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TESTO PROVVISORIO - 1/29 - VI CORSO DI AGGIORNAMENTO IN DIRITTO MATRIMONIALE E PROCESSUALE CANONICO martedì 20 settembre 2016 Criterios de organización de los tribunales y de actuación de los operadores jurídicos tras el M.P. Mitis Iudex. Prof. Carlos MORÁN BUSTOS Introducción. La reforma del proceso de nulidad introducida por el M. P. Mitis Iudex responde a una idea finalística que el propio Papa Francisco explicita en el Proemio en estos términos: «la mayoría de mis hermanos en el Episcopado, reunidos en el reciente Sínodo Extraordinario, demandó procesos más rápidos y accesibles. En total sintonía con dichos deseos, he decidido dar mediante este Motu Proprio disposiciones con las que se favorezca, no la nulidad de los matrimonios, sino la celeridad de los procesos y, no en menor grado, una adecuada sencillez, de modo que, como consecuencia en el retraso en la definición del proceso, el corazón de los fieles que esperan que se aclare su estado, no se vea largamente oprimido por las tinieblas de la duda». No hay duda de que éstas —agilizar y simplificar estos procesos— son las finalidades a las que responde una reforma de tanto calado como la del M.I Mitis Iudex, cuyo espíritu informador —como se indica igualmente en el Proemio— es ««el enorme número de fieles que, aun deseando proveer a su propia conciencia, con demasiada frecuencia quedan apartados de las estructuras jurídicas de la Iglesia a causa de su distancia física o moral; por tanto, la caridad y la misericordia exigen que la misma Iglesia se haga accesible a los hijos que se consideran separados». Ahora bien, para ser fiel a este espíritu y conseguir aquellas finalidades, no es suficiente con actuar a nivel legislativo, sino que es esencial descender al nivel del gobierno y de la organización, y sobre todo, es clave transformar la sensibilidad y la conciencia de los operadores jurídicos , principales responsables —antes y ahora— de retrasos y de otros déficits relacionados con la administración de justicia en la Iglesia . Al hacerlo, al descender al ámbito «organizativo», tanto en su dimensión estática como en lo que tiene que ver con la dinámica de la actividad judicial, hay que tener en cuenta la ratio legis de la nueva normativa procesal —proteger la verdad del sagrado vínculo y su indisolubilidad— y el sentire cum Ecclesia, ya que el Mitis Iudex se coloca en el nivel de la funcionalidad de los mecanismos procesales, sin modificar los bienes jurídicos a los que éstos sirven con carácter instrumental, aunque directa e inmediatamente pastoral también. Igualmente, la estructura organizativa ha de ser concreción de un diseño legislativo que comporta una verdadera transformación de las estructuras jurídico-pastorales, cuyos criterios generales son la involucración del obispo en la administración de justicia, el carácter esencialmente diocesano del ejercicio de la jurisdicción y la proximidad juez-fiel; ello respecto de la organización, pues lo que atañe al obrar jurídico, la clave sigue siendo reconducir la actuación de los operadores jurídicos a criterios de «deber ser». 1. La búsqueda de la verdad y la protección de la indisolubilidad, principios rectores de la organización de los tribunales y de la dinámica procesal. El primer criterio que ha de regir la organización judicial y la dinámica procesal es la búsqueda de la verdad y la protección de la indisolubilidad , por encima de cualquier otro interés legítimo que pueda existir, que siempre tendrá un carácter subsidiario. Así ha de ser en la praxis procesal, en la organización de los tribunales y en toda la dinámica procesal , la cual ha de traducir necesariamente estos principios que son el verdadero fundamento y la ratio última del M. P. Mitis

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VI CORSO DI AGGIORNAMENTO IN

DIRITTO MATRIMONIALE E PROCESSUALE CANONICO

martedì 20 settembre 2016

Criterios de organización de los tribunales y de actuación de los operadores jurídicos tras el M.P. Mitis Iudex.

Prof. Carlos MORÁN BUSTOS

Introducción. La reforma del proceso de nulidad introducida por el M. P. Mitis Iudex responde a una idea

finalística que el propio Papa Francisco explicita en el Proemio en estos términos: «la mayoría de mis hermanos en el Episcopado, reunidos en el reciente Sínodo Extraordinario, demandó procesos más rápidos y accesibles. En total sintonía con dichos deseos, he decidido dar mediante este Motu Proprio disposiciones con las que se favorezca, no la nulidad de los matrimonios, sino la celeridad de los procesos y, no en menor grado, una adecuada sencillez, de modo que, como consecuencia en el retraso en la definición del proceso, el corazón de los fieles que esperan que se aclare su estado, no se vea largamente oprimido por las tinieblas de la duda». No hay duda de que éstas —agilizar y simplificar estos procesos— son las finalidades a las que responde una reforma de tanto calado como la del M.I Mitis Iudex, cuyo espíritu informador —como se indica igualmente en el Proemio— es ««el enorme número de fieles que, aun deseando proveer a su propia conciencia, con demasiada frecuencia quedan apartados de las estructuras jurídicas de la Iglesia a causa de su distancia física o moral; por tanto, la caridad y la misericordia exigen que la misma Iglesia se haga accesible a los hijos que se consideran separados».

Ahora bien, para ser fiel a este espíritu y conseguir aquellas finalidades, no es suficiente con actuar a nivel legislativo, sino que es esencial descender al nivel del gobierno y de la organización, —y sobre todo, es clave transformar la sensibilidad y la conciencia de los operadores jurídicos—, principales responsables —antes y ahora— de retrasos y de otros déficits relacionados con la administración de justicia en la Iglesia—.

Al hacerlo, al descender al ámbito «organizativo», tanto en su dimensión estática como en lo que tiene que ver con la dinámica de la actividad judicial, hay que tener en cuenta la ratio legis de la nueva normativa procesal —proteger la verdad del sagrado vínculo y su indisolubilidad— y el sentire cum Ecclesia, ya que el Mitis Iudex se coloca en el nivel de la funcionalidad de los mecanismos procesales, sin modificar los bienes jurídicos a los que éstos sirven con carácter instrumental, aunque directa e inmediatamente pastoral también.

Igualmente, la estructura organizativa ha de ser concreción de un diseño legislativo que comporta una verdadera transformación de las estructuras jurídico-pastorales, cuyos criterios generales son la involucración del obispo en la administración de justicia, el carácter esencialmente diocesano del ejercicio de la jurisdicción y la proximidad juez-fiel; ello respecto de la organización, pues lo que atañe al obrar jurídico, la clave sigue siendo reconducir la actuación de los operadores jurídicos a criterios de «deber ser».

1. La búsqueda de la verdad y la protección de la indisolubilidad, principios rectores de la organización de los tribunales y de la dinámica procesal.

El primer criterio que ha de regir la organización judicial y la dinámica procesal es la búsqueda de la verdad y la protección de la indisolubilidad—, por encima de cualquier otro interés legítimo que pueda existir, que siempre tendrá un carácter subsidiario. Así ha de ser en la praxis procesal, en la organización de los tribunales y en toda la dinámica procesal—, la cual ha de traducir necesariamente estos principios que son el verdadero fundamento y la ratio última del M. P. Mitis

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Iudex, tal como aparece ya en el Proemio de la norma: «con el transcurrir de los siglos, la Iglesia, en materia matrimonial, adquiriendo conciencia más clara de las palabras de Cristo, ha comprendido y expuesto más profundamente la doctrina sobre la indisolubilidad de vínculo del matrimonio, ha elaborado el sistema de la nulidad del consentimiento matrimonial y ha disciplinado más adecuadamente el proceso judicial sobre dicha materia, todo ello de acuerdo con la verdad de fe profesada…Consciente de ello, establecí que se iniciara la reforma de los procesos de nulidad del matrimonio…salvando siempre el principio de la indisolubilidad del vínculo matrimonial».

Ésta es la ratio que subyace a estas Normas—, y ésta es la razón que justifica el que se siga vinculando estas causas a la potestad judicial, y no a la potestad administrativa—. Igualmente, esta protección de la verdad del matrimonio, de su realidad objetiva en el plano de la naturaleza y en el plano salvífico, de su configuración esencialmente indisoluble, es la que justifica la naturaleza declarativa de los procesos de nulidad—, y también la que está detrás del mantenimiento de la requerida certeza moral en los términos del art. 12 de las Reglas de Procedimiento—, que viene a zanjar uno de los debates previos que se plantearon acerca de la oportunidad de seguir manteniendo su necesidad—, debates muy ligados a las propuestas de administralizar los procesos de nulidad—. Igualmente, esta protección de la verdad y de la indisolubilidad del matrimonio es la que justifica la intervención del obispo en el proceso brevior—.

No hay duda, por tanto, de que, en el terreno de los principios —en la mens legislatoris— la búsqueda de la verdad y la protección de la indisolubilidad es un punto central en torno al cual ha querido el legislador que grabitara la reforma del Mitis Iudex. Ha habido quien ha cuestionado si el modo como han sido reguladas determinadas instituciones procesales es el más idóneo para la consecución de esa finalidad—, dato que es muy importante, pues las soluciones técnico-procesales no son «neutras», sino que, por el contrario, la configuración concreta que se hace de las diversas instituciones procesales tiene una incidencia directa en los bienes jurídicos de fondo, ya que existe una relación directa entre «proceso» e «institución» a la que sirve como instrumento; en el caso del proceso de nulidad, el modo como en cada momento se regulan las diversas instituciones procesales incide de manera extraordinaria en el anuncio que la Iglesia hace de la verdad del amor y del matrimonio, y en la manera como protege sus elementos y propiedades esenciales, especialmente su indisolubilidad—. Así ha sido hasta ahora y nadie debería dudar de que así será a partir de ahora también. En este sentido, el M. P. Mitix Iudex ha introducido novedades muy importantes, y habrá que ver hasta qué punto alguna de ellas —por ejemplo la supresión de la doble conforme, o la modificación de los títulos de competencia en los términos del can. 1672, o la introducción del proceso breve, o el sistema de apelación que se ha configurado, o los criterios valorativos de los que se parte al amparo del can. 1678 §§1-3…— contribuirán a fortalecer o no la verdad del vínculo conyugal y su indisolubilidad.

En todo caso, ello dependerá sobre todo, más incluso que de la regulación de las instituciones procesales en sí, del modo como los operadores jurídicos acojamos la nueva normativa comprometiéndonos con la búsqueda de la verdad del vínculo y con la defensa de su indisolubilidad—. Recordemos al respecto las siguientes palabras del propio Papa Francisco: «es importante que la nueva normativa sea recibida y profundizada, en el mérito y en el espíritu, especialmente por los operadores de los tribunales eclesiásticos, con el fin de ofrecer un servicio de justicia y caridad a las familias»—.

Por ello, en mi opinión es esencial descender al terreno organizativo y al nivel de la praxis forense. Es en este nivel, el de aplicación práctica de la reforma por parte de los operadores jurídicos concretos, en el que se ha trabajar a fin de que la búsqueda de la verdad y la protección de la indisolubilidad sea un desafío irrenunciable—. Ésta es un tarea que incumbe a todos los que actúan en el foro canónico —defensor del vínculo, en su caso también el promotor de justicia, patronos de las partes, peritos, notarios, asesores, instructores, todos aquellos que intervengan en la fase «prejudicial o pastoral»—, pues todo ellos están llamados a búscar la verdad del vínculo conyugal y a proteger su indisolubilidad, pero especialmente lo están los jueces—, incluyendo por supuesto entre ellos a los obispos cuando ejercizan personalmente la función judicial (en el proceso «brevior» o en el proceso ordinario, y también en el proceso documental): desde la aceptación de la

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demanda y la fijación de la fórmula de dudas, desde la determinación del proceso a seguir, pasando por la práctica de las pruebas, y hasta la sentencia definitiva —así como durante los incidentes que puedan surgir en el curso del proceso—, el juez canónico ha de estar «vinculado por la verdad que trata de indagar con empeño, humildad y caridad»—.

Para aplicar en la praxis forense este principio rector, los operadores jurídicos —especialmente los jueces— hemos de enfrentamos a dos grandes tentaciones: en primer lugar, los operadores jurídicos en la Iglesia estamos tentados por «un contexto cultural marcado por el relativismo y el positivismo jurídico, que consideran el matrimonio como una mera formalización social de los vínculos afectivos»—, y por la idea de que es imposible conocer la verdad, más aún, que hay motivos —algunos tan legítimos como la autorealización personal, la búsqueda de la felicidad personal y la superación del sufrimiento personal, la falta de responsabilidad en la ruptura…— que justificarían «liberarse de la verdad», con la convinción latente de que la «no verdad», el quedarse lejos de la verdad del vínculo conyugal o al margen de ella, sería para el hombre mejor que la propia verdad—. En segundo lugar, los operadores jurídicos estamos tentados por la falaz oposición entre justicia y caridad-misericordia, y también por la idea de instrumentalizar el proceso de nulidad como «remedio y solución» frente a algunos problemas pastorales. En relación con ello, basta recordar lo que Benedicto XVI indicaba en su Discurso a la Rota Romana de 2010, en el que —partiendo de algunas consideraciones expuestas en su encíclica Caritas in veritate— denunciaba «la tendencia, difundida y arraigada, aunque no siempre manifiesta, que lleva a contraponer la justicia y la caridad, como si una excluyese a la otra. En este sentido, (...) algunos consideran que la caridad pastoral podría justificar cualquier paso hacia la declaración de la nulidad del vínculo matrimonial para ayudar a las personas que se encuentran en situación matrimonial irregular»—; ante esta realidad, Benedicto XVI afirmaba que: «tanto la justicia como la caridad postulan el amor a la verdad y conllevan esencialmente la búsqueda de la verdad…Defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla con la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad. Esta “goza con la verdad” (1 Co 13, 6) (caritas in veritate). Sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente...»—.

Frente a estas tentaciones —y también frente aquellas que reflejan un legalismo y rígido tecnicismo que aleja la justicia y la caridad—— hay que tener presente en el día a día del obrar forense que nuestros tribunales están llamados a ser —según expresión muy afortunada del Papa Francisco en el dicurso a Rota romana de este año 2016—— «tribunales de la familia», «tribunales de la verdad del vínculo sagrado», para lo cual el juez —todos los operadores jurídicos, pero especialmente él— ha de poner el punto de mira en la búsqueda de la verdad de esa institución que llamamos matrimonio—, institución querida por Dios y configurada naturalmente con unos elementos esenciales que, en sí, quedan fuera del arbitrio humano—. Lo que está en juego son, no «los intereses» de las partes, sino la verdad del matrimonio—, más aún, la verdad de la propia persona, pues cuando nos acercamos a la verdad procesal, nos acercamos también a la verdad sobre la persona—, el matrimonio y la familia, y afirmamos al mismo tiempo el valor —para las partes y para el conjunto del Pueblo de Dios— de la justicia y la caridad—. Por ello, cada uno de los jueces debemos ser conscientes al dictar una sentencia sobre la validez de un matrimonio —también si se declara la nulidad— que dicho pronunciamiento es un opus veritatis, «una aportación a la cultura de la indisolubilidad»—, siempre que sea justa y responda a la verdad del matrimonio, pues manifiesta de modo muy incisivo en qué consiste el verdadero matrimonio y cuáles son las condiciones mínimas requeridas—, todo lo cual influye, no sólo sobre las propias partes, sino sobre el entero pueblo de Dios—. Éste es un dato que hay que actualizar y que hay que tenerse muy presente con el fin de evitar, por ejemplo, que la supresión de la dúplex conformis, y la propia configuración de los títulos de competencia según los criterios del can. 1672, pueda quizás incidir en la verdad del matrimonio, sobre todo porque se «atomiza» la jurisdicción y se suprime la estructura piramidal— —que siempre tiene un cierto efecto unificador de la jurisprudencia— y también porque se facilita el «subterfugio» del «turismo procesal»—.

Por ello, la clave quizás de la acción de los tribunales esté en la siguientes palabras del Papa Francisco a la Rota romana en 2016:

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«La Iglesia, en efecto, puede mostrar el indefectible amor misericordioso de Dios por las familias, en particular a las heridas por el pecado y por las pruebas de la vida, y, al mismo tiempo, proclamar la irrenunciable verdad del matrimonio según el designio de Dios. Este servicio está confiado en primer lugar al Papa y a los obispos. En el camino sinodal sobre el tema de la familia, que el Señor nos ha concedido realizar en los dos últimos años, hemos podido realizar, en espíritu y estilo de efectiva colegialidad, un profundo discernimiento sapiencial, gracias al cual la Iglesia ha indicado al mundo —entre otras cosas— que no puede haber confusión entre la familia querida por Dios y cualquier otro tipo de unión. Con esa misma actitud espiritual y pastoral, vuestra actividad, tanto al juzgar como al contribuir a la formación permanente, asiste y promueve el opus veritatis. Cuando la Iglesia, a través de vuestro servicio, se propone declarar la verdad sobre el matrimonio en el caso concreto, para el bien de los fieles, al mismo tiempo tiene siempre presente que quienes, por libre elección o por infelices circunstancias de la vida, viven en un estado objetivo de error, siguen siendo objeto del amor misericordioso de Cristo y por lo tanto de la misma Iglesia»—.

Además de ello, y descendiendo al terreno concreto de la praxis forense —de la dinámica procesal concreta—, creo que sigue siendo urgente corregir algunas algunas actitudes que se advierten en la praxis de determinados tribunales: retrasos en la instrucción, mala preparación de la misma, interrogatorios hechos a base de generalidades que no toman en consideración la vicisitudes del matrimonio concreto, preguntas «teledirigidas», capciosas, sugerentes, interrogatorios realizados por personas «delegadas» poco idóneas…. Como recomendaciones concretas, además de seguir instando a respetar el principio de inmediación en la instrucción y que sea el Ponente el que instruya la causa—, creo que se podrían tener en cuenta en la praxis forense alguna de las siguientes: Atender al criterio de licitud, transperencia y utilidad de la prueba en el momento de su aceptación; Recordar a los declarantes la obligación grave que tienen de decir toda la verdad y sola la verdad, así como, pedirles —salvo causa grave que aconseje otra cosa— que presten juramento de decir la verdad; Preparar muy bien las declaraciones en general y los interrogatorios en particular; Saber interrogar—; Evitar las declaraciones preparadas o manipuladas, para lo cual no se debe dar traslado a las partes y a los testigos de los artículos presentados para el interrogatorio de los declarantes —sólo de sus nombres—, y se debe intentar que se haga en el mismo día y sin que las partes y los testigos puedan intercambiar información sobre «el modo como ha ido la declaración»; Prestar atención para que en cada caso se deje contancia de la fuente de conocimiento de los hechos que se declaran, de sus circunstancias, del momento en que se enteró de lo que afirma; Solicitar informes sobre la probidad y credibilidad de las partes; De existir separación o divorcio civiles, solicitar que se incorporen la demanda y contestación las confesiones judiciales, la documental aportada, el peritaje, la sentencia, con lo que se puede establecer una comparación con la prueba practicada en sede canónica, lo que no rara vez aporta luz a la causa canónica; Recoger en las actas las mismas palabras de la declación, al menos en cuanto se refieren directamente al objeto del juico, evitando «interpretaciones» o «traduciones»; Prestar mucha atención a todo lo que tiene que ver con la realización de la prueba pericial, especialmente intentar ser precisos a la hora de plantear las cuestiones al perito, procurar que se proceda a la ratificación...

Como se puede advertir, todas estas advertencias y recomendaciones tienen mucho que ver esa priorización de la verdad como primer criterio del obrar del juez, con esa pretensión de garantizar que la totalidad de las actas del juicio eclesiástico sean «fuentes de verdad»—. Pero no sólo es el juez el que está vinculado con la verdad-indisolubilidad, sino que, como hemos indicado, ésta involucra a todos, especialmente también a las partes y sus letrados y al defensor del vínculo: en el caso del abogado, la vinculación con la verdad se produce especialmente en la fase previa al proceso —confrontando la historia del sujeto con la verdad del matrimonio y la familia—, en el momento de proponer y practicar pruebas —que no podrán ser ni falsas, ni ilícitas—, y también al momento de presentar sus alegaciones (debe tener presente siempre que la sentencia obtenida con engaño provoca un daño a la persona y a la Iglesia); por lo que respecta al defensor del vínculo, llamado a proponer y manifestar todo aquello que se pueda aducir razonablemente contra la nulidad (can. 1432 §2), ni puede construir pruebas y argumentos artificiales, sin fundamento, con la finalidad de defender a toda costa el vínculo, ni puede manifestarse en a favor de la nulidad —el

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criterio del art. 56 §5 DC sigue teniendo vigencia—, y debería atender a algunas pautas concretas de actuación: participación activa desde el inicio del proceso y durante el desarrollo del mismo (can. 1433); preparación del interrogatorio, proponer artículos al juez para el examen de las parte y de los testigos; presencia física durante la práctica de las pruebas y durante el interrogatorio de las partes y los testigos y peritos, con el fin de que se garantice el cumplimiento de las normas procesales que regulan la práctica de la prueba, y se les de a cada una de ellas el valor que tiene desde el punto de vista de su contenido y alcance; petición de aclaración de determinados extremos del informe pericial; participación diligente ante la peticiones de las partes privadas; interposición de querella de nulidad y de apelación en caso de disconformidad con la sentencia, algo que tiene particularmente relevancia una vez suprimida la duplex coformis.

En definitiva, si la búsqueda de la verdad y la protección de la indisolubilidad son elementos claves del Mitis Iudex, hay que trabajar para que a la hora de ir concretando la estructura jurídica en general y la organización de los tribunales en particular, y a la hora de la aplicación práctica de la reforma, la praxis forense refleje un compromiso indeludible de todos los operadores jurídicos a fin de que la verdad procesal declarada refleje la verdad del matrimonio y de la familia, en definitiva, la verdad de la propia persona—, ello también como exigencias de la justicia y la caridad—.

2. . La «conversión de las estructuras» jurídico-pastorales y los criterios de organización de la actividad judicial a la luz del M.I. Mitis Iudex.

El contexto remoto de la reforma del proceso de nulidad está en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium; aunque en ella no se hace referencia alguna a los procesos de nulidad ni a la actividad judicial, sí que en ella hay algunas ideas basilares-programáticas de todo el pontificado del papa Francisco, que necesariamente han de tener traducción también al ámbio jurídico. En efecto, lo que el Papa pretende es invitar a todos los fieles cristianos «a una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría del Evangelio, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años» (n. 1 EG); quiere una Iglesia «en salida» (nn. 20-24 EG), que no se limite a una «simple administración» de lo que ya tiene (n. 25 EG), que venza la tentación de inmovilismo autodefensivo, que sea «casa abierta del Padre» (n. 47 EG), no una «aduana» que controle y e impida el acceso y que se aferre a lo más seguro (nn. 47-49 EG), sino que se involucre en una «pastoral en conversión» (nn. 25-39 EG): «Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37)» (n. 49 EG).

Como elemento esencial de la acción pastoral de la Iglesia, el Papa Franscisco indica lo siguiente:

«Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad» (n. 27 EG).

Toda la acción pastoral de la Iglesia, por tanto, está necesitada de una «conversión de pastoral», de esta «conversión de las estructuras» a la que se refiere al Papa de modo recurrente, también la actividad judicial que la Iglesia presta a los fieles, muchos de ellos marcados tantas veces por las heridas de la vida y por el dolor que siempre comporta el fracaso y la ruptura de un proyecto como el conyugal.

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Ahora bien, para que la transformación de las estructuras llegue al ámbito de la administración de justicia en la Iglesia, para hacer realmente efectiva esta «conversión de las estructuras jurídicas», hay que partir —y actualizar— de la conexión directa entre misión-acción evangelizadora y administración de justicia en la Iglesia: no estamos ante una dimensión extraña a la misión de la Iglesia, ni tampoco ante algo accesorio o epidérmico de la vida de la Iglesia —por ejemplo, no es algo que se relacione única ni primariamente con la Iglesia societas—, sino ante un elemento esencial que entronca con las entrañas mismas del anuncio del Evangelio. Ello exige superar la visión dialéctica de lo jurídico respecto de lo pastoral, y también la dialéctica proceso de nulidad y pastoral matrimonial, y exige también redescubrir la dimensión de justicia que existe en el misterio de Cristo y de su Iglesia, y también la relación directa entre proceso de nulidad y pastoral. Estamos ante algo que ha sido destacado de modo constante por los últimos Romanos Pontífices—; también el Papa Francisco ha hecho alusión repetidas veces a esta conexión entre administración de justicia y misión de la Iglesia: por ejemplo, así lo recordó expresamente en su discurso a la plenaria del STSA de 8 de noviembre de 2013—, en donde habló de «la conexión entre la acción de la Iglesia que evangeliza y la acción de la Iglesia que administra la justicia», y en el discurso a la Rota romana de 24 de enero de 2014, en donde hacía referencia a esta cuestión en los siguientes términos: «la dimensión jurídica y la dimensión pastoral del ministerio eclesial no se contraponen, porque ambas están orientadas a la realización de las finalidades y de la unidad de acción propias de la Iglesia. La actividad judicial eclesiástica, que se configura como servicio a la verdad en la justicia, tiene, en efecto, una connotación profundamente pastoral, porque pretende perseguir el bien de los fieles y la edificación de la comunidad cristiana»—.

Por tanto, la «conversión de las estructuras» ha de tocar a toda la acción pastoral de la Iglesia, y también a la actividad judicial; así lo indicó expresamente en el discurso a la Rota de 2015: «quiero exhortaros a un mayor y apasionado compromiso en vuestro ministerio, como garantía de unidad de la jurisprudencia en la Iglesia. ¡Cuánto trabajo pastoral por el bien de tantas parejas y de tantos hijos, a menudo víctimas de estas situaciones! También aquí se necesita una conversión pastoral de las estructuras eclesiásticas (cf. ibídem, n. 27), para ofrecer el opus iustitiae a cuantos se dirigen a la Iglesia para aclarar su propia situación matrimonial»—. No hay duda de que estamos ante uno de los elementos esenciales con los que se justifica, tal como se indica expresamente en el Proemio: «alimenta este impulso reformador el enorme número de fieles que, aun deseando proveer a su propia conciencia, con demasiada frecuencia quedan apartados de las estructuras jurídicas de la Iglesia debido a la distancia física o moral»; y también en el n. III del Proemio, en donde, hablando de la actuación del obispo, concluye (citando ese n. 27 EG): «Se espera que…el obispo ofrezca un signo de la conversión de las estructuras eclesiásticas…».

En mi opinión, estamos ante una de las claves de lectura de todo el Mitis Iudex, y ante uno de los aspectos más positivos del mismo, así como ante el gran reto a que está llamada la Iglesia si quiere hacer efectiva las potencialidades de la reforma del proceso que se ha operado. Para ello, no basta con quedarnos en el nivel del nuevo diseño legislativo, sino que es esencial que se concrete en la dinámica procesal y en la organización judicial, que sí que ha de traducir necesariamente las líneas maestras dibujadas por el Mitis Iudex. Téngase en cuenta, que el legislador no se limita a configurar un instrumento técnico-procesal más ágil y simplificado, sino que pretende un prototipo estructural que permita afrontar la «emergencia» pastoral familiar contemporánea—

Veamos cuáles son los criterios que, de acuerdo con lo establecido en el M.I. Mitis Iudex, han de regir y concretar esta conversión de las estructuras al nivel de la organización-dinámica judicial:

2.1. Compromiso del Obispo en la administración de justicia. En la Iglesia no existe la separación de poderes, sino que, por derecho divino (LG 8, cann. 331 y

381), en la persona titular de los oficios capitales (el Romano Pontífice y los Obispos diocesano) se da la unidad-concentración de la triple potestad de gobierno (legislativa, ejecutiva y judicial). Así, en el caso de la potestad judicial, el Romano Pontífice posee la plenitud y supremacía de la potestad judicial ordinaria, propia, siendo juez inmediato de todos los fieles, de modo «concurrente» con los respectivos obispos diocesanos, que gozan también de potestad judicial ordinaria propia e inmediata (cann. 131, 391 §2), aunque no es suprema sino subordinada a la del Papa (cann. 331, 333, 336,

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375); de aquí se deduce, que todo fiel posee dos jueces «naturales» —el Papa y el Obispo diocesano—— con potestad ordinaria propia—.

A pesar de ello, y aunque desde el inicio del cristianismo los Obispos ejercieron personalmente la potestad judicial—, sin embargo se fue imponiendo en la tradicción canónica «la desconcentración» del ejercicio de la potestad judicial, ello tanto a nivel de la Iglesia universal como a nivel de la Iglesia particular: el Papa renunciaba habitualmente al ejercicio de la potestad judicial a favor de los tribunales apostólicos—, y también el Obispo diocesano a favor del vicario judicial y de su tribunal. Éste es el criterio que establece el can. 1420 del CIC’83 para los procesos en general, y éste mismo es el criterio general que sigue estableciendo el nuevo can. 1673 §2 y el art. 8 §1 RP.

Es verdad que el M.P. Mitix Iudex ha redimensionado la figura del Obispo diocesano insistiendo en colocarlo en el vértice de la función judicial en material de nulidad del matrimonio, encomendándoles tareas que, en términos generales, van desde el control a la vigilancia de la administración de justicia, hasta procurar la formación de los operadores jurídicos, pasando por el propio desempeño personal de la función de juez. Los términos generales de esta redimensión de la función judicial del obispo se establecen en el Proemio, cuando, al referirse a los criterios fundamentales que han guiado la reforma y a las novedades principales, indica en el n. III lo siguiente: «En orden a que sea finalmente traducida en la práctica la enseñanza del Concilio Vaticano II en un ámbito de gran importancia, se ha establecido hacer evidente que el mismo Obispo en su Iglesia, de la que es constituido pastor y cabeza, es por eso mismo juez entre los fieles que se le han confiado. Se espera por tanto que, tanto en las grandes como en las pequeñas diócesis, el Obispo mismo ofrezca un signo de la conversión de las estructuras eclesiásticas, y no deje la función judicial en materia matrimonial completamente delegada a los oficios de la curia. Esto valga especialmente en el proceso más breve, que es establecido para resolver los casos de nulidad más evidente».

Más allá de una cierta descentralización normativa de la potestad legislativa del Romano Pontífice a favor de los obispos diocesanos en materia procesal—, creo que lo que se ha hecho es deslizar la balanza hacia el lado del obispo diocesano, de modo que se venga a corregir una extendida y casi crónica desatención por parte de los obispos diocesanos respecto de la actuación de sus tribunales. En este sentido, lo que realmente se pretende es que el obispo diocesano se comprometa en el desarrollo de la función judicial, lo cual va mucho más allá del ejercicio inmediato de la función de juez. En relación con ello, sí que se puede hablar de una cierta inversión de la recomendación que hace art. 22 §2 de la Dignitas Connubii —en línea con el can. 1420 CIC’83— de que el obispo diocesano «no actúe por sí mismo, salvo que haya causas especiales» que así lo justifiquen. Sin embargo, más allá de ese matiz, si nos atenemos a la literalidad del nuevo can. 1673 §1, se advierte fácilmente que lo que se hace es reproducir el criterio del can. 1419 y aplicarlo al ámbito del proceso de nulidad: ahora, como antes, se reconoce al obispo diocesano el derecho de actuar «por sí mismo» como juez—, algo que en el proceso ordinario y en el proceso documental es una posibilidad—, y que en el proceso brevior es una obligación (ésta sí que novedosa, porque todo el proceso brevior es novedoso en sí).

Evidentemente, en el proceso brevior el obispo tendrá un roll esencial, tendiendo que actuar necesariamente como juez, pero sería un error reducir la actuación del obispo al «proceso breve», ya que lo que se ha delineado es un proceso de nulidad del matrimonio que ha de integrarse en el conjunto del ministerio episcopal, como una de las tareas y responsabilidades importantes que el Obispo tiene ante el Pueblo de Dios, responsabilidad que —insisto en ello— va mucho más allá del ejercicio inmediato y personal de la función judicial. La clave no es que el obispo diocesano actúe como juez, sino que la clave de la reforma está en que los pastores sagrados, titulares de la potestad judicial, no se desentiendan del ejercicio de la misma, sino que estén vigilantes de modo que la administración de justicia que se hace en su nombre garantice un efectivo ejercicio del derecho a la tutela judicial efectiva (can. 221) —que en el caso del proceso de nulidad se concreta en el derecho a saber la verdad del propio estado personal— en términos de verdad y de diligencia, de justicia y de misericordia, lo que tiene que ver directamente con la salus animarum.

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Por ello, sigo sosteniendo que, en lo que se refiere al ejercicio de la función judicial, el criterio sigue siendo el de la «desconcentración» de la potestad a favor del vicario judicial y del tribunal—. Ni existe una previsión legislativa en sentido contrario (recordemos a tal efecto el can. 1673 §2), ni se puede afirmar en absoluto que hayan cambiado las razones que justificaban ese ejercicio desconcentrado de la función judicial. Estas razones son fundamentalmente de naturaleza práctica, pero tienen un gran peso objetivo dentro de la vida de la Iglesia: la tramitación de una causa de nulidad comporta muchas energías, requiere de unos conocimientos muy específicos y de una dedicación que no siempre disponen los pastores sagrados; puede comportar muchas veces un enfrentamiento que puede deteriorar mucho la misión y la imagen paterna del Obispo; los obispos carecen de tiempo para dedicarse a este servicio…; al actuar con órganos vicarios, que no concentran la triple potestad, parece que se protege mejor la independencia y la imparcialidad exigida al juez encargado de dictar sentencia, que parece goza de mayor independencia...Todas estas razones, de sano realismo eclesial, no parece que hayan sustancialmente cambiado, más bien todo lo contrario.

Por tanto, más allá del ejercicio inmediato de la función judicial, es mucho lo que el Obispo está llamado a hacer, todo ello como concreción —desde el Mitis Iudex urgente e ineludible— de su compromiso con esa «conversión de las estructuras», también de las estructura jurídico-pastorales. La clave es integrar la atención a los procesos de nulidad en el conjunto de su ministerio episcopal, comprometerse con el desempeño de la función judicial, lo que habrá de traducirse en diversas actuaciones concretas, muchas de ellas reconocidas explícitamente en la legislación universal, y también otras que habrán de reconocerse vía reglamentos. En términos generales, el modo mejor —y más eficaz— como el Obispo ha de comprometerse en el desempeño de la función judicial es a través de las siguientes actuaciones generales: 1º/ Estableciendo las directrices generales de actuación de todos los operadores jurídicos de su tribunal, especialmente de los miembros del mismo; 2º/ Buscando personas idóneas para el ejercicio de la función judicial, con formación y dedicación «exclusiva» o «prioritaria»; 3º/ Estableciendo mecanismos efectivos de control de su actividad, de modo que ésta responda a criterios de celeridad y diligencia; 4º/ Prestando atención al tenor de los pronunciamientos de su Tribunal, de modo que se proteja y garantice el favor veritatis y el favor matrimonii y el principio de indisolubilidad; 5º/ Procurando que los fieles que lo requieran «tengan asegurada la gratuidad de los procedimientos» (Proemio de las Normas y art. 7 §2 de las Reglas Procesales); 6º/ Estableciendo mecanismos correctores de la negligencia, la impericia o el abuso a la hora de administrar justicia, contando incluso con la posible remoción del oficio—…

En resumen, el obispo podrá ser juez, sin embargo, parece oportuno que el criterio sea el de la desconcentración de la función judicial a favor de su tribunal; en todo caso, lo que no podrá eludir de ningún modo es su responsabilidad respecto de la administración de justicia en esa porción del Pueblo de Dios que le ha sido confiado. Tal como se indica en el n. 244 de la Exh Apost Amoris letitiae, él es el principal responsable de concretar esa conversión de las estructuras jurídico-pastorales que la reforma comporta: «la aplicación de estos documentos —M. P. Mitis Iudex y M.P. Mitis et Misericors Iesus— es una gran responsabilidad de los obispos diocesanos, llamados a juzgar ellos mismos algunas causas y a garantizar, en todos los modos, un acceso más fácil de los fieles a la justicia».

2.2. El tribunal diocesano como modelo de la organización judicial. Otro de los criterios generales de la organización judicial fijados por el M. P. Mitis Iudex es el de

la priorización del tribunal diocesano, convertido en el modelo y en el objetivo de la administración de justicia en la Iglesia. Se trata de un criterio que concreta el compromiso del obispo diocesano con la administración de justicia, y también el ejercicio desconcentrado de la función judicial al que nos hemos referido, y que se relaciona con el derecho-deber del obispo diocesano de organizar la potestad judicial, algo que se reconoce explícitamente ya en el Proemio, de hecho en el n. VI se insta a las Conferencias Episcopales a que «respeten absolutamente el derecho de los Obispos de organizar la potestad judicial en la propia Iglesia particular».

Es evidente, por tanto, que en el cuadro organizativo del Mitis Iudex, el tribunal diocesano es la modalidad preferible con la que el obispo está llamado a cumplir —indirectamente,

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«desconcentradamente»— con esa función «institucional» de iudex christifidelium que el legislador le reconoce (n. III del Proemio), y es el modo como habitualmente se concreta ese «por medio de otros» —«y conforme a derecho»— al que se refiere el can. 1673 §1 como alternativa al ejercicio inmediato y personal de la función judicial por parte del obispo diocesano.

Esta acentuación del carácter esencialmente diocesano de la jurisdicción local coloca a la otra alternativa a la que se refiere el can. 1673 §2b —esto es «el tribunal diocesano o el tribunal vecino»— como una opción residual, subsidiaria y extraordinaria—. De esta manera, se viene a «restablecer» la forma clásica y tradicional de organización judicial, corrigiendo la praxis organizativa cada vez más extendida de los tribunales interdiocesanos —de ser excepcional, pasaron a ser norma ordinaria en algunos países—, que de un modo u otro alejan la admistración del justicia del fiel, sustrayéndole al obispo una de las funciones esenciales que tiene encomendadas en el desempeño de su ministerio episcopal.

En efecto, la institución de los tribunales «interdiocesanos o regionales»— es relativamente reciente en la vida de la Iglesia, y responde a un intento de paliar la carencia de personal «cualificado» y de seguir prestando a los fieles el servicio de la administración de justicia al que tienen derecho (can. 221); en términos generales, el amparo legal de los tribunales interdiocesanos o regionales es el can. 1423 §1, en el que se fijan los requisitos esenciales para su constitución—: libre iniciativa y acuerdo de los respetivos obispos diocesanos que forman parte del mismo y aprobación de la Sede Apostólica. Decimos en términos generales, porque no todos los que existen son formal y sustancialmente reconducibles al can. 1423 §1 CIC’83, pues no todos ellos fueron fruto de la espontánea y conjunta iniciativa de los obispos diocesanos involucrados, sino fruto de un decisión de la Sede Apostólica; esto es lo que ocurrió en Italia con la promulgación de una ley particular, el M. P. Qua cura de Pío XII—, que suponía una verdadera derogación para dicho país del sistema de tribunales de primera y segunda instancia prevista en el CIC’17; entre 1940 y 1968 la Sagrada Congregación para Disciplina de los Sacramentos extendió este sistema a otros países (Filipinas, Canadá, Argentina, Brasil, Francia, Algeria, Colombia, Chile)—, pasando dicha competencia con la Regimini Ecclesiae Universae de Pablo VI a la Sectión Primera de la Signatura Apostólica, que apartir de las Normas de 28-XII-1970, en línea con la doctrina del Concilio Vaticano II sobre la potestad de los obispo, priorizó la voluntad de los obispos de constituir este tipo de tribunales—.

Sea como fuere, la multiplicación de los tribunales interdiocesanos, al tiempo que distanciaba la administración de justicia de los fieles, fue comportando también la «privación» de la potestad judicial de los respectivos obispos, de hecho éstos devienen absolutamente incompetentes ratione materiae para conocer de las causas reservadas a dichos tribunales (en la generalidad de los casos, las causas de nulidad del matrimonio), lo que, a su vez, pone en tela de juicio el principio teológico-constitucional del obispo diocesano como juez nato de la Iglesia particular que le ha sido confiada. Más aún, se ponía también en entredicho el derecho del obispo de organizar la potestad judicial según sus propios criterios, ya que el obispo no podía abandonar automáticamente dicho tribunal interdiocesano y constituir inmediatamente su propio tribunal, sino que necesitaba la autorización de la Sede Apostólica (a través de Signatura Apostólica), que a su vez controlaba si se verificaban las condiciones idóneas para que el obispo diocesano restableciera su propio tribunal.

Es evidente que este sistema contrasta directamente con algunos de los criterios fundamentales de la reforma—, de hecho el art. 8 §2 del M.P. Mitis Iudex consagra el derecho a retirarse-salir del tribunal interdiocesano, y el art. 8 §1 el derecho-deber de constituir el propio tribunal diocesano, todo ello sin intervección de ninguna autoridad ulterior.

Conocido es ya por todos el debate y la discusión extraordinaria que dicho art. 8 §2 ha suscitado, especialmente en el ámbito italiano—; no entramos en el mismo porque escapa el ámbito de nuestro estudio—; nos limitamos a dejar constancia de cuáles han de ser los aspectos claves y la disciplina a propósito de la relación obispo diocesano-tribunal interdiocesano:

1º/ Frente a la praxis organizativa de extender los tribunales interdiocesanos o regionales, el modelo ordinario y preferido por el legislador es el del tribunal diocesano, cuya constitución no es potestativa sino obligatoria (can. 1673 §2), de ahí que se inste a procurar «cuanto antes» la formación necesaria de los futuros miembros (art. 8 §2 RP).

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2º/ De acuerdo con el art. 8 §2 RP, el obispo diocesano puede —tiene derecho a ello— «abandonar» libremente el tribunal interdiocesano, no requiriendo para ello de la autorización de ninguna instancia superior, tampoco del STSA; sí que habrá que comunicarlo al resto de los obispos , y también a la STSA, que verificará «la sussistenza delle condizioni per un adeguato funzionamento delle strutture giudiziarie»—. 3º/ El M.P. Mitis Iudex salvaguarda las estructuras judiciales intediocesanas anteriores a la entrada en vigor, también los tribunales interdiocesanos—; igualmente se puede decir del rescripto de 7-XII-2015, en donde el efecto revocatorio pleno (abrogación) queda subordinado a la subsistencia de una ley anterior absolutamente contraria a la ley universal posterior—; si no fuera así, esto es, si todos los tribunales interdiocesanos —y también otras estructuras jurídicas, por ejemplo los tribunales nacionales—, o la propia Rota de la Nunciatura en España por ejemplo— hubieran quedados suprimidos, por razones de elemental seguridad jurídica —y por otras muchas razones, entre ellas por exigencias de la tan buscada celeridad…— se deberían haber establecido claúsulas-disposiciones transitorias, en las que se deberían haber indicado qué hacer con las miles de causas en curso en estos tipos de tribunales…, todo lo cual hubiera exigido de una referencia explícita detallada; igualmente, si no se reconociera la vigencia y operatividad de los tribunales interdicoesanos existentes, no tendría sentido por ejemplo el propio art. 8 §2, pues sería absurdo reclamar un derecho a abandonar una estructura que no existe; igualmente, tampoco tendría sentido los arts. 11 §1, 16 y 19 RP, o el can. 1673 §2…pues en todos ellos se hace referencia explícita al tribunal interdiocesano (aludido implícitamente también el art. 16 RP). 4º/ El Mitis Iudex no prevé la constitución de nuevos tribunales interdiocesanos en un futuro, más aún, el can. 1673 §2 parece oponerse a la creación ex novo de dichos tribunales—; a pesar de ello, parece que por razones de sano realismo eclesial —que tiene en cuenta la diversidad de la Iglesia, y las dificultades para crear una estructura jurídica diocesana en muchos lugares del mundo—, aplicando el criterio de subsidiariedad, se puede concluir que la creación de nuevos tribunales interdiocesanos —no previstos ciertamente, pero tampoco prohibidos, y sí aludidos indirectamente—, si bien ha de ser un solución excepcional y transitoria, entra dentro del derecho del obispo a organizar con libertad la administración de justicia. La base jurídica de esta posibilidad sería el can. 1423, aunque aquí se vuelve a suscitar la cuestión de la necesidad o menos de intervención de la Sede Apostólica a través del STSA: para algún autor, la intervención del STSA no se limitaría a un análisis de oportunidad o conveniencia, sino que tendría un carácter habilitativo o constitutivo de una facultad excluida en principio (por el can. 1673 §2), lo que supondría una verdadera dispensa —no una licencia— de la ley procesal—; la mens legislatoris, por el contrario, parece establecer un criterio diferente, distinguiendo según los obispos decididos a formar el nuevo tribunal interdiocesano pertenecieran o no a la misma provincia eclesiástica: si fueran de la misma provincia eclesiástica no se requeriría ni siquiera de la aprobación de la Sede Apostolica a la que se refiere el can. 1423 §1 —ni el nihil obstant anterior, ni el control posterior—, lo que parece ir contra la praxis de la propia Signatura Apostólica (art. 35 LP); si los obispos pertenecieran a provincias eclesiásticas distintas entonces sí que se necesitarían «licencia» de la Sede Apostólica—; como se ve, un parecer muy distinto, que quizás requeriría de un pronunciamiento interpretativo «auténtico» que cubriera el silencio del Mitis Iudex al respecto.

Al margen, por tanto, de la opción extraordinaria, subsidiaria y temporal de los tribunales interdiocesanos, la estructura organizativa preferida por el legislador es el tribunal diocesano, cuya función debe integrarse en el conjunto de las estructuras diocesanas de la pastoral familiar. Este dato creo que es uno de los grandes retos de la reforma: se trata de lograr una mayor vinculación e interrelación, bajo la dirección del obispo diocesano, entre el tribunal eclesiástico y las estructuras diocesanas, lo que exigirá un cambio de praxis en muchos diócesis. En efecto, la nueva normativa reclama una mayor presencia de ese servicio especializado que ofrecen los tribunales en el nivel de los arciprestazgo y de las parroquias, en primer lugar, informando y orientando de modo que se corrija la percepción negativa que en algunos ámbitos pueda existir respecto de la actuación de los

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tribunales; pero no sólo informando, también «yendo» —es una manifestación más de esa Iglesia «en salida» a la que alude constantemente el Papa (nn. 15, 17, 20-24, 27, 30, 46, 53, 179, 261 dela EG— al encuentro de aquellos fieles que están en una situación objetiva en la que pudieran necesitar de la atención de la vicaría judicial o del tribunal; y no sólo a estos niveles, también a nivel de la pastoral familiar diocesana, hay que incorporar criterios de coordinación, con el fin de corregir la generalizada ausencia de las estructuras de la pastoral familiar —a nivel diocesano y a nivel supradiocesano, por ejemplo a nivel de las conferencias episcopales— de aquellos que trabajan en la pastoral judicial: no puede ser que no se tenga en cuenta la pastoral familiar a los especialistas en esta actividad jurídico-matrimonial; en relación con este nivel, recordar que cuando el art. 2 RP habla de la investigación perjudicial pastoral, hace referencia a la necesidad de una pastoral matrimonial diocesana unitaria, lo cual no podrá conseguirse sin la participación de quienes dedican a este ministerio judicial a nivel diocesano. Y recordar también cuanto se indica en el n. 244 de la Exh. Apost. Amoris Letitiae: «por tanto será necesario poner a disposición de las personas separadas o de las parejas en crisis un servicio de información, consejo y mediación, vinculado a la pastoral familiar, que también podrá acoger a las personas en vista de la investigación preliminar del proceso matrimonial».

También a este nivel —el del discernimiento jurídico de su verdadero estado personal— ha de descender el trabajo del tribunal, lo cual debe tener reflejo desde el punto de vista organizativo; sí así se hiciera, se lograría aumentar, no las nulidades, pero sí el servicio que los tribunales están llamados a ofrecer a aquellos fieles que dudan de la validez del matrimonio o están convencidos de la nulidad del mismo.

2.3. El principio de proximidad juez-fiel. Otro de los criterios organizativos de la administración de justicia en la Iglesia —en estrecha

relación con los dos anteriores— ha de ser la cercanía física entre los órganos judiciales y los fieles: necesariamente la «conversión de las estructuras» jurídicas ha de pasar por una proximidad entre quienes se cuestionan la verdad del vínculo conyugal y quienes están llamados a conocer del mismo.

No hay duda de que este principium proximitatis es una de las finalidades principales perseguidas con la reforma —seguramente junto con la celeridad, la simplificación de los procesos, y en buena medida también la gratuidad—, de hecho así lo refiere explícitamente el Santo Padre en el Proemio de la norma: «Alimenta el estímulo reformador el enorme número de fieles que, aunque deseando proveer a la propia conciencia, con mucha frecuencia se desaniman ante las estructuras jurídicas de la Iglesia, a causa de la distancia física o moral; por tanto, la caridad y la misericordia exigen que la misma Iglesia como madre se haga accesible a los hijos que se consideran separados…»—.

Accesibilidad, cercanía, proximidad…son criterios, por tanto, que se relacionan con la responsabilidad de responder adecuadamente a las necesidades humanas y espirituales de fieles, y que por ello mismo, no pueden no concretarse en una reorganización de las estructuras jurídicas de la Iglesia. Esto es algo que interpela especial y primariamente a los Obispos, aunque también en el Proemio se insta a que las conferencias episcopales colaboren para lograr esta finalidad: «…El restablecimiento de la cercanía entre el juez y los fieles, en efecto, no tendrá éxito si desde las Conferencias no se da a cada Obispo el estímulo y conjuntamente la ayuda para poner en práctica la reforma del proceso matrimonial».

Este principio de proximidad es el que está detrás de la obligación de constituir el tribunal diocesano que establece el can. 1673 §2, la cual se impone por el legislador, no como una especie de ideal a cumplir únicamente por aquellas diócesis con una estructura organizativa idónea o con medios suficientes, sino que se trata de un obligación que el Papa quiere que asuman —«cuanto antes»— todos los obispos diocesanos, ya que tiene su fundamento en la necesidad de proteger los derechos de los fieles, a cuyo servicio se han de disponer unas estructuras jurídicas accesibles y eficaces; precisamente por ello, el Santo Padre señala que «en las diócesis que no tienen un tribunal propio, el Obispo debe preocuparse de formar cuanto antes, mediante cursos de formación permanente y continua, promovidos por las diócesis o sus agrupaciones y por la Sede Apostólica en

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comunión de objetivos, personas que puedan prestar su trabajo en el tribunal que ha de constituirse para las causas de nulidad» (art. 8 §1 RP).

Es verdad que no pocos obispos encontrarán graves dificultades para constituir su tribunal—, que habrá que conjugar en muchos casos la necesidad de proximidad y el realismo práctico, pero también lo es que no se debería perpetuar indefinidamente esa «insuficiencia organizativa», al contrario, se debería trabajar denodadamente para que esta proximitas se convierta en uno de sus desafíos prioritarios de la pastoral familiar.

Precisamente para facilitar que los obipos diocesanos puedan efectivamente cumplir con esta obligación de constituir tribunal que el legislador les impone, y para posibilitar que los fieles puedan echar mano más fácilmente de este «remedio» eclesial, se han establecido una serie de disposiciones novedosas y se han suprimido algunas normas que hacían más rígidos los mecanismos de la configuración y elección del tribunal:

a) Por lo que respecta a la configuración del tribunal, hay dos grandes novedades que, en la medida en que facilitarán la formación del tribunal, influirán positivamente en la proximidad juez-fiel:

1. La primera de ellas es la posibilidad del tribunal monocrático; aunque el criterio general sigue siendo el de la colegialidad (can. 1673 §3), en caso de imposibilidad de formar dicho colegio se permite que el obispo pueda encomendar la causa a un juez único, que ha de ser clérigo (can. 1673 §4), para lo cual, ya no se requiere el permiso de la conferencia episcopal (can. 1425 §4); es indudable que esta previsión del tribunal monocrático facilitará la configuración del tribunal diocesano a muchos obispos con dificultades para conformar el colegio de jueces, lo que se traducirá en una mayor proximidad. En mi opinión, se podría haber ido más allá, volviendo a la situación previa al CIC’17 y estableciendo como criterio general el juez monocrático, no la colegialidad—; así mismo, y en contra de lo establecido por el can. 1673 §5, no veo razones fundadas para no haber abierto la posibilidad del juez único también en segunda instancias; igualmente, se podría haber abierto también la opción de juez único laico—;

2. La segunda de ellas es la posibilidad reconocida en el can. 1673 §3 de nombrar jueces laicos, ello sin las limitaciones del can. 1421 §2 (sin que se verifique una situación de necesidad, y sin el permiso de la conferencia episcopal); es indudable que esta norma, en la medida en que amplía el espectro de quienes pueden ejercitar la función de juez en la Iglesia, contribuirá a facilitar la configuración de los turnos, lo que repercutirá en un tratamiento más ágil y próximo de las causas, que podría haber sido aún mayor si se hubiera permitido a los laicos ser también presidentes del Turno: si es normal que puedan ser mayoría en un tribunal (si hay dos laicos lo serán), no veo por qué no podrían ser también presidentes del colegio.

b) En relación con la elección del tribunal, hay también dos institutos procesales novedosos que también influirán en hacer efectiva una mayor proximidad fiel-juez:

1. El primero de ellos es la modificación de los títulos de competencia en los términos del can. 1672, justificada por parte de la doctrina como exigencia de este principio de proximidad—, pues permitá —al abrirse la opción del fuero del domicilio y cuasidomicilio de las partes— una mayor cercanía entre el fiel que solicita la nulidad y el órgano encargado de conocer de la misma, de modo que aquél no tendrá que acudir a un tribunal lejano para resolver su caso, posibilitándose también —a través del fuero de las pruebas, fijado ahora sin los límites del anterior can. 1673, 4º— la inmediación judicial entre la adquisición de las pruebas y el órgano que ha de valorarlas. Mi parecer, sin embargo, no es tan favorable a la modificación de los títulos de competencia en los términos en los que se ha hecho—, sobre todo en lo que tiene que ver con el «cuasidomicilio de las partes», de hecho creo que fácilmente se puede recurrir a él con finalidades espúrias, produciéndose un «turismo procesal» o una «fuga de causas», que ciertamente son contrarios a esa pretendida proximidad; además de ello, en la medida en que el tribunal se aleja de la parte demandada —que es la parte más débil procesalmente

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hablando, y la que hasta ahora estaba más protegida por el «foro del demandado»—, si ésta quiere participar de modo activo en el proceso, no es descabellado pensar que pueda tener más dificultades —debido a la previsible lejanía física del tribunal—, lo que también podría afectar al desarrollo de la causa—; de esta manera no se garantiza la proximidad entre el juez «y las partes», sino entre el juez «y la parte actora», que puede perfectamente ser la causa de la lejanía entre el juez «y la parte demandada»; todos sabemos que no se trata de supuestos inimagibles, de ahí que el propio legislador, al referirse a los títulos de competencia, recomiende en el art. 7 §1 que «se salvaguarde en la medida de lo posible la proximidad entre el juez y las partes»—. 2. La otra novedad normativa relacionada con la elección del tribunal que afecta directamente al principio de proximidad es el llamado «tribunal cercano o vecino» («vicinius tribunal») (can. 1673 §2b). Se trata de una hipótesis no prevista en el CIC’83, y cuyo antecedente inmediato es el «tribunal próximo» («vicinum tribunal») del art. 24 §1 de la Dignitas Connubii—, aunque a diferencia de éste, la posibilidad de acudir a un tribunal «cercano, o próximo o vecino» —diocesano o interdiocesano— por parte del obispo diocesano no está sujeta a la concesión de la prórroga de competencia —que supla la incompetencia relativa— por parte de la Signatura Apostólica (art. 124, 3º PB); en realidad, esta «habilitación»de la Sede Apostólica se habría de entender concedida implícitamente en virtud del propio can. 1673 §2, con lo que se evitan los interrogantes «eclesiológicos» relacionados con el ejercicio por parte del obispo de la potestad judicial extra territorium—; lo que la norma no hace de ninguna manera es suplir la incompetencia absoluta, de ahí que no se podría designar como «tribunal vecino-cercano» uno que fuera incompetente ratione obiecti o por razón del grado (art. 9 §1, 2º DC), pues estaríamos ante un supuesto de incompetencia absoluta que requeriría de comisión de competencia del STSA (art. 9 §3 DC, art. 124, 3º PB, arts. 35, 2º y 115 §§1-2 LPSTSA). En realidad, la hipótesis del «tribunal cercano-vecino» suscita no pocos interrogantes, sobre todo por la ausencia de ulteriores precisiones normativas. Por ello, ante el silencio disciplinar-normativo, considero que es importante partir de la ratio de la norma, que sin duda es la necesidad de garantizar el derecho a la tutela judicial efectiva —y el propio ius connubii, que incluye también el derecho a saber la verdad del propio personal— de aquellos fieles pertenecientes a diócesis sin estructura jurídica estable, o bien con estructuras que funcionan mal o están «atascadas»). Desde esta perspectiva, lo primero que se concluye es que se trata de una hipótesis excepcional-extraordinaria—, subsidiaria a la ausencia de estructura judicial diocesana o al mal funcionamiento de la misma—, motivo por el cual no podrá ser una opción indefinida ni prolongada en el tiempo, ya que ello contravendría los principios fundamentales de la reforma del Mitis Iudex. Precisamente por este carácter extraordinario, la hipótesis del «tribunal cercano-vecino» se ha de concretar minimizando inconvenientes o posibles consecuencias negativas para los destinatarios de la misma: por ejemplo, la designación del «tribunal cercano-vecino» ha de hacerse de modo «estable» —aunque sea mientras dure la situación de base que fundamenta esta opción—, es decir, el obispo a quo debería designar siempre al mismo obispo ad quem, no a varios, ni tampoco una vez a uno y luego a otro(s), ni debe «salirse» de un tribunal y «acceder» a otro…; igualmente, sería oportuno que se estableciera ex ante y por vía reglada —a través del derecho particular—, de modo que se garantizara el derecho al juez predeterminado por la ley y se evitara la apariencia de jurisdicción pactada, algo que tiene que ver directamente con la imparcialidad (objetiva) y con la independencia judicial. La designación del «tribunal cercano-vecino» concreto —diocesano o interdiocesano— ha de responder a criterios de proximidad geográfica, pero no sólo, también a criterios de celeridad: en este sentido, se habría de designar a aquellos tribunales más próximos geográficamente, pero también que mejor funcionan (aunque no fueran los limítrofes o materialmente cercanos)—. Dos consideraciones últimas: la designación habrá de ser aceptada por el obispo del «tribunal vecino-cercano» elegido, lo

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que exige de un acuerdo previo, no fuera que por razones de oportunidad —por ejemplo, por advertir que su tribunal tiene muchas causas pendientes o está sobrecargado de trabajo...— el obispo ad quod rehusara la pretendida designación del obispo a quo; una vez que se ha accedido al tribunal cercano-vecino, la perpetuatio iurisdictione exige que en grado de apelación el tribunal se designe según el criterio de los cann. 1438 y 1439.

3. La organización de los tribunales y la dinámica procesal han de responder a criterios deontológicos.

Más allá de que el modo como se han regulado técnicamente determinadas instituciones procesales es susceptible de ser mejorado —y estoy convencido de que así se hará con absoluta normalidad—, lo cierto es que la reforma que se ha realizado debe ser encuadrada en esa aportación carismática del munus petrino en una época de cambios y de profunda transformación, época en la que la Iglesia —guiada por la intuición del Papa Francisco— debe hacer efectiva una verdadera «conversión de las estructuras» (n. 27 EG), también de las jurídicas. Ahora bien, como ya se ha indicado, para que hacer realmente efectivo es telos de la reforma, no es suficiente con actuar a nivel del diseño legislativo, sino que hay que descender al nivel del gobierno y de la organización, y sobre todo, hay que descender al nivel del obrar forense canónico, sensibilizando y concienciando a los operadores jurídicos, especialmente de aquellos que estamos llamados a administrar justicia en nombre de Dios en la Iglesia. Para ello, la clave sigue siendo reconducir la dinámica procesal a criterios de «deber ser» y de «buen obrar».

En efecto, la reforma se hace en parte porque —tal como se puso de relieve en el Sínodo extraordinario de la Familia de 2014— existe la idea más o menos generalizada de un mal funcionamiento de los tribunales eclesiásticos, o al menos de que éstos no satisfacen de la mejor manera las necesidades-derechos de aquellos fieles que pasan por experiencias traumáticas relacionadas con la verdad de su matrimonio. Sin entrar en ulteriores consideraciones—, lo que sí tengo muy claro es que si realmente se pretenden corregir los desajustes en el funcionamiento de los tribunales en la Iglesia, hay que centrar la atención en el desarrollo de la dinámica procesal, más aún, hay que reconducir el obrar forense a criterios de deontológicos, a criterios de «buen obrar»—.

Ya hemos hecho referencia a un aspecto clave: priorizar la búsqueda de la verdad y proteger la indisolubilidad como criterios claves de la dinámica procesal. Junto con ello, me permito referirme a otros criterios deontológicos que deben estar presentes en la praxis forense: buscar la justicia en el caso concreto de cada matrimonio; actuar respetando la ley sustantiva y a la jurisprudencia sobre el matrimonio; actuar según ciencia y conciencia, con criterios de profesionalidad y laboriosidad, respetando la dignidad-lealtad profesional, con probidad moral y honestidad de vida, con independencia y libertad —y en el caso de los jueces especialmente con imparcialidad—, con diligencia y celeridad, con discreción y reserva, en última instancia, viviendo el quehacer jurídico como un ministerio eclesial, como una verdadera vocación al servicio de los fieles y de Dios, en cuyo nombre actuamos al dictar sentencia.

3.1. Buscar la justicia en el caso concreto de cada matrimonio y hacerlo con criterios jurídicos.

Si hay algo que debe ser pretendido siempre por cualquier órgano judicial esto es ineludiblemente la justicia. En el caso de los procesos de nulidad, la justicia que los tribunales de la Iglesia deben buscar (declarar) es la verdad del vínculo conyugal concreto; aquí radica esencialmente la justicia que ha de ser pretendida por todos los operadores jurídicos, pero especialmente por los jueces, cuya misión no es otra que la de «ius dicere, iure disceptare, iuste iudicare»—).

Porque está llamado a decir el derecho, fallar en derecho, juzgar con justicia y declarar la verdad del vínculo conyugal, la suya no es una actividad que se pueda encasillar como «laxa» o «rigorista», «blandad» o «dura»…, sino únicamente —y no es poco— como justa, y en cuanto tal, como pastoral. En relación con esto, debe recordarse que «la pastoral debe edificarse sobre lo justo, que es lo jurídico, no sobre la injusticia, el desorden o la arbitrariedad»—. La actividad de los jueces no

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tiene que dejar de ser jurídica para ser pastoral—, al contrario, siendo jurídica —y justa— es como la actividad judicial toca las entrañas mismas de la pastoral de la Iglesia—: el trabajo es judicial, pero la misión del juez canónico «es evangélica, eclesial y sacerdotal, sin que pierda su carácter de humanitaria y social»—.

La necesidad de administrar justicia por parte del juez le impone un deber deontológico de realizar el principio de comunión ecclesial a través de la reconciliación y de la solución pacífica de los litigios entre los fieles—. Esto es algo que el nuevo can. 1675 presupone se debería haber hecho antes de iniciar el proceso, pues se limita a recordar al juez que la «condición previa» para aceptar una causa es la constatación de que el matrimonio ha fracasado irreparablemente y que es imposible restablecer la convivencia, obviando la referencia que el anterior can. 1676 hacía al intento del juez de que los esposos convalidaran su matrimonio y/o restablecieran la convivencia. Con la nueva estructura organizativa judicial que se debería crear en las diócesis, quizás el momento idóneo de «mediación»— y de conciliación entre los cónyuges podría ser la «fase prejudicial o pastoral», pues aunque la misma se oriente «a recoger elementos útiles para la eventual celebración del proceso judicial» (arts. 2 y 4 RP), lo cierto es que podría ser un momento privilegiado —y así se indica explícitamente en el n. 244 de la Exh. Apost Amoris Letitae— para intentar reconducir la relación—.

Este criterio deontológico de buscar la justicia obliga a todos los profesionales del foro, también a los abogados: por ejemplo, a ellos le impone la necesidad de presentar un cuadro realista y sereno que permita realizar la justicia y acercarse a la verdad del vínculo conyugal, para lo cual deben evitar que sus clientes adopten comportamientos o las actitudes negativas respecto de la otra parte, deben hacerles ver las implicaciones jurídicas y morales que la vía del proceso de nulidad comporta…—.

Si para que la administración de justicia sea pastoral lo primero que ha de ser es júridica, habrá que concluir que es importante que se incorporen de verdad criterios jurídicos en el día a día de los tribunales en la Iglesia, lo que comporta huir de praxis «metajurídicas» o de comportamientos concretos poco profesionales, muchos de los cuales serían por ejemplo inadmisibles en foros estatales (civiles o penales), ello tanto por parte de los jueces como por parte también de los letrados. No se olvide que el legislador ha querido seguir vinculando los procesos de nulidad a la potestad judicial, y que ha tomado esta opción como garantía de protección de la indisolubilidad—, lo que impone la obligación a quienes administramos justicia en la Iglesia de reconducir la praxis forense a criterios estrictamente jurídicos, para lo cual es imprescindible actuar con mayor profesionalidad y rigor técnico-procesal—: la vía no es la de rebajar el rigor o el nivel técnico, o establecer una especie de presunción de desconocimiento de las normas procesales, sino todo lo contrario.

En relación con ello, considero que sería oportuno que se fueran resolviendo algunas lagunas e incertidumbres que la norma ha suscitado desde el punto de vista técnico-procesal; pienso, por ejemplo, en algunos aspectos relacionados con el decreto del vicario judicial abriendo el proceso brevior ante el obispo (can. 1676 §2): ¿es recurrible? ¿debe ser aceptado por el obispo? ¿cuál es el sentido de la expresión «instructor de la diócesis de origen de la causa» del art. 16 RP? ¿Cómo conciliar la vinculación de las causas de nulidad a la potestad judicial y la necesidad de colegialidad con el hecho de que hasta después del dubium no exista tribunal colegial (can. 1676 §3)?—; pienso también en todo el mecanismo de la apelación: determinación de los días a quo y ad quem para interponer y proseguir apelación, determinación del tribunal ad quem en el proceso brevior, o alcance de la expresión «meramente dilatoria» de los cann. 1680 §2 y 1687 §4; y más cuestiones relacionadas con la apelación: ¿cómo tramitar la apelación no dilatoria en el proceso breve? ¿Y en el ordinario? ¿Cómo actuar en caso de que se admita a trámite la apelación tras una sentencia en un proceso brevior? ¿podemos seguir aplicando en apelación el mecanismo del decreto ratificatorio del anterior can. 1682 §2? ¿Se puede ratificar por decreto también el pronunciamiento negativo? ¿se puede rechazar a límine un recurso de apelación tras sentencia negativa, por considerarlo «meramente dilatorio»? ¿Sería recurrible este decreto? ¿es posible seguir aplicando el criterio del art. 265 §6 DC y confirmar por decreto sólo uno(s) de los capítulos declarados por el tribunal inferior?....

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Éstas —y otras— son algunas de las cuestiones que la doctrina se viene planteando desde que se hizo público el Mitis Iudex, y sobre las que estoy convencido que se irán incorporando criterios autorizados precisos, de modo que se minimicen los ámbitos de indeterminación técnico-procesal, todo ello como garantía de protección de los derechos de los justiciables y, en definitiva, como mecanismo de declaración de la justicia en el caso concreto.

3.2. El respeto de la ley y la jurisprudencia como criterios de actuación. Todos los operadores jurídicos en la Iglesia están llamados a respetar la norma jurídica abstracta,

haciendo que el caso concreto se adecúe al supuesto normativo: los jueces, defensores del vínculo, —no digamos el promotor de justicia—, pero también los abogados, deben actuar como «guardianes» del sistema de legalidad vigente—. Este deber de fidelidad a la ley canónica ha sido destacado en repetidas ocasiones por el magisterio pontificio—; por su elocuencia me permito referir la siguiente cita de la alocución de Juan Pablo II a la Rota romana en 1980: «son graves y múltiples los deberes del juez en relación con la ley. Aludo solamente la primera y más importante que, además, contiene en sí los otros: ¡la fidelidad¡ Fidelidad a la ley, a la divina, natural y positiva, y a la canónica sustancial y a la del procedimiento…la fidelidad del juez a la ley debe llevarle a hacerse uno con ella, de tal modo que pueda decirse con razón lo que escribía Cicerón, es decir, que el juez es la misma ley hablando…Esta fidelidad será la que impulse al juez a adquirir el conjunto de cualidades que necesita para cumplir los otros deberes respecto de la ley: sabiduría para entenderla, ciencia para esclarecerla, celo para defenderla, prudencia para interpretarla en su espíritu más allá del nudus cortex verborum, ponderación y equidad cristiana para aplicarla»—.

El juez, por tanto, debe «atenerse a las leyes canónicas, rectamente interpretadas», y debe tener presente siempre «la conexión intrínseca de las normas jurídicas con la doctrina de la Iglesia»—. A ello se obliga —el juez y todos los miembros del tribunal o los que colaboran con él—— mediante un juramento de fidelidad al momento de tomar posesión de su cargo (can. 1454).

Este respeto a la ley y a la jurisprudencia se ha de ver reflejado en múltiples situaciones concretas a lo largo del proceso. Me limito a concretar algunas: 1º/ Prohibición para el juez de apropiarse indebidamente de una causa (can. 1457 §1), y también «recomendación» para los letrados de que, a la hora de concretar el tribunal al que acudir, se sometan al criterio de proximidad que establece el art. 7 §1 RP; en la medida en que se respetara el criterio del citado artículo se evitarían los posibles abusos que puede originar el foro de «cuasidomicilio de las partes» (can. 1672, 2º)—; 2º/Obligación de tratar las causas según en orden que figura en el registro de entrada (can. 1458), sin que pueda el juez priorizar injustificadamente unas sobre otras, ello salvo excepción justificada y motivada; de esta manera se evita la arbitrariedad en el orden de conocer las causas, y con ella la sospecha de favoritismo; 3º/Obligación del tribunal de proveer que la parte pueda ser asistida por patrón—, —que habrá de aceptar la designación de patrocinio gratuito—, para lo cual habrá de procurar que queden garantizadas las situaciones de gratuidad (Proemio de las Normas y art. 7 §2 RP); en muchos tribunales se han suprimido las tasas —entre ellos en la misma Rota romana (n. II.6 del rescripto de 7-XII-2015)—, y se está trabajando para garantizar la gratuidad en la prestación de este servicio dentro de la Iglesia; 4º/ Obligación del juez de controlar que se verifican los requisitos que el can. 1683 establece para abrir el proceso brevior, proceso que ha de ser extraordinario y excepcional—; en relación con ello, el vicario judicial no está vinculado para el parecer de las partes, ni puede abrir este proceso en contra de su parecer; lo que sí puede, y es otra de las obligaciones que el cumplimiento de la ley le impone, es la de procurar —al amparo del art. 15 RP— que la parte demandada se adquiera a la petición del actor, una vez verificados que se dan el resto de los requisitos que establece el can. 1683 para abrir el proceso breve; 5º/ Obligación de declarar la ausencia del demandado (can. 1592) cuando éste no comparece tras la citación, ni da una excusa razonable de su ausencia, no pudiendo interpretar el silencio del demando como aceptación implícita de la petición del actor, ello a pesar del art. 11 §2 RP—; 6º/ Obligación de ser precisos al fijar el dubium, limitándose a precisar por qué capítulos concretos se impugna la validez de las nupcias (can. 1676 §5) y prohibiéndose la fijación de la fórmula de dudas en términos imprecisos o genéricos, o según posiciones doctrinales del juez, de acuerdos a criterios interpretativos; la vía que el n.II.1 del rescripto de 7-XII-2015 ha abierto para la Rota romana de

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fijar el dubium «de acuerdo con la antigua fórmula “An constet de matrimonii nullitate”» no puede extenderse al resto de tribunales de la Iglesia; en relación el dubium habría que hacer referencia también a la prohibición del juez de actuar de oficio en la modificación de la fórmula de dudas; 7º/ Obligación de los abogados de no entregar copia total o parcial de los autos a otros, sin exceptuar a las partes —en línea con lo establecido en el art. 235 §2 DC—, todo con ello con el fin de evitar que las partes hagan mal uso de ellas, empleándolas para fines distintos del proceso canónico, por ejemplo, para promover acciones penales ante la jurisdicción civil contra la otra parte o los testigos, para presentarlas en los pleitos civiles de separación o divorcio….; 8º/ Obligación del juez de motivar los decretos decisorios y, sobre todo, la sentencia —y ello bajo sanción de nulidad, can. 1622, 2º—, que debe definir la cuestión discutida ante el tribunal (can. 1620, 8º), dando respuesta congruente a cada una de las dudas, no permitiéndose un pronunciamiento infra, ultra o extra petitum, ni tampoco un pronunciamiento genérico o interpretativo; 9º/ El momento culmen de esta fidelidad a la ley y la jurisprudencia se produce al dictar sentencia, en la que se declara la verdad del vínculo conyugal; en relación con ello, ya hemos apuntado que la supresión de la duplex conformis no facilitará precisamente la unificación de criterios entre los tribunales, más bien todo lo contrario; en efecto, en la medida en que se suprime el mecanimo «piramidal» derivado de la necesidad de confirmar el primer pronunciamiento declarativo de la nulidad del matrimonio, será más fácil que se verifique una disgregración de la «jurisprudencia»; para evitar estos criterios dispares de los tribuna, hay que tener en cuenta que «a la tutela debida a la familia contribuyen en medida no pequeña la atención y pronta disponibilidad de los tribunales eclesiásticos diocesanos y regionales a seguir las directrices de la Santa Sede, la jurisprudencia rotal continua y la aplicación fiel de las normas sustanciales y procesales ya cofificadas, sin recurrir a presuntas o probables innovaciones o a interpretaciones que no responden objetivamente a la norma canónica o no las sostiene ninguna jurisprudencia cualificada. En efecto, es temeraria toda innovación en el derecho sustantivo o procesal que no responda a la jurisprudencia a a la praxis de los tribuanles y dicasterios de la Santa Sede. Debemos convencernos de que un examen sereno, atento, mediotad, completo y exhaustivo de las causas matrimoniales exige la plena conformidad con la recta doctirna de la Iglesia, el Derecho Canónico y la sana jurisprudencia canónica»—.

Este deber deontológico de actuar con sometimiento a la ley y a la jurisprudencia es un derecho de los fieles. Así lo reconocer expresamente reconoce el can. 221 §2, que también indica que la ley canónica debe ser aplicada con equidad. Es decir, existe un derecho de los fieles «a ser juzgados según las normas jurídicas», y existe también un deber de aplicar esas normas con equidad, conscientes de que «en el trabajo del legislador canónico, como en la actividad del juez eclesiástico, la "equidad canónica" sigue siendo un ideal sublime y una preciosa norma de conducta»—. Esa equidad, definida por Hostiensis como «la justicia mitigada por la dulzura de la misericordia»—, es un medio fundamental de interpretación de todas las leyes canónicas, pero no puede ser utilizada precisamente para ir contra dichas normas, ya que entonces —como indicaba Pablo VI en 1973— «se convertiría en algo dañosa y causa de incertidumbre»—.

3.3. La necesidad de formación y actuación según ciencia y conciencia. Lo primero que se le exige a quien realiza cualquier trabajo es que posea la formación necesaria

para desempeñarlo con la mayor perfección técnica—. Si nos fijamos en la normativa canónica vemos que uno de los requisitos que de manera constante se exige a quienes van a participar en la administración de justicia en la Iglesia es su formación intelectual, que, en términos generales, se concreta en la posesión de una titulación y en la adquisición de una experiencia forense. En relación con ello, aunque se han flexibilizado los criterios de constitución del tribunal, se ha mantenido la exigencia codicial de titulación, que recordemos es de «doctorado o al menos licenciado en derecho canónico» (cann. 1420 §4 y 1421 §3 y 1435)—, ello para los vicarios judiciales, jueces, defensores del vínculo y promotores de justicia—.

Esta titulación es un requisito necesario, y no puede ser dispensado por el obispo diocesano: aunque el Mitis Iudex ha acentuado el papel del Obispo, sigue en vigor la prohibición del can. 87 §1 de dispensar de las leyes procesales por parte del obispo—, incluída también la requirida titulación académica de doctorado o licenciado para ejercer los ministerios judiciales citados—. Es verdad que

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en no pocos lugares no es fácil para los obispos encontrar personas con esta formación-titulación—, pero también lo es que estamos ante una de las primeras responsabilidades del obispo, que sin duda será un signo de esa conversión pastoral de las estructuras—. Así se indica claramente en el n. 244 de la Exh Apost. Amoris letitiae: «Esto implica —se refiere a la aplicación de la reforma por parte de los obispos— la preparación de un número suficiente de personal, integrado por clérigos y laicos, que se dedique de modo prioritario a este servicio eclesial».

En el caso de la fase «prejudicial y pastoral», el art. 3 RP indica que se encomiende a personas «idóneas, dotadas de competencias no sólo exclusivamente jurídico-canónicas»: es evidente que la norma no pretende rebajar el nivel de las exigencias académicas, sino ampliar los campos y las materias desde las que se puede realizar este servicio de indagación previo (la titulación de doctor-licenciado en derecho canónico será garantía de idoneidad, aunque ésta se puede extender a otros campos como la psicología y la psiquiatría).

En el caso de los asesores —no obligatorios— del juez único (can. 1673 §4) se les exige —como requisito previo para su aprobación por el obispo— que sean «expertos en ciencias jurídicas o humanas». Mayor nivel de formación parece que se debe exigir a los asesores del obispo en el proceso breve, ya que éstos están llamados a ejercer una función de asesoramiento más cualificada, de hecho su intervención —dispuesta en términos obligatorios por el can. 1685— se relaciona con la decisión del obispo, el cual, muchas veces sin la formación canónica adecuada, habrá de consultarles con carácter previo a dictar sentencia (can. 1687 §1).

Pero la ciencia no debe estar presente sólo al momento de la elección, sino que el buen jurista tiene el deber deontológico de mantener y actualizar sus estudios y su formación a lo largo de toda su trayectoria profesional; esta formación «continua y permanente» a la que se refiere explícitamente el art. 8 §1, se ha de concretar en la solicitud en adquirir cada día un conocimiento más profundo del derecho matrimonial y procesal, de la jurisprudencia de la Rota romana—, y también en materias como la psicología y la psiquiatría, ciencias con las que el juez tiene que entrar en un diálogo constante, a las que acude con carácter instrumental para que le «ayuden» en el proceso de conocimiento de la verdad—.

Cuanto más sólida sea la formación, mejor predisposición habrá para poner en práctica otro de los principios del «buen obrar» forense canónico: actuar en conciencia. En el ejercicio de su profesión, el jurista está llamado a someterse a este juicio de bondad que realiza la razón práctica, lo que es tanto como decir que está llamado a actuaciones profesionales que no puedan ser tildadas de inmorales desde el criterio de la ley natural y de la ley de Dios. El jurista, sobre todo el que actúa en el ámbito de los tribunales de la Iglesia, no sólo debe atender en su obrar profesional a la ley positiva, sino que debe atender a esa «voz interior»— que expresa la ley natural y la ley divina; en esto consiste sustancialmente obrar en conciencia, lo cual se predica como criterio deontológico de todos cuantos actúan en los tribunales de la Iglesia.

Por lo que a los jueces canónicos se refiere, creo que se les puede aplicar estas palabras de Piero Calamandrei: «no conozco otro oficio más que el de Juez, que exija en quien lo ejerce fuerte sentido de viril dignidad; sentido que obliga a buscar en la propia conciencia, más que en las opiniones ajenas, la justificación del propio obrar y asumir de lleno, a cara descubierta, la responsabilidad»—. Este actuar en conciencia de los jueces no puede no tener reflejo procesal, especialmente en aquellos ámbitos —numerosos en el proceso canónico— en los que el juez goza de gran discrecionalidad, aunque quizás sea al momento de valorar las pruebas, y adquirir —o no— la certeza moral suficiente y necesaria para dictar sentencia, cuando más se ponga de manifesto este criterio deontológico; de acuerdo con los términos como el art. 12 RP delimita el concepto de certeza moral, se evidencia que el mecanismo de adquisición de las misma no puede ser otro que el de libre valoración de las pruebas (no arbitraria, sino ex actis et probatis)—, o lo que es lo mismo, de valoración «en conciencia»; así lo reconoce textualmente el propio can. 1608 §3 (art. 247 §3 DC): «el juez debe valorar las pruebas según su conciencia, respetando las normas sobre la eficacia de ciertas pruebas»—.

El actuar en conciencia no solo es criterio deontológico del obrar del juez, también lo es de toda la actuación de abogado—: desde que se entrevista con la persona, hasta que aceptar asistirla en el

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proceso, pasando por cada una de las fases del mismo —presentación de demanda, propuesta y práctica de pruebas, alegaciones, recursos—, el abogado tiene que guiarse en su obrar jurídico por su conciencia, lo que le otorgará independencia, libertad, y, sobre todo, le permitirá dar un sentido ético a su profesión más allá del legítimo lucro.

3.4. Mantener y respetar la dignidad y la lealtad profesional: El principio general de dignidad y lealtad profesional se traduce en múltiples exigencias de

naturaleza deontológica que afectan a todos los operadores jurídicos—, todas ellas con una extraordinaria incidencia inmediata y directa en la dinámica procesal y en el desarrollo del proceso.

En el caso del juez, por ejemplo, la necesidad de mantener y respetar la lealtad-dignidad profesional se concreta en actitudes y actuaciones como las que siguen: 1º/ Necesidad de dispensar un trato respetuoso y cortés a cuantos intervienen en el proceso —las partes, los testigos, abogados…— y a los miembros del tribunal; Como indicaba el cardenal Jullien—, la actuación de juez debe estar marcada por la serenidad a la hora de comportarse, por la objetividad en los juicios de valor, por el autodominio y el conocimiento adecuado de sí, de sus propias cualidades, de sus dones y virtudes, así como por el control de sus impulsos, de su amor propio, de su genio, de sus prejuicios, de sentimientos de simpatía o antipatía, de defectos como la pereza, la soberbia y la impuntualidad—; 2º/ Necesidad de «saberse el pleito»; forma parte de la deontología del juez el que éste tenga un conocimiento completo de los autos, ya que ha de juzgar conforme a lo que resulte de ellos, para lo cual no basta con una apresurada lectura de lo actuado, sino que se requiere un estudio en profundidad, tanto respecto de las actuaciones procesales, como respecto del contenido sustancial de lo actuado; 3º/ Prestar atención y evitar las actitudes obstruccionistas de las partes; así, por ejemplo, el juez debe evitar un número excesivo de testigos o de otras pruebas, no debe admitir aquellas pruebas aducidas para provocar dilaciones en el proceso (can. 1553), y debe prestar mucha atención para que la proposición de cuestiones incidentales —que es uno de los puntos negros del proceos canónico— no responda a la intención velada de obstruir y retrasar el proceso; 4º/ Transparencia y la claridad en la fundamentación de las resoluciones y sentencias; 5º/ Obligación de guardar secreto de oficio (can. 1455 §1) de todo actuado, especialmente sobre lo relativo a la discusión de la causa y al sentido de su voto (can. 1455 §2).

Este principio deontológico de dignidad y lealtad profesional por parte del juez debería quedar dentro del control a que están llamados los obispos como responsables primeros de la administración de justicia en cada diócesis. A estos efectos, cabe recordar que el can. 1457 establece como sancionable penalmente por la autoridad competente, que incluso puede recurrir a la remoción del oficio, la actitud del juez que procure daño a las partes por dolo o negligencia grave en el cumplimiento de su oficio. En desarrollo de este can. 1457, sigue siendo válida la referencia del art. 75 DC a los principales actos ilícitos relacionados con el abuso de oficio por parte del juez: así, por ejemplo, se han de considerar como ilícitos —y por tanto sancionables, incluso con la remoción del oficio—, además de los que explicita el can. 1457 —denegación de la justicia, apropiación indebida de una causa, violación del secreto de oficio—, las siguientes actuaciones del juez: el soborno pasivo (can. 1386), el abuso de potestad por acción u omisión grave, la realización u omisión ilegítima de un acto por negligencia culpable y con daño a terceros (can. 1389) y la falsificación de documentos (can. 1391).

En el caso de los abogados que actúan en el foro canónico, la dignidad-lealtad profesional se traduce en múltiples obligaciones y prohibiciones. Me permito aludir a cuatro situaciones concretas: 1º/ Han de mantener un comportamiento cortés y respetuoso, y también una actitud de colaboración con los jueces y con el resto de miembros y personal del tribunal eclesiástico—; 2º/ Debe contribuir al correcto desenvolverse del proceso, evitando cualquier actitud obstruccionista tendente a retrasar, «enturbiar» o, incluso, paralizar el proceso; ni pueden darse, ni deben admitirse, de ahí que es imprescindible que se establezcan mecanismos sancionadores que permitan corregir estas actitudes; en este sentido, si se pudiera constatar que el abogado —motu proprio o a instancias de parte— adopta dolosamente decisiones obstruccionistas, estaríamos claramente ante un supuesto de abuso de su oficio —expresamente previsto ahora en el art. 111 §2 DC—, ante el que cabría articular mecanismos para proceder a su suspensión, incluso, si se mostrara reiterativo en estos

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comportamientos, prohibirle el patrocinio en el tribunal, ello al amparo de los cann. 1470 §2, can. 1487, y del 111 §2 DC—; en orden a hacer más efectivas y menos arbitrarios estos procedimientos y las ulteriores sanciones, sería muy oportuno que la legislación particular viniera a concretar de manera explícita esta posibilidad, lo cual influiría muy positivamente en el desarrollo de los procesos; también a este nivel ha de descender la vigilancia del Obispo respecto del modo de desenvolverse de cuantos actúan ante su tribunal; 3º/ Prohibición de eludir la competencia de un determinado tribunal, sustrayendo sus causas y buscando otro «más favorable» —algo con lo que el letrado se ha de comprometer ahora más que nunca, sobre todo para que se respete el criterio del art. 7 §1—, así como la prohibición de actuar de cualquier modo en fraude de ley; 4º/ Prohibición de transmitir informaciones al juez fuera del proceso (can. 1604 §1); 5º/ Hacer «mal uso» de los autos del proceso canónico de nulidad, empleándolos para fines distintos del proceso canónico (por ejemplo, en el foro civil o penal)—; 6º/ Desde la primera entrevista con el cliente hasta los hipotéticos recursos, el abogado tiene la obligación de tutelar los derechos de la parte (art. 104 §1); los límites de esta lealtad al cliente los marca la defensa de la verdad y la búsqueda y realización de la justicia, y también su propia conciencia; así, en ocasiones esta lealtad al cliente —y a la propia Iglesia— le llevará a aconsejarle que no plantee la demanda, o le llevará a no intentar que «su» versión prevalezca siempre y a costa de lo que sea—; 7º/ Prohibición de renunciar al mandato, estando pendiente la causa, sin una razón justa (art. 110, 1º)—; esta prohibición, que contrasta con la libertad que en el ámbito del derecho del estado el abogado tiene para renunciar al mandato—, pretende proteger a la parte de eventuales e injustificados abandonos en la dirección letrada. Ahora bien, el abogado que esgrima causa justa para renunciar al mandato debe actuar con lealtad profesional, de modo que no se escondan otro tipo de motivaciones de tipo económico —por ejemplo que la parte hubiera venido a peor fortuna…—, o de cualquier otra naturaleza difícil de merecer la consideración de «causa justa»—; 8º/ Obligación de someter los legítimos honorarios —en el n. VI del Proemio se habla de una «justa y digna remuneración»— a criterios de temperancia en la facturación —dentro de los límites establecios por el Obispo diocesano—, lealtad y transparencia, independencia, posibilidad de reclamar e impugnar, rendición de cuentas, prohibición del pacto quota litis, posibilidad de provisión de fondos; 9º/ Si presta asistencia letrada a ambas partes, tanto en el proceso ordinario como en el proceso breve, la lealtad-dignidad profesional le impone atender a la verdad de los hechos; en este sentido, aunque actúen como litisconsortes, especialmente ahora en el proceso brevior, cada una de las partes puede tener una versión distinta de lo acaecido, de ahí que el letrado deba respetar esta verdad de cada cónyuge, evitando «construir» la historia conjunta; a este respecto, en absoluto me convence la posible presencia de las partes —en el proceso brevior— en la deposición de la otra parte y de los testigos, pues la misma podrá crear más problemas de los que resuelva: una cosa es estar de acuerdo en pedir la nulidad, incluso concordar en los motivos de la misma, y otra muy distinta es estar presente cuando se exponen una serie de detalles de la biografía del sujeto…; la presencia de ambas partes, en mi opinión, puede influir en la veracidad de lo adverado por los testigos y por ellos mismos, de ahí que aquí sí parece aconsejable que el instructor eche mano de la posibilidad que le ofrece el final del art. 18 §1 de «proceder diversamente»; no se olvide, en todo caso, que se trata de una disposición que contradice, no sólo lo dispuesto en el nuevo can. 1677 §2 para el proceso ordinario, sino lo que establece el can. 1559 para los procesos en general; 10º/ Otras prohibiciones más que se relacionan con el principio deontológico de lealtad profesional: La prohibición de prevaricar por regalos, ofrecimientos-promesas o por cualquier otra causa —estableciéndose para esta hipótesis la pena de suspensión de su patrocinio y el castigo con una multa (can. 1489)—, y la prohibición de soborno activo (can. 1386) y la de falsificación de documentos (can. 1391).

3.5. Necesidad de mantener la independencia y la libertad: Por independencia de los operadores jurídicos ha de entenderse la ausencia de cualquier tipo de

injerencia, interferencia, vínculo o presión que pretenda influenciar o desviar la acción y decisión del jurista. El principio de libertad, en cambio, pone más el acento en la capacidad del propio profesional de tomar «sus» decisiones, de ordenar su actividad con autonomía. En ambos casos, se

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trata de principios fundamentales que deben inspirar el obrar de los operadores jurídicos, ello especialmente en la Iglesia.

En el caso de los jueces, su independencia y libertad son —junto con su imparcialidad— uno de los principios cardinales que rigen su actuación—. En primer lugar, el juez ha de tener independencia y libertad respecto de quien tiene el poder, pues de lo contrario se verá amenazada la imparcialidad, y se cercenará la posibilidad de administrar justicia; a pesar de la ausencia de separación de poderes, esto es válido también para la Iglesia, de ahí el sistema de recursos legales establecidos, y la propia estabilidad de los oficios (can. 1422)…, y también el propio ejercicio desconcentrado de la función judicial por parte del tribunal. A este respecto, la introducción del proceso brevior no modifica en absoluto esta necesidad de independencia y libertad, más bien todo lo contrario: así, por ejemplo, ni el vicario judicial se ha de sentir presionado-vinculado por el obispo para abrir o dejar de abrir un proceso breve, ni tampoco el obispo creo que está vinculado necesariamente por el parecer del vicario judicial, sino que la apertura del mismo debe ser aceptada por el propio obispo, que sí que podría ordenar que se siguiera la vía del proceso ordinario; así mismo, a la hora de alcanzar la certeza moral, el hecho de que el vicario judicial haya abierto este proceso extraordinario previsto para casos muy claros, no prejuzga el resultado final del mismo. Los obispos, por tanto, tienen obligación de buscar personas idóneas, deben vigilar cómo funciona el tribunal, pero deben garantizar también la libertad e independencia del tribunal, de ahí que no puede «actuar» una vez que los jueces están conociendo de una causa concreta, ni puede modificar las resoluciones de su tribunal—; así mismo, y creo deben garantizar la libertad del defensor del vínculo de apelar las sentencias, también aquellas dictadas dictadas por el propio obispo en el proceso brevior (o en el proceso ordinario).

En segundo lugar, el juez ha de mantener estos criterios de independencia y libertad respecto de la estructura jurídica, tanto al interno del propio Turno, en donde cada juez ha de tener libertad e indepencia para manifetar su parecer respecto de la decisión final —aunque la sentencia es «obra de todos», si no está de acuerdo puede emitir un voto particular (can. 1609 §4)—, como respecto de los tribunales inferiores y superiores.

Y en tercer lugar, el juez ha de ser libre e independiente respecto de los intereses de las partes en el proceso: su misión es la de declarar la verdad del vínculo conyugal, de ahí que deba estar por encima de las motivaciones subjetivas más o menos legítimas —más o menos loables— de las partes, también cuando actúan de consuno como litisconsortes. Ahora bien, ¿cómo ser libre respecto de las partes? Chiovenda decía que el único modo de preservar la independencia y la imparcialidad judicial es que se aplique el principio dispositivo de manera absoluta, también en el momento de la proposición de las pruebas—; es evidente que en procesos de naturaleza pública —y más si son declarativos— este criterio no puede no puede aplicarse de modo absoluto sino matizado, de ahí tengamos el can. 1452—, que matiza el principio de justicia rogada en lo que se refiere al momento de la proposición y práctica de las pruebas. La De lo que se trata es de mantener un equilibrio entre los poderes directivos del juez y el principio dispositivo, ello con el fin de evitar una confusión de rolles—: «aun pudiendo proponer de oficio lo que la ley le consiente en cada medio de prueba, el juez no puede convertirse en defensor del vínculo o abogado del negligente, sin dañar en modo deontológicamente grave su función de estricta imparcialidad»—.

La independencia y libertad son principios que deben guiar todo el desarrollo del proceso, de ahí que tengan muchas concrecciones en el curso del mismo. Me permito aludir a las siguientes:

― Necesidad de seguir manteniendo un régimen de incompatibilidades dentro del organigrama de los tribunales: en línea con lo establecido en el art. 36 DC, el Vicario judicial —y los vicarios judiciales adjuntos—, los demás jueces, los defensores del vínculo y los promotores de justicia no deben ejercer establemente el mismo oficio u otro de éstos en dos tribunales conexos por razón de la apelación—; igualmente, no pueden desempeñar simultaneamente de modo estable dos oficios en el mismo tribunal, ello independientemente de si se trata de la misma causa o de causa distinta (art. 36 §2 DC)—; por último, los ministros del tribunal no pueden actuar como abogados o procuradores en el mismo o en otro conexo por razón de apelación. La posibilidad de los jueces laicos y del

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tribunal monocrático, en la medida en que facilita la configuración del tribunal, aleja estas situaciones de incompatibilidad; en todo caso, la ratio última de este régimen de incompatibilidades es proteger y garantizar la indepedencia y libertad, evitando todo tipo de suspicacias al pueblo fiel en general y a las partes en particular.

― En esta misma línea de defensa de la independencia y de la libertad e imparcialidad hay que colocar la prohibición de resolver válidamente como juez una causa en la que ya actuó como tal en otra instancia (art. 66 §1), y la prohibición de que actuar como como juez —o como asesor—, en la misma instancia o en otra distinta, si ya ha intervenido como defensor del vínculo, promotor de justicia, procurador, abogado, testigo o perito (art. 66 §2). ¿Y si cualquiera de ellos actuó asesorando en la fase prejudicial o pastoral? En ese caso, yo creo que se debería seguir el criterio del art. 113 §§2 DC e impidir actuar como juez o como defensor del vínculo a los ministros del tribunal que asesoraron sobre la posibilidad de introducir una causa de nulidad y sobre la manera de proceder. Ahora bien ¿Se debería impedir que asuma la defensa de la parte al patrono estable que realizó este servicio de asesoramiento? Este es el criterio que establece el art. 113 §4 DC, sin embargo yo creo que cabe cuestionarse si esto mismo se podría extender a la actuación en la fase prejudicial o pastoral; yo mi inclino por seguir el mismo criterio que si actuara el letrado particular, al que obviamente no se le puede prohibir actuar como tal en un proceso posterior.

― La prohibición de aceptar causas en las que haya una implicación personal: el juez no debe conocer de una causa en que tenga interés por razón de consanguinidad o afinidad e cualquier grado de línea recta y hasta cuarto grado de línea colateral, o por razón de tutela o curatela, de amistad íntima, de aversión grande, o de obtención de un lucro o evitacióin de un daño, o en la que pueda recaer otra fundada sospecha de acepción de personas (art. 67 DC). En estos supuestos el juez debería inhibirse (can. 1448), o en caso contrario, la parte podría recursarlo (can. 1449). Ambas instituciones jurídicas —la inhibición y la recusación— pretender garantizar la libertad e independencia de los jueces, su imparcialidad, de manera que se evite cualquier sospecha que pudiera dañar la confianza de los fieles en la justicia del tribunal. A propósito del uso que se hace de estas instituciones jurídicas, creo que hay que hacer algún apunte índole deontológico: los jueces debemos evitar juzgar causas en las que exista implicación personal, pero igualmente las partes —y sus letrados— deben evitar abusar —y no es infrecuente que así sea— de la petición de inhibición y del mecanismo de la recusación; igualmente, los jueces no pueden acudir a la inhibición como mecanismo jurídico para «huir» de determinadas causas especialmente complejas o problemáticas; ni las partes puede recusar a los jueces por sus actos legítimente puestos (art. 68 §5 DC), ni por otra serie de circunstancias o finalidades que no tienen que ver con la independencia y libertad, y sí con el propósito de «librarse» de un determinado juez o turno.

― Prohibición de aceptar regalos con ocasión de las causas (can. 1456), así como cualquier otras «muestras» de agradecimiento: contraría la deontología —y nos acerca a la corrupción, al soborno, cohecho…— tanto la parte que ofrece obsequios y regalos, como el juez que los acepta—. En sentido, el juez, antes y después de conocer de una causa, debe negarse a recibir cualquier obsequio, prestación o beneficio económico o de cualquier otra índole, para lo cual tendrá que ser en muchas ocasiones cauto y astuto, sincero y austero—. En este sentido, quizás podría plantearse hasta qué punto no compromete la independencia-libertad-imparcialidad objetiva algunas legislaciones particulares en las que se está instando a las partes a hacer donaciones a los tribunales con ocasión de los propios procesos de nulidad; la gratuidad no puede ir a costa de poner en tela de juicio dichos principios, por ello creo que sería oportuno que se articularan otros sistemas.

― Independencia y libertad al momento de designar al perito (can. 1575): el juez debe ser consciente de la importancia que tiene la designación del perito en orden al desarrollo concreto de una cusa, de ahí que haya de ser absolutamente honesto con su conciencia, y

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fiel a su quehacer ministerial de administrar justicia sin otras miras que Dios y la verdad, utilizando como criterio el de la mayor idoneidad en el caso concreto—.

― La libre valoración de las pruebas: La libertad del juez se pone especialmente de relieve al momento de la valoración de las pruebas—. Sabemos que el can. 1608 §3 establece como criterio orientador de la actividad valorativa del juez la libertad, la independencia y el obrar según su conciencia. Esto no significa ni arbitrariedad, ni que no existan límites a su discrecionalidad, ni que no tenga que da razones y explicitar los motivos de la decisión. Todo ello sería irracional, y lo irracional casa mal con la verdad de las cosas, y con el estado de certeza que en relación a la misma se pudiera tener. Lo que se quiere decir es que el juez no está obligado a concluir en un sentido determinado en función de una determinada prueba, ya que no existen pruebas tasadas, sino que ha de alcanzar la certeza moral a partir de una valoración libre ex actis et probatis.

― Libertad e independencia de los abogados, que han de ejercer su profesión sin injerencias externas —ya venga éstas de cualquier autoridad, del propio cliente, de otros compañeros. Ello se traduce, por ejemplo, en la libertd para aceptar o no un asunto, ello al margen de las situaciones de designación de oficio——, aunque esa libertad de aceptación está matizada en el ámbito canónico por la relación con la verdad y la justicia del asunto concreto, y con su fundametación. Por lo que respecta a la renuncia a un asunto, el abogado necesita de causa justa para renunciar al mandato (art. 110, 1º DC), lo cual contrasta con la libertad que en el ámbito del derecho del estado el abogado tiene para renunciar al mandato. Por lo que respecta a los criterios de defensa, el abogado goza de libertad e independencia respecto de la línea de defensa a seguir, ello incluso por encima del parecer del cliente; así, es libre de adoptar decisiones sobre cuestiones de carácter técnico-jurídico, y también libre de plantear de una manera determinada asuntos relacionados con el fondo de la cuestión, teniendo siempre como límites de su obrar procesal y sustantivo la verdad y la justicia, y también la lealtad.

― Libertad e independencia especialmente del defensor del vínculo; recordemos que su tarea es la de proponer y manifestar todo aquello que pueda aducirse razonablemente contra la nulidad del vínculo conyugal (can. 1432), algo que es muy importante no sólo para los fieles sino para el conjunto del pueblo de Dios; precisamente por ello, ha de tener plena libertad durante todo el curso del proceso, especialmente en el momento de plantearse la apelación de la sentencia, tanto si ésta fue dictada por el tribunal como si la dictó el propio obispo; pudiera objetarse que, de facto, su posición pudiera estar comprometida, de ahí que sería importante que fuera reafirmado —tanto por parte del vicario judicial como del propio obispo— en su libertad para actuar en conciencia en defensa del vínculo conyugal; en relación con ello, salvo excepciones, no es desdeñado concluir que estaría obligado a apelar siempre que en sus observaciones se mostrara contrario a la nulidad del matrimonio.

3.6. Diligencia y celeridad en la tramitación de los procesos de nulidad. Como se indica en el Proemio , una de las finalidades esenciales de la reforma es lograr que la

tramitación de los procesos de nulidad responda a criterios de diligencia y celeridad: «la mayoría de mis hermanos en el Episcopado, reunidos en el reciente Sínodo Extraordinario, demandó procesos más rápidos y accesibles. En total sintonía con dichos deseos, he decidido dar mediante este Motu Proprio disposiciones con las que se favorezca, no la nulidad de los matrimonios, sino la celeridad de los procesos y, no en menor grado, una adecuada sencillez, de modo que, como consecuencia en el retraso en la definición del proceso, el corazón de los fieles que esperan que se aclare su estado, no se vea largamente oprimido por las tinieblas de la duda».

Este propósito de agilizar y dar celeridad que persigue el M. P. Mitis Iudex encuentra traducción en diversas disposiciones concretas que vienen a regulan con carácter novedoso varias instituciones procesales; a título meramente indicativo me permito referir las siguientes:

1. La creación de una fase previa de investigación «prejudicial o pastoral», la cual puede resultar ciertamente una ayuda para las partes en la medida en que comporte una recopilación de datos cara a un futuro proceso (art. 2 RP), lo que puede contribuir a

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agilizar el desarrollo procesal posterior; para lograr este efecto, esta fase no debería dilitarse en el tiempo, ya que en este caso no haría sino retrasar una hipotética «solución» al problema personal-espiritual que la parte está viviendo.

2. La modificación de los títulos de competencia en los términos del can. 1672, 2º, en concreto, sobre la base del «domicilio o cuasidomicilio de una o ambas partes»: se trata de esta disposición que contribuirá a reducir el tiempo dedicado al trámite de admisión de la demanda, aunque es posible que origine un «efecto embudo» en determinados tribunales que irá en detrimento de la rapidez en la tramitación de las causas en dichos tribunales—; además de ello, en la medida en que el tribunal se aleja de la parte demandada —que es la parte más débil procesalmente hablando, y la que hasta ahora estaba más protegida por el «foro del demandado»—, si ésta quiere participar de modo activo en el proceso, no es descabellado pensar que pueda tener más dificultades, lo que también podría afectar al tiempo de tramitación de la causa.

3. La participación de los laicos como jueces y el tribunal monocrático: de acuerdo con el can. 1673 §3 —una vez superadas las limitaciones del can. 1421 §2— los laicos pueden formar parte del colegio de jueces con normalidad, lo que repercutirá en una mayor facilidad para formar el Turno y subsiguientemente en un tratamiento más ágil de las causas, que podría haber sido aún mayor si se hubiera permitido a los laicos ser también presidentes del Turno. Igualmente, la posibilidad de un tribunal monocrático en los términos del can. 1673 §4 —que supera las limitaciones del can. 1425 §4— contribuirá también de modo indirecto en la celeridad de las causas, aunque también aquí se podría haber ido más allá, volviendo a la situación previa al CIC’17 y estableciendo como criterio general el juez monocrático, incluso abriendo la posibilidad a que el juez único fuera también laico, y también previéndose esta opción en segunda instancia.

4. La necesidad de constituir el tribunal en la diócesis (can. 1673 §2), y la posibilidad también de acceder a otro tribunal diocesano o interdiocesano cercano en los términos ya referidos, tendrá también consecuencias desde el punto de la celeridad y la diligencia—.

5. La posibilidad de activar el proceso breve ante el obispo—, proceso que ciertamente se desarrollará de modo más ágil y con un desarrollo temporal más breve: en efecto, si se verifican los requisitos del can. 1683—, el vicario judicial podrá decretar que se active el proceso «brevior» ante el obispo, el cual, en la medida en que se desarrollará en una única sesión instructoria (siempre que ello sea posible, can. 1686) a celebrar en el plazo de 30 días desde el dubium (can. 1685), y en la medida en que suprime el decreto de publicación de actas, la fase de deduciones y la conclusión de la causa, pasándose directamente a la discusión de la causa —que muy bien se podría haber determinado que pudiera ser oral, lo que la haría aún más ágil——, para lo que se tiene el plazo máximo de 15 días —plazo que sí acota la indeterminación del can. 1601—, sí que, en principio, permitirá el desarrollo de procesos con tramitación ágil y de breve duración. Decimos que, en principio, porque en la práctica podría resultar finalmente que este proceso no fuera ni tan ágil ni tan breve: en efecto, además de que el plazo de 30 días para la sesión instructoria es un plazo que no es precisamente breve —se debería haber fijado un plazo más corto—, y además de que no se fijan plazos ni para dar traslado de lo instruido al Obispo—, ni para que éste alcance certeza moral y dicte sentencia —sólo se indica que la notificación de la misma sea «con la mayor brevedad»—, el can. 1687 §1 prevé sólo para el proceso «brevior» ante el obispo —al igual que acontece con el proceso documental—la posibilidad de una sentencia afirmativa, de modo que, si el obispo no alcanza la certeza moral—, tendrá que «remitir la causa al proceso ordinario», lo que comportaría que la causa finalmente sufriera un retraso, pudiendo resultar que se tardara finalmente más que si se hubiera seguido la vía ordinaria de inicio. Ni mucho menos es una hipótesis desdeñable. Por todo ello, creo que la opción del proceso «brevior» debería ser una opción extraordinaria y excepcional, y debería venir justificada, no por la agilidad y la celeridad, sino por la evidencia de la nulidad (y el resto de

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requisitos del can. 1683); el matiz es importante: el proceso «brevior» no está previsto para agilizar las causas, sino para tratar más ágilmente determinados supuestos de nulidad evidente, de ahí que el acento haya que ponerlo en la evidencia del caso, no en la posible rapidez de su resolución.

6. La ejecutabilidad de un única sentencia declarativa de la nulidad del matrimonio(can. 1679)—: si partimos de criterios estrictamente cronológicos, es indudable que la supresión de la duplex conformis comportará una disminución de la duración de los procesos de nulidad. Ciertamente se trata de una cuestión que ha sido muy analizada por la doctrina—, con diversos planteamientos y llegando a conclusines también distintas, aunque en la fase más inmediata a la reforma las voces que más resonaron fueron las más favorables a la supresión de la duplex conformis; como ya he indicado—, se trata de una opción-decisión que sacrifica mucho de bienes jurídicos muy relevantes —desde luego más que la celeridad—, además de no ser esencial ni decisiva para lograr la pretendida celeridad. La duplex conformis fue establecida por Benedicto XIV en la Dei Miseratione (3-XI-1741) en un contexto concreto —abusos frecuentes en el tratamiento de las causas de nulidad— y para una finalidad determinada —proteger el matrimonio y su indisolubilidad——, y lo que toca preguntarse es si hoy ese paisaje socio-eclesial ha desaparecido, si ha mejorado. Yo sigo sosteniendo que hay una relación entre la duplex conformis y la verdad del vínculo conyugal —y la certeza moral— y la tutela de la indisolubilidad —y la salus animarum—, no creo que sea esencial para la celeridad procesal, ya que ésta depende esencialmente de otros factores: depende fundamentalmente de criterios que tiene que ver con el «buen obrar» y con el «deber ser» de quien administra justicia, o de quien de un modo u otro participa en el proceso, de todos los operadores jurídicos, y también de quien es el responsable último y primero de la administración de justicia de la diócesis (el obispo diocesano).

7. Todo el mecanismo establecido para tramitar-decidir el recurso de apelación (cann. 1680 §1-3 y 1687 §4): no obstante la ejecutabilidad de la única sentencia declarativa de la nulidad, el legislador sigue garantizando del derecho de apelar de la parte que ha sufrido gravamen ( y también el derecho de interponer querella de nulidad, can. 1680 §1), aunque éste debe ejercerse en los plazos legales previstos para ello, tanto en lo que se refiere a la interposición ante el tribunal a quo, como en lo referido a la prosecución ante el tribunal ad quem. El carácter perentorio de estos plazos tiene que ver con el derecho del fiel a una resolución rápida y justa en una cuestión tan relevante para su vida como es la verdad de su estado conyugal. Por ello, ahora más que nunca es necesario tener en cuenta estos plazos: hablamos de 15 días útiles desde que se tuvo conocimiento de la publicación de la sentencia para interponer la apelación ante el tribunal a quo (can. 1630 §1) —también por parte del defensor del vínculo, de lo cual se ha de dejar constancia en autos—, y de un mes —desde que se tuvo por interpuesta— para proseguirla ante el tribunal ad quem, ello a no ser que se establezca un plazo más largo por parte del tribunal (can. 1633). Sin entrar en otras consideraciones sobre el desarrollo de la apelación tal como ha sido configurado por el M. P. Mitis Iudex, sí que hay que decir que introduce un criterio —que aplica tanto al proceso ordinario como al proceso «brevior», aunque con un resultado totalmente distinto en un caso y en otro— que en principio parece que tiene que ver directamente con el factor «tiempo», aunque en realidad tiene que ver directamente con la fundamentación del recurso, aunque de ello se derivarán consecuencias indirectas respecto del tiempo de tramitación: es el tema de la apelación «dilatoria». En el caso del proceso «brevior», si la apelación se considera dilatoria se ha rechazar a limine con un decreto (can. 1687 §4), en cambio, si la apelación se considera dilatoria en el proceso ordinario se ha de proceder a su confirmación por decreto (can. 1680 §2); si no se considera dilatoria, se pasará a proceso ordinario en ambos casos (cann. 1687 §4 y 1680 §3). Es evidente que el término «dilatorio» no puede tener aquí un sentido temporal ni

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procesal, sino un carácter sustantivo-material: por apelación «dilatoria» se ha de entender apelación «sin fundamento», sin base material.

8. Por último, incluso la cuestión sobre la gratuidad puede afectar a la celeridad en la tramitación de los procesos, sobre todo en aquellos tribunales en los que —como ocurre en la Rota romana— se eliminen las tasas, lo que supondrá que no se tendrá que suprimirá todo el trámite relativo al pago de las mimas —ingreso, notificación del mismo, situaciones de concesión de justicia gratuita…—, momento en el que muchas causas quedaban paralizadas.

Cada una de estas concreciones, como hemos dicho, responde a esa intención y finalidad de lograr una mayor diligencia y celeridad —y también una mayor simplificación— en la tramitación de las causas, auque hay que decir que la falta de dinamismo de los procesos de nulidad no depende esencialmente —ni antes, ni tampoco ahora—de las instituciones procesales en sí, sino de factores que podríamos llamar de índole «subjetivo-personal»—, también en ocasiones de factores que se derivan de la propia complejidad objetiva de algunas causas concretas, siendo absolutamente secundario y subsidiario la propia configuración del iter procesal y de sus instituciones: el problema no era ni es esencialmente del proceso, sino de quienes lo aplicamos.

Antes y ahora, el retraso de las causas de nulidad se relaciona sobre todo con los «ejecutores» del proceso: las partes —y sus letrados— y los jueces. Por lo que a éstos respecta, es evidente que de su sabiduría jurídica —procesal, matrimonial fudamentalmente, también de su conocimiento de las ciencias de la psicología y psiquiatría—, de su capacidad de trabajo, en definitiva, de su buen hacer, depende en gran parte el desarrollo del proceso. Por ejemplo, el juez puede —y debe— hacer que determinadas decisiones se tomen con la mayor celeridad —expeditissime, quam primum, continenter, son las expresiones que suele usar el legislador—, de manera que él será el responsable de concretar y determinar el quantum de celeridad, de minimizar el tiempo en ejecutarlas. Teniendo el cuenta el reenvío que hace el can. 1691 §3 al proceso contencioso ordinario y a la disciplina de los juicios en general, permanece intacta la disciplina del Código sobre los términos temporal, la mayoría de los cuales no son perentorios—; también aquí se podría haber actuado, acotando los términos y estableciendo mecanismos correctores de la negligencia.

En relación con estos plazos, permítase algún apunte respecto de cuestiones susceptibles de ser mejoradas una vez analizada la configuración del proceso ordinario que ha realizado el M. P. Mitis Iudex:

⎯ En relación con la demanda, no se indica término alguno para su admisión, ni para citar a la parte demandada y notificar al defensor del vínculo. Para que la parte responda a la citación sí se establece el término de 15 días (can. 1676 §1), aunque no se dice nada respecto del tiempo que el defensor del vínculo tiene para responder. En el caso de inadmisión de la demanda, por ejemplo, si se aplica strictu sensu lo que establece el can. 1676 §1 y es el vicario quien acepta la demanda sin estar constituido el Turno, el eventual recurso irá al vicario judicial del tribunal de apelación, lo que comportará un retraso indudable de la causa—.

⎯ Es incierto también el plazo para fijar la fórmula de dudas (can. 1676 §2), y para constituir el Turno (can. 1676 §3), y para notificar este decreto.

⎯ Respecto de la instrucción, se podría haber actuado en los tiempos relativos al inicio de la instrucción, o en todo lo que tiene que ver la práctica de las pruebas, por ejemplo, habiendo establecido también para el proceso ordinario el criterio de instrucción de las pruebas morales en sesión única (en la línea del can. 1686), algo que venimos haciendo en muchos de nuestros tribunales; se podría haber acotado los plazos para la realización de la pericia, pues es un trámite en el que las causas sufren un retraso considerable. Igualmente, es importante también desde el punto de vista de la celeridad que se respete el principio de inmediación en todo el periodo de pruebas, de ahí que sigamos proponiendo la conveniencia de que el Ponente sea el Instructor, y que se echen manos de los mecanismos informáticos para garantizar esta inmediación—, con lo que se corregirían los tiempos de tramitación de exhortos—.

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⎯ Se podría haber reducido también el plazo de caducidad de la instancia. ⎯ No se entra a regular la cuestiones incidentales, sin embargo, la experiencia nos dice que

es una de las causas muy importantes del retraso de muchos procesos de nulidad: en tratamiento que se hace de las causas incidentales en la praxis forense sí que es fácilmente mejorable; creo que hubiera sido muy oportuno simplificarlas, limitar muchos recursos, y priorizar la oralidad en el tratamiento y la resolución.

⎯ No se tocan los plazos relativos a la apelación, lo cual es sorprendente, pues en total estamos ante un plazo nada desdeñable de 45 días—, y sobre todo, se mantiene el doble mecanismo de la interposión ante el tribunal a quo y de la prosecución de la apelación ante el tribunal ad quem: se trata de un mecanismo desconocido en otros ordenamientos jurídicos y no le veo que tenga mucho sentido en nuestro ordenamiento; en su lugar, se podría articular un sistema más sencillo, de modo que la parte acudir en apelación directamente al tribunal superior, el cual, por vía administrativa, se encargaría de los trámites necesarios para hacerse con los autos (con una simple notificación certificada al tribunal a quo).

Concluyendo: para que un sistema jurídico funciones con criterios de celeridad y diligencia es imprescindibles incorporar mecanismos correctores del dolo y de la negligencia, pues en caso contrario, nos moveremos siempre en el terreno de las buenas intenciones. Esto debe hacerse en el nivel de control que debe realizar el Obispo respecto del funcionamiento de su tribunal, y también en el control jurídico que deben llevar a cabo los responsables de la administración de justicia, especialmente el vicario judicial. Desde luego, hay herramientos jurídicas en la ley para corregir las irregularidades, las infracciones, el dolo y la negligencia: por ejemplo, los cann. 170 §2 y 1487 permiten imponer penas incluso de suspensión a quien cometa faltas de respeto y obediencia al tribunal; los cann. 1488 y 1489 tipifican como ilícitas una serie de actuaciones dolosas, y fijan unas penas concretas; Los arts. 75 y 111 DC —y las referencias que en ellos se hace a los cann. 1389, 1389, 1391, 1457, 1470 §2— prevén también una serie de actuaciones ilícitas por parte de los jueces o ministros del tribunal y de los abogados respectivamente, con una graduación que va de la impericia, a la negligencia y al dolo, previéndose en cada caso una pena concreta, dejando amplio margen de discrecionalidad; el propio can. 1399, que permite ampliar esta capacidad punitiva y sancionadora a otros supuestos. Además de ello, se debería actuar al nivel de las Iglesias particulares, sobre todo a través de los reglamentos de los tribunales. En efecto, el obispo—, como legislador particular, puede —y debe— elaborar un reglamento del tribunal que corrija estas actuaciones negligentes y dolosas, y todo aquello que afecte directa o indirectamente a la celeridad en la tramitación de las causas.

3.7. Vivir el ministerio judicial como una vocación y actuar con probidad moral y honestidad de vida.

El jurista debe ser consciente de cuál es la naturaleza de su misión, debe ser consciente de que está ejercitando una vocación—, para lo cual es imprescindible que estime y valore lo justo, que «ame» el derecho y la justicia, lo cual es plenamente válido para quienes administramos justicia en la Iglesia, de hecho, la raíz de la inmoralidad de ciertos comportamientos de algunos profesionales de lo jurídico procede de un «des-enamoramiento» del Derecho y lo justo—, que en nuestro caso se reviste de relativización de la verdad y la indisolubilidad del vínculo conyugal

Sin vocación jurídica auténtica, no se puede alcanzar ese actuación excelencia deontológica a la que hemos de tender al administrar justicia, especialmente en la Iglesia—. Sin verdadera vocación jurídica, y sin la idea de que este ministerio se inserta en un modo de ser y construir la Iglesia, el trabajo en nuestros tribunales se vuelve arduo y privado de su sentido pleno. Hablar de vocación jurídica eclesial es entender el trabajo en términos, no de autoafirmación, de prestigio…, sino en términos de servicio, de ministerio. Así es como se ha de entender la administración de justicia en la Iglesia.

Todos los que trabajamos en la tarea de administrar justicia en la Iglesia, pero especialmente en los jueces, debemos tener pasión por el derecho y la justicia, por la verdad, pasión que no puede

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vivirse si no se parte de la conciencia personal de la dignidad del servicio que se está realizando en la Iglesia, servicio que se relaciona directamente con los bienes espirituales que ésta ha recibido de Dios para poner al servicio de los hombres.

Así es como lo han entendido los Romanos Pontífices, que repetidamente han destacado que la administración de justicia en la Iglesia es un ministerio, una diaconía, un oficio de caridad y unidad…, todo ello a favor del Pueblo de Dios. Por ejemplo, Pablo VI indicaba que quienes se dedican al servicio de la noble virtud de la justicia, «pueden ser llamados con razón sacerdos iustitiae…..Se trata, en verdad, de un noble y elevado ministerio sobre cuya dignidad reverbera la misma luz de Dios, justicia primordial y absoluta, fuente purísima de toda justicia terrena. Con esta luz divina hay que considerar vuestro ministerium iustitae»—. Por ello, apelaba a que fueran conscientes de la alta dignidad de su misión en la Iglesia: «vuestra misión es sagrada…Jueces, es decir, maestros, guardianes, intérpretes, que aplican la ley divina y humana que gobierna a la Iglesia, es decir, al pueblo de Dios. La dignidad y autoridad del juez eclesiástico son de tal categoría que San Pablo, en los orígenes de la legislacióin constitucional eclesiástica, reclama casi enfáticamente la existencia y la acción del santo… para juzgar a un miembro indigno de la comunidad cristiana…Al juez eclesiástico…se le exhorta a tener conciencia de esta altísima dignidad, de esta asociación al poder de Cristo, juez supremo, a meditarla, a despertarla y a hacerla alimento de su propia espiritualidad sacerdotal; y esto, no por fatua y orgullosa ambición, sino como obsequio al carácter divino del poder que le ha sido confiado»—. En estos mismo términos se refería Juan Pablo II al aludir al oficio del juez eclesiático: «así pues, el juez eclesiástico, auténtico sacerdos iuris en la sociedad eclesial, no puede menos de ser llamado a realizar un verdadero officium caritatis et unitatis. ¡Qué delicada es, pues, vuestra misión y, al mismo tiempo, qué alto valor espiritual tiene, al convertiros vosotros mismos en artífices efectivos de una singular diaconía para todo hombre y, más aún, para el christifidelis»—.

En resumen, atendiendo a la teleología de la reforma que estamos llamados a aplicar, y considerando nuestro ministerio como una verdadera vocación en la Iglesia, los operadores jurídicos encontraremos los criterios de «buen obrar» que han de regir la dinámica procesal concreta en los tribunales eclesiásticos. Estos criterios de «buen obrar», por tanto, no vienen «de fuera», no son una imposición externa, ni son extraños al obrar forense canónico, sino que nacen «de dentro», de la ratio de cada oficio, de su naturaleza, de la vivencia de los mismos en términos de vocación, de servicio. Esto se ve especialmente claro en el caso del juez canónico: no se trata de un oficio que responda a un mero querer humano, a criterios organizativo-funcionales, sino que estamos ante un «oficio querido por Dios»—, de manera que su obrar debe responder al «querer de Dios», debe «reflejar la justicia misma de Dios»—. De ahí que tenga que invocar el nombre de Dios (can. 1612 §1), que tenga que ponerse en la presencia de Dios, «deum solum habentes prae oculis», «ut secundum eius imperium iudicaret»—. A ello está llamado, ésta es su vocación, y aquí encuentra —él, y todos los operadores jurídicos— la fuente última de su obrar deontológico. Desde esta perspectiva vocacional del quehacer jurídico es desde la que hay que aplicar en la práctica la reforma del proceso que se ha realizado.

4. A modo de conclusión. La reforma del proceso de nulidad del M.P. Mitis Iudex es una expresión más del impulso

reformador de las estructuras pastorales que caracteriza al pontificado del Papa Francisco. En esencia, lo que el Santo Padre ha querido es poner la actividad judicial y las estructuras jurídicas de la Iglesia al servicio de los fieles en este contexto de verdadera «emergencia» de la familia y el matrimonio. Desde esta perspectiva, teniendo muy presente que la norma presupone y busca los bienes jurídicos de la verdad del vínculo conyugal y su indisolubilidad, es desde la que hay que analizar, acoger y aplicar esta norma, verdadera aportación carismática del munus petrino en un contexto cultural-antropológico tan «peculiar» como el que vivimos.

La teleología que se persigue con el diseño legislativo que se ha realizado apunta a una simplificación y agilización de los procesos de nulidades, y a una «purificación» del mismo en cuanto instrumento al servicio de los fieles en la Iglesia.

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Más allá de la perfectibidad técnica de algunas instituciones procesales —que seguramente habrán de ser «pulidas»— , lo cierto es que para actualizar las muchas potencialidades de la norma, además de acogerla con docilidad y actitud providencialista, se hace imprescindible descender del ámbito legislativo al ámbito del gobierno y la organización judicial, lo cual debe ser realizado bajo la guía y el compromiso de los Pastores de la Iglesia, que deben velar para que la praxis jurídico-procesal se desarrolle según criterios de «buen obrar» y «deber ser». En juego está el bien de las almas y del entero Pueblo de Dios.