SAPIENZA, UNIVERSITÀ DI ROMA Facoltà di Lettere … di poeti... · ¿Mi corazón se ha dormido?...

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1 SAPIENZA, UNIVERSITÀ DI ROMA Facoltà di Lettere e Filosofia LETTERATURA SPAGNOLA III a.a. 2016-17 prof. Isabella Tomassetti Antologia di poeti spagnoli del Novecento

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SAPIENZA, UNIVERSITÀ DI ROMA

Facoltà di Lettere e Filosofia

LETTERATURA SPAGNOLA III

a.a. 2016-17

prof. Isabella Tomassetti

Antologia di poeti spagnoli del Novecento

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Antonio Machado, «Tarde tranquila, casi» (Soledades, 1903 / 1907)

Tarde tranquila, casi

con placidez de alma,

para ser joven, para haberlo sido

cuando Dios quiso, para

tener algunas alegrías… lejos, 5

y poder dulcemente recordarlas.

Antonio Machado, «Y podrás conocerte» (Soledades, 1903 / 1907)

Y podrás conocerte, recordando

del pasado soñar los turbios lienzos,

en este día triste en que caminas

con los ojos abiertos.

De toda la memoria, sólo vale 5

el don preclaro de evocar los sueños.

Antonio Machado, «La calle en sombra» (Soledades, Galerías y otros poemas, 1899-1907).

La calle en sombra. Ocultan los altos caserones

el sol que muere; hay ecos de luz en los balcones.

¿No ves, en el encanto del mirador florido,

el óvalo rosado de un rostro conocido?

La imagen, tras el vidrio de equívoco reflejo, 5

surge o se apaga como daguerrotipo viejo.

Suena en la calle sólo el ruido de tu paso;

se extinguen lentamente los ecos del ocaso.

¡Oh, angustia! Pesa y duele el corazón… ¿Es ella?

No puede ser… Camina… En el azul la estrella. 10

Antonio Machado, «¿Mi corazón se ha dormido?» (Humorismos, fantasías, apuntes, 1899-

1907)

¿Mi corazón se ha dormido?

Colmenares de mis sueños,

¿ya no labráis? ¿Está seca

la noria del pensamiento,

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los cangilones vacíos, 5

girando, de sombra llenos?

No, mi corazón no duerme.

Está despierto, despierto.

Ni duerme ni sueña, mira,

los claros ojos abiertos, 10

señas lejanas y escucha

a orillas del gran silencio.

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Antonio Machado, «Todo pasa» / «Caminante» (Campos de Castilla, 1907-17)

Todo pasa y todo queda,

pero lo nuestro es pasar,

pasar haciendo caminos,

caminos sobre la mar.

***

Caminante, son tus huellas 5

el camino, y nada más;

caminante, no hay camino,

se hace camino al andar.

Al andar se hace camino,

y al volver la vista atrás 10

se ve la senda que nunca

se ha de volver a pisar.

Caminante, no hay camino,

sino estelas en la mar.

Antonio Machado, Retrato (Campos de Castilla, 1907-17)

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido

— ya conocéis mi torpe aliño indumentario —,

más recibí la flecha que me asignó Cupido,

y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,

pero mi verso brota de manantial sereno;

y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,

soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética

corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;

mas no amo los afeites de la actual cosmética,

ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera

mi verso, como deja el capitán su espada:

famosa por la mano viril que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo

—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;

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mi soliloquio es plática con ese buen amigo

que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último vïaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

Antonio Machado, La tierra de Alvargonzález (Campos de Castilla, 1907-17)

I

Siendo mozo Alvargonzález,

dueño de mediana hacienda,

que en otras tierras se dice

bienestar y aquí, opulencia,

en la feria de Berlanga

prendóse de una doncella,

y la tomó por mujer

al año de conocerla.

Muy ricas las bodas fueron

y quien las vio las recuerda;

sonadas las tornabodas

que hizo Alvar en su aldea;

hubo gaitas, tamboriles,

flauta, bandurria y vihuela,

fuegos a la valenciana

y danza a la aragonesa.

II

Feliz vivió Alvargonzález

en el amor de su tierra.

Naciéronle tres varones,

que en el campo son riqueza,

y, ya crecidos, los puso,

uno a cultivar la huerta,

otro a cuidar los merinos,

y dio el menor a la Iglesia.

III

Mucha sangre de Caín

tiene la gente labriega,

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y en el hogar campesino

armó la envidia pelea.

Casáronse los mayores;

tuvo Alvargonzález nueras,

que le trajeron cizaña,

antes que nietos le dieran.

La codicia de los campos

ve tras la muerte la herencia;

no goza de lo que tiene

por ansia de lo que espera.

El menor, que a los latines

prefería las doncellas

hermosas y no gustaba

de vestir por la cabeza,

colgó la sotana un día

y partió a lejanas tierras.

La madre lloró, y el padre

diole bendición y herencia.

IV

Alvargonzález ya tiene

la adusta frente arrugada,

por la barba le platea

la sombra azul de la cara.

Una mañana de otoño

salió solo de su casa;

no llevaba sus lebreles,

agudos canes de caza;

iba triste y pensativo

por la alameda dorada;

anduvo largo camino

y llegó a una fuente clara.

Echóse en la tierra; puso

sobre una piedra la manta,

y a la vera de la fuente

durmió al arrullo del agua.

EL SUEÑO

I

Y Alvargonzález veía,

como Jacob, una escala

que iba de la tierra al cielo,

y oyó una voz que le hablaba.

Mas las hadas hilanderas,

entre las vedijas blancas

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y vellones de oro, han puesto

un mechón de negra lana.

II

Tres niños están jugando

a la puerta de su casa;

entre los mayores brinca

un cuervo de negras alas.

La mujer vigila, cose

y, a ratos, sonríe y canta.

—Hijos, ¿qué hacéis? —les pregunta.

Ellos se miran y callan.

—Subid al monte, hijos míos,

y antes que la noche caiga,

con un brazado de estepas

hacedme una buena llama.

III

Sobre el lar de Alvargonzález

está la leña apilada;

el mayor quiere encenderla,

pero no brota la llama.

—Padre, la hoguera no prende,

está la estepa mojada.

Su hermano viene a ayudarle

y arroja astillas y ramas

sobre los troncos de roble;

pero el rescoldo se apaga.

Acude el menor, y enciende,

bajo la negra campana

de la cocina, una hoguera

que alumbra toda la casa.

IV

Alvargonzález levanta

en brazos al más pequeño

y en sus rodillas lo sienta;

—Tus manos hacen el fuego;

aunque el último naciste

tú eres en mi amor primero.

Los dos mayores se alejan

por los rincones del sueño.

Entre los dos fugitivos

reluce un hacha de hierro.

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AQUELLA TARDE…

I

Sobre los campos desnudos,

la luna llena manchada

de un arrebol purpurino,

enorme globo, asomaba.

Los hijos de Alvargonzález

silenciosos caminaban,

y han visto al padre dormido

junto de la fuente clara.

II

Tiene el padre entre las cejas

un ceño que le aborrasca

el rostro, un tachón sombrío

como la huella de un hacha.

Soñando está con sus hijos,

que sus hijos lo apuñalan;

y cuando despierta mira

que es cierto lo que soñaba.

III

A la vera de la fuente

quedó Alvargonzález muerto.

Tiene cuatro puñaladas

entre el costado y el pecho,

por donde la sangre brota,

más un hachazo en el cuello.

Cuenta la hazaña del campo

el agua clara corriendo,

mientras los dos asesinos

huyen hacia los hayedos.

Hasta la Laguna Negra,

bajo las fuentes del Duero,

llevan el muerto, dejando

detrás un rastro sangriento,

y en la laguna sin fondo,

que guarda bien los secretos,

con una piedra amarrada

a los pies, tumba le dieron.

IV

Se encontró junto a la fuente

la manta de Alvargonzález,

y, camino del hayedo,

se vio un reguero de sangre.

Nadie de la aldea ha osado

a la laguna acercarse,

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y el sondarla inútil fuera,

que es la laguna insondable.

Un buhonero, que cruzaba

aquellas tierras errante,

fue en Dauria acusado, preso

y muerto en garrote infame.

V

Pasados algunos meses,

la madre murió de pena.

Los que muerta la encontraron

dicen que las manos yertas

sobre su rostro tenía,

oculto el rostro con ellas.

VI

Los hijos de Alvargonzález

ya tienen majada y huerta,

campos de trigo y centeno

y prados de fina hierba;

en el olmo viejo, hendido

por el rayo, la colmena,

dos yuntas para el arado,

un mastín y mil ovejas.

OTROS DÍAS

I

Ya están las zarzas floridas

y los ciruelos blanquean;

ya las abejas doradas

liban para sus colmenas,

y en los nidos, que coronan

las torres de las iglesias,

asoman los garabatos

ganchudos de las cigüeñas.

Ya los olmos del camino

y chopos de las riberas

de los arroyos, que buscan

al padre Duero, verdean.

El cielo está azul, los montes

sin nieve son de violeta.

La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza;

muerto está quien la ha labrado,

mas no le cubre la tierra.

II

La hermosa tierra de España

adusta, fina y guerrera

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Castilla, de largos ríos,

tiene un puñado de sierras

entre Soria y Burgos como

reductos de fortaleza,

como yelmos crestonados,

y Urbión es una cimera.

III

Los hijos de Alvargonzález,

por una empinada senda,

para tomar el camino

de Salduero a Covaleda,

cabalgan en pardas mulas,

bajo el pinar de Vinuesa.

Van en busca de ganado

con que volver a su aldea,

y por tierra de pinares

larga jornada comienzan.

Van Duero arriba, dejando

atrás los arcos de piedra

del puente y el caserío

de la ociosa y opulenta

villa de indianos. El río.

al fondo del valle, suena,

y de las cabalgaduras

los cascos baten las piedras.

A la otra orilla del Duero

canta una voz lastimera:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra».

IV

Llegados son a un paraje

en donde el pinar se espesa,

y el mayor, que abre la marcha,

su parda mula espolea,

diciendo: —Démonos prisa;

porque son más de dos leguas

de pinar y hay que apurarlas

antes que la noche venga.

Dos hijos del campo, hechos

a quebradas y asperezas,

porque recuerdan un día

la tarde en el monte tiemblan.

Allá en lo espeso del bosque

otra vez la copla suena:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

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y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra».

V

Desde Salduero el camino

va al hilo de la ribera;

a ambas márgenes del río

el pinar crece y se eleva,

y las rocas se aborrascan,

al par que el valle se estrecha.

Los fuertes pinos del bosque

con sus copas gigantescas

y sus desnudas raíces

amarradas a las piedras;

los de troncos plateados

cuyas frondas azulean,

pinos jóvenes; los viejos,

cubiertos de blanca lepra,

musgos y líquenes canos

que el grueso tronco rodean,

colman el valle y se pierden

rebasando ambas laderas

Juan, el mayor, dice: —Hermano,

si Blas Antonio apacienta

cerca de Urbión su vacada,

largo camino nos queda.

—Cuando hacia Urbión alarguemos

se puede acortar de vuelta,

tomando por el atajo,

hacia la Laguna Negra

y bajando por el puerto

de Santa Inés a Vinuesa.

—Mala tierra y peor camino.

Te juro que no quisiera

verlos otra vez. Cerremos

los tratos en Covaleda;

hagamos noche y, al alba,

volvámonos a la aldea

por este valle, que, a veces,

quien piensa atajar rodea.

Cerca del río cabalgan

los hermanos, y contemplan

cómo el bosque centenario,

al par que avanzan, aumenta,

y la roqueda del monte

el horizonte les cierra.

El agua, que va saltando,

parece que canta o cuenta:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

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y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra».

CASTIGO

I

Aunque la codicia tiene

redil que encierre la oveja,

trojes que guarden el trigo,

bolsas para la moneda,

y garras, no tiene manos

que sepan labrar la tierra.

Así, a un año de abundancia

siguió un año de pobreza.

II

En los sembrados crecieron

las amapolas sangrientas;

pudrió el tizón las espigas

de trigales y de avenas;

hielos tardíos mataron

en flor la fruta en la huerta,

y una mala hechicería

hizo enfermar las ovejas.

A los dos Alvargonzález

maldijo Dios en sus tierras,

y al año pobre siguieron

largos años de miseria.

III

Es una noche de invierno.

Cae la nieve en remolinos.

Los Alvargonzález velan

un fuego casi extinguido.

El pensamiento amarrado

tienen a un recuerdo mismo,

y en las ascuas mortecinas

del hogar los ojos fijos.

No tienen leña ni sueño.

Larga es la noche y el frío

arrecia. Un candil humea

en el muro ennegrecido.

El aire agita la llama,

que pone un fulgor rojizo

sobre las dos pensativas

testas de los asesinos.

El mayor de Alvargonzález,

lanzando un ronco suspiro,

rompe el silencio, exclamando:

—Hermano, ¡qué mal hicimos!

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El viento la puerta bate

hace temblar el postigo,

y suena en la chimenea

con hueco y largo bramido.

Después, el silencio vuelve,

y a intervalos el pabilo

del candil chisporrotea

en el aire aterecido.

El segundo dijo: —Hermano,

¡demos lo viejo al olvido!

EL VIAJERO

I

Es una noche de invierno.

Azota el viento las ramas

de los álamos. La nieve

ha puesto la tierra blanca.

Bajo la nevada, un hombre

por el camino cabalga;

va cubierto hasta los ojos,

embozado en negra capa.

Entrado en la aldea, busca

de Alvargonzález la casa,

y ante su puerta llegado,

sin echar pie a tierra, llama.

II

Los dos hermanos oyeron

una aldabada a la puerta,

y de una cabalgadura

los cascos sobre las piedras.

Ambos los ojos alzaron

llenos de espanto y sorpresa.

—¿Quién es? Responda —gritaron.

—Miguel —respondieron fuera.

Era la voz del viajero

que partió a lejanas tierras.

III

Abierto el portón, entróse

a caballo el caballero

y echó pie a tierra. Venía

todo de nieve cubierto.

En brazos de sus hermanos

lloró algún rato en silencio.

Después dio el caballo al uno,

al otro, capa y sombrero,

y en la estancia campesina

buscó el arrimo del fuego.

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IV

El menor de los hermanos,

que niño y aventurero

fue más allá de los mares

y hoy torna indiano opulento,

vestía con negro traje

de peludo terciopelo,

ajustado a la cintura

por ancho cinto de cuero.

Gruesa cadena formaba

un bucle de oro en su pecho.

Era un hombre alto y robusto,

con ojos grandes y negros

llenos de melancolía;

la tez de color moreno,

y sobre la frente comba

enmarañados cabellos;

el hijo que saca porte

señor de padre labriego,

a quien fortuna le debe

amor, poder y dinero.

De los tres Alvargonzález

era Miguel el más bello;

porque al mayor afeaba

el muy poblado entrecejo

bajo la frente mezquina,

y al segundo, los inquietos

ojos que mirar no saben

de frente, torvos y fieros.

V

Los tres hermanos contemplan

el triste hogar en silencio;

y con la noche cerrada

arrecia el frío y el viento.

—Hermanos, ¿no tenéis leña?

—dice Miguel.

—No tenemos

—responde el mayor.

Un hombre,

milagrosamente, ha abierto

la gruesa puerta cerrada

con doble barra de hierro.

El hombre que ha entrado tiene

el rostro del padre muerto.

Un halo de luz dorada

orla sus blancos cabellos.

Lleva un haz de leña al hombro

y empuña un hacha de hierro.

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EL INDIANO

I

De aquellos campos malditos,

Miguel a sus dos hermanos

compró una parte, que mucho

caudal de América trajo,

y aun en tierra mala, el oro

luce mejor que enterrado,

y más en mano de pobres

que oculto en orza de barro.

Diose a trabajar la tierra

con fe y tesón el indiano,

y a laborar los mayores

sus pegujales tornaron.

Ya con macizas espigas,

preñadas de rubios granos,

a los campos de Miguel

tornó el fecundo verano;

y ya de aldea en aldea

se cuenta como un milagro,

que los asesinos tienen

la maldición en sus campos.

Ya el pueblo canta una copla

que narra el crimen pasado:

«A la orilla de la fuente

lo asesinaron.

¡Qué mala muerte le dieron

los hijos malos!

En la laguna sin fondo

al padre muerto arrojaron.

No duerme bajo la tierra

el que la tierra ha labrado».

II

Miguel, con sus dos lebreles

y armado de su escopeta,

hacia el azul de los montes,

en una tarde serena,

caminaba entre los verdes

chopos de la carretera,

y oyó una voz que cantaba:

«No tiene tumba en la tierra.

Entre los pinos del valle

del Revinuesa,

al padre muerto llevaron

hasta la Laguna Negra».

LA CASA

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I

La casa de Alvargonzález

era una casona vieja,

con cuatro estrechas ventanas,

separada de la aldea

cien pasos y entre dos olmos

que, gigantes centinelas,

sombra le dan en verano,

y en el otoño hojas secas.

Es casa de labradores,

gente aunque rica plebeya,

donde el hogar humeante

con sus escaños de piedra

se ve sin entrar, si tiene

abierta al campo la puerta.

Al arrimo del rescoldo

del hogar borbollonean

dos pucherillos de barro,

que a dos familias sustentan.

A diestra mano, la cuadra

y el corral; a la siniestra,

huerto y abejar, y, al fondo,

una gastada escalera,

que va a las habitaciones

partidas en dos viviendas.

Los Alvargonzález moran

con sus mujeres en ellas.

A ambas parejas que hubieron,

sin que lograrse pudieran,

dos hijos, sobrado espacio

les da la casa paterna.

En una estancia que tiene

luz al huerto, hay una mesa

con gruesa tabla de roble,

dos sillones de vaqueta,

colgado en el muro, un negro

ábaco de enormes cuentas,

y unas espuelas mohosas

sobre un arcón de madera.

Era una estancia olvidada

donde hoy Miguel se aposenta.

Y era allí donde los padres

veían en primavera

el huerto en flor, y en el cielo

de mayo, azul, la cigüeña

—cuando las rosas se abren

y los zarzales blanquean—

que enseñaba a sus hijuelos

a usar de las alas lentas.

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Y en las noches del verano,

cuando la calor desvela,

desde la ventana al dulce

ruiseñor cantar oyeran.

Fue allí donde Alvargonzález,

del orgullo de su huerta

y del amor a los suyos,

sacó sueños de grandeza.

Cuando en brazos de la madre

vio la figura risueña

del primer hijo, bruñida

de rubio sol la cabeza,

del niño que levantaba

las codiciosas, pequeñas

manos a las rojas guindas

y a las moradas ciruelas,

o aquella tarde de otoño,

dorada, plácida y buena,

él pensó que ser podría

feliz el hombre en la tierra.

Hoy canta el pueblo una copla

que va de aldea en aldea:

«¡Oh casa de Alvargonzález,

qué malos días te esperan;

casa de los asesinos,

que nadie llame a tu puerta!»

II

Es una tarde de otoño.

En la alameda dorada

no quedan ya ruiseñores;

enmudeció la cigarra.

Las últimas golondrinas,

que no emprendieron la marcha,

morirán, y las cigüeñas

de sus nidos de retamas,

en torres y campanarios,

huyeron.

Sobre la casa

de Alvargonzález, los olmos

sus hojas que el viento arranca

van dejando. Todavía

las tres redondas acacias,

en el atrio de la iglesia,

conservan verdes sus ramas,

y las castañas de Indias

a intervalos se desgajan

cubiertas de sus erizos;

tiene el rosal rosas grana

otra vez, y en las praderas

brilla la alegre otoñada.

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En laderas y en alcores,

en ribazos y en cañadas,

el verde nuevo y la hierba,

aún del estío quemada,

alternan; los serrijones

pelados, las lomas calvas,

se coronan de plomizas

nubes apelotonadas;

y bajo el pinar gigante,

entre las marchitas zarzas

y amarillentos helechos,

corren las crecidas aguas

a engrosar el padre río

por canchales y barrancas.

Abunda en la tierra un gris

de plomo y azul de plata,

con manchas de roja herrumbre,

todo envuelto en luz violada.

¡Oh tierras de Alvargonzález,

en el corazón de España,

tierras pobres, tierras tristes,

tan tristes que tienen alma!

Páramo que cruza el lobo

aullando a la luna clara

de bosque a bosque, baldíos

llenos de peñas rodadas,

donde roída de buitres

brilla una osamenta blanca;

pobres campos solitarios

sin caminos ni posadas,

¡oh pobres campos malditos,

pobres campos de mi patria!

LA TIERRA

I

Una mañana de otoño,

cuando la tierra se labra,

Juan y el indiano aparejan

las dos yuntas de la casa.

Martín se quedó en el huerto

arrancando hierbas malas.

II

Una mañana de otoño,

cuando los campos se aran,

sobre un otero, que tiene

el cielo de la mañana

por fondo, la parda yunta

de Juan lentamente avanza.

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Cardos, lampazos y abrojos,

avena loca y cizaña,

llenan la tierra maldita,

tenaz a pico y a escarda.

Del corvo arado de roble

la hundida reja trabaja

con vano esfuerzo; parece,

que al par que hiende la entraña

del campo y hace camino

se cierra otra vez la zanja.

«Cuando el asesino labre

será su labor pesada;

antes que un surco en la tierra,

tendrá una arruga en su cara».

III

Martín, que estaba en la huerta

cavando, sobre su azada

quedó apoyado un momento;

frío sudor le bañaba

el rostro.

Por el Oriente,

la luna llena, manchada

de un arrebol purpurino,

lucía tras de la tapia

del huerto.

Martín tenía

la sangre de horror helada.

La azada que hundió en la tierra

teñida de sangre estaba.

IV

En la tierra en que ha nacido

supo afincar el indiano;

por mujer a una doncella

rica y hermosa ha tomado.

La hacienda de Alvargonzález

ya es suya, que sus hermanos

todo le vendieron: casa,

huerto, colmenar y campo.

LOS ASESINOS

I

Juan y Martín, los mayores

de Alvargonzález, un día

pesada marcha emprendieron

con el alba, Duero arriba.

La estrella de la mañana

en el alto azul ardía.

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20

Se iba tiñendo de rosa

la espesa y blanca neblina

de los valles y barrancos,

y algunas nubes plomizas

a Urbión, donde el Duero nace,

como un turbante ponían.

Se acercaban a la fuente.

El agua clara corría,

sonando cual si contara

una vieja historia, dicha

mil veces y que tuviera

mil veces que repetirla.

Agua que corre en el campo

dice en su monotonía:

Yo sé el crimen, ¿no es un crimen,

cerca del agua, la vida?

Al pasar los dos hermanos

relataba el agua limpia:

«A la vera de la fuente

Alvargonzález dormía».

II

—Anoche, cuando volvía

a casa— Juan a su hermano

dijo—, a la luz de la luna

era la huerta un milagro.

Lejos, entre los rosales,

divisé un hombre inclinado

hacia la tierra; brillaba

una hoz de plata en su mano

Después irguióse y, volviendo

el rostro, dio algunos pasos

por el huerto, sin mirarme,

y a poco lo vi encorvado

otra vez sobre la tierra.

Tenía el cabello blanco.

La luz llena brillaba,

y era la huerta un milagro.

III

Pasado habían el puerto

de Santa Inés, ya mediada

la tarde, una tarde triste

de noviembre, fría y parda.

Hacia la Laguna Negra

silenciosos caminaban.

IV

Cuando la tarde caía,

entre las vetustas hayas,

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21

y los pinos centenarios,

un rojo sol se filtraba.

Era un paraje de bosque

y peñas aborrascadas;

aquí bocas que bostezan

o monstruos de tierras garras;

allí una informe joroba,

allá una grotesca panza,

torvos hocicos de fieras

y dentaduras melladas,

rocas y rocas, y troncos

y troncos, ramas y ramas.

En el hondón del barranco

la noche, el miedo y el agua.

V

Un lobo surgió, sus ojos

lucían como dos ascuas.

Era la noche, una noche

húmeda, oscura y cerrada.

Los dos hermanos quisieron

volver. La selva ululaba.

Cien ojos fieros ardían

en la selva, a sus espaldas.

VI

Llegaron los asesinos

hasta la Laguna Negra,

agua transparente y muda

que enorme muro de piedra,

donde los buitres anidan

y el eco duerme, rodea;

agua clara donde beben

las águilas de la sierra,

donde el jabalí del monte

y el ciervo y el corzo abrevan;

agua pura y silenciosa

que copia cosas eternas;

agua impasible que guarda

en su seno las estrellas.

¡Padre!, gritaron; al fondo

de la laguna serena

cayeron, y el eco ¡padre!

repitió de peña en peña.

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Miguel de Unamuno, «La vida de la muerte» (Rosario de sonetos líricos, 1911)

Oír llover no más, sentirme vivo;

el universo convertido en bruma

y encima mi conciencia como espuma

en que el pausado gotear recibo.

Muerto en mí todo lo que sea activo 5

mientras toda visión la lluvia esfuma,

y allá abajo la sima en que se suma

de la clepsidra el agua; y el archivo

de mi memoria, de recuerdos mudo

el ánimo saciado en puro inerte, 10

sin lanza, y por lo tanto sin escudo

a merced de los vientos de la suerte;

este vivir, que es el vivir desnudo,

no es acaso la vida de la muerte?

Miguel de Unamuno, «Nuestro secreto» (Rosario de sonetos líricos, 1911)

No me preguntes más, es mi secreto,

secreto para mí terrible y santo,

ante él me velo con un negro manto

de luto de piedad, no rompo el seto

que cierra su recinto, me someto 5

de mi vida al misterio, el desencanto

huyendo del saber y a Dios levanto

con mis ojos mi pecho siempre inquieto.

Hay del alma en el fondo oscura sima

y en ella hay un fatídico recodo 10

que es nefando franquear; allá en la cima

brilla el sol que hace polvo el sucio lodo,

alza los ojos y tu pecho anima;

conócete mortal, mas no del todo.

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Miguel de Unamuno, «A mi buitre» (Rosario de sonetos líricos, 1911)

Este buitre voraz de ceño torvo

que me devora las entrañas fiero

y es mi único constante compañero

labra mis penas con su pico corvo.

El día en que le toque el postrer sorbo 5

apurar de mi negra sangre quiero

que me dejéis con él solo y señero

un momento, sin nadie como estorbo.

Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía

mientras él mi último despojo traga 10

sorprender en sus ojos la sombría

mirada al ver la suerte que le amaga

sin esta presa en que satisfacía

el hambre atroz que nunca se le apaga.

Miguel de Unamuno, «¿Qué es tu vida...?» (Romancero del destierro, 1927)

Qué es tu vida, alma mía? cuál tu pago?

lluvia en el lago!

Qué es tu vida, alma mía, tu costumbre?

viento en la cumbre!

Cómo tu vida, mi alma, se renueva?, 5

sombra en la cueva!

lluvia en el lago!

viento en la cumbre!

sombra en la cueva!

Lágrimas es la lluvia desde el cielo, 10

y es el viento sollozo sin partida,

pesar, la sombra sin ningún consuelo,

y lluvia y viento y sombra hacen la vida.

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Juan Ramón Jiménez, «Octubre» (Sonetos espirituales, 1914-15)

Estaba echado yo en la tierra, enfrente

del infinito campo de Castilla,

que el otoño envolvía en la amarilla

dulzura de su claro sol poniente.

Lento el arado, paralelamente 5

abría el haza oscura, y la sencilla

mano abierta dejaba la semilla

en su entraña partida honradamente.

Pensé arrancarme el corazón y echarlo,

pleno de su sentir alto y profundo, 10

al ancho surco del terruño tierno;

ver si con romperlo y con sembrarlo

la primavera le mostraba al mundo

el árbol puro del amor eterno.

Juan Ramón Jiménez, «Otoño» (Sonetos espirituales)

Esparce octubre, al blando movimiento

del sur, las hojas áureas y las rojas,

y en la caída clara de sus hojas

se lleva al infinito el pensamiento.

¡Qué amena paz en este alejamiento 5

de todo, ¡oh prado bello, que deshojas

tus flores, oh agua, fría ya, que mojas

con tu cristal estremecido el viento!

¡Encantamiento de oro! ¡Cárcel pura,

en que el cuerpo, hecho alma, se enternece, 10

echado en el verdor de una colina!

En una decadencia de hermosura.

la vida se desnuda, y resplandece

la escelsitud de su verdad divina.

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Juan Ramón Jiménez, «Cielo» (Diario de un poeta reciencasado = Diario de poeta y mar,

1916)

Te tenía olvidado,

cielo, y no eras

más que un vago existir de luz,

visto ––sin nombre––

por mis cansados ojos indolentes. 5

Y aparecías, entre las palabras

perezosas y deseperanzadas del viajero,

como en breves lagunas repetidas

de un paisaje de agua visto en sueños…

Hoy te he mirado lentamente, 10

y te has ido elevando hasta tu nombre.

«Nocturno» (Diario de un poeta reciencasado = Diario de poeta y mar, 1916)

El barco, lento y raudo a un tiempo, vence al agua,

mas no al cielo.

Lo azul se queda atrás, abierto en plata viva,

y está otra vez delante.

Fijo, el mástil se mece y torna siempre 5

horario en igual número

de la esfera

a las estrellas mismas,

hora tras hora negra y verde.

El cuerpo va, soñando, 10

a la tierra que es de él, de la otra tierra

que no es de él. El alma queda y sigue,

siempre, por su dominio eterno.

Juan Ramón Jiménez, «Elejía» (Diario de un poeta recién casado = Diario de poeta y mar,

1916)

(Madrid, 3 de octubre)

Ahora parecerás, ¡oh mar lejano!,

a los que por ti vayan

viendo tus encendidas hojas secas,

al norte, al sur, al este o al oeste,

ahora parecerás, ¡oh mar distante!, 5

mar, ahora que yo te estoy creando

con mi recuerdo vasto y vehemente.

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Juan Ramón Jiménez, «Intelijencia, …» (Eternidades, 1918)

¡Intelijencia, dame

el nombre exacto de las cosas!

... Que mi palabra sea

la cosa misma

creada por mi alma nuevamente. 5

Que por mí vayan todos

los que no las conocen, a las cosas;

que por mí vayan todos

los que ya las olvidan, a las cosas...

¡Intelijencia, dame 10

el nombre exacto, y tuyo

y suyo, y mío, de las cosas!

Juan Ramón Jiménez, «Vino, primero,…» (Eternidades, 1918)

Vino, primero, pura,

vestida de inocencia;

y la amé como un niño.

Luego se fue vistiendo

de no sé qué ropajes;

y la fui odiando sin saberlo 5

Llegó a ser una reina,

fastuosa de tesoros...

¡Qué iracundia de yel y sin sentido!

... Mas se fue desnudando.

Y yo le sonreía. 10

Se quedó con la túnica

de su inocencia antigua.

Creí de nuevo en ella.

Y se quitó la túnica,

y apareció desnuda toda.. 15

¡Oh pasión de mi vida, poesía

desnuda, mía para siempre!

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Juan Ramón Jiménez, «El ser uno» (La estación total, 1923-26)

Que nada me invada de fuera;

que sólo me escuche yo dentro.

Yo dios

de mi pecho.

(Yo todo: poniente y aurora; 5

amor, amistad, vida y sueño.

Yo sólo

universo.)

Pasad, no penséis en mi vida,

dejadme sumido y esbelto. 10

Yo uno

en mi centro.

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Gerardo Diego, «Tren» (Imagen, 1922)

Venid conmigo

Cada estación es un poco de nido

El alma llora porque se ha perdido

Yo ella

como dos

golondrinas paralelas

Y arriba una bandada de estrellas mensajeras

El olvido

deposita sus hojas

en todos los caminos

Sangre Sangre de aurora

Pero no es más que agua

Agitando los arboles

llueven

llueven silencios

ahorcados en las ramas

Gerardo Diego, «Estética» (Imagen)

A Manuel de Falla.

Estribillo Estribillo Estribillo

El canto más perfecto es el canto del grillo

Paso a paso

se asciende hasta el Parnaso

Yo no quiero las alas de Pegaso

Dejadme auscultar

el friso sonoro que fluye la fuente

Los palillos de mis dedos

repiquetean ritmos ritmos ritmos

en el tamboril del cerebro

stribillo Estribillo Estribillo

El canto más perfecto es el canto del grillo

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Pedro Salinas, «Presagios» 1 / 2 (Presagios, 1923) *

l

Posesión de tu nombre,

sola que tú permites,

felicidad, alma sin cuerpo.

Dentro de mí te llevo

porque digo tu nombre, 5

felicidad, dentro del pecho.

«Ven»: y tú llegas quedo;

«vete»: y rápida huyes.

Tu presencia y tu ausencia

sombra son una de otra, 10

sombras me dan y quitan.

(¡Y mis brazos abiertos!)

Pero tu cuerpo nunca,

pero tus labios nunca,

felicidad, alma sin cuerpo, sombra pura. 15

2

El alma tenías

tan clara y abierta,

que yo nunca pude

entrarme en tu alma.

Busqué los atajos 5

angostos, los pasos

altos y difíciles...

A tu alma se iba

por caminos anchos.

Preparé alta escala 10

—soñaba altos muros

guardándote el alma—

pero el alma tuya

estaba sin guarda

de tapial ni cerca. 15

Te busqué la puerta

estrecha del alma,

pero no tenía,

de franca que era,

entradas tu alma. 20

¿En dónde empezaba?

¿Acababa, en dónde?

Me quedé por siempre

sentado en las vagas

lindes de tu alma. 25

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Pedro Salinas, «Perdóname por ir así buscándote» (La voz a ti debida, 1933)

Perdóname por ir así buscándote

tan torpemente, dentro

de ti.

Perdóname el dolor, alguna vez.

Es que quiero sacar

de ti tu mejor tú.

Ese que no te viste y que yo veo,

nadador por tu fondo, preciosísimo.

Y cogerlo

y tenerlo yo en alto como tiene

el árbol la luz última

que le ha encontrado al sol.

Y entonces tú

en su busca vendrías, a lo alto.

Para llegar a él

subida sobre ti, como te quiero,

tocando ya tan sólo a tu pasado

con las puntas rosadas de tus pies,

en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo

de ti a ti misma.

Y que a mi amor entonces le conteste

la nueva criatura que tú eras.

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Pedro Salinas, «Pensar en ti esta noche» (Razón de amor, 1936)P* Salinasconmigo,

extensamente, el ancho mundo.

El gran sueño del campo, las estrellas,

callado el mar, las hierbas invisibles,

sólo presentes en perfumes secos,

todo,

de Aldebarán al grillo te pensaba. 5

¡Qué sosegadamente

se hacía la concordia

entre las piedras, los luceros,

el agua muda, la arboleda trémula,

todo lo inanimado, 10

y el alma mía

dedicándolo a ti! Todo acudía

dócil a mi llamada, a tu servicio,

ascendido a intención y a fuerza amante.

Concurrían las luces y las sombras 15

a la luz de quererte; concurrían

el gran silencio, por la tierra, plano,

suaves voces de nubes, por el cielo,

al cántico hacia ti que en mi cantaba.

Una conformidad de mundo y ser, 20

de afán y tiempo, inverosímil tregua,

se entraba en mí, como la dicha entera

cuando llega sin prisa, beso a beso.

Y casi

dejé de amarte por amarte más, 25

en más que en mí, inmensamente confiando

ese empleo de amar a la gran noche

errante por el tiempo y ya cargada

de misión, misionera

de un amor vuelto estrellas, calma, mundo, 30

salvado ya del miedo

al cadáver que queda si se olvida.

Para vivir no quiero islas, palacios, torres. ¡Qué alegría más alta:

vivir en los pronombres!

Quítate ya los trajes, las señas, los retratos; yo no te quiero así,

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disfrazada de otra,

hija siempre de algo. Te quiero pura, libre,

irreductible: tú. Sé que cuando te llame entre todas las gentes

del mundo, sólo tú serás tú.

Y cuando me preguntes quién es el que te llama, el que te quiere suya,

enterraré los nombres, los rótulos, la historia.

Iré rompiendo todo lo que encima me echaron desde antes de nacer.

Y vuelto ya al anónimo eterno del desnudo,

de la piedra, del mundo, te diré: Federico García Lorca, Baladilla de los tres ríos (Poema del cante jondo, 1921)

Baladilla de los Tres Rios

(A Salvador Quintero)

El río Guadalquivir

va entre naranjos y olivos.

Los dos ríos de Granada

bajan de la nieve al trigo.

¡Ay, amor 5

que se fue y no vino!

El río Guadalquivir

tiene las barbas granates.

Los dos ríos de Granada

uno llanto y otro sangre. 10

¡Ay, amor

que se fue por el aire!

Para los barcos de vela,

Sevilla tiene un camino;

por el agua de Granada 15

sólo reman los suspiros.

¡Ay, amor

que se fue y no vino!

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Guadalquivir, alta torre

y viento en los naranjales. 20

Dauro y Genil, torrecillas

muertas sobre los estanques.

¡Ay, amor

que se fue por el aire!

¡Quién dirá que el agua lleva 25

un fuego fatuo de gritos!

¡Ay, amor

que se fue y no vino!

Lleva azahar, lleva olivas,

Andalucía, a tus mares. 30

¡Ay, amor

que se fue por el aire!

Federico García Lorca, Romance sonámbulo (1924, Primer romancero gitano)

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar

y el caballo en la montaña.

Con la sombra en la cintura 5

ella sueña en su baranda,

verde carne, pelo verde,

con ojos de fría plata.

Verde que te quiero verde.

Bajo la luna gitana, 10

las cosas le están mirando

y ella no puede mirarlas.

*

Verde que te quiero verde.

Grandes estrellas de escarcha,

vienen con el pez de sombra 15

que abre el camino del alba.

La higuera frota su viento

con la lija de sus ramas,

y el monte, gato garduño,

eriza sus pitas agrias. 20

¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...?

Ella sigue en su baranda,

verde carne, pelo verde,

soñando en la mar amarga.

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*

Compadre, quiero cambiar 25

mi caballo por su casa,

mi montura por su espejo,

mi cuchillo por su manta.

Compadre, vengo sangrando,

desde los montes de Cabra. 30

Si yo pudiera, mocito,

ese trato se cerraba.

Pero yo ya no soy yo,

ni mi casa es ya mi casa.

Compadre, quiero morir 35

decentemente en mi cama.

De acero, si puede ser,

con las sábanas de holanda.

¿No ves la herida que tengo

desde el pecho a la garganta? 40

Trescientas rosas morenas

lleva tu pechera blanca.

Tu sangre rezuma y huele

alrededor de tu faja.

Pero yo ya no soy yo, 45

ni mi casa es ya mi casa.

Dejadme subir al menos

hasta las altas barandas,

dejadme subir, dejadme,

hasta las verdes barandas. 50

Barandales de la luna

por donde retumba el agua.

*

Ya suben los dos compadres

hacia las altas barandas.

Dejando un rastro de sangre. 55

Dejando un rastro de lágrimas.

Temblaban en los tejados

farolillos de hojalata.

Mil panderos de cristal,

herían la madrugada. 60

*

Verde que te quiero verde,

verde viento, verdes ramas.

Los dos compadres subieron.

El largo viento, dejaba

en la boca un raro gusto 65

de hiel, de menta y de albahaca.

¡Compadre! ¿Dónde está, dime?

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¿Dónde está mi niña amarga?

¡Cuántas veces te esperó!

¡Cuántas veces te esperara, 70

cara fresca, negro pelo,

en esta verde baranda!

*

Sobre el rostro del aljibe

se mecía la gitana.

Verde carne, pelo verde, 75

con ojos de fría plata.

Un carámbano de luna

la sostiene sobre el agua.

La noche su puso íntima

como una pequeña plaza. 80

Guardias civiles borrachos,

en la puerta golpeaban.

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar. 85

Y el caballo en la montaña.

Federico García Lorca, «Soledad» (1928, poemas sueltos)

Soledad

(Homenaje a Fray Luis de León)

Difícil delgadez:

¿Busca el mundo una blanca,

total, perenne ausencia?

Jorge Guillén

Soledad pensativa

sobre piedra y rosal, muerte y desvelo

donde libre y cautiva,

fija en su blanco vuelo,

canta la luz herida por el hielo. 5

Soledad con el estilo

de silencio sin fin y arquitectura,

donde la planta en vilo

del ave en la espesura

no consigue clavar tu carne oscura. 10

En ti dejo olvidada

la frenética lluvia de mis venas,

mi cintura cuajada:

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y rompiendo cadenas,

rosa débil seré por las arenas. 15

Rosa de mi desnudo

sobre paños de cal y sordo fuego,

cuando roto ya el nudo,

limpio de luna, y ciego,

cruce tus finas ondas de sosiego. 20

En la curva del río

el doble cisne su blancura canta.

Húmeda voz sin frío

fluye de su garganta,

y por los juncos rueda y se levanta. 25

Con su rosa de harina

niño desnudo mide la ribera,

mientras el bosque afina

su música primera

en rumor de cristales y madera. 30

Coros de siemprevivas

giran locos pidiendo eternidades.

Sus señas expresivas

hieren las dos mitades

del mapa que rezuma soledades. 35

El arpa y su lamento

prendido en nervios de metal dorado,

tanto dulce instrumento

resonante o delgado,

buscan ¡oh soledad! tu reino helado. 40

Mientras tú, inaccesible

para la verde lepra del sonido,

no hay altura posible

ni labio conocido

por donde llegue a ti nuestro gemido. 45

Federico García Lorca, Poeta en Nueva York (1928-29)

Vuelta de paseo

Asesinado por el cielo,

entre las formas que van hacia la sierpe

y las formas que buscan el cristal,

dejaré crecer mis cabellos.

Con el árbol de muñones que no canta 5

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y el niño con el blanco rostro de huevo.

Con los animalitos de cabeza rota

y el agua harapienta de los pies secos.

Con todo lo que tiene cansancio sordomudo

y mariposa ahogada en el tintero. 10

Tropezando con mi rostro distinto de cada día.

¡Asesinado por el cielo!

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Federico García Lorca, Poeta en Nueva York (1928-29)

Asesinato (Dos voces de madrugada en Riverside Drive)

¿Cómo fue?

Una grieta en la mejilla.

¡Eso es todo!

Una uña que aprieta el tallo.

Un alfiler que bucea 5

hasta encontrar las raicillas del grito.

Y el mar deja de moverse.

¿Cómo, cómo fue?

Así

¡Déjame! ¿De esa manera? 10

Sí.

El corazón salió solo.

¡Ay, ay de mí!

Nacimiento de Cristo

Un pastor pide teta por la nieve que ondula

blancos perros tendidos entre linternas sordas.

El Cristito de barro se ha partido los dedos

en los tilos eternos de la madera rota.

¡Ya vienen las hormigas y los pies ateridos! 5

Dos hilillos de sangre quiebran el cielo duro.

Los vientres del demonio resuenan por los valles

golpes y resonancias de carne de molusco.

Lobos y sapos cantan en las hogueras verdes

coronadas por vivos hormigueros del alba. 10

La luna tiene un sueño de grandes abanicos

y el toro sueña un toro de agujeros y de agua.

El niño llora y mira con un tres en la frente,

San José ve en el heno tres espinas de bronce.

Los pañales exhalan un rumor de desierto 15

con cítaras sin cuerdas y degolladas voces.

La nieve de Manhattan empuja los anuncios

y lleva gracia pura por las falsas ojivas.

Sacerdotes idiotas y querubes de pluma

van detrás de Lutero por las altas esquinas. 20

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Federico García Lorca, Poeta en Nueva York (1928-29)

La aurora

La aurora de Nueva York tiene

cuatro columnas de cieno

y un huracán de negras palomas

que chapotean en las aguas podridas.

La aurora de Nueva York gime 5

por las inmensas escaleras

buscando entre las aristas

nardos de angustia dibujada.

La aurora llega y nadie la recibe en su boca

porque allí no hay mañana ni esperanza posible. 10

A veces las monedas en enjambres furiosos

taladran y devoran abandonados niños.

Los primeros que salen comprenden con sus huesos

que no habrá paraísos ni amores deshojados;

saben que van al cieno de números y leyes, 15

a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.

La luz es sepultada por cadenas y ruidos

en impúdico reto de ciencia sin raíces.

Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes

como recién salidas de un naufragio de sangre. 20

Poema doble del lago Edem

Nuestro ganado pace, el viento espira

Garcilaso

Era mi voz antigua

ignorante de los densos jugos amargos.

La adivino lamiendo mis pies

bajo los frágiles helechos mojados.

¡Ay voz antigua de mi amor, 5

ay voz de mi verdad,

ay voz de mi abierto costado,

cuando todas las rosas manaban de mi lengua

y el césped no conocía la impasible dentadura del caballo!

Estás aquí bebiendo mi sangre, 10

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bebiendo mi humor de niño pesado,

mientras mis ojos se quiebran en el viento

con el aluminio y las voces de los borrachos.

Déjame pasar la puerta

donde Eva come hormigas 15

y Adán fecunda peces deslumbrados.

Déjame pasar, hombrecillo de los cuernos,

al bosque de los desperezos

y los alegrísimos saltos.

Yo sé el uso más secreto 20

que tiene un viejo alfiler oxidado

y sé del horror de unos ojos despiertos

sobre la superficie concreta del plato.

Pero no quiero mundo ni sueño, voz divina,

quiero mi libertad, mi amor humano 25

en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.

¡Mi amor humano!

Esos perros marinos se persiguen

y el viento acecha troncos descuidados.

¡Oh voz antigua, quema con tu lengua 30

esta voz de hojalata y de talco!

Quiero llorar porque me da la gana

como lloran los niños del último banco,

porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,

pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado. 35

Quiero llorar diciendo mi nombre,

rosa, niño y abeto a la orilla de este lago,

para decir mi verdad de hombre de sangre

matando en mí la burla y la sugestión del vocablo.

No, no, yo no pregunto, yo deseo, 40

voz mía libertada que me lames las manos.

En el laberinto de biombos es mi desnudo el que recibe

la luna de castigo y el reloj encenizado.

Así hablaba yo.

Así hablaba yo cuando Saturno detuvo los trenes 45

y la bruma y el Sueño y la Muerte me estaban buscando.

Me estaban buscando

allí donde mugen las vacas que tienen patitas de paje

y allí donde flota mi cuerpo entre los equilibrios contrarios.

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Federico García Lorca, Poeta en Nueva York (1928-29)

Niña ahogada en el pozo

(Granada y Newburg)

Las estatuas sufren por los ojos con la oscuridad de los ataúdes,

pero sufren mucho más por el agua que no desemboca.

Que no desemboca.

El pueblo corría por las almenas rompiendo las cañas de los pescadores.

¡Pronto! ¡Los bordes! ¡Deprisa! Y croaban las estrellas tiernas. 5

...que no desemboca.

Tranquila en mi recuerdo, astro, círculo, meta,

lloras por las orillas de un ojo de caballo.

...que no desemboca.

Pero nadie en lo oscuro podrá darte distancias, 10

sin afilado límite, porvenir de diamante,

...que no desemboca.

Mientras la gente busca silencios de almohada

tú lates para siempre definida en tu anillo,

...que no desemboca. 15

Eterna en los finales de unas ondas que aceptan

combate de raíces y soledad prevista,

...que no desemboca.

¡Ya vienen por las rampas! ¡Levántate del agua!

¡Cada punto de luz te dará una cadena! 20

...que no desemboca.

Pero el pozo te alarga manecitas de musgo.

insospechada ondina de su casta ignorancia,

...que no desemboca.

No, que no desemboca. Agua fija en un punto, 25

respirando con todos sus violines sin cuerdas

en la escala de las heridas y los edificios deshabitados.

¡Agua que no desemboca!

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Federico García Lorca, Poeta en Nueva York (1928-29)

Grito hacia Roma (Desde la torre del Crysler Building)

Manzanas levemente heridas

por los finos espadines de plata,

nubes rasgadas por una mano de coral

que lleva en el dorso una almendra de fuego,

peces de arsénico como tiburones, 5

tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,

rosas que hieren

y agujas instaladas en los caños de la sangre,

mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos

caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula 10

que untan de aceite las lenguas militares

donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma

y escupe carbón machacado

rodeado de miles de campanillas.

Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino, 15

ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,

ni quien abra los linos del reposo,

ni quien llore por las heridas de los elefantes.

No hay más que un millón de herreros

forjando cadenas para los niños que han de venir. 20

No hay más que un millón de carpinteros

que hacen ataúdes sin cruz.

No hay más que un gentío de lamentos

que se abren las ropas en espera de la bala.

El hombre que desprecia la paloma debía hablar, 25

debía gritar desnudo entre las columnas,

y ponerse una inyección para adquirir la lepra

y llorar un llanto tan terrible

que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.

Pero el hombre vestido de blanco 30

ignora el misterio de la espiga,

ignora el gemido de la parturienta,

ignora que Cristo puede dar agua todavía,

ignora que la moneda quema el beso de prodigio

y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán. 35

Los maestros enseñan a los niños

una luz maravillosa que viene del monte;

pero lo que llega es una reunión de cloacas

donde gritan las oscuras ninfas del cólera.

Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas; 40

pero debajo de las estatuas no hay amor,

no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.

El amor está en las carnes desgarradas por la sed,

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en la choza diminuta que lucha con la inundación;

el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre, 45

en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas

y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.

Pero el viejo de las manos traslúcidas

dirá: amor, amor, amor,

aclamado por millones de moribundos; 50

dirá: amor, amor, amor,

entre el tisú estremecido de ternura;

dirá: paz, paz, paz,

entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;

dirá: amor, amor, amor, 55

hasta que se le pongan de plata los labios.

Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto,

los negros que sacan las escupideras,

los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores,

las mujeres ahogadas en aceites minerales, 60

la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,

ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,

ha de gritar frente a las cúpulas,

ha de gritar loca de fuego,

ha de gritar loca de nieve, 65

ha de gritar con la cabeza llena de excremento,

ha de gritar como todas las noches juntas,

ha de gritar con voz tan desgarrada

hasta que las ciudades tiemblen como niñas

y rompan las prisiones del aceite y la música, 70

porque queremos el pan nuestro de cada día,

flor de aliso y perenne ternura desgranada,

porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra

que da sus frutos para todos.

Son de negros en Cuba

Cuando llegue la luna llena

iré a Santiago de Cuba,

iré a Santiago,

en un coche de agua negra.

Iré a Santiago. 5

Cantarán los techos de palmera.

Iré a Santiago.

Cuando la palma quiere ser cigüeña,

iré a Santiago.

Y cuando quiere ser medusa el plátano, 10

Iré a Santiago

con la rubia cabeza de Fonseca.

Iré a Santiago.

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Y con la rosa de Romeo y Julieta

iré a Santiago. 15

Mar de papel y plata de monedas

Iré a Santiago.

¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas!

Iré a Santiago.

¡Oh cintura caliente y gota de madera! 20

Iré a Santiago.

¡Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco!

Iré a Santiago.

Siempre dije que yo iría a Santiago

en un coche de agua negra. 25

Iré a Santiago.

Brisa y alcohol en las ruedas,

iré a Santiago.

Mi coral en la tiniebla,

iré a Santiago. 30

El mar ahogado en la arena,

iré a Santiago,

calor blanco, fruta muerta,

iré a Santiago.

¡Oh bovino frescor de cañavera! 35

¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!

Iré a Santiago.

Rafael Alberti, «Si mi voz muriera en tierra» (Marinero en tierra)

Si mi voz muriera en tierra,

llevadla al nivel del mar

y dejadla en la ribera.

Llevadla al nivel del mar

y nombradla capitana 5

de un blanco bajel de guerra.

¡Oh mi voz condecorada

con la insignia marinera:

sobre el corazón un ancla

y sobre el ancla una estrella 10

y sobre la estrella el viento

y sobre el viento la vela!

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Rafael Alberti, «El ángel de los números» (Sobre los ángeles, 1927-28)

Vírgenes con escuadras

y compases, velando

las celestes pizarras.

Y el ángel de los números,

pensativo, volando 5

del 1 al 2, del 2

al 3, del 3 al 4.

Tizas frías y esponjas

rayaban y borraban

la luz de los espacios. 10

Ni sol, luna, ni estrellas,

ni el repentino verde

del rayo y el relámpago,

ni el aire. Sólo nieblas.

Vírgenes sin escuadras, 15

sin compases, llorando.

Y en las muertas pizarras,

el ángel de los números,

sin vida, amortajado

sobre el 1 y el 2, 20

sobre el 3, sobre el 4.

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Rafael Alberti, «5» (Sobre los ángeles, 1927-28)

Cinco manos de ceniza

quemando la bruma, abriendo

cinco vías

para el agua turbia,

para el turbio viento. 5

Te buscan vivo.

Y no te encuentran.

Te buscan muerto.

No muerto, dormido.

Y sí. 10

Y sí, porque cinco manos

cayeron sobre tu cuerpo

cuando inmóvil resbalaba

sobre los cinco navegables ríos

que dan almas corrientes, voz al sueño. 15

Y no viste.

Era su luz la que cayó primero.

Mírala, seca, en el suelo.

Y no oíste.

Era su voz la que alargada hirieron. 20

Óyela muda, en el eco.

Y no oliste.

Era su esencia la que hendió el silencio.

Huélela fría, en el viento.

Y no gustaste. 25

Era su nombre el que rodó deshecho.

Gústalo en tu lengua, muerto.

Y no tocaste.

El desaparecido era su cuerpo

Tócalo en la nada, yelo. 30

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Rafael Alberti, «El ángel bueno» (Sobre los ángeles)

Vino el que yo quería,

el que yo llamaba.

No aquel que barre cielos sin defensas,

luceros sin cabañas

lunas sin patria, 5

nieves.

Nieves de esas caidas de una mano,

un nombre

un sueño

una frente. 10

No aquel que a sus cabellos

ató la muerte.

El que yo quería.

Sin arañar los aires,

sin herir hojas ni mover cristales. 15

Aquel que a sus cabellos

ató el silencio.

Para, sin lastimarme,

cavar una ribera de luz dulce en mi pecho

y hacerme el alma navegable. 20

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Rafael Alberti, «Amaranta» (Cal y canto, 1929)

... calzó de viento...

Góngora.

Rubios, pulidos senos de Amaranta,

por una lengua de lebrel limados.

Pórticos de limones desviados

por el canal que asciende a tu garganta.

Rojo, un puente de rizos se adelanta 5

e incendia tus marfiles ondulados.

Muerde, heridor, tus dientes desangrados,

y corvo, en vilo, al viento te levanta.

La soledad, dormida en la espesura,

calza su pie de céfiro y desciende 10

del olmo alto al mar de la llanura.

Su cuerpo en sombra, oscuro, se le enciende,

y gladiadora, como un ascua impura,

entre Amaranta y su amador se tiende.

Rafael Alberti, «La paloma» (Entre el clavel y la espada, 1939-1940)

Se equivocó la paloma,

se equivocaba

Por ir al norte fue al sur,

creyó que el trigo era el agua.

Creyó que el mar era el cielo 5

que la noche la mañana.

Que las estrellas rocío,

que la calor la nevada.

Que tu falda era tu blusa,

que tu corazón su casa. 10

(Ella se durmió en la orilla,

tú en la cumbre de una rama.)

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Jorge Guillén, «Perfección» (Cántico, 1928-1950)

Queda curvo el firmamento.

Compacto azul, sobre el día.

Es el redondeamiento

Del esplendor: mediodía.

Todo es cúpula. Reposa. 5

Central sin querer, la rosa.

A un sol en cénit sujeta.

Y tanto se da el presente

Que el pie caminante siente

La integridad del planeta. 10

Jorge Guillén, «Beato sillón» (Cántico)

¡Beato sillón! La casa

corrobora su presencia

con la vaga intermitencia

de su invocación en masa

a la memoria. No pasa 5

nada. Los ojos no ven,

saben. El mundo está bien

hecho. El instante lo exalta

a marea, de tan alta,

de tan alta, sin vaivén 10

Jorge Guillén, «Muerte a lo lejos» (Cántico)

Je soutenais l'éclat de la mort toute pure.

Valéry

Alguna vez me angustia una certeza,

Y ante mí se estremece mi futuro.

Acechándolo está de pronto un muro

Del arrabal final en que tropieza

La luz del campo. ¿Mas habrá tristeza 5

Si la desnuda el sol? No, no hay apuro

Todavía. Lo urgente es el maduro

Fruto. La mano ya lo descorteza.

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...Y un día entre los días el más triste

Será. Tenderse deberá la mano 10

Sin afán. Y acatando el inminente

Poder diré sin lágrimas: embiste,

Justa fatalidad. El muro cano

Va a imponerme su ley, no su accidente.

Jorge Guillén, «Hacia el poema» (Cántico) *

...mi corazón de trovar non se quita

Juan Ruiz

Siento que un ritmo se me desenlaza

De este barullo en que sin meta vago,

Y entregándome todo al nuevo halago

Doy con la claridad de una terraza,

Donde es mi guía quien ahora traza 5

Límpido el orden en que me deshago

Del murmullo y su duende, más aciago

Que el gran silencio bajo la amenaza.

Se me juntan a flor de tanto obseso

Mal soñar las palabras decididas 10

A iluminarse en vívido volumen.

El son me da un perfil de carne y hueso.

La forma se me vuelve salvavidas.

Hacia una luz mis penas se consumen.

Vicente Aleixandre, A don Luis de Góngora (1927)

¿Qué firme arquitectura se levanta

del paisaje, si urgente de belleza,

ordenada, y penetra en la certeza

del aire, sin furor y la suplanta?

Las líneas graves van. Mas de su planta 5

brota la curva, comba su justeza

en la cima, y respeta la corteza

intacta, cárcel para pompa tanta.

El alto cielo luces meditadas

reparte en ritmos de ponientes cultos, 10

que sumos logran su mandato recto.

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Sus matices sin iris las moradas

del aire rinden al vibrar, ocultos,

y el acorde total clama perfecto.

Vicente Aleixandre, A fray Luis de León (1928)

¿Qué linfa esbelta, de los altos hielos

hija y sepulcro, sobre el haz silente

rompe sus fríos, vierte su corriente,

luces llevando, derramando cielos?

¿Qué agua orquestal bajo los mansos celos 5

del aire, muda, funde su crujiente

espuma en anchas copias y consiente,

terso el diálogo, signo y luz gemelos?

La alta noche su copa sustantiva

árbol ilustre yergue a la bonanza, 10

total su crecimiento y ramas bellas.

Brisa joven de cielo, persuasiva,

su pompa abierta, desplegada, alcanza

largamente, y resuenan las estrellas.

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Vicente Aleixandre, En la plaza (Historia del corazón, 1945-53) *

Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,

sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,

llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.

No es bueno

quedarse en la orilla 5

como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.

Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha

de fluir y perderse,

encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido.

Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso, 10

y le he visto bajar por unas escaleras

y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.

La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.

Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,

con silenciosa humildad, allí él también 15

transcurría.

Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.

Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,

un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,

su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba. 20

Y era el serpear que se movía

como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,

pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.

Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.

Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete, 25

con los ojos extraños y la interrogación en la boca,

quisieras algo preguntar a tu imagen,

no te busques en el espejo,

en un extinto diálogo en que no te oyes.

Baja, baja despacio y búscate entre los otros. 30

Allí están todos, y tú entre ellos.

Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.

Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,

introduce primero sus pies en la espuma,

y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide. 35

Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.

Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.

Y allí fuerte se reconoce, y se crece y se lanza,

y avanza y levanta espumas, y salta y confía,

y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven. 40

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Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.

Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.

¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir

para ser él también el unánime corazón que le alcanza!

Luis Cernuda, «Era un sueño, aire» (Donde habite el olvido, 1932-33)

Era un sueño, aire

Tranquilo en la nada;

Al abrir los ojos

Las ramas perdían.

Exhalaba el tiempo

Luces vegetales,

Amores caídos,

Tristeza sin donde.

Volvía la sombra;

Agua eran sus labios.

Cristal, soledades,

La frente, la lámpara.

Pasión sin figura,

Pena sin historia;

Como herida al pecho,

Un beso, el deseo.

No sabes, no sabes.

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Miguel Hernández, «¿No cesará este rayo que me habita…?» (El rayo que no cesa, 1934-35)

¿No cesará este rayo que me habita

el corazón de exasperadas fieras

y de fraguas coléricas y herreras

donde el metal más fresco se marchita?

¿No cesará esta terca estalactita 5

de cultivar sus duras cabelleras

como espadas y rígidas hogueras

hacia mi corazón que muge y grita?

Este rayo ni cesa ni se agota:

de mí mismo tomó su procedencia 10

y ejercita en mí mismo sus furores.

Esta obstinada piedra de mí brota

y sobre mí dirige la insistencia

de sus lluviosos rayos destructores.

Miguel Hernández, «Por tu pie…» (El rayo que no cesa, 1934-35)

Por tu pie, la blancura más bailable,

donde cesa en diez partes tu hermosura,

una paloma sube a tu cintura,

baja a la tierra un nardo interminable.

Con tu pie vas poniendo lo admirable 5

del nácar en ridícula estrechura,

y donde va tu pie va la blancura,

perro sembrado de jazmín calzable.

A tu pie, tan espuma como playa,

arena y mar me arrimo y desarrimo 10

y al redil de su planta entrar procuro.

Entro y dejo que el alma se me vaya

por la voz amorosa del racimo:

pisa mi corazón que ya es maduro.

Miguel Hernández, «Llegó con tres heridas» / «Tristes guerras» (Cancionero y Romancero de

ausencias, 1938-1941)

Llegó con tres heridas:

la del amor,

la de la muerte,

la de la vida.

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Con tres heridas viene: 5

la de la vida,

la del amor,

la de la muerte.

Con tres heridas yo:

la de la vida, 10

la de la muerte,

la del amor.

***

Tristes guerras

si no es de amor la empresa.

Tristes. Tristes. 15

Tristes armas

si no son las palabras.

Tristes, tristes.

Tristes hombres

si no mueren de amores. 20

Tristes, tristes.

Miguel Hernández, «Canción última» (El hombre acecha, 1938-39)

Pintada, no vacía:

pintada está mi casa

del color de las grandes

pasiones y desgracias.

Regresará del llanto 5

adonde fue llevada

con su desierta mesa

con su ruidosa cama.

Florecerán los besos

sobre las almohadas. 10

Y en torno de los cuerpos

elevará la sábana

su intensa enredadera

nocturna, perfumada.

El odio se amortigua 15

detrás de la ventana.

Será la garra suave.

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Dejadme la esperanza.

León Felipe, «Drop a star» (Drop a star, 1933) *

¿Dónde está la estrella de los Nacimientos?

La tierra, encabritada, se ha parado en el viento.

Y no ven los ojos de los marineros.

Aquel pez —¡seguidle!—

se lleva, danzando, 5

la estrella polar.

El mundo es una slot-machine,

con una ranura en la frente del cielo,

sobre la cabecera del mar.

(Se ha parado la máquina, 10

se ha acabado la cuerda.)

El mundo es algo que funciona

como el piano mecánico de un bar.

(Se ha acabado la cuerda,

se ha parado la máquina...) 15

Marinero,

tú tienes una estrella en el bolsillo...

¡Drop a star!

Enciende con tu mano la nueva música del mundo,

la canción marinera del mañana, 20

el himno venidero de los hombres...

¡Drop a star!

Echa a andar otra vez este barco varado, marinero.

Tú tienes una estrella en el bolsillo....

una estrella nueva de palacio, de fósforo y de imán. 25

León Felipe, «Quiero… sueño» (Llamadme publicano, 1950)

No me contéis más cuentos,

que vengo de muy lejos

y sé todos los cuentos.

No me contéis más cuentos.

Contad 5

y recontadme este sueño.

Romped,

rompedme los espejos.

Deshacedme los estanques,

los lazos, 10

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los anillos,

los cercos,

las redes,

las trampas

y todos los caminos paralelos. 15

Que no quiero,

que no quiero,

que no quiero,

que no quiero que me arrullen con cuentos,

Que no quiero, 20

Que no quiero,

Que no quiero,

Que no quiero que me sellen la boca y los ojos con cuentos,

que no quiero,

que no quiero, 25

que no quiero,

que no quiero que me entierren con cuentos,

que no quiero,

que no quiero,

que no quiero, 30

que no quiero verme clavado en el tiempo,

que no quiero verme en el agua,

que no quiero verme en la tierra tampoco,

que no quiero, a su ovillo, como un hilo de barba sujeto.

Quiero verme en el viento, 35

quiero verme en el viento,

quiero verme en el viento,

quiero verme en el viento...

quiero... ¡quiero!... sueño... ¡sueño!

Soy gusano que sueña... y sueño 40

verme un día volando en el viento.

León Felipe, «Sé todos los cuentos» (Llamadme publicano, 1950)

Yo no sé muchas cosas, es verdad.

Digo tan sólo lo que he visto.

Y he visto:

que la cuna del hombre la mecen con cuentos,

que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos, 5

que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,

que los huesos del hombre los entierran con cuentos,

y que el miedo del hombre...

ha inventado todos los cuentos.

Yo no sé muchas cosas, es verdad, 10

pero me han dormido con todos los cuentos...

y sé todos los cuentos.

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Dámaso Alonso, «Insomnio» (Hijos de la ira, 1944)

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas

estadísticas).

A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45

años que me pudro,

y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir

blandamente la luz de la luna.

Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de

la ubre caliente de una gran vaca amarilla. 5

Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre

lentamente mi alma,

por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,

por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.

Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?

¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales

de tus noches? 10

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José Hierro, «Canción de cuna para dormir a un preso». *

(Tierra sin nosotros)

La gaviota sobre el pinar.

(La mar resuena.)

Se acerca el sueño. Dormirás,

soñarás, aunque no lo quieras.

La gaviota sobre el pinar 5

goteado todo de estrellas.

Duerme. Ya tienes en tus manos

el azul de la noche inmensa.

No hay más que sombra. Arriba, luna.

Peter Pan por las alamedas. 10

Sobre ciervos de lomo verde

la niña ciega.

Ya tú eres hombre, ya te duermes,

mi amigo, ea...

Duerme, mi amigo. Vuela un cuervo 15

sobre la luna, y la degüella.

La mar está cerca de ti,

muerde tus piernas.

No es verdad que tú seas hombre;

eres un niño que no sueña. 20

No es verdad que tú hayas sufrido:

son cuentos tristes que te cuentan.

Duerme. La sombra toda es tuya,

mi amigo, ea...

Eres un niño que está serio. 25

Perdió la risa y no la encuentra.

Será que habrá caído al mar,

la habrá comido una ballena.

Duerme, mi amigo, que te acunen

campanillas y panderetas, 30

flautas de caña de son vago

amanecidas en la niebla.

No es verdad que te pese el alma.

El alma es aire y humo y seda.

La noche es vasta. Tiene espacios 35

para volar por donde quieras,

para llegar al alba y ver

las aguas frías que despiertan,

las rocas grises, como el casco

que tú llevabas a la guerra. 40

La noche es amplia, duerme, amigo,

mi amigo, ea...

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La noche es bella, está desnuda,

no tiene límites ni rejas.

No es verdad que tú hayas sufrido, 45

son cuentos tristes que te cuentan.

Tú eres un niño que está triste,

eres un niño que no sueña.

Y la gaviota está esperando

para venir cuando te duermas. 50

Duerme, ya tienes en tus manos

el azul de la noche inmensa.

Duerme, mi amigo...

Ya se duerme

mi amigo, ea... 55

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José Hierro, «Con las piedras, con el viento hablo de mi reino» (1950). *

Mi reino vivirá mientras

estén verdes mis recuerdos.

Cómo se pueden venir

nuestras murallas al suelo.

Cómo se puede no hablar 5

de todo aquello.

El viento no escucha. No

escuchan las piedras, pero

hay que hablar, comunicar,

con las piedras, con el viento. 10

Hay que no sentirse solo.

Compañía presta el eco.

El atormentado grita

su amargura en el desierto.

Hay que desendemoniarse, 15

liberarse de su peso.

Quien no responde, parece

que nos entiende,

como las piedras o el viento.

Se exprime así el alma. Así 20

se libra de su veneno.

Descansa, comunicando

con las piedras, con el viento.

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Gabriel Celaya, «Cuéntame cómo vives (cómo vas muriendo)» *

(Tranquilamente hablando, 1947)

Cuéntame cómo vives;

dime sencillamente cómo pasan tus días,

tus lentísimos odios, tus pólvoras alegres

y las confusas olas que te llevan perdido

en la cambiante espuma de un blancor imprevisto. 5

Cuéntame cómo vives.

Ven a mí, cara a cara;

dime tus mentiras (las mías son peores),

tus resentimientos (yo también los padezco),

y ese estúpido orgullo (puedo comprenderte). 10

Cuéntame cómo mueres.

Nada tuyo es secreto:

la náusea del vacío (o el placer, es lo mismo);

la locura imprevista de algún instante vivo;

la esperanza que ahonda tercamente el vacío. 15

Cuéntame cómo mueres,

cómo renuncias —sabio—,

cómo —frívolo— brillas de puro fugitivo,

cómo acabas en nada

y me enseñas, es claro, a quedarme tranquilo. 20

José Angel Valente, «Consiento» (A modo de esperanza, 1953-54)

Debo morir. Y sin embargo, nada

muere, porque nada

tiene fe suficiente

para poder morir.

No muere el día, 5

pasa;

ni una rosa,

se apaga;

resbala el sol, no muere.

Sólo yo que he tocado 10

el sol, la rosa, el día.

y he creído,

soy capaz de morir.

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José Angel Valente, «El bosque» (El fulgor, 1984) *

To a green thought in a green shade.

Andrew Marvell

El espesor del bosque

su verde luz oscura,

la voz que llama adónde,

el borde, el límite

donde comienzan los senderos 5

que a su vez se entrecruzan

y se anulan hasta el súbito claro, repentino

lugar de un dios

que aquí se manifiesta

¿cuál dios?, 10

podríamos hacer en él nuestra morada,

en esta claridad,

al menos hasta el tiempo de las lluvias

para identificar aún nuestro camino

en la hierba pisada, para qué, jamás 15

podríamos volver, pues los senderos

se cruzan infinitos en el bosque,

me llama el bosque todavía

y la naturaleza madre me reduce,

me asume en sí, me devuelve a la nada. 20

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Angel González, «Si tuviésemos la fuerza…» (Áspero mundo, 1956)

Si tuviésemos la fuerza suficiente

para apretar como es debido un trozo de madera

sólo nos quedaría entre las manos

un poco de tierra.

Y si tuviésemos más fuerza todavía 5

para presionar con toda la dureza

esa tierra, sólo nos quedaría

entre las manos un poco de agua.

Y si fuese posible aún

oprimir el agua, 10

ya no nos quedaría entre las manos

nada.

Ángel González, «Me basta así» (Palabra sobre palabra, 1965) *

Si yo fuese Dios

y tuviese el secreto,

haría un ser exacto a ti;

lo probaría

(a la manera de los panaderos 5

cuando prueban el pan, es decir:

con la boca),

y si ese sabor fuese

igual al tuyo, o sea

tu mismo olor, y tu manera 10

de sonreír,

y de guardar silencio,

y de estrechar mi mano estrictamente,

y de besarnos sin hacernos daño

—de esto sí estoy seguro: pongo 15

tanta atención cuando te beso—;

entonces,

si yo fuese Dios,

podría repetirte y repetirte,

siempre la misma y siempre diferente, 20

sin cansarme jamás del juego idéntico,

sin desdeñar tampoco la que fuiste

por la que ibas a ser dentro de nada;

ya no sé si me explico, pero quiero

aclarar que si yo fuese 25

Dios, haría

lo posible por ser Ángel González

para quererte tal como te quiero,

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para aguardar con calma

a que te crees tú misma cada día 30

a que sorprendas todas las mañanas

la luz recién nacida con tu propia

luz, y corras

la cortina impalpable que separa

el sueño de la vida, 35

resucitándome con tu palabra,

Lázaro alegre,

yo,

mojado todavía

de sombras y pereza, 40

sorprendido y absorto

en la contemplación de todo aquello

que, en unión de mí mismo,

recuperas y salvas, mueves, dejas

abandonado cuando —luego— callas... 45

(Escucho tu silencio.

Oigo

constelaciones: existes.

Creo en ti.

Eres. 50

Me basta)

Ángel González, «Eso era amor» (Breves acotaciones para una biografía, 1969)

Le comenté:

—Me entusiasman tus ojos.

Y ella dijo:

—¿Te gustan solos o con rimel?

—Grandes,

respondí sin dudar.

Y también sin dudar

me los dejó en un plato y se fue a tientas.

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Ángel González, «Poética a la que intento a veces aplicarme» (Muestra, corrregida y

aumentada, de algunos procedimientos narrativos (1976-77)

Escribir un poema: marcar la piel del agua.

Suavemente, los signos

se deforman, se agrandan,

expresan lo que quieren

la brisa, el sol, las nubes, 5

se distienden, se tensan, hasta

que el hombre que los mira

–adormecido el viento,

la luz alta–

o ve su proprio rostro 10

o –transparencia pura, hondo

fracaso– no ve nada.

Ángel González, «Rosa de escándalo» (Prosemas o menos, 1985) *

(Alburquerque, noviembre)

Cuando el hombre se extinga,

cuando la estirpe humana al fin se acabe,

todo lo que ha creado

comenzará a agitarse,

a ser de nuevo,

a comportarse libremente 5

—como

los niños que se quedan

solos en casa

cuando sus padres salen por la noche.

Héctor conseguirá humillar a Aquiles, 10

Luzbel volverá a ser lo que era antes,

fornicará Susana con los viejos,

avanzará un gran monte hacia Mahoma.

Cuando el hombre se acabe

—cualquier día—, 15

un crepitar de polvo y de papeles

proclamará al silencio

la frágil realidad de sus mentiras.

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Carlos Edmundo de Ory «Me vas a dejar triste» (Metanoia) *

Me vas a dejar triste otra vez como anoche

Y a tí te gusta estar pálida como anoche

El viento ulula ladran los perros como anoche

Ves que pongo en tu vientre mis manos como anoche

Hágase la locura dijo una voz anoche 5

Pero este viento no es el mismo que el de anoche

No preguntes ahora si el mundo empezó anoche

Esta noche nos traen los despojos de anoche

Pero se han puesto negras las estrellas de anoche

Sigue chillando el pájaro que entró en el cuarto anoche 10

Ya juegan como anoche gimiendo como anoche

Las sombras que parecen bichos en agonía

(Amiens, 12 de abril 1974)

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Jaime Gil de Biedma, «Por lo visto» (Las personas del verbo, 1975) *

Por lo visto es posible declararse hombre.

Por lo visto es posible decir no.

De una vez y en la calle, de una vez, por todos,

y por todas las veces en que no pudimos.

Importa por lo visto el hecho de estar vivo. 5

Importa por lo visto que hasta la injusta fuerza

necesite, suponga nuestras vidas, esos actos mínimos

a diario cumplidos en en la calle por todos.

Y será preciso no olvidar la lección:

saber, a cada instante, que en el gesto que hacemos 10

hay un arma escondida, saber que estamos vivos

aún. Y que la vida

todavía es posible, por lo visto.

Jaime Gil de Biedma, «No volveré a ser joven» (Las personas del verbo)

Que la vida iba en serio

uno lo empieza a comprender más tarde

-como todos los jóvenes, yo vine

a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería 5

y marcharme entre aplausos

-envejecer, morir, eran tan sólo

las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo

y la verdad desagradable asoma: 10

envejecer, morir,

es el único argumento de la obra.

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Leopoldo María Panero, «El lamento del vampiro» (Last river together, 1980) *

Vosotros, todos vosotros, toda

esa carne que en la calle

se apila, sois

para mí alimento,

todos esos ojos 5

cubiertos de legañas, como de quien no acaba

jamás de despertar, como

mirando sin ver o bien sólo por sed

de la absurda sanción de otra mirada,

todos vosotros 10

sois para mí alimento, y el espanto

profundo de tener como espejo

único esos ojos de vidrio, esa niebla

en que se cruzan los muertos, ese

es el precio que pago por mis alimentos. 15

Antonio Martínez de Sarrión, «Saldo» (El centro inaccesible, 1981) *

Duró poco, como era de prever.

Aún menos, como diría el clásico,

que la verdura de las eras. Quedan,

en la herida memoria

-esa puta borrosa conforme caen los años- 5

la noche en aquel faro

viendo entrar las falúas en el puerto,

algún afortunado calembour,

la fría y lluviosa vez

en que con gran ternura la cobijé en mi abrigo, 10

el circo de la nieve en el Paular

mantenido a distancia por la flor del almendro

que purísima ardía aquel marzo precoz.

Pienso que poco más. Si preferís

otro balance bien podría ser este: 15

la estrella de la tarde hecha pedazos

y el vendaval de vidrios en mi cara,

dos docenas de orgasmos no siempre compartidos

y una plausible tregua para el hígado.

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Luis García Montero (Habitaciones separadas, 1994) *

Garcilaso 1991

Mi alma os ha cortado a su medida,

dice ahora el poema,

con palabras que fueron escritas en un tiempo

de amores cortesanos.

Y en esta habitación del siglo XX, 5

muy a finales ya,

preparando la clase de mañana,

regresan las palabras sin rumor de caballos,

sin vestidos de corte,

sin palacios. 10

Junto a Bagdad herido por el fuego,

mi alma te ha cortado a su medida.

Todo cesa de pronto y te imagino

en la ciudad, tu coche, tus vaqueros,

la ley de tus edades, 15

y tengo miedo de quererte en falso,

porque no sé vivir sino en la apuesta,

abrasado por llamas que arden sin quemarnos

y que son realidad,

aunque los ojos miren la distancia 20

en los televisores.

A través de los siglos,

saltando por encima de todas las catástrofes,

por encima de títulos y fechas,

las palabras retornan al mundo de los seres vivos, 25

preguntan por su casa.

Ya sé que no es eterna la poesía,

pero sabe cambiar junto a nosotros,

aparecer vestida con vaqueros,

apoyarse en el hombre que se inventa un amor 30

y que sufre de amor

cuando está solo.

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Ana Rossetti (Punto umbrío, 1995) *

Si recordaras, amor mío, qué es lo que te aguarda...

Si recordaras, amor mío, qué es lo que te aguarda tras las

seguras paredes de la espera.

Si recordaras cómo ¡y qué cruelmente! el deseo atendido

oculta su puñalada de decepción.

Si recordaras que, una vez que la pasión estalla, el secreto

deja de ser escudo y huída,

no me insistirías para que te mostrara, para que te ofreciera,

para que te otorgue.

Sino que te resignarías a sobrevivir dentro de mí en el dúctil

territorio de los sueños, donde todos los modos de ternura

que puedas inventar son permitidos, toda tempestad música

y ningún temor es irrevocable. 5

Si recordaras, Amor mío, qué es lo que te aguarda tras las

seguras paredes de mi corazón,

no me obligarías a levantarme en armas contra ti, a detenerte,

a desmentirte, a amordazarte, a traicionarte...

antes de que te me arrebaten, dulce silencio mío,

mi único tesoro, insensato e irreductible sentimiento.

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Clara Janés, «Corre la luz» (Quietud, 2000)

Corre la luz

y por ello fugaces son

la imagen y el momento

y hasta el árbol

que su destello bebe, 5

él se entrega a la danza

entre el ser y el no ser

y en su candor

al incendio se abandona.

Sólo la helada apacigua 10

el torbellino de las hojas.

***

Mientras los durmientes,

suspensos en su nebulosa,

ignoran la dirección del tiempo,

la blanca caracola 15

que recorre sus sueños

vagarosa gira

en la amplitud nocturna.

Mas un ovillo de luz inicia su rotación

y la seduce, 20

y a sí mismo, con tal fuerza

que al fin sólo un punto negro

y luego nada.

La materia oscura

se pone a calcular 25

con números imaginarios.

***

No hay hilo que descifre

el laberinto del mar,

que no es trayecto del mar;

que esbozo es de lo invisible el mar, 30

condensaciones, tendencias;

que siempre es pasado el mar,

origen, materia madre,

sin forma, sin sombra, el mar;

que es deseo puro el mar, 35

pura posibilidad.