Pronzato, Alessandro - Este Es El Cristiano y Este Es Su Dios (Carta Santiago)

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Tí tu lo del original italiano: \[. j h , %) Questo é il cristiano e questo ilsuo Dio. í J T * .

Un commento alia Lettera di Giacomo in chiave di attualita

© 2004 by Alessandro Pronzato © 2004 by Piero Gribaudi Editore, srl

20142 Milano

. . O f l > flucción: . , O j g v l María au Carmen Blanco Moreno

3* i ; 'f © 2006 by Editorial Sal Terrae ^ Polígono de Raos, Parcela 14-1

39600 Maliaño (Cantabria) ,_, •_

obfixíl. ^ : X S 8 03 fiLJ Fax: 942 369 201 , »

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Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

ISBN-13: 978-84-293-1676-6 ISBN: 84-293-1676-0

Depósito Legal: BI-2708-6

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Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Basauri (Vizcaya)

índice

Carta de Santiago 7

Presentación: Una carta por redescubrir,

por Pier Giacomo Grampa 15

Introducción: Para ponernos de acuerdo 17

Primer tema:

L A FE 33

Felicitaciones por la superación de la prueba 33

¿Dios tentador? 44

La prueba de la paciencia 51

La prueba de la enfermedad 62

La oración y sus características 65

La fe comporta una decisión y excluye las vacilaciones . . 67

Fe y obras 70

Segundo tema:

LOS RICOS Y LOS POBRES 81

Dos retratos 81

Discriminaciones inaceptables 83

Una mentalidad «enferma» 89

«La ley regia» 92

Sólo Dios es dueño del tiempo 93

Una invectiva estremecedora 97

La injusticia, un grito que llega hasta Dios 100

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

Tercer tema: L A VERDADERA Y LA FALSA SABIDURÍA 109

La sabiduría dada 109 Una sabiduría caracterizada por la mansedumbre 113 Pero ¿con quién la tiene tomada Santiago? 116

Incompatibilidad radical entre Dios y el mundo 120

Cuarto tema: E L CRISTIANO FRENTE A LA PALABRA DE D I O S . . ! * . . . 123

La Palabra que nos hace nacer 123 El cristiano, poeta de la Palabra 127

Quinto tema ,íñ . ^ , ^ ^ E L LENGUAJE DEL CRISTIANO

BAJO EL SIGNO D E LA DULZURA 1 4 1

No precipitarse al hablar 141 La verdadera religiosidad exige «refrenar la lengua» . . . . 143

La lengua «irrefrenable» 150 Contra la maledicencia 166 Sencillez en el hablar 171

Sexto y séptimo temas CONVERSIÓN PERSONAL

Y RECUPERACIÓN DEL HERMANO «DESCARRIADO» 1 7 5

El cristiano, ese convertido 175 Para la recuperación del hermano perdido 179 ¿Un final poco elegante? 182

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Carta de Santiago

Capítulo 1

1 Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo, saluda a las do­ce tribus dispersas en el mundo.

2 Considerad como perfecta alegría, hermanos míos, cuando sufrís toda clase de pruebas, 3 sabiendo que la prueba de vuestra fe produce la paciencia. 4 Y que la paciencia complete su obra en vosotros, para que seáis perfectos e íntegros, sin carecer de nada.

5 Si alguno de vosotros carece de sabiduría, que la pida a Dios, que da a todos generosamente y sin echarlo en cara, y se la dará. 6 Pero que la pida con fe, sin dudar, porque quien duda se parece a una ola del mar zarandeada y agitada por el viento.7 Que no piense recibir cosa alguna del Señor un hombre como éste, 8 un hombre inconstante e inestable en todas sus acciones.

9 Que el hermano de condición humilde se alegre por su ele­vación 10 y el rico por su humillación, porque pasará como flor de hierba. n Sale el sol con su ardor y seca la hierba y su flor cae y la belleza de su aspecto desaparece. Así también el rico se mar­chitará en sus empresas.

12 Feliz el hombre que soporta la tentación, porque una vez superada la prueba, recibirá la corona de la vida que el Señor ha prometido a los que lo aman.

13 Ninguno, cuando sea tentado, diga: «Soy tentado por Dios»; porque Dios no puede ser tentado por el mal y no tienta a nadie al mal.1 4 Más bien cada uno es tentado por su propia con­cupiscencia, que lo atrae y lo seduce; 15 después la concupiscen­cia concibe y da a luz al pecado; y el pecado, una vez consumado, produce la muerte.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

16 No os extraviéis, hermanos míos queridos: 17 toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto y desciende del Padre de la luz, en quien no hay variación ni sombra de cambio.18 Nos engendró por su propia voluntad, con una palabra de verdad, pa­ra que fuésemos como una primicia de sus criaturas.

19 Lo sabéis, hermanos míos queridos: que cada uno sea dili­gente para escuchar, tardo para hablar y lento a la ira. 20 Porque la ira del hombre no realiza lo que es justo ante Dios. 21 Por eso, de­puesta toda impureza y todo resto de maldad, acoged con docili­dad la palabra que ha sido sembrada en vosotros y que puede sal­var vuestras almas.22 Poned por obra la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos.23 Porque si algu­no se contenta con oír la palabra sin ponerla por obra, ése se pa­rece a un hombre que observa su rostro en un espejo: 24 después de mirarse, se marcha y al punto se olvida de cómo era. 2S En cambio, quien fija la mirada en la ley perfecta, la ley de la libertad, y permanece fiel a ella, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése encontrará su felicidad practicándola.

26 Si alguno se cree religioso, pero no pone freno a su lengua y, de este modo, engaña a su propio corazón, su religión es vana. 27 Una religión pura y sin mancha ante Dios nuestro Padre es és­ta: socorrer a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones y con­servarse incontaminado del mundo.

Capítulo 2

1 Hermanos míos, no mezcléis con favoritismos personales vues­tra fe en el Señor nuestro Jesucristo, Señor de la gloria. 2 Supon­gamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro, vestido espléndidamente; y entra también un pobre con un vestido andrajoso. 3 Si miráis al que va vestido espléndidamente y le decís: «Tú siéntate aquí cómodamente», y al pobre le decís: «Tú, quédate ahí de pie», o «Siéntate a mis pies», 4 ¿no estáis ac­tuando con parcialidad y siendo jueces con criterios perversos?

5 Escuchad, hermanos míos queridos: ¿acaso no ha escogido Dios a los pobres en el mundo para hacerlos ricos con la fe y he-

CARTA DE SANTIAGO

rederos del Reino que prometió a quienes lo aman? 6 ¡En cam­bio, vosotros habéis despreciado al pobre! ¿No son acaso los ricos los que os oprimen y os arrastran a los tribunales? 7 ¿No son ellos los que blasfeman el hermoso Nombre que ha sido invocado so­bre vosotros? 8 Ciertamente, si cumplís el más importante de los mandamientos según la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, obráis bien; 9 pero si tenéis acepción de personas, co­metéis un pecado y sois acusados por la ley como transgresores. 10 Porque quien observa toda la ley, pero la transgrede en un so­lo punto, se hace reo de todos. n Pues el que dijo: No cometas adulterio, dijo también: No mates.

Si no cometes adulterio, pero matas, eres transgresor de la ley. 12 Hablad y obrad como personas que deben ser juzgadas según una ley de la libertad, porque 13 el juicio será sin misericordia contra quien no tuvo misericordia; la misericordia, en cambio, sa­le siempre victoriosa en el juicio.

14 ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: «Tengo fe», si no tiene obras? ¿Acaso puede salvarle esa fe? 15 Si un her­mano o una hermana están desnudos y faltos del alimento coti­diano, 16 y uno de vosotros les dice: «Id en paz, calentaos y har­taos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? 17 Así también la fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma. 18 Al contrario, alguno podría decir: «Tú tienes la fe y yo tengo las obras; muéstrame tu fe sin las obras y yo con mis obras te mostraré mi fe». 19 ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. ¡También los demonios lo creen y tiemblan! 20 ¿Quieres saber tú, insensato, que la fe sin obras no tiene calor? 21 ¿Acaso Abrahán, nuestro padre, no fue justificado por las obras, cuando ofreció a Isaac, su hijo, sobre el altar? 22 Ves que la fe cooperaba con sus obras, y que por las obras aquella fe se hizo perfecta 2 3 y se cum­plió la Escritura que dice: Y Abrahán tuvo fe en Dios y se le con­sideró como justicia y fue llamado amigo de Dios. 2 4 Veis que el hombre es justificado por las obras y no sólo por la fe.2 5 Del mis­mo modo Rajab, la prostituta, ¿acaso no quedó justificada por las obras al dar hospedaje a los exploradores y hacerles marchar por otro camino? 26 Porque así como el cuerpo sin el espíritu está muerto, así también la fe sin las obras está muerta.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

Capítulo 3

1 Hermanos míos, no queráis ser maestros muchos de vosotros, sabiendo que tendremos un juicio más severo, 2 porque todos fa­llamos en muchas cosas. Si alguno no cae en falta al hablar, es un hombre perfecto, capaz de refrenar todo su cuerpo. 3 Cuando po­nemos a los caballos el freno en la boca para que nos obedezcan, podemos dirigir también todo su cuerpo. 4 Mirad también las na­ves: aunque sean grandes y vientos impetuosos las empujen, son dirigidas por un pequeño timón adonde la voluntad del piloto quiere. s Así también la lengua: es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas. ¡Mirad qué pequeño fuego y qué bos­que tan grande incendia! 6 También la lengua es un fuego, es el mundo de la iniquidad; se instala en nuestros miembros, conta­mina todo el cuerpo y, encendida por la gehenna, incendia el cur­so de la vida. 7 De hecho, toda clase de fieras, aves, reptiles y se­res marinos son domados y han sido domados por la raza huma­na; 8 en cambio, ningún hombre puede domar la lengua; es un mal rebelde; está llena de veneno mortal. 9 Con ella bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a semejanza de Dios.1 0 De una misma boca proceden la bendición y la maldición. ¡No debe ser así, hermanos míos! n ¿Acaso la fuente mana por el mismo caño agua dulce y amarga? 12 ¿Acaso, hermanos míos, puede la higuera producir aceitunas y la vid hi­gos? Tampoco un manantial salado puede producir agua dulce.

13¿Quién hay entre vosotros sabio y experimentado? Que muestre con la buena conducta sus obras inspiradas en la manse­dumbre de la sabiduría. 14 Pero si tenéis en vuestro corazón amarga envidia y espíritu de rivalidad, no os jactéis ni mintáis contra la verdad.15 Tal sabiduría no desciende de lo alto, sino que es terrena, carnal, demoníaca; 16 porque donde hay envidia y es­píritu de rivalidad, hay desorden y toda clase de obras malas.1 7

En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lu­gar, pura; además pacífica, mansa, tolerante, llena de misericordia y de buenos frutos, imparcial, sin hipocresía.18 Frutos de justicia siembran en paz quienes procuran la paz

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CARTA DE SANTIAGO

Capítulo 4

1 ¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros? 2

¡Codiciáis y no conseguís poseer y matáis; envidiáis y no conse­guís obtener, combatís y hacéis la guerra! No tenéis porque no pedís; pedís y no recibís porque pedís mal, para gastarlo en vues­tros placeres. 4 ¡Gente infiel! ¿No sabéis que amar al mundo es odiar a Dios?

Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se consti­tuye en enemigo de Dios. 5 ¿O acaso pensáis que la Escritura di­ce en vano: hasta sentir celos nos ama el Espíritu que él ha hecho habitar en nosotros? 6 Más aún, nos da una gracia mayor; por eso dice:

«Dios resiste a los soberbios pero da su gracia a los humildes».

7 Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo y él huirá de vo­sotros. 8 Acercaos a Dios y él se acercará a vosotros. Purificad vuestras manos, pecadores, y santificad vuestros corazones, irre­solutos. 9 Lamentad vuestra miseria, haced duelo y llorad; que vuestra risa se cambie en llanto y vuestra alegría en tristeza. 10

Humillaos ante el Señor y él os ensalzará. 11 No habléis mal unos de otros, hermanos. Quien habla mal

de un hermano o juzga a un hermano, habla mal de la ley y juz­ga a la ley. Y si juzgas a la ley, ya no eres un cumplidor de la ley, sino alguien que la juzga. 12 Pero uno solo es legislador y juez: Aquel que puede salvar y condenar; mas ¿quién eres tú para juz­gar al prójimo?

13 Y vosotros, los que decís: «Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad, pasaremos allí el año, negociaremos y ganaremos»,14

¡sin saber qué pasará mañana! Pero ¿qué es vuestra vida? Sois como vapor de agua que apa­

rece un instante y después desaparece. 15 Haríais mejor en decir: «Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello».16 Pero ahora os jactáis en vuestra arrogancia. Toda jactancia de este tipo

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

es inicua. 17 Aquel, pues, que sabe hacer el bien y no lo hace, co­mete pecado.

Capítulo 5

1 Y vosotros, los ricos, llorad y gritad por las desgracias que se os avecinan. 2 Vuestras riquezas están podridas, vuestros vestidos están apolillados; 3 vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y de­vorará vuestras carnes como fuego. ¡Habéis acumulado tesoros para los últimos días! 4 Mirad, el salario de los obreros que sega­ron vuestros campos y que no habéis pagado está gritando; y las protestas de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. 5 Habéis vivido lujosamente sobre la tierra y os ha­béis saciado de placeres; habéis engordado para el día de la ma­tanza. 6 Habéis condenado y matado al justo, y él no puede ofre­cer resistencia.

7 Sed, pues, pacientes, hermanos, hasta la venida del Señor. Mirad al labrador: él espera pacientemente el fruto precioso de la tierra hasta recibir las lluvias de otoño y las lluvias de primavera. 8 Sed pacientes también vosotros; fortaleced vuestros corazones, porque la venida del Señor está cerca. 9 No os quejéis, hermanos, unos de otros para no ser juzgados; mirad que el juez está a las puertas. 10 Tomad, hermanos, como modelo de sufrimiento y de paciencia a los profetas, que hablan en nombre del Señor. n

Mirad cómo proclamamos felices a quienes sufrieron con pacien­cia. Habéis oído hablar de la paciencia de Job y conocéis la suer­te final que le reservó el Señor, porque el Señor es rico en mise­ricordia y compasión.

12 Ante todo, hermanos míos, no juréis ni por el cielo ni por la tierra, ni por ninguna otra cosa. Que vuestro «sí» sea sí, y vues­tro «no», no, para no incurrir en la condenación.

13 Si alguno de vosotros sufre, que ore; si está alegre, que can­te salmos. 14 Si está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, después de ungirlo con óleo, en el nombre del Señor. 15 Y la oración hecha con fe salvará al enfermo: el

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CARTA DE SANTIAGO

Señor hará que se levante y, si hubiera cometido pecados, le se­rán perdonados. 16 Confesaos, pues, mutuamente vuestros peca­dos y orad los unos por los otros, para que seáis curados. Mucho vale la oración del justo hecha con insistencia. 17 Elias era un hombre de igual condición que nosotros; oró intensamente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses.18 Después oró de nuevo y el cielo dio lluvia y la tierra pro­dujo su fruto.19 Hermanos míos, si alguno de vosotros se aleja de la verdad y otro lo convierte,20 sepa que quien convierte a un pe­cador de su camino desviado salvará su alma de la muerte y cu­brirá una multitud de pecados.

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Presentación:

Una carta por redescubrir

Aquel escrito que, según Lutero, era un libro de paja con el que de buena gana habría encendido el fuego, ha sido en los últimos de­cenios objeto de una clara rehabilitación por parte de los exegetas, que no han dejado de prestarle una atención nueva y llena de in­terés. También yo considero que es muy actual, por su concreción y por el género sapiencial que lo caracteriza. Nuestro tiempo, rico en medios materiales y posibilidades técnicas, necesita recuperar sabiduría, y el hombre de hoy pide que se le ayude a realizar una madurez responsable, fiel y coherente con la propia visión de la vi­da. A la consecución de estas metas concretas contribuye de mo­do particular este breve escrito, que entró en el canon del Nuevo Testamento bajo el nombre de «Carta de Santiago».

Un escrito humilde y olvidado y, sin embargo, inmensamen­te práctico. Un texto mucho menos ingenuo e inocente de lo que podría parecer en una lectura superficial. Esta Carta refleja el contexto helenístico y judío en el que maduró y que caracteriza­ba el ambiente cultural de las primeras comunidades cristianas. Pone de manifiesto un lenguaje nuevo y usa términos que se en­cuentran por primera vez en los escritos neotestamentarios. Ciertamente, no es un texto secundario y desconocido, sino que aborda problemas urgentes y concretos y se impone por su viva actualidad.

Don Alessandro Pronzato lo recorre con su gran sensibilidad, ampliamente testimoniada por la riqueza de sus obras, que jalo­nan, a modo de piedras miliares, su precioso camino de escritor. El hace una lectura inteligente y profunda de este texto; al mis-

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IHH IIPIII|HI, ICI urriciulo a su probada habilidad en el arte de sa­lí»! «'Xpuiici <• implicar, traduce el discurso de Santiago en térmi-1111» muy tu (nales.

I ,r doy las gracias por su esfuerzo y por la prontitud con que luí ITN|MHKIÍ(IO a la necesidad de nuestra Iglesia local, que, por in-tlii mión del Obispo, ha elegido la Carta de Santiago como texto bíblico de lectura, oración y reflexión, tanto personal como co­munitariamente, para el presente año pastoral.

Lugano, 18 de octubre de 2004 En la fiesta de San Lucas PlER GlACOMO GRAMPA

Obispo de Lugano

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Introducción:

Para ponemos de acuerdo

Una simplicidad irritante

Hay que preguntarse, desde el primer momento, por qué este es­crito ha sido olvidado1, rechazado, mirado con desconfianza, re­cibido en el canon después de muchas resistencias e incluso cues­tionado. Sin pecar de presunción, creo intuir la razón fundamen­tal: parece demasiado simple, casi elemental.

Sé perfectamente que los motivos aducidos son otros: que no se habla casi nunca de Cristo (sólo dos veces) y que no se alude a su pasión y resurrección ni a su Espíritu. Parece contradecir abiertamente el eje central, el núcleo duro de la teología de Pablo, el cual sostiene que es la fe la que salva, no las obras, mientras que el autor de esta Carta, en cambio, declara que el hombre es justi­ficado por las obras y no sólo por la fe (2,24). Es difícil, además -casi una empresa desesperada—, encontrar un hilo conductor, poner de manifiesto una estructura unitaria y armónica que con­fiera una cierta cohesión a este escrito: en él se descubre sólo una sucesión, aparentemente desordenada, inconexa, de temas; más aún, una superposición de diversas cuestiones.

¿Y qué clase de Carta es esa en la que el autor no se presen­ta con las credenciales del apóstol, los destinatarios resultan más

1. En la liturgia de la Palabra dominical, por ejemplo, se leen sólo breves pasajes de la Carta de Santiago en cinco domingos del «tiempo ordina­rio» del Ciclo B (del vigésimo segundo al vigésimo sexto) y un pasaje en el tercer domingo de Adviento del Ciclo A.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

bien vagos c improbables («las doce tribus que están en la diáspo-ra»), y el remitente se olvida de incluir los saludos finales a mo­do de despedida, como se enseña en la escuela (en otro tiempo, al menos, las buenas maestras se preocupaban de ello...)?

Todas estas observaciones están más que justificadas. Y, sin embargo, considero que es la simplicidad de esta Carta lo que re­sulta inquietante y la hace poco agradable para algunos paladares refinados.

El hecho es que nosotros amamos las complicaciones y nos gusta problematizarlo todo de un modo complejo, exasperado y autocomplaciente. Consideramos que hemos llegado, en el curso (teórico) de cristianismo, a niveles superiores, mientras que este Santiago misterioso insiste en meternos por la fuerza en la cabe­za el abecé de la religión, los rudimentos de la fe, principios que nos parecen más que sabidos y casi anacrónicos.

Hay, además, otras cosas indigestas: por ejemplo, el martilleo insistente de 59 imperativos (46 en la segunda persona, 13 en la tercera). Nosotros preferiríamos debatir, razonar al respecto, en­contrar nuevos aspectos, subterfugios y escapatorias, y tal vez ela­borar después el plato con nuestros ingredientes preferidos. San­tiago, en cambio, presenta una receta que no tolera divagaciones, improvisaciones, experimentos arriesgados, si no quieres que el resultado sea repelente.

El te dice, con un gesto duro: «debes»; y basta. No está dis­puesto a hacer concesiones, practicar reducciones, entrar en el juego de las componendas. Santiago no conoce los guiños, los trucos, las tácticas diplomáticas, y no tolera las divagaciones. Para él, el cristianismo es éste y no otro; la religiosidad es ésta y no ciertas falsificaciones inaceptables. El cristiano es una persona que hace, no una persona que parlotea sin comprometerse.

Santiago es una persona práctica, que va al grano, que entra en el núcleo, que apunta a lo esencial, sin perderse en considera­ciones abstractas, en imprecisiones y divagaciones académicas. Su escrito se distingue por su carácter concreto y práctico.

Santiago no soporta un cristianismo charlatán que se permi­ta evadirse sagazmente en discusiones frivolas y en polémicas inútiles, además de dañinas. Y tampoco tolera un estilo cristiano

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INTRODUCCIÓN

que sea sólo «religioso», es decir, planteado sobre toda clase de prácticas y devociones.

Me atrevería a afirmar que Santiago libera la religión de los oropeles, los adornos inútiles, la vegetación parasitaria.

Santiago no ama las prolijidades. Su discurso es conciso, ade­más de insistente. Cinco capítulos, 108 versículos y 1.735 voca­blos en total. Usa un lenguaje común, es decir, un griego que no es el de los literatos, sino más bien el griego hablado (pero en modo alguno descuidado).

Se sirve de frases generalmente breves, colocadas una junto a otra en rápida sucesión, sin una concatenación elaborada ni una soldadura precisa. Los expertos definen este procedimiento como parataxis, en oposición a la hipotaxis. Pongamos un ejemplo: «Fu­lano camina con las manos en el bolsillo y silbando» {hipotaxis). «Fulano camina, lleva las manos en el bolsillo y silba» (ésta es la parataxis practicada preferentemente por Santiago). Eso es todo.

¿Carta o sermón?

Se plantea el problema (que, no obstante, no debe quitar el sue­ño a nadie) de si se trata de una carta o más bien de un sermón. Aun cuando el término resulte hoy un poco sospechoso, me in­clino por el sermón.

Santiago se dirige a sus interlocutores llamándolos «herma­nos», «hermanos míos», «hermanos queridos». Usa imágenes y compa­raciones bastante eficaces por su inmediatez. No desdeña presen­tar casos concretos (como el del pobre con un vestido andrajoso que llega a una asamblea y no encuentra sitio, creando incomodi­dad), o situaciones particulares bien definidas en sus contornos (como la de las comunidades donde abundan las contiendas y do­minan las envidias y los celos). Y recurre a los llamados «ejemplos» (muy queridos por los predicadores de antaño) tomados de la tra­dición bíblica: Abrahán, la prostituta Rajab, Job, Elias...

Si se trata de un sermón, no aburre, sino que sacude, inquie­ta, pone en cuestión bastantes cosas y no pocos hábitos consoli­dados, siembra remordimientos molestos.

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Al final no suscita exclamaciones («¡Qué sermón tan bueno!», «¡Que bien ha hablado!», «¡Qué cosas tan interesantes hemos oí­do!», «¡Qué persona tan abierta e inteligente!»...), sino que uno se encuentra saludablemente «conmocionado». Conmocionado so­bre todo en la conciencia.

Una persona que termina su discurso con la alusión poco ele­gante -alguien diría «de mal gusto»— a «una multitud de pecados» (aunque puedan ser «cubiertos») ciertamente no busca el aplauso. Se contenta con haber obligado a alguien a mirar dentro de sí, a ponerse frente a un espejo despiadado y a recuperar la propia imagen «verdadera», o al menos «pasable» o, en cualquier caso, no demasiado discordante, de cristiano.

De todos modos, no es obligado sostener una tesis en contra­posición a otra. Podría ser perfectamente una carta que se convier­te en un sermón. O bien un sermón en forma epistolar. Lo impor­tante es reconocer que el asunto tratado nos afecta directamente.

¿Qué Santiago?

Santiago, sí. Pero ¿de qué Santiago se trata? La cuestión de la atribución de la Carta es todavía hoy motivo de encendidas dis­putas entre los intérpretes, cargados de argumentos unos contra otros. Tratemos de simplificar el asunto, que, no obstante, no de­bería provocar pesadillas nocturnas. Examinemos tres personajes que llevan el nombre de Santiago y de los cuales habla el Nuevo Testamento.

Queda excluido categóricamente Santiago, el hermano de Juan, hijo de Zebedeo, debido a su muerte prematura. De hecho, fue el primer apóstol que sufrió el martirio, cuando Herodes Agripa lo hizo matar por la espada (Hch 12,1-2) en el año 42 d.C. Ahora bien, los contenidos de la Carta, las situaciones a que se refiere y los problemas que afronta presuponen una datación posterior2.

2. Quien esté interesado en profundizar en este tema, bastante complejo, puede encontrar una exposición exhaustiva en F. MUSSNER, La lettera di Giacomo, pp. 27ss.

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INTRODUCCIÓN

Se propone, entonces, la candidatura de Santiago, que es lla­mado «hermano del Señor»3 (cf. Mt 13,55; Me 6,3) y al cual se apareció Jesús después de la resurrección (1 Co 15,7). Aunque no pertenece al grupo de los Doce, debido a su estrecho parentesco con el Señor aparece como uno de los responsables más autoriza­dos de la Iglesia de Jerusalén4 (más aún, como una especie de pri-mus inter pares), a los que Pablo llama «las columnas» (Ga 2,9). Algunos afirman que habría llegado a ser obispo de Jerusalén y se habría ganado el título de «Justo»5. Habría sido lapidado, por or­den del sumo sacerdote Ananías II en el año 62. Se caracterizaba por su legalismo (pero tampoco hay que exagerar en este sentido).

Hegesipo lo describe como un asceta rigidísimo y relata su martirio en una página memorable: «No tomó nunca vino ni nin­guna otra bebida alcohólica, y nunca comió carne. La cuchilla no tocó nunca el pelo de su cabeza, no se ungió con aceite ni se ba­ñó». En suma, una persona un tanto... agreste (es lo menos que se puede decir). Llevaba un vestido de lino como signo de su digni­dad sacerdotal y pasaba muchas horas arrodillado en el templo, implorando de Dios el perdón por los pecados del pueblo. Era inevitable, pues, que sus rodillas se volvieran «duras como las de un camello».

Enfurecidos por las respuestas obtenidas durante el interro­gatorio, sus adversarios —escribas y fariseos- lo arrojaron desde el pináculo del templo, después lo lapidaron y, para cerciorarse de su muerte, lo remataron a martillazos. Su tumba se encontraría cer­ca del templo (algunas tradiciones antiguas hablan expresamente del Valle de Josafat).

3. Hay que entender «hermano» en el sentido de consanguíneo, pertene­ciente al círculo familiar; puede significar primo.

4. Lo encontramos como representante destacado de la corriente judía más tradicionalista -valga este término un tanto simplista- en la controversia sobre el valor de las prácticas de la ley mosaica (cf. Hch 12,17; 15,13; 1 Co 15,7; Ga 1,19; 2,9.12)

5. Según Clemente de Alejandría, «Pedro, Santiago y Juan, después de la ascensión del Salvador, aun siendo los predilectos, no pretendieron para sí ningún honor, sino que eligieron como obispo de Jerusalén a Santiago, el justo».

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

Es probable que en estas noticias proporcionadas por Hege-sipo se infiltraran bastantes elementos legendarios.

Contra la atribución de la Carta a Santiago el «hermano del Señor» se propone, entre otras objeciones, una que debería resul­tar decisiva: es difícil admitir que un hombre de Galilea, que pro­bablemente no salió nunca del territorio palestinense, pudiera poseer el dominio de la lengua griega que se pone de manifiesto en la Carta.

No me parece un argumento convincente. No está demostra­do, en efecto, que un individuo, aun siendo de condición social modesta, estuviera incapacitado para manejar con suficiente de­senvoltura una lengua que en Palestina estaba bastante extendi­da. En cualquier caso, dada su posición, habría podido disponer de un secretario familiar letrado y, por tanto, en condiciones de pulir su estilo (para los conceptos se bastaba él solo).

En cualquier caso, se propone también la hipótesis según la cual el candidato podría ser el apóstol Santiago de Alfeo, deno­minado «el menor» (Me 3,18). Pero éste, según algunos, podría identificarse con Santiago el «hermano del Señor». En suma, la cuestión es bastante complicada6.

Para salir al paso de todos los debates, algunos comentaristas sostienen que estaríamos ante un caso de «pseudoepigrafía» (un procedimiento nada raro: basta pensar en la atribución a David del libro de los Salmos). Explica R. Fabris: «En el contexto de la expansión del movimiento cristiano en la diáspora judeo-helenís-tica y en el mundo grecorromano, un cristiano cuya lengua ma­dre era el griego escribe la Carta bajo el nombre de Santiago, hermano del Señor, para dar autoridad a sus instrucciones y ex­hortaciones. No se puede excluir que, como sucede en los escri­tos de carácter pseudoepigráfico, el autor sea portavoz de tradi­ciones que se remontan a Santiago, el hermano del Señor, jefe de la primera Iglesia de Jerusalén»7.

6. Para la intrincada cuestión de los parentescos, cf. R. FABRIS, Lettera di Giacomo, pp. 23ss; F. MUSSNER, op. cit., pp. 14ss.

7. R, FABRIS, op. cit., p. 26.

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INTRODUCCIÓN

Llegados a este punto, cada cual es libre de pensar lo que crea conveniente, habida cuenta de que el valor del escrito no es obje­to de debate (excepto para Lutero).

¿Cuándo y dónde fue escrita la Carta?

Por lo que respecta a la fecha, todo depende del autor, y con ello volvemos al punto de partida (es el caso de la pescadilla que se muerde la cola). Si la escribió Santiago, el hermano del Señor, la Carta debería ser anterior - tal vez sólo un poco anterior- al año 62 d.C.

Si, por el contrario, se sostiene la tesis del origen pseudoepi­gráfico (que consiste, como hemos observado, en atribuir abusi­vamente a Santiago, hermano del Señor, el escrito en cuestión para conferirle autoridad), entonces la datación oscilaría entre los años 70 y 100 d.C.

Por lo que respecta al lugar de nacimiento, tampoco aquí te­nemos datos seguros. Algunos proponen Antioquía de Siria; otros, Alejandría de Egipto; y otros, Roma. En cualquier caso, la Carta debió de ser redactada en un ambiente —no precisado- fuera de Palestina, donde vivían judeo-cristianos que se expresaban en len­gua griega y estaban agrupados en comunidades minúsculas.

¿A quién va dirigida?

Los destinatarios están indicados en el v. 1, que vamos a comen­tar por adelantado a continuación: «Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo, saluda a las doce tribus dispersas en el mundo». Lite­ralmente, serían las doce tribus «que están en la diáspora».

La expresión puede ser considerada en sentido literal, y en­tonces se trataría de comunidades bien definidas, formadas por cristianos provenientes del judaismo y que están dispersas en te­rritorios fuera de los confines de Palestina y que, por lo tanto, son clasificadas, según la lengua hebrea, como «diáspora» (dispersión).

Observa R. Fabris: «La referencia a las "doce tribus" podría haber sido sugerida por la mención del remitente lakobos (Jacobo

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

o Santiago). En otras palabras, el autor cristiano con el nombre del patriarca, unido a las doce tribus, establece un puente ecumé­nico entre los destinatarios de la Carta y los descendientes de Jacob-Israel»8. Y especifica: «El autor lee la Biblia en griego y, por consiguiente, estamos fuera del área siro-palestinense de lengua aramea. El ambiente es el de una gran ciudad, porque las imáge­nes están tomadas de la vida urbana. Es una comunidad que tie­ne su asamblea, en la que, junto a un pobre, puede estar una per­sona de buena posición. El problema que aflora en el trasfondo es el de traducir el mensaje evangélico en un nuevo contexto, donde se corre el riesgo de contentarse con un cristianismo de palabra».

Pero no se puede excluir que Santiago entienda esta expre­sión también en un sentido simbólico, y así se trataría, genérica­mente, de cristianos que están dispersos en el mundo, pero viven en él como «en diáspora», es decir, como extranjeros, peregrinos, en estado de provisionalidad y precariedad, porque son conscien­tes de que su verdadera patria está en el cielo.

La Carta a Diogneto9, antiguo texto cristiano del siglo II, tra­za así el perfil de los miembros del pueblo de Dios «disperso» en el mundo: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su lengua ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. [...] Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra ex­traña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña».

A éstos se presenta Santiago como doulos (siervo) de Dios y de Jesucristo. Título de humildad y dignidad al mismo tiempo.

En cualquier caso, dejamos a los estudiosos la tarea de po­nerse de acuerdo —si es que lo consiguen- en las intrincadas cues­tiones relativas al autor, la fecha de composición y los destinata-

8. Ibid., p. 52. 9. V, 1-2.5 (versión de Daniel RuiZ BUENO, en Padres apostólicos. Edición

bilingüe completa, BAC, Madrid 19855, p. 850).

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INTRODUCCIÓN

ríos de la Carta. Lo que importa es saber que aquel escrito inspi­rado, es decir, aquella Palabra de Dios, se nos dirige a nosotros hoy, en este momento particular, en la situación concreta en que nos encontramos. Y espera de nosotros una respuesta precisa, hoy.

El mensaje

El mensaje de Santiago es de carácter exhortativo (parenético). Su teología no es especulativa, sino práctica, y se refiere más a los comportamientos, las mentalidades y la moral que a la doctrina abstracta. Nos encontramos frente a una teología que fundamen­ta y motiva la acción, la praxis del cristiano.

Los autores se esfuerzan por encontrar en la Carta un tema unitario. Pero cuando se trata de establecer cuál es este centro, cada cual lo precisa de diferente manera y lo indica según sus pre­ferencias: unión entre fe y obras; coherencia entre lo que se dice y lo que se hace; puesta en práctica de la Palabra de Dios; la per­tenencia a Dios y la mentalidad dominante en el mundo son irre­conciliables; sabiduría como don de lo alto; los pecados que co­rroen el tejido comunitario; la reducción abusiva de la relación con Dios al ámbito cultual, olvidando las demás exigencias...

El mensaje de Santiago hunde sus raíces en el terreno bíbli­co y judío. El horizonte se amplía con frecuencia a la perspectiva escatológica, con una insistencia específica en el juicio de Dios.

Una categoría particularmente importante para Santiago es, sin lugar a dudas, la de la sabiduría.

Sus exhortaciones abarcan un campo bastante vasto y tocan diversos aspectos -yo diría también puntos críticos- de la vida tanto personal como comunitaria. Tal y como especifica R. Fa--bris: «...la perseverancia en las pruebas, la solidaridad activa con los necesitados, la acogida al pobre, la coherencia y la unión en­tre la fe y las obras, el uso correcto de la lengua, el discernimien­to y el control de los deseos, la búsqueda y la posesión de los bie­nes materiales, el uso y el abuso de la riqueza, las relaciones fra­ternas y la vida de comunidad, la oración y el perdón de los pe­cados y, finalmente, la conversión del extraviado. Aun cuando en

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el discurso exhortativo de Santiago no se puede aislar o privile­giar ninguno de estos aspectos, del conjunto se deduce una clara perspectiva antropológica»10.

Queda por observar que en el texto de la Carta de Santiago se pueden percibir bastantes semejanzas con el Evangelio de Ma­teo (es particularmente significativo el paralelismo entre St 5,12 y Mt 5,34-37 sobre los juramentos y la franqueza en el hablar), pero también con Lucas (sobre todo con respecto a los ricos y el uso de los bienes terrenos).

Al cristiano se le reconoce fuera del templo

Yo diría que Santiago realiza una operación tan insólita como va­liente: obliga al cristiano a salir fuera del templo y lo pone en la calle, mezclado con los demás. Y es ahí donde quiere verlo, exa­minarlo, para comprobar su identidad, reconocer su rostro, veri­ficar la calidad y la robustez de su planteamiento de fe.

Santiago no tolera la disociación entre fe y vida, entre «decir» y «hacer», entre pensamientos y acciones, entre atención a Dios y sensibilidad para con las necesidades del prójimo.

Santiago no permite que el cristiano se conforme con las prácticas cultuales. Le obliga a tomar posición en los conflictos sociales. La caridad no es suficiente. El cristiano es sometido al «test» decisivo de la justicia. Hay que controlar si el creyente se pone de parte de los ricos o si privilegia al pobre.

En suma, el autor de la Carta hace salir al cristiano de los có­modos cenáculos y le obliga a afrontar las cuestiones y los pro­blemas que agitan a la humanidad.

Santiago provocador

Hay que poner de manifiesto que esta Carta, aun cuando esté si­tuada en un contexto histórico y social más bien remoto, tiene

10. R. FABRIS, of. cit, p. 31.

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INTRODUCCIÓN

una gran actualidad y conserva su carga provocadora -casi explo­siva— para la Iglesia de nuestro tiempo.

El desplazamiento de acentos de las relaciones interpersona­les a las estructuras sociales, el análisis de las causas de los con­flictos, la importancia del lenguaje, el uso deformado de la pala­bra y sus infinitas falsificaciones son cuestiones de rabiosa actua­lidad. No falta tampoco una alusión al consumismo hedonista desenfrenado.

Este texto no plantea -salvo raras excepciones- grandes difi­cultades de traducción. El gran esfuerzo que requiere, en cambio, es el de considerarlo en la realidad actual, descubrir sus implica­ciones para el mundo de hoy, ampliar sus horizontes (por ejemplo, el tema urgente de las contiendas y el terreno donde se hunden las raíces puede y debe ser aplicado a los conflictos internacionales; el rico arrogante, prepotente e insolente no es sólo el individuo con­creto, sino que puede ser una nación con afanes imperialistas).

Éste es el cristiano...

A través de la Carta no es difícil captar los rasgos característicos del rostro del cristiano. Según Santiago, el discípulo de Cristo:

- sostiene las pruebas inevitables para «verificar la calidad» de la propia fe (1,2; 1,12);

- es capaz de tomar decisiones y hacer elecciones precisas, evi­tando las vacilaciones (1,6; 1,8);

- es un «ejecutor» de la Palabra y no un simple oyente (1,21-25);

- se siente implicado, precisamente por causa de la religión, en la causa de los débiles y de los indefensos (1,27);

- no acepta discriminaciones en favor de los ricos, sino que honra al pobre (2,1-9);

- tiene como referencia una ley de libertad que gira en torno al mandamiento del amor (2,10-13);

- explica, manifiesta o, cuando menos, deja entrever la propia fe por medio de las obras (2,14-16);

- no adopta la actitud de maestro arrogante de los demás (3,2);

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

- es capaz de controlar su lengua (3,2-12); - se refiere a una sabiduría que viene de lo alto y que determi­

na sus comportamientos prácticos (3,15); - es manso (3,13; 3,17); - reniega de la avidez, los deseos excesivos que provocan con­

tiendas, desgarros, conflictos dentro de uno mismo y de las comunidades (4,1-3);

- va contra corriente y sigue una lógica diversa de la dominan­te en el mundo, incompatible con la pertenencia a Dios (4,4);

- es un convertido (4,7-10); - no se erige en juez de los demás ni habla mal del prójimo

(4,11-13); - acepta sus propios límites y somete sus proyectos a la volun­

tad de Dios (4,13-16); - percibe la precariedad y la inconsistencia de las riquezas y re­

siste a la fascinación perversa del dinero (5,1-6); - considera que la paciencia es una virtud preciosa (5,7-11); - es una persona franca y sincera (5,12); - practica la justicia (5,4); - hace de la enfermedad un factor de crecimiento humano y re­

ligioso (5,13-18); - se caracteriza por una oración confiada (1,6; 5,16-18); - se siente responsable del hermano que se ha desviado

(5,19-20); - su horizonte peculiar es el de la venida del Señor y el consi­

guiente juicio final (5,3; 5,8).

El retrato resultante se caracteriza por la unidad, la coheren­cia y la transparencia.

...y éste es su Dios

En la Carta, además del rostro del cristiano, emergen los rasgos del rostro de Dios, que aparece como:

- el Creador-Padre (1,17; 1,27); - Dador generoso, que regala sin calcular (1,5; 1,8) sólo dádi­

vas buenas (1,17);

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INTRODUCCIÓN

- no tienta a nadie al mal (1,13); - no es caprichoso y variable como los dioses paganos (1,17); - Aquel que nos engendra con su poderosa palabra de verdad

(1,18); - Aquel que elige y prefiere a los pobres (2,5); - Aquel a quien hay que someterse y acercarse gozosamente

(4,7-8); - es un Dios «cercano» (4,8); - Dios concede su gracia a los humildes (4,6); - escucha la oración confiada (1,5; 5,15-17); - en su juicio prevalece la misericordia para con quien practica

la misericordia (1,13); - es rico en misericordia y compasión (5,11); - cura y perdona los pecados (5,15), cubre una multitud de pe­

cados (5,20); - exige la justicia social, particularmente con respecto a los dé­

biles (1,27); - venga la injusticia hecha a los explotados (5,4-6); - en su comunidad exige un puesto de privilegio y de honor pa­

ra el pobre (2,1-4); - es un Dios que ama hasta sentir celos (4,5); - es señor del tiempo (4,15); - es legislador y juez (4,12); - su juicio es extremadamente severo para con los ricos que se

dedican exclusivamente a los placeres, pero carecen de senti­do social y pisotean las exigencias de la justicia (5,1-6);

- no tolera una fe carente de las obras del amor (2,14-17); - concede la corona de la gloria a quienes han superado las

pruebas y lo aman (1,12).

Observa F. Mussner: «Dios, según la Carta de Santiago, es ante todo el Señor, el Padre, el Juez y, por tanto, el Dios vivo, el cual no está "más allá" de su obra, sino que "participa" intensa­mente en ella. Esta idea precisa de Dios corresponde a la de los profetas y a la de Jesús. También en la concepción de Dios apa­recen así los claros contornos teológicos de la Carta».

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

Yo añadiría que el rostro de Dios y el del cristiano se corres­ponden. Es como si Santiago estableciera esta relación: dime quien es tu Dios, y te diré quién eres (o cómo debes ser). En otras palabras: la contemplación del rostro de Dios debe llevar al cre­yente a recuperar el propio rostro, la propia imagen «original».

Aquella paja puede servir

Lutero, que en un primer momento había manifestado un cierto aprecio mesurado hacia este texto, lo criticó después ásperamen­te hasta definirlo como «una carta de paja», porque «no tiene na­da de evangélico, desgarra la Escritura y se contrapone a Pablo y a la Escritura entera». Admite -¡qué detalle por su parte!— que en este escrito hay cosas buenas, pero no puede perdonarle que se oponga a Pablo propugnando una justificación a través de las obras y no exclusivamente mediante la fe, y que sea extremada­mente reticente, por no decir mudo, al hablar de Cristo (pasión, muerte y resurrección) y su Espíritu.

Por eso excluye la Carta de Santiago de su Biblia, pues la considera desprovista del sello apostólico. Lutero llegará a decir, de manera provocativa, que un día u otro quemará esta Carta en la estufa.

La imagen de la paja es decididamente intrigante. Tomás de Aquino, después de tener al final de su vida una personal y «ar­diente» experiencia de Dios mientras celebra la Eucaristía en la iglesia de San Domenico Maggiore, en Ñapóles (6 de diciembre de 1273), afirma que su obra monumental es «paja».

Por lo que respecta a la Carta de Santiago, pienso que noso­tros tenemos una necesidad extrema de esta paja, modesta y útil al mismo tiempo. No tiene sentido echarla a la estufa. Se puede emplear más oportunamente, después de haberla encendido, pa­ra iluminar nuestra vida. Y si tenemos el coraje de acercarnos un poco, tal vez esté en condiciones de causar providenciales que­maduras en nuestra delicada piel de cristianos que se complacen demasiado en las palabras y que, al mirarse en el espejo (St 1,34-35), no caen en la cuenta de que se asemejan... a la caricatura.

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INTRODUCCIÓN

A modo de justificación

Una observación preliminar. Al comentar esta carta-sermón, he adoptado un método insólito, que seguramente hará fruncir el entrecejo a los expertos (aunque no estoy escribiendo para ellos, y es bastante improbable que me lean). En vez de comentar los diferentes capítulos y versículos según el orden en que aparecen en la Carta, he preferido reagrupar los contenidos en torno a al­gunos grandes temas, e ilustrarlos después apoyándome en versí­culos dispersos en las diferentes páginas y que tratan esos temas o presentan afinidades con ellos.

Por otro lado, el modo de proceder de Santiago, un tanto sin­copado, o con el staccato típico de algunas partituras musicales, le­gitima, en mi opinión, mi elección un poco insólita y, en todo ca­so, hace que no parezca abusiva o retorcida.

Mi objetivo es, sencillamente, facilitar al lector la compren­sión de este texto.

BIBLIOGRAFÍA

Para redactar este comentario que actualiza la Carta de Santiago he utilizado, sobre todo, tres textos:

Franz MüSSNER, La lettera di Giacomo, Paideia, Brescia 1970 (original alemán: Der Jakobusbrief, H T h K XIII/1, Herder, Freiburg 1964, 19875).

Bruno MAGGIONI, La lettera di Giacomo, Cittadella, Assisi 1989. Rinaldo FABRIS, Lettera di Giacomo. Introduzione, versione, com-

mento, E D B , Bologna 2004.

En las páginas de este libro, las citas se refieren a estas obras, y así se indica en las notas, como es debido.

Dado el carácter divulgativo de este trabajo, me abstengo de proponer una bibliografía exhaustiva, como hacen normalmente los grandes estudiosos (uno duda que se les conceda vivir al me­nos doscientos años, de modo que tengan tiempo de leer todos los volúmenes que citan...).

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Primer tema

La fe

Felicitaciones por la superación de la prueba

Después del saludo, Santiago presenta las felicitaciones. Y, para­dójicamente, se congratula con el cristiano sometido a diferentes clases de pruebas, es decir, «atribulado»:

«Considerad como perfecta alegría, hermanos míos, cuando sufrís toda clase de pruebas, sabiendo que la prue­ba de vuestra fe produce la paciencia» (1,2-3).

Poco después, dirá:

«Feliz el hombre que soporta la tentación, porque, una vez superada la prueba, recibirá la corona de la vida que el Señor ha prometido a los que lo aman» (1,12).

Santiago, que presenta también un cristianismo extremada­mente exigente, comienza su escrito, de hecho, bajo el signo de la alegría. La consonancia con Mateo aparece por la formulación de una bienaventuranza; se trata del macarismo, inédito, del hombre, que soporta la prueba. Pero también el v. 12 es, en la práctica, una bienaventuranza. En ambos casos están presentes, como en el texto de Mateo (y también en el de Lucas), las motivaciones: «sa­biendo» y «porque recibirá la corona de la vida».

No sé si Francisco de Asís, en su asombrosa formulación de las paradójicas situaciones que determinan la verdadera y perfec­ta alegría, tuvo presente este exordio de la Carta de Santiago.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

Ciertamente, las semejanzas son sorprendentes. «Si todo esto lo soportamos con paciencia y con gozo... ¡oh hermano León!, es­cribe que aquí hay alegría perfecta»1.

La prueba es necesaria, inevitable, para llegar a ser «dignos de confianza» a los ojos de Dios. Pero Santiago no se limita a ex­hortar afirmando que es necesario soportar las diferentes prue­bas, sino que es preciso alegrarse por ellas. Pablo confesará: «Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias sufridas por Cristo...» (2 Co 12,10). Lo cual demuestra que la seriedad del compromiso cris­tiano es compatible con la alegría.

De todas formas, Santiago afronta de inmediato el tema de la fe. Y pone la verificación de la autenticidad de la fe en la capaci­dad de soportar la prueba. Lo que cuenta para él, por consi­guiente, es una fe «probada», no simplemente declarada o, peor aún, exhibida, ostentada. Y esto equivale a decir que la fe nunca es un hecho que pueda darse por supuesto.

Prueba y tentación

Hay que tener presente la distinción entre prueba y tentación propiamente dicha. El verbo tentar deriva del griego peirazein, que de por sí tiene una acepción neutra y significa probar, expe­rimentar. Ahora bien, el término fue asumiendo poco a poco un sentido decididamente peyorativo, según el cual «tentar» equival­dría a incitar, inducir al mal. De este modo, la tentación sería in­sidia, trampa.

En el lenguaje bíblico se usan indiferentemente los dos tér­minos: prueba y tentación. El mismo Santiago habla al comien­zo de las «muchas pruebas» (peirasmoi). Después, en el v. 13, se preocupa de aclarar que la tentación no viene de Dios, y sitúa su

1. «Florecillas de san Francisco y de sus compañeros», capítulo 8, en SAN FRANCISCO DE ASÍS, Escritos. Biografías. Documentos de la época, BAC, Madrid 19853, p. 815; cf. también el documento más antiguo citado co­mo «La verdadera y perfecta alegría» en ibid., pp. 85-86.

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PRIMER TEMA: LA FE

fuente en las inclinaciones malvadas del hombre. Por el momen­to, ponemos también la tentación bajo el común denominador de la prueba. Los contextos, las circunstancias y los protagonistas nos permitirán comprender si se refiere a algo negativo (tenta­ción-insidia) o positivo (tentación-prueba).

Advierte Jesús ben Sirá: «Si te echas un amigo, hazlo con tiento y no tengas prisa en confiarte a él» (Sir 6,7).

Cuando es Dios quien somete al hombre a la prueba, ésta puede asumir tres dimensiones:

1.- Se trata de probar la fuerza, la consistencia de la fe, la fideli­dad del creyente (es el aspecto subrayado por Santiago). Dos imágenes pueden ayudarnos a comprender esta dimensión: en primer lugar, la de una tela cuya robustez y resistencia se preten­de controlar; y después, la de un puente cuya resistencia y seguri­dad hay que probar a base de cargas.

En definitiva, es cuestión de verificar la solidez y la fiabilidad de una construcción, de una persona. El ángel de Dios explica a Tobías: «Yo he sido enviado para probar tufe» (Tob 12,13).

Se podría decir también, en esta perspectiva -que, por otro lado, es la de la Carta que nos ocupa-, que la prueba representa un elemento indispensable e imprescindible en el proceso de ma­durez cristiana.

2.- Otra finalidad es la de manifestar, hacer que brote lo que uno tiene dentro. Tertuliano, a propósito de la famosa prueba a que es sometido Abrahán con el sacrificio de Isaac -y a la que tam­bién se refiere Santiago (2,21), aunque en otro contexto-, obser­va que Dios le dio aquella orden no tanto para «tentar» (o poner en crisis), sino más bien para «manifestar», para poner de mani­fiesto su fe.

La Biblia usa una expresión típica: «probar» o «escrutar» los corazones2. El Deuteronomio sintetiza así la experiencia del de­sierto: «Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho

2. Cf.Jdt 8,27; l C r 29,17.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

recorrer durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, pa­ra probarte y para conocer lo que había en tu corazón: si ibas a guar­dar sus mandamientos o no» (Dt 8,2).

Este aspecto de la tentación constituye una incitación a hacer elecciones precisas, a tomar una decisión.

3 . - Por último hay que subrayar el aspecto de «purificación» in­herente a la prueba: «Dios los puso aprueba /y los halló dignos de sí; / los probó como oro en crisol/y los aceptó como sacrificio de holocaus­to» (Sab 3,5-6). Y también en la literatura sapiencial: «El crisol es para la plata, y el horno para el oro, /pero quien prueba los corazones es el Señor» (Pr 17,3).

Teniendo presentes estas dos últimas perspectivas (manifes­tación y purificación), comprendemos el sentido de una pregun­ta que encontramos en el Salmo 26 y que parece situarse en la vertiente opuesta con respecto a la petición tan discutida del «Padre nuestro» («no nos dejes caer en la tentación»): «Escrútame, Señor, ponme aprueba, /aquilata mi corazón y mi mente» (26,2).

La tentación-prueba asume formas diversas: sufrimientos, contrariedades, persecuciones, oposiciones, ausencia o «retrasos» de Dios, aparente triunfo de las fuerzas del mal, decepción por la falta de realización de nuestros proyectos, el dolor inocente, los escándalos también dentro del pueblo de Dios...

Recorrido por la historia bíblica

La Sagrada Escritura documenta abundantemente esta tenta­ción-prueba por parte de Dios. Bastará con citar algunas expe­riencias significativas. En primer lugar, la de Abrahán, cuya fe fue prolongada y «despiadadamente» puesta a prueba: promesas que parecen no realizarse nunca; más aún, que son desmentidas regu­larmente por la realidad; abandono de las seguridades del pasado, y camino interminable hacia una tierra desconocida; y, sobre to­do, la «gran prueba», humanamente absurda: el sacrificio («ata­dura», como dicen los judíos) de Isaac, el hijo «único», amado por encima de todo lo demás, y tenido, en su vejez, como un don de YHWH (Gn 22,1-17).

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PRIMER TEMA: LA FE

Y después Tobías, paradigma de justo observante, que preci­samente a través de la prueba pasa de un sentido de autosuficien­cia a la alegría humilde de descubrir que es «bendecido» por Dios.

Luego, naturalmente, Job (de quien habla también Santiago, pero en la dimensión específica de la paciencia: 5,11), el cual es puesto a prueba por Dios a petición de Satanás para verificar la gratuidad de su fe (y aquí estaríamos ante el caso de la prueba co­mo «manifestación» de lo que uno tiene dentro).

Por otra parte, toda la historia de Israel puede ser leída como una colosal tentación por parte de Dios. Particularmente, como ya hemos observado, los cuarenta años en el desierto. Dios que­ría comprobar si su pueblo aprendía a fiarse de El, si YHWH le bastaba de verdad.

La fidelidad de Israel es una fidelidad puesta continua y du­ramente a prueba. «El Señor vuestro Dios os pone a prueba para sa­ber si amáis al Señor vuestro Dios con todo vuestro corazón y toda vuestra alma» (Dt 13,4).

Después del establecimiento en la Tierra prometida, tampo­co cesan las pruebas para el pueblo de Dios, que deberá demos­trar si se apoya exclusivamente en Él o en las grandes potencias de aquel tiempo, en Su fidelidad, o en los ídolos.

La historia de Israel demuestra —y Santiago es consciente de ello- que una fe fácil, considerada casi como un hecho que se da por supuesto, como algo evidente, más que «unir» a Dios, separa de El. Una fe no «probada» es una fe frágil, inconsistente.

Para madurar

Hay que insistir en el carácter pedagógico de la tentación-prue­ba. «Hijo, si te presentas para servir al Señor, /prepárate para la ten­tación» (Sir 2,1). El mismo Jesús ben Sirá presenta la prueba co­mo factor de conocimiento: «Quien ha viajado mucho, sabe muchas cosas, /quien tiene mucha experiencia hablará con inteligencia. /Quien no ha tenido pruebas, poco sabe» (Sir 34,9-10).

La bondad de la prueba consiste en el hecho de que nos ha­ce auténticos, maduros, genuinos, «dignos de confianza». La au­tenticidad está hoy en boca de todos. Pero con demasiada fre-

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

cuencia es una autenticidad - o verdad de la persona- proclama­da, no «probada».

No es cuestión de hacer profesiones solemnes de fidelidad. Sólo cuando resiste a las sacudidas y a las instigaciones de las fuerzas contrarias y rivales, es decir, cuando se convierte en perse­verancia y en coherencia, la fidelidad está garantizada y es segu­ra. Es segura porque ha sido probada.

Pablo, al despedirse de los ancianos de Efeso, en Mileto, re­cuerda: «He servido al Señor con toda humildad, entre lágrimas y pruebas» (Hch 20,19).

Y Pedro, con acentos que recuerdan los de Santiago, explica: «Rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiem­po seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad proba­da de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en motivo de alabanza» (1 Pe 1,6-7).

Y afirma también: «Queridos, no os extrañéis del fuego que ha prendido en medio de vosotros para probaros, como si os sucediera algo extraño, sino alegraos en la medida en que participáis en los sufri­mientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la re­velación de su gloria» (1 Pe 4,12-13). Como se ve, vuelve una vez más, significativamente -en la misma línea del exordio de la Carta de Santiago—, la invitación a «alegrarse».

Cristo asegura: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, preparo para vosotros un reino... pa­ra que podáis comer y beber a mi mesa» (Le 22,28-30).

En la situación actual, nuestra mentalidad nos lleva a enga­ñarnos pensando que estar de parte de Dios significa ponernos a cubierto de todas las realidades más desagradables. Y con fre­cuencia, más que buscar refugio «en la mano de Dios», fijamos los ojos en otros abrigos humanos (privilegios, seguridades, alianzas con los poderes que pueden facilitarnos el camino, leyes favora­bles impuestas tal vez también a quien no comparte nuestra fe...).

Pedro nos recuerda que no hay nada de extraño en el hecho de que topemos con oposiciones, rechazos, persecuciones. Nosotros, en cambio, en cuanto se entrevé una dificultad, sufrimos una ofensa, percibimos una amenaza a nuestros derechos, nos falta el respaldo de una ley o se nos niega la financiación de una obra,

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PRIMER TEMA: LA FE

chillamos como pollos desplumados. O bien hacemos un llama­miento a la conspiración, a la conjura. Calma. No está sucedien­do nada que sea irreparable. Simplemente, está ocurriendo algo «normal», incluso necesario.

Los apoyos humanos no favorecen la fe. Por el contrario, ter­minan por debilitarla. El organismo queda privado de los anti­cuerpos necesarios para el mantenimiento de su salud, y que son producidos únicamente en la «prueba».

Pienso que la invocación contenida en el «Padre nuestro» («no nos dejes caer en la tentación»), cualquiera que sea el modo en que queramos traducirla o endulzarla, significa, sustancial-mente, «no permitas que nos falte tu ayuda en medio de la prue­ba», y no «no permitas que nos falte el patrocinador - o el políti­co influyente— que asegure el éxito a nuestras empresas».

Y estoy convencido de que la peor desgracia para una gran parte del cristianismo actual la constituyen las condiciones de­masiado favorables de que gozamos y que reivindicamos a voz en grito. Nuestro cristianismo -como la fe- queda debilitado preci­samente cuando busca otros apoyos que no son la confianza en Dios. Debilitado, paradójicamente, por la ausencia de pruebas.

Entre tentación-prueba y tentación-insidia

Para reanudar el discurso inicial, se pueden identificar dos formas bastante diversas de tentación:

- la tentación-prueba, que tiene la finalidad de poner a prueba y robustecer la fe;

- la tentación-insidia, trampa, engaño, que pretende hacer que fracase el plan de Dios (y esto es lo que caracteriza la obra del demonio, como en el caso de la serpiente que seduce a Eva, según el relato de Gn 3,3-19).

La acción de Dios es, en el primer caso, para el bien, para la maduración del creyente, para garantizar su «fiabilidad». La ac­ción del Adversario, en cambio, resulta siempre perniciosa, por­que constituye una incitación al mal, una provocación para elegir un contraproyecto.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

No obstante, no hay que simplificar demasiado. Dios no tien­ta nunca directamente al hombre, en el sentido negativo del tér­mino (como recuerda St 1,13). Con todo, en algunos casos, ade­más de someter al creyente a la prueba tonificante, deja espacio a la tentación diabólica. Así pues, también la prueba puede asumir la forma de tentación pura y dura.

Conviene, a este respecto, no olvidar una frase significativa de Mateo: «Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tenta­do por el diablo» (Mt 4,1). Marcos va más allá: «El Espíritu lo em­pujó [o arrojó] al desierto...» (1,12).

Por tanto, nos guste o no, Jesús fue «introducido» por el Espíritu en la tentación...

Cristianismo es igual a lucha

La exhortación de Santiago -al igual que la sexta petición del «Padre nuestro»- nos permite recuperar el sentido de la lucha in­herente a la experiencia cristiana. En la vida, los objetivos más importantes se consiguen pagando un precio proporcionado en forma de sacrificios, fatiga, renuncias, aplicación asidua. También la fidelidad tiene un precio, a menudo bastante elevado.

En la adhesión al mensaje cristiano nada es obvio. Hoy hay gente dispuesta a luchar por conquistar un puesto, tener éxito en los estudios, en la vida, en el deporte, en el espectáculo. Sólo cuando se trata de práctica cristiana, muchos pretenden seguir el camino fácil. Somos fieles y obedecemos, siempre y cuando no tengamos que luchar e ir contracorriente.

Pretender que Dios nos dispense de las pruebas significa pre­tender llegar a la victoria sin tomarse la molestia de combatir, lle­gar el primero a la meta sin tener que afrontar el camino largo y difícil, celebrar el triunfo, dejando antes magnánimamente que sean otros quienes se fatiguen.

Control de las raíces

Si faltaran las tentaciones y las pruebas, no tendríamos nunca la posibilidad de controlar lo profundas que son nuestras raíces (Me

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PRIMER TEMA: LA FE

4,17), de comprobar si nuestra casa está construida sobre la roca de la «práctica» de la Palabra o sobre la arena de la simple escu­cha (Mt 7,24-27).

Si no existieran las tentaciones y las pruebas, seríamos como un puente, un edificio que nunca ha sido verificado. Sin tenta­ciones no hay maduración humana ni cristiana.

Dios «nos prueba» porque no se resigna a vernos inmaduros, frágiles. Y permite que también el Enemigo choque contra nues­tra construcción, para potenciar su resistencia.

El peligro más insidioso que nos amenaza es la ilusión. Cuando llega la prueba, son barridas despiadadamente las falsas seguridades, los entusiasmos superficiales, los fervores emotivos. La prueba desilusiona y desenmascara al creyente «iluso». Lo traslada al terreno áspero de la realidad concreta, del realismo (que es el privilegiado por Santiago). Le hace comprender que entre un propósito y su realización, entre la concepción de una idea y su puesta en práctica, entre las palabras y los hechos, no hay un arco de triunfo.

Para pasar a la otra orilla no hay más que un puente sutil, tambaleante, suspendido precariamente sobre el torrente vertigi­noso, y las ráfagas de viento gélido que lo golpean y lo sacuden provocan una danza que no es precisamente divertida...

La construcción está segura gracias a la debilidad

La tentación-prueba no sirve sólo para comprobar la fuerza, sino que alguna vez tiene la finalidad de manifestar la debilidad. Es el caso de Pedro durante la Pasión. Cedió a la tentación porque se­paró su propio camino del camino del Maestro. No obstante, la rendición evidente frente a la tentación tuvo un efecto positivo.-Pedro salió de ella triunfalmente derrotado en la presunción, en la seguridad ostentada.

En el caso de Pedro, la tentación tenía que poner de mani­fiesto no su fuerza, su robustez, sino su fragilidad, su debilidad, su límite. Así, Pedro, a través del desfallecimiento en el momen­to de la tentación, descubrió que tenía que fiarse, no de sí mismo, sino de Otro.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

A algunos héroes ilc la le, intrépidos e inoxidables, que de-leiivaiiian NIIN armaduras relucientes y con el sello de garantía ofi­cial cu las plu/as y en las páginas de los periódicos, habría que de-icailcs alguna derrota saludable, algún hundimiento, alguna de­bilidad, como la que tocó a Pedro, que se hizo «digno de con­fianza» en la debilidad reconocida, no en la fuerza exhibida. Y, por lo tanto, también capaz de comprender y compadecerse de las debilidades de los otros. Como le sucedió también a Pablo, que experimentaba el tormento de aquella espina clavada en su carne (2 Co 12,7-10): «¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase?» (2 Co 11,29). En otras pala­bras: si alguien se encuentra en dificultad, yo sufro con él, lo «com-padezco».

Si hay algo que se opone a la solidez y a la fidelidad que Cris­to exige de nosotros, es precisamente la falsa seguridad, la pre­sunción, la no aceptación del límite propio y del de los demás. Hay quienes, según la expresión de Pablo, «se recomiendan a sí mismos». Pero, mientras «se miden a sí mismos según su opinión y se comparan consigo mismos, carecen de inteligencia» (1 Co 10,12).

Las palabras, las fórmulas, mientras son gargarizadas y eruc­tadas (iba a decir vomitadas) fuera de la confrontación concreta con una realidad hostil, pueden parecer inexpugnables. También las palabras de Pedro, mientras estaba a cubierto en su refugio, eran hermosas, brillantes, impresionantes. Expresaban una fide­lidad inquebrantable (que había de ser «probada» por entero) y una superioridad sobre los demás (que había de ser demostrada por entero). Bastaron las palabras de una mujer arrogante para que Pedro tuviera que tragarse todas sus declaraciones solemnes.

Pedro llega a ser digno de confianza {«apacienta mis corderos»: Jn 21,15) cuando toca con las manos... y con las lágrimas (Mt 26,75) su propia debilidad, es decir, cuando ve cómo se derrum­ba su construcción fundada sobre su propia fuerza (presunta).

...y están las pruebas que nos imponen los amigos de Dios

Efectivamente, hay tentaciones que provienen del Enemigo de Dios. Pero están también las de los supuestos amigos. Yo me en-

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PRIMER TEMA: LA FE

cuentro indefenso -y conmigo muchos otros hermanos- sobre todo frente a estas últimas.

Mi fe, ya de por sí tambaleante, sufre las sacudidas más mor­tíferas cuando escucho a algunos maestros desenvueltos en el «de­cir» y extrañamente balbucientes en el «hacer»; cuando veo a al­gún comerciante que trafica a la sombra del templo; cuando me topo con un hombre de Iglesia que va del brazo de los poderosos más cuestionados y cuestionables para conseguir alguna ayuda mi­serable; cuando descubro a un sombrío funcionario que dispensa dureza al administrar el sacramento de la misericordia; cuando es­cucho a un maestro de moral que, basándose en una escuela anti­gua, carga pesos desproporcionados sobre las espaldas de algunos desgraciados, pesos que él sostiene únicamente con la punta del bolígrafo o del micrófono; cuando me encuentro con defensores de la fidelidad y de la obediencia -sobre todo a la autoridad ama­da, idolatrada-, mientras se encarnizan contra profetas portadores de incómodas exigencias evangélicas; cuando escucho a un predi­cador que da el do de pecho, y nunca el do de corazón...

Podría continuar con la lista de estas tentaciones que me in­fligen quienes se ponen inexorablemente de parte de Dios. Y mu­chos lectores estarían en condiciones de documentar sus propias experiencias negativas a este respecto.

Podemos considerar que estamos bastante seguros, no sólo cuando hemos rechazado victoriosamente, con la ayuda de Dios, los ataques de Satanás, sino también cuando hemos conservado -más aún, robustecido— la fe, aunque algún presunto (y presun­tuoso) amigo de Dios parezca divertirse manejando la piqueta demoledora...

Actualización

Si la prueba tiene la finalidad de aquilatar la resistencia de un te­jido, entonces yo creo que hoy una prueba decisiva puede ser la capacidad de resistir a los bombardeos de la propaganda, al mar­tilleo de la publicidad, a los reclamos del conformismo de las ma­sas, a las seducciones de los medios, de las modas, de la mentali­dad ambiente («todo el mundo lo hace así...»).

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«El hombre es manipulable, manejable, fácil de seducir, cae en cualquier trampa. No percibe cuándo se juega con él. Ni si­quiera comprende lo que quiere el otro» (F. Dürrenmatt).

Los manipuladores no están hoy en modo alguno ocultos. Actúan a la luz del día, de manera descarada. Y lo hacen porque los clientes aparecen totalmente desarmados (y desarmantes en su ingenuidad), desprevenidos, y sólo esperan adquirir las ilusio­nes pagando un alto precio. Alguien ha observado, con amarga ironía: «Hoy ya no se sabe a quién no creer».

¿Dios tentador?

«Ninguno, cuando sea tentado, diga: "Soy tentado por Dios"; porque Dios no puede ser tentado por el mal y no tienta a nadie al mal» (1,13).

Aquí Santiago no se refiere ya a las pruebas, ligadas a las dife­rentes circunstancias de la vida, que representan una verificación preciosa de todo lo que es indispensable para la fe, sino que ha­bla expresamente de las tentaciones que constituyen una incita­ción al mal.

El discurso que desarrolla es muy sencillo: estas tentaciones no vienen de Dios -y tampoco de un factor exterior-, sino del in­terior del hombre.

Dala impresión de que Santiago denuncia lo que es la acti­tud más común del hombre cuando cede al mal: no asumir las propias responsabilidades, sino descargarlas en los otros, buscan­do excusas, inventando coartadas, aduciendo justificaciones fáci­les, que alguna vez pueden llegar incluso a implicar -directa o in­directamente- al mismo Dios.

Es la actitud puesta de relieve también por el Sirácida (Jesús ben Sirá) en un fragmento que introduce también la reflexión si­guiente de Santiago:

«No digas: "Me he rebelado por culpa del Señor", porque lo que él detesta, no debes hacerlo.

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PRIMER TEMA: LA FE

No digas: "El me ha extraviado", porque él no tiene necesidad del pecador. El Señor detesta toda maldad, y los que le temen también la aborrecen. Al principio el Señor creó al hombre y lo dejó a su propio albedrío. Si quieres, guardarás sus mandamientos y permanecerás fiel a su voluntad. El te ha puesto delante fuego y agua, extiende tu mano a lo que quieras. Ante los hombres está la vida y la muerte, a cada uno se le dará lo que prefiera. [...] A nadie obligó a ser impío, a nadie dio permiso para pecar»

(Sir 15,11-20).

Todo nace dentro del hombre

Una vez que ha quitado de en medio a Dios, el cual no tiene na­da que ver con el mal, Santiago descubre la fuente de la tentación en el interior del hombre:

«Más bien, cada uno es tentado por su propia concupiscen­cia, que lo atrae y lo seduce; después la concupiscencia con­cibe y da a luz al pecado; y el pecado, una vez consumado, produce la muerte» (1,14-15).

El término «concupiscencia» podría ser traducido también por «codicia». Se trata de las pasiones inmoderadas, del deseo desenfrenado.

Santiago usa dos verbos particulares, «atraer» y «seducir», los cuales dejan entrever con bastante claridad la figura de la prosti- -tuta en el acto de seducir a los viandantes. Con ello quiere subra­yar el peligro representado por la fascinación engañosa, mentiro­sa, del mal en todas sus formas más seductoras. Sólo que la se­ducción tiene lugar dentro del hombre, allí donde hierve su codi­cia incontrolada.

Una escena de rara eficacia que podría ser utilizada para sos­tener el discurso de Santiago es la esbozada por el libro de los

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Proverbios (7,5-27) y cuyo protagonista es la estupidez personi­ficada en una mujer «audaz e insolente» que consigue hechizar a un joven «inexperto» e «insensato».

Santiago presenta una secuencia bastante interesante: deseo, concepción y parto. Sólo que aquí tenemos una especie de acto generativo al revés: en efecto, el fruto del pecado no es la vida, si­no la muerte. El pecado engendra la muerte.

Es indudable que el autor de la Carta se refiere a lo que su­cedió en el jardín del Edén, donde la serpiente desempeña el pa­pel de tentador-seductor que actúa con el engaño (Gn 3). El fru­to es atrayente para la vista, bueno para comer, «deseable» (el mal nunca aparece como mal...). También somos testigos de intentos necios de descargar la propia responsabilidad sobre los otros: el hombre se justifica diciendo que la culpa es de la mujer, la cual, a su vez, acusa a la serpiente de haberla engañado. Todos eluden sus propias responsabilidades3.

ha fuente contaminada

A propósito de la fuente de la que brotan las tentaciones, se pue­de relacionar el pasaje de Santiago con un fragmento del Evan­gelio de Marcos: «Porque de dentro, del corazón de los hombres, sa­len las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, impudicia, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre» (Me 7,21-22).

Jesús no se contenta con observar y denunciar los comporta­mientos exteriores. Su mirada penetra hasta las raíces subterrá­neas. Descubre el mal en su refugio secreto: el corazón del hom­bre. No percibe simplemente los síntomas que denuncian la pre­sencia de la enfermedad, sino que -digámoslo con un término mé­dico- establece su etiología, es decir, especifica las causas del mal.

3. Para un comentario apropiado de la escena, remito al volumen de Enzo BlANCHI, Adamo, ¿dove sei?, Edizioni Qiqajon, Bose, Magnano (BI) 1994, pp. 183ss.

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PRIMER TEMA: LA FE

En el catálogo de vicios, o productos malos, enumerados por el maestro, resulta difícil distinguir entre acciones y pensamien­tos. Se trata, indudablemente, de un elenco bastante impresio­nante, casi despiadado en su severidad, frente al cual estaríamos tentados de hablar de exageración. Pero tenemos que reconocer que Él sabe «lo que hay en el hombre» (Jn 2,25). Y, por lo tanto, es­tá en condiciones de hacer el inventario exacto de cierta mercan­cía, de desvelar aquello de que es capaz el corazón del hombre, de sacar a la luz sus infamias.

En este elenco desearía poner de manifiesto la insensatez o es­tupidez. El campo en que se manifiesta la estupidez es inmenso, y los modos infinitos. Mas en el Evangelio encontramos dos in­dicaciones interesantes. En efecto, son llamados «insensatos» los fariseos que se preocupan de purificar por fuera la copa y no se ocupan de limpiar el interior, que está «lleno de rapiña y maldad» (Le 11,39). En este caso, la insensatez o estupidez traiciona la preocupación del aparecer más que del ser, y es la incoherencia peculiar de quien se contenta con la exterioridad sin afrontar una realidad interior desastrosa. En el ámbito religioso, se manifiesta en la preocupación por las minucias y en el correspondiente des­cuido de las cosas importantes.

En otro pasaje del Evangelio de Lucas (12,29) es definido como «necio» el rico que proyecta la construcción de almacenes cada vez más grandes para acumular sus exuberantes cosechas. Necio, según esta perspectiva, es el hombre que funda su propia seguridad en el tener, se afana por poseer y acumular, en lugar de esforzarse en crecer, se identifica con las cosas sin transformarlas en sacramento de comunión con los hermanos.

Por último, yo pondría de relieve la impudicia, que es men­cionada con un término -aselgeia- que indica un comportamien­to público ostentoso, descarado, exhibido de manera provocativa. Así pues, más que simple impudicia, es desvergüenza, indecencia. Como podemos ver, se trata de un discurso de rabiosa actualidad.

¿Existe todavía el pecado?

Queda la cuestión más inquietante en relación con el hecho de que Santiago habla de tentación y de pecado, términos que, al pa-

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recer, hoy están completamente desfasados. En nuestro tiempo, con la pérdida del sentido del pecado, el mal ni siquiera es consi­derado como tal y, en cualquier caso, no se percibe su gravedad. Como consecuencia, la tentación se convierte en algo anacrónico y, más que como «insidia», es vista y aceptada como algo natural, inevitable, a lo cual sería absurdo oponerse, e incluso especificar sus causas. Si el pecado ya no es pecado, la tentación ya no es per­cibida como peligro.

En el mejor de los casos, se habla de los propios límites, de las propias debilidades, que forman parte de la naturaleza humana.

Para muchos, también en el ámbito cristiano, el pecado es un concepto superado y hasta abolido. Su «despenalización» entra dentro del grupo de los que algunos denominan «derechos civiles conquistados»: el derecho a sentirse limpio, honesto, no culpable, aunque se realicen acciones infames y toda clase de canalladas.

Y si alguien tuviera todavía alguna duda, los paladines del «justificacionismo sociológico» se encargan de conceder amplias absoluciones: no te atormentes, la culpa no es tuya, sino de la so­ciedad, del ambiente, de la estructura, del sistema... O de los cro­mosomas, es decir, de tus antepasados. Además, precisamente adoptando esta actitud y esta mentalidad, no caemos en la cuen­ta de que el hombre se convierte en una especie de títere mane­jado por otros o por otro. Dígase lo que se quiera, el sentido del pecado, en el fondo, es reconocimiento de la dignidad del hom­bre, de su libertad, de su autonomía con respecto a todos los con­dicionamientos y limitaciones.

Y si alguien conserva todavía la costumbre de reconocerse pe­cador y percibe la necesidad de ser perdonado, no es seguro que encuentre fácilmente un confesionario «abierto» (en el sentido li­teral del término) y un ministro de la misericordia con tiempo disponible para escuchar ciertas miserias y ciertas «bagatelas» (como dice él).

¿«Quéhay de malo»... en hacer el mal1?

El mal existe, está a la vista de todos. Lo condenamos genérica­mente, nos escandalizamos frente a sus manifestaciones más vis-

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PRIMER TEMA: LA FE

tosas y brutales, lo detestamos cuando aparece el tumor que sus­cita mayor repugnancia, lo deploramos cuando explota en el te­rreno del vecino o del «enemigo».

Pero cuando lo encontramos dentro, cuando nos incita a ha­cer una elección egoísta, a realizar una acción no precisamente limpia, a enrolarnos para una operación que ciertamente no es correcta, a participar en una empresa discutible, nos tranquiliza­mos con la pregunta: «¿Qué tiene de malo?», o bien, más categó­ricamente, pensamos: «No tiene nada de malo».

Y no nos damos cuenta de que, a fuerza de «¿qué hay de ma­lo?», o a fuerza de pensamientos, gestos, palabras, comporta­mientos caracterizados por el «no tiene nada de malo» (pequeñas vilezas, minúsculas capitulaciones de la conciencia, generosas concesiones al egoísmo, toda clase de mentiras, hipocresías astu­tas), contribuimos a acrecentar el peso y la fuerza del gran mal que, no obstante, reconocemos presente en el mundo.

No sospechamos que el mal que nos amenaza a todos está constituido y alimentado por muchos pequeños «males», por mu­chos vicios aparentemente irrelevantes, fabricados por nosotros mismos y que nos obstinamos en considerar inocuos.

«¿Qué hago de malo?». Y seguimos siendo productores de mal a fuerza de «no hago nada malo».

¿ Que' es exactamente el pecado?

El término «pecado», como ya hemos apuntado hace un momen­to, aparece hoy ampliamente desfasado. Pero también entre quie­nes tienen todavía el coraje de emplearlo para hacer que se reco­nozca, hay bastante confusión. Demasiados cristianos hablan de pecado casi exclusivamente en términos de cantidad, género, gra­vedad, frecuencia (y algunos confesores los alientan en este sen­tido). Son muy hábiles en el arte de clasificarlo, de especificar sus manifestaciones y síntomas. Pero son incapaces de hacer un diag­nóstico serio, de precisar las causas, de especificarlas, como hace, en cambio, Santiago.

Se muestran incapaces de ver el pecado en su raíz, es decir, en la dimensión de elección, orientación, opción fundamental de la

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propia vida. Olvidan que hay pecados que se pueden cometer por debilidad, ceguera momentánea; y está, en cambio, el pecado que denuncia una vida desorientada con respecto al Evangelio, la ad­hesión a una mentalidad contraria al mensaje de Cristo.

A este respecto tiene Santiago una expresión bastante signi­ficativa, en el v. 16, que introduce otro tema: «No os extraviéis, her­manos míos queridos...» (1,16). Se trata de una precisión muy im­portante: pecar es equivocarse de camino... y obstinarse en reco­rrer ese camino incluso después de haber caído en la cuenta de que está equivocado. Este es el verdadero pecado. Pero puede ha­ber pecados ocasionales, incidentes casi inevitables, que represen­tan simples y episódicas desviaciones y extravíos, que no prejuz­gan la orientación, la opción de fondo, la dirección del camino, que sigue siendo la justa.

En el lenguaje bíblico se propone (por ejemplo, en el Salmo 51, el «Miserere») otra imagen del pecado: la flecha que no da en el blanco, de modo que pecar significa errar el blanco de la pro­pia vida, fallar.

Hay, además, personas que valoran el pecado y la gravedad li­gada a él casi exclusivamente con respecto a un código, a una ley, a un reglamento que es preciso respetar (o sufrir); en suma, a al­go exterior (que es precisamente la perspectiva contraria a la in­dicada por Santiago).

Advierte G. Thibon: «El pecado más grave -tal vez el peca­do sin remisión— no consiste en violar tal o cual precepto univer­sal, sino en rechazar una vocación personal y electiva, en no hacer aquello a lo que somos llamados. Es más grave descuidar una llama­da que violar una regla».

Se dice, un tanto superficialmente, «ofensa» a Dios, y lo que subyace es la imagen falseada y deformada de un Dios legislador, amo, policía y, además, juez inflexible. No emerge la realidad fun­damental de un rechazo del Amor, de una amistad traicionada, de una Alianza infringida, de una pretensión de hacer el propio ca­mino sin dejarse iluminar por su Palabra.

Así pues, no basta con reconocerse pecadores (lo cual es ya una cosa rara en nuestros días), sino que también es preciso saber lo que decimos cuando nos presentamos como pecadores.

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PRIMER TEMA: LA FE

Ernesto Balducci, en referencia al pecado de los orígenes, aun permaneciendo en un plano teológico, añade también una intere­sante perspectiva ecológica: «El pecado es actuar como omnipo­tentes -talando un árbol (o incluso un bosque), contaminando un río, disparando proyectiles-, dominar las cosas con la garra de la posesión. Éste es el mal del mundo, el pecado original que en­contramos en nosotros. Habitamos dentro de él».

Y concluye: «Nuestra libertad es una libertad de consentir en el designio de Dios y una libertad de de responsabilidad. Somos responsables de lo que sucede en el mundo, también de lo que no ha nacido de nosotros pero que de algún modo vive de nuestras opciones, de nuestras ratificaciones cotidianas».

La prueba de la paciencia

«Sed, pues, pacientes, hermanos, hasta la venida del Señor. Mirad al labrador: él espera pacientemente el fruto precioso de la tierra hasta recibir las lluvias de otoño y las lluvias de primavera. Sed pacientes también vosotros; fortaleced vues­tros corazones, porque la venida del Señor está cerca.

No os quejéis, hermanos, unos de otros para no ser juz­gados; mirad que el juez está a las puertas. Tomad, herma­nos, como modelo de sufrimiento y de paciencia a los pro­fetas, que hablan en nombre del Señor. Mirad cómo procla­mamos felices a quienes sufrieron con paciencia. Habéis oí­do hablar de la paciencia de Job y conocéis la suerte final que le reservó el Señor, porque el Señor es rico en misericordia y compasión» (5,7-11).

Examinemos, en primer lugar, la estructura del pasaje. Tiene un trasfondo escatológico (la venida -parusía— del Señor), que determina la espera por parte del creyente: «...hasta la venida del Señor» (v. 7), «...porque la venida del Señor está cerca» (v. 8), «...mi­rad que el juez está a las puertas» (v. 9).

La exhortación a la paciencia está caracterizada por la repeti­ción (cuatro veces) del término «hermanos», a los cuales se diri­gen diversas órdenes apoyadas en oportunos ejemplos (el labra­dor, los profetas, Job).

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Hay que subrayar también la terminología empleada: Santiago usa habitualmente un verbo clásico de la Biblia, ma-krothymein, del que deriva el vocablo makrothymia, compuesto por el adjetivo makros, grande, y el sustantivo thymos, ánimo, y que significa, por tanto, «gran ánimo», por lo que la traducción más exacta sería «ánimo grande», magnanimidad. Tener pacien­cia, en suma, significa tener un ánimo grande, dilatado más allá de toda medida.

Propiamente, el verbo indicaría la acción de dominar la cóle­ra (Dios es paciente; más aún, es el paciente por excelencia4, por­que es «lento a la ira»: Ex 34,65). Tal vez se pueda leer la exhorta­ción de Santiago a no lamentarse los unos de los otros (v. 9) en esta perspectiva particular. Es casi como si nos amonestara: no os dejéis llevar de la irritación momentánea frente a los defectos y las faltas de los hermanos: aprended a tener paciencia, es decir, a ser magnánimos como Dios; puede ser que, con el tiempo, se pro­duzca algo bueno.

Se podría decir, por consiguiente: magnanimidad, longanimi­dad. Perseverancia, constancia, resistencia. La idea concreta sub­yacente es la de tener una respiración amplia y prolongada. Es paciente quien dilata la respiración. El paciente es el hombre de la espera, no sólo porque es capaz de autocontrolarse (domina la ira), sino porque confía en Alguien y, sobre todo, porque tiene una visión que va «más allá» de la situación presente y de las di­ferentes coyunturas.

Es significativa una expresión del libro de los Proverbios6: «El paciente vale más que un héroe, /quien se domina a sí mismo vale más que quien conquista una ciudad» (Pr 16,32).

4. También en la tradición musulmana el último de los 99 «hermosísimos nombres de Dios» es «el Pacientísimo».

5. Sobre la paciencia de Dios en el Antiguo Testamento, además de Ex 32,6, cf. también Num 14,18; Joel 2,13-14; Jon 4,2; Sal 78,38-39; 86,15; 103,8; 145,8; Ne 9,17; Na 1,3; Is 48,9-11; 57,11; Jr 3,12; 15,15; Os 11,7-9; Sir 5,4-9; 18,8-13; Sab 12,18-19; 15,1.

En el Nuevo Testamento, además de las parábolas que ilustran la paciencia de Dios (Mt 18,23-35; Le 13,6-8; Mt 13,24-30; 21,28-32; Le 8,4ss; 15; 18,lss), véanse en particular, entre otros textos, Rm 2,4; 1 Tm 1,16; 1 Pe 3,20; 2 Pe 3,8-9; 3,15.

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PRIMER TEMA: LA FE

Santiago, además de sugerir la idea de la respiración dilatada, habla también del corazón que no debe admitir cesiones: «forta­leced vuestros corazones» (v. 8).

El autor de nuestra Carta, en el pasaje que estamos comen­tando, usa también el término hypomone, que indica perseveran­cia, es decir, la capacidad de no ceder, no plegarse, mantenerse fir­me, resistir, no desviarse... Se trata de la actitud confiada de quien soporta una prueba -en el caso específico de nuestra Carta- sin vacilar. Subyace la idea de resistencia tenaz cuando arrecian los golpes. Pero no se trata de una resistencia momentánea. Implica, por el contrario, la duración.

A pesar de los golpes

Simone Weil afirma que el término «paciencia» indica no sólo un estado de espera, sino que se aplica a la persona que espera sin desplazarse, sin desviarse, a pesar de los golpes que le dan para moverla de su sitio.

En el Nuevo Testamento, el verbo hypomeno aparece en el di­cho: «Quien persevere hasta el fin se salvará» (Mt 13,13). Y tam­bién: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Le 21,9). Y por último: «La simiente caída en tierra buena son quienes, después de escuchar la palabra con corazón bueno y perfecto, la custo­dian y producen fruto con su perseverancia» (Le 8,15).

Dos componentes: - extensión del tiempo de la espera; - gravedad de la prueba. La meta, como observa Santiago, está constituida esencial­

mente por el retorno de Cristo. Hay que notar que el término «paciencia» aparece 31 veces en

el Nuevo Testamento, 16 de ellas en san Pablo.

6. Encontramos el elogio de la paciencia sobre todo en la literatura sapien­cial: Pr 14,29; 15,18; 17,27; 19,11; 25,15; Sir 2,4-5. En el Nuevo Testamento es especialmente Pablo quien exhorta con insistencia a la paciencia-magnanimidad: 1 Tes 5,14; 1 Co 13,4; 2 Co 6,6; Col 1,11; 3,12; Ga 5,22; Ef 4,2; 2 Tm 3,10-11; 4,1-5.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

Puntualizaciones

Lo que Santiago quiere inculcar es un concepto muy sencillo: se trata de soportar contrariedades y retrasos, no escandalizarse fren­te a lo imprevisto. No obstante, hay que precisar algunas cosas.

La paciencia es una virtud activa y no tiene nada que ver con la resignación, la renuncia, la inercia, la indiferencia, la actitud propensa a la renuncia, la abdicación, el arrinconamiento de los proyectos más legítimos y de los sueños más audaces («Pacien­cia...: así es la vida», se dice; y se extienden y se cruzan los bra­zos). La paciencia, por el contrario, nos pone en pie. Ciertamen­te, la expresión «Fortaleced vuestros corazones» no encaja en una perspectiva de pasividad.

La paciencia excluye las prisas, no la pasión. Me atrevería a decir que se puede conciliar incluso con... la impaciencia (basta con pensar en Pablo).

La paciencia presupone, no el vacío, sino la posibilidad de custodiar los ideales que más nos importan.

El labrador espera la cosecha después de haber escardado, sembrado. Espera las lluvias del cielo después de haber dejado caer sobre el terreno, gota a gota, el propio sudor.

En la perspectiva específica de Santiago podemos observar:

- La paciencia-amor («No os quejéis unos de otros»). - La paciencia-espera. Y para ejercitar esta paciencia se nos

proporcionan, en el contexto de nuestra vida cotidiana, oca­siones de todo tipo: un atasco de tráfico; una sala de espera del médico atestada; una larga fila delante de una ventanilla; una carta que no llega; unos transportes públicos que no fun­cionan; la repetitividad del trabajo; unos resultados que no corresponden a nuestras fatigas, a nuestros sacrificios y a nuestros plazos...

- La paciencia-fuerza. Sí, porque la paciencia es una fuerza, no una debilidad. La paciencia, en efecto, asegura solidez a toda la construcción. La paciencia es más fuerte que las oposicio­nes, las resistencias, las contrariedades, los golpes imprevis­tos, las dificultades de todo tipo. Sólo la paciencia consolida el amor.

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PRIMER TEMA: LA FE

Conexiones necesarias

Si nos atenemos a la pedagogía específica de Pablo, podemos es­tablecer dos conexiones necesarias de la paciencia (además de la vinculación, fundamental, con la fe, de la cual hemos partido):

a) Con la esperanza. «Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sa­biendo que la tribulación produce la paciencia [hypomone]; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza» (Rm 5,3-4). Puede parecer que la paciencia es hija de la esperan­za. Pero Pablo afirma que la paciencia es madre, o incluso abuela, de la esperanza. En cualquier caso, existe un estrecho parentesco entre paciencia y esperanza, al igual que existe un parentesco estrechísimo entre espera y esperanza (ambas son designadas en hebreo con el mismo término).

b) Con la caridad. «La caridad es paciente...» (1 Co 13,4). Es sig­nificativo el hecho de que Pablo, en el famoso himno a la ca­ridad {ágape), sitúe la paciencia como primera característica del amor. La paciencia es, en el fondo, la benevolencia del amor. «El amor lo excusa todo, lo espera todo, lo soporta [hypo-menei] todo» (1 Co 13,7).

Se trata de una indicación extraordinariamente preciosa. Puede haber, en efecto, una caridad que actúa a rachas, en olea­das imprevistas, toda una serie de fulguraciones, con preocupan­tes capitulaciones y cansancios igualmente repentinos.

En algunos cristianos de buena voluntad se observa a menu­do un entusiasmo epidérmico, bastante inconstancia, incluso bús­queda del sensacionalismo, en la práctica de la caridad y del com­promiso social. Exaltaciones un tanto sospechosas, seguidas de inevitables desencantos. Gestos quizá espectaculares «de vez en cuando», y después falta de iniciativa cuando se trata de asegurar un servicio continuado. Parece que muchos quieren coleccionar emociones, más que abrazar un compromiso caracterizado por la regularidad y la continuidad.

Modelos a los que referirse

Veamos los ejemplos sugeridos por Santiago. El primero es el del labrador. Me parece que la visión esbozada es un tanto idealista.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

Con un poco de malicia, me permito dudar que Santiago hubie­ra propuesto semejante modelo si hubiera visto la actitud (y es­cuchado las palabras...) de algunos labradores de mis colinas en las situaciones desesperadas en que, en vez de la llegada de la llu­via, se produce una granizada devastadora que se abate sobre los viñedos, echando a perder toda la cosecha. Pero no importa. Es probable que Santiago se refiera a modestos y piadosos, además de pacientes, labradores de Galacia, de los que, por lo demás, sa­bemos bien poco.

En relación con aquel ambiente y con los dos periodos de llu­vias, F. Mussner observa: «La primera lluvia es la que cae entre mediados de octubre y mediados de noviembre, o bien (y esto es más probable) la lluvia invernal de diciembre-enero. Entonces empieza la siembra (hasta finales de febrero). Para la maduración de la semilla es indispensable la última lluvia, de marzo a abril. Sólo entonces puede el labrador cosechar. Antes tiene que espe­rar pacientemente, aunque sepa que el tiempo de la cosecha ven­drá con seguridad y en un futuro no muy lejano»7.

Tal vez en Santiago se pueda captar también una invitación dirigida a los predicadores y educadores cristianos a «tener pa­ciencia» como el labrador, esperando el «fruto precioso» y respe­tando las germinaciones subterráneas, las lentas maduraciones (que nunca son programables por nosotros ni pueden ser fijadas por nuestros calendarios, con plazos fijos), sin recurrir a técnicas «forzosas» que, a pesar de los resultados visibles a corto plazo, al final resultan decepcionantes e incluso desastrosas.

En tal caso, el ejemplo del labrador se empareja con el de los profetas, y se referiría sobre todo a los hombres de la Palabra, en­cargados de echar la semilla y dejarla germinar8, sin pretender ver resultados inmediatos, controlarlos, ni tampoco cuantificarlos. El

7. F. MUSSNER, La lettera di Giacomo, Paideia, Brescia 1970, pp. 290-291. 8. Algunos estudiosos plantean la hipótesis según la cual Santiago se habría

visto movido a usar el ejemplo del labrador motivado por la parábola de Jesús a propósito de la semilla que crece por sí sola (Me 4,26-29), aun cuando después reelabora los elementos de la parábola de un modo to­talmente diverso y autónomo.

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PRIMER TEMA: LA FE

predicador-sembrador debería sentirse gratificado también cuan­do se encuentra con las manos vacías. Debería tener la alegría de haber sembrado, no la de recoger.

Algunos ponen de relieve que la mención del labrador por parte de Santiago se opone a la actitud denunciada por él a pro­pósito de los ricos y de los hombres de negocios, los cuales os­tentan una atrevida seguridad en sus proyectos, porque se enga­ñan pensando que disponen a voluntad, y según sus propios inte­reses inmediatos, del futuro que, por el contrario, está en manos de Dios. Pretenden, estúpidamente, «capitalizar» el tiempo.

El segundo modelo es el representado por los profetas, los cuales, en el cumplimiento de la propia misión, soportaron con paciencia toda clase de oposiciones, sufrimientos, contrastes, per­secuciones, y toparon con el rechazo y... la sordera más obstina­da. A propósito de estas figuras ejemplares, Santiago emplea otro vocablo sinónimo de paciencia: kakopatía, que designa propia­mente la acción de soportar el mal.

Santiago sugiere, al parecer, que la condición del profeta, co­mo la del cristiano, es necesariamente conflictiva con respecto al mundo circundante.

Es decididamente sorprendente, en cambio, la presentación de Job como modelo de paciencia9. Como es bien sabido, el libro de Job consta de dos partes bien distintas entre sí: el relato en prosa (probablemente una antigua leyenda) y un núcleo central en forma poética, constituido por diálogos concisos y de tonos más bien agitados e incluso ásperos. Ahora bien, en esta parte principal, Job no tiene nada de paciente: se lamenta, protesta, da puñetazos, se rebela, pide explicaciones por las desventuras que se han abatido sobre su casa y sobre su cabeza.

Con toda probabilidad, Santiago se refiere a la parte más an­tigua del libro, es decir, al drama en prosa, en el cual Job acepta todas las desgracias de la mano de Dios, que primero da, luego quita y, más tarde, vuelve a dar con extraordinaria abundancia.

9. Para un análisis preciso de esta compleja cuestión se puede leer el volu­men de G. MARCONI - C. TERMINI, I volti di Giobbe, EDB, Bologna 2003, pp. 69ss.

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O bien, también en la parte que podemos llamar «de protes­ta» (que es la más interesante), Santiago quiere poner de relieve el hecho de que Job, aun protestando y lamentándose, aun cues­tionando decididamente las razones y las imágenes de Dios que le proponen los amigos, portadores de una teología tradicionalis-ta de la remuneración, no interrumpe la propia relación con Dios: Lo interpela, Le pide explicaciones por todas sus desventuras, Le obliga a salir de su silencio intolerable. Así pues, en el fondo se mantiene firme, estable en su relación con Dios. Y su vida se con­vierte en un ejemplo típico de perseverancia en las situaciones más absurdas.

Hoy son muchos los intérpretes que sostienen que Santiago no se refiere al libro canónico de Job, sino que tiene presente un texto conocido como Testamento de Job, donde el personaje bíbli­co es presentado como modelo de paciencia y perseverancia.

El becerro de oro: una fe que no acepta los retrasos

«Al ver el pueblo que Moisés tardaba en bajar del monte, se reunió en torno aAaróny le dijo: "Haznos un Dios que camine delante de noso­tros..."» (Ex 32,1). He aquí un ejemplo clamoroso de fe (o, mejor dicho, de falta de fe) que no sabe esperar, que no soporta la prue­ba decisiva de la paciencia.

Una interpretación cautivadora de este episodio es la pro­puesta por M.-A. Ouaknin: «La idolatría empieza con un gesto de impaciencia. La impaciencia es idolatría. Quiere "saber", afe­rrar, tener bajo control ininterrumpidamente la figura del propio Dios. Querer las cosas "inmediatamente" lleva a endurecerse: ¡Dios petrificado, Dios muerto, becerro de oro!

»La impaciencia significa no dar tiempo al tiempo; me niego a dar al otro el espacio que necesita para vivir, para ser. Voluntad de suprimir o imposibilidad de soportar el vacío, imposibilidad de dejar sitio al otro, al nuevo.

»La impaciencia no da al tiempo la posibilidad de desplegar­se. Por eso la experiencia del don de la Ley es la de la paciencia, que implica el retirarse, el dominio de las pulsiones, la distancia y la diferencia. De este modo, la mano va hacia el mundo, Dios, los

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PRIMER TEMA: LA FE

otros..., sin cerrarse nunca para apresar, sin abandonarse a la vio­lencia del puño cerrado. Los dedos de la mano permanecen abiertos. "No olvidéis que el puño era antes una mano abierta y unos dedos" (Yehudah Amihai)...

»Los hijos de Israel no tuvieron paciencia, que es como un "agujero" en el tiempo...»10.

Israel pretende un Dios fácil, que allane el camino, que esté siempre a disposición (no es Moisés, sino YHWH, quien «tarda»). Un Dios al que poder ver, tocar, manipular, usar a voluntad, ex­hibir en los desfiles... Un Dios talismán, seguro de garantía con­tra los riesgos del viaje.

Dios es «difícil», y la percepción de su palabra implica plazos largos. Y he aquí la tentación siempre actual de una religiosidad fácil, de consumo inmediato, de un devocionalismo que satisfaga nuestra emotividad. En lugar del pan (a veces duro) de la palabra, se recurre a los sucedáneos fáciles de utilizar, más adaptados a nuestros gustos.

La fe que no acepta la prueba de la paciencia, de los plazos largos, de las esperas interminables, de las vigilias prolongadas y fatigosas en la adoración, de los retrasos (también de los retrasos de la Iglesia a la hora de pedir perdón por las culpas, de distan­ciarse o de condenar a dictadores sanguinarios, de denunciar las injusticias, de promover los derechos humanos), del silencio de Dios, se convierte en superstición.

La paciencia ¿es todavía una virtud1?

Una primera corrección necesaria: la paciencia no atenúa el celo, sino que está muy de acuerdo con él. Sólo está en desacuerdo con el fanatismo. Pero el fanatismo representa la caricatura del celo-.

10. M.-A. OUAKNIN, Le Dieci Parole. IIDecálogo riletto e commentato dai ma-estri ebrei antichi e moderni, Paoline, Milano 2001, pp. 46-47. Para un tratamiento más exhaustivo del episodio del becerro de oro o, mejor di­cho, del toro que come heno, c£, entre otros, Alessandro PRONZATO, Ritorno ai Dieci Comandamenti, vol. 1, Gribaudi, Milano 2002, pp. 126ss.

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El celo es cálido, mientras que el fanatismo es gélido. El mero he­cho de pensar en el fanatismo produce escalofríos.

Digámonos la verdad. Muchos de nosotros, si tuviéramos que imaginarnos la paciencia, no dudaríamos en representarla con los rasgos de una bisabuela lastimosa, chupada, un poco asmática... y tal vez con barba. No hay nada más contrario a la verdad.

Aclarémoslo de una vez por todas: la paciencia no es la virtud de los viejos ni, por tanto, de los resignados. El papel específico de la paciencia es, por el contrario, el de impedir el proceso de en­vejecimiento (tal vez sería mejor hablar de vejez) debido al paso del tiempo.

Entendámonos: la paciencia no tiene nada contra los ancia­nos, que, por el contrario, le resultan simpatiquísimos desde los tiempos oscuros en que aún no habían sido bautizados y etique­tados como «la gente de la tercera edad».

No obstante, la paciencia no se resigna a la tarea de consolar a los viejos. Eso es demasiado poco para sus energías, que son prácticamente inagotables. La paciencia es, sobre todo, la virtud de los jóvenes o, al menos, de quienes desean firmemente seguir siendo jóvenes. La paciencia no se resigna a estar en la boca de los viejos: me refiero a aquellos individuos - y aquí no cuenta la edad anagráfica- que, habiendo dejado que sus sueños se desva­nezcan a lo largo del camino, habiendo renunciado a los ideales más audaces, habiendo arrinconado los proyectos más valerosos, habiendo disipado los propios recursos y potencialidades, se abandonan a los suspiros, a los lamentos, y apelan a la «santa pa­ciencia», que se convertiría así en la consoladora de los... viudos, de quienes han celebrado los funerales de la esperanza.

La paciencia sirve, por el contrario, para no dejar morir los sueños. Por eso son los jóvenes quienes tienen que cargarse de pa­ciencia, para salvaguardar los ideales más altos.

Sin la colaboración de la paciencia, se abandona la obra tras el primer fracaso. Después de una contrariedad, seguimos la­miéndonos las heridas, gimoteando de manera insoportable. Adoptamos una ridicula actitud de víctimas. Nos abatimos y de­sinflamos después del impacto con el obstáculo más pequeño, con la menor dificultad.

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PRIMER TEMA: LA FE

El desierto florece en la paciencia

Tener paciencia no significa «todo es inútil... no hay nada que ha­cer». No quiere decir: «tenía que terminar así...», sino: «lo mejor está aún por llegar».

El cristiano, hombre de una fe probada en la paciencia, es una persona que no se rinde, que no se da por vencida, ni siquiera en la derrota. Cuando todo parece perdido, no pierde la paciencia.

Contrariamente a lo que se afirma de manera banal, la pa­ciencia no tiene un límite, al igual que tampoco lo tiene la espe­ranza. Santiago, por otra parte, fija el límite de la paciencia... ¡hasta la venida del Señor!

El hombre de la paciencia acepta los retrasos, lo incompren­sible, las contradicciones, los rechazos. Pero no los considera co­mo «la última palabra», la definitiva, la sentencia inapelable. Los ve en la perspectiva de la provisionalidad.

Ante cada desmentido de la realidad, ante cada desilusión, ante cada contrariedad desagradable, ante cada vigilia intermina­ble, ante cada situación absurda, el creyente cargado de paciencia incrementa su capital de paciencia, no deja que se lo saqueen. Invierte todos los recursos y energías en paciencia interminable.

Cuando las cosas no van en la dirección ansiada, el paciente las encamina hacia la realización emprendiendo el camino más costoso y largo: el de la paciencia.

El desierto florece en la paciencia. Así pues, hay que poner la paciencia al comienzo de toda em­

presa, cuando todo está por hacer. Se empieza con la paciencia. Se prosigue con la paciencia. Y se lleva a término una obra en la paciencia.

La paciencia es la capacidad de volver a empezar siempre desde el principio. La persona paciente es la que nunca termina de empezar. Conviene que entendamos de una vez por todas que el coraje no está en empezar, sino en volver a empezar.

El entusiasmo inicial no basta. Hay que luchar contra el ma­yor peligro: el desaliento, contra el que la paciencia constituye el antídoto indispensable.

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La prueba de la enfermedad

«Si alguno de vosotros sufre, que ore; si está alegre, que can­te salmos. Si está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, después de ungirlo con óleo, en el nombre del Señor. Y la oración hecha con fe salvará al en­fermo: el Señor hará que se levante y, si hubiera cometido pecados, le serán perdonados. Confesaos, pues, mutuamen­te vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis curados» (5,13-16a).

Santiago presenta también una de las pruebas más comunes, ligada a nuestra condición humana, pero a la que el cristiano de­bería enfrentarse de un modo muy peculiar suyo. Nos referimos a la enfermedad. Examinando en su conjunto este fragmento de la Carta, se observa que la condición del enfermo se caracteriza por:

- sufrimiento, - debilidad, - tedio (abatimiento, postración, desconsuelo), - dependencia de los otros.

Lo que importa es que el enfermo no se sienta solo, abando­nado. Tiene que colocarse ante Dios (oración), pero también ad­vertir concretamente la presencia de la comunidad (consuelo, consolación).

Aquí la antropología de Santiago es la antropología bíblica, que establece un vínculo muy estrecho entre cuerpo y alma. El hombre es visto en su totalidad, de modo que el cuerpo no es só­lo la envoltura exterior, y es toda la persona la que está enferma. Hay una interdependencia entre las dos realidades: el órgano en­fermo condiciona el espíritu, y el espíritu puede influir en el cuer­po agredido por la enfermedad.

Este tipo de antropología (expresada sobre todo con los ver­bos empleados) lleva a Santiago a indicar límites muy fluctuan-tes, por lo que hay un paso continuo de un plano a otro (físico y espiritual), y se habla indiferentemente de curación y salvación, curación y perdón de los pecados. La salvación puede ser la sal-

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PRIMER TEMA: LA FE

vación eterna, pero puede ser también, concretamente, la salud recuperada. El verbo «levantarse», por ejemplo, puede significar volver a ponerse en pie, pero también resucitar a una vida nueva. Como si sugiriera un estado completo de armonía reencontrada.

De este modo, la enfermedad es vista como un cambio radi­cal, una ocasión propicia para imprimir a la propia existencia una dirección nueva, para plantearla sobre otros valores, después de haber experimentado la propia precariedad. En otras palabras: la enfermedad puede representar un factor importante de la madu­ración de la persona en general, y del cristiano en particular.

La enfermedad como hecho comunitario

«Si está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, después de ungirlo con óleo, en el nombre del Señor» (5,14).

En este versículo ha percibido la tradición cristiana, en forma embrionaria, el sacramento de la unción de los enfermos. Indu­dablemente, aquí se pueden rastrear los elementos esenciales de toda acción sacramental: palabra y gesto. Se indican también los ministros: los ancianos (presbíteros) que son «llamados»11 para que acudan junto al enfermo, oren «sobre él» (una expresión que re­cuerda el gesto de imponer las manos) y lo unjan «con óleo, en el nombre del Señor». Tengamos presente que el óleo, en la tradición bíblica, tiene un doble valor: terapéutico, pero también simbólico. El óleo era empleado para la consagración (unción) de los sumos sacerdotes y de los funcionarios del templo, y también para la del rey. Considero que no es abusivo, por tanto, en relación con el simbolismo de la consagración, pensar que la unción del enfermo indica que se atribuye un carácter sagrado a la persona enferma. -

En cualquier caso, todo es reconducido a la acción del Señor. Lo demás pertenece al mundo de los signos.

11. Hoy es de desear que respondan a la llamada y no tengan otras cosas «más importantes» o «urgentes» que hacer. En otro tiempo, los sacerdo­tes ponían en el centro de sus actividades pastorales la visita a los enfer­mos, para lo que ni siquiera tenían que ser llamados...

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Queda una nota fundamental: la enfermedad de una persona es considerada como un hecho comunitario, eclesial, es decir, al­go que afecta e implica a todos.

Huelga subrayar que el recurso a la oración no excluye el re­curso a los médicos. Es significativo, a este respecto, este frag­mento del Sirácida:

«Honra al médico por los servicios que presta, que también a él lo creó el Señor. Del Altísimo viene la curación, del rey se reciben las dádivas. La ciencia del médico le hace caminar con la cabeza alta, y es admirado por los poderosos. El Señor ha creado medicinas en la tierra, y el hombre prudente no las desprecia. [...] El es quien da a los hombres la ciencia, para que lo glorifiquen por sus maravillas. Con las medicinas el médico cura y elimina el sufrimiento, con ellas el farmacéutico prepara sus mezclas. [... Hijo, en tu enfermedad, no te desanimes, sino ruega al Señor, que él te curará. Purifícate, lávate las manos; y limpia tu corazón de todo pecado. Ofrece incienso y flor de harina y ofrendas generosas según tus posibilidades. Luego recurre al médico, pues el Señor también lo ha creado; que no se aparte de tu lado, pues lo necesitas, hay momentos en que la solución está en sus manos. También ellos rezan al Señor, para que les conceda poder aliviar el dolor, curar la enfermedad y salvar tu vida-».

Pero al final Jesús ben Sirá exclama con ironía:

«El que peca contra su Creador ¡que caiga en manos del médico!» (Sir 38,1-15).

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PRIMER TEMA: LA FE

La oración y sus características

En la parte final de la Carta, Santiago aprovecha la ocasión para presentar su pedagogía -muy sencilla y esencial, según su estilo-sobre la oración, que debe marcar el ritmo de todos los momen­tos de la vida, los tristes y los alegres:

«Si alguno de vosotros sufre, que ore; si está alegre, que can­te salmos» (5,13).

La oración, en la perspectiva de Santiago, presenta estas características:

- Debe brotar de la fe y es una experiencia de fe.

- Hay que hacerla con insistencia, lo cual implica una gran confianza en el Señor, por lo que se soportan los retrasos y la falta de respuesta con respecto a nuestros ritmos y nuestros deseos.

- No puede ser simplemente un hecho individual: hay que orar unos por otros; y cuando uno tiene la impresión de que no puede arreglárselas solo, siempre tiene la posibilidad de diri­girse a la comunidad.

- Presupone el humilde reconocimiento de nuestra condición de pecadores: «Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis curados» (5,16a). La oración —que en este caso específico pide la curación- parte del reconocimiento de la condición de pecadores (lo contra­rio de la oración del fariseo, que da gracias a Dios por no ser como los demás hombres: Le 18,9-14). Probablemente aquí se quiere insinuar también que, antes de dirigirse a Dios co­munitariamente, hay que perdonarse mutuamente las culpas, estar en paz unos con otros. La oración, en esta perspectiva eclesial, se convierte en una oración de intercesión recíproca.

Al final, se propone también como ejemplo bíblico de ora­ción intensa la del justo Elias (5,16b-18), que resulta particular­mente eficaz. En efecto, durante un largo periodo de tiempo (tres años y medio), el profeta orante llega a tener el control de un fe-

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ESTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

nómeno meteorológico fundamental para la tierra, como es la lluvia (1 Re 17,1; 18,2).

No es éste el único lugar de la Carta donde Santiago habla de la oración. En 1,5-6 tenemos una «oración de petición» para ob­tener el don de la sabiduría. Y aquí se ponen de relieve los ele­mentos de fe y de seguridad:

«...que la pida con fe, sin dudar, porque quien duda se pare­ce a una ola del mar zarandeada y agitada por el viento» (1,6).

En suma, no hay que dudar, sino creer firmemente en la eficacia de la oración.

Después está la «oración de bendición» («con la lengua bende­cimos al Señor»: 3,9).

Y aparece también, sorprendentemente, la «oración de pro­testa». En efecto, dirigiéndose a los ricos que cometen injusticias contra los obreros, les dice:

«Mirad, el salario de los obreros que segaron vuestros cam­pos y que no habéis pagado está gritando; y las protestas de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejér­citos» (5,4).

Y éste es un dato en el que se insiste demasiado poco. Para Santiago, el grito de quien es víctima de injusticias y abusos, ve pisoteados sus derechos y no tiene la posibilidad de defenderse, es una oración que llega a Dios (y, de un modo más preciso, al «Señor de ¡os ejércitos», una expresión típica de la Biblia para su­brayar la potencia de YHWH), aunque quien profiere ese grito no tenga conciencia de ello. Existe, pues, una protesta sindical, pero también una protesta orante o, mejor dicho, una protesta que, de por sí, es oración. Es superfluo subrayar que el grito puede ser también silencioso.

Viene a la memoria un célebre pasaje del Éxodo, donde Dios afirma: «...He oído su grito a causa de sus opresores... El grito de los israelitas ha llegado hasta mí...» (Ex 3,7ss).

Si bien es verdad que de la Carta de Santiago emergen los ras­gos característicos que componen la personalidad del cristiano, no

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PRIMER TEMA: LA FE

es menos cierto que también emergen los rasgos del rostro de Dios, que aquí es defensor de los débiles, de los explotados, y no se mantiene neutral, sino que se pone de parte de ellos (Dt 24,15).

Hay que mencionar también otro pasaje donde Santiago de­ja al menos entrever una oración caracterizada por la sobriedad (1,26). Pero de esto hablaremos cuando tratemos el tema del len­guaje religioso.

La fe comporta una decisión y excluye las vacilaciones

«...Quien duda se parece a una ola del mar zarandeada y agi­tada por el viento. Que no piense recibir cosa alguna del Señor un hombre como éste, un hombre inconstante e ines­table en todas sus acciones» (l,6b-8).

El discurso de Santiago parte de la oración, pero se amplía al campo más general de la fe y representa una condena del «hom­bre inconstante e inestable en todas sus acciones». Una traducción mejor de esta última expresión sería: «un hombre de dos almas, va­cilante en todos sus caminos».

Podemos decir que, para Santiago, la fe implica una decisión, una elección precisa, y excluye las vacilaciones, los titubeos, la in­decisión, los cálculos prudenciales, las componendas, las oscila­ciones, la volubilidad, la variabilidad, la inestabilidad.

Entendámonos: el autor de la Carta no se refiere a las dudas de tipo intelectual, que pueden resultar más saludables para la fe que ciertas falsas seguridades compradas a buen precio a los tra­ficantes de siempre. No, aquí se habla del cristiano «oscilante», veleidoso, que no sabe y no quiere hacer elecciones en el plano existencial, tiene miedo de comprometerse, no tiene la intención de dar el paso (o el salto) decisivo.

En el Antiguo Testamento, esta actitud es puesta de relieve y condenada en muchas circunstancias. En el monte Carmelo, por ejemplo, Elias provoca al pueblo con una imagen extraña: «¿Hasta cuándo vais a estar cojeando [literalmente: saltando] con los dos pies?». Y después pone a los israelitas entre la espada y la pared:

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*Si ti Señor es Dios, seguidlo. Si Baal lo es, seguid a Baal». Y resulta impresionante el hecho de que «el pueblo no respondió palabra» (1 Re 18,21). Es decir, no quiso alinearse abiertamente ni de una parte ni de otra, sino que prefirió contemporizar.

Podemos citar el mandato explícito: «Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma...» (Dt 6,5). Se requiere la to­talidad y se excluye la división.

El Sirácida exhorta también a no acercarse al Señor «con do­blez de corazón» (Sir 1,28).

Es muy hermosa esta petición contenida en un Salmo: «Muéstrame, Señor, tu camino, /para que camine en tu verdad; / da­me un corazón sencillo / que tema tu nombre» (Sal 86,11). La frase, traducida literalmente, sonaría así: «dame un corazón único».

El propio Jesús establece con claridad que «nadie puede servir a dos señores» (Mt 6,24).

Hay que observar también cómo Pablo emplea la misma imagen de Santiago de la nave sacudida por el viento: «...Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cual­quier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la as­tucia que conduce al error» (Ef 4,14). No obstante, aquí se trata de una situación diversa. En efecto, Pablo apunta a aquellos cristia­nos inmaduros (como niños) que se dejan engañar corriendo de­trás de todas las modas y las doctrinas más extrañas, mientras que Santiago se refiere al cristiano en conflicto consigo mismo, desgarrado.

El mismo Santiago, más adelante, exhortará con estas pala­bras: «santificad vuestros corazones, irresolutos» (4,8). Literalmente sería: «vosotros que tenéis un ánimo doble».

La Biblia habla también de «doble lengua» {diglossos). Y Jesús ben Sirá exhorta: «Séconstante en tu sentimiento/y sea única tupa-labra» (Sir 5,10). El mismo Sirácida habla del pecador que «va por dos caminos» (2,12).

Podemos citar también un texto sorprendente de la literatura extrabíblica que invita a no tener «dos caras». Se encuentra en los Testamentos de los Doce Patriarcas: «Pero vosotros, hijos míos, no seáis hombres de dos caras [diprosopos], la del bien y la del mal, sino adherios únicamente al bien...».

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PRIMER TEMA: LA FE

La decisión necesaria

Saquemos las consecuencias del discurso de Santiago en la pers­pectiva específica de la fe. Usemos la imagen del cruce o, mejor dicho, de la bifurcación. Estás obligado a elegir un camino o el otro, como indica el Salmo 1. Pero no te está permitido quedar­te en el punto en que te encuentras. Al cristiano se le niega la neutralidad (tampoco su Dios es neutral, sino que siempre es «partidario»).

No puedes limitarte a admirar tranquilamente, a gozar, a quedarte mirando sin comprometerte. Estás obligado a tomar posición, a optar. No te está permitido cribar, sopesar, examinar indefinidamente. No hay otra solución. Tienes que decidirte de una vez.

No puedes engañarte pensando que te encuentras en una zo­na franca, en una tierra de nadie o de todos.

Tienes que pronunciarte. A favor o en contra. La acogida o el rechazo explícito. No se contempla la prudente suspensión del juicio, la cómoda sala de espera.

Si «fe» significa fiarse de Alguien, tu confianza debe ser to­tal, sin debilidades. Si entras por ese camino, no puedes mirar de soslayo en busca de una posible vía de huida.

Los vacilantes

Se trata de una especie que de ningún modo está en vías de ex­tinción, sino que, por el contrario, se está multiplicando de ma­nera preocupante. Son los eternamente fluctuantes. Los «indeci­sos en todo», que no quieren tomar posiciones bien precisas y, so­bre todo, definitivas: los irresolutos, los que hacen a los dos ban­dos, los amantes de las componendas, los partidarios de los arre­glos. Los que tienen el pie en dos (y más) zapatos. Los que no quieren disgustar a nadie y pretenden contentar a todos.

Digamos que son también los incoherentes, los posibilistas, los que se inclinan ante Dios (y sus representantes) y guiñan un ojo a Mammón. Los que escuchan el corazón, pero no son in­sensibles a la atracción del monedero.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

Fe y obras

Toquemos el punto más controvertido de la Carta, el que, por es­tar en aparente contradicción con la teología de Pablo sobre la justificación a través de la fe, hizo enfurecer a Lutero:

«¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso puede salvarle esa fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y faltos del ali­mento cotidiano, y uno de vosotros les dice: "Id en paz, ca­lentaos y hartaos", pero no les dais lo necesario para el cuer­po, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma.

Al contrario, alguno podría decir: "Tú tienes la fe y yo tengo las obras; muéstrame tu fe sin las obras, y yo con mis obras te mostraré mi fe". ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. ¡También los demonios lo creen y tiemblan!

¿Quieres saber tú, insensato, que la fe sin obras no tiene calor? ¿Acaso Abrahán, nuestro padre, no fue justificado por las obras, cuando ofreció a Isaac, su hijo, sobre el altar? Ves que la fe cooperaba con sus obras, y que por las obras aque­lla fe se hizo perfecta y se cumplió la Escritura que dice: "Y Abrahán tuvo fe en Dios, y se le consideró como justicia y fue llamado amigo de Dios". Veis que el hombre es justificado por las obras y no sólo por la fe. Del mismo modo Rajab, la prostituta, ¿acaso no quedó justificada por las obras al dar hospedaje a los exploradores y hacerles marchar por otro ca­mino? Porque así como el cuerpo sin el espíritu está muerto, así también la fe sin las obras está muerta» (2,14-26).

Dejemos estar, por ahora, el presunto contraste con Pablo y tratemos de precisar el pensamiento de Santiago:

1.- El autor de la Carta presenta aquí, como en otros lugares, un cristianismo de carácter unitario. No tolera los desfases, las des­viaciones, las incoherencias. Para él tiene que haber una conexión muy estrecha entre fe y vida, entre escucha y praxis.

Da en el blanco B. Maggioni cuando explica: «Desde el prin­cipio de la carta, Santiago denuncia desde diferentes ángulos la

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PRIMER TEMA: LA FE

disociación entre palabra y acción, escuchar y hacer, fe y vida. Cualquiera que sea la forma que asuma y el pretexto en que se fundamente, para Santiago se trata siempre de una disociación mortal.

»É1 no cree en la verdad de una palabra que no se convierte en gesto, o en la verdad de una fe que es conocimiento teórico. Cree sólo en lo que se ve, se hace y se toca. Su mirada va de lo visible a lo invisible: sólo por las obras se reconoce la verdad y la vitalidad de la fe; sólo por lo que se hace se reconoce la sinceridad de la es­cucha. Para Santiago no hay otra posibilidad seria de verificación.

»Pero no podemos equivocarnos: Santiago no está obsesiona­do por la eficiencia ni absorbido por el hacer a costa de la inte­rioridad. Sabe perfectamente que lo que inspira, informa y unifi­ca la acción es la escucha y la fe. Pero precisamente por eso se preocupa de que en la escucha y en la fe no se insinúe la mentira o el engaño. Si insiste en las obras, es porque quiere verificar la verdad de la fe y de la escucha, no porque quiera disminuirlas»12.

2 . - Santiago está convencido de que la fe es algo visible. Algo que se ha de mostrar (lo cual no significa exhibir), hacer evidente y le­gible para todos, no un hecho puramente interior. La fe, en un cierto sentido, tiene que ser «probada», no simplemente declara­da. Y Santiago -que, por lo demás, no da ninguna definición de fe- considera que «el instrumento de prueba» de la fe son las obras.

Afirma también Maggioni: «La fe no es sólo algo que pensar, ni sólo algo que decir y proclamar, sino algo que mostrar. La fe se ve»13.

3 . - Entre los diferentes modos de «mostrar» la fe, Santiago da preferencia a la caridad. Para él las obras que dan visibilidad (¡y credibilidad!) a la fe son las del amor.

12. B. MAGGIONI, La lettera di Giacomo, Cittadella, Assisi 1989, p. 86. 13. 3id, p.S9.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

Recorriendo el pasaje

Es útil leer todo el pasaje a partir de dos afirmaciones funda­mentales. La primera: la fe sin las obras está muerta (2,14-17). La segunda: fe y obras son inseparables (2,18-26).

Para desarrollar el propio pensamiento y dar vivacidad al dis­curso (incluso con expresiones polémicas), Santiago adopta una forma de diálogo en dos partes: en primer lugar, el debate se de­sarrolla con interlocutores genéricos dentro de la comunidad (a los que se dirige con «vosotros»). Después pone en escena a un contradictor, definido en el v. 20 como «hombre insensato» (literal­mente, sería «vacío» -hombre de cabeza vacía- y, en el fondo, ne­cio). Para desafiarlo, apostrofarlo y refutarlo, Santiago implica a un tercer personaje, que sostiene la tesis defendida por el autor y desafía al insensato: «Muéstrame tufe sin las obras...» ¡y a ver có­mo te las arreglas!

Santiago, pues, recurre a algunos ejemplos negativos. Primero, el del rico hipócrita que, frente a un pobre que ham­briento y muerto de frío, se limita a ofrecerle palabras de consue­lo, que parecen incluso insultantes, burlescas. En suma, una per­sona que se echa atrás, que no se siente implicada.

Otro ejemplo negativo es el de los demonios, cuya fe es esté­ril (v. 19).

Los ejemplos positivos se refieren a Abrahán, «amigo de Dios», cuya fe estaba perfectamente de acuerdo con las obras («coopera­ba» con las obras, y también se podría decir: «participaba» en las obras) y, sorprendentemente, Rajab, la prostituta de Jericó, que acogió a los dos exploradores (sería más exacto hablar de espías) enviados por Josué y les facilitó la huida14.

Consonancias

Más que subrayar los contrastes -supuestos, por lo demás-, es importante poner de relieve las consonancias. Podemos encon-

14. Este singular relato figura en el capítulo 2 del libro de Josué. Rajab, des­pués de haber escondido a los espías en el terrado para que no fueran capturados, los descolgó con una cuerda por la ventana.

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PRIMER TEMA: LA FE

trarlas en el Evangelio de Mateo. Jesús declara: «Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den glo­ria al Padre vuestro que está en el cielo» (Mt 5,16). Así pues, se tra­ta de «mostrar» las obras hermosas (o buenas), no para suscitar admiración, sino para que se dé gloria a Dios.

Y también una norma fundamental, una prueba irrefutable: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,20).

Una fe sin obras se parece, desde el punto de vista de Santia­go, a una higuera de follaje abundante y pretencioso, pero despro­vista de frutos -que es precisamente lo que Jesús busca- y que es maldecida por el Maestro (Mt 21,18-19; cf. Me 11,12-14.20-24).

Me parece que la página del Evangelio más en sintonía con Santiago que cualquier otra es la que describe la escena del juicio final (Mt 25,27-40). En el Reino entran quienes hacen determi­nadas cosas en favor de los necesitados, en los cuales se oculta Cristo, y poco importa que éste no sea reconocido explícitamen­te (es significativo el hecho de que tanto los buenos como los ma­los exclamen: «¡No sabíamos que eras Tú!»; lo que cuenta es ha­ber hecho o dejado de hacer determinadas cosas...).

También en el Evangelio de Mateo hay una página bastante inquietante y un diálogo muy áspero que se desarrolla a la puer­ta del Reino: «No todo el que me diga: "Señor, Señor", entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán aquel día: "Señor, Señor, ¿noprofetiza­mos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nom­bre hicimos muchos milagros?". Pero yo les declararé: "¡Jamás os cono­cí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!"» (Mt 7,21-23).

Así pues, no son sólo los otros quienes deben reconocer al cristiano por los hechos concretos (obras), sino que es el mismo Jesús quien «no reconoce» como discípulos suyos -más aún, los rechaza decididamente- a quienes sólo pueden presentar palabras y experiencias carismáticas.

«Aqueldía», pues, de nada servirá poder documentar que se ha profetizado y que se han hecho exorcismos y milagros en el nom­bre de Jesús. El balance activo de los gestos carismáticos no bas­tará para ser reconocidos y aprobados por Él. «Jamás os conocí».

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

El único vínculo que reconoce Cristo juez es el de los hechos, la obediencia a su programa, la práctica de su enseñanza, espe­cialmente en relación con el mandamiento del amor.

«Jamás os conocí». Podemos traducir: «No quiero tener nada que ver con vosotros». Jesús «reconoce» únicamente a las perso­nas que demuestran que han hecho (no dicho) sus palabras. El mi­lagro más grande que le impresiona es el de una vida de fe tradu­cida en las obras concretas. La carrera del discípulo no está inter­calada por prodigios espectaculares. Sólo tiene validez con miras a la salvación (y en relación con los demás) si se caracteriza por la obediencia al mensaje de Cristo en el servicio a los hermanos.

Nunca se pondrá suficientemente de relieve la relación entre Santiago y Mateo. El evangelista ve cómo aflora en las comuni­dades una categoría de personas que podríamos definir «entu­siastas», que no tienen los pies en la tierra y piensan que basta con la oración -con picos de exaltación colectiva-, las experiencias ca-rismáticas y la efervescencia emotiva. Mateo -y Santiago con él-vuelve a poner a estas personas en contacto con el terreno sólido de los hechos, de la praxis, de las exigencias éticas; es decir -para usar un lenguaje querido por Santiago-, de las obras.

No hay ningún contraste: Santiago y Pablo están totalmente de acuerdo

Por lo que se refiere al supuesto contraste con Pablo15, me parece que se exagera en exceso. Me limito a observar lo siguiente:

a) Santiago y Pablo desarrollan dos discursos distintos y dicen cosas diferentes (lo cual no significa que estén en oposición entre sí).

b) Las obras de las que habla Santiago no son las observancias legalistas judías, llevadas al extremo por ciertas corrientes del fariseísmo más intransigente, sino las obras por excelencia: el

15. R. FABRIS observa, agudamente, un hecho paradójico: fue precisamente la expresión de St 2,4 («no sólo por la fe») lo que ofreció el punto de par­tida para la fórmula «sola fide» acuñada por Lutero. Cf. Lettera di Giacomo. Introduzione, versione, commento, EDB, Bologna 2004, p. 200.

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PRIMER TEMA: LA FE

amor, la justicia, la fraternidad, la paz. Santiago no habla ja­más de las obras de la ley mosaica.

c) Las obras siguen siendo necesarias, no para ganar o pagar el precio de la salvación (ésta ha sido ofrecida de una vez por to­das, gratuitamente, en el Calvario, y el único precio aceptado ha sido la sangre de Cristo), sino para manifestar, hacer visible nuestra fe y, por tanto, «merecer» el derecho a ser llamados creyentes en Cristo. Y no hay manifestación más creíble de la fe que la que consiste en su encarnación en el ámbito existen-cial. La fe profesada con los labios («uno podría decir...») sólo se torna aceptable si se expresa en los hechos (que es el len­guaje que todos comprenden y la verificación más segura que cada uno de nosotros, personalmente, puede realizar).

d) Santiago no sostiene que las obras sean la causa de la salva­ción, sino que representan su lógica. Las obras nacen necesa­riamente de la vida nueva que caracteriza a los salvados. Sin embargo, no son ellas las que merecen la salvación; si acaso, son su consecuencia, su signo.

No está permitido, por tanto, dividir las tareas: yo tengo el carisma de la oración, y te cedo de buen grado el de la ac­ción (así no me ensucio las manos...). No es posible ser prac­ticantes de la doctrina (o de la mística) y no practicantes del amor. Quien se dedica a la oración no puede prescindir de las obras del amor.

e) Aun cuando Santiago no lo afirma explícitamente, podemos añadir, en clave de actualidad, que las obras no deben servir como apoyo para nuestras ambiciones, para la afirmación de nosotros mismos o de nuestro grupo de pertenencia, para im­ponernos sobre los demás y hacer sentir nuestro «peso» (y menos aún el político).

También en las obras se hace necesaria la negación de sí mismo, el rechazo de toda voluntad de poder, de éxito o de publicidad.

f) Por último, nuestras obras deben adoptar medios pobres, mo­destos, no demasiado vistosos, y caracterizarse por la sencillez evangélica. No se trata de beber en las fuentes humanas (con todas las componendas, las relaciones equívocas, los apoyos

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

interesados y las connivencias sospechosas que eso conlleva inevitablemente), sino en las fuentes de la fe.

De este modo podemos completar las afirmaciones de Santiago: la fe desemboca necesariamente en las obras. Y las obras se sostienen obligatoriamente con la fe.

Lo que cuenta es la relación vital con Dios

Para concluir este tema, objeto de tantos y tan encendidos deba­tes, querría citar el parecer de dos estudiosos. R. Fabris16 observa:

«La polémica de Santiago no se dirige contra una posición teológica como la de Pablo o la de los representantes del pauli-nismo, sino contra un modo de concebir la fe que conduce a un estilo de vida estéril. Para denunciar este riesgo Santiago recurre a la figura bíblica de Abrahán, el justo por su fe (Gn 15,6). La fe de Abrahán opera y es hecha perfecta en la ofrenda de su hijo Isaac. En este caso, Santiago no identifica la fe de Abrahán con una obra, ni siquiera considera la fe como una virtud que hacer valer ante Dios. Santiago no reduce la fe a las obras, sino que in­siste en la fe que está viva y es activa en las obras.

»En el clima de las controversias teológicas sobre la "justifi­cación", el texto de Santiago 2,14-26 corre el riesgo de ser inter­pretado como un debate teórico sobre la fe. Pero Santiago quiere poner en guardia a sus lectores precisamente contra este riesgo. En el contexto cultural actual, donde se contraponen ortodoxia y ortopraxis, trascendencia e inmanencia, teología y pastoral, el dis­curso de Santiago tiene el peligro de ser instrumentalizado para defender una posición contra la otra. Para evitar estas reduccio­nes o instrumentalizaciones hay que tener presente el carácter preciso de su discurso. Santiago no contrapone la "fe" a las "obras", la fe en Dios al actuar entre los hombres, sino la fe "con las obras" a la fe "sin las obras". La primera está viva, la segunda está muerta.

16. Para un tratamiento completo de este tema, cf. ibid., pp. 204ss.

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PRIMER TEMA: LA FE

»La fe recomendada por Santiago presupone la relación vital con Dios. Pero lo que subraya en su discurso es la necesidad de que la fe plasme la existencia del creyente y sus relaciones vitales. Santiago denuncia como fe "muerta" y "estéril" la que se limita a declaraciones verbales y a creer en un solo Dios [...].

»La fe, como relación vital con Dios, vigoriza las raíces del obrar de la persona haciendo que converja hacia el centro vital di­námico del amor. No es casual que en el discurso de Santiago la fe se concrete en la relación activa con el otro. De este modo, de las obras de amor es posible remontarse a la fe, así como, a la inversa, de una vida estéril e inactiva se puede concluir que la fe está tan muerta como un cuerpo sin aliento vital. Por su claridad y cohe­rencia, el discurso de Santiago es un estímulo eficaz para verificar la fe personal y comunitaria»17. Un análisis muy lúcido y riguroso.

F. Mussner18, por su parte, observa sintéticamente: «El ejemplo de Abrahán (2,21-23) muestra que también la

obediencia a las específicas y concretas exigencias de Dios entra en las "obras", que, según Santiago, justifican al hombre ante Dios "junto con la fe". Para Santiago, una fe sin obras está "muer­ta" y, con miras a la justificación, es "inútil". Ciertamente, Pablo no pondría en duda tales afirmaciones, sino que se adheriría a ellas sin vacilar, especialmente si tenemos en cuenta que Santiago no habla nunca de "obras de la ley" ni alude a ellas [...].

»E1 sentido religioso de la "obra" en Santiago no tiene nada que ver con el principio judío de las obras. Las exigencias de la Carta coinciden bastante con las de Jesús. Y el apóstol Pablo no rechazaría ciertamente esta "religión de las obras", dado que él mismo auguró a sus comunidades que darían frutos abundantes por medio de toda obra buena»19.

17. Ibid., pp. 212-213. 18. También este autor trata ampliamente este tema: F. MUSSNER, op. cit,

pp. 211ss. El mismo Mussner presenta un interesante Excursus sobre el «Concepto de fe en Santiago»: ibid., pp. 197ss.

19. 2 Co 9,8; Col 1,10; 2 Tes 2,17.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

Una escena significativa

Teniendo en cuenta el parecer de los estudiosos que hemos cita­do, yo desearía, al final, esbozar un razonamiento extremada­mente sencillo, poniéndome en la perspectiva de quien no es cre­yente. El razonamiento sería éste: es posible remontarse de las obras a la fe, es decir, sentir curiosidad (en el mejor sentido del término) por ella, querer saber algo de ella. Pero un creyente (ver­dadero o supuesto) no puede pretender que los otros tomen en serio su fe o se muestren interesados por ella si ésta «no se justi­fica», no se explica con las obras. La ausencia de obras hace irre­levante, escasamente interesante y atractiva la fe.

Y aquí viene en nuestra ayuda la imagen del rico que dispen­sa palabras (que suenan como una burla). Ya hemos aludido a es­te pasaje (2,15-16), pero merece la pena volver sobre él, porque la escena podría soldarse con el discurso sobre los ricos que afron­taremos inmediatamente después.

Tratándose de caridad, no es cuestión de «decir», sino de «dar». Sería necesario que, en ciertos casos, frente al prójimo que se encuentra necesitado, a la caridad se le quitaran las palabras, se le cerrara inmediatamente la boca y se le permitiera recurrir ex­clusivamente a las manos, es decir, a las obras.

Por desgracia, en cambio, vertemos sobre el pobre torrentes de palabras: antes y después. Y también durante. Seguimos ha­blando y nos olvidamos de dar. Hoy, además, hay discursos de ti­po psicológico y sociológico que complican aún más la situación. Sucede incluso que no permitimos al otro ni siquiera formular la petición. Nosotros sabemos qué es lo que necesita urgentemente (sermones, recomendaciones, análisis de la situación, consejos, amonestaciones, reproches, invitaciones a la resignación, perspec­tivas hipotéticas de un futuro mejor...).

En una serie de televisión he saboreado esta escena, que guarda un sorprendente parentesco con la descrita por Santiago. En la sede de una obra social, donde se encuentran dos elegantes señoras un tanto frustradas y orgullosas de sus «buenas acciones» (que para ellas son «buenas palabras»), irrumpe una mujer de la calle con un ojo amoratado. Las dos damas, antes incluso de que

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PRIMER TEMA: LA FE

la otra abra la boca, le sueltan un discurso de tipo pedagógico-moralizante, en tono un tanto amenazador, que ni siquiera se ha­bría atrevido a soltar un predicador cuaresmal de los de antes...

Le dicen que debería avergonzarse de la vida que lleva. Además, ¡qué humillación, ser considerada un objeto de placer y ser explotada y golpeada de ese modo por su chulo! Una se pue­de ganar la vida sin perder la dignidad. Ellas, por ejemplo, en la vida...

La desdichada, de vez en cuando, trata de pronunciar una pa­labra de explicación, precisar el motivo por el que ha ido allí. Las dos especialistas en dar consejos no solicitados prosiguen imperté­rritas en su reprimenda, empleando también tonos maternalistas.

Al final, la pobre mujer, impaciente, estalla: «Escuchadme un momento, si sois capaces. He entrado aquí únicamente para pe­dir un cubito de hielo y ponérmelo sobre el ojo hinchado. ¿Lo te­néis o no?».

«La verdad es que aquí no tenemos hielo. Pero, si nos escuchas...».

«Perdonad -les interrumpe secamente-, cuando necesite ser­mones, sabré a quién dirigirme. Por ahora, sólo necesito hielo. Como no lo tenéis, será mejor que no perdamos más tiempo y me despida...».

Así, la fe está muerta sin las obras (una muerta que, ¡ay de mí!, muchas veces habla, habla...). Y la caridad muere en el mo­mento mismo en que pretende suplir las obras con palabras.

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Segundo tema

Los ricos y los pobres

Dos retratos

«Que el hermano de condición humilde se alegre por su ele­vación, y el rico por su humillación, porque pasará como flor de hierba. Sale el sol con su ardor y seca la hierba, y su flor cae y la belleza de su aspecto desaparece. Así también el ri­co se marchitará en sus empresas» (1,9-11).

Santiago afronta desde el principio un tema que le importa mu­cho: el referente a las relaciones entre ricos y pobres. Volverá so­bre él en otras cuatro ocasiones: 2,1-9; 2,15-16 (que hemos co­mentado ya en el capítulo anterior en relación con el vínculo en­tre fe y obras); 4,13-17; y 5,1-8.

El retrato de los dos personajes está esbozado ya en los voca­blos empleados: tapeinos, para designar al pobre, y plousios, para caracterizar al rico.

Explica B. Maggioni:

«El vocablo griego tapeinos, palabra muy rica desde el punto de vista bíblico, abierta a una vasta gama de significados, indica, de por sí lo que no destaca, como una casucha modesta que se confunde con el paisaje, que no es vistosa, sino insignificante, desconocida y frágil. Opuesto a rico, tapeinos asume el significa­do de pobre: no sólo pobre de bienes, sino también de poder y de consideración. Tapeinos es el hombre sin peso social, "de poca im­portancia", que no tiene nada que decir, inevitablemente depen­diente de los demás y sometido a ellos.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

»En contextos religiosos, en cambio, y referido a Dios, tapei­nos adquiere el significado de hombre piadoso y humilde que no reclama ningún derecho ante Dios, sino que todo lo espera de su bondad. Es el verdadero creyente, que se apoya en el Señor y no en otros.

»Aquí, en nuestro pasaje, Santiago piensa sin duda en los po­bres desde el punto de vista social, que formaban la gran mayoría de la comunidad, pero invitándoles a poner su seguridad en Dios ("Que el pobre se gloríe de su exaltación"), convirtiéndose de ese mo­do en pobres también desde el punto de vista religioso.

»Para designar al segundo personaje, Santiago emplea el tér­mino plousios, que designa a quien es rico no sólo porque tiene muchos bienes, sino también poder y consideración. El rico es un hombre que cuenta y que tiene buena posición. Es exactamente lo contrario de tapeinos. El pobre es llamado "hermano" y, por tanto, ciertamente es un miembro de la comunidad. Pero ¿es también el rico un miembro de la comunidad? ¿O es uno de aquellos ricos paganos en cuyas casas se veían obligados a traba­jar los hermanos pobres de la comunidad? Santiago no lo expli­ca, y por eso no es el caso de establecer distinciones. Por lo de­más, la sentencia conclusiva, "así también el rico se marchitará en sus empresas", parece ser general: se refiere a cualquier rico, prescin­diendo de si es cristiano o no»1.

En relación con este texto podemos citar dos pasajes del Antiguo Testamento. En primer lugar, el Cántico de Ana:

«El Señor enriquece y despoja, abate y ensalza. Levanta del polvo al humilde, alza del muladar al indigente, para sentarlo junto a los nobles y darle en heredad trono de gloria» (1 Sm 2,7-8).

1. B. MAGGIONI, La lettera di Giacomo, Cittadella, Assisi 1989, pp. 31-32.

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SEGUNDO TEMA: LOS RICOS Y LOS POBRES

después Jeremías:

«Así dice el Señor: "No se alabe el sabio por su sabiduría, ni se alabe el valiente por su valentía, ni se alabe el rico por su riqueza; mas en esto se alabe quien se alabare: en tener seso y conocerme, porque yo soy el Señor que actúa con misericordia, con derecho y justicia sobre la tierra» (Jr 9,22-23).

La escala invertida

Santiago, invirtiendo la habitual escala de valores, y adoptando el punto de vista de Dios, afirma que quien está arriba es el pobre, asignando el puesto inferior al rico.

El pobre, pues, está autorizado a caminar con la cabeza alta e incluso a «gloriarse». Su dignidad, en efecto, consiste en saberse amado y privilegiado por Dios.

Santiago atribuye al rico un verbo particular: «marchitar»2. Es decir, todo cuanto tiene, hace y es (sería mejor decir: todo cuan­to aparenta) es algo que puede deslumhrar momentáneamente, pero que enseguida se desvanece. Su poder es ilusorio. Su gloria y su fama son pasajeras.

Discriminaciones inaceptables

«Hermanos míos, no mezcléis con favoritismos personales vuestra fe en el Señor nuestro Jesucristo, Señor de la gloria. Supongamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro, vestido espléndidamente; y entra también un pobre con un vestido andrajoso. Si miráis al que va ves­tido espléndidamente y le decís: "Tú siéntate aquí cómoda­mente", y al pobre le decís: "Tú quédate ahí de pie", o "Sién-

2. Cf. Is 40,6-7; Sal 102,12.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

tate a mis pies", ¿no estáis actuando con parcialidad y sien­do jueces con criterios perversos?» (2,1-4).

Una escena de rara eficacia y que debería resultar bastante in­quietante para quien, obviamente, está todavía en condiciones de sentir algún remordimiento.

Santiago recomienda no ceder a favoritismos, no hacer acep­ción de personas; pero después insinúa que es preciso privilegiar a los pobres, poner en el primer puesto a los últimos. Es casi co­mo decir que la preferencia concedida a quien no es como los de­más es el único medio de restablecer el equilibrio y poner orden en nuestras asambleas. Y que la parcialidad en relación con el mi­serable, el excluido, representa la prueba más convincente de im­parcialidad y de fidelidad a aquel Dios «partidario» que, en sus elecciones, ha privilegiado siempre a «los pobres en el mundo».

Santiago sostiene también que determinadas praxis en las que se reservan los primeros puestos a la gente que cuenta, a persona­jes importantes y adinerados, además de coreográficos, atacan «la fe en el Señor nuestro Jesucristo, Señor de la gloria». En otras palabras: cuando en la Iglesia se resaltan los ceremoniales de los honores mundanos, se oscurece la gloria de Dios. Habrá que darse cuenta de que, cuando se practica el culto a la personalidad dentro de la Iglesia y de las diferentes comunidades, queda comprometida la gloria de Dios. Y quien asume actitudes serviles hacia el rico y el poderoso desconoce, en la práctica, el señorío único de Dios.

No es cuestión -entiéndase bien- de simple asignación de puestos. Pienso que la verdadera cuestión es la de hacer que nues­tras asambleas litúrgicas lleguen a ser tan verdaderas, auténticas y provocadoras en sentido evangélico, que los ricos, los titulados, los poderosos, los prepotentes y los corruptos tengan que sentir incomodidad, encontrarse fuera de lugar, y el pobre perciba que está «en casa».

En una iglesia de la Valtellina se puede admirar un sorpren­dente cuadro que representa a san Martín prendiendo fuego de­bajo de un trono donde está sentado un tirano aterrorizado. Se trata de un episodio poco conocido, pero significativo, además de históricamente documentado, que completa aquel otro episodio, conocidísimo, en que el santo, con su espada, corta en dos su

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manto militar para ofrecerle la mitad a un pobre que está tiritan­do de frío. En ambos casos se conjuga el verbo «calentar».

Dejemos que los tiranos y los poderosos sigan hundidos en sus sillones (¡en sus palacios, pero no en la iglesia!) o asomados a sus inseparables balcones. Pero tendremos que hacer saltar deba­jo de ellos la chispa de una palabra evangélica o, mejor dicho, de algún gesto profético. También las quemaduras, en algunos casos, pueden ser una forma de curación.

No el último puesto, sino el puesto para el último

La página de Santiago introduce espinas fastidiosas en el ves­tido cristiano e incluso... en los adornos sagrados. Tratemos de señalarlas:

a) Son odiosas las discriminaciones que se producen fuera del área del templo. Pero ¿qué decir cuando se observan discri­minaciones, privilegios y favoritismos en el corazón mismo de las celebraciones litúrgicas? ¿No es éste el signo de que la mentalidad mundana se ha introducido también en la Iglesia? ¿Por qué no se empieza a realizar la igualdad y la igual digni­dad a partir de la Eucaristía?

b) Es inútil e hipócrita asignarse el último puesto cuando uno está inmerso en la meditación. El verdadero problema es que el último tenga un puesto. De todos modos, no es cuestión sólo de asegurar un puesto, en la asamblea reunida para el culto, al pobre, al enfermo, al discapacitado, al anciano que está en una silla de ruedas... Se trata, más bien, de encontrar­les un puesto en los pensamientos, en el corazón, en las pre­ocupaciones constantes.

c) Las recomendaciones de Santiago acerca de los favoritismos se podrían resumir con una frase de uso corriente: «Actuad con imparcialidad». Por otro lado, el vocablo griego empleado —prosopolempsia— indica precisamente este comportamiento.

Sí, existe siempre el riesgo de no actuar con imparciali­dad. Y de fijarse en el sillón donde se sientan algunas perso­nas... y mirar -¡y pesar!- su monedero, valorando las ventajas que se pueden obtener de ellas...

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d) ¿Es normal, según el Evangelio, que se acomode en la sala al rico, al político influyente, a quien detenta el poder, al bien­hechor..., mientras se deja al pobre en la puerta? ¿Es tan di­fícil romper con los esquemas mundanos? Hay quienes ha­blan de huir del mundo, pero no se preocupan de tomar las debidas distancias con respecto a él.

e) Una serie de preguntas ingenuas: ateniéndonos a la lógica evangélica, que es la seguida por Santiago, ¿quiénes son para nosotros las personas importantes? ¿Quiénes deberían recibir los honores, las reverencias, la dignidad, los reconocimientos? ¿Por qué nos preocupamos de tributar honores, reconoci­mientos y privilegios a quien tiene (y reclama) incluso dema­siados? ¿No habría, más bien, que honrar a los deshonrados, exaltar a los humildes y humillados, levantar a quienes nor­malmente son pisoteados, poner en el primer lugar a los olvi­dados, dar importancia a quienes no cuentan para nada?

f) También en mi vida puede haber un «pobre con un vestido an­drajoso». Es la persona antipática, insoportable, el individuo con quien no quiero tener nada que ver, el miserable que se ha manchado con ciertas culpas...

Es importante que, en la asamblea litúrgica, aquel «por­diosero» particular encuentre un lugar a mi lado. No puedo ignorarlo ni mandarlo a otra parte. Tengo que tenerlo a mi la­do; más aún, «dentro» de mí.

La celebración litúrgica se interrumpe -eso es al menos lo que yo hago- mientras el «enemigo» no encuentre un puesto en mi corazón.

Podrían suceder cosas... evangélicas

Me he sorprendido imaginando qué sucedería en la Iglesia si la Palabra de Dios fuera interpretada literalmente (y parece que así debería ser). Tomemos la escena descrita por Santiago en su Carta. Se asoma un mendigo con un traje raído y aparece un per­sonaje ilustre con traje de ceremonia. ¿Dónde los ponemos?

Ateniéndonos a la praxis común, el pobre tiene que resignar­se a permanecer de pie en un rincón, donde apenas pueda ser vis-.

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lo, especialmente si hay cámaras de televisión. Es difícil que al­guien le ofrezca una silla. El personaje notable, en cambio, es es­coltado por un maestro de ceremonias, rígido como un maniquí, hasta el «sillón» situado en primera fila - y parece como si tuvie­ra derecho a él, aunque no está escrito así en el código que se lla­ma «Evangelio».

Si se invirtieran los puestos, alguien sospecharía que es el fin del mundo, o bien una broma de mal gusto. En cambio, sería sim­ple práctica evangélica, según la cual habría que evitar diligente­mente los «favoritismos personales», privilegiar a los predilectos de Cristo y no a los poderosos, no tener en cuenta las apariencias.

¡Cómo me gustaría ver alguna vez al papa escoltado, no por los vanidosos que nunca faltan, los acompañantes habituales y que forman parte del decorado, cuidadosamente engalanados, que ha­cen de todo para aparecer (con un gesto de compunción) en el en­cuadre, sino por gente miserable, por gente sin importancia!

Conozco la objeción. Santiago presenta un caso límite, lanza una provocación, por así decir... El problema es que, a fuerza de asegurar que en las Escrituras algunas cosas se dicen a modo de ejemplo, también nuestro cristianismo -y Santiago nos pone en guardia contra ello- corre el riesgo de convertirse en un cristia­nismo... «a modo de ejemplo».

Alguien amonesta con gravedad: «Hay que respetar a las je­rarquías». La cuestión es ponerse de acuerdo en quiénes son las jerarquías a las que debemos remitirnos. ¿Las del espectáculo mundano o las del Evangelio? ¿Las de la política y la diplomacia o las que son ensalzadas por el Magníficat?3

3. Cuando participo en algunas Vísperas solemnes, me sorprende siempre asistir a esta escena que se repite sin ningún reparo, sin que los implica­dos adviertan la contradicción: mientras el coro canta «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes», el turiferario procede a incensar empezando, rigurosamente, por el que está en la sede, y pasando después a los que están a su derecha y a su izquierda. Sólo al final se dirige el res­to del humo del incienso al pueblo, a la gente sencilla. Es éste un ejem­plo clamoroso de interpretación «literalmente al revés» de las palabras de María de Nazaret...

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Jesús declara que los últimos serán primeros, y los primeros últimos. Y entonces será preciso que algún maestro de ceremo­nias se decida, de una vez por todas, a acompañar a los últimos hasta los primeros puestos, que les corresponden «por derecho evangélico», y a expulsar a los primeros hasta los últimos bancos o hasta los bancos sin respaldo.

Hay quienes dicen que sería difícil ver hoy a «un pobre con un vestido andrajoso» dispuesto a entrar en una iglesia. Puede que lo intente, pero no es seguro. En cualquier caso, empezamos colo­cando a la gente importante (o que se considera importante) en el fondo de la iglesia, para que no llamen demasiado la atención. Después, si los primeros bancos quedan vacíos, eso quiere decir que los pobres ya no participan en nuestras asambleas.

Naturalmente, siempre sería posible hacer que pasaran a los primeros puestos los que no cuentan para nada, los anónimos, los desprovistos de títulos..., aunque no pertenezcan estrictamente a la categoría de pobres, sino a la de la gente común.

Si todavía quedan puestos, entonces podríamos dirigirnos a algún «pez gordo»: «¿Quieres tener el honor de sustituir al pobre?».

¿Quién tiene que conceder el perdón?

Hay un cuento judío vinculado al mundo jasídico y que se desa­rrolla en un país del Este de Europa. Un célebre rabino es invita­do a participar en una reunión que tiene lugar en una ciudad le­jana de su lugar de residencia. El, pese a ser un personaje pree­minente, por su prestigio y su ciencia, viste míseramente, casi co­mo un harapiento. En el compartimento del tren, enseguida es objeto de burlas atroces, insultos y toda clase de vulgaridades por parte de una pandilla de villanos que no tienen ni la más ligera sospecha de la identidad de quien es el blanco de sus pullas. Él no reacciona en lo más mínimo, aunque las burlas se prolongan durante todo el viaje.

Al descender del tren en la estación, el rabino es rodeado por los notables de la ciudad, que lo reconocen inmediatamente a pe­sar de que va vestido como un vagabundo. En ese mismo instan-

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te, los que lo habían injuriado y humillado se quedan estupefac­tos al comprobar de qué homenajes es objeto aquel a quien han tratado como a un payaso. Al enterarse de quién es, no se les ocu­rre nada mejor que dirigirse a él, a la mañana siguiente, para pre­sentarle sus excusas y pedirle perdón por la afrenta que le habían infligido con su comportamiento.

Él, para sorpresa de todos, los despide bruscamente: «¡Largo de aquí! ¡Largo! Yo no puedo perdonaros». Quienes asisten a la escena se quedan perplejos y casi escan­

dalizados, sobre todo porque el rabino tiene fama de ser un hom­bre piadoso y manso. Pero él les explica:

«Se han equivocado al venir a mí. Yo no tengo poder para perdonarles, porque no tengo nada que hacer en todo este asun­to. De hecho, no he sido yo, como rabino, el ofendido: sus burlas no me han afectado en lo más mínimo. En realidad, han humi­llado al pobre, y es a los pobres a quienes tienen que dirigirse, no a mí, para ser perdonados..., si es que pueden serlo».

Una mentalidad «enferma»

«Escuchad, hermanos míos queridos: ¿acaso no ha escogido Dios a los pobres en el mundo para hacerlos ricos con la fe y herederos del Reino que prometió a quienes lo aman? ¡En cambio, vosotros habéis despreciado al pobre! ¿No son aca­so los ricos los que os oprimen y os arrastran a los tribuna­les? ¿No son ellos los que blasfeman el hermoso Nombre que ha sido invocado sobre vosotros? Ciertamente, si cum­plís el más importante de los mandamientos según la Es­critura, "Amarás a tu prójimo como a ti mismo", obráis bien; pero si tenéis acepción de personas, cometéis un pecado y sois acusados por la ley como transgresores» (2,5-9).

Santiago continúa remachando decididamente el clavo. Después de haber denunciado, en el párrafo anterior, una mentalidad de­formada (enferma) que discrimina a los pobres y privilegia a los ricos, establece aquí un contraste entre el comportamiento de la

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comunidad, que en la práctica «deshonra» al pobre, y el modo de actuar de Dios, el cual, por el contrario, elige a los pobres y los es­tablece como herederos de su reino.

En esta observación, Santiago está de acuerdo con Pablo, el cual se complace por el hecho de que las primeras comunidades estén formadas en gran parte por gente «de poca importancia» en el plano social (poder y saber): «¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos podero­sos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien a los locos del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios a los débiles del mundo para confundir a los fuertes. Lo plebeyo y despreciable del mun­do ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios» (1 Co 1,26-29).

Santiago no duda en denunciar la prepotencia, la arrogancia, la insolencia de los ricos, que les lleva a maltratar, despreciar y ve­jar a los pobres, abusando de su fuerza, de modo que los indefen­sos resultan generalmente humillados.

Vienen a la memoria las denuncias ardientes de Amos contra las ricas y soberbias damas de Samaría: «Escuchad esta palabra, va­cas de Basan, que moráis en la montaña de Samaría, las que oprimís a los débiles, las que maltratáis a los pobres, las que decís a vuestros maridos: "¡Trae de beber!"» (Am 4,1).

En el libro de la Sabiduría encontramos también esta des­cripción de tonos fuertes: «Oprimamos al pobre que es justo, no ten­gamos compasión de la viuda ni respetemos las canas llenas de años del anciano. Que nuestra fuerza sea norma de la justicia, porque la debi­lidad se demuestra inútil» (Sab 2,10-11).

El rico, según otra acusación de Santiago, no sólo comete in­justicia, sino que tiene la desvergüenza (y los medios necesarios) para que los jueces le den la razón en el tribunal, por lo que el po­bre, indefenso, sale normalmente mal parado. Como si dijéramos: además del daño, las burlas. Y la historia se repite también hoy...

Los ricos son descritos también como «blasfemos». Y aquí la blasfemia se entiende como insulto y escarnio a la vez. El «her­moso Nombre» que los ricos blasfeman, es decir, cubren de des­precio, es el de Jesús, nombre que ha sido invocado sobre el cris­tiano en el momento del bautismo.

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En suma, para Santiago el rico no es simplemente el que po­see una riqueza desproporcionada, sino el que se distingue por la insolencia, la prepotencia, la desvergüenza, la falta de escrúpulos, la presunción. El autor de la Carta vincula injusticia e impiedad, riqueza e idolatría. Y demuestra claramente que ha tenido bas­tantes experiencias en este campo.

Ciertamente, no quiere generalizar. Sabe que no todos los ri­cos encajan en el cuadro que ha esbozado. Hay excepciones. Pero lo que realmente le importa, más que establecer distinciones y te­ner en cuenta los matices, es poner en guardia contra un peligro, denunciar una tendencia (hoy diríamos un trend).

Por lo demás, también Jesús, en este punto, fue duro: «Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que reís ahora!, porque tendréis aflicción y llanto» (Le 6,24-25).

He aquí el comentario de R. Fabris: «El discurso de Santiago sobre los pobres y los ricos conser­

va su eficacia siempre y cuando no sea reducido a una serie de prescripciones. La elección de los pobres por parte de Dios no ex­cluye a los ricos, sino que abre una nueva perspectiva para todos. Uno es rico o pobre, no en función del tener, sino del ser. A los pobres en bienes materiales los llama Santiago «pobres según el mundo». Pero en la perspectiva del ser son «ricos en la fe». La ri­queza fundada en los bienes y las cosas produce poder y opresión, acaparamiento y privación. En cambio, en un estilo de vida defi­nido por las relaciones, las necesidades profundas del ser huma­no son satisfechas y colmadas también con una posesión y un consumo limitado y sobrio de bienes y de cosas»4.

4. R. FABRIS, Lettera di Giacomo. Introduzione, versione, commento, EDB, Bologna 2004, p. 169.

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«La ley regia»

Santiago apela al «más importante de los mandamientos» (literal­mente: «ley regia»): «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Pero queda un problema de difícil solución: ¿cómo es posible poner en práctica este mandamiento en una situación en la que los ricos oprimen y explotan a los pobres y tal vez -al menos algunos de ellos- participan en la misma mesa eucarística? Santiago no da respuestas precisas, sino que fija algunos puntos de referencia:

a) En la perspectiva de esta ley fundamental para el cristiano, discriminar a los pobres en favor de los ricos significa come­ter pecado.

b) Hay que observar la ley de Dios en bloque (w. 10-11), y no se pueden elegir los mandamientos a voluntad. Lo cual no quiere decir que todos los preceptos tengan la misma impor­tancia: hay cosas esenciales y otras marginales. Pero Santiago quiere aclarar que nadie puede erigirse en arbitro de la ley, de forma que se sienta autorizado a obedecer ciertas normas y transgredir otras. No es posible, por ejemplo, ser rigurosos en materia sexual y minimizar las exigencias de la justicia; santi­ficar indefectiblemente las fiestas y aprobar la guerra.

En suma, romper el equilibrio en un punto significa compro­meter toda la construcción, hacer que todo salte en pedazos. También a este respecto, Santiago es favorecedor del carácter unitario de la vida cristiana y, por tanto, de la obediencia.

c) Santiago habla de una «ley de la libertad-» (v. 12). Es evidente que se refiere a la ley del amor, la única válida para el cristia­no. Por lo cual, quien vive en la lógica del amor demuestra que es un hombre verdaderamente libre.

d) Por último, Santiago menciona una vez más el juicio final, en el cual el criterio decisivo será el de la misericordia. Afirma, esencialmente: si eres misericordioso, recibirás un trato de misericordia. Pero si no eres misericordioso, tendrás un juicio severo. Así pues, «la misericordia sale siempre victoriosa en el juicio» (v. 13). Lo cual equivale a decir que la misericordia ha­rá siempre que la balanza se incline a nuestro favor, a pesar del peso de las miserias y de los pecados.

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Sólo Dios es dueño del tiempo

«Y vosotros, los que decís: "Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad, pasaremos allí el año, negociaremos y ganare­mos", ¡sin saber qué pasará mañana! Pero ¿qué es vuestra vi­da? ¡Sois como vapor de agua que aparece un instante y des­pués desaparece. Haríais mejor en decir: "Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello". Pero ahora os jactáis en vuestra arrogancia. Toda jactancia de este tipo es inicua. Aquel, pues, que sabe hacer el bien y no lo hace, comete pe­cado» (4,13-17).

En este pasaje no es difícil entrever a ricos comerciantes que programan y organizan sus quehaceres como si fueran señores del tiempo, hipotecándolo y capitalizándolo según los propios inte­reses. Se engañan pensando que el futuro obedecerá a sus previ­siones. En su agenda mental todo está previsto y fijado: viajar, ha­cer óptimos negocios, colocarse en puestos estratégicos, acumular dinero..., sin tener en cuenta que no todo está en sus manos.

A estos hombres que hacen alarde de la seguridad en sí mis­mos, fruto de su arrogancia, además de recordarles que siempre existe un amplio margen de incertidumbre y de imponderabili­dad, Santiago les lanza a bocajarro una pregunta inquietante: «Pero ¿que' es vuestra vida?». Podríamos traducir, libremente: «¿A eso le llamáis vida? Pensáis que es importante porque está reple­ta de cosas y de toda clase de tareas, pero en realidad no es más que vacío, vanidad, inconsistencia»5: «Sois como vapor de agua que aparece un instante y después desaparece» (v. 14). El vapor, como el humo, indica precariedad, algo efímero, fugaz, lábil...

Nos viene a la memoria la observación de Job: «Recuerda que mi vida es sólo un soplo [...]. Como nube que se esfumaypasa» (7,7.9).

Correr, agitarse, dejarse llevar del ansia espasmódica de ganar dinero no significa vivir. Significa tan sólo dar vueltas en vano. Santiago se inspira, indudablemente, en sentencias de los textos sapienciales como ésta: «El malvado recibe una paga engañosa» (Pr

5. Qo 1,2.

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11,18). Y el mismo libro de los Proverbios afirma: «No presumas del mañana, pues no sabes lo que deparará el día» (27,1).

Y hay que tener presente también la parábola de Jesús (Le 12,16-20) que tiene en el centro al hombre «necio» que «razo­na/contabiliza» satisfecho ante el libro de cuentas y, en su solilo­quio, proyecta un halagüeño futuro de una vida desahogada..., sin pensar que esa misma noche le reclamarán la vida. La parábola es introducida con una advertencia fundamental: «Mirady guardaos de toda codicia, porque, aunque alguien posea abundantes riquezas, su vida no depende de sus bienes» (12,15). Y la conclusión resulta igualmente severa: «Así es el que atesora riquezas para sí y no se en­riquece ante Dios» (12,21). Es decir, siempre se corre el riesgo de olvidar a los otros, de descuidar a los pobres y de no tener pre­sente que el revisor supremo de las cuentas es Dios.

Constantemente acecha el peligro de «razonar» (que, en rea­lidad, sería razonar mal) en términos de cifras, balances, cantidad, poder, fuerza, peso político, realizaciones imponentes, programas vistosos y llamativos... Pero desde el punto de vista de Dios, la única contabilidad -que no es tal- es aquella que, en lugar de fi­jarse en cifras, pone en primer plano a las personas, el modo de vivir.

Creo que esta página de Lucas ilustra perfectamente el pen­samiento que Santiago quiere expresar. El inventario de su fortu­na por parte del hombre rico, sus planes de ampliar sus ya abun­dantes graneros, sus consideraciones sobre el «tranquilizante» es­tado de salud de su hacienda, sus previsiones favorables de un fu­turo sin problemas, jalonado de opíparas comilonas regadas con buenos vinos, chocan contra un muro: la noche. Peor aún: «esta misma noche».

Frente a la muerte, el rico no podrá presentar tales balances. Las cifras de los beneficios ya no son legibles en aquella oscuridad total. A lo sumo, podrán emerger otras cifras luminosas (las cifras del ser, de la fraternidad, del don, de la alegría regalada, de los bie­nes compartidos, de la amistad desinteresada, del amor fiel...) que, por desgracia, parecen ausentes de sus libros de contabilidad.

«Esta misma noche te reclamarán tu vida». Muchos están pre­parados para presentar cuentas «consoladoras» (tanto del tener

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I

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romo del saber, e incluso de los éxitos obtenidos). Lo malo es que se «reclama» la vida. Hay que «razonar/contabilizar» sobre la vi­da. En efecto, hay que dar cuenta de la vida, no de las riquezas que uno ha amasado. ¿Qué has hecho de tu vida? ¿Cómo la has empleado? ¿Qué orientación le has dado? ¿Sobre qué valores e ideales la has edificado?

El rico no es estúpido porque muere, sino porque echa a per­der su vida de manera clamorosa. Aunque retrasaran cien años la • noche», seguiría comportándose como un insensato, es decir, se­guiría sin vivir.

Jesús, en el fondo, le acusa de no ser lo bastante previsor. No lia llegado a pensar «más allá» de la noche. Amplía sus graneros, pero no sus perspectivas; se deja aprisionar en el horizonte terre­no, en el horizonte de las cosas, que terminan sofocándolo.

Jesús no condena las riquezas en sí (y tampoco Santiago lo hace). Sencillamente, censura a quienes hacen un ídolo de ellas, a quien termina suplantando con ellas al Único Señor; reprueba inexorablemente a quien «atesora riquezas para sí y no se enriquece ante Dios». Y después cuestiona la mentalidad común, según la nial la vida del hombre «depende de sus bienes». Hoy se habla de ••tenor de vida», y éste se establece sobre la base de unos criterios lluramente materialistas.

Se podría incluso recuperar en sentido positivo la idea de be-nessere, en el sentido de «bene essere» («ser bien»). Lo malo es que hoy, inadvertidamente, se ha pasado del «benessere» al «star bene» («estar bien»), en sentido material6.

La codicia empobrece al hombre, empobrece al rico, le hace menos hombre, menos humano, incluso inhumano; y, finalmen-le, le vuelve ciego y, por tanto, desprovisto de la única luz capaz de iluminar la «noche» inevitable.

(>. Cf. sobre este tema las observaciones bastante agudas que hace Ricardo PETER en Onora il tuo limite, Cittadella, Assisi 1997, pp. llss. (trad. cast.: Honra tu límite. Fundamentos filosóficos de la terapia de la imperfec­ción, San Pablo, Madrid 1997).

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Humildes frente al futuro

Volvamos al discurso de Santiago. Él no niega que el cristianis­mo pueda esbozar proyectos para el futuro. Pero tiene que hacer­lo con una actitud de modestia y humildad, y siempre con una re­serva fundamental: «Si el Señor quiere» (4,15). Los seguidores del islam tienen la misma expresión: Inshallah («Si Dios quiere»).

El punto débil de los «traficantes» que están en el punto de mira de Santiago es que no tienen conciencia de sus limitaciones como criaturas y de su dependencia de Dios.

Todo proyecto que prescinde del «factor Dios» es una forma de jactancia intolerable y perversa. Habría que sacar las conse­cuencias del término «jactancia» (4,16) empleado por Santiago. Traducido en términos existenciales, podemos observar:

- El hombre se jacta a menudo de cosas vistosas e inconsisten­tes, faltas de verdadero valor.

- Se jacta del humo (que echa a la cara también a los demás).

- Se jacta de lo que hace, de lo que posee, pero no de lo que es.

- Se jacta de de los propios éxitos, de lo que ha conseguido, se­gún él, únicamente con sus propias fuerzas (¡los que se han hecho a sí mismos...!), en vez de considerar lo que ha recibi­do de Dios y de los demás.

- Y a veces incluso se vanagloria y se exhibe para que la gente lo admire por empresas de las que más bien debería avergon­zarse. Se jacta de victorias que, si se retira la costra, parecen derrotas abrasadoras.

- Se jacta cuando en realidad, y por válidas razones, debería humillarse.

Y el discurso podría alargarse sin fin. Como se ve, Santiago consigue, con una sola palabra, suscitar una serie de interrogan­tes inquietantes.

El autor de la Carta concluye su discurso, sorprendentemen­te, con una máxima, con un proverbio, aparentemente sin rela­ción explícita con lo que precede: «Aquel, pues, que sabe hacer el bien y no lo hace, comete pecado». Me parece que el sentido es bas-

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tante claro: existe, especialmente en el campo de la caridad, un pecado de omisión.

La ilación («pues...») con lo que se ha dicho anteriormente podría ser ésta: en vez de programar el futuro, que no te pertene­ce, preocúpate de aprovechar las ocasiones que se te presentan, inesperadas, para hacer un poco de bien. A fuerza de mirar lejos, se termina por no aprovechar las oportunidades que se presentan «hoy», y por no percibir las cosas (¡y a las personas!) importantes que, bajo una apariencia modesta, pasan «hoy» delante de nues­tros ojos.

Una invectiva estremecedora

«Y vosotros, los ricos, llorad y gritad por las desgracias que se os avecinan. Vuestras riquezas están podridas, vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre, y su herrumbre será testimonio con­tra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. ¡Habéis acumulado tesoros para los últimos días!» (5,1-3).

Invectiva, requisitoria, apostrofe, denuncia: Santiago recurre aquí a los amenazadores tonos y acentos típicos de los profetas; se dirige rudamente a los ricos y les arroja palabras que parecen tizones ardientes.

Santiago, ante todo, los invita a llorar y gritar por la ruina que les amenaza. Es como si les dijera: habéis echado a perder toda vuestra vida, y os habéis buscado la inevitable catástrofe con vues­tras propias manos.

De por sí, la expresión «vuestras riquezas están podridas» se re­feriría a los alimentos que se estropean, que se deterioran. No obstante, pienso que el sentido es más genérico: es el proceso por el que todas las cosas se consumen, se deshacen, se corrompen y se convierten en polvo. Y pienso también que las imágenes suce­sivas de la herrumbre que corroe (¡y que, además, se levanta des­pués para dar testimonio contra los propietarios de aquellos teso­ros!) y de las polillas que devoran los vestidos suntuosos, hay que entenderlas en sentido simbólico: todo se arruinará, se destruirá.

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En otras palabras: también los bienes más sólidos y los signos de prestigio quedarán reducidos a cenizas.

El propio Jesús había exhortado a los discípulos en este sen­tido: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrum­bre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonad más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,19-21).

Santiago añade: «¡Habéis acumulado tesoros para los últimos dí­as!» (5,3), en lo cual se percibe un áspero sarcasmo. Es como si di­jera: «Seguid con vuestros tesoros... ¡Veamos para qué os sirven!. En realidad, esos tesoros no tendrán ningún valor, ninguna vali­dez, para los "últimos días"; serán como moneda sin valor (o sin curso legal en el Reino), como papel mojado o, peor aún, quema­do. Y ahora resulta que tenéis en la mano un puñado de cenizas. ¡Menudo éxito!».

El león glotón

Desearía volver al término «pudrirse» o «corromperse», que po­dría leerse también en otro contexto: el rico, el glotón, acumula tal masa de bienes que sólo puede gozar de ellos en una mínima parte. Entonces esas riquezas se corrompen, se pudren, porque no han sido utilizadas (y menos aún en beneficio de los demás). Y el rico prefiere ver cómo se marchitan y se descomponen, antes que compartirlas con otros y adoptar un estilo de vida caracterizado por la sobriedad o, al menos, no tan clamorosamente insultante para quien no tiene nada. Concentrado en su plato lleno a rebo­sar, no ve al pobre, prefiere que su pan termine en la basura antes que compartirlo.

Un comentarista social ha observado cómo un determinado individuo enormemente rico y poderoso {made in Italy) gasta en cuidar las petunias que adornan sus numerosas «villas» una can­tidad de dinero que bastaría para acabar con el hambre de un ba­rrio entero de una gran ciudad.

En relación con esto hay un cuento muy hermoso contado por Roy Lewis:

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SEGUNDO TEMA: LOS RICOS Y LOS POBRES

«Érase un león muy grande que era el mejor cazador que se conocía. Siempre cobraba piezas y podía con cualquier animal de la selva: tal era su agilidad y tan terribles sus garras.

»Le encantaba cazar, y podía atrapar sin problemas dos o tres piezas al día. Pero le irritaba que muchos otros pretendieran aprovecharse de su habilidad. Aceptaba incluso dar algo a los otros leones, pero le enfurecía el que hienas, chacales, buitres y milanos viniesen también a participar de su cena... y también los hombres-mono, pues en esta época los hombres-mono eran tam­bién carroñeros.

»"Yo hago todo el trabajo", gruñía el león, "y estos inútiles es­peran aprovecharse de los resultados sin hacer el menor esfuerzo. ¿Por qué tengo que compartir mi comida con ellos? ¡No pienso hacerlo!". Pero cazaba tantas piezas y tan grandes que no podía comérselas todas. Ningún león puede.

«Primero intentó matar a los carroñeros, pero ello no sirvió sino para que aumentara el número de piezas sobrantes. Se dio cuenta de que el único medio de reservar su carne sólo para sí era comérsela toda. Y lo intentó. Aun después de haberse hartado, seguía comiendo, y comiendo, y comiendo...

«Lógicamente, se le producían tremendas indigestiones. La vida se convirtió para él en un calvario, y engordó terriblemente. Pero le producía tal placer ver las expresiones de frustración de hienas y hombres-mono que siguió matando y comiendo en can­tidades enormes. Así que acabó muriendo a una edad muy tem­prana y, como era sencillamente inmenso, proporcionó tanta co­mida a hienas, buitres, chacales y hombres-mono como les habría proporcionado si hubiese compartido con ellos sus presas de mo­do normal.

»"¿Y por qué murió?", preguntaron los niños. »"Por una degeneración adiposa del músculo cardíaco... agra­

vada por una misantropía aguda"»7.

7. Ilpiú grande uomo scimmia del Pleistocene, Adelphi, Milano 1992, pp. 159-160 (trad. cast.: El fin del Pleutoceno, Dronte, Barcelona 1976).

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ESTE ES EL CRISTIANO... Y ESTE SU DIOS

La injusticia, un grito que llega hasta Dios

Santiago no ha agotado aún sus municiones, y el blanco de sus ti­ros sigue ahí, al alcance de su pluma:

«Mirad, el salario de los obreros que segaron vuestros cam­pos y que no habéis pagado está gritando; y las protestas de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejér­citos. Habéis vivido lujosamente sobre la tierra y os habéis saciado de placeres; habéis engordado para el día de la ma­tanza. Habéis condenado y matado al justo, y él no puede ofrecer resistencia» (5,4-6).

Cito el comentario, siempre incisivo y esencial, que de este pasaje —el más duro de toda la Carta— hace B. Maggioni, el cual distingue cuatro pecados cometidos por el rico con su actitud:

«El primer pecado es el denunciado en el fragmento anterior a propósito de la riqueza que se marchita. Esto muestra que lo que mueve al rico a acumular (y a cerrar los ojos y hacer oídos sordos frente a la pobreza que le rodea) no es la necesidad, sino la avi­dez. El rico posee por poseer. No se desprende de nada y retiene más de lo que necesita.

»El segundo pecado es la injusticia. El rico es un ladrón que de­frauda a los obreros el salario justo (5,4). Se trata de jornaleros que se fatigan en los campos durante todo el día, del alba a la tar­de, o "de sol a sol", por poco o por nada. El rico no escucha sus lamentos, que, sin embargo, son tan sonoros como un trueno o como el fragor del mar tempestuoso que rompe contra las rocas de la orilla (éste es, en efecto, el sentido de boai, de donde viene «boato»). Pero si bien el rico está sordo, Dios está atento: el la­mento de los segadores "ha llegado a los oídos del Señor".

»El tercer pecado del rico es la vida que lleva (5,5). Santiago la describe con tres verbos. El primero (trufao, que hemos traduci­do con la expresión "vivir lujosamente") expresa el comporta­miento perezoso y despreocupado propio de quien se pasa la vi­da en medio de todo tipo de frivolidades y comodidades, sin pe­gar ni golpe. El segundo (spatalan: hacer fiesta, banquetear) indi-

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SEGUNDO TEMA: LOS RICOS Y LOS POBRES

ca una vida desordenada, además de inútil. El rico es desordena­do en su búsqueda del placer, voraz como el glotón, que come hasta sentir náuseas. El tercer verbo (trefein) tiene menos colori­do que los dos primeros y en realidad significa, simplemente, ali­mentarse. Me parece, no obstante, que aquí, en este contexto, asume un significado peyorativo, y por eso lo he traducido como "engordar".

»El cuarto pecado es la violencia (5,6a): el rico condena y mata (foneuein: eliminar a alguien con violencia, asesinar). El rico es un prepotente que arrastra al pobre ante los tribunales, acusándolo falsamente y corrompiendo a los jueces para obtener sentencias favorables a él. Y si no le basta con condenar al pobre, el rico está dispuesto también a suprimirlo. La particular gravedad de la vio­lencia del rico es que se dirige contra quien está en su derecho. Por eso Santiago no habla aquí de "pobre", sino de "justo"»8.

Y la matanza continúa

Santiago menciona amenazadoramente el «día de la matanza» (al­gunos, como F. Mussner, prefieren la expresión «día del matade­ro»), en el que caerán inexorablemente los ricos prevaricadores, injustos y homicidas. Pero tenemos que reconocer, amargamente, que en el mundo de hoy la matanza sigue siendo realizada por ellos también a nivel planetario. Fijemos, pues, algunos puntos:

a) Las vivas acusaciones de Santiago denuncian y condenan no sólo a los capitalistas individuales cuya riqueza ha sido ama­sada en detrimento de la justicia, sino también a una socie­dad injusta.

b) Aplicadas a nuestro tiempo, aquellas denuncias podrían diri­girse también a las naciones ricas, que han «empobrecido» a continentes enteros explotando sus recursos para beneficiarse de ellos, sin dejar ni siquiera las migajas; más aún, conside­rando a aquellas poblaciones miserables como «deudoras» con respecto a ellas.

8. B. MAGGIONI, op. cit, pp. 142-143.

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c) En la perspectiva antes aludida, «matar al pobre» puede signi­ficar también dejarlo morir en su miseria, privado de los me­dios más elementales para sobrevivir. Esos colosos que son las grandes industrias farmacéuticas, por ejemplo, que gravan con precios insostenibles sus medicamentos —que podrían cu­rar enfermedades devastadoras (como el sida)-, se contami­nan precisamente con el delito denunciado por Santiago.

d) Hoy los responsables de las altas finanzas, los importantes eje­cutivos de «cuello blanco», además de ensuciarse regularmen­te las manos con la sangre de los pobres, no dudan en recurrir al crimen cuando se trata de conseguir ciertos fines perversos.

Recorriendo la Biblia

Para sostener el discurso desarrollado con arrebato inaudito por Santiago, es útil también referirse a la Biblia. Dejando a un lado las páginas de los profetas, demasiado conocidas por su virulencia, citamos otros pasajes útiles para la reflexión... y el remordimiento.

Sobre el tema de la vanidad de las riquezas podría ser útil me­ditar asiduamente el Salmo 49, hasta llegar a convencernos de que realmente las riquezas no son nada. Hay que tener presente sobre todo aquel estribillo insistente: «El hombre opulento no entiende» (w. 13.21). Lo cual equivale a decir que el culto a Mammón em­brutece, provoca una especie de «chochez», embota la inteligencia de las personas, las cuales terminan no comprendiendo nada, con­fundiendo el sentido de las cosas, perdiendo el contacto con la rea­lidad e invirtiendo la jerarquía de valores.

A medida que acumulas, además de volverte estúpido, te em­pobreces. Mejor dicho, es el dinero lo que te empobrece. Ante to­do, en un nivel humano. Te engañas pensando que, bajo la pro­tección de las riquezas, tu vida está segura. En realidad, el dine­ro-ídolo te quita vida, alegría de vivir, sentido de la gratuidad y de la fraternidad. Te arrebata tu espontaneidad.

Por la sed y el ansia de dinero, te agitas, te preocupas, te afa­nas... Con la obsesión de ganar mucho más de lo que necesitas pa­ra vivir, acabas perdiendo de vista el significado de la vida. Atormentado por el ansia de que no te falte de nada, terminas por

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faltarte a ti mismo. Una vida perennemente apresurada, agitada por las prisas, devorada por el ansia de ganar cada vez más, de ob­tener la mayor ganancia posible..., ya no es vida, sino esclavitud.

Mammón, con el espejismo de dártelo todo, te lo arrebata to­do. Particularmente, te oculta la realidad. Te venda los ojos. De este modo, no ves los límites, la precariedad de los bienes, la fra­gilidad de todas las cosas y tu propia fragilidad.

Piensas que te aseguras la tranquilidad y la solidez, que huyes de la provisionalidad acumulando bienes. ¡Y no te das cuenta de que acumulas inconsistencia, vanidad, humo!

Este tremendo pasaje de la Carta de Santiago lo ilustra per­fectamente el episodio bíblico del pobre Nabot, que no posee más que su viña y su dignidad «intangible», y el rico y despreciable rey Ajab, apoyado e instigado por la pérfida y frivola Jezabel, vene­nosa como una víbora (1 Re 21).

Después de que el pobre y testarudo Nabot («No cederé mi vi­ña») ha sido asesinado cruelmente, el rey «se levantó y bajó a la vi­ña de Nabot, el de Yizreel, para tomar posesión de ella». Pero en ese momento se produce un contratiempo imprevisto. En efecto, el profeta Elias dirige al rey para echarle en cara, sin demasiadas cautelas diplomáticas, una severa crítica: «¿Has asesinado y preten­des tomar posesión?... Te has vendido...». Resulta inquietante el contraste entre tomar posesión (que, en realidad, es un «usurpar») y venderse. Es decir: has ampliado, de acuerdo con tus proyectos infames, tus propiedades, pero al mismo tiempo te has vendido a ti mismo.

Quien se engaña pensando que con la fuerza persuasiva del dinero puede comprarlo todo y a todos (incluidos los jueces), no se da cuenta de que es él quien «se vende» al peor postor, es de­cir, al dinero, hasta convertirse en rehén de él para siempre.

Un discurso dirigido también a la Iglesia

Sería de desear que los hombres de Iglesia, en todos los niveles, tal vez inspirándose en Santiago, encontraran el coraje de los pro­fetas y de los Padres antiguos para denunciar a Mammón y los daños provocados por este culto tan ampliamente practicado.

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Hablamos con toda razón y nos comprometemos en el fren­te de la «defensa de la vida». Pero me parece que nos olvidamos de que la vida auténtica tiene que ser defendida también de Mammón, que la corrompe, pudre su raíz, la falsifica, provoca su degeneración y la vacía de sustancia humana.

El dinero no puede ser bendecido; y, desde luego, el que ha sido obtenido a base de injusticia y de otros medios ilícitos no puede ser en ningún caso «reciclado» a base de rociarlo con agua bendita e introduciendo ostentosamente un cheque más o menos sustancioso en el cepillo de las limosnas o haciendo otra clase de donativos.

El dinero-ídolo tiene que ser exorcizado recurriendo tal vez a un ritual duro, impopular, marcado por palabras ásperas y, en cualquier caso, tan inequívocas como las empleadas por Santiago.

Y no olvidemos que las riquezas, como ya hemos indicado, pueden provocar en quien las posee y es poseído por ellas fenó­menos de saciedad {«¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!»: Le 6,25), complacencia, satisfacción estúpida. Demasiada gente se siente «consolada» por Mammón. En ese caso, la tarea especí­fica de los servidores del Único Señor consistiría en afligir a los «consolados» (que es la otra cara de la bienaventuranza evangéli­ca: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados»: Mt 5,5), perturbar sus sueños, arruinar sus plácidas digestiones, hacer que se les indigesten los alimentos que ingieren, hacer que las campanas suenen a muerto por ellos.

Hay que «alarmar» a los ricos, en vez de tranquilizarlos. Hay que encontrar el modo de hacer que se encuentren mal, si se quie­re despertar en ellos el deseo de Dios.

Todo lo contrario de cortejarlos...

Se dice que el dinero no huele mal. Y es verdad, pero sólo hasta cierto punto. A veces exhala un olor que atonta. Y algunos «administradores de los misterios de Dios» lo confunden con el aroma del incienso (que tal vez ya ni siquiera conocen).

Sobre todo la Iglesia tiene que recuperar realimente, y no só­lo de palabra y en declaraciones oficiales, una dimensión de po­breza. Una pobreza bien visible, evidente, a través de signos con-

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SEGUNDO TEMA: LOS RICOS Y LOS POBRES

cretos y el abandono de otros signos que, de hecho, desmienten la pobreza profesada.

No basta con declarar enfáticamente que la Iglesia está de parte de los pobres. Es la Iglesia misma la que debe ser pobre. Sólo una Iglesia pobre adquiere credibilidad en el anuncio del Evangelio de Nuestro Señor.

San Felipe Neri amonestaba: «Tenedlo bien presente: si que­réis hacer fruto en las almas, dejad en paz sus bolsillos».

Asesino de sí mismo

Santiago denuncia sin medias tintas a los ricos que no dudan en asesinar «al justo» (5,6). No obstante, hay que poner de manifies­to que el rico corre el riesgo de matarse, en primer lugar, a sí mis­mo. Tratemos de reflexionar. Con el dinero no sólo se corrompe a los otros, sino que se corrompe uno mismo. Un individuo, cuan­do se deja seducir por Mammón, se convierte en otra persona, se vuelve irreconocible, lleva una vida aparente. Todo queda conta­minado por la mentira. Julien Green observó: «Lo que el hombre hace con el dinero es desagradable. Pero lo que el dinero hace del hombre es espantoso, una cosa horrible».

De algunos individuos «poseídos» por Mammón (y hay ejemplares significativos que han conseguido colocarse en niveles altísimos) se podría decir, tomando prestado el título de un libro terrible de Primo Levi: «Si esto es un hombre...».

Los profetas, como ya hemos recordado, denunciaron con pa­labras de fuego el culto a Mammón, que asume contornos de in­justicia y crueldad (y Santiago sigue su rastro), porque las vícti­mas predestinadas son los pobres, los débiles, los pequeños, los indefensos, los «justos», hasta tal punto que resulta ser uno de los cultos más crueles. Con todo, hay otra víctima de este culto a los bienes terrenos, y es la misma persona que lo practica.

Observa un conocido exegeta: «Podríamos pensar que el hom­bre es el gran beneficiado, al menos en este mundo. Cometería­mos un grave error. Aunque el hombre se imagina dominar esa riqueza, es ella quien lo domina a él. No se trata sólo de que aca­para su vida y le exige un esfuerzo continuo. Se trata de que lo destruye interiormente, cerrándolo a Dios, al prójimo y a su mis-

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ma realidad profunda. El culto al dinero es una de las formas más claras de alienación»9.

Aquel que suprime el mundo

Dos citas recabadas fuera del área estrictamente religiosa. Decía Albert Camus: «Debería darnos vergüenza ser felices nosotros solos... La vida volcada en el dinero es muerte».

Debemos a Emmanuel Mounier uno de los retratos más rea­listas del rico:

«El rico: el hombre a quien nada se le resiste. El rico tiene los medios para suprimir el mundo. [...]

»No más contactos con los hombres. Siempre, entre él y los demás, el dinero, que nivela las resistencias, falsea las palabras y las conductas. [...]

»De este modo, el rico se desentiende progresivamente del otro. Lo malo es que cree poseer el mundo porque lo suprime. Este poder mediocre, por materia interpuesta, en lugar de la ver­dadera posesión que es la del don, se reconoce por la fatuidad ventajista, por la sonrisa florida, por la seguridad mecánica en la apariencia que utilizará para componer su figura y el estilo mis­mo de su vida.

»Riqueza: nombre usurpado. "Riqueza" que enmascara no so­lamente a los ricos, sino al mundo ante ellos. Riqueza que nive­la, riqueza opaca, psicologías simplificadas, pobres psicologías cobardes, cobardes en el designio y cobardes ante la vida. Sólo la pobreza, en verdad, porque ella desnuda las almas ante la expe­riencia y las enfrenta a su verdad, conoce las suntuosidades del mundo. [...]

»E1 rico no conoce más que un tipo de relaciones humanas: la consideración. Poco le importan las almas, siempre que las ro­pas y las bocas satisfagan el código de la consideración. Todos los sentimientos decaídos quedan atados a esa carroza»10.

9. J.L. SlCRE, Profetismo en Israel, Verbo Divino, Estella 1992, p. 380. 10. E. MOUNIER, «Revolución personalista y comunitaria», en El personalis­

mo. Antología esencial, Sigúeme, Salamanca 202, pp. 136-137.

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SEGUNDO TEMA: LOS RICOS Y LOS POBRES

¿Hay salvación para el rico?

Pero ¿existe posibilidad de salvación para el rico? Ciertamente, Santiago no la excluye, aunque no habla de ella explícitamente.

Queda una palabra inquietante de Jesús: «Yo os aseguro que un rico difícilmente entrará en el Reino de los Cielos. Os lo repito: es más

fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico en­tre en el Reino de los Cielos» (Mt 19,23-24).

Como diría G.K. Chesterton: pidieron ayuda a los industriales y a los zoólogos. Los primeros se afanaron por fabricar una aguja desmesurada, de modo que a través de su ojo pudiera pasar (como bajo un arco de triunfo) un camello de jorobas prominentes.

Los zoólogos, por su parte, para no ser menos, se devanaron los sesos con el fin de producir una especie de camellos minúscu­los, en miniatura, de modo que pudieran pasar sin excesiva difi­cultad por el ojo de la superaguja construida por los primeros.

Pero los intentos -que son los de los intérpretes... minimiza-dores- no han conseguido acallar aquellos inquietantes «en ver­dad os digo», «os lo repito...».

En cualquier caso, Jesús especificó: «difícilmente»; pero no ex­cluyó de manera absoluta la posibilidad de salvación. Por otro la­do, él mismo realizó un experimento positivo, en este sentido, en el caso de Zaqueo (Le 19,1-10). Si es difícil que un rico «entre» en el Reino, tal vez quede siempre la posibilidad de que el Maestro «entre» en casa del rico. Zaqueo se presta al experimen­to y termina descubriendo a los otros, dándose cuenta del «de­masiado» que estaba acumulado en su estancia. Percibe a los po­bres, a los que asigna la mitad de sus propios bienes adquiridos de manera no excesivamente honesta. Y decide también restituir lo robado (aumentado cuatro veces, para estar más seguro) a quien ha sido defraudado.

Así pues, la salvación del rico consiste en «reconocer» al po­bre, en darle la preferencia (y aquí retomamos el discurso anterior de Santiago acerca de cómo el pobre debería tener el primer puesto en las asambleas litúrgicas).

Los pobres son los clientes privilegiados del Reino. «Biena­venturados vosotros, los pobres, porque el reino de los cielos os pertene-

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<r» (Le 6,20). Bossuet ofrece una indicación preciosa a los ricos para que puedan descubrir este tenue hilo de salvación: «La Iglesia es verdaderamente la ciudad de los pobres. Los ricos, no tengo miedo a afirmarlo, por pertenecer en su calidad de ricos al séquito del mundo, apenas son tolerados en ella... Los ricos son extranjeros, pero el servicio de los pobres los naturaliza».

El rico, si quiere salvarse, tiene que reconocer el derecho pri­vilegiado del pobre. Presentarse humildemente delante de él y pedirle la ciudadanía en la Iglesia.

Como se ve, estamos muy lejos de la concepción del pobre como «medio» para mi salvación, el pobre como peldaño provi­dencial de la escala -por lo demás problemática- que conduce al Paraíso (una concepción instrumental e inaceptable).

Aquí se trata de reconocerse como «intrusos» en el Reino. Se trata de considerar al pobre como exclusivo «derechohabiente». De respetarlo, no de convertirlo en objeto de beneficencia. De honrarlo, no de ejercer la caridad con él. De amarlo, no de llenarle el estómago. De pedirle con humildad, no de darle or-gullosamente.

«Nadie se ensoberbezca porque da al pobre. No diga en su corazón: "Yo doy, él recibe. Yo acojo, él no tiene ni siquiera un te­cho". Tal vez te falte más a ti. Tal vez aquel a quien tú acoges sea un justo: él tiene necesidad de un techo, tú del cielo; él no tiene dinero, pero a ti te falta la justicia» (san Agustín).

La salvación del rico consiste, fundamentalmente, en el deber de la astucia. Es decir, en descubrir que las llaves del Reino están en las manos del pobre. Por lo cual tiene que pedir al pobre per­miso para entrar...

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Tercer tema

La verdadera y la falsa sabiduría

La sabiduría dada

«Si alguno de vosotros carece de sabiduría, que la pida a Dios, que da a todos generosamente y sin echarlo en cara, y se la dará. Pero que la pida con fe, sin dudar, porque quien duda se parece a una ola del mar zarandeada y agitada por el viento. Que no piense recibir cosa alguna del Señor un hom­bre como éste, un hombre inconstante e inestable en todas sus acciones» (1,5-8).

Santiago no se preocupa de definir la sabiduría ni de explicar en qué consiste exactamente. No obstante, en su intento particular, que es el de esbozar un proyecto de vida cristiana, se intuye que no se trata de ciencia ni de cultura, ni siquiera de la sabiduría de tipo filosófico, sino de algo que tiene que ver con un cierto mo­do de plantear la propia existencia.

Esta sabiduría se puede obtener como don de parte de Dios, y por eso hay que pedirla en la oración, la cual debe responder a estas características:

- hay que partir de la conciencia de que tenemos necesidad de ella (y aquí empiezan las dificultades, pues todos cre­en que poseen incluso demasiada sabiduría, tal vez por­que la confunden con la astucia, con la capacidad para «arreglárselas»);

- hay que hacer la oración con fe-confianza, excluyendo las vacilaciones1.

1. Estos dos aspectos de la oración han sido ya ilustrados en relación con el tema de la fe.

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Dios aparece aquí (y no es la única vez en la Carta) como el Dador que da generosamente, de buen grado, con sencillez y de­licadeza (podría decirse humildemente), sin «echar en cara» (lite­ralmente, sería «reprochar»), sin exagerar sus dones, sin humillar e incomodar a quien recibe (no basta, en efecto, con ser capaces de dar, sino que además hay que hacerlo de una cierta manera: hay un estilo que revela si uno es verdaderamente «señor». Se po­dría afirmar, al observar ciertas actitudes, que existe incluso una vulgaridad en quien da, en quien se exhibe como bienhechor2).

Dios da con la gratuidad más absoluta. No exige ser corres­pondido. Le basta con cerciorarse de que sus dones son utiliza­dos, funcionan...

¿Para qué sirve la sabiduría?

Hemos mencionado el hecho de que Santiago no explica qué es lo que él entiende por «sabiduría». No es difícil, sin embargo, in­tuir cuál es su perspectiva si se lee el célebre pasaje donde Salomón, precisamente en la oración, pide al Señor el don de la sabiduría:

«Dios de mis antepasados, Señor de misericordia, que hiciste todas las cosas con tu palabra, y con tu sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre tus criaturas, gobernase el mundo con santidad y justicia y juzgase con rectitud de espíritu; dame la Sabiduría entronizada junto a ti y no me excluyas de entre tus hijos. Porque soy siervo tuyo, hijo de tu esclava, un hombre débil y de vida efímera, incapaz de comprender el derecho y las leyes.

2. Hay un texto bastante significativo, a este respecto, en el Sirácida: «El re­galo del necio no te sirve de nada, porque sus ojos desean recibir más de lo que han dado; da poco y todo te lo echa en cara, mientras abre la boca como un pre­gonero; presta hoy y reclama mañana: un hombre así es detestable» (Sir 20,14-15).

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TERCER TEMA: LA VERDADERA Y LA FALSA SABIDURÍA

Pues, aunque uno sea perfecto entre los hombres, si le falta la sabiduría que viene de ti, será tenido en nada. [...] Contigo está la Sabiduría que conoce tus obras, que estaba a tu lado cuando hacías el mundo, que conoce lo que te agrada y lo que es conforme a tus decretos. Envíala desde el santo cielo, mándala desde tu trono glorioso, para que me acompañe en mis tareas y pueda yo conocer lo que te agrada. Ella, que todo lo sabe y comprende, me guiará prudentemente en mis empresas y me protegerá con su gloria. Así mis obras serán aceptadas [...]. ¿ Qué hombre puede conocer la voluntad de Dios? ¿Quiénpuede considerar lo que el Señor quiere? Los razonamientos de los mortales son tímidos e inciertas nuestras ref exiones; pues el cuerpo mortal oprime el alma y la tienda terrenal abruma la mente reflexiva. [...] ¿Quiénpuede conocer tu voluntad, si tú no le das la sabiduría y le envías tu espíritu santo desde el cielo? Así se enderezaron los caminos de los habitantes de la tierra, los hombres aprendieron lo que te agrada y se salvaron gracias a la sabiduría»

(Sab 9,1-6.9-12.13-15.17-18).

Algunas observaciones sobre esta página fundamental, que nos ayuda a comprender el pensamiento de Santiago:

- La sabiduría no es fruto de conquista alguna por parte del hombre: es «dada» desde el cielo, lo cual presupone una actitud de humildad y sentido de la propia insuficiencia. Se dirige una invitación a la modestia, con la conciencia de que «-los razonamientos de los mortales son tímidos» (v. 14).

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- Sin sabiduría, el hombre es «tenido en nada», aunque posea muchos bienes y ocupe puestos importantes.

- Hay una insistencia particular en el hecho de que la sabi­duría permite realizar lo que «es aceptado» por Dios. Lo cual excluye la preocupación de agradar a los hombres.

- La sabiduría, que estaba presente en el momento de la creación, nos introduce en el plan de Dios. El hombre tiende a meterse en «senderos torcidos», que desvían. La sa­biduría lo introduce de nuevo en la armonía querida por el Creador. La sabiduría, en cierto sentido, sirve para en­derezar los caminos torcidos, trazados y seguidos por los hombres que se han desorientado.

La sabiduría del corazón

La Biblia habla de «sabiduría del corazón». Así pues, el corazón tiene un papel que desempeñar. La mente por sí sola no basta. Hay en un salmo una expresión significativa en este sentido: «En­séñanos a contar nuestros días, y alcanzaremos la sabiduría del cora­zón» (Sal 90,12).

Hay que ir más allá de una contabilidad numérica. Todos so­mos capaces de contar los días y (por desgracia) los años. Pero existe una contabilidad de tipo sapiencial que calcula -y pesa- los días, no en función de los números, sino en función de lo que uno mete dentro de ellos. Es decir: ¿cuáles son los valores por los que vives, los ideales que inspiran tu existencia? ¿De qué llenas tus días? ¿Cuáles y cuántos son los días en que has vivido verdadera­mente como hombre, como cristiano?

Uno puede durar incluso cien años y derrochar toda la vida, hacerla insignificante, inútil, banal. Acumular un número des­proporcionado de años y no vivir ni siquiera un solo día como hombre.

En el fondo, a través de la petición expresada en el Salmo de­cimos a Dios: enséñanos a contar los días que cuentan...

Ésta es la sabiduría del corazón.

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TERCER TEMA: LA VERDADERA Y LA FALSA SABIDURÍA

Una sabiduría caracterizada por la mansedumbre

«¿Quién hay entre vosotros sabio y experimentado? Que muestre con la buena conducta sus obras inspiradas en la mansedumbre de la sabiduría. Pero si tenéis en vuestro co­razón amarga envidia y espíritu de rivalidad, no os jactéis ni mintáis contra la verdad. Tal sabiduría no desciende de lo al­to, sino que es terrena, carnal, demoníaca; porque donde hay envidia y espíritu de rivalidad, hay desorden y toda clase de obras malas.

En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, en pri­mer lugar, pura; además pacífica, mansa, tolerante, llena de misericordia y de buenos frutos, imparcial, sin hipocresía. Frutos de justicia siembran en paz quienes procuran la paz» (3,13-18).

Algunos intérpretes piensan que este fragmento constituye el centro de toda la Carta y contiene la síntesis de todo el pensa­miento de su autor.

Santiago compara dos tipos de sabiduría: la que viene «de lo alto» y la «terrena». Una es falsa, y la otra auténtica. Y el criterio para distinguirlas se indica con claridad: la mansedumbre (o dul­zura, o bondad...).

La falsa sabiduría es caracterizada como «demoníaca» o «diabó­lica». El diablo es el que divide. De hecho, esta sabiduría provoca divisiones, laceraciones en el tejido de las relaciones comunitarias.

Es significativo el verbo empleado al principio: «muestre». El sabio no es una persona que habla o enseña, sino que «muestra» un comportamiento ejemplar, inspirado en la mansedumbre evangélica.

El carácter pendenciero, los celos, las envidias, las contiendas, las rivalidades, los fanatismos y la susceptibilidad son signos ine­quívocos de falta de sabiduría.

Santiago no ahorra adjetivos para calificar la verdadera sabi­duría, la que «viene de lo alto», que es:

- «pura», es decir, íntegra, sencilla, sin engaños y tortuosida­des; va directa al objetivo;

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- «pacífica» y, por tanto, carente de animosidad, agresividad, fanatismo, intolerancia;

- «mansa», sin dureza; se podría decir también equilibrada, moderada, amable, cordial;

- «tolerante», es decir, indulgente, conciliadora, condescen­diente; el sabio no se obstina en cosas o cuestiones fúti­les, porque sabe lo que es importante y esencial; posee una escala de valores que le permite redimensionar todas las cosas;

- «llena de misericordia y de buenos frutos»: hay que tener pre­sente que en la tradición bíblica la misericordia es una ca­racterística esencial de Dios3, el Dios que tiene «entrañas de misericordia» y que Pablo define como «rico en misericor­dia» (Ef 2,4): los buenos frutos pueden referirse a la acti­vidad actual, pero también pueden ser vistos en la pers­pectiva del juicio final;

- «imparcial»: corazón indiviso, la vida como realidad unita­ria en el nivel individual; pero también ausencia de discri­minaciones en el plano de las relaciones interpersonales; el sabio, en este segundo sentido, es una persona que en su relación con los otros no se deja determinar por simpatías o antipatías, por partidismos y prejuicios;

- «sin hipocresía»: el sabio es ajeno a simulaciones, subterfu­gios, trucos, astucias de toda clase; «es», no interpreta un papel; el sabio es una persona «verdadera».

Santiago concluye con una expresión muy hermosa: «Frutos de justicia siembran en paz quienes trabajan por la paz» (3,18). Se subraya la importancia de quienes «trabajan por la paz», cultivan la obstinación de la paz, a menudo ultrajados y considerados fue­ra de la realidad por quienes piensan que las guerras son inevita­bles e incluso necesarias.

Mateo dedica una bienaventuranza a los «los que hacen la paz» (eirenopoioi). Y en Isaías hay una visión admirable (y espere­mos que nadie la considere utópica e irrealizable):

3. Ex 34,6; Dt 5,10; Ga 2,13; Sal 145,8; 1 Pe 1,3.

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«Alfin será derramado desde arriba sobre nosotros el espíritu. Se hará la estepa un vergel, y el vergel será considerado como selva. Reposará en la estepa la equidad, y la justicia morará en el vergel; el producto de la justicia será la paz; el fruto de la equidad, una seguridad perpetua. Y habitará mi pueblo en albergue de paz, en moradas seguras y en posadas tranquilas. La selva será abatida, y la ciudad hundida. Dichosos vosotros, que sembraréis cabe todas las corrientes y dejaréis sueltos el buey y el asno»

(Is 32,15-20).

Existe, pues, una conexión muy estrecha entre justicia y paz, y Santiago la pone de manifiesto. En su perspectiva, en un mun­do donde aparecen los frutos envenenados del odio y de la vio­lencia, «quienes trabajan por la paz» ciertamente no pueden cam­biar de golpe un estado de cosas inaceptable. Ni lo pretenden. No obstante, se obstinan en esparcir semillas de las que pueda nacer un mundo más justo y humano y, por tanto, agradable a Dios.

R. Fabris saca estas conclusiones: «El proyecto de vida recomendado por Santiago con la ex­

presión "sabiduría de lo alto" no puede ser reducido a un ideal éti­co que apela a las mejores aspiraciones humanas. En su orienta­ción decididamente práctica, el discurso de Santiago conserva una dimensión teológica. De hecho, la sabiduría de lo alto es un don de Dios, del cual proviene todo bien. Por eso, quien se deja guiar por esta sabiduría de lo alto nunca podrá considerarse due­ño de sí y de los otros, porque su respuesta al don de la vida es un amor activo y desinteresado. Este amor es la piedra de toque de un proyecto de vida inspirado en la sabiduría don de Dios. Un as­pecto de este estilo de vida sapiencial es su dimensión comunita­ria y social. Ésta se construye sobre relaciones personales profun-

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das -"en el corazón", dice Santiago- y promueve una mentalidad nueva que elige la estrategia del amor para construir relaciones justas y pacíficas en todos los ámbitos de la vida familiar, social, eclesial y pública»4.

Pero ¿con quién la tiene tomada Santiago?

«¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vo­sotros? ¿No es de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros? ¡Codiciáis y no conseguís poseer, y matáis; envi­diáis y no conseguís obtener, combatís y hacéis la guerra! No tenéis porque no pedís; pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastarlo en vuestros placeres» (4,1-3).

Y aparece de inmediato una cuestión que no podemos evitar: cuando Santiago habla de enfrentamientos, guerras, envidias, pasiones desenfrenadas..., ¿a qué se refiere? ¿Acaso su diagnósti­co despiadado se refiere al mundo externo o bien toca de lleno el tejido de la vida comunitaria? B. Maggioni no tiene dudas al respecto:

«No está hablando de la sociedad y del mundo, sino de la Iglesia. La perspectiva es intraeclesial, y las "guerras" y las "con­tiendas" sobre cuyo origen se pregunta ("de dónde proceden") son una realidad dentro de la Iglesia {"entre vosotros'').

«Algunos piensan que guerras y luchas -como los verbos "ma­táis, combatís y lucháis" (4,12)- son términos demasiado fuertes para ser aplicados a las discordias humanas. Por eso es mejor -se concluye- leer el pasaje en una perspectiva más anónima: una descripción de la sociedad y de la humanidad de siempre, más que una descripción de una real y concreta situación eclesial. Pero es una opinión insostenible. De hecho, todo el contexto muestra que el discurso está dirigido a las Iglesias.

4. R. FABRIS, Lettera di Giacomo. Introduzione, versione, commento, EDB, Bologna 2004, p. 263.

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TERCER TEMA: LA VERDADERA Y LA FALSA SABIDURÍA

«Ciertamente, el lenguaje que Santiago emplea aquí es una especie de estereotipo que, aplicado a las situaciones comunita­rias, debe, evidentemente, ser comprendido en un sentido más débil. Pero no del todo. En cualquier caso, ya es importante el simple hecho de que Santiago recurra a tal lenguaje. Obviamente, las guerras y los grandes egoísmos que desgarran desde siempre a la humanidad, y las más modestas discordias (¡tal vez más modestas sólo en apariencia!) que dividen a las comuni­dades, tienen para él ciertas analogías entre sí: son, cuando me­nos, el fruto de las mismas pasiones (4,1b). Las facciones que se enfrentan ásperamente en la comunidad son para Santiago el sig­no visible de que el mundo ha entrado en la Iglesia, hasta el pun­to de que las palabras y las imágenes que definen los rasgos ne­gativos del mundo pueden ser aplicadas también a la Iglesia»5.

Por desgracia, no ha cambiado nada

Conviene que no caigamos en ilusiones falaces. La página de Santiago no ha sido en modo alguno superada por la realidad. Por el contrario, «fotografía» con cruda evidencia la situación de mu­chas comunidades. Su cuadro, con personajes que se pueden identificar fácilmente, tiene un realismo desconcertante, es «pa­recidísimo» a la realidad.

Tenemos que admitir que las envidias, las competiciones, las rivalidades, las contiendas y la intolerancia, acompañadas de gol­pes bajos y maldades de todo tipo, se desarrollan también alre­dedor de los altares e incluso alrededor del Libro (algunos de cu­yos, por desgracia, lo convierten en un pretexto para desahogar sus susceptibilidades, resentimientos, animosidades y polémicas venenosas).

Parece que el cactus se ha convertido en la planta símbolo de muchos ambientes religiosos. Ni siquiera faltan las maquinacio­nes, las intrigas y el espíritu partidista. Incluso se hace alarde, sin

5. B. MAGGIONI, La lettera di Giacomo, Cittadella, Assisi 1989, pp. 111-112.

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la menor discreción, del protagonismo, del deseo de aparecer en primer plano, de la agresividad «mordaz». Algunos parecen em­peñarse, no en «trabajar por la paz», sino en sembrar la discordia, en atizar polémicas sin motivo alguno.

Nos complacería mucho que el fresco de tonos sombríos pin­tado por Santiago correspondiera al mundo exterior, a la huma­nidad en general. Pero - a pesar de los intentos realizados por al­gún comentarista en este sentido- tenemos que ser dolorosa-mente conscientes de que la situación descrita es la de nuestra ca­sa, no otra. Por eso, si hay que hacer limpieza, tenemos que em­pezar por la puerta del templo y sus alrededores.

...y el campo no ha sido aún sembrado

Se impone una consideración: con demasiada frecuencia la lucha no se libra -como debería- contra las potencias del mal, sino con­tra los «competidores» en nuestra propia casa. Donde, en vez de afrontar juntos los problemas que asolan a la comunidad (o a aquella pequeña porción de humanidad que apenas está fuera de los diversos cenáculos, cómodos y conflictivos), nos ensañamos unos contra otros, nos perdemos en discusiones fastidiosas cuyo hilo conductor queda cortado irremediablemente por la trama del discurso evangélico, nos descalificamos mutuamente con la gro­tesca pretensión de afirmar lo absoluto de la propia verdad y rei­vindicar el monopolio de la propia interpretación del mensaje evangélico.

Así, la avidez y la codicia que desencadenan guerras y litigios furibundos y masacres en el mundo, donde el imperativo es el de «poseer» y gozar, se transfieren al terreno cristiano. Y aquí, detrás de motivaciones pseudo-religiosas, bajo la apariencia de la verdad (una verdad, en cualquier caso, separada de la caridad y que no tiene, por tanto, nada de cristiana), se ocultan focos sospechosos y corruptos de «envidia y espíritu de rivalidad».

Personalmente, estoy convencido de que, si el bien tiene tan­tas dificultades para brotar y manifestarse, no se debe tanto a la falta de receptividad del terreno cuanto al hecho de que cada cual pretende hacer que triunfe su propio bien.

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TERCER TEMA: LA VERDADERA Y LA FALSA SABIDURÍA

Demasiados cristianos pierden el tiempo en peleas en torno a la cualidad superior, al sello de garantía de la propia simiente. Y el campo de la justicia y de la paz no ha sido aún sembrado.

El hombre desgarrado

Como de costumbre, Santiago no se contenta con describir los síntomas del mal que devasta las comunidades y desgarra y corroe su tejido. Identifica con claridad las causas en las «pasiones que lu­chan en vuestros miembros» (es decir, que se desencadenan dentro de la persona en su totalidad, no sólo en su cuerpo).

El deseo excesivo e incontrolado de placer, de prevalecer so­bre los demás, lleva a la violencia, a la ambición desenfrenada, a la envidia... e incluso a una deformación de la oración. Esta re­sulta falsificada y estéril, no sólo porque se hace mal (un hombre dominado por las pasiones no puede cumplir las condiciones re­queridas para la oración), sino porque su objetivo está deforma­do: en efecto, tiene la pretensión de obtener con el fin de poder «gastarlo [malgastarlo] en vuestros placeres», es decir, con el fin de cultivar una visión hedonista y consumista de la vida. La oración sirve para satisfacer los propios «placeres» (y los propios intereses, podríamos añadir...).

Todo ello produce en el ser humano un profundo desgarro. En efecto, la codicia hace que el hombre:

- se separe de Dios;

- termine dividido, desgarrado, en conflicto consigo mis­mo; su equilibrio interior queda hecho pedazos, con el consiguiente sentido de frustración {«envidiáis y no conse­guís obtener»);

- se separe de la comunidad y se convierta en elemento de división.

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Incompatibilidad radical entre Dios y el mundo

«¡Gente infiel! ¿No sabéis que amar al mundo es odiar a Dios? Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios. ¿O acaso pensáis que la Escritura dice en vano: hasta sentir celos nos ama el Espíritu que él ha hecho habitar en nosotros? Más aún, nos da una gracia mayor; por eso dice: "Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes"-» (4,4-6).

Santiago retoma aquí el discurso de la verdadera sabiduría, la que «viene de lo alto», y fija el principio de la absoluta incompatibili­dad entre Dios y el mundo, según el cual el cristiano tiene que elegir si se adhiere a una lógica evangélica o bien a la del mundo, si se adecúa a un modo de pensar «según Dios» o a un modo de pensar «según los hombres» (Me 8,33).

Santiago emplea el término «mundo» con una connotación totalmente negativa. A su juicio, el mundo es el espacio donde domina la lógica de la prepotencia, de la injusticia, de la opresión del débil, de la ambición, del placer egoísta, del ansia de poseer.

La originalidad de este pasaje está en el hecho de que Santiago sitúa la incompatibilidad en la perspectiva de los «celos» de Dios {«hasta sentir celos nos ama el Espíritu»: 4,5). Es decir, Dios pretende la persona entera por sí, y no tolera otras pertenencias, cohabitaciones forzosas y equívocas; no admite componendas.

Dios, en su amor fiel, exige la fidelidad absoluta por parte del hombre. Por lo cual el pretender ser «amigo del mundo», «amar al mundo», se convierte en una traición al amor y es visto propia­mente como adulterio (habría que traducir la expresión «gente in­

fiel», en el contexto de la Alianza, como «gente adúltera»). Santiago nos recuerda, en el fondo, que existe un Manda­

miento: «No tendrás otro Dios fuera de mí» (Ex 20,3; D t 5,7).

La única condición que Dios pone para conceder sus dones al hombre que Él ama hasta sentir celos es la de la humildad («Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes»: 4,6). Y éste es un dato que recorre toda la Biblia, hasta el cántico de María de Nazaret, la cual ensalza a un Dios que «ha desbaratado

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TERCER TEMA: LA VERDADERA Y LA FALSA SABIDURÍA

los proyectos de los arrogantes, ha derribado a los poderosos de sus tro­nos y ha ensalzado a los humildes» (Le 1,51-52, traducción libre).

El cristiano como «resistente»

Que Dios y el mundo son irreconciliables lo señaló ya Santiago al comienzo de la Carta, al hablar de la necesidad de «conservar­se incontaminados del mundo» (1,27c).

Pablo expresa el mismo pensamiento: «No os acomodéis al mundo presente; antes bien, transformaos mediante la renovación de vuestra mente, deforma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12,2).

En esencia, Santiago afirma que el cristiano tiene la obliga­ción de distanciarse del mundo, de no dejarse contaminar ni con­dicionar por su modo de pensar y de actuar, de no dejarse influir por cierta mentalidad mundana (dinero, poder, éxito, egoísmo, apariencia...).

Una vez más, como a propósito de la fe, se trata de elegir. Se podría decir que para Santiago el cristiano es alguien que va con­tra corriente (que es la única manera de ir en la dirección justa, la indicada por el Evangelio), alguien capaz de pensar, hablar y ac­tuar «de un modo diferente». El cristiano es aquel que no se de­ja homologar. Es un «resistente» a las modas, a las opiniones más difundidas, a las idolatrías dominantes y devastadoras.

Podemos afirmar también que el cristiano se niega a enrolar­se en las filas de la «mayoría». Viene a la mente la situación de Jeremías: «No me senté en peña de gente alegre y me holgué; por obra tuya, solitario me senté» (Jr 15,17).

«En el» mundo sin ser «del» mundo: he ahí el difícil equili­brio que el cristiano debe realizar (Jn 17,15-16).

A propósito de los celos de Dios

La Biblia se refiere en varias ocasiones a los celos de Dios. Al­guien ha sugerido que, en relación con Dios, se traduzca «celoso» por «ardiente», «fogoso». Tal vez sería más exacto hablar de un Dios «apasionado». Es decir, un Dios que se apasiona ardiente-

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mente por todo lo que es suyo, que le importa inmensamente, y se esfuerza con tenacidad por conservarlo, sin renunciar a sus propios derechos.

Con todo, hay que entender los celos de Dios en dos pers­pectivas. La más obvia y común es aquella por la que YHWH no tolera que el creyente dé a sus rivales el culto y la adoración que únicamente a Él le son debidos.

Pero hay además otro significado implícito que conviene su­brayar, a saber, que el Señor pretende que el creyente no pida a otro o a otros los que sólo El puede dar. En otras palabras: Dios se muestra celoso no sólo al exigir, al recibir, al reclamar cuanto se le debe, sino también al dar. Es decir, quiere ser el dador Úni­co y exclusivo.

Él ama a sus criaturas y sabe lo que necesitan. Sólo Él está en condiciones de interpretar y satisfacer sus exigencias más verda­deras y profundas: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva» (Jn 4,10), dice Jesús a la mujer de Samaría.

De este modo quedan bloqueadas todas las búsquedas par­ciales, dispersas y, al final, decepcionantes para el hombre. Siempre es válida la acusación recogida por Jeremías: «Me dejaron a mí, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen» (Jr 2,13).

Sólo Él conoce nuestra hambre más dolorosa y nuestra sed más aguda. Y pretende que no nos pongamos a buscar alimentos inadecuados y brebajes contaminados.

En el fondo, los celos de Dios son beneficiosos para el hom­bre, porque la multiplicidad, la dispersión y la división terminan haciendo daño al hombre y vaciándolo.

Parece que el Señor dice: «Yo solo debo bastarte». Y no hay que interpretarlo como algo que limite al hombre y lo empobrez­ca. Por el contrario, lo enriquece y lo sacia por encima de todo de­seo y expectativa.

Lo mismo vale para el don de la sabiduría, que es el don del que parte el discurso de Santiago.

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Cuarto tema

El cristiano frente a la Palabra de Dios

La Palabra que nos hace nacer

«Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto y desciende del Padre de la luz, en quien no hay variación ni sombra de cambio. Nos engendró por su propia voluntad, con una palabra de verdad, para que fuésemos como una pri­micia de sus criaturas» (1,17-18).

En el v. 17, Dios aparece como «Dador». No es presentado an­te todo como Aquel que exige e impone, sino como el Dador por excelencia; más aún, como la fuente de todo don «bueno» y «perfecto».

Él es también el «Padre de la luz» (literalmente, sería «de las luces», en referencia evidente a la creación de los astros) y, por tanto, de aquella luz particular que es la verdad, la cual debe ilu­minar el camino del creyente y dar un sentido a su vida.

En Dios no hay cambio, variaciones, alternancia ni oscilación. Dios es fiel. Se opone este atributo de Dios a lo que sabemos so­bre los astros, donde, por el contrario, se da un paso continuo de la luz a la oscuridad, y viceversa, y donde hay fases diversas.

En 1,15 habla Santiago de la concupiscencia, es decir, del de­seo desordenado que «engendra» el pecado, que produce la muer­te. Aquí, por el contrario, habla de ser «engendrados» por «una palabra de verdad». En el primer caso, estamos en el campo de la mentira, del engaño; aquí, en el campo de la verdad.

El cristiano, por consiguiente, es engendrado, nace de una Palabra.También el mundo ha sido creado por la Palabra: «...y di-

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jo Dios...» (Gn 1). Esta Palabra, en el caso del cristiano, es cierta­mente el Evangelio.

El cristiano como primicia

Es interesante y estimulante la referencia a la «primicia» (v. 18). Las primicias1 son los primeros frutos, los más esperados, los más sabrosos, los que anuncian la cosecha inminente, una especie de anticipación bajo el signo de la esperanza (no hablamos, obvia­mente, de las primicias de hoy, que han perdido gran parte de es­tas características, pues están sometidas a maduración forzosa).

En clave simbólica, el término «primicia» indica esencial­mente dos cosas: sirve para designar una minoría y desempeña una función de anticipación.

En la primera perspectiva me parece muy aguda la interpre­tación de B. Maggioni:

«La primicia evoca imágenes positivas, gozosas: es el princi­pio de la cosecha de los frutos, ya próxima. Ciertamente, no se puede decir que la eclesiología de Santiago carezca de grandiosi­dad, sobre todo porque se presenta dinámica y proyectada toda ella hacia delante.

»Revela una situación de minoría (la primicia no es toda la cosecha, sino tan sólo una pequeña parte) y, al mismo tiempo, un inmenso optimismo (la primicia es el signo de que toda la cose­cha está cercana).

«Santiago no dice "primicia de la creación", sino "primicia de sus criaturas". La comunidad cristiana -que en tiempos de San­tiago era una minoría insignificante- tiene la conciencia de ser el signo de una atención de Dios que se extiende a toda la creación, una atención que no descuida a nadie, ni a los hombres ni las co-

1. En el Antiguo Testamento, este vocablo se toma prestado del lenguaje sa­crificial: cf. la ofrenda de la cesta con las primicias en Ex 23,19; 34,26; Dt 26,2.10. En el Nuevo Testamento, Cristo es presentado como «primicia» de los que resucitan (1 Co 15,20.23); los cristianos son quienes poseen la «primicia del Espíritu», garantía de la salvación final (Rm 8,23); algunos cristianos son llamados «primicia» porque anticipan y representan el des­tino de toda la comunidad creyente (Rm 16,5; 1 Co 16,15).

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CUARTO TEMA: EL CRISTIANO FRENTE A LA PALABRA DE DIOS

sas. El posesivo "sus" indica amor y pertenencia: la Iglesia es la primicia de todas las criaturas que son amadas por Dios y le per­tenecen. La consecuencia es que la Iglesia ya no puede -so pena de perder la propia identidad- replegarse sobre sí misma, aban­donando al mundo, sea éste como sea»2.

Pero «primicia» subraya también la función de anticipación de la comunidad creyente. Y surge entonces una pregunta que no podemos eludir: ¿han desempeñado los cristianos este papel de anticipación a lo largo de la historia? ¿No es cierto que en mu­chos casos han desarrollado una función de signo contrario, por ejemplo la de freno e incluso la de obstáculo (pensemos en la cuestión social, en la libertad de conciencia, en la pena de muer­te, en la esclavitud, en la igualdad y dignidad de la mujer...)?

Con demasiada frecuencia hemos ido a remolque —tal vez murmurando y lanzando alarmas desesperadas-, para apropiarnos después de las conquistas de otros y celebrarlas como victorias nuestras (siempre hay un documento o una declaración remota -más difícil es que haya hechos concretos y actitudes verdadera­mente proféticas- que podrían legitimar nuestras pretensiones).

Cuando el caballo hace que el carro tire de él

En una célebre novela de Charles Dickens, Los papeles postumos del Club Pickwick, leemos este episodio singular:

«El señor Pickwick sube a un coche y, durante el trayec­to, impresionado por un extraño fenómeno que no consigue explicarse, pide aclaraciones al cochero:

- Decidme, buen hombre, ¿cómo es posible que un caba­llo tan esquelético y débil consiga tirar de un coche tan gran­de y pesado? El cochero, con una sonrisa astuta, responde misteriosamente:

- No depende del caballo, querido señor, sino del coche. - ¿Qué quiere usted decir?

2. B. MAGGIONI, La lettera di Giacomo, Cittadella, Assisi 1989, pp. 42-43.

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- Mire usted, esto es lo que sucede: el caballo se cae en cuanto lo separan del coche; pero cuando está enganchado lo sujetamos bien fuerte, y lo atamos muy corto, para que no se pueda caer; además, le hemos puesto un par de ruedas muy grandes, así que, en cuanto se mueve, las ruedas echan a co­rrer detrás, y tiene que seguir adelante; no puede hacer otra cosa».

Me parece que esta imagen es muy acertada. La vida de la co­munidad cristiana debería ser como el caballo encargado de «ti­rar» de la carroza del mundo y de la Iglesia, al menos a lo largo de ciertos caminos precisos e importantes. Puede suceder, en cambio, que sea el carro... el que haga mover, el que empuje, el que tire del caballo.

De este modo se invierten las relaciones. La carrera ya no es­tá determinada por un esfuerzo consciente de anticipación, por la fidelidad a la propia función de guía, sino por el miedo a ser arrastrados, adelantados.

Deberíamos ser nosotros los creadores de novedad, los pro­ductores de acontecimientos. En cambio, con mucha frecuencia nos dejamos sorprender por los acontecimientos. Y, en el mejor de los casos, conseguimos «adecuarnos» con enorme fatiga, sin estar siquiera convencidos, y a menudo ni siquiera preparados, con la única preocupación de que nos «echen fuera».

Con otras palabras: nos limitamos, en muchas ocasiones de­cisivas, a «constatar» lo que ha sucedido fuera de nosotros, sin no­sotros e incluso contra nosotros (¡pero no contra el Evangelio!).

En vez de asumir la iniciativa, soportamos pesadamente la iniciativa de otros. Y estamos casi siempre obligados a ponernos a la defensiva. En muchas de las conquistas de nuestro tiempo no hemos desempeñado el papel de protagonistas, sino el papel pa­sivo de espectadores distraídos, desconfiados... y hasta escandali­zados y hostiles (salvo la apropiación, in extremis, del riesgo y del trabajo de otros; lo cual, sin embargo, no consigue hacer que se olviden nuestras ausencias culpables).

Y a veces los códigos civiles llegan antes precisamente a esas conquistas. Mientras que nosotros (aparte de algunos luchadores

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CUARTO TEMA: EL CRISTIANO FRENTE A LA PALABRA DE DIOS

solitarios, pioneros libres... y muchas veces acosados), con un Evangelio en la mano, seguimos todavía renqueando y debatien­do... ¡Nosotros, que tenemos la obligación precisa de ser «primi­cias», de adelantarnos a los demás, de hacer presentir el futuro...!

«La religión debe constituir una fuerza transformadora de la vida del hombre en su mundo. Así pues, la Iglesia no puede con­tentarse con entrar en escena cuando otras fuerzas han dado ya su impronta a la vida moderna. Su fuerza debe ser una fuerza pode­rosa que contribuya a la configuración misma de la vida» (J.A. Gómez).

Una fuerza que arrastre no puede limitarse a «engancharse» oportunamente, en el momento justo (si es que lo consigue...), cuando ya no hay nada que arriesgar. Una fuerza transformadora no puede limitarse a ver -quizá juzgando, sentenciando y exami­nado con sospecha los frutos producidos por otros-, quedándose prudentemente al margen de la lucha.

A un protagonista no se le consiente entrar en escena -tal vez para recibir aplausos- cuando la representación ya ha terminado y ha caído el telón, si él ha estado hasta entonces acurrucado en­tre bastidores.

Los apóstoles no se contentaron en el día de Pentecostés con no dejarse trastornar por los acontecimientos, sino que fueron protagonistas activos y sorprendentes de los mismos.

Hay un único modo de no dejarse «superar» por los aconte­cimientos, de no quedar excluidos de ellos. Y consiste en crearlos.

Y el palco... dejémoslo para los personajes coreográficos que no se han manchado nunca las manos...

El cristiano, poeta de la Palabra

«Por eso, depuesta toda impureza y todo resto de maldad, acoged con docilidad la palabra que ha sido sembrada en vo­sotros y que puede salvar vuestras almas. Poned por obra la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vo­sotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la pala­bra sin ponerla por obra, ése se parece a un hombre que ob­serva su rostro en un espejo: después de mirarse, se marcha

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y al punto se olvida de cómo era. En cambio, quien fija la mirada en la ley perfecta, la ley de la libertad, y permanece fiel a ella, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése encontrará su felicidad practicándola» (1,21-25).

En una visión de conjunto de este pasaje podemos establecer es­tos puntos que indican la relación que el cristiano debe mantener con la Palabra:

- preparación-purificación, - acogida dócil, - poner en práctica, - recordar.

Santiago precisa primero las disposiciones indispensables pa­ra acoger la Palabra: hay que purificarse, tener comportamientos «limpios», éticamente irreprensibles, remover toda suciedad y cualquier resto de malicia (el texto dice, literalmente, «todo resto de maldad»). El término empleado para indicar impureza es rhy-paria (de donde procede rhypos), que se refiere a la suciedad de­positada en los oídos. Así pues, un lenguaje muy concreto y ex­plícito: para escuchar la Palabra, ¡primero hay que «liberar» los oídos! En efecto, la suciedad, al acumularse, puede producir fe­nómenos de sordera (aunque sólo sea parcial).

Podemos completar: se trata de liberar los oídos de otras pa­labras, de otras voces «disonantes» con respecto a la Palabra de verdad. También el ruido, el estrépito del mundo circundante, puede ser suciedad, por lo que se hace del todo necesario recupe­rar la limpieza del silencio. Sólo de este modo llegamos a ser «dó­ciles», es decir, receptivos a la Palabra que salva.

Después se dice que esta Palabra, caracterizada por el poder y la eficacia, es «sembrada en vosotros» (literalmente,plantada). Así pues, de entrada tenemos esta realidad fundamental: una palabra «sembrada» en lo profundo de nuestro ser. No se trata, por tanto, de la página de un texto legal, del artículo de un código, sino de una «palabra sembrada».

También cuando nos encontramos frente a una ley, ésta, en una perspectiva bíblica, se configura como una palabra de Dios,

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CUARTO TEMA: EL CRISTIANO FRENTE A LA PALABRA DE DIOS

una revelación, una enseñanza (una tora) que llega al interior del hombre y lo provoca desde dentro.

No es cuestión, por tanto, de una norma que está fuera del hombre y a la que el hombre simplemente tiene que adecuarse, sino de una realidad vital, de una fuerza que actúa, se desarrolla, realiza transformaciones, cambia los equilibrios en los estratos más profundos de la persona. Es una palabra que resuena en el ánimo del oyente, que despierta energías, deseos, aspiraciones profundas.

No es una cosa estática, sino un dinamismo de vida. La «pa­labra sembrada» se inserta en un proceso vital y tiene que favore­cer la vida.

La Palabra no está cristalizada, sino viva. Es una semilla que germina, no un cuerpo momificado. A través de la reflexión, el enraizamiento en las diferentes situaciones, el impacto con los di­versos acontecimientos de la historia -incluida la persona-, la Palabra adquiere continuamente nuevos sentidos.

La Palabra necesita particularmente aquel laboratorio privi­legiado que es el corazón del hombre, y también su conciencia. Así como el hombre está en devenir, también lo está su concien­cia, que nunca está acabada del todo, sino que es constantemen­te «hecha», corregida, rectificada... Se habla normalmente del «juicio inapelable de la conciencia». Pero se olvida que, a su vez, la conciencia es juzgada por la Palabra de Dios.

Pero todavía no es suficiente: para Santiago se trata de ser ejecutores de la Palabra. El verbo empleado es «hacer». Hay que llegar a ser «poietai logou», hacedores de la Palabra sembrada. El término «poeta» deriva, precisamente, de potetes. El poeta no es alguien que vive fuera del mundo, ajeno a la realidad, con la ca­beza en las nubes, sino alguien que crea, que hace. Y así se puede decir que el cristiano es un poeta de la Palabra. El Dios «creador del cielo y de la tierra» es el Dios «poeta del cielo y de la tierra».

El espejo

Si uno se limita a ser oyente de la Palabra (tal vez oyente distra­ído, desencantado, rutinario), se engaña a sí mismo. Uno sólo

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

puede decir que ha escuchado verdaderamente la Palabra, que la ha acogido, cuando la «hace», es decir, cuando la pone en prácti­ca, cuando la traduce en acciones concretas y comportamientos precisos. La Palabra «escuchada» es una Palabra que se hace pra­xis, modo de actuar.

Santiago presenta después una imagen muy incisiva: la del es­pejo. Es como si sugiriera que el cristiano, para descubrirse (y en­contrarse) a sí mismo, su propia identidad, su propio rostro, tie­ne que colocarse frente a ese espejo que es la Palabra de Dios. Se trata de un espejo muy particular, que te devuelve no sólo la ima­gen de lo que eres, sino de lo que deberías y podrías ser. Es decir, a la vez el rostro deformado, la caricatura, y el rostro auténtico.

Santiago, no obstante, no deja de denunciar un riesgo preci­so: el de la imagen fugaz que aparece en el espejo, el de su labili­dad, el de su evanescencia. A veces ocurre que el cristiano, des­pués de haberse mirado en el espejo y haber descubierto en él su propia verdad, termina olvidando rápidamente, es decir, sin sacar las oportunas consecuencias ni realizar aquellos cambios de la propia conducta que permiten recuperar y conservar la imagen original.

El pecado pasa a ser entonces el de la pérdida de memoria, el del olvido fácil. Es un fenómeno bastante frecuente: uno sabe las cosas, incluso es capaz de repetir las palabras que ha escuchado infinidad de veces, pero después, a la hora de la práctica, se olvi­da de ellas, y todo sigue como antes.

Los desmemoriados

Llegados a este punto, hay que hacer una confesión: todos somos un tanto desmemoriados. Pero desmemoriados conscientes, vo­luntarios, contentos de serlo. Antaño, el sacerdote daba en la igle­sia avisos como éste: «Se han encontrado unas llaves: quien las haya perdido puede pasar por la sacristía a recogerlas» (y se espe­raba un buen donativo como signo de agradecimiento, aunque esto era ago que el sacerdote no decía: se daba por supuesto).

Hoy tengo la impresión de que en la iglesia, especialmente los domingos, se pierden las palabras. Ciertamente las escuchamos,

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CUARTO TEMA: EL CRISTIANO FRENTE A LA PALABRA DE DIOS

les damos vueltas entre las manos durante un cierto tiempo como un objeto más o menos curioso (y que estorba). Pero después del «podéis ir en paz» final, dejamos las palabras allí, sin que se note demasiado (son demasiado incómodas...). Muchos piensan que no es cuestión de llevárselas a las espaldas, ni tampoco dentro. Además, ¿para qué? No sirven para la vida cotidiana. Están bien en la iglesia, pero fuera de la iglesia las cosas son muy distintas...

La iglesia se convierte así en un almacén de palabras perdi­das, olvidadas, inutilizadas e inutilizables. ¡Y pensar que bastaría un par de esas palabras, fragmentos luminosos, astillas incandes­centes de la Palabra, para enderezar una vida...!

Para volver a nuestro discurso, se podría decir, en la perspecti­va a que hemos aludido, que el único modo seguro de no olvidar consiste en poner en práctica, en fijar las palabras en los actos.

Junto a la pérdida de memoria, podemos poner también la superficialidad, el trato episódico, apresurado, ocasional, frag­mentario con la Palabra de Dios. Un trato demasiado raro, que no se transforma en asiduidad, familiaridad, meditación, ocasión para repensar con seriedad la propia vida.

Al final, Santiago menciona todavía la «ley de la libertad'» (1,25). El desarrollo del discurso es muy riguroso: la Palabra de Dios es reveladora, pero también «normativa», vinculante; es de­cir, tiene que influir en la conducta, determinarla. Sólo así el cris­tiano camina en la libertad y llega a ser una persona madura que encuentra, en el «hacer la Palabra», la propia felicidad (literal­mente: la propia bienaventuranza).

Por consiguiente, la Palabra es verdad (v. 18), fuerza podero­sa de salvación (v. 21), libertad (v. 25), fidelidad o perseverancia (v. 25), felicidad (v. 25). Esta es para Santiago la Palabra con la que el cristiano debe compararse si no quiere perder su identidad, (porque la pérdida de memoria de la Palabra se convierte en pér­dida de memoria del propio ser).

Referencias

El discurso de Santiago sobre la Palabra, y especialmente sobre su puesta en práctica, no es un discurso errático, sino que se sitúa en

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una tradición que viene de muy atrás. Moisés, por ejemplo, en uno de sus grandes discursos contenidos en el libro del Deutero-nomio, insiste repetidamente en la misma idea: «Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las normas que yo os enseño, para que las pon­gáis en práctica, a fin de que viváis [...]. Mirad: como el Señor mi Dios me ha mandado, yo os enseño preceptos y normas, para que los pongáis en práctica [...]. Guardadlos y practicadlos [...]. Pero ten cui­dado y guárdate bien de olvidarte de estas cosas que tus ojos han visto [...]. A mí me mandó entonces el Señor que os enseñase los preceptos y normas, para que las pusierais en práctica» (Dt 4,1-14). Es real­mente impresionante esta insistencia en el «poner en práctica».

Los israelitas, frente a la propuesta de la alianza, declaran so­lemnemente: «Haremos y escucharemos todo lo que el Señor ha dicho» (Ex 24,7). Aquí el «hacer» precede incluso al «escuchar».

Y también en el Deuteronomio: «Te ordeno hacer esta palabra» (Dt 15,5; traducción de Rinaldo Fabris).

Antes de morir, Moisés imparte estas disposiciones a Josué: «Congrega al pueblo, hombres, mujeres y niños, y al forastero que vive en tus ciudades, para que oigan, y aprendan a temer al Señor vuestro Dios, y se preocupen de poner en práctica [literalmente: hacer] todas las palabras de esta Ley» (Dt 31,12).

El profeta Ezequiel, en cambio, se ve obligado a observar, con amargura, que los israelitas corren a escuchar sus palabras, «pero no las hacen». Todo el pasaje es de una gran eficacia (¡y actuali­dad!): «Hijo de hombre, los hijos de tu pueblo hablan de ti a la vera de los muros y a las puertas de las casas. Se dicen unos a otros: "Vamos a escuchar qué palabra viene de parte del Señor". Y vienen a ti en ma­sa, y mi pueblo se sienta delante de ti; escuchan tus palabras, pero no las ponen en práctica. Porque hacen amores con su boca, pero su cora­zón sólo anda buscando su interés. Tú eres para ellos como una canción de amor, graciosamente cantada, con acompañamiento de buena mú­sica. Escuchan tus palabras, pero no hay quien las cumpla...» (Ez 33,30-32). Aquí se une la categoría del interés al incumplimien­to del compromiso. Es el mismo fenómeno que se observa a pro­pósito de Heredes (Me 6,20), que escuchaba «de buen grado» a Juan el Bautista (tal vez constituía una diversión para él), pero después, a la hora de la verdad...

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CUARTO TEMA: EL CRISTIANO FRENTE A LA PALABRA DE DIOS

El necio y el sabio

En el Evangelio de Mateo, en la conclusión del Sermón de la montaña, Jesús, después de haber amonestado: «No todo el que me diga "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos»1" («No todo el que dice: "Palabra de Dios... Palabra de Dios..."), cuenta la parábola de la casa construida sobre la roca y la casa edificada desconsiderada­mente sobre la arena (M[t 7,21-29). El significado resulta trans­parente: la casa construida sobre la roca son las palabras escucha­das y puestas en práctica. El edificio que se apoya sobre la arena son las palabras sólo escuchadas.

El prefiere a los constructores. Pero hay personas que edifi­can sobre la arena, porque se limitan a oír, hablar, saber, explicar... Inevitablemente, el edificio resulta provisional, tambaleante (también puede haber solemnes cátedras inestables e inconsis­tentes, en este sentido), aunque sea grandioso, alto e imponente. No se sostiene cuando se desencadenan elementos adversos.

Por fortuna, algunos edifican sobre roca, porque «escuchan» y «ponen en práctica». Y esa construcción es sólida, a pesar de las pruebas que se abaten sobre ella, a pesar de la compasión de que es objeto por parte de los seguidores de las modas efímeras y las ideologías dominantes.

He aquí, pues, la elección decisiva: una casa sólida, capaz de soportar todas las tempestades, porque ha sido construida sobre la roca que es la Palabra de Dios escuchada y puesta en práctica; o una casa edificada sobre la arena inconsistente de una escucha «no comprometida» y que nunca se convierte en praxis.

«El hombre sabio» se esfuerza en construir sobre la primera. «El necio» prefiere la segunda. En este sentido, puede uno ser ne­cio aunque escuche de buen grado la Palabra de Dios, se entu­siasme con ella, experimente en ella un intenso gozo espiritual, la haga objeto de deseos veleidosos o se complazca en filigranas exegéticas.

3. Lucas transmite una frase aún más dura: «¿Por qué me llamáis "Señor, Señor", y no hacéis lo que os digo?» (Le 6,46). Como se ve, Jesús impulsa siempre decididamente por el camino del «hacer».

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Esta última es, en el fondo, la elección de la comodidad. Pero la comodidad, al menos en este caso, se paga con la inestabilidad, la inconsistencia y la ruina.

¡Cuantos riesgos para el cristiano! Se puede escuchar y no po­ner en práctica. Se puede practicar y no ser perseverante. Se pue­de comprender todo el Sermón de la montaña y no comprender que es preciso empezar de inmediato con el «hacer».

Jesús nos confía sus palabras, no para que las usemos a nues­tro antojo, para nuestro disfrute o para ejercitaciones académicas. Si no las empleamos de la única manera legítima, que es la del hacer, estamos negando esas palabras, profanándolas.

Desearíamos protestar: Señor, ¿por qué en tu vocabulario fal­tan palabras como «facilidad», «comodidad» y expresiones como «contentarse con...», «limitarse a...», que nos resultan tan familia­res? ¿Y por qué en tu léxico destaca siempre, fastidioso, el verbo «hacer», que tanto complace a Santiago, pero que nosotros, en cambio, desearíamos evitar?

¿Por qué, cuando hablas, no te contentas con que nos decla­remos «plenamente de acuerdo» contigo?

¿Por qué no nos ofreces nunca discursos sólo para escuchar, gozar, aplaudir? (No he comprendido todavía si Te complaces en los aplausos, y si los aceptaste o incluso los pediste, pero tengo motivos para pensar que no te agradan mucho o que, al menos, desconfías de ellos).

¿Por qué no nos regalas alguna vez palabras para matar el tiempo, sino que nos las presentas siempre como instrumentos de trabajo?

¿Por qué aquellas palabras, en vez de ponérnoslas en la boca, que es lo que nos gusta, nos las pones en la mano?

El trayecto de la Palabra

Hay todavía un texto del Deuteronomio que representa el mejor comentario al discurso desarrollado por Santiago. Moisés reco­mienda: «Poned estas palabras mías en vuestro corazón y en vuestra alma, atadlas como una señal a vuestra mano, y sean como un signo entre vuestros ojos» (Dt 11,18). El significado de estas disposicio-

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CUARTO TEMA: EL CRISTIANO FRENTE A LA PALABRA DE DIOS

nes es bastante transparente, y todavía hoy se podría partir de aquí para esbozar el trayecto esencial, casi obligado, de la Palabra.

Corazón, alma, ojos y manos: he ahí el itinerario de la Pala­bra. Resulta sorprendente que falten los oídos. Como compensa­ción, hay que añadir la boca: «Enseñádselas a vuestros hijos, ha­blando de ellas cuando estés sentado en casa y cuando vayas de cami­no, cuando te acuestes y cuando te levantes» (Dt 11,19).

Así pues, toma de posesión de todo el ser por parte de la Palabra y transmisión de la misma (que es un modo específico de impedir la pérdida de memoria). Penetración profunda e impli­cación total. La Palabra no es un hecho individual. Todo miem­bro de la comunidad forma un eslabón que se suelda con el si­guiente. Cuando el padre muere, en los hijos continúa no sólo la chispa de la vida, sino también la Palabra.

Del corazón a los ojos

«Poned». Se trata de una actitud activa. El creyente no «sufre» pa­sivamente la Palabra. La desea, va a su encuentro, se apropia de ella, la coloca dentro de sí, la lleva consigo, la entrega en casa co­mo el don más precioso, recurre a ella y la aplica en las situacio­nes más diversas.

En cambio, para muchos miembros de nuestras comunidades es como si la homilía se les «infligiera». Como no pueden evitar­la, se someten a ella como algo inevitable, con resignación y, a ve­ces, incluso con mal disimulado fastidio. Escuchan con una acti­tud pasiva y distante, sin participar verdaderamente, sin esbozar la más mínima reacción, ni dentro ni fuera.

«Estaspalabras mías...». El texto hebreo especifica: «estas que aquí figuran». No se trata de algo vago, indeterminado, genérico,* sino que son éstas precisamente. La Palabra no es ofrecida al por mayor, sino que es acogida de un modo aproximativo, quizá ha­ciendo una selección. Son palabras precisas, dichas y escuchadas en aquel momento particular.

Y tienes que considerar precisamente ésas, no ir en busca de otras. La palabra oportuna para ti es la que se te dirige aquí, hoy, no otra. Tampoco es cuestión de cantidad. A veces basta con una

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sola palabra. Una única palabra puede hacer que suceda de todo (mientras que nosotros escuchamos infinidad de palabras, y nun­ca sucede nada diferente en nuestra vida).

«En vuestro corazón y en vuestra alma». Las palabras deben en­trar dentro, tomar posesión de todo el ser, ocupar el espacio inte­rior y, sobre todo, instalarse en el centro de la persona. Sólo así dan vida, animan. De este modo, un individuo queda «marcado» profundamente. Si la Palabra no es grabada en el corazón y en el alma, permanece como un cuerpo extraño.

«Atadlas como una señal a vuestra mano, y sean como un signo entre vuestros ojos». La Palabra no queda como un hecho interior. Traza el camino, da una orientación a la vida. Determina eleccio­nes y comportamientos visibles desde fuera. Inspira la conducta. La mano indica el instrumento de la acción.

Los judíos más observantes, para dar concreción a este carác­ter de signo, inventaron los tefillim, es decir, las filacterias, unos estuches de cuero o de pergamino que contienen unos minúscu­los rollos en los que se escribían los textos de la Ley, que eran fi­jados con pequeñas cuerdas sobre la frente y atados al brazo4. Nosotros lo interpretaríamos, banalmente, como hacer un nudo en el pañuelo para recordar algo.

No hay nada que decir sobre estos signos exteriores, siempre y cuando sean reveladores de la preocupación de «custodiar» la Palabra y, sobre todo, indiquen claramente la determinación de traducir en hechos la Palabra escuchada, como amonesta Santiago.

La casa como laboratorio de la Palabra

«Enseñádselas a vuestros hijos, hablando de ellas cuando estés sentado en casa...». Así pues, la Palabra tiene que ser llevada a casa. En el hogar, antes que en cualquier otro lugar, tiene que convertirse en

4. Así también, para tomar en serio la amonestación de Moisés «las escribi­rás en las jambas de tu casa y en tus puertas», crearon la mezuzah, es decir, la pequeña caja fijada en la jamba derecha de la puerta y que contiene un trozo de pergamino en el que están escritos dos pasajes de la Tora (Dt 6,4-9; 11,13-21).

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CUARTO TEMA: EL CRISTIANO FRENTE A LA PALABRA DE DIOS

argumento de debate, verificación, reflexión, búsqueda, diálogo. Es en el ámbito familiar donde la Palabra tiene que ser profundi­zada, aplicada a las situaciones concretas, interpretada a la luz de los problemas, las dificultades y las exigencias tanto de los indi­viduos como de la vida en común.

La casa, por tanto, como laboratorio experimental de la au­tenticidad y la eficacia de la Palabra. De la mesa eucarística a la mesa doméstica: éste es otro trayecto de la Palabra. La Palabra es el pan del que no se puede prescindir. Pan compartido. Es la lám­para puesta en el centro, a cuya llama todos recurren.

No es cuestión, entiéndase bien, de intercambiar banalmente algunas impresiones sobre la homilía del sacerdote, sino más bien de enriquecer y enriquecerse gracias a la Palabra escuchada. Co­municar, ofrecer y recibir. Provocar y dejarse provocar. Dar cuen­ta y participar. Y, sobre todo, cuestionar.

La Palabra no puede quedarse en la Iglesia

«...Cuando vayas de camino». Hay que llevar la Palabra fuera, al ex­terior, en contacto con la vida. Tiene que «salir». Tiene que ser­vir como compañera indispensable para el viaje, como brújula pa­ra no perder la orientación, como fuerza para mantener los es­fuerzos y afrontar las dificultades, como posibilidad de llegar a la meta.

Es necesario convencerse de que la Palabra de Dios no ve la hora de salir de la iglesia para ir finalmente a recorrer las calles. Tiene la pretensión de entrar en las conversaciones de la gente.

«Cuando te acuestes y cuando te levantes». ¡Qué hermoso sería que nos quedáramos dormidos repitiendo una frase del Evange-. lio, y que fuera precisamente la Palabra la que nos entregara al sueño y nos custodiara durante la noche...! Seguiríamos siendo instruidos por ella también en sueños.

¡Y qué interesante sería que la Palabra nos despertara por la mañana, haciéndonos tomar conciencia de que espera ser «he­cha», de modo que diéramos los primeros pasos del día al ritmo de la misma Palabra...! Sin arrastrar los pies, naturalmente.

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La Palabra impresa en el rostro

Desearía detenerme todavía en las expresiones «en vuestro cora­zón» y «.entre vuestros ojos». Una buena parte de la Palabra de Dios está bien ordenada en el cerebro, pero no hace mella, no conta­mina a la persona, no la enciende. En este caso, la Palabra que sa­le fuera puede ser docta, brillante, segura, disciplinada, ortodo­xa..., pero es una Palabra fría, plana, incolora, falta de sabor.

Mientras permanece en la mente, la Palabra puede ser con­trolada, administrada, dosificada. Pero si permitimos que baje al corazón, entonces lo agita todo, lo inflama, ocupa todo el espacio, se vuelve incontenible, incontrolable, no domesticable.

En ese caso, la persona no domina, no posee la Palabra, sino que es poseída por ella. Y la Palabra sale de su boca cálida, apa­sionada, transparente, viva. Es una Palabra que denuncia la im­plicación de todo el ser. Es extraída, con dolor y gozo a la vez, fa­tigosa y espontáneamente, de la zona más secreta de nosotros mismos.

No habla una persona que sabe, que tiene ese deber o que ha sido encargada de ello, sino una persona que no puede por me­nos. La Palabra le explota dentro. No adoctrina, sino que cuenta, sorprende, estimula, provoca una vibración en un punto sensible. Ayuda a vivir, porque «traiciona» aquello que la hace vivir.

Una persona que proclama la Palabra no está imbuida de doctrina, de saber, sino que más bien está «despojada», no duda en descubrirse, en revelar el tormento y el secreto de la propia existencia, y el remordimiento por el hecho de no estar a la altu­ra de dicha Palabra.

Además, la Palabra tiene que ser presentada, me atrevería a decir «impresa» en el rostro. Es en los ojos de quien habla donde todos desearían leer la Palabra de Dios. Ciertos rostros apagados, ojos entornados, miradas frías o implacables, con expresión de besugo..., hacen que se oscurezca la Palabra.

Entran ganas de protestar: «No oigo nada, porque tus ojos no hablan, tu rostro es inexpresivo. Me encuentro en la oscuridad porque en tu mirada no hay luz, no demuestras que eres hijo del "Padre de la luz" (St 1,17)».

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CUARTO TEMA: EL CRISTIANO FRENTE A LA PALABRA DE DIOS

Algunos predicadores tienen el poder de congelar al audito­rio porque la Palabra de Dios no sólo no consigue hacer arder su corazón, sino que ni siquiera hace radiante -como le sucedió a Moisés (Ex 34,29)- la piel de su rostro. A pesar de los micrófo­nos más sensibles, no consiguen hacerse oír porque no poseen «una voz luminosa». No llevan juntas la Palabra y la luz (cálida) de Dios.

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III

uinto tema

I lenguaje del cristiano ajo el signo de la dulzura

o precipitarse al hablar

or cinco veces se refiere Santiago al tema del hablar. Se trata, or tanto, de un tema que tiene especial importancia para él. Es orno si Santiago, cual médico atento, tuviera intención de hacer n diagnóstico de los males que pueden afligir al cristiano y em-ezara por la boca: «Muéstrame la lengua, y te diré cómo va tu alud».

Ante todo, una recomendación fundamental:

«Lo sabéis, hermanos míos queridos: que cada uno sea di­ligente para escuchar, tardo para hablar y lento a la ira. Por­que la ira del hombre no realiza lo que es justo ante Dios» (1,19-20).

Es decir, no abrir la boca antes de haber escuchado con aten­ción, intensidad y participación. Se trata de hablar con pondera­ción, después de haber reflexionado, y con medida, evitando des­cender a niveles de polémicas rencorosas y dejarse arrastrar por la animosidad.

Como se ve, la amonestación se refiere a la polaridad de la co­municación. En efecto, por una parte se afirma que es preciso sa­ber escuchar al otro. Pero se advierte también que quien habla de­be hacerlo después de haber reflexionado, sin precipitarse. Yo añadiría también, a este respecto, que es preciso estar atentos pa­ra evitar someter a dura prueba la paciencia de quien escucha.

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ESTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

En suma, para hablar hay que saber escuchar, ser capaz de re­flexionar (de lo contrario, se habla sin ton ni son) y, naturalmen­te, tener algo que decir.

Hay oyentes que fingen escuchar, pero se limitan simple­mente a oír (que es una cosa muy distinta). No se esfuerzan por comprender. Responden incluso antes de haber comprendido.

Esto sucede:

- con los hombres; - pero también con Dios; se habla mucho de Él y con la má­

xima desenvoltura; pero rara vez se habla con El y, sobre todo, no se le escucha.

El filósofo griego Zenón de Citio (que vivió entre el año 335 y el 264 a .C , aproximadamente), considerado fundador de la es­cuela estoica, observaba: «Tenemos dos orejas y una sola boca, porque tenemos que escuchar mucho y hablar poco».

Por su parte, el Sirácida amonestaba: «Sépronto para escuchar, y tardo en responder» (Sir 5,11).

Así pues, según Santiago, se trata de evitar la ira. Hay que ha­blar con dulzura, con sosiego. La cólera tiende a apabullar al otro, a sofocarlo. Lo anula, lo elimina, lo excluye. Con la cólera se tien­de a dominar al otro (especialmente cuando nuestras razones son débiles), no se le da espacio, no se toman en consideración sus ideas. La agresividad incontrolada impide la comunicación preci­samente porque destruye, ya desde el principio, la relación con el interlocutor.

En cualquier caso, hay que evitar la suspicacia, caracterizada a menudo por un exceso de amor propio y susceptibilidad. Sólo con la ausencia de cólera, y positivamente con un lenguaje carac­terizado por la dulzura, se puede afirmar que nuestro hablar es «justo» ante Dios.

Actualización

Las recomendaciones de Santiago en este punto son de rabiosa actualidad. En efecto, lo que se define como diálogo, muchas ve­ces no es más que una serie de tediosos monólogos en los que ca­da uno está preocupado exclusiva y obsesivamente por tomar la

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QUINTO TEMA: EL LENGUAJE DEL CRISTIANO...

palabra y escuchar -cuando no puede evitarlo, con resignación mal disimulada- al otro, pero sin tener después en cuenta sus ra­zones para nada. Más que comunicar, se tiende a dominar, a ha­cer callar al interlocutor. No hay voluntad de buscar juntos, po­niendo en común cada cual su propio fragmento de verdad, sino de vencer o superar al otro.

Por lo que respecta a la precipitación, ésta se ve favorecida hoy por los micrófonos, las cámaras de televisión y los cuadernos de notas de los periodistas, siempre al acecho y siempre provo­cando. Muchos no saben sustraerse, negarse, y se dejan vencer por el deseo de protagonismo y de vanidad, en detrimento del pensamiento que debería nacer de una lenta elaboración interior, así como de la modestia.

Lamentablemente, de este fenómeno no se libra ni siquiera el ámbito eclesial, donde hay verdaderos «grillos parlantes» incapa­ces de contenerse, que cacarean (a veces sin parar) sobre todo de cosas que desconocen.

Por otro lado, muchos (sobre todo en el ámbito político) pa­recen competir en desdecirse, inútilmente, de las palabras que han salido incontroladamente de su boca. Esfuerzo vano: el daño ya está hecho, y no hay ningún desmentido o «puntualización» que consiga poner remedio a la torpeza inicial.

Por lo que respecta al hablar y discutir tranquilamente, hay que reconocer que se ven muy pocos ejemplos en este sentido. Prevalece el enfrentamiento verbal, también por los motivos más vanos.

La verdadera religiosidad exige «refrenar la lengua»

«Si alguno se cree religioso, pero no pone freno a su lengua y, de este modo, engaña a su propio corazón, su religión es vana1. Una religión pura y sin mancha ante Dios nuestro Padre es ésta: socorrer a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones y conservarse incontaminado del mundo» (1,26-27).

1. Es decir, carente de valor.

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Es el segundo pasaje donde Santiago trata del hablar. Un signo de falsa religiosidad, de relación deformada con Dios, es la inca­pacidad de refrenar la lengua.

En la insistencia de Santiago sobre el tema de la lengua (na­da menos que cinco pasajes) se entrevé fácilmente la existencia ya entonces de comunidades litigiosas, amantes de las muchas pala­bras y chacharas vanas, que se perdían en discusiones inútiles y atizaban polémicas, en modo alguno libres de murmuraciones y de toda clase de calumnias. Son también signos inequívocos de que hay mucho humo y poca sustancia.

La religión auténtica es otra cosa completamente distinta, y no se basa ni en las palabras ni en las chacharas. El exceso de pa­labras no contribuye a construir la comunidad, sino que termina por erosionarla y destruirla.

También es ilusorio creer que se puede establecer una rela­ción con Dios gracias a la palabrería, la cual, más que acercar a Dios, aleja de Él.

Probablemente, en este pasaje Santiago está pensando en la oración. Y arrebata toda posibilidad de ilusionarse a quien se con­sidere piadoso por el hecho de que su oración abunda en palabras y se caracteriza por su locuacidad. Más aún, tal actitud hace que los cristianos sean semejantes a los paganos. El mismo Jesús ha­bía recomendado (y Santiago está, una vez más, en sintonía con Mateo): «Y, al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figu­ran que por su palabrería van a ser escuchados» (Mt 6,7).

Jesús emplea el verbo battalogein, que significa «decir cosas vanas» (lo cual equivale a dar golpes al aire) y polylogia («muchas palabras», es decir, en este contexto, locuacidad devocional, ver­borrea piadosa).

La verdadera oración se caracteriza por la sobriedad, por la justa medida.

Ésta es también la enseñanza del Sirácida: «No hables dema­siado en la asamblea de ancianos ni repitas las palabras de tu oración» (Sir 7,14).

Por su parte, el Qohélet exhorta: «Que no se precipite tu boca ni se apresure tu corazón al pronunciar una palabra ante Dios... sean po­cas tus palabras...» (Qo 5,1).

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QUINTO TEMA: EL LENGUAJE DEL CRISTIANO...

Es legítimo sospechar que Santiago se refiere también a la predicación, a la liturgia y a los debates teológicos.

Oración y sobriedad

También la advertencia de Santiago sobre la verborrea en la ora­ción resulta oportuna hoy para nosotros. De hecho, hay un exce­so, una demasía en algunas de las oraciones que se escuchan. Es algo que contradice el estilo de oración recomendado por Jesús en el Sermón de la montaña, y de ello hay un eco en la Carta que nos ocupa.

La belleza no queda comprometida tanto por la pobreza y la sencillez cuanto por la redundancia y la exageración. La obra fun­damental del Oriente cristiano se titula, significativamente, Filo-calta de los Padres Nípticos2. «Nípticos» significa, literalmente, so­brios, vigilantes.

La sobriedad, por tanto, debería constituir una característica irrenunciable de la oración cristiana. Sobriedad como expresión de amor a la belleza. Sobriedad como esencialidad, rigor, sentido de la medida, discreción. Me atrevería a decir también: pudor.

Además de constituir un atentado contra la armonía, algunos modos de orar revelan una absoluta falta de fe. Ciertas insisten­cias, repeticiones exasperadas y precisiones pedantes aparecen cuando menos sospechosas a este respecto. Aflora casi el miedo a que Dios no haya comprendido bien, o no esté demasiado con­vencido, o tenga necesidad de sugerencias más particularizadas. Santiago tendría muchas razones para reírse en relación con esto...

No habría que confundir nunca la familiaridad con la intro­misión, la espontaneidad con la petulancia, la audacia con la arrogancia.

A veces tenemos la oportunidad de escuchar, en nuestras asambleas litúrgicas, oraciones que son definidas como «libres» o «espontáneas», pero que en realidad son simplemente intempe-

2. Esta monumental obra ha sido traducida por entero al italiano por la editorial Gribaudi, y está disponible en cuatro volúmenes (constituye una empresa excepcional, única en su género en Europa).

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rantes, «desquiciadas» -tanto más por cuanto se piensa que son competencia de la persona más instruida de la comunidad-, que resultan de una banalidad mortificante.

Hay una oración prolija, tediosa, desbordante, que acaba re­sultando fastidiosa (sobre todo para quien desearía participar en ella y se siente desanimado precisamente por ese exceso).

Por lo demás, siempre hay alguien particularmente incapaz de contenerse y que, con el pretexto de decirlo todo, termina di­ciendo demasiado y, de este modo, tiene el peligro de no decir ab­solutamente nada.

En la tradición judía relativa a la Biblia hay una célebre sen­tencia rabínica conocida también como «la ley de los espacios blan­cos». Dice así: «Todo está escrito en los espacios blancos entre una palabra y otra. Lo demás no cuenta». Esta observación se refiere al Libro, pero se aplica también a la oración. Lo más importante, lo mejor, se dice —o, mejor, no se dice- en los intervalos (cuanto más largos, mejor) entre una palabra y otra.

En el diálogo de amor hay siempre algo que no se puede de­cir y que únicamente puede ser expresado en una comunicación más profunda y fiable que la constituida por las palabras; y no di­gamos si esas palabras son pura chachara...

Los números no hacen que cuadren las cuentas

Otro equívoco que se resiste a desaparecer en una cierta menta­lidad devota, y que es denunciado al menos implícitamente por Santiago, es el de la cantidad: una persona o una comunidad de oración sería aquella que se distingue por sus innumerables oraciones.

No se tiene en cuenta que es una necedad tratar de inclinar la balanza de nuestra parte añadiendo prácticas, ejercicios piadosos, devociones de toda clase (y de dudosa consistencia bíblica).

Las cuentas no salen a fuerza de números. Dios no es un con­table. Una mística de nuestro tiempo, sor Maria Giuseppina di Gesü Crocifisso, carmelita descalza en Ñapóles, exhortaba: «Dad el corazón a Dios en la oración, en lugar de tantas palabras».

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QUINTO TEMA: EL LENGUAJE DEL CRISTIANO...

Se puede y se debe orar más, sin por ello multiplicar las ora­ciones. El vacío de oración en nuestra vida no se colma con la cantidad, sino con la autenticidad y la intensidad de la comunión. La plenitud viene dada por la armonía, por la medida, por el sen­tido de la proporción, no por el amontonamiento ni la acumula­ción. Una oración desnuda llega con más seguridad a Dios que un... almacén.

Un cristiano ora más cuando aprende a orar mejor, sin nece­sidad de demasiadas palabras. Se trata de crecer en la oración, más que de aumentar el número de oraciones. Amar no significa amontonar la mayor cantidad de cosas posible, sino estar ante el otro en la verdad y transparencia del propio ser.

Contra una religiosidad falsa y verborreica: dar la palabra a los hechos concretos

Volviendo al pasaje de donde hemos partido, es como si San­tiago dijera: menos chachara y más hechos concretos. A la infla­ción religiosa, sea verbal o ritual, hay que oponer una praxis ba­sada en el amor. Y el amor tiene que manifestarse, concretamen­te, en la atención prestada a los débiles, a imitación de la acción de Dios Padre, que defiende a los débiles e interviene en favor de los necesitados.

Así pues, avaros de palabras y generosos, pródigos en accio­nes en el inmenso campo de las necesidades del prójimo. «Una re­ligión pura y sin mancha ante Dios nuestro Padre es ésta: socorrer a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones...» (1,27).

El término «puro» (reforzado por la expresión «sin mancha») se refiere, obviamente, al ámbito cultual, donde la preocupación por la «pureza», por la no contaminación, dominaba en el judais­mo. Santiago, haciéndose eco de las denuncias proféticas, trans­fiere la «pureza» del ámbito religioso-ritual al ético. Más impor­tantes que los gestos rituales son los gestos que llevan el sello de la caridad. La «pureza» apreciada por Dios, y que nos hace «pre­sentables» ante Él, es la de la vida3.

3. Las citas de los textos tomados del Antiguo Testamento serían muy nu-

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Es significativo lo que se dice en el Evangelio de Lucas, en polémica con las preocupaciones por una pureza exclusivamente exterior: «Vosotros, los fariseos, purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis llenos de rapiña y maldad. ¡Insensatos! El que hizo el exterior, ¿no hizo también el interior? Dad más bien en li­mosna lo que tenéis, y entonces todo será puro para vosotros» (Le 11,39-41). Es como si dijera: no es cuestión de purificar el plato, sino de vaciarlo, dando como limosna lo que está dentro. Sólo así «todo será puro para vosotros».

La alusión a los huérfanos y a las viudas -que a menudo son asociados en el Antiguo Testamento con los extranjeros- resulta significativa. Se trata, en efecto, de los representantes típicos de una categoría particular: la de los individuos indefensos, sin pro­tección, incapaces de hacer valer sus derechos conculcados, y que se encuentran «en la tribulación», es decir, en la situación de quien es oprimido y explotado.

En los Salmos se define a Dios con estas palabras: «Padre de huérfanos, tutor de viudas es Dios en su santa morada» (cf. Sal 68,6). Los impíos, en cambio, «matan al forastero y a la viuda, asesinan al huérfano» (Sal 94,6).

Hoy, a la vez que mantenemos la categoría del extranjero -en la persona del inmigrante-, podríamos añadir a los ancianos y las innumerables variedades de discriminados, excluidos y explota­dos. Queda en pie, de todas formas, el hecho de que el cristiano obedece a la ley en la medida en que la practica en favor del re­chazado, del abandonado. Actúa en conciencia cuando se deja llevar por el corazón. Su conciencia, en efecto, es una conciencia «iluminada» cuando recibe la luz de la necesidad del otro. Es una conciencia «pura» cuando acepta mancharse las manos para «so-

merosas. Baste recordar las condiciones requeridas para el acceso al tem­plo: «El de manos inocentes y puro corazón, el que no pronuncia mentira ni jura con engaño* (Sal 24,4). Isaías, al igual que Amos, cuestiona radical­mente un culto separado de la práctica de la justicia: «Aunque multipli­quéis las oraciones, yo no oigo. Vuestras manos están de sangre llenas: lavaos, limpiaos, quitad vuestras fechorías de delante de mi vista, desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad la justicia, socorred al oprimido, haced justicia al huérfano, defended la causa de la viuda» (Is 1,15-17).

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QUINTO TEMA: EL LENGUAJE DEL CRISTIANO...

correr» a quien se halla en dificultad. Sólo se acerca a Dios cuan­do tiene el coraje de no alejarse del prójimo.

A los fariseos les aterraba la posibilidad de contaminarse con determinadas personas. El cristiano es consciente de que sólo el contacto con la miseria le hace mínimamente «presentable» ante Dios.

El sacerdote y el levita de la parábola (Le 10), si hubieran te­nido el coraje de «mancharse» acercándose al herido, habrían es­tado en condiciones de celebrar un culto «puro» y «sin mancha».

En suma, lo importante es comprender que la relación con Dios pasa necesariamente a través de la atención al prójimo, la acogida de los excluidos. Que no basta con sentirse bien con Dios a base de una práctica religiosa y cultural más o menos «pura». Hay que prolongar el servicio del templo en la liturgia -celebra­da, a ser posible, en silencio- de la solidaridad, la fraternidad, la justicia y la misericordia, que se celebra a lo largo del camino.

El cristiano demuestra que ha encontrado a Dios si tiene el coraje de encontrar al hermano. Cuando se obvia esta relación, la religiosidad se vuelve engañosa, nos extravía y sufre la deforma­ción del intimismo, del esplritualismo desencarnado y, claro está, también de la chachara inútil.

Ciertamente una religiosidad como coartada, como evasión de las responsabilidades para con el otro, no establece un contac­to con Dios. Una escucha de la Palabra que no abra los oídos y no haga disponibles a las exigencias de la justicia, la paz y la uni­dad, es pura sordera.

Si Dios no te hace ver (¡he aquí las verdaderas apariciones!) al hermano a quien has de amar, al pobre a quien has de socorrer, al enemigo a quien has de perdonar, significa que Dios ha desa­parecido de tu horizonte. O, mejor dicho, que tú te has alejado de los horizontes de Dios. Y corres el peligro de ir a buscar a Dios «en otra parte».

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La lengua «irrefrenable»

«Hermanos míos, no queráis ser maestros muchos de voso­tros, sabiendo que tendremos un juicio más severo, porque todos fallamos en muchas cosas. Si alguno no cae en falta al hablar, es un hombre perfecto, capaz de refrenar todo su cuerpo. Cuando ponemos a los caballos el freno en la boca para que nos obedezcan, podemos dirigir también todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque sean grandes y vientos impetuosos las empujen, son dirigidas por un pe­queño timón adonde la voluntad del piloto quiere. Así tam­bién la lengua: es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas. ¡Mirad qué pequeño fuego y qué bosque tan grande incendia! También la lengua es un fuego, es el mun­do de la iniquidad; se instala en nuestros miembros, conta­mina todo el cuerpo y, encendida por la gehenna, incendia el curso de la vida. De hecho, toda clase de fieras, aves, rep­tiles y seres marinos son domados y han sido domados por la raza humana; en cambio, ningún hombre puede domar la lengua; es un mal rebelde; está llena de veneno mortal. Con ella bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a semejanza de Dios. De una misma boca proceden la bendición y la maldición. ¡No debe ser así, hermanos míos! ¿Acaso la fuente mana por el mismo caño agua dulce y amarga? ¿Acaso, hermanos míos, puede la hi­guera producir aceitunas y la vid higos? Tampoco un ma­nantial salado puede producir agua dulce» (3,1-12).

Es la parte más amplia dedicada a la lengua, lo cual indica que la peligrosidad de la lengua es un dato de hecho que ha de ser tenido en seria consideración. Ahora bien, esto no representa una novedad ni en la tradición bíblica y judía ni en la helenística.

El fundamento está en el poder que es atribuido a la palabra. Un poder casi mágico. La palabra posee una fuerza, un poder que, si no se controla, en vez de construir destruye, en vez de unir divide, en vez de iluminar confunde.

Santiago, situándose en una perspectiva negativa, y conscien­te de los abusos que se producen en las comunidades, alerta con­tra el poder devastador de la palabra. En ciertos ambientes cris­tianos la palabra es usada más como arma que como instrumen-

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QUINTO TEMA: EL LENGUAJE DEL CRISTIANO...

to de edificación, más para brillar personalmente que para ilumi­nar a los otros, más para imponerse que para comunicar.

No es difícil intuir a qué situaciones se refiere Santiago: en las comunidades todos hablan y pocos escuchan, todos pretenden enseñar y pocos están dispuestos a aprender.

El diálogo, en vez de servir para descubrir juntos la verdad, poniendo en común los diferentes fragmentos, conduce a contra­posiciones y personalismos.

Así pues, hay que darse cuenta de que la lengua no tiene que ser «soltada», sino controlada, vigilada atentamente.

La manía de dárselas de docto

El largo pasaje comienza con una exhortación —«Hermanos míos, no queráis ser maestros muchos de vosotros...» (3,1)- que permite en­trever la existencia de un fenómeno preocupante: todos se las dan de maestros, haciendo alarde de vanidad, exhibicionismo y pre­sunción, así como de superioridad con respecto a los demás.

Algunos autores piensan que en las primeras comunidades cristianas el papel de «maestro» era un cargo específico, ambi­cionado y tal vez remunerado, con los consiguientes fenómenos de competencia, contraposiciones y conflictos en el plano de la enseñanza.

Personalmente, aun sin negar tal hipótesis, considero que Santiago se refiere, más que a un ministerio particular, a una ac­titud que podría definirse como «manía de dárselas de docto», de adoctrinar, sermonear, impartir lecciones desde arriba, de mane­ra presuntuosa, engreída, arrogante, afectada, y creando notable confusión, además de infligir heridas dentro de las comunidades.

Hay aquí un eco de la severa —y a menudo olvidada- exhor­tación de Jesús que recoge el Evangelio de Mateo: «...Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "rabbí", porque uno solo es vuestro Maes­tro; y vosotros sois todos hermanos. [...] Ni tampoco os dejéis llamar "maestros", porque uno solo es vuestro Maestro: el Cristo» (Mt 23,8-10). Es decir, resulta fundamental la condición de «hermanos» (ni siquiera se habla de discípulos) con respecto a la de «maestros», ya sean verdaderos o presuntos.

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Sólo cuando estemos convencidos de que no somos maestros de nadie, sino simplemente hermanos (¡y no es poco!), podremos llegar a ser testigos creíbles del Evangelio.

El antídoto contra la «manía de dárselas de docto» es la ca­pacidad de buscar en compañía de todos los demás hermanos, y acercarnos al menos un poco a aquella verdad que nos supera a todos y que nadie posee en exclusiva.

Hoy, para ampliar el discurso, se podría decir, por ejemplo, que es mayor el número de escritores (y los que redactan docu­mentos) que el de lectores

No obstante, sigue siendo válido el grito de alarma lanzado por Santiago: hay personas que manejan con demasiada desen­voltura las palabras. Individuos que no se dan cuenta de que la enseñanza no es un privilegio y un medio para sobresalir, sino un servicio que implica una responsabilidad precisa, y el consiguien­te juicio severo.

Además, hay que tener en cuenta una precisión: «maestros muchos de vosotros» no se refiere sólo al excesivo número de maes­tros más o menos autorizados, sino que se podría traducir tam­bién como «maestros en muchas cosas». Hoy nos damos cuenta de por qué ha despuntado una figura inédita (cuya necesidad, por lo demás, no era advertida en modo alguno): la del «sabelotodo».

Se trata de individuos que ciertamente no brillan por su mo­destia, su discreción y su sentido de la media y de sus limitacio­nes. A veces -cuando se trata especialmente de prelados ancia­nos- presumen de una experiencia de muchos años. Y por eso sentencian gravemente sobre hechos y problemas cuyas caracte­rísticas precisas ignoran.

Los sabelotodo «aparecen» especialmente en las pantallas de televisión, incluso en las transmisiones más... improbables, de las que deberían abstenerse si tuvieran un elemental pudor. A veces, lamentablemente, llevan sotana o hábito, o están embutidos en alzacuellos impecables, o bien exhiben jerseys de cuello alto «cui­dadosamente casuales».

Nos los encontramos en casa, en cualquier momento, en to­dos los rincones. Suelen «visitar todas las iglesias» televisivas. En las revistas más difundidas tienen columnas fijas (donde se inclu-

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ye su foto tamaño carnet: caras demasiado serias para que alguien las tome en serio, o demasiado sonrientes para que no susciten sospechas inquietantes), firman artículos continuamente en los periódicos, son entrevistados oportunamente (y casi siempre ino­portunamente) acerca de cualquier cuestión o acontecimiento.

Algunos de ellos se han convertido en auténticas estrellas: buscados por todas partes, invitados, solicitados, halagados, in­cluso mimados, con evidente complacencia por su parte. Es difí­cil que renuncien a una sola ocasión de presentarse, conseguida a cualquier precio.

Surgen preguntan legítimas: ¿de dónde demonios sacan su mensaje? ¿Cómo pueden, con ese afán de presencia desbordante, encontrar todavía tiempo para estudiar, reflexionar, profundizar, orar, contemplar, leer, escuchar, conocer verdaderamente los pro­blemas de los que tanto hablan? ¿Qué espacio ocupa el silencio en su vida?

Resulta difícil reconocer en ellos las características de esta an­tigua pero siempre válida descripción de Efrén el Sirio:

«Han sido ordenados sacerdotes de misterios arcanos, cancelan nuestras debilidades. En lo escondido oran por nuestros pecados y permanecen en oración, suplicando por nuestras locuras... Las montañas se han convertido en antorchas, la gente se encamina hacia ellas. Donde está uno de ellos, quienes se acercan son reconciliados. Son fortalezas en el desierto, gracias a ellos tenemos la paz».

Lo que el poeta cristiano afirma a propósito de los monjes tendría que valer también para los presuntuosos maestros y sabe­lotodo. El problema es que para frecuentar el desierto hace falta tiempo. Pero los «maestros en muchas cosas» sólo tienen tiempo para hablar. No se les puede pedir tiempo para otra cosa...

Y no vale decir que pueden refugiarse en el desierto durante la noche, como hacía Jesús, el único Maestro. Ellos, por la noche,

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cuando no están yendo de un estudio de televisión a otro, casi sin tiempo para que los maquillen, están en salas ruidosas debatien­do, polemizando, interviniendo...; pero lo que ciertamente no ha­cen es arder como «antorchas».

No tienen nada de «fortalezas en el desierto». Ellos son for­talezas de plástico brillante, fácilmente expugnables por la curio­sidad, por la publicidad, por la manía de aparecer.

Ciertamente, desde aquellos curas obreros, que se dejaban la piel en la fábrica para tener la posibilidad de comprender qué era el trabajo del que todos hablaban sin haberlo experimentado -ex­cepto don Luisito Bianchi, que hablaba desde su propia expe­riencia-, hasta los sabelotodo de la televisión, se ha recorrido un largo camino... hacia atrás, por desgracia.

El peligro de quedar atrapado en las palabras

Santiago, después de disuadirnos de emprender la carrera de «maestros» o de adoptar la actitud de tales, aduce dos motivacio­nes. La primera: «...sabiendo que tendremos un juicio más severo» (3,1b). La excesiva locuacidad no tiene en cuenta el riesgo y la responsabilidad que comporta tal actitud. «Recibir una condena mayor» es una expresión que aparece en otras páginas del Nuevo Testamento: «Guardaos de los escribas... Ellos tendrán un juicio más severo» (Le 20,46-47; cf. también Me 12,38-40).

Segunda motivación: «...todos fallamos en muchas cosas» (3,2). Es decir, el riesgo de equivocarse siempre nos acecha. Jesús ben Sirá, es decir, el Sirácida, se pregunta con realismo: «¿ Quién no ha pecado con la lengua'?» (Sir 19,16b).

El verbo «faltar» se podría traducir también por «caer», «des­lizarse», «resbalarse», «tropezar». Es casi como si estuviera advir­tiendo que los infortunios causados por el exceso de... velocidad en el uso de la lengua son numerosos. Paradójicamente, corre el riesgo de «tropezar» en las palabras precisamente quien tiene ex­cesiva facilidad de palabra...

¿De qué modo se yerra (o se tropieza ruinosamente) al ma­nejar con demasiada desenvoltura las palabras y al pretender te-

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QUINTO TEMA: EL LENGUAJE DEL CRISTIANO...

ner razón a toda costa? Las maneras pueden ser muy variadas. He aquí algunas de ellas:

- diciendo cosas que no corresponden a la verdad; - vendiendo opiniones personales discutibles como si fue­

ran verdades absolutas; - diciendo cosas ciertas, pero en un momento y de un mo­

do equivocados (es decir, sin caridad); - humillando a quienes no piensan como nosotros; - hablando con presunción, engreimiento, arrogancia, vani­

dad, soberbia; - no aceptando la confrontación serena con el «diferente»,

las opiniones contrarias y la crítica; - negándose a reconocer los propios errores; - enseñando o predicando sin verdadera pasión, sin profun­

da implicación personal (no basta con «decir»; también cuenta el modo, el tono...);

- olvidándose de ofrecer ilustraciones prácticas («se enseña lo que se es»).

Lengua: fuego y veneno

Llegado a este punto, Santiago aborda la parte esencial del pro­blema que tanto le preocupa. Su argumentación se desarrolla en dos planos.

a) Se subrayan, en primer lugar, los aspectos positivos del con­trol de la lengua.

b) Luego se ponen crudamente de manifiesto los efectos nega­tivos provocados por los abusos en relación con el lenguaje.

La afirmación de fondo de la primera parte es categórica: «Si alguno no cae en falta (¡no tropieza!) al hablar, es un hombre perfec­to, capaz de refrenar todo su cuerpo» (3,2b). Así pues, para el autor de la Carta la perfección (es decir, la integridad, la plenitud) con­siste en controlar la lengua. El control de la lengua determina el control de toda la persona.

Con ello Santiago se incorpora a la corriente bíblica sapien­cial, según la cual el ideal de perfección radica en una conducta

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armoniosa, íntegra, equilibrada, que se refiere de un modo muy especial a las relaciones interpersonales, donde por ello el hablar asume una importancia fundamental. Citamos sólo una expre­sión del libro de los Proverbios: «En el mucho hablar no falta la cul­pa; quien frena sus labios es prudente» (Pr 10,19).

También Jesús denuncia el hablar intemperante y fatuo: «...de lo que rebosa el corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen te­soro saca cosas buenas, y el hombre malo, del tesoro malo saca cosas ma­las. Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio. Porque por tus palabras serás declarado jus­to y por tus palabras serás condenado» (Mt 12,34-37).

Dos comparaciones... y otra más

Santiago ilustra su propio pensamiento acerca del dominio total de sí a través de la lengua, primeramente con dos comparaciones:

- el freno que se pone en la boca a los caballos y los hace dó­ciles (3,3);

— el pequeño timón que sirve para guiar la nave aunque sea empujada por «vientos impetuosos» (3,4).

De este modo se insta a que cada cual saque las debidas con­clusiones, cosa que el autor de la Carta, como buen pedagogo que es, no hace por los demás. Más bien pone de manifiesto que la lengua es un pequeño órgano que puede provocar enormes da­ños. En vez de dominar todo el cuerpo, lo conduce a la ruina (y esto afecta tanto a cada persona como al cuerpo que es la Iglesia, la comunidad).

Y luego recurre a una tercera comparación, esta vez negativa: «Así también la lengua: es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas. ¡Mirad qué pequeño fuego y qué bosque tan grande in­cendia!» (3,5). La imagen es sobremanera elocuente: una pequeña llama, un tizón o una chispa puede provocar en un gran bosque un colosal incendio incontrolable y capaz de causar daños incal­culables. «El hombre perverso trafica con el mal y echa por sus labios

fuego abrasador» (Pr 16,27).

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QUINTO TEMA: EL LENGUAJE DEL CRISTIANO...

La lengua, pese a ser pequeña, puede destruir a una persona e incluso a una comunidad entera. No la lengua en sí misma, si­no el hablar de un modo desconsiderado y precipitado.

El v. 6 presenta dificultades notables, y la conexión entre las diversas frases resulta bastante problemática. B. Maggioni lo tra­duce literalmente:

«También la lengua es un fuego, un mundo de maldad, la len­gua reside entre nuestros miembros, contamina todo el cuerpo e incendia la rueda del nacimiento y es incendiada por la gehenna»4.

Como se puede observar, este pasaje no es un modelo de or­den y de estilo literario. Se trata de frases inconexas, aisladas. No obstante, si las consideramos una por una, revelan un significado preciso y un peso particular.

«La lengua es un mundo de maldad». Es decir, en la lengua pue­de concentrarse y expresarse toda la maldad de que una persona es capaz. En sí mismo, el término adikia significa «maldad»; pe­ro, por extensión, puede significar también «mentira». La lengua contribuye a difundir mentira y falsedad.

«Contamina todo el cuerpo...», es decir, envenena, infecta, an­te todo a la persona. Se subraya de este modo el poder contami­nador de la palabra. Así pues, fuego que destruye y veneno que intoxica.

Santiago, entre otras cosas, nos recuerda que quien es falso al hablar ya no es creíble en nada, aunque se presente como porta­dor de la Verdad. En efecto, es el instrumento del que se sirve lo que está irremediablemente «profanado».

«...Incendia la rueda del nacimiento». Dicho de un modo más comprensible: incendia todo el curso de la vida.

Pero ¿dónde encuentra este fuego devastador el combustible que lo alimenta? Santiago lo revela con una afirmación bastante dura: la lengua «...es incendiada por la gehenna»". Así pues, el po-

4. B. MAGGIONI, La lettera di Giacomo, Cittadella, Assisi 1989, pp. 101-102. 5. Explica R. Fabris: «El término gehenna es la transcripción griega de la

expresión hebrea gé-innom, "valle (de los hijos) de Hinón" (Jos 15,8a; 18,16a; cf. Ne 11,30). Este valle, situado al sur de Jerusalén -Wadi Er­raban-, se convirtió en símbolo de execración y de condenación, a causa

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der devastador que deriva del uso deformado de la palabra se puede reconducir al ámbito diabólico o infernal.

En este punto, Santiago hace una afirmación de carácter de­cididamente pesimista: «De hecho, toda clase defieras, aves, reptiles y seres marinos son domados y han sido domados por la raza humana; en cambio, ningún hombre puede domar la lengua» (3,7-8a). La lengua resulta funesta por el hecho de que nadie consigue dominarla. El hombre tiene la capacidad de dominar a todos los seres vivos, pe­ro no su propia lengua, frente a la cual se revela impotente. De he­cho, la lengua encuentra siempre nuevos medios expresivos... y destructivos que el progreso le ofrece hoy en abundancia.

La lengua se caracteriza por la agitación y la rebeldía, que ha­ce que resulte muy difícil reconducirla al orden. Y de este modo turba la armonía y provoca continuos desórdenes.

A continuación, el autor de la Carta sube el tono: «es un mal rebelde; está llena de veneno mortal» (3,8b). La alusión al veneno mortífero evoca la imagen de una flecha envenenada o la de una serpiente que con su propia lengua inyecta un veneno mortal.

Observa oportunamente R. Fabris, respondiendo a quienes consideran que Santiago tiene una visión excesivamente pesimis­ta del hombre:

«Teniendo en cuenta el estilo retórico de estas frases, caracte­rizadas por la redundancia y la búsqueda de las antítesis, está fue­ra de lugar plantearse el problema de la visión antropológica pe­simista u optimista de Santiago. El objetivo de su insistencia en los efectos negativos de la lengua desenfrenada es poner en guar­dia a los lectores y estimular su compromiso positivo»6.

del culto idolátrico en la época de los reyes que hicieron pasar a los hi­jos a través del fuego en honor de Moloc...» (R. FABRIS, Lettera di Giacomo. Introduzione, versione, commento, EDB, Bologna 2004, p. 234, nota 5).

6. Ibid., p. 237.

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Contradicción de fondo

En los w. 10-12, Santiago denuncia una contradicción de fondo: con la misma boca bendecimos y maldecimos. La boca es una es­pecie de tabernáculo, de vaso sagrado, consagrado para alabar a Dios. Y nosotros lo usamos también -o , mejor dicho, lo profana­mos- para operaciones que son lo contrario de la bendición.

Somos capaces de una cosa y de la contraria. Engrandecemos a Dios y detestamos y pisoteamos al hermano. Bendecimos al Señor y maldecimos su imagen. Y podemos tomar el verbo «mal­decir» en el sentido literal de «decir mal».

Para Santiago no puede haber división entre el honor dado a Dios y el respeto o el honor que se ha de dar al hombre. La glo­ria de Dios y el bien del hombre no pueden ser separados abusi­vamente: o se sostienen juntos o caen estrepitosamente juntos.

¿Es en verdad tan difícil conciliar ambas cosas: engrandecer a Dios y hablar bien del hombre? ¿Es una tarea imposible promo­ver la gloria de Dios y el respeto a sus criaturas?

De-sacralización del lenguaje

La página que estamos comentando es sin duda una página -d i ­gámoslo así- «de palpitante actualidad». Y me parece sorpren­dente que no haya encontrado un lugar en la liturgia de la Palabra dominical (y bien sabe Dios cuan necesaria es...).

Tratemos, no obstante, de subrayar su importancia, situándo­la en la perspectiva actual e introduciéndola en la tradición de la Iglesia.

La palabra se echa a perder por la apariencia de dureza con que se tiende a encerrarla. A veces se lee en los diccionarios, a propósito de ciertos vocablos: voz antigua, en desuso. Muchos términos que deberían estar caracterizados por la dulzura parecen hoy anticuados o, en cualquier caso, fuera del uso corriente, tam­bién en el ámbito eclesial. Se está produciendo en la sociedad en que vivimos una desacralización del lenguaje que se manifiesta sobre todo en tres dimensiones:

- maldad, violencia verbal, a menudo gratuita;

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— maledicencia; - vulgaridad (una actitud de la que tampoco se libran algu­

nos hombres de Iglesia).

Los pecados de la lengua

¿Queremos hablar de los pecados que se cometen con la lengua? Alguien observa que no están incluidos en la lista clásica de los siete vicios capitales, redactada por el papa Gregorio Magno a fi­nales del siglo VI. Pero, ciertamente, no se puede negar la eviden­cia de este hecho.

Sin embargo, no faltan quienes hacen notar que el «pecado de la lengua» tiene su origen y se alimenta de cada uno de los siete vicios capitales. Lleva el sello inconfundible de cada uno de ellos. Por eso se puede afirmar que los pecados de la lengua, aun cuan­do se presenten bajo una multiplicidad de formas y expresiones, son hijos de cada uno de los siete pecados capitales.

En la biblioteca de Oxford se conserva un tratado que lleva por título De lingua, pero que no pertenece, como podría parecer, al campo de la anatomía médica, sino al de la moral. El pecado de la lengua, en estas páginas, es situado en el ámbito del pecado de la gula. Es como si se insinuara que hay un «gusto» evidente en un cierto lenguaje irrefrenable. Y de este modo se establece una relación muy estrecha entre mesa y palabra.

Por otro lado, ya Pablo había recomendado con penetrante ironía: «...pero si os mordéis y os devoráis unos a otros, ¡mirad no va­yáis a destruiros mutuamente» (Ga 5,15). Para muchos, la vocación cristiana es compatible con los... mordiscos. Los abrazos frater­nos, demasiado fingidos como para no suscitar alguna sospecha, no anulan la costumbre de devorarnos a base de murmuraciones, mentiras, calumnias y acusaciones de toda clase. Se habla de co­munión, y se pretende realizarla con la agresividad.

No somos conscientes de la fuerza destructiva de aquellas pa­labras que no llevan el sello del respeto mutuo y minan la base de la comunidad cristiana.

A un joven monje, entusiasta del ayuno y de la austeridad, ha­bituado a practicar toda clase de penitencias, lo recondujo un an-

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ciano al primado de la caridad con estas palabras: «Es mejor co­mer carne y beber vino que comer, con la calumnia y la maledi­cencia, la carne del hermano».

En algunos banquetes no se duda en poner sobre la mesa la «carne» del hermano ausente, y se practica impunemente, con­tando con la sonrisa condescendiente de la mayoría, una especie de canibalismo verbal. Y, lamentablemente, no sólo a la hora ca­nónica de las comidas.

...Por no hablar del canibalismo de papel.

La lengua:poder de vida y de muerte

El libro de los Proverbios observa con enorme realismo: «La muerte y la vida están en poder [literalmente: en la mano] de la lengua* (Pr 18,21). Por otro lado, toda la tradición bíblica alerta contra el poder maléfico, «homicida», de la lengua. Basta reco­rrer el libro de los Salmos para caer en la cuenta de que las fal­tas contra la caridad a menudo proceden de ese arma mortal que es la boca. Son significativas a este respecto las imágenes emple­adas: se habla de flechas afiladas, veneno, dientes que rechinan, trampas inexorables...

En la antigüedad, los confesores se mostraban bastante seve­ros en lo referente a los «pecados de la lengua» (en sus variedades de injuria, maledicencia, mentira, calumnia, murmuración, inso­lencia, difamación, vulgaridad, grosería, sarcasmo, afán de polé­mica, falsedad, blasfemia, verborrea...).

Entre finales del siglo XII y la primera mitad del XIII se de­sarrolló una abundante reflexión sobre los pecados cometidos con la lengua, que dio origen a innumerables volúmenes que tra­tan de manera sistemática esa inmensa materia. En uno de ellos, que hizo escuela, titulado De moribus linguae y del que es autor Raoul Ardent, se pasa revista con abundancia y precisión de de­finiciones, clasificaciones y distinciones, a lo largo de setenta y siete capítulos, a todos los usos, buenos y malos, lícitos e ilícitos, de la palabra.

Un dominico de Lyon, Guillaume Peyraut, autor de una cé­lebre Summa sobre los vicios y las virtudes, tiene un largo capítu-

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lo titulado «De peccato linguae», al cual se referían habitualmen-te tanto los predicadores como los confesores, que no dudaban en interrogar minuciosamente a los penitentes sobre aquel pecado específico, considerado de extrema gravedad. Era como si les or­denaran, al igual que hace Santiago: abre la boca y muéstrame la lengua.

Los confesores no advierten hoy la gravedad del mal

Lamentablemente, los confesores, «renegando» de aquella tradi­ción saludable, normalmente se muestran hoy más bien indul­gentes en relación con los pecados de la lengua, confinándolos entre las «minucias» insignificantes, casi inevitables, y las cosas sustancialmente inocuas. A los tradicionales venenos secretos de la lengua se les ha quitado la etiqueta que indicaba «peligro de muerte». En el mejor de los casos, se les atribuye un cierto sabor desagradable, agridulce. El fenómeno resulta preocupante, al me­nos por tres motivos:

a) No nos damos cuenta de que en esta frontera hay que «de­fender la vida». La Biblia, con un marcado sentido realista, intuye en cambio -como ya hemos observado- que también la muerte puede ser causada por la lengua.

b) Minimizar la gravedad de los pecados de la lengua significa, en el fondo, devaluar la palabra. Se atribuye importancia úni­camente a las acciones, mientras se niega en la práctica el «po­der» del lenguaje. De este modo, la palabra es considerada ine­ficaz y, por tanto, irrelevante. La palabra queda «privada de poder», y la lengua es, como mucho, un arma de juguete, pero fundamentalmente inocua, privada de capacidad destructiva.

Sin embargo, la experiencia demuestra precisamente lo contrario. Si con la lengua se peca sólo venialmente, entonces la palabra pierde toda su seriedad, se le niega toda eficacia re­al. En este caso las consecuencias resultan alarmantes.

c) Se finge ignorar que la boca está estrechamente relacionada con una realidad más profunda. En efecto, todo parte del co-

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razón. Lo único que hace la boca es beber de aquella fuente, de aquellas profundidades. Y expresa, pone de manifiesto, sa­ca a la luz una realidad que se oculta en el interior. Por otro lado, desde tiempos inmemoriales se ha afirmado y demos­trado la concatenación entre pecados de pensamiento, de pa­labra y de obra (peccatum cordis — oris - operis).

En la célebre Summa fratris Alexandri (atribuida a Alejandro de Hales, maestro de París, el cual entró en la orden franciscana en 1231 ó 1232), que contiene un capítulo específico «Sobre el pecado de la boca», se retoman las reflexiones precedentes acerca de los dos polos, el de «dentro» y el de «fuera», incorporándoles el elemento fundamental de la boca. De este modo se obtiene la articulación pensamientos-palabras—acciones.

Corazón, boca y manos abarcan, pues, todo el universo de la culpa. Y de la misma manera que estos tres instrumentos son em­pleados para ofender a Dios, así también tienen que ser utiliza­dos para reparar la culpa y darle gracias. De hecho, el sacramen­to de la reconciliación no es tal sin «dolor de corazón, confesión de boca y satisfacción de obra». Se da, pues, una unidad intrínse­ca entre estos tres elementos.

El director de cine Nanni Moretti afirma en una de sus pelí­culas: «Quien habla mal, piensa y actúa del mismo modo». Cuan­do los pensamientos del corazón huelen mal, el aliento sólo pue­de ser desagradable. La mala digestión del mandamiento de la caridad es denunciada abiertamente por el «mal olor» que despi­de la boca (como si fuera una alcantarilla abierta). En suma, una vez más, muéstrame tu lengua y te diré si tu caridad goza o no de buena salud.

Para diagnosticar las enfermedades de la caridad, no hay que­hacer más que abrir la boca y observar la lengua. «¡Que lengua tan fea...!». Es decir, qué mal debes de estar y qué mal haces que se sientan los demás...

Nos preocupa, y con razón, tener mal aliento, por respeto no sólo a nosotros mismos, sino también a los demás. Y no adverti­mos que muchas veces son las palabras las que huelen mal. Y, an­tes que ellas, los pensamientos.

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Urge desarmar la boca

Es necesario y hasta urgente, ante todo, caer en la cuenta de un fenómeno repulsivo: hacemos un uso exagerado de palabras agre­sivas, cortantes, ofensivas, hirientes. Palabras duras como piedras y, por tanto, difícilmente digeribles. En nuestros arsenales priva­dos disponemos de una amplia reserva de palabras humillantes, palabras de condena, palabras que hacen daño, que aplastan, que hieren.

«La lengua que murmura a escondidas oscurece el cielo», amones­ta el libro de los Proverbios (25,33). Con excesiva frecuencia, nuestro lenguaje, además de oscurecer el cielo, tiene el triste po­der de oscurecer el rostro de aquellos a quienes nos dirigimos.

Tendríamos que hacer uso constante del vocabulario de la ca­ridad, de la dulzura. Deberíamos volver a emplear palabras de aliento, conscientes de que alentar significa «dar ánimo» a las per­sonas, devolver aliento y esperanza a quien está abatido.

Urge proceder al desarme total e incondicional de nuestros labios, reconvertirlos en instrumento de paz, mansedumbre y ter­nura. Hemos de tener el coraje de hacer que nuestra lengua deje de segregar veneno y produzca mensajes de fraternidad.

Tenemos que convencernos, finalmente, de que entre las obras de la bondad están también... las palabras.

Redescubrir la fuerza de la dulzura

No hay que confundir la dulzura con la zalamería, el halago, el melindre, la adulación y cualesquiera otras simulaciones que re­presentan una falsificación de la dulzura. La dulzura (que es pa­riente cercana de la mansedumbre, la cual entró con todos los ho­nores en el grupo de las bienaventuranzas evangélicas) es una ex­presión de fuerza y presupone la fuerza. Pero es una fuerza que no tiene necesidad de recurrir a la prepotencia (ni siquiera ver­bal), a la prevaricación, al atropello7.

7. Se puede leer con provecho, sobre este tema, el hermoso libro del psico-terapeuta Fausto MANARA, Forte come la dolcezza, Sperling & Kupfer Editori, Milano 2004.

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La dulzura es una fuerza controlada. Los violentos, los pre­potentes, los bribones y los arrogantes son en realidad personas débiles. El libro de los Proverbios nos asegura que «una lengua dulce quebranta los huesos» (Pr 25,15). Las resistencias más obsti­nadas se desvanecen ante la fuerza implacable de la dulzura, así como las heridas profundas pueden cicatrizar con las... caricias de la boca.

Es obvio que el lenguaje caracterizado por la dulzura no tie­ne que ser confundido, de manera simplista, con las palabras em­palagosas. La dulzura es algo profundo, no exterior ni emotivo. Proviene de un ánimo «pacificado», de un ser en armonía, ante todo, consigo mismo. La dulzura es sustancia, no simple forma exterior (aunque la forma tiene su importancia, siempre que ha­ya contenidos; a veces se justifica la «piel dura» de una persona diciendo que, en el fondo, tiene buen corazón; pero resulta que con lo que solemos entrar en contacto no es precisamente con el fondo, sino con la piel de los demás).

Lo cierto es que no hay caridad sin dulzura, afabilidad, sen­sibilidad, delicadeza, amabilidad, finura, elegancia, cortesía. Ya sé que habrá quien diga despreciativamente: ¡Ésas son cosas de tra­tado de urbanidad! Y si fuera así, pienso que no habría nada de qué avergonzarse. Es más, considero que es un gran error haber confinado la urbanidad al desván, como uno de tantos trastos inútiles. Bastaría subir a un autobús o a un tren para darse cuen­ta de lo útil que sería desempolvar aquellos tratados y hacérselos tragar a más de uno...

Las llamadas «buenas maneras», hoy bastante olvidadas, im­plican el sentido del respeto. Pero el respeto de que se habla tras­ciende el campo de la «buena educación» y entra en la categoría y el territorio de lo «sagrado», que es lo que le importa a Santiago. Sacralidad de las personas. Sacralidad de la palabra.

En esta perspectiva se podría sostener que la vulgaridad cons­tituye una forma de sacrilegio. Son profanados, juntamente, la palabra y los individuos.

Cuando el lenguaje es pervertido, violentado, prostituido, con la finalidad de ofender, insultar, despreciar, denigrar, se comete un doble y grave abuso: contra el lenguaje mismo y contra las perso-

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ñas que son objeto o simplemente «oyentes» de ciertas intempe­rancias verbales e indefectibles expresiones obscenas.

Contra la maledicencia

Hemos llegado al cuarto pasaje de la Carta de Santiago sobre el tema del lenguaje:

«No habléis mal unos de otros, hermanos. Quien habla mal de un hermano o juzga a un hermano, habla mal de la ley y juzga a la ley. Y si juzgas a la ley, ya no eres un cumplidor de la ley, sino un juez. Pero uno solo es legislador y juez: Aquel que puede salvar y condenar; mas ¿quién eres tú para juzgar al prójimo?» (4,11-12).

Santiago usa aquí dos verbos precisos: katalein, que significa hablar mal, difamar, calumniar. Se trata de un pecado contra la verdad y la caridad al mismo tiempo.

El otro verbo es krinein, en el sentido de juzgar y condenar. Aquí se trata de un juicio despiadado, inexorable, hecho con du­reza y sin misericordia. Condenar sin tratar de comprender, sin tener en cuenta a las personas. Aquí tenemos la verdad sin la ca­ridad (pero una verdad separada de la caridad no puede ser nun­ca la verdad cristiana).

Ciertamente, hay que defender la verdad. Pero hay diferentes modos de hacerlo. Existe un estilo cristiano que debe ser respe­tado siempre y en todas las circunstancias. Tiene que haber fran­queza (la llamada parresía, de la que Pablo nos ha ofrecido lumi­nosos ejemplos) al presentar las ideas; tiene que haber una rela­ción abierta y sincera, pero excluyendo la dureza y la frialdad y, sobre todo, la crueldad.

Cuando se recurre a la maledicencia y a la maldad, significa que no importa la verdad, ni siquiera el bien del otro, sino que únicamente prevalece el instinto de afirmación de sí y de preva­ricación sobre el otro. Monseñor Fulton Sheen, célebre predica­dor de la televisión americana en la década de 1950, hizo esta confesión: «Cada vez que gané una discusión, perdí un alma».

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«Si juzgas a la ley, ya no eres un cumplidor de la ley, sino alguien que la juzga» (4,11b). Nos encontramos ante una frase que no es fácil de comprender. Explica B. Maggioni con su claridad de siempre:

«Este vínculo entre el simple transgredir la ley y el juzgarla, poniéndose por encima de ella, puede parecemos excesivo. El he­cho es que Santiago no piensa en quien, por debilidad o incohe­rencia, simplemente viola un punto u otro de la ley, sino que se refiere a quien justifica la propia transgresión, haciéndose arbitro de la ley e interpretándola a su manera.

»La ley dice que amemos al prójimo sin excepciones. Pero al­gunos restringen su alcance, considerando, por ejemplo, que la defensa de la verdad dispensa del amor. Y de este modo se hacen jueces de la ley. Por el contrario, hay que ser ejecutores de la ley, de toda la ley, sin cuestionarla»8.

Sólo uno tiene derecho a juzgar. Y ninguno de nosotros pue­de arrogarse esa tarea: «Pero uno solo es legislador y juez: Aquel que puede salvar y condenar; mas ¿quién eres tú para juzgar al prójimo'?» (4,12).

Máximo el Confesor (que murió en el año 662) observaba con amargura: «Los hombres han dejado de llorar por sus propios pecados y se han arrogado el juicio que corresponde al Hijo de Dios. Como si no tuvieran pecado, se critican mutuamente, y a causa de ello son condenados. Por eso el cielo está estupefacto y la tierra irritada. Los hombres, sin embargo, son tan insensibles que ni siquiera se avergüenzan»9.

El mismo Jesús cuestionó con aspereza este papel de jueces que nos arrogamos descaradamente: «No juzguéis, para que no se-

8. B. MAGGIONI, of. «'/., p. 129. 9. Un estimulante y breve volumen sobre este tema es ciertamente el de

Elias VOULGARAKIS, Perchégiudichi tuo fratello? Insegnamenti dei Padri sul biasimo, la maldicenza e la calunnia, Gribaudi, Tormo 1987 (trad. cast.: ¿Por qué juzgas a tu hermano? Enseñanzas de los Padres sobre la críti­ca, la maledicencia y la calumnia, Desclée de Brouwer, Bilbao 1991, 127 pp.). Estas páginas recorren la tradición más antigua de la Iglesia sobre el tema que estamos tratando.

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ais juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá» (Mt 7,1-2).

Pablo, por su parte, exhortaba: «No juzguéis nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los secretos de las ti­nieblas y pondrá de manifiesto las intenciones de los corazones. En­tonces recibirá cada cual de Dios la alabanza que le corresponda» (1 Co 4,5). Y podemos glosarlo así: entonces cada uno tendrá de Dios lo que se merece, según la crueldad o la misericordia con que haya juzgado a su hermano.

Un desolado panorama de ruinas

Para traducir en términos actuales el discurso de Santiago pode­mos empezar teniendo presente una imagen de fondo. Tratemos de poner ante nuestros ojos, o al menos imaginar, las ruinas, los escombros, los daños, los destrozos, las lágrimas, las laceraciones provocadas por ese gesto tan simple que consiste en agitar mali­ciosa y sentenciosamente la lengua.

Afirma Lanza del Vasto: «La maledicencia es una injuria a la majestad del lenguaje». Y también, una vez más, a la sacralidad de la persona. La maledicencia, además, contribuye a la profanación de la boca, instrumento destinado a alabar a Dios, a lo cual nos hemos referido anteriormente.

La maledicencia, fundamentalmente, puede ser de dos tipos:

- Maledicencia voluntaria, con el propósito deliberado de hacer daño al prójimo: por odio, venganza, conflicto de intereses, antipatía, maldad, celos, envidia. En estos casos se llega fácilmente a la calumnia.

- Maledicencia gratuita, provocada por la ligereza, la incons­ciencia, el hábito, de modo que se habla mal de los otros casi sin darse cuenta.

Las causas pueden agruparse en cuatro tipos, que a veces se sobreponen y llegan a confundirse: Tratemos de elaborar un elen­co de ellas:

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a) Irritación. Sucede cuando las personas viven juntas y no se so­portan. Hay que notar que la maledicencia, concebida como válvula de desahogo, alivia la irritación o el fastidio sólo apa­rentemente. Se trata, en efecto, de un alivio ilusorio. En rea­lidad, cuanto más se rasca, tanto más aumenta el malestar y la inflamación

Considerada desde esta perspectiva, la maledicencia reve­la despiadadamente el carácter artificial de un cierto modo de vivir juntos. Las personas, más que aceptarse, se soportan, cuando no se detestan.

b) Instinto de juzgar. En todo maledicente está agazapado un juez o incluso un justiciero, que interpreta su papel con una aplicación digna de mejor causa. Pero es un juez parcial, que debería ser recusado «por legítima sospecha». De hecho, no se preocupa de controlar, verificar, confrontar, cribar serena­mente las pruebas, escuchar la argumentación del acusado. El deseo de condenar predomina sobre todo lo demás.

Es de todo punto evidente que esta actitud resulta estéril. «Nadie ha llegado nunca a ser mejor por el hecho de que se haya hablado mal de él en su ausencia» (Lanza del Vasto).

Algunos se justifican a veces argumentando que no dicen más ni menos que la verdad. Pero, en el mejor de los casos, es una verdad sin amor y, por tanto, sospechosa. Además, la ver­dad es diferente de la chachara inútil. La verdad, para cono­cerla y proclamarla, exige otro corazón, otro espíritu, otra ac­titud interior.

La verdad, para ser constructiva, vivificante, debe decirse a cara descubierta, y no teme el cara a cara con el otro. Siempre que se salve, naturalmente, la caridad.

c) Pretensión de infalibilidad. Todo maledicente cultiva, más o menos secretamente, la vocación de psicólogo. Un psicólogo de poca monta, pero que se considera infalible y no acepta poner en cuestión las afirmaciones hechas, las sentencias pro­nunciadas, los diagnósticos formulados. No está dispuesto a reconocer los errores, ni siquiera los más garrafales, ni a re-

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nunciar a los prejuicios, ni a tomar nota de los desmentidos de la realidad.

El estúpido, el superficial, es el psicólogo que se conside­ra más «infalible». Y son peligrosísimos los que declaran: «A mí me basta el instinto, la intuición, la visión de conjunto». Afirma también Lanza del Vasto: «Es tres veces loco quien cree haber sondeado la concha donde anida la persona».

Habría que tener siempre presente esta oración india: «Gran Espíritu, haz que nunca juzgue a nadie antes de cami­nar durante dos semanas calzando sus mocasines».

d) Sentido de frustración e instinto de compensación. En el fondo, el maledicente es consciente de su pequenez, mezquindad y bajeza. Y advierte prepotente la necesidad de justificarse, sin tratar de elevarse al menos un poco (demasiado fatigoso, aparte de que se corre el riesgo de caer...), sin corregirse (es un asunto excesivamente exigente y serio), sino bajando a los otros al propio nivel e incluso más abajo.

Alguien ha observado: «La maledicencia es una consola­ción de la mediocridad». Así pues, he aquí la compensación, la contribución impuesta a quien «tiene» más, a quien «es» más.

La maledicencia representa siempre un signo evidente de insatisfacción o disgusto de sí, proyectado sobre los otros.

Imposible reparar los daños

A propósito de los daños «irreparables» provocados por una len­gua desenfrenada, recordamos un célebre episodio que tiene co­mo protagonista a san Felipe Neri. Una distinguida señora se acusa durante la confesión, sin mostrar excesivos signos de arre­pentimiento, de caer fácilmente en el pecado de murmuración. El santo le impone como penitencia que recorra una calle de Roma desplumando una gallina.

A la semana siguiente, la penitente confiesa que ha caído en el mismo pecado. El santo le pregunta:

«¿Habéis cumplido la penitencia que os impuse?».

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QUINTO TEMA: EL LENGUAJE DEL CRISTIANO...

«Sí, exactamente tal como me dijo», asegura la dama murmuradora. «Pues bien, ahora volved a la misma calle y recoged todas las

plumas que habéis dispersado...». «¡Pero eso es imposible!», se defiende ella. «Pues así de impasible es, hija mía, recoger todas las malas

palabras que habéis esparcido al viento durante todo el día».

Sencillez en el hablar

«Ante todo, hermanos míos, no juréis ni por el cielo ni por la tierra, ni por ninguna otra cosa. Que vuestro "sí" sea sí, y vuestro "no", no, para no incurrir en la condenación» (5,12).

No basta con evitar la precipitación y la ligereza al hablar, sino que es preciso también emplear un lenguaje que se distinga por su claridad, transparencia, sencillez y linealidad, evitando las complicaciones, los artificios y las contorsiones verbales.

No se trata de jurar sólo después de valorar bien la situación y por motivos graves, sino de evitar todo juramento. Por otro la­do, las relaciones interpersonales tienen que caracterizarse por la confianza y no por la desconfianza.

El sí y el no deben bastar, sin necesidad de otros apoyos. Una vez más, Santiago está en sintonía con Mateo: «Habéis

oído también que se dijo a los antiguos: "No perjurarás, sino que cum­plirás al Señor tus juramentos". Pues yo os digo que no juréis en modo alguno... Sea vuestro lenguaje "Sí, sí", "no, no", que lo que pasa de ahí viene del maligno-» (Mt 5,33-37). Jesús desenmascara las hipocre­sías y las contradicciones de nuestros comportamientos. Des­monta toda la base de la mecánica, aun cuando sea solemne, de los juramentos, a través de los cuales se invoca a Dios como tes­tigo de que una afirmación es verídica.

Es como si dijera: si, cuando pronuncias un juramento, nece­sitas ponerte en presencia de Dios, ello significa que olvidas que siempre estás en presencia de Dios. Si, en cambio, lo que tienes en los labios corresponde a lo que tienes en el corazón, entonces

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un simple sí o un simple no puede bastar. La garantía de tu sí o de tu no es tu ser «verdadero», no Dios.

Jesús se niega a ver el juramento como un dique contra la mentira. El juramento puede convertirse incluso en un refugio de dicha mentira. Él quiere destruir la mentira, no se contenta con mantenerla fuera de los tribunales o de los actos públicos. Quiere eliminarla de la vida.

De este modo, el creyente es puesto frente a sus propias res­ponsabilidades. No se le consiente apelar a Dios para obtener cre­dibilidad. Tiene que actuar con franqueza, ganarse la credibilidad con su propia transparencia, no con la tapadera -abusiva- de Dios.

Como observa D. Bonhoeffer: «El juramento arroja la som­bra de la duda sobre todas las demás palabras humanas. Por eso viene "del Maligno". Pero el discípulo debe ser luz en todas sus palabras».

Quien no tiene nada que ocultar ante su Señor, no debe te­ner nada que ocultar o falsificar frente a nadie. Ni el discípulo ni la Iglesia necesitan esconder tampoco sus pecados, dado que la Cruz de Cristo, además de perdonarlos, los revela, los manifiesta abiertamente.

Añade Bonhoeffer: «No hay verdad en presencia de Jesús sin verdad ante los hombres. No se puede seguir a Jesús sin vivir en la verdad descubierta ante Dios y los hombres».

Esto es importante también en la vida de comunidad. Por desgracia, casi siempre llueven las excepciones para librarse de la lógica apremiante tanto del Maestro como de Santiago. Algunos, por ejemplo, dicen: «A veces, con buena intención...». ¡Como si fuese lícito ofender al Dios de la verdad «con buena intención»! ¡Y como si no fuera absurdo demostrar la propia caridad para con el hermano engañándolo...!

Y luego están las restricciones verbales. Y aquí desearía citar un aforismo de Lanza del Vasto: «Restricción mental: uno mien­te hasta el punto de hacerse creer a sí mismo que no ha menti­do». En este caso, en vez de engañar a una sola persona, como su­cede con la mentira vulgar, engaño a dos personas: a mí mismo y al otro.

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QUINTO TEMA: EL LENGUAJE DEL CRISTIANO...

Algunos observan: «En determinadas circunstancias, puede, haber motivos de educación que autorizan...». Cito una vez más a Lanza del Vasto: «Mentira de buena crianza: es como acicalar­se sin haberse lavado siquiera».

Y siempre hay personas que recuerdan que hay excepciones... Sí, también Jesús las contempló: «Lo que pasa de ahí viene del ma­ligno». Es decir, todas las excepciones son inspiradas por el de­monio. Lo cual, ciertamente, no es nada tranquilizador.

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Sexto y séptimo temas

Conversión personal y recuperación del hermano «descarnado»

El cristiano, ese convertido

«Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo y él huirá de vo­sotros. Acercaos a Dios y él se acercará a vosotros. Purificad vuestras manos, pecadores, y santificad vuestros corazones, irresolutos. Lamentad vuestra miseria, haced duelo y llorad; que vuestra risa se cambie en llanto y vuestra alegría en tris­teza. Humillaos ante el Señor y él os ensalzará» (4,7-10).

Para Santiago, el itinerario del cristiano es sobre todo un camino de retorno a Dios. Podríamos decir: un camino de conversión in­cesante. No nos convertimos de una vez para siempre. El paso dado es un paso que aún hemos de seguir dando. Siempre acecha el peligro de salirse del camino, de pensar y actuar de modo «di­sonante», «desfasado» con respecto al mensaje evangélico. Nuestros pensamientos no son necesariamente los pensamientos de Dios, ni nuestros caminos los suyos (Is 55,8). Por eso es nece­sario rectificar nuestra conducta y, muchas veces, dar un giro de ciento ochenta grados, recuperando la ley y el espacio de la liber­tad. Hay que «re-orientar» periódicamente la vida.

Resuenan nada menos que nueve imperativos:

- «someteos a Dios»; - «resistid al diablo»;

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- «acercaos a Dios»; - «purificad vuestras manos»; - «santificad vuestros corazones»; - «lamentad vuestra miseria»; - «haced duelo»; - «llorad»; - «humillaos ante el Señor».

Se podría añadir también el v. 11: «No habléis mal unos de otros». Es decir, en vez de ocuparte de los defectos de los demás, piensa en tus miserias y en tus defectos.

Se encuentran acentos similares en la Primera Carta de Pedro: «Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios para que, lle­gada la ocasión, os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros. Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quien devorar. Resistidle

firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos que están en el mun­do soportan los mismos sufrimientos» (1 Pe 5,6-9). Con todo, el con­texto es diverso: en efecto, Pedro alienta a una comunidad sacu­dida por las persecuciones, mientras que Santiago invita a la con­versión a una comunidad lacerada por las discordias intestinas provocadas por las pasiones devastadoras.

¿Quésugieren esos verbos?

B. Maggioni pone de relieve con mucha precisión el vínculo en­tre los dos primeros imperativos del discurso de Santiago:

«"Someterse" significa ponerse en posición subordinada, re­conociéndose subdito y dependiente. La sumisión a Dios es la verdad del hombre. Todo comportamiento recto empieza por aquí. Si se trastorna este punto, todo lo demás queda trastornado y se vuelve contra el mismo hombre. El ser humano que se niega a reconocerse subdito por una ilusión de independencia, termina encontrándose esclavo de las pasiones y del mundo, lacerado en sí mismo e incapaz de cultivar relaciones constructivas.

»La sumisión del hombre a Dios no es fácil, y algunos tratan de impedirla. Por eso Santiago indica de inmediato la condición

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SEXTO Y SÉPTIMO TEMAS: CONVERSIÓN PERSONAL...

indispensable para poder realizarla: "resistid al diablo". El verbo elegido expresa una oposición enérgica, como la de una persona que desea algo a toda costa, especialmente frente a quien preten­de hacer de él lo que quiere. La resistencia surge del deseo de mantenerse libre y ser uno mismo.

»La invitación a oponer resistencia, con absoluta firmeza, su­pone que el diablo dispone de una gran fuerza de atracción, con­firmada por argumentos persuasivos frente a los cuales hace falta inteligencia, atención y fuerza de ánimo. Y ello porque -como su­giere el contexto anterior- el diablo tiene de su parte la fascina­ción del mundo y los requerimientos de las mismas pasiones. Por eso el diablo es un adversario poderoso. Y, sin embargo, también es débil, como lo muestra la consoladora afirmación: "Y él huirá de vosotros". El diablo no puede nada contra la real voluntad del hombre1...

»...En 4,4 Santiago había puesto la opción del hombre en función de una preferencia por Dios o por el mundo. Ahora la pone en función de una preferencia por Dios o por el diablo. El hombre no puede estar en el medio, equidistante, neutral. La op­ción es inevitable: o por uno o por otro»2.

Por lo que respecta al acercarse a Dios, ello presupone, obvia­mente, la conciencia de que uno se ha alejado, entrando en un ca­mino equivocado. Y, además, no es cuestión sólo de acercarse, de restablecer el contacto perdido, sino de decidirse a hacer el cami­no juntos.

Mientras que la resistencia que se opone al diablo determi­naba la fuga de éste, el acercamiento a Dios provoca, por una es­pecie de ley de reciprocidad, que Él se acerque a nosotros. Es de­cir, Dios sale al encuentro de quien da pasos hacia El.

Purificarse las manos no es un simple gesto ritual, sino que implica un cambio de conducta. Es significativa la vinculación

1. Santiago no precisa de qué modo se puede ofrecer resistencia al diablo. No obstante, se pueden rastrear algunas indicaciones preciosas no sólo del fragmento de la Carta de Pedro que ya hemos citado, sino también de Pablo, en Ef 6,11 y 1 Tes 5,8.

2. B. MAGGIONI, La lettera di Giacomo, Cittadella, Assisi 1989, pp. 123-124.

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entre manos y corazón, que indica la estrecha relación existente entre lo interior y lo exterior. En un salmo que precisa las condi­ciones para entrar en el Templo, se dice: «El de manos limpias y puro corazón, el que no pronuncia mentira ni jura con engaño» (Sal 24,4). En esta perspectiva, la pureza de las manos y del corazón se expresa con la ausencia de mentira. Y la mentira no es sólo de los labios: la vida misma puede ser mentirosa.

B. Maggioni examina los tres últimos verbos empleados por Santiago para describir las diferentes fases de la conversión:

«Los tres imperativos en rápida sucesión de 4,9 {"lamentad, haced duelo y llorad'9), así como la imagen de la risa que se torna en tristeza, pertenecen al ceremonial de las celebraciones peni­tenciales. El espíritu oriental, mucho más extravertido que el nuestro, gustaba de expresarse en las ceremonias con gestos fuer­tes y coloridos: las lamentaciones y los llantos, las vestiduras ras­gadas, la ceniza sobre la cabeza.

»Se trata de gestos que, por un lado, representan el estado miserable en que el pecador ha caído: el pecado es un camino hacia el vacío. Por otro, en cambio, expresan el arrepentimiento del pecador, el pesar por haberse alejado de Dios, la voluntad de humillarse»3.

Por último, hay que advertir que la humillación ante Dios tie­ne como consecuencia la exaltación. Es Él quien exalta, quien al­za, no los otros.

Hay que subrayar también el término «indecisos», del que ya hemos hablado al abordar el tema de la fe, que implica una deci­sión y una elección precisa. La traducción literal sería: «(gente) de ánimo doble». En cualquier caso, se trata de recuperar, a través del camino de conversión, el propio rostro. Y, sobre todo, hay que evitar «saltar» alternativamente, según las conveniencias, de un camino a otro.

3. Ibid., p. 126.

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SEXTO Y SÉPTIMO TEMAS: CONVERSIÓN PERSONAL...

Para la recuperación del hermano perdido

«Hermanos míos, si alguno de vosotros se aleja de la verdad y otro lo convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su camino desviado salvará su alma de la muerte y cubrirá una multitud de pecados» (5,19-20).

Puede suceder que algún miembro de la comunidad se extravíe. No se le puede abandonar a su suerte, a sus elecciones equivoca­das. Todos tienen que hacerse cargo de él. En suma, hay que es­forzarse por recuperar al hermano descarriado. Nadie tiene el de­recho de considerar a otro definitivamente «perdido».

Santiago interpola un elemento característico en la llamada «corrección fraterna»: ésta ha de tener lugar entre pecadores. De hecho, un poco antes ha dicho: «Confesaos, pues, mutuamente vues­tros pecados» (5,16). Ahora pone de manifiesto cómo la recom­pensa para quien «convierte a un pecador de su camino desviado» es la «cobertura» (es decir, el perdón de parte de Dios) de los pro­pios pecados; es más, de la «multitud de pecados».

Esto indica inequívocamente que quien amonesta y trata de realizar la salvación del hermano descarriado no es un cristiano perfecto, libre de toda culpa, que se considera superior al otro y, por tanto, se siente autorizado a impartir lecciones e infligir amo­nestaciones desde una posición de superioridad, sino un pecador que va a buscar a otro pecador, para avanzar juntos por el cami­no del retorno.

Santiago habla también del cristiano que siempre necesita convertirse (4,7-10). Ahora bien, quien se encamina por la vía de la conversión tiende la mano —con delicadeza y respeto- a un her­mano que anda a tientas en la oscuridad (¡qué tristeza producen algunos supuestos «convertidos» que, en lugar de servir de puen­te, aprovechan cualquier ocasión para lanzarse, con violencia po­lémica, contra quien se ha quedado en la otra orilla...!).

Los dos sentimientos que deben dominar en la acción de re­cuperación son la caridad (no puede haber una afirmación de la verdad que excluya un estilo de bondad) y la humildad.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

En las pocas líneas que componen este pasaje se pue­den identificar dos elementos fundamentales de las relaciones comunitarias:

- el principio de la corresponsabilidad: cada uno tiene que sentirse responsable de todo y de todos; también a quien se ha quedado «dentro» le corresponde una parte de culpa en el alejamiento del hermano;

- la corrección fraterna como antídoto contra el «hablar mal del otro», es decir, la murmuración, la maledicencia estéril («No habléis mal unos de otros, hermanos»: 4,11).

Un procedimiento misericordioso

Este pasaje de Santiago remite casi obligatoriamente a una pági­na de Mateo incluida en el discurso comunitario: «Si tu hermano llega a pecar, ve y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ga­nado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo a uno o dos, para que todo asunto quede -zanjado por la palabra de dos o tres testi­gos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comuni­dad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano» (Mt 18,15-17).

Hagamos algunas observaciones a este respecto4. Lo que cuenta es la recuperación del hermano. Lo que más debe impor­tar es el bien del hermano. Ésta es la preocupación fundamental, no la de demostrar la ofensa o el error, ni la de castigar o restituir el orden.

Jesús enseña un procedimiento gradual, que consta de tres fa­ses sucesivas. A primera vista puede parecer un procedimiento se­vero. Por el contrario, estamos ante un procedimiento misericor­dioso. Ésta es, en el fondo, «una traducción humana de la pa­ciencia de Dios» (O. da Spinetoli).

4. Para un comentario más profundo de esta página, cf. Alessandro PRONZATO, TU solo haiparole, vol. II, Gribaudi, Milano 1999, pp. 263ss (trad. cast.: Sólo tú tienes palabras. Comentarios al Evangelio de Mateo, Sigúeme, Salamanca 2001, 318 pp.).

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SEXTO Y SÉPTIMO TEMAS: CONVERSIÓN PERSONAL...

Extraemos también aquí una lección fundamental: todos y cada uno somos responsables de la fe de los hermanos. Pero hay que tener discreción, tacto, delicadeza, respeto. La verdad y la ca­ridad tienen que ir juntas. Echar en cara ciertas verdades de ma­nera brutal, ofensiva, dura, como si fueran objetos contundentes o algo peor, puede no tener nada que ver con la verdad evangéli­ca, que nunca puede estar separada de la bondad y del respeto a la dignidad de la persona.

Hay que denunciar y condenar el pecado, hay que señalar el error, pero hay también que comprender, perdonar, proteger y, so­bre todo, amar al pecador. Así pues, la corrección tiene que ser «fraterna», tanto en las intenciones como en el modo de efec­tuarla. Antes de hacer comprender al hermano que se ha equivo­cado, que se está equivocando, hay que demostrarle que es ama­do, y hay que convencerle de que, a pesar de todo, es objeto de la solicitud de todos. La caridad, la paciencia, la misericordia y la sensibilidad son la luz indispensable que puede permitir al desca­rriado descubrir que se ha equivocado de camino. En vez de lla­marlo al orden, hay que atraerlo, invitarlo a dejarse amar.

Una comunidad verdaderamente evangélica no debe alzar nunca el puente levadizo. Debe mantener la puerta siempre abierta, la luz siempre encendida. Una comunidad se revela cris­tiana cuando no se resigna a la pérdida definitiva de un miembro, sino que se demuestra siempre dispuesta a buscar, acoger, perdo­nar, reconciliar... y da todos los pasos posibles e imposibles para que se produzca el retorno esperado.

Y tendría que imperar siempre un ambiente de fiesta, sin ca­ras largas ni malos gestos, cuando el hermano, el alejado, aparece en el horizonte (mejor si viene acompañado de alguien que ha propiciado la recuperación). Hay que tener preparada -como en el caso de la parábola del pródigo (Le 15,11-31)- la música y la mesa, en lugar de preparar las municiones para los reproches, las acusaciones, las recriminaciones.

Sólo estamos seguros todos cuando nadie se ha quedado fuera.

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ÉSTE ES EL CRISTIANO... Y ÉSTE SU DIOS

¿Un final poco elegante?

Algunas personas no ocultan su decepción al observar cómo el fi­nal de la Carta de Santiago es un tanto brusco y deja un sabor amargo en la boca con la alusión, poco elegante, a la «multitud de pecados».

Yo sostengo, en cambio, que se trata de una conclusión ca­racterizada por la esperanza (nadie debe ser considerado «perdi­do», irrecuperable) y la alegría. Sí, la alegría de reconocernos to­dos como pecadores perdonados y, por tanto, amados.

Santiago había empezado su escrito con una especie de biena­venturanza: «Considerad como perfecta alegría...». Ahora lo conclu­ye haciéndose eco de la bienaventuranza contenida en un salmo: «Dichoso aquel a quien se ha perdonado la culpa y cubierto el pecado» (Sal 32,1). Más aún, un montón, una «multitud» de pecados...

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