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  • CONFESIONES Mi familia, mis amigos y mi poca

    FRANCISCO DE COSSO

    EDICIN DIGITAL OBSEQUIO DE

    LA CRTICA A SUS LECTORES

    IV CENTENARIO DE LA MUERTE DE CERVANTES DA DEL LIBRO DE 2016

    (22 Y 23 DE ABRIL)

    Ediciones El Criticn, Madrid (Espaa) 2016

    AKRN

    2008

  • Confesiones, Herederos de Francisco de Cosso y Martnez-Fortn, 2008 Editorial Akrn, S.L.U., 2008 Apartado de Correos N 134 24700 Astorga, Len (Espaa) www.editorialakron.es [email protected] Primera edicin: Junio 2008 ISBN 978-84-936505-1-3 Depsito Legal: S. 952-2008 Impreso en Espaa Diseo de la cubierta: Departamento de Diseo de Editorial Akrn Ilustracin: Francisco de Cosso, leo de Christopher Hall, gentileza de Maribel de Cosso Queda prohibida la reproduccin parcial o total de la presente obra sin permiso previo escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    EA0020

  • CONFESIONES Mi familia, mis amigos y mi poca

    FRANCISCO DE COSSO

  • Geometra

    Tringulo perfecto de verdura, entre el erial buscando su destino. Lnea recta a lo largo del camino, en el plano sin fin de la llanura.

    Esfera de la tarde, curva pura, del horizonte crculo divino. Elipse en lejana, perfil fino,

    que de la luz el resplandor apura.

    Paralelas de surcos, sin encuentro. Tablero geomtrico que suea

    del sol, la lumbre, y de la nieve, el fro.

    De lo cncavo y llano soy el centro. ngulo agudo, el galgo y la cigea.

    ngulo recto, el lamo y el ro.

    Francisco de Cosso

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    NDICE

    INTRODUCCIN (7) Jos Mara Prez de Cosso

    CONFESIONES (17) Francisco de Cosso

    NDICE ONOMSTICO (371)

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    INTRODUCCIN Jos Mara Prez de Cosso

    Confesiones. As fue como Francisco de Cosso quiso intitular la obra con la que rubricar lo que l estimaba haba sido su vida. Quizs, ms que estimar lo que haba sido su vida, sera mejor decir lo que l haba contemplado como su vida.

    Cosso siempre estuvo atento a cualquier espectculo de cuan-tos su existencia le vino ofreciendo, y fue la perspectiva de todos aquellos recuerdos que, en su declinar, se le humanizaron, la que desencaden el que dejase navegar su pluma sobre las cuartillas que, como cartas nuticas en blanco, siempre conserv a su lado para evitar rumbos equivocados o falsas derivas.

    Confesiones es, en cierto modo, ese diario de a bordo que los capitanes de barco redactan para dar fe de la travesa que afrontaron y de las maniobras a las que se vieron compelidos. Pe-ro Francisco de Cosso era navegante de tierra adentro. Por ello, como geometra bsica, tuvo que recurrir a la horizontalidad de los galgos y a la verticalidad de los lamos, para encontrar el aplo-me de la Castilla Vieja que lo engendr.

    Como hombre de teatro, a la hora de concebir Confesiones dise un programa de mano con el que se pudieran seguir los actos de la representacin sin tener que preguntar al espectador de la butaca de al lado. En ese programa, que es el que solan re-partir los acomodadores cuando la propina era generosa, figura-ban, y no por orden alfabtico: Su Familia, sus Amigos y su poca. En cada una de estas partes iran apareciendo todos los persona-jes y los decorados que la funcin requera, evitando el que los

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    grandes formatos colmasen el escenario. Dramaturgo como fue, Cosso conoca la importancia del saber medir el calibre de los gestos y el volumen de la escenografa.

    Consideraba que los hechos que nos parecieron minsculos cuando se produjeron, vistos a travs de los aos, se van fijando en nuestra memoria como sucesos decisivos, y as podemos afir-mar que lo que nos pareci no tener importancia, es lo que, a la postre, define el carcter de un hombre y una poca. Lo que un da nos pareciera una simple sombra al borde del camino o una breve rfaga de luz acariciando el tronco de un rbol al atardecer, vislumbres humildes comparados con las panormicas solem-nes que cualquier paisaje reserva para su contemplacin, trans-curridos los aos, se configuran en nuestro recuerdo como rega-los decisivos que salieron a nuestro encuentro para que al cuadro final de la vida no le falten esas pinceladas que son las que aca-ban conmoviendo al espectador.

    Francisco de Cosso fue, antes que nada y despus de todo, un espectador. Este oficio, el de espectador, es uno de los ms difciles de aprender y de ejercitar. Se necesita, desde muy nio, haberse educado en tensar ciertos resortes del alma, dejando re-lajar, al mismo tiempo, la musculatura del espritu. Los acrba-tas de circo, apenas dejan de gatear sobre el serrn de la pista, des-coyuntan sus miembros en escorzos inverosmiles, con el fin de que los aplausos del pblico no lleguen a producirles luxaciones.

    Como espectador, Cosso debi comenzar su entrenamiento contemplando, desde muy temprana edad y desde la balconada de la casa de Seplveda en la que naci, el bullir de las gentes en la Plaza de la Villa. Desde lo alto de ese mirador, se le ofreca el trasiego de un pueblo en el que la historia se resista a cambiar su caligrafa. Dudaban, aquellos descendientes de los repoblado-res de Castilla, de si el trueque, cambiando la redaccin de sus vidas, podra merecerles la pena. El tiempo, caminando a paso de buey, les permita seguir mascullando lindes y medianeras sin tener que tragar con demasiada premura la saliva.

    En los mercados que en la plaza del pueblo se celebraban, los aldeanos calibraban y regateaban sus productos, mientras las vie-jas piedras construan un casero asomado al vaco, conforman-

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    do un coro que esperase a que el ro Duratn, desde sus hoces, le diera el tono con que vocalizar la msica que los siglos, to-mando como partitura los blasones y los recovecos del pasado, haban venido componiendo.

    Como desde una atalaya, a aquel nio se le ofreca una doble meditacin. Por un lado, la visin de la Plaza principal, a una distancia en la que los ajetreos de los hombres y sus comentarios llegaban tamizados y en sordina. Por el otro, la espectacular pa-normica que, utilizando las huertas regadas por el Caslilla como peana, se desbordaba trocando la carretera de llegada al pueblo en unos brazos que, en cada curva, se abrazaban a ellos mismos.

    Todo lo que de nio acontece a nuestro alrededor, puede susci-tar dos sesgos. El de que nos encaramemos en el escenario de la vida para declamar los libretos que la importancia que nos adju-diquemos nos impela redactar, o por el contrario, estimar que el espectculo, contemplado desde la prudente distancia que nues-tras dioptras aconsejen, puede llegar a ser ms apasionante que el recibir las ovaciones del pblico. Cosso opt por esto ltimo. La vida no quiso defraudarle, y en vez de regalarle unas manos que aplaudan, le concedi, cuando apenas su infancia se despe-rezaba, unas manos blancas, las de su madre, orladas por unos encajes que acentuaban su fragilidad. Manos que, despus de prodigarse en caricias, se refugiaban en la quietud de la oracin. Cosso las record toda su vida suspendidas entre los aromas de cedro que el altar del oratorio despeda. Una tarde, cuando el re-zo haba finalizado y atravesaban la estancia contigua, una rfaga de viento apag la vela. El grito de su madre al verse sorprendi-da por la oscuridad, hizo que el terror irrumpiese por primera vez en la vida de aquel nio. Se le dio a conocer entonces esa parte de nuestra sombra que siempre queremos ignorar, pero que, obs-tinadamente, acecha para mostrarnos los rincones ms inhspi-tos de nuestra conciencia.

    Aquel grito y aquella oscuridad, quizs fueran el prlogo de la tragedia que, poco tiempo despus, iba a desencadenarse en aquella casa: La muerte casi simultnea e imprevista de sus pa-dres.

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    Tal infortunio quebr la cotidianidad de aquel hogar que, has-ta aquel entonces, haba sido un claro ejemplo de lo que los ma-yorazgos ilustrados suponan en una Castilla amodorrada entre sus tpicos y sus carencias.

    Con la ltima vuelta de llave que rubricaba la orfandad de aquella familia, todo se sumi en el silencio. En las estanteras de la biblioteca quedaron, atnitos, todos aquellos libros, algunos de singular rareza, curiosos ejemplares de historia y de literatura, con los que se haba pretendido, a travs de generaciones siem-pre atentas al conocimiento y al progreso, que, entre aquellas pa-redes, jams se pudiera vivir de espaldas a cuanto pudiera engran-decer el espritu... Los relojes, sin interlocutores con los que co-mentar el deje de los minutos, dejaron consumir sus horas en la penumbra que los balcones, precipitadamente cerrados, custo-diaban. Ni un solo objeto se movi de su sitio, ni particip en el xodo que se desencaden. Slo acompa aquel viaje el silen-cio impuesto por la abuela, para que ste se encargara de borrar todo cuanto haba sucedido. Los cuatro hermanos, Francisco era el mayor, recalaron en Valladolid, en la casa que su bisabue-lo, don Manuel de la Cuesta, comprara siendo rector de la Uni-versidad.

    Aquel desarraigo Cosso lo describe en forma tal cual si se tra-tase de un ejercicio preparatorio para encarar otros que, con el paso de los aos, acabaran por llegar.

    Reconozco que es en la infancia y en Seplveda en donde me

    he dejado remansar al releer las Confesiones del abuelo (me pa-rece oportuno clarificar, llegado aqu, el grado de parentesco que me une con Francisco de Cosso). Es en la evocacin de aquella infancia, donde la prosa, rayando el virtuosismo, adquiere un rit-mo como el que por aquel entonces deba de regir la vida en aquel pueblo. Las horas se hacan perezosas en su caminar por las cuestas y las callejuelas, para que las prisas no olvidasen perfi-lar el contorno de cada sombra. Las campanadas del reloj del Ayuntamiento roban rayos al sol, procurando que el oro de las torres de las iglesias no se marchitase prematuramente. Parsimo-nia en la luz y en el tiempo. Casi la misma parsimonia con la que Cosso rememora aquellos aos.

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    No ms precipitadamente, Cosso recuenta su familia hasta donde los archivos de la misma le permiten. Y no por vanidad, la ms pueril de todas las vanidades, sino porque al ser los hom-bres hijos de sus obras, el anlisis de los cimientos heredados es el que aparejar adecuadamente el andamiaje que requerirn s-tas para sustentarse con solidez. Para un liberal, la familia, aparte de las connotaciones jurdicas y biolgicas desde la que pueda ser contemplada, es una coordenada que, junto a la del tiempo y el espacio, modela nuestro contorno para engarzarlo en una di-mensin ms amplia que la de la simple singularidad. Se es hijo de algo y de alguien, y ese algo y ese alguien, son los que deposi-taron en nuestro equipaje los enseres que quizs algn da nece-sitaremos para reconfortar nuestro viaje.

    Como pintor reconozco en los bocetos todas las claves y pautas que stos proporcionan para la total comprensin de la obra l-tima. Regreso, pues, y con este nimo, a la infancia de Cosso, para dejarme seducir por dos sucesos que l describe como si fueran los protagonistas de alguna de aquellas charlas en las que gustaba prodigarse para deleite de quienes le escuchaban... Una niera le dijo que, pegada a la muralla (la casa se encontraba ado-sada a ella) estaba la crcel, y que, por las noches, se oa el ruido de las cadenas y los lamentos de los presos. En una crcel de la entidad que podra tener la de Seplveda por aquel entonces, era poco probable que tales hechos aconteciesen. No obstante lo cual, el abuelo tuvo que acunar su miedo durante muchos insom-nios Seguramente aquello le dej el poso de una filosofa que ja-ms abandonara... La historia no es lo que los voluminosos tra-tados que enumeran batallas y acontecimientos contienen, sino esa parte de lo experimentado que hemos aceptado como cierta aunque no lo haya sido. La fsica quntica va poniendo orden a este estado de cosas.

    Napolen, artfice de la batalla de Waterloo, segn lo refiere Stendhal, tuvo que preguntar, en su retirada, a un soldado fugi-tivo qu es lo que haba pasado. Este soldado, con la visin de unos cuantos metros en torno suyo, dio una leccin de historia al emperador. Con menos datos quizs que los que exigira un

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    pormenorizado estudio sobre tan magno acontecimiento, pero suficientes para que este hombre relatase a quien quisiera escu-charle, una realidad que, sin necesidad de notas a pie de pgina, se le impuso como la ms veraz historia posible. Todo suceso que no pueda ser contado en una noche de invierno, al calor de la lumbre, sin necesidad de tener que amplificar la voz, y no te-niendo que recurrir al criterio de los dems, solamente es una verdad con las lindes entreveradas.

    De cualquier manera, todas las reflexiones que yo ahora pue-da hacer sobre la existencia humana, todos los dibujos que esbo-ce sobre el esqueleto de la verdad o la musculatura de la menti-ra, seran sacos de mi cosecha. Lo justo y necesario es dejar que

    Cosso, en sus Confesiones, nos permita saborear lo que un es-pectador en estado puro, como l lo era, nos ofrece. sa es la ri-queza que proporcionan los aos cuando se han sabido ir arran-cando las hojas del calendario una a una y a su debido tiempo.

    Aunque pueda interpretarse como una obsesin, no me resis-to a regresar de nuevo a la parte del libro en la que Cosso reca-la en su infancia. Lo hago, para conocer de una tarde en la que describe el cmo le fue dado contemplar unas fiestas desde la ca-sa del capelln de la Virgen de La Pea, patrona de Seplveda. Tras una gran reja, vio una corrida de vacas enmaromadas. El capelln, entre otros muchos objetos piadosos que tena, le ense- un rosario cuyas cuentas eran de azcar. El abuelo, furtiva-mente pas su lengua por ellas y comprob que, efectivamente, eran dulces. En ese instante, sin que l, por sus aos, supiera dar-se cuenta de ello, fue cuando tom contacto con el laberinto de la fe. Discretamente, para no humillar al cura, en el caso de que su aserto no fuera cierto, el abuelo constat, en vivo y en direc-to, que si no la lengua, al menos, s, el sentido comn hay que pa-sarlo siempre por encima de las proclamas, las mieles y las hieles.

    En aquel festejo, naci el periodista que lleg a ser y que se exigi, a lo largo de toda su profesin, contrastar el sabor, el olor y hasta el tacto de la noticia. La casa del capelln y la reja desde donde contemplar la fiesta de los novillos enmaromados, fueron el catn con el que comenz a deletrear el lenguaje de estas tie-

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    rras que ahora se proclaman tan diversas, pero que a lo largo de muchos siglos compartieron banda y msica.

    Por estos andurriales, a poco que la lluvia lo permita, nunca falta la bulla y la jarana. El gento, antes de que se entone la lti-ma silaba del ite misa est, ya comienza a porfiar con trompicones, si al caso llega, por hacerse con alguna de las andas del Santo Pa-trn. Entre vtores y jaculatorias, el pasello de la procesin por las principales calles del pueblo se convierte en un plebiscito de mil pelajes y conveniencias. Acabada la funcin religiosa, y ago-tada el agua bendita, el personal recurre a enfriar la sangra con pasodobles y pasacalles en los que las distorsiones del bombo suelen emborronar la letra de la partitura.

    Aquel rosario que Cosso, de nio, sabore, es de suponer que tendra como remate una cruz, probablemente no de azcar. Las cruces, en estos vericuetos, se disean a gusto de quien la piensa esgrimir, y siempre con la idea de que, segn la altura en la que se entronice, pueda servir lo mismo para un bautizo que para un entierro.

    En unas Confesiones como las que escribi Cosso, destiladas sin necesidad de confesionario alguno, y sin esperar absolucin por parte de nadie, no podan quedar en el olvido los amigos. Esos amigos que, a lo largo de la vida, fueron apuntalando sus afectos, a sabiendas de que, con lealtades, el tiempo se deja aca-riciar sin necesidad de tener que cambiar el sentido en las mane-cillas del reloj.

    Cosso fue hombre de fidelidades, porque supo tomar en con-sideracin lo que, desde las otras localidades, por muy alejadas que estuvieran de la suya, los otros asistentes a la representacin perciban e interpretaban. A ellos, a sus amigos, dedica una bue-na parte de su libro, y se nota, cuando su pluma se desliza sobre las cuartillas, cmo medita las interrogaciones, las admiraciones y los puntos y aparte, para que slo aflore la frase que mejor d la talla de cada uno de aqullos con quien comparti avatares, alegras, duelos y conmemoraciones.

    Delibes, refirindose en una ocasin a la forma de escribir de un consumado articulista, deca que se notaba cundo encenda

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    el cigarrillo. En Cosso slo se notaba el cmo navegaba con su pipa, dejando que el humo dibujase los encabezamientos de ca-da prrafo a la manera en como los monjes medievales ilumina-ban las maysculas de los cdices, para mayor gloria de Dios. Cosso, sin tener que glorificar ms que a la propia gloria de ha-ber vivido sin otras pretensiones que el serle permitido ser espec-tador de la poca que le toc en suerte, echa mano de todo cuan-to aconteci a su alrededor, para remachar esa filosofa que los castellanos heredaban en los caminos y las posadas donde al pan se le llamaba pan y al vino no se le echaba agua.

    Ningn lugar del mundo le result lejano, ninguna idea ajena a su sentir lleg a perturbarle, y ni la adversidad ni el halago le hicieron entonar un suspiro ms fuerte que otro. Fumaba, ya lo he dicho, en pipa, algo tan difcil de practicar como el aprender un idioma. En los idiomas hay sonidos que se aspiran y otros que se expelen; si no se llegan a dominar estos malabarismos de la respiracin, el humo acaba siempre agonizando sobre los res-coldos de lo que poda haber sido una paz pasada de mano en mano con armona.

    Y hablando de respiracin y, a punto de abrir la puerta de des-pedida de este escrito: Cuenta Francisco de Cosso, cmo en una de las visitas que sola rendir a la Casona de Tudanca, que era donde su hermano Jos Mara se haba impuesto el convertirla en un santuario de la cultura y el recuerdo, se encontraba hospe-dado don Miguel de Unamuno. Estimaron conveniente una bue-na maana, hacer una excursin y escalar unos riscos desde don-de se presuma la visin, de la que se podra disfrutar, sera mag-nfica. Parte del grupo ascendi en caballeras, pero don Miguel se empe en hacerlo a pie. El abuelo, para no hacerle un desai-re, se prest a acompaarle en esas mismas condiciones. Don Miguel, pasado el primer entusiasmo, comenz a jadear, y cada vez se le haca ms penosa la remontada. Quisieron convencerle de que lo ms prudente sera el recurrir a las cabalgaduras que, aparte de conocedoras del terreno, podran aliviar tanto esfuerzo. Don Miguel, congestionado, apasionado, y no renunciando a nin-guno de los principios que alumbraron su vida, exclamaba: Hay que llegar a lo alto!... Que eso fue lo que estuvo persiguiendo to-

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    da su vida a base de sonetos crucificados y disecciones polidri-co metafsicas. En Espaa siempre se asciende y se desciende ja-deando. Son los pulmones de los genes que nos alumbran y des-lumbran los que as vienen configurados de fbrica. Este diseo es el que permite el que se puedan gestar orfeones de una sola voz, y procurando que no se oiga la del de al lado, al que se le su-pone escolano de nfimo rango.

    Cosso nunca quiso que, cuando en el declinar de sus aos, los recuerdos se le hacan ms humanos, el libro que surgiera fuera, ni unas memorias ni una autobiografa. Una confesin es lo que dese. La confesin es el acto ms ntimo y sincero al que el hom-bre puede abandonarse. Sin necesidad de absoluciones, uno se cuenta su vida como l ha credo vivirla; camino ste el ms tran-sitable para llegar a la certeza de las cosas. Los hechos y los hom-bres no son sino como uno los ha percibido. Para ello se necesi-ta esa serenidad de espritu que el que ha sabido ser espectador atento y desinteresado, llega a adquirir. En un banquete, los co-mensales discuten y se acaloran. El camarero, quizs fuera el ni-co que, con la perspectiva suficiente, pudiera intervenir en la con-troversia con mejor juicio, pero se limita a observar para algn da poder dar fe de quin fue el que se comi la tajada ms ape-titosa, hurtndosela al que por su prudencia le debera de haber correspondido.

    Para finalizar. No me sentira del todo satisfecho, si no cele-

    brase con emocin la reedicin de este libro. Confesiones, apar-te de una familia y unos amigos, describe una poca que muchos han querido, peor que relegar al olvido, adulterar. Han dejado que los lugareos, desde el mojn que mejor apaase el surco que siempre sobra, cantasen y contasen las coplas que, en las fiestas de su pueblo, mejor sirvieron para meter mano a las mozas. As, saliendo el sol por donde tena que ponerse y bajando el pan con ms miga que corteza, cualquier necedad se convierte en dogma. Cosso fue un grandsimo escritor, digno de mejor recuerdo. Fue un liberal ecunime y generoso, que tuvo que contemplar y pa-decer todos los saraos que en Espaa, para que la juerga de siem-pre no decaiga, se montan sin necesidad de santo ni de romera.

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    Cont su vida sin hurtar luces ni sombras y yo, su nieto, ahora que tanto se estila este tipo de parentesco, no oso aadir ni qui-tar un solo punto o una coma a cuanto qued dicho cuando tu-vo que decirse.

    Jos Mara Prez de Cosso

    Segovia, en un mes de Mayo, afortunadamente lluvioso y que se hace llamar dos mil ocho.

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    Cuando declinamos en la vida, todos nuestros recuerdos se hu-manizan. Lo que juzgamos un da muy importante, visto a tra-vs del tiempo, advertimos que su carcter sensacional se ha ido disipando y que, al convertirse en un hecho histrico que pasar a monografas y manuales, ha perdido todo su inters vivo. Por esta causa, quiz, la historia, cuando no es inventada, no suele ser divertida. Hay en ella demasiadas batallas y profusin de do-cumentos que, a fuerza de ser autnticos, pueden no ser verda-deros. El Cid del poema es la verdadera historia del Cid, y Don Quijote, a fuerza de ser humano, se ha convertido en un hroe histrico. Tucdides se propuso hacer una historia para siempre, y cuando lo consigui fue en virtud de su propia creacin. Si aquello no era puntualmente la verdad, est muy bien contado. Esto no quiere decir que no deban estar en una biblioteca que se estime las Historias escritas por Csar Cant y Modesto Lafuen-te. No s si ahora lee alguien estos libros, pero rindamos nues-tro homenaje al esfuerzo de quienes los compusieron. Para m, quien dedica su vida a una de estas obras, si no lo hace por vani-dad, es un hombre benemrito, digno de todas las honras oficia-les, que para esto se han hecho. Ahora bien: si queremos saber lo que ocurri en el siglo XIII, no acudamos a ellas, porque no nos enteraremos de nada.

    Los hechos, en cambio, que nos parecieron minsculos cuando se produjeron, vistos a travs de los aos se van fijando en nuestra memoria como sucesos decisivos, y as podemos afir-

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    mar que lo que nos pareci no tener importancia es lo que defi-ne el carcter de una poca. Lo sensacional est siempre en pri-mer plano, mas no deja en nuestro espritu sino la huella del pa-so leve sobre los senderos de un jardn abandonado. As quiero yo evocar recuerdos de medio siglo, y, frente a ellos, no aspiro a ser actor, porque a m apenas me ha pasado nada que merezca la pena de contarse, sino espectador de un tiempo en el que infi-nidad de sucesos intrascendentes fueron creando costumbres, modos y modas, palabras y conceptos, esa pequea historia que es la nica que puede justificar, por el contraste, la gran historia. Es tambin la que fija una idea de continuidad, ya que lo heroi-co y lo genial interrumpe el proceso de lo cotidiano. El reloj no se ha inventado para fijar la hora de un hecho trascendente. Si as fuese, el reloj se parara en aquel instante para no andar nun-ca ms. Los humildes minutos pasan inexorablemente sobre lo grande y lo pequeo, y el hombre vive esclavizado a esta suce-sin del tiempo, y la mayor parte de los minutos, en la adversi-dad y en la buena fortuna, para nosotros no seran nada si no lle-vasen dentro un grano de mostaza.

    Hay quien gusta de escribir un diario para s mismo, para no olvidarse de nada de lo que le ha ocurrido en la vida, con una puntualidad de contable. Hay otros que, en un momento culmi-nante, se lanzan a escribir sus memorias. Para esto, para ser pri-mer actor de una vida, se necesita una gran categora. Yo no ano-t nunca en un cuaderno lo que me pas da a da, en el curso de una vida. No tengo tampoco esa memoria que suelen tener los grandes hombres para recordar, de viejos, cuanto les ocurri en su existencia. Confieso que me he olvidado de muchas cosas, as como en un viaje, a la llegada, apenas recordamos los acciden-tes del camino. Aparte de que un hecho presenciado por diver-sas personas, al relatarlo, cada una nos lo cuenta de un modo di-ferente. Una mancha en la pared de nuestro cuarto, empezamos pensando que hay que quitarla; por pereza no lo hacemos, y aca-bamos por no verla. Y es que lo que llamamos realidad es un juego de equvocos, y el pasado, lo que fue realidad y ya no exis-te, un juego de espectros. Todo lo objetivo, si es que ha sido real-mente alguna vez, llega a convertirse en obra de ficcin. Nuestra

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    propia casa donde vivimos de nios, si volvemos a ella de viejos, de tanto como nos ha hecho pensar en la ausencia, nos parece que es una fantasa o un sueo.

    Nuestra aparicin en el mundo, as como nuestra marcha de l, es un enigma. En este enigma se halla confinada la memoria, que se pierde muchas veces aun en los hechos que ms pudie-ron influir en nuestra vida. Nada hay tan difcil como evocar y que de la evocacin surjan las imgenes del pasado completas. La memoria de los hombres tiene sus especialidades. Hay quien recuerda por el olfato y por el gusto y por el tacto; por el odo nos vienen tambin muchas emociones lejanas, que no tienen nada que ver con la msica; mas con todos estos efectos que re-fuerzan, en virtud de una nemotecnia, nuestra evocacin del pa-sado, hay en l lagunas que interrumpen nuestra vida, zonas muertas en las que parece que no hemos existido. En cambio, lo insignificante y lejano sale a nuestro paso inopinadamente, y aun recordamos el da y la hora en que esto ocurri. Es muy discuti-ble lo tantas veces repetido de que cualquier tiempo pasado fue mejor, ya que recordar es prepararse a morir, y no puede ser me-jor ningn movimiento nuestro que nos acorte la vida. Los vie-jos ms giles y fuertes que he conocido son aquellos incapaces de convertirse, como el personaje femenino, smbolo de la curio-sidad de la familia bblica, que volvi la vista atrs, en estatua de sal. El secreto de la fuerza de la vida se halla en proyectar todas nuestras energas hacia el porvenir, como si nacisemos cada maana. As esos viejos monjes que han hecho tabla rasa con el pasado para no pensar sino en la vida eterna, que es el porvenir ms porvenir, ya que la eternidad no puede tener relojes ni calen-darios, y para gozar de ella hay que perder totalmente la memo-ria. La beatitud se halla en poseer un presente que no se inte-rrumpe nunca.

    Creo que todos los hombres, desde los tiempos ms remo-tos, han pensado que su poca ha sido, en el proceso del tiem-po, la mejor de todas. Que los hombres, en cualquier generacin, han pronunciado esa frase que seguimos pronunciando: Si mi abuelo levantase la cabeza...! En efecto, si los abuelos que han existido levantasen la cabeza, quedaran asombrados de lo que

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    haban realizado sus nietos, no se sabe si para bien o para mal, para ser ms felices o ms desgraciados. En orden a la violencia, por ejemplo, hemos avanzado mucho; mas no creo que a los hombres de hoy les produzca ms admiracin la bomba H, que produjo a los hombres antiguos el invento de la catapulta. Y aun decimos de una persona poco inteligente que no ha inventado la plvora.

    Yo no tengo la vanidad de creer que he nacido en un mo-mento culminante de la civilizacin y la cultura, siquiera sea evi-dente que en las postrimeras del siglo XIX y la primera mitad del XX hemos alcanzado una poca de transicin muy rpida, en la que las invenciones de la fsica y de la qumica y el perfeccio-namiento de la tcnica han sido tan veloces que apenas nos han dado tiempo de pensar sobre lo que estaba ocurriendo en torno a nosotros. Nuestro poeta costumbrista Bretn de los Herreros llam al siglo XIX el siglo del vapor y del buen tono. Posible-mente esto del buen tono lo escribi por la fuerza del consonan-te, mas s podemos decir que en nuestros das el vapor ya per-feccionado es una antigualla, y que el buen tono ha desaparecido por completo. Quiz todos los avances de la civilizacin se ha-cen a expensas de la cultura. Si hoy ya se habla de un cerebro electrnico, quiere decirse que el hombre, de tanto haber pensa-do en los siglos pretritos, echa de menos una mquina que se ocupe de pensar por l. Llegar un da en que exista una mqui-na que nos descubra el enigma de la vida y de la muerte? Ms bien pienso que se repita el mito de Pigmalin, y que las mqui-nas se rebelen contra la inteligencia que las cre y el hombre sea una vctima de su propio ingenio.

    Lo cierto es que los hombres de mi generacin hemos vivi-do con anhelo de velocidad. Conocimos el vapor incipiente, la electricidad incipiente, los motores de explosin incipientes, los balbuceos de la navegacin area, la comunicacin por las ondas, la msica y las imgenes en conserva, el salto de la homeopata a los antibiticos, la vacuna, la asepsia y la anestesia, la existen-cia de los microbios y del tomo..., y, junto a esto, las dos gue-rras ms cruentas que ha padecido el mundo, la revolucin ms sensacional que registra la Historia, la falta de respeto ms evi-

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    dente a la persona humana, el derrumbamiento de los valores tradicionales, de lo que es buen ejemplo la repblica en China... En suma, grandes sucesos que, de una parte, nos alargan la vida, si es que no nos la acortan a fuerza de hacrnosla vivir ms apri-sa, y, de otra, pueden aniquilrnosla en un instante. As vamos viviendo a gran velocidad una existencia confortable, en esa an-gustia que produce, de una parte, la frivolidad, y, de otra, el te-rror. Yo quisiera limpiar estas pginas de cualquier sombra de nostalgia. Temo mucho a los viejos que gustan de evocar su tiempo con mengua de lo presente. Est bien recordar, pero sin lgrimas en los ojos. Hoy, muchos jvenes se dedican a rerse de sus padres y sus abuelos, ridiculizando modas y costumbres, sin duda pensando que las actuales son mucho ms serias. El pa-sado prximo, para estos jvenes, es grotesco, o, al menos, so-bre un lbum familiar de viejas fotografas tratan de reducirlo al ridculo. Por el contrario, algunos viejos, con la frase de mis tiempos, se obstinan en demostrarnos que aquello era lo bueno y que ahora no hay ni belleza, ni moral, ni arte, ni casas para vi-vir, ni buena cocina, ni teatro...; en suma, que ahora cualquier cosa es peor y ms cara. Razonablemente pensado, llegamos a la conclusin de que todo es uno y lo mismo. Es una frmula de consuelo decir que lo de ayer era mejor, y sirve tambin de ali-vio decir que lo de hoy es lo mejor que ha existido. En unas po-cas los hombres se han afeitado y se han puesto peluca blanca, y en otras se han dejado la barba y han lucido orgullosamente la cabeza calva, de piel brillante y sonrosada. Las mujeres, a su vez, en unos tiempos queran ser gordas, y se martirizaban con corss para embutir su obesidad, y en otros aspiraban a ser esculidas, ojerosas y plidas. Unos y otros hacan esto para agradar a sus contemporneos. Pues bien: cuando hemos tenido bigote y bar-ba y nos los hemos quitado; cuando la mujer ha sido gruesa y despus se ha puesto a plan para adelgazar, no se han realizado sino actos superficiales, siguiendo los dictados de la moda. En lo esencial, todo ha seguido lo mismo. Don Juan Valera escriba que, en punto a refinamientos para pecar, Cleopatra saba dnde le apretaba el zapato.

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    Lo que importa es decir que nuestro tiempo, el que escucha-mos a nuestros padres y abuelos, el que hemos vivido aun sin recordar nuestros orgenes, sabemos de nuestra vida por lo que nos contaron de ella y el que estamos viviendo, es mucho ms interesante que nosotros. Cada cual, en su tiempo, no es sino un puro accidente humano, y tan slo una vanidad excesiva puede justificar unas memorias autobiogrficas. Aun en los grandes hombres sus biografas son ms sugestivas cuando las hacen los dems que cuando las escriben ellos. El mismo Napolen, crea-dor y responsable de la batalla de Waterloo, segn nos refiere Stendhal, tuvo que preguntar en su retirada a un soldado fugiti-vo qu es lo que haba pasado en la batalla. El soldado tampoco lo saba, pero saba al menos lo que haba pasado en torno suyo en unos cuantos metros cuadrados, y este fragmento de batalla, para l y para contarlo despus, a travs de los aos, en una no-che de invierno, al calor de la lumbre, era toda la batalla. El aje-drecista no sabe nunca por qu se ha distrado en una jugada fu-nesta: es el mirn quien lo advierte. De ah que el mejor oficio que podemos tener en el mundo es el de espectador.

    Precisamente por ser en mi vida un espectador he hudo de la expectacin. El espectador es el agente pasivo de los aconte-cimientos; la expectacin, en tanto, constituye una actitud activa, es lo que esperamos ver, no lo que estamos viendo. Hay expec-tacin por lo que se nos anticipa que va a ocurrir. En este tiem-po, entre lo que esperamos que va a pasar hasta que el hecho que se nos anuncia se produce, no somos espectadores, sino simples aspirantes a serlo.

    Por lo general, la expectacin nos defrauda. Los hechos ocu-rren no como esperbamos que ocurriesen, sino de otro modo. En cambio, siendo simples espectadores, la realidad de la vida va pasando por nuestro lado, dndonos en cada instante una sor-presa. Cuando por un momento nos evadimos de estas sorpre-sas, hacemos poesa.

    En el mundo hay acontecimientos sensacionales, mas, si no los presenciamos, lo sensacional para nosotros puede ser lo ms humilde e intrascendente, por el hecho de girar y pasar en torno nuestro. Y en esto se halla la virtud del espectador, en no desa-

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    provechar las sensaciones del momento que perciben nuestros sentidos. Solamente as aprovechamos la esencia de la actualidad. Una nube que transcurre por el cielo, y que vemos desde nuestra ventana, es una actualidad flotante, que va cambiando de forma y de color, porque esta nube que vemos unos instantes y que en muy poco tiempo se disipa, existe en tanto que la vemos, y ya no la volveremos a ver nunca. No hay nada en torno nuestro que se repita, y ste es el secreto de la Historia, un proceso de hechos, una corriente ininterrumpida que no es actual sino un momento, porque unas ondas suceden a otras.

    El ejemplo ms perfecto del espectador nos lo da el criado que sirve en el banquete. Los comensales hablan, ren, discuten, crean el espectculo, en tanto que el criado no puede hacer otra cosa sino servir. A veces, en una discusin, el criado tendra el razonamiento clave que pondra fin al antagonismo entre dos co-mensales, pero su funcin se reduce a servir, y no debe utilizar en aquellos momentos ni su sabidura ni su dialctica. As quisie-ra ser yo ante los acontecimientos que, da a da, he ido presen-ciando, como el criado que sirve en el banquete.

    Esta funcin es la ms humilde que podemos ejercer, por-que en la vida o somos actores o espectadores. El actor suele ser vanidoso no hay vanidad tan refinada como la de un cmico, y el espectador, modesto, siempre que no se convierta en crtico del espectculo. La mejor parte, por esto, la lleva el espectador, porque el espectculo se crea para l, toda la vida, la suya y la de los otros, se ha creado para l, este mundo se cre para l, y has-ta tal punto que sin espectador el Universo no existira; y as, en el Gnesis, cuando todo estuvo creado, y el Supremo Hacedor se sinti satisfecho de su obra, tuvo que crear al hombre para que existiese un ser que la contemplase, pues sin espectador nada por s mismo tendra razn de existir.

    En esta actitud quiero yo asomarme a estas pginas, para dar una razn de lo que ha ocurrido en torno mo, entregndome a las veleidades del tiempo y captando la sorpresa en cualquier lu-gar donde me encuentre. Todo, en torno nuestro, es un puro mi-lagro. Pues bien: de este milagro de mi vida quiero ofrecer a

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    quienes me lean impresiones ligeras y efmeras, que constituyan como una pequea historia de mi tiempo.

    Puedo escribir esto, como he escrito tantas pginas, miles de pginas dedicadas a las hojas de los peridicos, en el trfago de la ciudad? Teniendo en cuenta que de lo que voy a escribir es, no de lo que est pasando, sino de lo que ha pasado, ser mejor que me refugie en el campo, ya que el campo es un escenario que no cambia, en el que el tiempo, para interpretar su drama, no exige otra mutacin de decoraciones sino la que hacen los meses del ao con la luz y con los meteoros. As mis recuerdos pueden sedimentarse en unos lmites inmutables. No quiere esto decir que a m no me guste el campo, entre otras razones porque no sienta bien a mi salud. Siempre que he descrito un paisaje, y lo he hecho muchas veces, ha sido inventado la naturaleza por puros recuerdos, confinado en cualquier mbito de ciudad, a ser posi-ble con mucho humo de tabaco, y mejor de noche que de da. Los pintores impresionistas no me son simpticos por esa aficin que tienen de echarse al campo con sus brtulos de pintar, como si fuesen cazadores: para el caso, tanto da un pincel como una escopeta. Con los buenos paisajes que han inventado los pinto-res antiguos ponindose a resguardo de los rigores del aire libre!

    Pero aqu no se trata de copiar el campo, sino de refugiarme en un retiro donde nadie me importune para recordar. Y entin-dase bien, recordar y no revivir, pues quien intenta revivir es que tiene muy cerca de l la sombra de la muerte.

    Para sentir el pasado como algo sustancial que haga que nuestro presente sea como es, nada tan propicio como un recin-to inmutable, en el que todas las imgenes estn donde estaban en nuestra infancia. Muchos seres vivos desaparecieron, pero las cosas, ms resistentes al tiempo, estn en su sitio, sin haber ape-nas variado de calidad ni de color. En esta casa vieja, cimentada en el fondo de un valle, mas con altura suficiente para otear los grandes escalones de maz, los caminos con lastras bordeados de avellanos y zarzamora, el ro que ya apenas suena y es un camino ms de cantos rodados, pues sus aguas han ido a incrementar las reservas de un pantano, y para mirar hacia arriba las praderas, y los bosques impenetrables, y las rocas inaccesibles, y las cumbres

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    altsimas que rasgan, hasta convertir en jirones, la niebla, para dejarse ver, hay una gran biblioteca, acrecentada sobre los fon-dos familiares de varias generaciones aficionadas a leer por mi hermano Jos Mara. Toda la planta baja de esta casa, salvando el zagun y la capilla, est llena de libros, y los libros son la mejor compaa para la evocacin. Hay una gran estancia que en tiem-pos fue cuadra, y que, transformada para el estudio, an conser-va una buena tradicin para rumiar. Los ventanales rasgados a lo largo del muro se abren sobre una huerta descuidada, y pene-tra por ellos un tono verde de rboles frutales que derrama sobre el papel donde escribo una luz misteriosa, un poco difusa, sujeta a las veleidades del tiempo y a los rigores de la hora. El silencio es penetrante, y cuando surge un sonido nos llega a nosotros amable, con cierta aspiracin potica, para avisarnos de que algo en torno nuestro vive.

    He aqu un buen refugio para desgranar recuerdos.

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    Mi abuelo paterno, don Francisco de Cosso y Salinas, que lleva-ba asimismo el apellido de Gonzlez de Seplveda, fue el ltimo mayorazgo de esta dilatada familia, que desde el siglo XV vivi en el castillo de esta villa, castillo romano, cuyas piedras an per-duran en dos de sus grandes cubos y a lo largo de la barbacana. Digo desde el siglo XV, porque hasta la aparicin de don Luis Gonzlez de Seplveda no se puede reconstruir una genealoga que nos lleve al conde Fernn Gonzlez, conquistador de esta fortaleza, en la que dej de alcaide a un hijo suyo. Lo cierto es que en tiempos de don Juan II reciben los Gonzlez de Sepl-veda el seoro del Barrio de San Miguel de Neguera, un territo-rio de ochocientas hectreas, que an son propiedad de nuestra familia, y en el que construyeron una casa de campo, cuya estruc-tura gtica todava se conserva intacta en la fachada principal.

    Esta familia debi de tener gran predicamento en estos aos, y as, los Gonzlez de Seplveda tienen enterramiento propio en una cripta romnica de San Justo, y hay un don Diego que, como se lee en su sepulcro, fue embajador de los Reyes Catlicos en Inglaterra, y, antes de la coronacin de la reina Isabel, maestre-sala del infante don Alonso. Despus, todos los mayorazgos, en la sucesin del tiempo, habitan el castillo y son regidores perpe-tuos de la villa. All, en esta mansin, nac yo en el ao 1887, y, a pesar de tantos avatares histricos y econmicos, an este re-cinto, mitad guerrero, mitad civil, nos pertenece.

    Creo ineludibles estos antecedentes familiares, y otros que ir dando, findome en la memoria y no en los documentos de nuestro archivo, muy copioso y bien ordenado, no por vanidad de

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    familia, la ms pueril de todas las vanidades, ya que pens siem-pre que el hombre es hijo de sus obras, sino por centrar mis re-cuerdos en un ambiente y en el curso de una vida familiar que creara una tradicin que no puede ser ajena a mis ideas, a las im-presiones que tengo de mi tiempo y a los recuerdos que, un poco confusamente, han ido quedando en mi memoria, y que han si-do en el curso de mi vida compaeros inseparables de mis ven-turas, aventuras y desventuras.

    Mi padre, don Mariano de Cosso y Cuesta, ya fue medio mayorazgo, y a su muerte, siendo yo el mayor de mis cuatro her-manos, no fui mayorazgo, correspondindome una cuarta parte de las propiedades que podemos llamar histricas, de esta anti-gua familia en la que, en el curso de cinco siglos, se entrecruzan muy ilustres apellidos de Castilla, de Andaluca, de Navarra, de las Asturias de Santillana y de la Montaa de Santander. S he de hacer notar que mi abuelo Cosso, que era un gran terrateniente en el que recaan vinculaciones, censos y propiedades afectas a sus apellidos Gonzlez de Seplveda, Salinas y Cosso, cuando sobrevino la desamortizacin de Mendizbal, fiel a una tradicin noble que sostuvo hasta su muerte, no aprovech aquel acuerdo que incitaba fcilmente a la rapia para ninguna especulacin, como lo hicieron, indiferentes a las sanciones cannicas que dic-taba la Iglesia, tantos aprovechados que en aquel trance iniciaron la dinasta que ms tarde se ha calificado con el apelativo de nue-vos ricos. Los descendientes de aquellos asaltantes de los bienes eclesisticos, a cuyos propietarios los progresistas llamaban ma-nos muertas, y de los que podemos decir que tuvieron, para su-plantarlos, manos demasiado vivas, en el curso de los aos crea-ron una aristocracia de rastacueros, y olvidndose de la torpe im-provisacin de su fortuna, recibieron la absolucin de la Santa Sede, y aun se erigieron en defensores de la verdad catlica, sin renunciar, por supuesto, a los bienes terrenales tan abusivamen-te adquiridos por sus abuelos. Quiz la palabra conservador, que procede de los que anteriormente se llamaban moderados, surge cuando, levantadas las excomuniones, los ya reconciliados con la Iglesia sienten los deseos de conservar y de que no surja otro Mendizbal contra ellos.

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    El absentismo no se haba producido en Espaa, y en los pueblos existan grandes seores, an no extinguidos los mayo-razgos, que tenan sobre s el cuidado de dar carrera a sus herma-nos, casar a sus hermanas, si no profesaban religiosas, y vivir en el vigilante cuidado de sus tierras. La supresin de los mayoraz-gos impulsa el absentismo. Los seores se retiran a vivir a las ciu-dades, pierden el contacto con sus casas, sus tierras y sus colo-nos, y surge un personaje nuevo en los pueblos, el administra-dor, que es quien facilita a los administrados dinero, y que termi-na muchas veces siendo ms rico e influyente que ellos.

    Este ambiente de la Espaa de mediados del siglo XIX nos da la clave de muchos cambios y aun de la desaparicin de mu-chas familias histricas, cuyos escudos nobiliarios vemos hoy por tantos pueblos en muros medio derrumbados de casas que fue-ron ilustres y que ahora habitan familias de menestrales y aun de mendigos. Volviendo la vista a tiempos ms remotos, con estas casas ocurri lo que ha ocurrido con los castillos.

    Yo alcanc, sin embargo, de muy nio, la poca de los gran-des mayorazgos de Seplveda. An estos seores deambulaban por la plaza y las calles de la villa, vestidos de levita y sombrero de copa, se reunan en sus casas y sostenan el prestigio de su clase no manteniendo contacto ninguno con los advenedizos, es-peculadores, comerciantes y logreros, y siendo, en cambio, su-mamente cordiales y hasta admitiendo familiaridad con sus colo-nos, que formaban verdaderas dinastas, pues labraban las tierras de los seores en sucesivas generaciones, pudindose formar con ellos un rbol genealgico muy dilatado, y con los criados que entraban de muchachos en la casa y moran de viejos en ella. Asimismo, eran amigos y mecenas de artistas y artesanos. No s si era bueno o malo que las jerarquas o estamentos sociales que constituan la sociedad antigua cumpliesen una funcin rectora: me limito a recordar tal estado de cosas. Y esta jerarqua no la daba slo el dinero, o, ms bien, diremos que con dinero no se consegua. El ser hidalgo, es decir, ser hijo de algo, significaba el designio y la responsabilidad del apellido; un valor histrico con-solidado a travs de varias generaciones, y, as, quien posea una tradicin de nobleza, aun siendo pobre, no perda su valor jerr-

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    quico ni su categora social. Noble, hidalgo y caballero eran tres conceptos que tenan un significado. An estn estas tres pala-bras en el diccionario. Muy pronto carecern de sentido, y si per-manecen all, llevarn la abreviatura que indica que son anticua-das o estn en desuso.

    De estos mayorazgos existan en Seplveda los Snchez de Toledo, los Arteaga, los Del Ro, los Bonilla, los Mazas, los Oa-te, los Cenzano, los Carnero... y muchos segundones que arrai-garon all. Yo cito de memoria a quienes recuerdo y a los repre-sentantes de estas familias que conoc en mi puericia, y, a alguno de ellos, en mi mocedad. Entre stos, muerto mi abuelo, a quien no llegu a alcanzar, eran una muestra viva del tono antiguo don Valentn Snchez de Toledo y don Serapio del Ro y Ruiz de Ji-baja.

    Don Serapio, como familiarmente le llambamos, era un ca-ballero alto y esbelto, de noble rostro, siempre estirado y en acti-tudes elegantes, con la vista muy cansada y con asomos de cata-ratas, que para leer, adems de las gafas, necesitaba de una lupa. Se cas ya viejo con una muchacha muy joven, Mara Esp y Snchez de Toledo. Era hija de un diplomtico, que fue embaja-dor de Espaa en Berln, y el mvil de esta extraa boda fue ex-clusivamente el amor. Dejando a un lado las cuantiosas rentas que tena don Serapio, doa Mara era de una hermosura more-na y dulce, esbelta y flexible, haba viajado por Europa y frecuen-tado una sociedad elevada en la corte, y con estas cualidades no era raro que hubiese tenido pretendientes jvenes y bien situa-dos; mas ella prefiri al ya provecto don Serapio, y con l se fue a vivir a Seplveda, y all adapt su vida como esposa modelo, y, ms tarde, como viuda an bella y de una elegancia extraordina-ria, pues no perdi su figura, ni sus actitudes de gran seora, ni de vieja. Muri despus de los ochenta aos. Tambin fue larga la longevidad de don Serapio.

    Este personaje, que hizo la carrera de abogado en Madrid y fue condiscpulo de don Antonio Cnovas del Castillo, estudian-te pobre y sin recursos, a quien muchas veces don Serapio tuvo que ayudar con seoril elegancia. Una vez casado no sali de Se-plveda, y no por ser marido celoso, como pudiera serlo, sino

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    porque doa Mara se adapt a aquel ambiente, y no tena tam-poco deseos de viajar. He odo contar que a la muerte del mayo-razgo aparecieron en una cuenta corriente del Banco de Espaa de Segovia unos miles de duros, de los que don Serapio no dis-puso, y constituan el dinero que l haba depositado all para el viaje de novios, que no lleg a realizarse.

    Don Serapio fue muy amigo de mi abuelo, senta por noso-tros, por los Cosso, un gran cario, y escuch de sus labios toda la historia de la Seplveda de sus tiempos juveniles, la de mis an-tepasados ms prximos, y fui husped suyo varias veces, cuando de joven iba a Seplveda y estaba cerrada nuestra casa. Por l supe no pocas intimidades de mi abuelo, la aprensin que senta por las posibles enfermedades de sus hijos, a quienes tena en la comida a media racin, cmo aprendi l solo el ingls, y hasta qu punto se mostr como orador elocuente cuando, muy joven, fue presidente de la Diputacin de Segovia. Los libros del siglo XIX que hay en la biblioteca de nuestra casa de Seplveda, los muchos diccionarios de lenguas extranjeras, incluso uno de espe-ranto, y las colecciones de varios aos de la Ilustracin Francesa y de la Inglesa, demuestran hasta qu punto los ocios de mi abuelo derivaban hacia las artes, las ciencias y las letras, y el deseo de estar informado en aquel retiro de lo que ocurra en el mundo. Tena tambin colecciones de las revistas de la poca, algunas tan raras como la literaria La Espigadera y la satrica El Zurriago.

    Otro gran mayorazgo a quien yo alcanc, ste contempor-neo de mi padre, fue don Valentn Snchez de Toledo. Quiz la ltima figura de aquel tiempo de grandes seores, que consigui altos puestos en la poltica, a quien, pese a la diferencia de edad, trat como amigo en mi juventud, ya aquietadas las discusiones, olvidados, por movimiento afectivo, que puedo calificar de fami-liar, viejos pleitos, uno de ellos muy antiguo y curioso, pues se discuta en l la posesin de la cabeza de un moro que haba en uno de los cuarteles del escudo de los Gonzlez de Seplveda. Don Valentn acuda ltimamente los veranos a su casa solar, la ms bella construccin del siglo XVII, que hay en la calle de San Justo. Era un ameno evocador del pasado y un conversador deli-cioso, irradiando de l una simpata seoril, que fue como un

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    sello familiar que vimos reflejada en su hermano, quien vivi siempre en Seplveda, manteniendo la dignidad de su modesta posicin econmica, y del hijo de ste, Luis, contemporneo mo, hombre cordial, esplndido y generoso, que supo derrochar el dinero sin perder nunca su tono de elegancia y caballerosidad.

    Tipos antiguos de la ltima poca seorial que yo alcanc fueron los Plaza, los Bonilla, don Enrique Gil, abogado, que pa-seaba todas las maanas por los soportales de la plaza delante de su casa; los Guadilla, don Galo Guadilla, que fue administrador de mis abuelos, y los Mazas, parientes de los Cosso, que daban a la villa un ambiente de gran fantasa, en relatos ms o menos fabulosos, pero siempre novelescos. Una Mazas, doa Julia, cas con un farmacutico, don Casimiro Montalbn, ceremonioso y circunspecto, que cuando yo le trat estaba muy sordo y que, quiz por esta afeccin, hablaba muy poco y escuchaba a todos con gran cortesa, como si realmente los oyera. Don Casimiro fue el ltimo representante en Seplveda de la ceremonia, y yo lo he visto en una fiesta vestido con levita y sombrero de copa.

    Estos hombres, que corresponden a un tiempo que a la ju-ventud de hoy le parecer inverosmil y posiblemente grotesco, ya que los llamados humoristas del da han encontrado tema pa-ra hacer rer en los amarillentos retratos de sus abuelos y sus pa-dres, representan en la evolucin de las costumbres el ltimo pa-so de las jerarquas sociales que haban de llevarnos a caer en la sima de la masa, de la multitud. En nuestros das, y para las nue-vas generaciones, una vida como la que en el ltimo tercio del siglo XIX se haca en los pueblos de Espaa les parecer absur-da y hasta ridcula. No censuro por ello a la juventud actual, que es, poco ms o menos, como la de ayer y, de seguro, como la de siempre. El joven, aun representando la continuidad, ha tratado en las sucesivas generaciones de hacer tabla rasa con el pasado y aun ha credo que la juventud es un mrito especial. No ha teni-do tiempo de pensar que no hay nada tan efmero como la juven-tud, que se es joven para dejar de serlo, ya que el tiempo es ine-xorable, y que los viejos hemos sido tambin jvenes alguna vez.

    Murieron mis padres, con muy pequea diferencia, el mismo ao, en 1893. Tena entonces yo seis aos. Mis recuerdos de

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    aquella poca son pocos y confusos. Y ms bien que recuerdos son impresiones fuertes, de sas que dejan huella en un rincn de la memoria, en una zona de misterio que, sin darnos cuenta, actuar siempre sobre nuestro espritu, pero con esa indecisin que existe entre el ser y el no ser. Y es que en estas primeras im-presiones de la vida no hay continuidad. Constituyen efecto de una sensacin, no de una reflexin, y de ellas las que toman ca-racteres ms fuertes son las que produce el miedo. Sera delicio-so poseer en el recuerdo una primera infancia sin miedo y sin dolor. Podramos reclinarnos en ella para consolarnos de todas las contrariedades y decepciones de la vida. Un nio llora, y si lo dejan llorar y nadie le hace caso, llegar un momento en que se calle, y, en aquel punto, no recordar la causa que le produjo el llanto. Estos olvidos de la causa del llanto de la infancia van de-jando en nuestra conciencia un poso de amargura, del que no podremos nunca vernos limpios.

    El recuerdo ms vivo que tengo de mi madre es el de haber entrado una tarde en la capilla de nuestra casa de Seplveda. Mi madre se puso a rezar, y yo, pegado a ella, vi cmo las sombras del atardecer iban inundando aquel mbito. Ya se hizo de noche, y mi padre encendi una vela y salimos. Yo iba agarrado a su fal-da. Sonaba mucho el viento, y al cruzar una sala de paso cuyo balcn se abra sobre la muralla, y desde cuya altura se dominaba la plaza, se conmovi ste por la fuerza del vendaval, y el aire apa-g la vela. Mi madre dio un grito, y he aqu la primera impresin de terror que he tenido, y cmo este grito ha hecho explosin mu-chas veces en mi memoria, en momentos crticos de mi vida, co-mo una voz de angustia del ms all, como algo que no surge den-tro de m, sino que viene de muy lejos. Recuerdo tambin unas manos muy blancas, saliendo de unas mangas de encaje, que pa-saban lentamente los cartones de un lbum de retratos. No re-construyo ni el semblante ni la figura, sino solamente las manos, unas manos que, sin duda, iba afilando la muerte. Muchas veces he unido aquel grito con estas manos. Quiz por esto han sido el odo y el tacto quienes me han trado ms emociones lejanas.

    El recuerdo de mi padre es mucho ms confuso, y aun no s si los que tengo son directos o, ms bien, de casos que he odo

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    referir, con relacin a m, a personas que le conocieron y trata-ron. La doble orfandad que yo sufr a los seis aos dej en m un claroscuro, un a modo de niebla, y al perder sbitamente el con-tacto con mis progenitores perd esa lnea de continuidad afecti-va que, cuando vivimos con ellos hasta trasponer la edad del uso de la razn, va afirmando recuerdos que pueden arrancar del primer ao de nuestra vida, porque nuestros propios padres los van fijando en nosotros da a da.

    De sucesos de esta primera parte de mi infancia recuerdo tres absolutamente aislados, fijos en mi memoria, quiz porque ellos constituyeran impresiones de gran magnitud. Una niera que yo tena me dijo que pegada a la muralla estaba la crcel, y que por las noches se escuchaba el ruido de las cadenas de los presos. No creo que en aquel tiempo los presos de la crcel de un partido judicial estuviesen sujetos con cadenas. Mas yo, atemo-rizado, o muchas noches estos ruidos, y aquello es an hoy para m la expresin ms estricta y rigurosa del miedo.

    Otro recuerdo que guardo es el de un carnaval en Seplveda. El gran bullicio de la plaza; los mascarones con caretas de cartn, dando gritos; los huevos llenos de harina que lanzaban las ms-caras contra los espectadores, con gran algazara de los agredi-dos... Esta alegre visin carnavalesca la tuve cuando mis padres, cada uno en una cama, estaban esperando la muerte. Despus he visto muchos carnavales en distintas ciudades, y siempre he unido este recuerdo a las tristes circunstancias, que yo no poda conocer, que concurrieron en aqul.

    Recuerdo tambin, en unas fiestas de la Virgen de la Pea, en el campo que hay delante de una iglesia romnica donde se vene-ra la imagen, que vi una corrida de vacas enmaromadas. Presen-ci el espectculo desde la casa del capelln, frontera a la iglesia, tras de una gran reja. El capelln, entre otros muchos objetos pia-dosos que tena, y que no recuerdo, me ense un rosario cuyas cuentas eran de azcar. Yo pas furtivamente mi lengua por ellas, y comprob que eran dulces. Ignoro si fue mi lengua la primera que pas por aquella rara pieza de devocin religiosa, y cmo terminara tal rosario, del que no he vuelto a ver ningn ejemplar semejante.

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    La muerte de mis padres produjo en mi vida infantil un cam-bio brusco, que fue como un nuevo nacimiento a la vida. Mi abuela paterna, horrorizada por esta desgracia, arrop en su re-gazo a los cuatro hurfanos, y, ms que marcharse, huy de Se-plveda, dispuesta, como lo hizo, a no volver ms en su vida a este lugar, en el que quedaban enterrados dos hijos, una nieta, su nuera, a ms de su marido, que muri joven an. No se recogi en la casa nada. Ni se clasificaron papeles, ni se ordenaron libros, ni cuentas, ni muebles, ni se cerraron armarios...; todo all dentro se qued inmvil, tal como lo dej mi padre, que antes de morir se preparaba para unas elecciones de diputado, como si la casa y lo que encerraba hubiesen muerto tambin. Entreg las llaves al administrador y orden que se cerrase la puerta, convirtiendo la mansin en sepulcro. Marchamos a la residencia de Valladolid. Iban con ella los tres hijos supervivientes, de los seis que tuvie-ron mis abuelos: mi ta Segunda, mi ta Dolores y mi to Manuel.

    Era mi abuela paterna, doa Dolores de la Cuesta y Polanco, mujer de mucho talento, muy instruida, de elevado nimo, con el que supo sobrellevar las desgracias familiares y los reveses de fortuna que haba sufrido, y de una dulzura en la mirada gris que todo lo envolva en una atmsfera de afecto y benevolencia. Sua-vidad en las palabras y en las manos, de una piel blanqusima, siempre dispuestas a resbalar sobre las cosas y por los rostros en una caricia. Su pelo se pein, desde que la conoc, en dos bandas grises, con raya al medio, que yo vi blanquear en el curso de los aos. Maravilloso trnsito de la plata a la nieve!

    Nos recogi a nosotros con un cario tan exaltado, que sien-do yo el nieto mayor y el que mejor poda comprenderlo se cre en torno mo un silencio absoluto respecto a mi pasado. Hasta despus de varios aos, ni mi abuela, ni mis tos, ni los criados, hicieron que llegase a m una sola referencia ni de mis padres ni de Seplveda, adonde yo no volv sino cuando tena dieciocho aos. Este silencio sobre los primeros aos de mi vida cre en mi tiempo una laguna. Se haba roto la continuidad de una vida apenas iniciada, se me haba desarraigado para trasplantarme en aquel nuevo ambiente, y quiz por esto mis primeros recuerdos de infancia sean tan incoherentes y tan vagos.

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    La casa de Valladolid era el antiguo palacio del conde de Cance-lada, que compr mi bisabuelo don Manuel de la Cuesta, siendo rector de la Universidad. Hizo grandes reformas al estilo isabeli-no, quitndole su aire seorial de principios del siglo XVII, pero respetando sus grandes salones y amplias estancias. En virtud de estas variaciones que impona el gusto de la poca, desapareci la escalera principal que arrancaba del patio, y una torrecilla que se elevaba en uno de los ngulos, y que dio nombre a esta calle. Al final de la fachada lateral, que hoy se llama de Fray Luis de Granada y que por entonces se llamaba calle de la Ceniza, se res-pet la vivienda, unida a nuestra casa, del administrador del con-de, don Nicols Acero, y en este lugar naci el poeta don Jos Zorrilla.

    La planta principal de esta casa, cuando nosotros fuimos a vivir a ella, estaba dividida en dos partes. Una de ellas la habitaba mi abuela, y la otra su madrastra, doa Antonia Arenal, hermana de doa Concepcin, la notable escritora gallega. A doa Anto-nia la llamaban todos, incluso los criados, Antonina, y ella me co-br a m un gran cario, al que yo corresponda llamndola Ni-na. La mayor parte de mi vida, hasta que me llevaron al colegio, la pas en esta casa, demasiado grande y con salones dilatados y excesivos para una seora y dos criadas que la servan. Una joven, llamada Mara, y otra de mayor edad, que era una gran cocinera, llamada Segunda.

    En realidad, la mayor parte de la casa, toda ella alfombrada y con profusos cortinajes, estaba cerrada. Sus salones los vi, como quien descubre un tesoro oculto, algn da que hacan limpieza en ellos. Y una vez, un domingo de Ramos, estuve ms tiempo en el gran saln, con muebles isabelinos de damasco azul, y entr en l doa Antonina, con una gran palma que le mandaba como re-galo al seor arzobispo, y ella misma la coloc atada con cintas en el balcn de esta estancia. Por el resquicio de otra puerta vi en una semioscuridad otro saln, ste de damasco amarillo. Del saln grande me impresionaron dos cuadros de pintura. Uno, enorme, que era una Pursima, y otro, de dimensiones ms redu-cidas, que era un retrato de la seora con una nia ciega en los

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    brazos. Doa Antonina tuvo una hija ciega, que muri de diez o doce aos. Este retrato, hecho por Llanos, era romntico, no s-lo por la poca, por los peinados y la indumentaria, sino por el tema. Esto lo he sabido despus, as como que la Pursima, que llegaba del techo a los bordes del respaldo del sof azul, era del siglo XVII y de escuela sevillana. Lo cierto es que aquel gran m-bito tan severamente decorado, y con una alfombra en la que se me hundan los pies, me impresion vivamente, an ms que la palma, muy rizada y con unos lazos, que intent sostener con mis manos y se me iba de un lado a otro.

    Pero la habitacin ms impenetrable era el despacho de mi bisabuelo. Esta estancia alcanc a verla una sola vez. Los mue-bles eran de caoba clara, y las dos libreras estaban cargadas de libros. De costado a la luz haba una mesa grande, con escribana de plata, en la que no faltaban la salvadera ni la caja de obleas y, en el centro, un gran pupitre con pao verde, sobre el cual mi bisabuelo inclin su cabeza para morir, en tanto que escriba una carta que dej sin terminar. No ha sido sta la nica muerte re-pentina que ha habido en mi familia. Mi bisabuelo era hombre de gran talento y vasta cultura. Fue diputado y jefe poltico en el partido del conde de San Luis, y muri siendo rector de la Uni-versidad de Valladolid. Fue asimismo poeta, y mi hermano Jos Mara ha recogido algunas de sus poesas inditas. Intent tam-bin un esbozo de biografa, que no se ha publicado, de su ante-pasado don Gregorio Garca de la Cuesta, gran soldado en la gue-rra del Roselln, cerca del general Ricardos, y que en el reinado de Carlos IV fue gobernador del Supremo Consejo de Castilla y capitn general en la guerra de la Independencia. Este intento de mi bisabuelo, que no lleg a consumar por su muerte, tenda a rehabilitar al general Cuesta de los ataques que le dirigi Toreno en su obra Guerra y revolucin de Espaa. Esta estancia, con sus li-bros y sus papeles, con sus plumas y sus obleas, tal como los de-jara su marido al morir, fue para doa Antonina como un san-tuario en el que yo no la vi penetrar nunca.

    Siempre que poda me escapaba de la casa de mi abuela a es-ta otra casa, y en ella haba un ambiente de misterio y de nostal-gia que ha influido no poco en mi sensibilidad. Los sbados me

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    quedaba a almorzar, y era para m un encanto aquel comedor se-vero, cargado de plata, con manteles y servilletas blanqusimas de hilo, y que, sin embargo, tena un aspecto monacal. Todo lo suntuario se perda en una penumbra de recogimiento y austeri-dad.

    Doa Antonina era frgil de cuerpo y sumamente viva. An-daba con menudos pasos, como de pjaro, y, presidenta de co-fradas, asociaciones piadosas y de caridad, se refugiaba para sus trabajos en un pequeo saloncito, en el que reciba sus visitas, que por la maana eran casi todas eclesisticas. Para llegar a la estan-cia haba que pasar por una habitacin larga, que llambamos la sala de las dos ventanas, y en ella, sobre una consola isabelina y bajo un gran espejo dorado, haba una pecera con peces de colo-res, que yo me cuidaba de alimentar. No s si aquellos peces los tena la seora no ms que para mi recreo.

    Pero posiblemente el origen de mis aficiones literarias debo hallarlo en los cuentos que me contaban las dos sirvientas. Mara, la ms joven, era ms procaz en sus cuentos, y tambin apuntaba los cuentos de miedo, que yo recuerdo que acentuaba con la m-mica en expresiones de sorpresa, de horror y aun de muerte. Se-gunda, en cambio, tena gran fantasa, y al repetir un cuento ya escuchado por m otra vez, le aada las derivaciones ms insos-pechadas. No creo que el cuento de Aladino o la lmpara maravi-llosa pueda contarse con ms lujo de detalles que los que acumu-laba Segunda, especialmente cuando enumeraba los objetos de oro, plata y pedrera que encerraba la cueva. El Ssamo, bre-te lo pronunciaba con acento de cbala, de un modo tan sutil y penetrante, que yo pensaba que con aquellas palabras, dichas as, se abrira a nuestra curiosidad cualquier montaa para ensear-nos lo que tena dentro.

    La gran cocina de la casa tena un corredor al que yo me aso-maba muchas veces. Desde l se vea una serie de tapias que li-mitaban distintos corrales y jardines, y de frente la parte poste-rior de una casa, con entrada por la corredera de San Pablo, que tena un gran mirador encristalado, al que se asomaban unas se-oras que me parecan muy viejas, y que me ofrecan, ya flores, ya dulces, con la mano, a una distancia que yo no poda alcanzar.

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    stas eran las seoras de Gonzlez Romero, sobrinas de quien fue ministro de Isabel II. Eran amigas de mi abuela, y, segura-mente por deseo de ellas, un da me llevaron a su casa.

    He perdido el recuerdo de los detalles de la mansin de es-tas dos solteronas, que me invitaban a que fuese all cuantas ve-ces quisiera. Lo que s recuerdo es que, quiz porque su padre estuviera en Filipinas, tenan una gran coleccin de biombos, te-las, lacas y porcelanas japonesas. Lo que ms me impresion fue una caja con unas cerillas largas, que se encendan en la oscuridad y provocaban llamas rojas, azules, amarillas... Me dieron de me-rendar y no volv ms a aquella casa. Despus, ya en el colegio, dej de verlas; supongo que moriran las dos, y no s a dnde habrn ido a parar aquellas preciosidades del Extremo Oriente ni quin prendera las cerillas japonesas que sobraron en aquella misteriosa caja.

    Vivan en Valladolid mis tres tas maternas. Florentina, casa-da con un hermano del conde de Campomanes; Mara, casada con un Samaniego de ilustre familia, y Lola, casada con un Ugar-te, empleado de Hacienda, que estuvo en Filipinas. La casa de don Matas Campomanes era un palacio del siglo XVII que de-bi de adquirir mi abuelo, y que por habilitar en l dos pisos en-tresuelos, en uno de los cuales viva mi ta Lola, estrope el pre-cioso patio, con arcos y columnas bien labradas, que en el piso principal, que era en el que vivan los Campomanes, tena una galera corrida con un segundo orden de arcos encristalados. Yo he jugado mucho en esta casa con mi prima Rosa, de una ligere-za y una bondad heredadas de su madre, y con mi prima Josefi-na, a quien todos llamaban Fif. Las dos eran mayores que yo; Fif tendra entonces diecisiete aos, pero an me mostraba sus muecas y sus juguetes de nia. Ejerca sobre m una gran atrac-cin. Los inviernos los pasaba en Madrid, con sus primos los condes de Campomanes.

    Mi abuelo materno viva en otra casa, prxima a sta, en la calle de San Martn, y solamente le he visto una vez en casa de mi abuela Dolores, vestido de levita. Presentaba una noble apos-tura, era alto y de movimientos marciales, y tena unos bigotes blancos y unas patillas recortadas. Lo veo, apoyado el codo en

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    el mrmol de una chimenea, recin llegado yo a Valladolid, y con-fusamente recuerdo que deban de hablar de mis padres y de no-sotros. Despus no le volva a ver sino en su casa, en la cama, pues deba de tener una enfermedad que le impeda andar, y en aquella cama donde permaneci varios aos, no perdi nunca su apostura noble y su voz autoritaria. bamos a verle los cuatro nie-tos una vez por semana. Me infunda, al menos a m, un poco de temor, siquiera l se mostrase carioso. Nos preguntaba lo que hacamos, y estas visitas duraran escasamente diez minutos. Al entrar le besbamos la mano, de largos dedos, muy cuidada, y al salir nos iba dando a cada uno una moneda de plata de dos pe-setas.

    Este abuelo se llamaba don Len Martnez Fortn y tena el ttulo de conde de San Len, otorgado por don Carlos en la se-gunda guerra carlista. Fue a Cuba siendo militar, y all estuvo con su hermano el marqus de Placetas. Se cas con doa Josefina Martnez de Talavera, mi abuela materna, una criolla de extraor-dinaria belleza, muy parecida en sus rasgos a mi madre. A esta abuela yo no la conoc sino por retratos. Mi abuelo intent que-darse en Cuba, y hasta creo que mont una fbrica de tabacos. Pero all tuvo un gran choque afectivo, la muerte trgica de un hijo suyo, de quien le qued un nieto, Len, al que llambamos Leoncito, sumamente fuerte y travieso en su mocedad, a quien mi madre tuvo un ao en Seplveda, siendo yo muy nio.

    Cuando mi abuelo volvi a Espaa creo que tena el grado de coronel, mas abandon el ejrcito liberal y prest sus servi-cios en el ejrcito carlista. Disfrut de la intimidad de don Car-los, alcanzando el grado de capitn general, y al lado del Preten-diente, como persona culta y de mucho carcter, le emplearon en el oficio de preceptor de don Jaime. En la emigracin, en Pars, estuvo al lado de los reyes, y sus hijas fueron damas de doa Margarita. Como consecuencia de la paz, reingres en el ejrcito contra el que l haba combatido, le reconocieron su grado, y en l permaneci hasta su muerte, en situacin de retirado, pero fiel a sus ideas tradicionalistas, ya apenas sin accin poltica y muy desengaado. No s de dnde le vendra su vena de creador in-dustrial y financiero. Yo recuerdo que en las postrimeras de su

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    vida le dio por fabricar jabn, y le enviaba a mi abuela tarugos de jabn que l manipulaba en su casa de la calle de San Martn. La idea que yo tengo de este abuelo era la de un gran caballero, de mucha fantasa, derrochador y arbitrista, y que muri no slo con una fe religiosa muy firme, sino con la seguridad de que un da reinara en Espaa la dinasta, que l juzgaba legtima, de don Carlos de Borbn. As, sobre m han pesado estas dos tendencias, entonces muy en pugna: la de mi abuelo paterno, alfonsino entu-siasta desde la Restauracin, y la de mi abuelo materno, tradicio-nalista contumaz e intransigente.

    En aquel mi primer ao de orfandad se decidi que yo deba ir a la escuela. Haba una, enfrente de nuestra casa, de don Anto-ln Cantalapiedra, que llevaba el nombre de Colegio de Santo To-ms. La clase de los prvulos, adonde yo fui, estaba regentada por un don Santiago, muy magro y cetrino, con barba negra ce-rrada y un semblante tan severo, que desde el primer da me in-fundi terror. La escuela, oscura, srdida y sucia, tena un olor penetrante de nios mal lavados. Don Santiago era un descen-diente de los antiguos dmines, aunque seguramente no sabra latn, que an empleaba el procedimiento de la palmeta y las co-rreas. Yo no sufr nunca estos castigos, parte porque era bueno y pacfico, incapaz de una diablura, parte porque l deba de con-siderarme el alumno ms distinguido. Mas senta un impulso de rebelda y protesta cuando vea emplear estos castigos en los de-ms, que tenan el complemento de ponerlos de rodillas, y a ve-ces con los brazos en cruz, y aun adicionarles a la cabeza unas orejas de burro. Eran los principios postreros de una pedagoga que, afortunadamente, fue cayendo en desuso. As aprendieron latn nuestros antepasados, aunque pienso que, habiendo proba-do en su aprendizaje estas torturas, nunca en la vida podran pe-netrar en los dulces versos de Virgilio ni comprender los amables preceptos que Horacio ofreca a sus alumnos los Pisones. En es-ta escuela se acentu mi natural timidez, y creo que deb de apren-der muy poco de ella. Slo recuerdo que la hora de ir a la escue-la era para m fatdica y terrible. Estaba a muy pocos pasos de mi casa, y el criado que me llevaba tena que tirar suavemente de m, y aun secar mis lgrimas en el momento de la entrada.

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    Aquel ao tuve la alegra de mi primer veraneo, y de encon-trar el mgico significado de la palabra vacacin. Mi cartilla, mi catecismo y mi tabla de sumar y multiplicar estaban destrozados, pero me alegraba el saber que en unos meses no tendra que ver nada con estos libros. Solamente recuerdo uno en el que las pa-labras aparecan separadas por slabas, y del que pervive en mi memoria su comienzo: Paseando Ceferino por un viedo de La Seca, hall un pajarillo que volaba y revoloteaba de flor en flor. Este Ceferino era para m un hroe de novela. Despus, pasados muchos aos, he ido al pueblo de La Seca, de la provincia de Va-lladolid, famoso por sus vinos, y he visto, en efecto, viedos por los que, sin duda, pase Ceferino, pero no he visto flores ni paja-rillos. Quiz todas las cosas que aprendemos de nios y aun de mayores son como estos viedos de La Seca.

    Valladolid adquira en verano una transparencia singular. Se echaban los toldos en la plaza Mayor y los soportales quedaban en una penumbra amable y fresca. Solan llevarme por las tardes al paseo de las Moreras, a la orilla del ro, y pasbamos por una confitera que se llamaba El Sol, que tena una fuente de mrmol de la que manaba un surtidor y en cuya taza haba pececillos. Pe-ro mi mayor regalo era ir a una esterera de don Jos Fernndez, que se abra en la calle de Cantarranas. Entonces, poca de al-fombras y de esteras de paja, muy finas para el verano, estos co-mercios que se dedicaban a tal industria, al iniciarse el esto, se convertan en horchateras. Don Jos era un hombre grueso, de rostro apacible y con un bigote muy espeso. Tena fama en su casa la leche helada y el helado de mantecado, que se serva en pirmide, con el aditamento de una pequea cesta en la que ve-nan los barquillos. Aquel establecimiento lleno de alfombras en-rolladas y de persianas verdes, que olan a pintura fresca, tena para m una calidad de acuario. Y en aquella atmsfera casi lqui-da, de fondo de mar, recuerdo la fruicin con que, apoyados los codos en la mesa de mrmol, iba yo tallando en aquella monta-a nevada, con el barquillo como instrumento, evitando que se derrumbase. Aunque iba vestido con un traje de marinero, yo no conoca an el mar, pero imaginaba por aquel tiempo andaba

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    Peral a vueltas con su submarino, que tanto ruido meti que el fondo del mar deba de ser una cosa as.

    Aquel verano, a fines de junio, fuimos al Sardinero, a una casa que estaba sobre la playa de la Magdalena. Aquella casa te-na en el jardn un muro de piedra, que me llegaba a la altura de los ojos, que serva de separacin del jardn de la casa que acaba-ba de construir don Benito Prez Galds. Tengo un vago recuer-do de don Benito, en zapatillas, con un chaquetn y una boina, y con cara de ser amigo de los nios, que alguna vez se acerc a m para ofrecerme un caramelo. Desde entonces creo que no vol-v a ver a don Benito, aunque ms tarde fuese un entusiasta lec-tor de sus Episodios y sus novelas. Entonces no tena yo el con-cepto de lo que era un novelista, y aunque es posible que oyese hablar de l a mi abuela y a mis tos, a m me pareca un comer-ciante retirado del negocio, que no tena amigos, siempre solita-rio y sin saber qu hacer.

    Se me ha borrado del recuerdo la primera impresin que me produjo el mar. Quiz de nios no tenemos capacidad para do-minar horizontes y no nos damos cuenta sino de la realidad ms prxima y tangible. Conforme avanzamos en aos, lo lejano va teniendo ms inters para nosotros. De nios todas las estancias nos parecen grandes, todos los caminos largos, todo el tiempo dilatado. Al crecer nosotros, nuestro mundo se va haciendo ms pequeo: quiz por esto lo percibimos mejor en su grandiosidad. Estamos ms cerca de las estrellas y de los confines, y el tiempo se nos va de las manos, como el agua en el cesto.

    Nos pasbamos el da en la playa de la Magdalena, muy aban-donada entonces, y a la que haba que descender por caminos aldeanos, atravesando la lnea de un tranva del que me llega el recuerdo, y me parece verlo con seores graves con canotier de paja, seoras con pamela, encorsetadas, y las cortinillas blancas y rojas movindose en el aire como banderas. Los sirvientes que nos acompaaban tenan mucho cuidado, al pasar la va, con es-te tranva, que, cuando corra, lanzaba un silbido penetrante, al que a veces contestaban con gravedad las sirenas de los barcos que entraban en la baha.

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    Una sola vez, aquel verano, estuve en Santander, con mi abuela y mi ta Dolores, yendo en el tranva de Pombo, que era un pequeo tren de vapor que traspasaba un tnel. Hicieron com-pras en la calle de San Francisco y la Blanca, y fuimos despus a la casa de una Polanco, prima de mi abuela, casada con un Lpez Driga, que deba de ser armador o consignatario, pues en su ca-sa haba muchos grabados y cuadros de barcos, y desde cuyo bal-cn se dominaba el muelle. Me pareci muy larga aquella visita.

    Estoy recogiendo primeros recuerdos, los ms lejanos que hay en mi memoria, ya que en aos sucesivos seguimos yendo a Santander, y en el curso de estos aos los recuerdos se multipli-can y se suceden, constituyendo un ciclo de nimiedades y deta-lles que no merecen la pena. Estos prstinos recuerdos tiene para m cierto inters el evocarlos. Son como reflejo de las costumbres y el ambiente de una poca, a ms de sesenta aos de distancia. Todo va surgiendo de mi memoria en sensaciones incoherentes y confusas.

    Aquel ao, desde el Sardinero volvimos a Valladolid. Haba-mos pasado el verano, en su mayor parte, con mi abuela. Mis tos Manuel y Dolores haban ido a Panticosa.

    Al ao siguiente volvimos al Sardinero. Ya me llevaban a ba-ar a la primera playa, siempre con el baero. Eran entonces muy pocos los que se decidan a entrar en el mar sin baero. Las se-oras llevaban trajes, para sumergirse en el mar, con pantalones hasta el tobillo, y aun as llegaban a la orilla envueltas pudorosa-mente en capas de felpa. Adheridas al baero, vestido de hule, daban agudos gritos cuando vena la ola. El baero era para m un ser odioso. Me meta en el agua a empujones, y cuando llega-ba la primera ola, me sumerga en ella de cabeza. Gracias a este procedimiento paradjico, que en lo intelectual, por lo que re-cuerdo, era semejante, aprend a nadar muy pronto.

    De aquel ao recuerdo aisladamente tres acontecimientos que para m debieron de ser memorables. Una noche me lleva-ron a ver la feria de Santander, en la Alameda, con una ilumina-cin que a m me pareci esplendorosa. Una tarde vi salir del Ho- tel Suiza, del Sardinero, en un land, repantigado como un em-perador romano, al torero Mazzantini, en traje de luces. Y como

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    signo de una poca, entregada al ms puro e inocente arbitrismo, recordar a un hombre vestido de blanco, con gorro de cocinero, que en unos grandes cestos llevaba pasteles en forma de subma-rino. Su pregn era el siguiente: ltima novedad, el submarino Peral, rico pastel! Todo esto viene a mi memoria con el ritmo del vals de las olas.

    Dentro de la primera quincena de aquel ao fui por primera vez a Tudanca.

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    Mi abuela haba recibido una carta de su to don Antonio de la Cuesta, en la que le deca que la carretera llegaba ya a Santotis, uno de los cuatro pueblos del valle por el que discurra el ro Nan-sa, y digo discurra porque un embalse que se ha construdo en estos ltimos aos le ha arrebatado su caudal, y con ello este paisaje maravilloso ha quedado mudo, ha perdido su voz. Era la primera vez que mis hermanos y yo bamos a este lugar. Al to de mi abuela, don Antonio, le llambamos todos el to Antn. Ya provecto y retirado de la magistratura, fue a Tudanca a continuar la tradicin de los Cuesta, y muy especialmente la de su hermano Francisco, a quien todos llamaban el to Chicho. Tudanca, el pue-blo ms importante del valle, aunque no tiene sino ochenta veci-nos, se halla en un cerco de montaas, y el que est all siente la impresin de que no encontrar resquicio ninguno para salir, y que ha llegado en virtud de un milagro. Todas las casas son de piedra oscura, y las tejas, por las que sale el humo de las cocinas a confundirse con la niebla que la mayor parte de los das oculta en jirones las cimas de las montaas, son oscuras tambin. Los tos de mi abuela ejercan en esta regin un singular patriciado, patriciado que don Joaqun Costa, en su libro Oligarqua y caciquis-mo, seala como un caso nico en Espaa. Nuestra casa La Ca-sona, como la llamaban aquellas gentes, tena siempre la puerta abierta de par en par para que entrasen por ella todos los habi-tantes del valle que necesitasen algo. Y as, los tos de mi abuela eran abogados, jueces, rbitros, banqueros, hombres de consejo y conciliacin..., entregados con absoluto desinters a todas las

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    consultas, quejas, desavenencias y preocupaciones de aquellos convecinos. Trabajaba el to Antn en un pequeo despacho cuando fui a Tudanca la primera vez haba muerto el to Francis-co, que vivi siempre en aquel lugar cuyo testero principal tena una gran estantera de libros, pintada de verde, en la que haba una especie de hornacina, bajo cuya arcada se incrustaba el silln que tena delante de la mesa. ste era el mbito reservado a las consultas, donde a los nios no nos dejaban entrar. Cuando las consultas eran generales o de consejo abierto, se celebraban de noche, en la cocina, que tena bancos alrededor, y aun encima del fogn, que era amplio. A la izquierda del fuego del hogar haba un silln de anea, donde el seor se sentaba presidiendo el con-curso, que era mitad cambio de noticias, mitad asamblea. La co-mida se guisaba en aquel hogar, y en l se vean las calderas y pu-cheros y sartenes sobre las trbedes y las brasas, y las mozas en-traban all como sombras, resbalando con sus escarpines, sin ha-cer ruido, y manipulando en cuclillas ante el fuego, indiferentes a lo que all se hablaba y discuta y, en cierto modo, como si cum-pliesen una funcin religiosa. Las paredes parecan de azabache, y sobre aquel fondo negro resaltaban las blancas camisas. Se su-ba a esta cocina, que formaba un ala de la casa donde se elevaba la torre, por una escalera de piedra, donde estaban las herradas de agua. Detrs de la cocina haba dos grandes estancias de ser-vicio, y en una de ellas vease el horno donde se coca el pan, y los artesones de madera donde se amasaba la harina. Yo no re-cuerdo bien los criados que se reunan en aquella casa cuando nosotros llegbamos, entre los que llevaba mi abuela y los que servan al to Antn. Mas a ellos haba que agregar los vaqueros, el molinero, el encargado de la yeguada...

    La casa de Tudanca no era la casa solar de los Cuesta. sta se halla an en La Lastra, otro pueblo del valle, pegada a una ca-pilla que es una gran iglesia, cuyo coro qued sin construir, y que fue obra costeada por un to del general, el obispo don Jos Pa-tricio de la Cuesta y Velarde. La mansin de Tudanca la constru-y un indiano que consigui fortuna en el Per, en un segundo viaje que hizo desde Tudanca a dicho pas, y a causa de la cats-trofe del Callao, que le permiti adquirir bienes mostrencos, a

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    consecuencia de tal desdicha. Ya en este segundo viaje, con cier-ta ambicin de hidalgua, lleva en su cartera una ejecutoria, con-cedida por Felipe V, con un maravilloso escudo. Este perulero se llamaba don Manuel Fernndez de Linares y Gmez de la Co-tera. Y en tal escudo, que ms tarde har labrar en la fachada de la casa que construye en Tudanca, tiene la siguiente hiperblica leyenda:

    Guardo tan bien el castillo con este venablo armado, que no fue ninguno osado a atreverse a combatillo.

    Este escudo, no bien lleg al Per, mand bordarlo en un poncho suntuario, que an poseemos, antes de volver a su pue-blo natal, y su ambicin de linaje se acenta en l cuando, rico y poderoso, regresa a su pueblo, y en los muebles de nogal tallado que existen en la casa, se lee la siguiente inscripcin: Soy de mi seor don Pascual Fernndez de Linares. Trajo entonces no s-lo un caudal en oro, que invirti en fincas en Castilla, y en cen-sos a Ayuntamientos, que en el curso del tiempo se han perdido, sino un cargamento de plata labrada, y para guardar tal tesoro hi-zo construir en la casa un cuarto secreto, al que se entra levan-tando unas tablas que ocultan una cama de una de las habitacio-nes. Tal estancia tiene una ventana con reja, que no corresponde, vindola desde fuera, a ninguno de los pisos de la casa.

    Un hermano del general, don Pedro Juan de la Cuesta, cas con una sobrina de don Pascual, llamada Rosa, y de este enlace procede el que la casa y los bienes de don Pascual pasasen a la familia de los Cuesta, y que stos trasladasen su residencia de La Lastra a Tudanca. La casa es una construccin maciza, de piedra, con su capilla, que tiene una bveda de media naranja, un coro que comunica con las habitaciones de la casa, y un retablo del si-glo XVIII con imgenes pintadas y doradas de buena mano. To-da la planta baja la constituan las cuadras, en las que, cuando yo la conoc, haba las vacas que podemos llamar de servicio, algu-nas jacas propias o de los visitantes y, al fondo, el pajar. Un por-tal con gran puerta en arco daba entrada a la capilla, y por otro arco se pasaba a un zagun que daba acceso a las cuadras, a un

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    departamento improvisado, oscuro, con unas tinas donde se cu-raba la cecina, una leera, una habitacin de criados, y por esta estancia se descenda a la bodega. En nuestra poca, toda esta planta baja, de la que parte la escalera, mi hermano Jos Mara la ha convertido en biblioteca.

    En el piso principal estn las habitaciones de los seores, y entre ellas la salona, con arcones tallados de nogal, bargueos, retratos de los Cuesta y un reloj de pesas, ingls, que an suena, y para el que don Pascual mand hacer un soporte de piedra que sala de la pared, para que el reloj no sufriese ninguna trepidacin. Tiene esta pieza un balcn volado por el que se domina todo el paisaje sobre el ro, y en la fachada sur una solana, sobre la huer-ta, lugar muy resguardado y en el que mi abuela se pasaba la ma-yor parte del da, ya conversando con la gente, ya leyendo o ha-ciendo labor.

    Contar un curioso trance, relacionado con el tesoro que to-dos suponan que don Pascual tena guardado en la casa, aunque casi nadie conociese el misterioso escondite. En el suelo de cas-tao, como es todo el de la casa, del cuarto que llamamos del co-ro, porque desde l se penetra en el coro de la capilla, existen to-dava unos agujeros que pudieron servir para colgar de ellos re-ses muertas, para descuartizarlas en el portal, y que en esta oca-sin, que o contar a mi abuela, por habrselo odo ella de viva voz a la suy