIX al
abandonar el anacrónico objetivo de representar la historia «así como era». Al contrario,
desafía la convicción de que la historia es un ámbito dominado por la objetividad y la
imparcialidad y se preocupa de reproducir, a través de una narración ficticia encajada en
un preciso contexto histórico, las reflexiones relativas a la naturaleza instable del
lenguaje humano. La novela histórica posmoderna, pues, declara abiertamente su
condición de artefacto lingüístico, y emplea al mismo tiempo una realidad histórica
específica como material narrativo.
En 1988, la estudiosa canadiense Linda Hutcheon acuñó el afortunado término
de historiographic metafiction,28 con el cual bautizaba esta tendencia de escribir novelas
caracterizadas por una combinación de autoconciencia narrativa y reflexión
historiográfica: esencialmente la versión posmoderna de la novela histórica.
By this I mean those well-known and popular novels which are both intensely self-
reflexive and yet paradoxically also lay claim to historical events and personages
[…]. In most of the critical work on postmodernism, it is narrative – be it in
literature, history, or theory – that has usually been the major focus of attention.
Historiographical metaficción incorporates all three of these domains: that is, its
theoretical self-awareness of history and fiction as human constructs
(historiographic metafiction) is made the grounds for its rethinking and reworking
of the forms and contents of the past.
[Hutcheon 1988: 5]
La fórmula propuesta por esta estudiosa se erige a partir de las ideas divulgadas
por White sobre la naturaleza discursiva del relato histórico, pero, al mismo tiempo,
Hutcheon afirma que sería un error creer que el posmodernismo ha reducido la historia a
un contenedor vacío y obsoleto que no existe sino como texto. Si bien es verdad que el
pasado, sus documentos, su evidencia e incluso sus instituciones, estructuras y prácticas
sociales son accesibles – y condicionados – a través de los textos, Hutcheon afirma
también que, a pesar de eso, la historia «is not made obsolete: it is, however, being
28 Entre los estudios sobre la metaficción historiográfica en el ámbito hispánico, véanse los de Domínguez Mignon [1996], Pulgarín [1995] y Juan Navarro [1998, 2002].
159
rethought – as a human construct» [Hutcheon 1988: 16], y que la metaficción
historiográfica representa un instrumento ideal para reflexionar sobre estas cuestiones y
sus consecuencias. En otras palabras, el significado y la forma no residen en los
sucesos, sino en el sistema que transpone esos sucesos en hechos históricos presentes.
Por esta razón, no se puede afirmar que con el posmodernismo se está intentando huir
deshonestamente de la verdad, al contrario, se está trabajando para reconocer el
mecanismo de construcción del significado del discurso humano [Hutcheon 1988: 89].
Historiographic metafiction self-consciously reminds us that, while events did
occur in the real empirical past, we name and constitute those events as historical
facts by selection and narrative positioning. And, even more basically, we only
know of those past events through their discursive inscription, through their traces
in the present.
[Hutcheon 1988: 97]
Este género literario posibilita así dos modalidades de narración: las que se
desarrollan a través de múltiples puntos de vista y aquellas donde, al contrario, se halla
un único narrador explícito (o «overtly controlling narrator» en palabras de Hutcheon).
En ambos casos, lo que resulta fundamental es que el sujeto narrador no está nunca
completamente seguro de su habilidad para descifrar con certeza el pasado,
evidenciando la relevancia de la subjetividad en la narración de la historia.
Subjetivismo, múltiples perspectivas, relativismo y autoconciencia narrativa son
así los elementos que la metaficción historiográfica utiliza para interrogarse sobre el
pasado y su comprensión, a veces con la intención de dignificar la historia de alguna
etnia o minoría cultural, o para sacar a la luz los lados más oscuro de alguna historia
nacional, o de algún episodio bélico que la historiografía tradicional, por no poseer el
mismo atractivo que el género novelístico, no ha logrado llegar hasta un público no
especializado. Éste es el caso de novelas como Soldados de Salamina, o La velocidad
de la luz de Javier Cercas, o de La ciudad ausente de Ricardo Piglia.
160
2.3.2. Javier Cercas entre novela y periodismo
Esas historias ya no le interesan a nadie,
ni siquiera a los que las vivimos. […]
además, la mitad son mentiras involuntarias
y la otra mitad mentiras voluntarias.
Javier Cercas, Soldados de Salamina
Resistiré la tentación. Evitaré interpretaciones.
Javier Cercas, La velocidad de la luz
En el capítulo anterior hablamos de dos novelas de Javier Cercas por su carácter
autoficticio. Las mismas obras nos servirán ahora para demostrar cómo también en la
narrativa española la reflexión sobre la historia forma parte de las preocupaciones
habituales de los autores contemporáneos. Tanto Soldados de Salamina como La
velocidad de la luz constituyen dos ejemplos de metaficciones historiográficas, en las
cuales se narran las tentativas, llevadas a cabo por los dos protagonistas/narradores, de
descubrir la verdad en torno a dos episodios bélicos acaecidos respectivamente durante
la guerra civil española y la de Vietnam.
En Soldados de Salamina el narrador del texto es un periodista y escritor medio
fracasado que detalla la historia de la redacción del libro que tenemos en nuestras
manos, que es, más específicamente, un intento de reconstruir la crónica de un suceso
histórico de interés secundario de la guerra civil española: durante los últimos días de la
guerra, el ideólogo y escritor falangista Rafael Sánchez Mazas consiguió escapar de un
fusilamiento gracias a un soldado anónimo y sobrevivió escondido en las montañas con
la ayuda de unos cuantos desertores republicanos.
El narrador empieza su crónica describiendo las circunstancias casuales en las
que se despierta su interés por Sánchez Mazas, ironizando sobre el auge de las novelas
históricas:
Tras la entrevista con Ferlosio, empecé a sentir curiosidad por Sánchez Mazas;
también por la guerra civil, de la que hasta aquel momento no sabía mucho más
161
que de la batalla de Salamina o del uso exacto de la garlopa, y por las historias
tremendas que engendró, que siempre me habían parecido excusas para la nostalgia
de los viejos y carburante para la imaginación de los novelistas sin imaginación.
[21]
La escritura de un artículo dedicado a este tema para el periódico donde trabaja
constituye el punto de arranque de la indagación histórica del narrador sobre el
malogrado fusilamiento de Sánchez Mazas, que lo llevará a entrevistar historiadores,
buscar los documentos de la época e incluso localizar los testigos directos de aquellos
acontecimientos. El material, recogido con dificultad, le servirá al protagonista para
escribir su propio texto, Soldados de Salamina, que constituye la segunda parte de la
novela de Cercas. A lo largo de la narración, el protagonista no deja de comentar sus
propias dudas y sus perplejidades en torno a la fiabilidad de sus fuentes, que muchas
veces resultan elusivas, hipotéticas y vagas. Durante toda la primera parte de la novela,
duda incluso de la veracidad del mismo suceso que quiere reconstruir.
Es una historia que corrió mucho después de la guerra, todo el que conoció por
entonces a Sánchez Mazas la cuenta, supongo que porque él se la contaba a todo el
mundo. ¿Sabías que mucha gente pensó que era mentira? Y en realidad todavía hay
quien lo piensa.
- No me extraña.
- ¿Por qué?
- Porque es una historia muy novelesca.
- Todas las guerras están llenas de historias novelescas.
[35]
Me dije que quizá, como algunos habían sospechado desde el principio, Sánchez
Mazas ni siquiera había estado nunca en el Collell, y que acaso toda la historia del
fusilamiento y de las circunstancias que lo rodearon no era más que una inmensa
superchería minuciosamente urdida por la imaginación de Sánchez Mazas […] para
limpiar su fama de cobarde, para ocultar algún episodio deshonroso de su extraña
peripecia de guerra y, sobre todo, para que algún investigador crédulo y sediento de
novelerías la reconstruyese sesenta años después, redimiéndole para siempre ante
la historia.
162
[65]
La indagación del protagonista continúa recogiendo interpretaciones subjetivas –
«Me contó su versión. Ignoro si se ajusta a la verdad de los hechos; yo la cuento como
él me la contó» [25] – y puntos de vista de imposible verificación:
Me decía que, si bien el relato de Jaime Figueras no podía ser fiable (o no podía
serlo más que el de Ferlosio), pues su veracidad ni siquiera pendía de un recuerdo
(el suyo), sino del recuerdo de un recuerdo (el de su padre), los relatos de su tío, de
Maria Ferré y de Angelats, si es que todavía estaba vivo, eran, en cambio, relatos
de primera mano y por tanto, al menos en principio, muchos menos aleatorios que
aquel. Me pregunté si esos relatos se ajustarían a la realidad de los hechos o si, de
forma acaso inevitable, estarían barnizados por esa pátina de medias verdades y
embustes que prestigia siempre un episodio remoto y para sus protagonistas quizá
legendario, de manera que lo que acaso me contarían que ocurrió no sería lo que de
verdad ocurrió y ni siquiera lo que recordaban que ocurrió, sino sólo lo que
recordaran haber contado otras veces.
[62]
Se perfila, en sustancia, lo que dijimos antes en relación a las características de
la metaficción historiográfica: tenemos a un narrador que intenta dar a conocer un
episodio histórico prácticamente desconocido, acaecido durante una guerra que todavía
sigue dejando muchas heridas abiertas en España. El narrador trabaja con un material
farragoso, constituido por perspectivas múltiples y muchas veces inaveriguables.
Además, el texto se desarrolla a través de una auto-reflexión crítica sobre su propia
construcción, sin mostrar una verdadera pretensión de llegar a una verdad definitiva, a
pesar de que el narrador repite hasta el cansancio que su intención no es la de escribir
una novela, sino un «relato real, un relato cosido a la realidad, amasado con hechos y
personajes reales» [52]. La «novela en la novela» que el narrador ofrece al lector
muestra un estilo a mitad entre el periodismo y la ficción, sobre todo cuando el narrador
no sabe cómo resolver las falacias de sus fuentes.
A partir de este momento el rastro de Sánchez Mazas se esfuma. Su peripecia
durante los meses previos a la contienda y durante los tres años que duró ésta sólo
163
puede intentar reconstruirse a través de testimonios parciales […] y también a
través del velo de una leyenda constelada de equívocos, contradicciones,
ambigüedades que la selectiva locuacidad de Sánchez Mazas acerca de ese periodo
turbulento de su vida contribuyó de forma determinante a alimentar. Así pues, lo
que a continuación consigno no es lo que realmente sucedió, sino lo que parece
verosímil que sucediera; no ofrezco hechos probados, sino conjeturas razonables.
[89]
A pesar de que Cercas ha repetido más veces que Soldados de Salamina tiene
que ser leído como una novela y que los lectores siempre tienen que desconfiar de lo
que los escritores ponen en sus textos, es curioso notar como algunos estuvieron
tentados de leerlo como un relato no ficticio, en parte debido a la ilusoria identidad entre
autor y narrador y a la naturaleza histórica del tema tratado. También en la reseña que
El Mundo dedicó a este libro se escribió que «con esta historia, Javier Cercas escribe un
libro veloz, hermoso, vibrante. No una novela, desde luego, sino un relato real, un
excelente reportaje» [Bonilla 2001]. Esto demuestra cómo la mezcla de ficción y
realidad sigue produciendo cierta confusión en la recepción de algunas novelas que,
utilizando las estrategias de la metaficción historiográfica, multiplican sus niveles
interpretativos.
En la última parte de Soldados de Salamina, el narrador intentará recomponer el
enigma de la historia buscando al misterioso soldado que le perdonó la vida a Sánchez
Mazas. Sin embargo, la búsqueda se revela imposible y el protagonista no encontrará
una solución cierta. O sea, logrará encontrar al héroe que su historia necesita, pero no
obtendrá la certeza de que ese héroe es efectivamente el mismo soldado encontrado por
Sánchez Mazas. Así que, a pesar de que la verdad histórica se le escapa de entre las
manos, el proceso mismo de la escritura le consentirá llegar a un compromiso, gracias al
cual se rendirá ante las complejidades de la historiografía para darse cuenta de una
verdad más grande: es decir, la fundamental importancia de la narración en la
comprensión de la experiencia humana. La naturaleza indeterminada del lenguaje y el
carácter subjetivo de la historiografía le convencerán de que la historia «real» es una
utopía, pero que al mismo tiempo, la escritura y el acto de narrar poseen un poder
redentor intrínseco que permite perseguir otro tipo de verdad, o sea, una «verdad
literaria». En palabras de Samuel Amago,
164
Like Foucault’s “effective” history, Soldados de Salamina does not concentrate on
Sánchez Mazas’s escape and struggle for survival as a key episode in contemporary
Spanish history, but rather takes that episode as a starting point from which to
engage in a reflection on history and historiography in general, while
simultaneously acknowledging the legitimacy of the subjective multiple points of
view that coexist in postmodern conceptions of historical discourse.
[Amago 2006: 154]
En La velocidad de la luz, Javier Cercas repite el esquema utilizado en su
anterior novela. Son muchos los elementos comunes entre Soldados de Salamina y esta
obra: la naturaleza autofictiva del texto; el recurso de la «novela de la novela» que
cuenta su propia escritura, y de la «novela en la novela», en forma de relato histórico
intercalado por el narrador en el texto principal; la reflexión sobre el poder terapéutico
de la literatura y la presencia de un secreto relacionado con un acontecimiento bélico,
que el protagonista intenta aclarar poniendo en marcha una aventura detectivesca con la
intención ingenua de llegar a una verdad satisfactoria, pretensión que fracasa
inevitablemente ante la naturaleza ambigua de la memoria y del discurso humano.
Sin la intención de repetir aquí la trama de la obra, sólo merece la pena recordar
que el protagonista, durante su permanencia juvenil en Estados Unidos, conocerá al
extravagante Rodney Falk, un ex combatiente de la guerra de Vietnam. Desde el
principio se intuye que Rodney oculta algún secreto oscuro e inconfesable relacionado
con su participación en la guerra, sin embargo, el protagonista no conseguirá conocerlo
a través de la voz del amigo. Sólo gracias a las confidencias que le hace el padre de
Rodney durante la ausencia del hijo y a la correspondencia completa desde Vietnam del
mismo Rodney y de su hermano Bob, que el padre de los dos le entrega sin
explicaciones, el narrador llegará a conocer más en detalle su trágica historia. De ahí su
decisión de insertar, en el texto de La velocidad de la luz, unas cincuentas páginas con
la crónica de la experiencia en Vietnam del amigo:
Lo que sigue a continuación es la historia de Rodney, o al menos su historia tal
como me la contó aquella tarde su padre y yo la recuerdo, y tal como aparece
también en sus cartas y en las cartas de Bob. No hay discrepancias fundamentales
165
entre esas dos fuentes, y aunque he verificado algunos nombres, algunos lugares y
algunas fechas, ignoro qué partes de esta historia responden a la verdad de la
historia y qué partes hay que atribuir a la imaginación, a la mala memoria o a la
mala conciencia de los narradores: lo que cuento es sólo lo que ellos contaron (y lo
que yo deduje o imaginé a partir de lo que ellos contaron), no lo que ocurrió
realmente.
[Cercas 2005: 89]
Como en Soldados de Salamina, Cercas utiliza en esta novela la estrategia
narrativa propia de la metaficción historiográfica. El protagonista, obsesionado por la
voluntad de llegar a la verdad, tendrá que reconocer la débil fiabilidad de los
documentos que utiliza para componer su relato y rendirse ante la subjetividad patente
de sus fuentes. Las cartas de Rodney y los recuerdos de su padre tienen demasiadas
lagunas e imprecisiones para delinear una reconstrucción definitiva de los hechos.
Como admite más veces el narrador, «todo esto no son al fin y al cabo más que
conjeturas» [131], así que ni siquiera a través de la elaboración de las informaciones que
ha recogido encontrará una explicación en torno al «incidente», a ese suceso inenarrable
relacionado con una «imprecisa incursión en la aldea de MyKhe, en la provincia de
Luang Nai, que se había saldado con más de medio centenar de víctimas» [118]. Un
incidente que representa un hueco en la reconstrucción de la experiencia de Rodney en
Vietnam y que le obligó a permanecer tres semanas en un hospital, a pesar de no haber
sufrido heridas físicas, y después del cual siguió un juicio que absolvió al teniente al
mando de la compañía.
Este secreto será lo que el narrador decidirá descubrir y utilizar como argumento
para una novela, diecisiete años después de su estancia en Estados Unidos, su amistad
con Rodney y las confidencias del padre de éste. La resolución de escribir sobre este
asunto se hará posible como consecuencia de la improvisada reaparición del viejo amigo
en España, cuando el protagonista confiesa que «por entonces llevaba más de medio año
sin escribir ni una sola línea» [157]. El narrador, pues, decide hablar con Rodney para
«iluminar los puntos ciegos de aquella historia […], entonces tal vez conseguiría
entenderla del todo y podría acometer con garantías la tarea siempre postergada de
contarla» [157-158]. Logrará por fin encontrarse con el viejo amigo para arrancarle su
166
secreto que será, previsiblemente, su participación en una masacre de civiles
vietnamitas cometida durante una operación militar ignominiosa.
- Qué pasó en My Khe, Rodney? […]
- ¿No te lo imaginas?
- Más o menos – contesté, sinceramente –. Pero no sé lo que ocurrió.
- No te hace falta – aseguró –. Lo que te imaginas es lo que ocurrió. Ocurrió lo que
ocurre en todas las guerras. Ni más ni menos. My Khe es sólo una anécdota.
Además, en Vietnam no hubo un My Khe: hubo muchos. Lo que ocurrió en uno
ocurrió más o menos en todos. ¿Satisfecho? […] Pero si tanto te importa puedo
contarte algo que te deje satisfecho. ¿Qué prefieres? Conozco muchas historias. Y
yo también tengo imaginación. Dime que necesitas para que tu historia cuadre y te
hagas la ilusión de que la entiendes. Dímelo y te lo cuento y acabamos, ¿de
acuerdo?
[177-178]
Los acontecimientos que se suceden en la segunda parte de La velocidad de la
luz, y que en parte ya hemos comentado hablando del pacto autoficcional, contienen el
éxito como escritor del protagonista gracias a una novela sobre la guerra civil española,
su fracaso moral debido al dinero, al alcohol y a la muerte de su mujer e hijo, y su
decisión de redimirse escribiendo por fin la historia de Rodney. Durante un viaje a
Estados Unidos, el protagonista descubrirá que éste se ha suicidado, a causa de
complicaciones mediáticas relacionadas con el «incidente» de Vietnam. También
gracias al apoyo de Jenny, la viuda de Rodney, el narrador conseguirá por fin completar
el mosaico de la existencia del amigo y empezar a escribir.
Igual que si las palabras tuvieran el poder de dotar de sentido o de una ilusión de
sentido a lo que carece de él, Jenny quería que yo contara la historia de Rodney.
[…] Intuí que todas aquellas historias eran en realidad la misma historia, y que sólo
yo podía contarla.
- No sé si está acabada – contesté –. Tampoco sé si la entiendo, o si la entiendo del
todo. – Volví a pensar en Rodney y dije –: Claro que a lo mejor no hace falta
entender del todo una historia para poder contarla.
[286]
167
La explícita declaración del protagonista de no entender por completo todos los
matices del asunto que tanto lo ha obsesionado, representa en parte la condición de
incertidumbre que caracteriza el historiador posmoderno. La verdad histórica como
objetivo es inalcanzable por completo y sólo se puede amontonar una cantidad de
elementos de varios orígenes que rehuyen una comprensión completa. Como dice
también Rodney en otra parte de la novela, «Las historias no existen, […] lo que sí
existe es quien la cuenta. Si sabes quién es, hay historia; si no sabes quién es, no hay
historia» [62]. Esto significa que la naturaleza subjetiva del discurso histórico prevalece
sobre los sucesos desnudos. En La velocidad de la luz, como también en Soldados de
Salamina, Javier Cercas parece corroborar la esencia discursiva de la construcción
histórica, subrayar su condición de práctica lingüística y la fundamental importancia de
las estrategias narrativas respecto a los acontecimientos. De ahí la importancia del
sujeto narrador, y del artista en particular, que en la novela de Cercas asume un papel
casi mesiánico.
Todo el mundo mira la realidad, pero poca gente la ve. El artista no es el que
vuelve visible lo invisible […], el artista es el que vuelve visible lo que ya es
visible y todo el mundo mira y nadie puede o nadie sabe o nadie quiere ver. Más
bien nadie quiere ver. Es demasiado desagradable, a menudo es espantoso, y hay
que tener los huevos muy bien puestos para verlo sin cerrar los ojos o sin echar a
correr, porque quien lo ve se destruye o se vuelve loco. […] Quiero decir que la
gente normal padece o disfruta la realidad, pero no puede hacer nada con ella,
mientras que el escritor sí puede, porque su oficio consiste en convertir la realidad
en sentido, aunque ese sentido sea ilusorio; es decir, puede convertirla en belleza,
y esa belleza o ese sentido son su escudo.
[69]
Con una afirmación un tanto arriesgada, podríamos decir que el escritor
posmoderno, a través de los recursos narrativos de que dispone – y en particular gracias
a la naturaleza autoreflexiva y cavilosa distintiva del discurso metafictivo – parece tener
más posibilidades y hasta mayor éxito que los mismos historiadores en la tarea de
divulgar a un público más amplio la realidad histórica. Lo que es cierto, apuntando bien,
168
es que el escritor de metaficciones historiográficas revela las dificultades que la
indagación historiográfica implica y participa en la difusión de conceptos y
conocimientos tradicionalmente limitados a unos círculos más reducidos de estudiosos o
aficionados a temas históricos. Tomando como ejemplo Soldados de Salamina, sería
muy indicativo preguntarse cuántas personas de las que leyeron o incluso vieron la
película que se rodó a partir del texto de Cercas se hubieran acercado al tema de la
guerra civil española a través de un texto o un documental histórico.
Con esto no se quiere de ninguna manera poner en discusión la fundamental
importancia de la historiografía, sin la cual ni siquiera la metaficción historiográfica
tendría algún sentido. El mismo Javier Cercas lo aclara en una entrevista cuando le
preguntaron si acaso la ficción es la vía más eficaz para contar la Historia:
De ninguna manera. La historia tienen que contarla los historiadores; de hecho, la
expresión "novela histórica" contiene, me parece, un oxímoron: o es historia o es
novela. Lo que sí puede hacer la ficción es usar (del modo que sea, y siempre que
sea eficaz para sus fines) la historia, pero el resultado es siempre una ficción, no un
sucedáneo de la historia. Una ficción que sin embargo, y en el mejor de los casos,
puede iluminar zonas de la historia que el historiador no puede iluminar, quizá
porque no debe proponérselo.
[Cercas en Manrique Sabogal: 2007]
169
2.3.3. La Historia en La ciudad ausente de Ricardo Piglia
Toda historia es, como se sabe, solamente un relato.
y a veces también, como sucede en Argentina,
es el ocultamiento de un relato
Tomás Eloy Martínez
Todas las certezas son inciertas, ironizó Junior,
hay que vivirlas en secreto, como una religión privada.
Ricardo Piglia, La ciudad ausente
Sería restrictivo clasificar La ciudad ausente como una metaficción
historiográfica, aunque es verdad que casi siempre, en la narrativa de la posmodernidad,
encajar una novela dentro de un único género literario es impracticable, pues en la
mayoría de los casos éstas abordan más de un tema y mezclan varios estilos narrativos.
A pesar de esta consideración, la obra de Piglia incorpora y reinterpreta en su estructura
laberíntica muchos elementos propios del género delineado por Linda Hutcheon.
Con una poética muy distinta respecto a la de Javier Cercas, pero también
compartiendo algunos elementos comunes, Ricardo Piglia asevera, en La ciudad
ausente, el poder de la narración literaria en la divulgación de la Historia, sobre todo en
aquellas situaciones en las cuales es necesario superar obstáculos tan desagradables
como un régimen policial o una censura. En estos casos la escritura de obras de ficción
se ocupa de infiltrarse entre las tramas de las redes del poder para comunicar
clandestinamente las verdades históricas que el discurso oficial no permite divulgar
abiertamente.
Sin repetir lo que ya se ha dicho en otra parte de este trabajo, recuerdo cómo en
La ciudad ausente muchas páginas están dedicadas a la historia sangrienta de Argentina.
Mientras su anterior novela, Respiración artificial (1980), fue escrita durante la época
de la dictadura, y más concretamente cuando Piglia estaba en Estados Unidos de viaje
(y no en exilio), La ciudad ausente es una novela de la post-dictadura. En ella, por
tanto, aparecen sin velos las aberraciones de la «Guerra Sucia», llevada a cabo por la
dictadura militar desde 1976 a 1983. En la novela aparecen también continuas
170
referencias a la vida política de Argentina, al peronismo y sus protagonistas, alusiones a
la guerra de Las Malvinas y memorias del mundo gauchesco. El cuento intitulado La
grabación, por ejemplo, trata del tema de los desaparecidos y narra, a través la de voz
en primera persona de un humilde labrador, los fusilamientos que se cumplían en las
zonas más despobladas, ejecuciones que se oían y se entreveían por las noches, y la
cantidad espantosa de fosas comunes, cubiertas apenas con cal, que se encontraban en la
zona: «calculo así no más sin errarle, arriba de setecientos, setecientos cincuenta pozos,
calculo» [36]. También nos cuenta cuando una vez un ternero se cayó en un pozo
repleto de cadáveres:
Había cualquier cantidad de cosas terribles adentro, cuerpos amontonados, restos,
incluso una mujer hecha un ovillo, joven la mujer, se ve, la cabeza metida en el
pecho, todo el pelo para abajo, descalza, el pantalón arremangado, para arriba había
como otra persona, yo pensé que era una mujer también, caída, con el pelo para
adelante, los brazos, así retorcidos atrás, parecía, no sé, un osario, la impresión de
lo que había, en ese espejo, la luz que daba, como un círculo, lo movía y veía el
pozo, en ese espejo, el brillo de los restos, la luz se reflejaba adentro y vi los
cuerpos, vi la tierra, los muertos, vi en el espejo la luz y la mujer sentada y en el
medio el ternero, lo vi, con las cuatro patas clavadas en el barro, duro de miedo, lo
empezamos a tirar para afuera, se había quebrado la pata derecha, casi en el lomo,
sobre la paleta, lo sacamos, pobrecito, los ojos como una persona.
[34]
En Los nudos blancos, Piglia alude a la tortura, «una historia explosiva» [65]
sobre los métodos policiales de la dictadura, ambientada dentro de una clínica
angustiosa, donde una mujer espía de nombre Elena – personaje en el cual confluyen las
figuras de la mujer-máquina y la esposa de Macedonio – intenta ocultar las
informaciones que posee y busca una forma de escapar. Sin embargo, controlada por
cámaras espías, drogada y ante la amenaza de un electroshock, la mujer revelará todos
sus secretos a los inquietantes médicos que la interrogan.
La atmósfera cargada de angustia y miedo de la historia de Argentina se respira,
a lo largo de La ciudad ausente, a través de muy distintos puntos de vista, pues los
171
cuentos que componen esta novela forman un collage de voces heterogéneas, que
además no siempre es posible distinguir.
Una de las peculiaridades de esta novela es exactamente su fragmentariedad. A
pesar de que existe un protagonista, Junior, éste sólo tiene la función de recoger las
piezas del mosaico que la máquina de Macedonio esparce por la ciudad, y su presencia
es importante en cuanto que sirve para conferir una trama detectivesca al texto.
Tampoco hay una voz narradora bien determinada, aunque se intuye que todos los
microcuentos, e incluso la propia novela, son un producto de Elena, la mujer-máquina,
verdadera protagonista de La ciudad ausente. Esto nos sirve para recordar uno de los
rasgos típicos de la metaficción historiográfica: la multiplicación de los puntos de vista.
En La ciudad ausente hay una cantidad extraordinaria de voces y perspectivas que, sin
embargo, parecen repetir la misma incómoda verdad. La fragmentación del discurso, su
impalpabilidad, el carácter volátil de la palabra que una máquina de contar logra filtrar y
divulgar clandestinamente bajo una forma nueva, sugieren una interpretación alternativa
a la que hemos presentado hasta ahora.
En las teorías que delineaban los rasgos de la metaficción historiográfica, la
existencia de un desordenado conjunto de narraciones constituía normalmente el
obstáculo principal para conseguir la verdad, de manera que el pasado y la
representación de la historia se percibían como una «sucesión discontinua de
fragmentos gobernados por patrones acrónicos» [Soberano-Morán 2003: 89]. En La
ciudad ausente se produce un efecto casi contrario: en la realidad que se perfila en la
novela de Piglia, lo que impide el discernimiento de la verdad no es tanto la naturaleza
lingüística y subjetiva de toda narración, sino la más tangible opresión política que
suprime con la violencia cualquier forma de expresión contrapuesta. Entonces, son
precisamente la naturaleza huidiza del discurso y su capacidad de superar las mallas de
la censura las que permiten la difusión de informaciones en contra del poder.
Una manera de interpretar esta aparente contradicción, legitimando así nuestra
inclusión de La ciudad ausente en la metaficción historiográfica, se halla en la
necesidad de tomar en cuenta, a la hora de valorar las prácticas discursivas que se
encargan de trasmitir la historia, el contexto concreto que se está tratando. En una
sociedad post-dictatorial, es comprensible que la urgente necesidad de denunciar al
mundo un pasado repleto de sucesos brutales e infames choca inevitablemente con
172
cualquier teoría que ponga en duda la veracidad de los hechos históricos debido a las
falacias del lenguaje.
Significativamente, el mismo autor de la novela manifestaba en una entrevista su
perplejidad respecto a las interpretaciones más rigurosas de las teorías divulgadas por
Hayden White:
No creo que la historia sea un conjunto de hechos imaginarios o ficcionales o
indecisos. En ese sentido me opongo a ciertas corrientes actuales que dudan de la
posibilidad de la verificación de la experiencia, que solamente tienen en cuenta las
formaciones discursivas y quieren ver los hechos con la incertidumbre de la
ficción.
Es la cultura de masas la que ha liquidado la oposición entre la ficción y no
ficción. Es cierto que en la cultura de masas es difícil identificar el lugar donde la
tensión ficción/no ficción se disuelve. Muchos filósofos actuales están tan
sumergidos en la cultura de masas que creen que lo que sucede en la cultura de
masas ocurre en todos los lugares de la realidad. No creo que sea así.
La segunda lección viene de Borges. Yo pienso que una de las cosas más claras
que Borges nos ha enseñado es que la ficción no depende sólo de quien nos
enuncia el discurso, sino que uno puede leer como ficción algo que no es ficción.
Borges dice: yo leo la filosofía como si fuera literatura fantástica. Así que la
ficción depende también de quien recibe el discurso, del receptor.
[Piglia en Beilin 2004: 24-25]
Probablemente debido a su formación como historiador, Piglia relega con
demasiada rapidez a la cultura de masas teorías que en otros ámbitos han sido valoradas
de forma distinta.29 La reflexión sobre la naturaleza discursiva y subjetiva de todo
relato, incluso del relato histórico, propuesto por la metaficción historiográfica, sólo en
29 Personalmente, creo que atribuir la ruptura de los límites entre realidad y ficción a la cultura de masas es quizás un tanto precipitado. Es innegable la relevancia de fenómenos como el auge del pop art de Andy Warhol a partir de los años 50, con la cual la cotidianidad entraba a formar parte del arte, hasta la actual difusión masiva en todos los ámbitos comunicativos de las prácticas metafictivas (literatura, cine, pintura, escultura, cómic, publicidad…). Creo, sin embargo, que reconocerle a la cultura de masas la capacidad de originar y elaborar una reflexión epistemológica como la de la que estamos hablando – más que absorber y digerir ideas concebidas en contextos más aptos – es quizás muy «generoso». Además, me parece que privilegiar la teoría de la recepción afirmando que «la ficción no depende sólo de quien nos enuncia el discurso» y que «uno puede leer como ficción algo que no es ficción », por cuanto legítimo y cierto, acaba por confirmar la subjetividad del signo lingüístico y autorizar también una lectura ficticia de la Historia.
173
sus versiones más restrictivas y obtusas puede tacharse de ingenua simplificación de la
realidad. Los imprudentes extremismos teóricos que han llegado a afirmar que no hay
diferencia entre ficción y realidad, o que el pasado no existe sino como construcción
verbal (que han conducido a disparates como el revisionismo histórico pseudocientífico
y al negacionismo del Holocausto) ejemplifican tales errores interpretativos. La
metaficción historiográfica no es más que un género literario a disposición de los
escritores para suscitar dudas metodológicas y meditaciones epistemológicas en torno a
cuestiones históricas, añadiendo además los cambios culturales ocurridos en la
posmodernidad.
En La ciudad ausente, la presencia de la Historia emerge con vigor en cada
página gracias a un conjunto de narraciones a medio camino entre ficción y realidad.
Las múltiples voces que forman el texto y la voluntad del autor de sacar a la luz una
verdad histórico-política incómoda a través de un texto de ficción hacen que esta novela
pueda sin dudas incluirse en la categoría de la metaficción historiográfica, además de
ser al mismo tiempo una novela política, histórica, policial, de ciencia ficción, utópica y
una colección de cuentos.
2.3.4. Conclusión
Historia y literatura de ficción han sido siempre géneros permeables y se han
contaminado en cuanto a estructuras y procedimientos desde épocas lejanas. Si en
muchos casos la Historia ha hecho suyas las estrategias narrativas de la ficción, ésta ha
incorporado asimismo temas, ambientaciones y personajes tomándolos prestados de la
historia. Ya en la Poética de Aristóteles se afirmaba que mientras los historiadores
tenían que narrar lo ocurrido, lo concreto, lo inmodificable, los poetas, en cambio, se
ocupaban de lo que «podía o hubiera podido suceder», e incorporaban con naturalidad
personalidades y hechos históricos en sus obras.
En la época contemporánea, como ya hemos visto en el capítulo dedicado al
lenguaje, las teorías post-estructuralistas han profundizado y llevado a muchos ámbitos
intelectuales la conciencia de la función del lenguaje en la construcción e interpretación
de la realidad. Esto significa que, gracias al trabajo de teóricos como Roland Barthes,
174
Jaques Derrida y Michel Foucault, el hombre ha podido darse cuenta de que no tiene
acceso directo a la realidad, sino que su sentido se basa en unas estructuras lingüísticas
y que nuestro conocimiento del mundo está filtrado por discursos culturalmente
preestablecidos que nos proporcionan interpretaciones coherentes. A través de los
estudios de Hayden White, Linda Hutcheon, Dominick la Capra el discurso histórico ha
sido involucrado también en las inquietudes generales de la época posmoderna. El
relativismo y el escepticismo vigentes han obligado al historiador a reexaminar su
actividad y han supuesto una difundida desconfianza en la posibilidad de encontrar una
verdad histórica objetiva y absoluta en el análisis del pasado.
La metaficción historiográfica ha transportado estas reflexiones filosóficas a la
literatura de ficción, insistiendo sobre la función del proceso narrativo en la
comprensión de la historia y recordando que toda representación del pasado no puede
eximirse de la subjetividad de quién la está narrando, ni tampoco de la naturaleza
arbitraria del lenguaje. De ninguna forma, sin embargo, se debe pensar que este género
narrativo puede o quiere sustituir la auténtica investigación histórica, puesto que
cualquier interpretación semejante implicaría una comprensión superficial tanto de los
mecanismos literarios como de los históricos.
A pesar de que las teorías de Linda Hutcheon han sido criticadas, legítimamente,
por su estricta ecuación entre posmodernismo y metaficción historiográfica, reducción
que desplaza fuera del canon posmodernista a todos aquellos escritores y obras que
carecen de un genuino interés por lo historiográfico [Juan Navarro 2002: 25], hay que
reconocerle el mérito de haber acuñado un término que se ha revelado muy acertado
para delinear una tendencia en la literatura contemporánea que, junto a la novela
histórica convencional, ha contribuido a llevar a un público muy amplio temas y
problemas tradicionalmente confinados en ámbitos más restringidos.
175
Conclusiones
A pesar de haber sido analizada y codificada sólo en las últimas décadas, la
práctica metafictiva ha existido desde cuando existe la literatura misma, acompañando a
los autores de todas las épocas literarias, especialmente en los momentos de crisis
estructural, ayudándolos a superar el agotamiento de las fórmulas tradicionales y
ofreciéndoles un instrumento con el cual expresar reflexiones filosóficas relacionadas
con la interpretación de la realidad. También les ha ofrecido un medio lúdico e
ingenioso para hacer muestra de sus habilidades narrativas.
Sin embargo, los cambios culturales y sociales de la época posmoderna han
conllevado una sucesión de reflexiones y revoluciones en la mayoría de los ámbitos del
conocimiento con una rapidez sin precedentes. La historia del «siglo breve», con sus
dos guerras mundiales, el derrumbamiento de las ideologías y los decisivos cambios
económico-culturales y tecnológicos, ha determinado un fervor intelectual y artístico
caracterizado por una nueva capacidad de interrelación y comunicación entre los
distintos ámbitos del saber.
Si es verdad, como afirma Walter Benjamin, que toda época histórica se ha
creído en medio de una crisis decisiva, no igualmente constante ha sido el uso de las
estrategias metafictivas en las expresiones artísticas y aun menos éstas han sido
utilizadas con tal intensidad como en la posmodernidad. Es probable que esto se deba al
hecho de que la autorreferencialidad metafictiva, por sus mecanismos y argumentos
subyacentes, se puede considerar como parte del esquema mental del hombre
posmoderno. La percepción de la realidad en nuestra época está condicionada por la
cancelación de los límites entre lo real y lo virtual. De una forma más evidente respecto
a cuando Baudrillard formulaba su concepto de simulacro, en la actualidad es aun más
fuerte la superposición entre vida real y mundos ficticios, como lo demuestran, sin ir
más lejos, la difusión a escala planetaria de los varios reality shows, social networks y
mundos virtuales al estilo de Second Life.
Se puede decir que la metaficción en todas sus formas encuentra en este
contexto su natural ecosistema y consigue responder a la dúplice naturaleza de la actitud
posmoderna. Por un lado, la metaficción se hace instrumento para expresar la
176
preocupación y la angustia provocadas por el vacío existencial en el cual se encuentra el
hombre posmoderno, despojado de sus creencias y seguridades, y lo hace a través de la
ruptura de los planos diegéticos, con la que subraya la inconsistencia de nuestra
realidad, y a través del juego lingüístico, con el que afirma la fragilidad de nuestro
mismo pensamiento.
Por otra parte, la metaficción puede constituirse en medio para superar la
«condición posmoderna», como por ejemplo han intuido críticos como John Barth que,
después de hablar de literature of exhaustion, ha imaginado una literature of
replenishment. El posmoderno, en efecto, no es sinónimo de nihilismo y desilusión.
Como hemos visto a través de las palabras de Eco es posible seguir creando obras
originales y sugerentes gracias a la ironía, la parodia y el uso despreocupado de la
intertextualidad. El juego con el pasado y la tradición, acompañado por la
autoconciencia y la voluntad de reflexionar sobre el significado del arte, ha hecho de la
metaficción el paradigma expresivo de la posmodernidad.
Las novelas que han sido objeto de análisis en este trabajo han demostrado, cada
una a su manera, cómo la metaliteratura es capaz de vehicular conceptos profundos y
estimular reflexiones de naturaleza muy heterogénea sobre la condición del hombre,
adentrándose en ámbitos como los de la historia, la filosofía, la autobiografía, la
naturaleza del lenguaje y la percepción de la realidad. La opción metafictiva tiene a
menudo el mérito de transmitir este bagaje cultural sin renunciar al elemento sin el cual
no sería posible alcanzar un número de destinatarios amplio: el placer intelectual y
emotivo de disfrutar de una obra de arte.
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